Capítulo 35. La Alianza. Parte 2: Un Nuevo Mundo... Roto
—¿De verdad te has leído todo eso?
La voz de Rick me hace despegar la mirada del libro y levantar la cabeza en su dirección, entrecerrando un ojo cuando la luz del sol me da de lleno en la cara.
Sentado en la enfermería del campamento, sonrío y asiento algo avergonzado cuando le veo señalar el grosor del libro apoyado sobre la mesa, del que estoy tomando notas en un cuaderno a mi izquierda.
—He de hacerlo si quiero aprender los problemas y enfermedades cardiovasculares —respondo con obviedad volviendo la vista al libro—. Alguien tiene que nutrir la sed de conocimiento de la pequeña Frankenstein.
Rick se carcajea con una sonrisa descansada, fruto de estos dos días de calma en nuestra casa de Oceanside, y se sienta en la silla frente a mí mientras deja el walkie de su cinturón sobre la mesa. Pues es su turno de vigilancia en mi condena, relevando a Rosita que se acababa de marchar.
—No finjas que no te apasiona —dice cruzando sus manos sobre su regazo mientras estira las piernas.
El rubor comienza a cubrir mis mejillas y carraspeo, deseando que desaparezca de ellas y no me deje en una evidente vergüenza.
—No lo hago —admito algo soberbio.
Siento como sus pupilas se clavan en mí, y ese hecho me obliga a levantar la vista. Su mirada me observa con un destello de fascinación y orgullo.
—¿Qué?
Este niega y sonríe, apartando la vista unos segundos, como si se perdiera en sus propias cavilaciones mentales. Da un vistazo a la gente que deambula por el campamento haciendo sus quehaceres y después vuelve a mí.
—Tan solo pensaba en el Áyax de la prisión —confiesa, rascando su espesa barba—. Ese chico que no sabía leer y que Hershel le enseñó. Estaría muy orgulloso de ti.
Carraspeo de nuevo cuando el sonrojo se acrecienta y maldigo por ello. Muerdo el interior de mi mejilla y froto mi nuca con el extremo opuesto del lápiz que sostengo.
—Supongo que sí —balbuceo, recordando al padre de Maggie.
A veces se echa en falta su cordura y sabiduría, pero creo que hay un poco de él en todos nosotros.
Ojalá pudiera haber visto crecer a su nieto.
—Y también pensaba en que ese Áyax se reiría mucho del que eres ahora.
Esa frase me arranca de mis pensamientos y hace que me carcajee con ganas, con él uniéndose a mis risas.
—Ese Áyax era un niño enfadado con todos y con el mundo —aclaro—. No había que tener demasiado en cuenta lo que decía.
Rick tuerce el gesto y desvía la mirada hacia la mesa y el montón de libros apilados que me rodea, como si eso le ayudara a sopesar mis palabras.
—O quizá sí —rebate mirándome fijamente—. Gracias a él estamos aquí... y gracias a él, tú te has convertido en quien eres hoy en día. Y si Hershel estaría orgulloso de ti, ya puedes imaginar cuanto lo estoy yo.
Sus palabras me dan de lleno en el centro de mi pecho, dejándome francamente sorprendido. Tartamudeo algo incoherente que ni siquiera llego a pronunciar cuando mi pulso se acelera. Agacho la cabeza y muerdos mis labios tras unos segundos.
Y entonces le miro con una sincera sonrisa.
—Gracias, Rick —murmuro feliz.
Este me sonríe de vuelta y se pone en pie, rodeando la mesa, apoyándose en su bastón.
—No hay de qué, hijo, es la verdad —dice, antes de dejar un beso en mi pelo—. Es un honor ser testigo de los grandes hombres en los que Carl y tú os habéis convertido.
Tengo que concentrar todas mis fuerzas en que las lágrimas no salgan de mí. Honestamente, después de todo lo sucedido en estas semanas, esas palabras de aliento me llenaban en el alma después de sentirme un intento fallido de ser humano civilizado. Clavo la vista en el libro, incapaz de concentrarme, mientras él se sirve una taza de café en el interior de la tienda y después vuelve su sitio.
Parpadeo repetidas veces y trago saliva, haciendo garabatos nerviosos en la libreta cuando medito si es la oportunidad correcta o no de plantearle una idea en concreto, que ronda por mi mente desde que los líderes de la Alianza decidieron una condena coherente para mí.
Como me conoce, Rick me observa algo cejijunto y con los ojos entrecerrados, dando un sorbo a su taza de café.
—Hay algo en lo que he estado pensando.
El hombre alza la taza en mi dirección como si dijera «ahí está», haciéndome reír escuetamente.
—Se trata de Negan —aclaro. Me mira con cierta sorpresa y deja la taza de café sobre la mesa, con cuidado de no manchar mis libros y notas—. Creo que deberíamos proponerle a la Alianza una revisión a su condena.
Sus cejas se arquean y se echa ligeramente hacia atrás hasta apoyar su espalda en el respaldo de la silla. Tamborilea los dedos de la mano derecha sobre la mesa y entonces me mira.
—¿Puedo serte sincero?
Su cambio y la pregunta me dejan un tanto descolocado. Sinceramente, esperaba un «no» férreo, cortante y decisivo, no esa reacción pausada y tranquila.
—Adelante —murmuro confundido y no muy seguro de si quiero saber lo que tiene que decirme.
Coge aire profundamente y entrelaza de nuevo las manos en su regazo, cruzando una pierna sobre la otra, tomándose un tiempo prudencial antes de hablar.
—¿Me creerías si te dijera que yo también he estado pensando últimamente en algo similar?
Eso me atrapa por sorpresa, como si acabara ver a un perro hablar. De hecho, eso me habría parecido más posible antes que oír a Rick hablar en favor de Negan. De todas las formas en las que había imaginado que se diera esta conversación, esto no pasaba en ninguna de ellas.
—¿En qué habías pensado exactamente? —inquiero realmente curioso y necesitado de una respuesta.
Rick suspira y chasquea la lengua, dando a entender que ese hecho le avergüenza un poco. Haber pensado en Negan como si fuera un ser humano y no un trofeo.
—Ver todo lo que hemos construido... este nuevo mundo, la Alianza —dice con seguridad—. Verte a ti luchar por ello, o a Carl. Ver cómo Michonne empieza a retomar su labor y comienza a enfrascarse en libros de leyes... cómo quiere trazar unas normas coherentes, sentar unas bases para todos. La Alianza fue el principio de algo, pero... si queremos avanzar necesitamos unos cimientos más fuertes.
Le escucho más atentamente quizá de lo que le he escuchado en toda mi vida.
—Antes me sentía bien cuando... bajaba a su celda y le visitaba —confiesa, de nuevo algo avergonzado—. Iba allí y le demostraba que todo aquello en lo que él no creía, yo lo estaba construyendo. Lo estábamos consiguiendo, todos juntos, incluidos los suyos. Y él no formaba parte de eso. Al principio tenía su gracia. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces, y ya no me apetece visitarle.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros, aunque realmente sabe la respuesta.
—Ya no somos lo mismo, ninguno.
El silencio se hace ante ese hecho. Sé que no solo se refiere a ellos dos, y tiene razón.
—Sé que está preso, y eso es un castigo por todos sus crímenes cometidos —digo, mirándole—. Pero si en el mundo de antes los presos tenían cierto tiempo de distracción... no veo por qué Negan debería ser la excepción.
Rick suspira, cerrando los ojos y llevándose la mano al puente de su nariz en un gesto que he visto tantas veces que ya me hace sonreír.
—Es complicado —dice. Y antes de que replique, continúa—. Pero lo entiendo, incluso lo hablé con Michonne. Pensé que ella sabría considerar una idea adecuada mejor que cualquiera de nosotros, pero aun así... es algo bastante complicado. A muchos no les va a gustar.
Dejo el lápiz sobre el cuaderno y apoyo mis codos en la mesa, mirándole a los ojos para intentar hacerle entrar en razón.
—Lleva cuatro años encerrado en una celda, Rick —añado—. Sin salir de ese rectángulo de unos pocos metros, en un sótano, con unos libros y una cama. Cuatro años —sentencio, enfatizando la cifra—. Me sorprende que haya tardado tanto en autolesionarse y que aún no se haya vuelto loco.
Rick vuelve a suspirar. Veo su nuez subir y bajar tras referirme a las heridas que el hombre se auto infringe a sí mismo con algo de desespero, queriendo escapar de ahí de la forma que sea.
—No digo que lo pongamos en libertad —aclaro, cerrando el libro—. Digo que empecemos a darle un trato algo más digno. Porque si pasamos de tener un preso a tener un mártir, el mensaje con el que queremos construir este nuevo mundo, se habrá ido a la mierda.
Asiente a mis palabras con una mezcla de pesar y convicción. Porque por más que le pesen, en el fondo sabe que son verdad, que debe ser así si quiere mantener a Negan con vida en una celda.
El walkie entre nosotros empieza a emitir ruidos que provocan que nuestros ojos se claven en él.
—¿Rick, estás ahí? Cambio.
Frunzo al ceño y miro al hombre frente a mí cuando la voz de Jesús sale a través del aparato. El mencionado toma el walkie y presiona el botón antes de hablar.
—Sí, Jesús —responde—. ¿Qué ocurre?
—Maggie ha salido hace un rato de Hilltop en dirección a Alexandria y... creo que debía informarte de ello.
Ambos nos miramos a la vez con cierto estupor en nuestros rostros, contemplando las posibilidades que eso puede significar.
—¿Te ha dicho para qué? —pregunta Rick con el ceño fruncido.
—No, solo ha dicho que tú sabrías lo que significa.
Resoplo y me reclino en la silla, sin despegar la mirada del aparato como si estuviera mirando a Jesús fijamente a los ojos.
—Va a por Negan —musito.
Rick traga saliva y le da las gracias a Jesús por comunicárselo y ponerse en contacto con él cuanto antes. Se pone en pie y, tomando su bastón, informa de nuevo por el aparato de que pongan en aviso a Michonne si se topa con Maggie en Alexandria, así como que no le dejen pasar sin escolta. Desde la tienda frente a nosotros y tras habernos visto, Carol se aproxima seguida de Daryl cuando yo también me pongo en pie.
—¿Qué ocurre? —pregunta la mujer tras ver nuestras caras.
El hombre suspira con pesadez y frota su rostro con una mano.
—Qué Maggie va a cometer algo de lo que probablemente se arrepienta —contesta, empezando a caminar.
—Voy contigo —afirmo, recogiendo las cosas que había esparcidas por la mesa.
Niega con la cabeza repetidas veces.
—No, tú no puedes salir, no...
—Tiene razón —secunda Daryl. Señala su moto con el mentón—. Yo te llevaré, llegaremos antes.
—Yo me quedaré en tu puesto, ve —le asegura Carol, mirándome a mí.
Tras una larga exhalación y un vistazo a todos, Rick asiente a sus palabras y echa a caminar junto a Daryl. Carol y yo nos miramos unos segundos, prácticamente como si tuviéramos la misma desagradable sensación. Vuelvo la vista hacia ellos con cierta impotencia por no poder hacer nada al respecto.
Y cuando se suben a la moto de mi hermano, hay algo que no me deja tranquilo.
Que no me da buena espina.
La última mirada que Daryl me dedica en la distancia.
Porque en ella, brilla cierto destello de victoria.
Frunzo el ceño durante escasos segundos cuando les veo partir.
No estoy muy seguro de qué ha sido eso.
Pero no me ha gustado una mierda.
Con un rítmico nerviosismo y sentado e inquieto en mi silla, muevo mi rodilla arriba y abajo. Mordisqueo el lado opuesto del lápiz, dando fugaces vistazos a la entrada del campamento, dónde los caballos y vehículos aguardan.
Y también por dónde Daryl y Rick se han ido hace un rato.
Ha sido hace unos escasos veinte minutos, pero algo me dice que las cosas no van bien.
Algo no, la mirada de Daryl.
Esa última mirada... le conozco, mierda, le conozco demasiado cómo para saber cuándo trama algo.
—¿Puedes parar quieto, por favor?
La voz de Carol me hace levantar la cabeza del libro.
—¿Qué? Estoy bien, no me pasa nada.
Desde su silla, dónde repasa el listado del inventario para el puente, arquea las cejas hacia mí y me observa de pies a cabeza con el mayor de sus escepticismos.
—Tu lápiz no opina igual —replica. Lo dejo sobre el libro y carraspeo, negando con la cabeza—. Y llevas media hora con la misma página.
—Algo no está bien —farfullo entre dientes en cuanto acaba la frase, mirándole fijamente. Su ceño se frunce en una mezcla de curiosidad y extrañeza—. ¿No te parece raro que Daryl se haya ofrecido a ayudar a Rick para detener a Maggie? ¿Sabiendo lo que él opina de Negan y Los Salvadores?
Carol suspira con pesadez y agacha la mirada.
Porque me da la razón.
—Está bien, vamos comprobar si estás en lo cierto. —Toma el walkie de su cinturón y se lo lleva a los labios—. Alexandria, aquí Carol desde el campamento, ¿han llegado ya Daryl y Rick?
A cada segundo que pasa en silencio, mi inquietud crece más y más, igual que el temblor en mis manos. Hasta que alguien responde.
—¿Tenían que llegar? —La pregunta de Carl, desde el otro lado de la línea, nos congela a ambos—. Aquí no ha venido nadie más aparte de Maggie, Carol. Michonne está tratando de razonar con ella.
Palmeo la mesa con fuerza y frustración.
—¡Lo sabía, joder! ¡Cómo odio tener razón! —exclamo, poniéndome en pie.
—¿Qué ocurre, Áyax? ¿Carol?
Resoplo, pasando ambas manos por mi pelo.
—¡Daryl se ha llevado a Rick con la excusa de llevarle a Alexandria, pero era mentira! —bramo.
El silencio se hace mientras Carol se pone en pie cuando me ve acercarme a la salida.
—Carl, advierte a Alexandria —dice, antes de cortar la conversación—. ¿A dónde crees que vas?
A paso firme y sin tan siquiera girarme para responder, me dirijo hacia Sombra, que está atada a uno de los postes junto al resto de caballos.
—¡A buscar a ese maldito idiota! —grito, subiéndome a la montura.
—¡Se supone que estoy a tu cargo! —exclama ella, haciendo que todos los presentes miren la escena con sorpresa.
Les miro de vuelta, agarrando las riendas con fuerza y cojo aire, con una sonrisa sarcástica en mis labios.
—Que me alarguen la condena hasta el fin de mis días si les apetece.
Antes de que Carol pueda siquiera responder, arreo a Sombra para que eche a correr por el mismo camino que han tomado.
Y la furia y fuerza con la que ella corre, es la que yo siento arder en mis venas.
A medida que reducimos la velocidad, la brisa deja de azotar mi rostro con tanta fuerza. Inspecciono el camino con el corazón en un puño, escuchando el suave trotar de Sombra, con sus cascos contra el asfalto. Sigo la carretera hacia Alexandria hasta llegar a la intersección, preguntándome si continuar en la dirección correcta sería el camino o no.
Hasta que mis ojos dan con algo en la lejanía.
Algo que me da la respuesta.
La moto de Daryl, tumbada a un lado de la carretera.
Me quedo sin aliento cuando esa imagen impacta de lleno en mí.
—Vamos —gruño casi sin voz, arreando a Sombra.
Reduzco la velocidad según nos acercamos a la moto, tirando de las riendas hasta que la yegua se detiene del todo. Bajo de un salto de la montura con la boca y la garganta secas, mirando a todas partes.
Es entonces cuando unos gruñidos lejanos, sumado a unos gritos, me alertan.
Ordeno a Sombra que se quede quieta mientras me dirijo hacia ese sonido, guiado por el mismo, sin perder un segundo de mi tiempo. Agachado y con medio cuerpo metido en un enorme agujero, Daryl grita hacia algo, alargando su mano.
—¡Daryl! —rujo, con el frío sudor descendiendo por mi nuca y los ojos desorbitados—. ¡Qué pasa!
Su mirada sorprendida me analiza unos segundos, sin estar muy seguro de si debo de ser una alucinación.
—¡Ayúdame a sacarle! —brama en mi dirección, volviendo la vista al agujero.
Corro hacia él prácticamente aterrizando de rodillas a su lado, apoyándome sobre mis dos manos para ver qué demonios ocurre.
Y lo que ocurre, es que Rick está intentando trepar por la pared embarrada del hondo agujero, agarrado a una inestable raíz y extendiendo la mano hacia Daryl, con al menos una decena de caminantes intentando atraparle y agarrándole de una de sus botas.
Pero no puede subir del todo, porque su pierna herida se lo impide.
—Oh, joder —susurro temblando. Tumbo medio cuerpo sobre el barro igual que Daryl y extiendo mi mano hacia él intentando alcanzarle.
Rick se sacude a los caminantes como puede, pero eso hace que la raíz comience a quebrarse.
—¡No, no te muevas! —exclamo.
—¡Intenta llegar a nosotros! ¡Vamos! —grita Daryl con el terror rompiendo su voz.
Rick mira a los caminantes y después a nosotros. Y en sus ojos azules puedo ver por primera vez el miedo.
El miedo a morir.
El miedo a vernos por última vez.
Y los míos se anegan en lágrimas.
—¡Vamos! ¡Tú puedes, ya casi estás! —grito hasta desgañitarme.
Mi corazón se acelera.
—¡Eso es, vamos! —exclama mi hermano, acercándose más a él aun a riesgo de caer.
Mi respiración se vuelve irregular.
La raíz se desgarra un poco más.
Siento mis latidos detenerse.
—¡Papá, vamos! —rujo como una súplica con las lágrimas a punto de salir—. ¡Dame la mano!
Y nuestros dedos se rozan.
—¡Aguanta, hermano! —grita Daryl desesperado.
Es entonces cuando agarro con fuerza su mano tirando de él, por lo que Daryl puede agarrar su antebrazo y ayudarme. Apretando los dientes y con el sudor perlando mi frente, mi hermano y yo tiramos de Rick con la fuerza de cien hombres hasta sacarle de ese agujero infernal, cayendo de espaldas cuando al fin lo logramos.
Jadeo mientras un par de pinchazos sacuden mis sienes, apoyándome en el suelo para intentar incorporarme. Daryl empuja a un caminante que se acercaba por el bosque, clavándole su cuchillo en el cráneo mientras Rick se pone en pie con dificultad igual que yo. Este le revienta la cabeza con su bastón a otro de los muertos que aparece repentinamente.
Le agarro cuando se tambalea por el cansancio y me mira sonriente.
—Pasaré por alto que te has saltado las normas —afirma, haciéndome reír de puro nerviosismo—. Siempre tan leal a tu instinto.
—Lo aprendí del mejor —sentencio, mirándole con una gran sonrisa que me devuelve con cariño.
Salimos a la carretera con Daryl despejando el camino y al final de la misma divisamos el porqué de la presencia de tantos muertos repentinos.
Una gran horda se dirige hacia nosotros, como una sentencia de muerte que se aproxima lejana y lenta, pero sin detenerse.
Tomo las riendas de Sombra cuando se pone algo nerviosa a la vez que Daryl levanta la moto.
—Hay que irse ya —gruñe Daryl.
Rick toma su bastón, lo mira y después clava la vista hacia nosotros.
—No, yo me quedaré y los alejaré del campamento.
Mi hermano y yo giramos la cabeza bruscamente y a la vez.
—¿Qué? —decimos de forma simultánea y en el mismo tono.
—Que me quedo.
—¡No, qué va! —exclama Daryl con enfado, mirándole como si estuviera loco.
—No pienso rendirme —nos asegura, observándonos alternativamente— Aún no.
Le doy un incrédulo vistazo, sin estar muy seguro de lo que lo que estoy oyendo sea verdad.
—No puedes, Rick. Yo los alejaré.
—¡No! —grita, provocando que le mire con sorpresa.
Toma aire y frota su rostro en un gesto de frustración, mirando a la horda lejana y después a su bastón de nuevo.
—Id a Alexandria y convence a Maggie.
—Pero...
—Escúchame —dice interrumpiéndome, mirándome fijamente—. A mí no va a querer oírme otra vez y eres la única oportunidad que tenemos de que lo entienda. No importa si... tuvisteis algo que ver en la muerte de Justin.
Miro a Daryl con cierta sorpresa cuando el hombre confiesa saber eso, haciendo que mi hermano agache la cabeza y trague saliva.
—No importa, nada más importa siempre y cuando todos los pilares fundamentales trabajen unidos. Maggie no debe matar a Negan y este Nuevo Mundo debe seguir en pie. Y tú puedes conseguirlo —sentencia, mirándome fijamente a los ojos. Me quedo muy quieto cuando pone una mano en mi hombro—. Abraham se equivocaba, el Nuevo Mundo no solo va a necesitarme a mí, sino también a ti. Somos un equipo, somos una familia. —Mira a Daryl y después a mí—. Confío en vosotros... confío en ti, Áyax, sé que podrás hacerlo. Tú puedes conseguirlo, siempre lo supe.
Trago saliva cuando un escalofrío me recorre. La tensión se apodera de mis músculos cuando le devuelvo la mirada con firmeza.
Y asiento.
Él suspira aliviado y asiente también, junto a Daryl.
—Está bien... el río —musita este último, deambulando de un lado para otro con nerviosismo, haciendo funcionar a su cabeza a mil por hora—. Llévalos al puente, seguro que no aguantará y...
—No, Daryl, no sacrificaré el puente. Buscaré otra cosa.
Frunzo el ceño ante su terquedad y le miro.
—No hay más solución, Rick. Podemos reconstruirlo en cualquier momento.
—No voy a destruir el puente, lo necesitamos —sentencia con fuerza, mirándonos a ambos, dejándonos en claro que nadie va a hacerle cambiar de postura.
Suspiro y paso por mi pelo la mano libre que no sostiene las riendas.
—¿Cómo lo vas a hacer? Necesitas que alguien te lleve.
Entonces Rick sonríe ligeramente, y mira a Sombra.
Abro los ojos de par en par. Una temblorosa exhalación escapa de mí y asiento sin estar nada seguro de que eso sea una buena idea. Me vuelvo hacia el animal, poniéndome frente a él a la vez que Rick se acerca con calma y algo de tensión, teniendo la horda algo más cerca. Pongo ambas manos en sus grandes mejillas y acaricio su pelaje intentando relajarla.
—Vale, pequeña, ¿recuerdas eso de la confianza con los demás que hemos estado trabajando estos años? —inquiero. Sombra resopla, moviéndose algo nerviosa—. Pues ha llegado el momento de ponerlo en práctica.
Sostengo sus riendas con cuidado mientras Rick acaricia su cuello con suma delicadeza, intentando calmarla y haciendo su contacto presente. Le doy un leve asentimiento de cabeza y pone un pie en el estribo, subiéndose con lentitud. Sombra cabecea, meciéndose de un lado para otro y yo la mantengo sujeta.
—Eso es... tranquila, tranquila. Lo estás haciendo genial —musito, rascando su barbilla en una caricia que le da confianza. Sombra da una coz contra el asfalto, nerviosa por la montura desconocida y por los muertos. Resopla y cabecea cuando le doy las riendas a Rick. Pego mi frente a la suya cuando agacha la cabeza, intentando calmarla una última vez—. Tienes que cuidar de él lo mejor que puedas, sé que va a ser difícil pero también sé que lo harás. ¿Me lo prometes?
Un relincho algo nervioso y un cabeceo es su respuesta.
Y me gusta pensar que lo ha entendido.
Me alejo con cautela viendo como Rick se mantiene firme en la montura y Sombra parece aceptarle a pesar de sus nervios, convirtiéndose el hombre en la segunda persona en montarla después de mí.
Solo él y yo lo hemos conseguido, y esa idea me hace sonreír.
Daryl me da el bastón de Rick y yo se lo tiendo, pero este nos mira esbozando media sonrisa.
—No lo necesito —sentencia.
Arqueo las cejas con sorpresa y, con una pequeña sonrisa, Daryl se sube a la moto. Imito su gesto, colocando el bastón entre las alforjas y ambos miramos al líder de Alexandria a caballo una última vez.
—Ten cuidado —dice mi hermano.
El hombre asiente.
Tirando de las riendas de Sombra y haciendo que esta quede rampante sobre sus dos patas, un imponente Rick Grimes como nunca antes lo había visto, empieza a avanzar velozmente hacia la horda.
Dispuesto a salvarnos la vida una vez más.
Y de haber sabido que esa sería la última imagen bonita que tendría de él, la habría contemplado tan solo unos segundos más.
Aferrado a la cintura de mi hermano, que conduce a toda velocidad hacia Alexandria, que ya se ve a lo lejos, no puedo evitar sentirme preocupado por haber dejado a Rick solo ante la horda hace ya un rato. A pesar de que ha sido su decisión.
Pero confío en él.
Suspiro con pesadez y oteo el horizonte por encima del hombro de mi hermano, vislumbrando la valla de Alexandria al final de la carretera.
—¿Por qué le has dicho lo de Justin?
Daryl niega con la cabeza de forma casi imperceptible.
—Tan solo hemos hablados las cosas, quería dejarlo claro —dice con tono indiferente—. Además, ya lo intuía, es Rick.
Resoplo con una risita escéptica.
—Creo que nunca podríamos engañarle. —Mi hermano asiente a mis palabras y le miro curioso—. Entonces, ¿habéis solucionado vuestras diferencias?
Una pequeña sonrisa más similar a una mueca tira de una de sus comisuras.
—Sí, algo así. Estar atrapado en agujero hace que hables con sinceridad.
Echo a reír junto a él.
—Me alegra que así sea —añado.
Daryl asiente de nuevo, en señal de que comparte mi opinión, y comienza a reducir la velocidad a medida que nos acercamos a la puerta, que no tarda mucho en ser abierta. Aparca la moto en la entrada y nos bajamos a toda prisa, echando a correr en dirección al sótano de la casa principal.
En parte me aterraba que Maggie hubiera conseguido su cometido, eso podía significar un antes y un después no solo en nuestras vidas, sino también para la Alianza.
Que cada vez parecía carecer menos de sentido.
Bajo los escalones de dos en dos y freno en seco cuando casi me doy de bruces con Michonne. A mi espalda, Daryl detiene sus pasos a mitad de la escalera. Los tres nos quedamos petrificados cuando Maggie sale por la puerta y la cierra tras ella.
Mi corazón late con fuerza y rapidez y mis ojos se mueven frenéticos por la mujer, recorriéndola de pies a cabeza en busca de alguna señal que demuestre que lo ha hecho.
Que ha matado a Negan.
Mi piel se eriza ante ese pensamiento, pero una sensación extraña me invade como un calor de alivio dentro de mi pecho cuando veo que no hay nada.
No hay sangre.
No hay fatiga.
No hay en su cara o mirada ese gesto y destello que se queda siempre en ti después de arrebatarle la vida a alguien a conciencia.
No, hay algo mucho más confuso.
Los ojos de Maggie están consternados, como si lo que hubieran visto ahí dentro no fuesen lo que esperaban ver. Su piel luce pálida en un rostro algo sorprendido.
Y entonces lo entiendo.
Lo que ha visto, lo que ha presenciado.
Sorteando a Michonne con lentitud, me aproximo a ella y le quito con suavidad la palanca que sostenía casi lánguida en su mano sin fuerza.
Ambos nos miramos a los ojos.
Con la diferencia de que ella lo hace como si me viera por primera vez.
—¿Lo entiendes ahora, Maggie? —musito apenado.
Ella agacha la mirada y después la dirige a la puerta tras su espalda. Da un largo suspiro, con el que parece liberarse de parte de la carga que lleva años y años soportando.
Es cuando me mira, con un brillo nuevo y esperanzado, que asiente con seguridad.
Siento a Michonne exhalar con alivio, cosa que me hace sonreír. Un amable y necesario silencio se hace entre los cuatro, tras comprender al fin contra lo que llevábamos años luchando.
Quizá era eso lo que bastaba.
Que Maggie viera al Negan que hay ahora. Que ese es el que es.
El Negan que ella quería matar murió hace ya mucho tiempo, en algún punto dentro de estos cuatro años, puede que incluso antes, en aquella colina.
El Negan que era ahora, el que había en esa celda, distaba mucho de ser el que todos conocimos en ese claro.
El que mató a Abraham.
El que mató a Glenn.
Y sé que Maggie no quiere eso.
Vengarse antes tenía sentido, ahora, casi parece un acto de crueldad.
Unos pasos rápidos y apresurados hacen que los cuatros giremos las cabezas en esa dirección, por dónde aparece una de las guardias de El Reino con el rostro desencajado. Se detiene al principio de la escalera, nos mira fijamente y dice algo que ninguno estábamos preparado para escuchar:
—Pasa algo en el campamento.
Mi carrera, junto con la de todos los demás, se detiene abruptamente a las puertas de Alexandria cuando una visión estremecedora nos impacta de lleno ante nuestras narices.
En mitad del camino y desde la intersección a la izquierda, Sombra relincha y trota nerviosa en nuestra dirección.
Sin nadie sobre su montura.
Con los ojos abiertos de par en par la detengo por sus riendas intentando calmarla y, cuando palmeo su cuello, mi mano se impregna de sangre.
Miro a Carl con el rostro desencajado cuando me doy cuenta de que gran parte del pelaje de Sombra está empapado en sangre, oscureciendo todavía más la negrura del mismo.
—Viene del puente —murmura Carl, temblando de pies a cabeza—. Venía por ese camino.
El silencio se hace.
—¡No perdamos tiempo, vamos! —brama Maggie, alertando a los demás y tomando su walkie.
Y después de adentrar a Sombra en la comunidad, gran parte de Alexandria sale a la carrera.
En busca de Rick Grimes.
Tras dar la alarma al resto de comunidades, que alertan del ataque al campamento por la horda que supuestamente Rick debía desviar, gran parte de todos los vecinos nos dirigimos hacia el puente, conscientes de que algo le ha debido de pasar al hombre para que los caminantes se desperdiguen y ataquen el campamento.
Sobre todo, después de haber visto la sangre sobre Sombra.
Corremos.
Corremos.
Y corremos.
Eso es lo único que hacemos hasta llegar al lateral del puente tras la espesura del bosque, acortando el camino.
Toda una marea de caminantes se dirige hacia el puente con su lentitud y un objetivo claro, pues en el otro extremo les aguarda un malherido Rick, que se sostiene el costado presionando su sangrante herida.
Mi alma se congela en ese preciso instante, deteniendo mis pasos a la altura de Carl, que le observa desde la orilla del río sin creerse nada de lo que está viendo.
Como si fuera fruto de una alucinación.
—¡Pero qué hace! —exclama Maggie tras nosotros con dolor y sorpresa.
—¡Está herido! —añade Michonne. El desespero en su voz eriza cada centímetro de mi piel.
A mi espalda, Daryl se aproxima unos pasos hasta quedar cerca de mí.
—Ese rebaño va a Hilltop, quiere que se hunda el puente —dice con voz queda, comprendiendo que va a hacer caso de su sugerencia.
Desenvainando su espada, una temblorosa Michonne echa a correr acompañada de Maggie, que nos insta a pelear y seguida de Carol, que nos ordena disparar para dispersar al rebaño y así poder menguar su avance hacia Rick, haciéndole ganar tiempo.
Carl y yo nos miramos una fracción de segundo, que basta para que nos entendamos, y ambos echamos a correr en dirección al puente rodeándolo por el bosque, para sacar a Rick de allí. Mientras corremos, puedo ver como un seguido de flechas certeras acaban con los caminantes que están a punto de abalanzarse a por él.
Flecha tras flecha y sin detenerse, Daryl dispara por primera vez todas y cada una de las saetas acumuladas en su ballesta.
Todas y cada una.
Una tras otra.
Pero eso no es suficiente, porque los caminantes no dejan de llegar.
Y nunca dejarán de hacerlo.
Y eso Rick lo sabe.
Por eso, cuando estamos tan solo a unos cuantos metros de él, saca su arma.
—¡PAPÁ NO LO HAGAS! —grita Carl.
—¡ESPERA, NO...!
Y Rick Grimes dispara su revolver ante nosotros por última vez, sin dejarme tan siquiera terminar la frase.
Detonando la dinamita que había en el puente.
Volándolo por los aires.
Su puente.
El puente hacia El futuro.
El puente al Nuevo Mundo.
Aferro a Carl desde atrás con ambos brazos cuando caemos de espaldas debido al impacto de la onda que ha causado la explosión. Las llamas se alzan poderosas hacia el cielo en una enorme columna de fuego y humo.
Arrodillado en el suelo y conmigo junto a él, abrazándole, Carl rompe en un grito de dolor que se une al alarido de Michonne desde la otra orilla, haciendo eco por el bosque de forma sepulcral.
Poniéndome lentamente en pie, observo como al otro lado del río Daryl agacha la cabeza ocultando las lágrimas que caen por sus mejillas. Y entonces se pierde en la espesura del bosque, en un lento caminar propio de un muerto en vida.
Es ahí cuando me doy cuenta de que no siento nada.
De que no reacciono.
De que no emito sonido alguno.
De que ando hacia la carretera como un caminante más.
Un destello ciega mis ojos.
Un destello que destruye mi corazón si es que todavía queda algo de él.
Es el revolver de Rick a los pies de un árbol, que debía de haber salido despedido tras la explosión.
Me acerco hasta él, tambaleándome.
Lo tomo entre mis manos que tiemblan como nunca.
El metal quema.
Arde.
Me abrasa la piel, pero no consigo que me duela.
Que me importe.
Mis botas raspan el asfalto del camino cuando llego frente al puente, observando el lugar siendo pasto de las llamas.
No hay nada.
Solo negrura.
Solo un puente destrozado.
Solo caminantes envueltos en llamas cayendo por él.
Los latidos de mi corazón parecen detenerse junto a la continua entrada de aire que llenaba mis pulmones. Un frío aniquilador me sacude por dentro a pesar de que las llamas están a tan solo unos metros de mí, abrasándome. Se cuela en mi interior como un vendaval y se aferra a mi estómago, haciéndolo un nudo que me provoca ganas de vomitar. De vomitar hasta que no quede ni un solo órgano, vísceras y sangre en mi interior. La gravedad pesa repentinamente, y me hunde contra el suelo, como unas pesadas cadenas que me atan a este mundo y a la escena que hay frente a mí para que la vea para siempre en mis recuerdos. Es sentir un pesado yunque caer sobre mis hombros, mi pecho y mi espalda, con la intención de aplastarme eternamente. De destruirme.
Porque ante mí no hay nada.
No hay nada.
Porque Rick Grimes está muerto.
Caigo de rodillas al suelo.
Rick Grimes está muerto.
Me llevo el revolver al pecho.
Rick Grimes está muerto.
Estallo en un llanto agónico que desgarra mi garganta.
Rick Grimes está muerto.
Unos brazos me rodean con fuerza.
Rick Grimes está muerto.
Y yo abrazo a Carl de vuelta.
Porque Rick Grimes está muerto.
Cuentan que, desde entonces, los días se volvieron un reloj de arena interminable, dónde esta nunca dejaba de caer.
Y digo cuentan, porque yo nos lo recuerdo con demasiada claridad. Recuerdo destellos, recuerdo sombras. Nos recuerdo entrando en Alexandria y que se sintiera vacía. Por más gente que hubiera, realmente no había nadie. El silencio se volvió una compañía y un castigo. Una mortaja que nos asfixiaba a todos.
A Michonne.
A Daryl.
A Carl.
Y a mí.
El silencio se rompió cuando Judith y Gracie se enteraron de la noticia. Tampoco hizo falta decirlo. Entramos en la casa sumidos en un estupor que nos tenía la mirada vacía. Maggie y Carol tuvieron que ayudar a Michonne a subir las escaleras para que pudiera llegar a la habitación, pero no entró.
No pudo hacerlo.
Se desmoronó al final del pasillo, frente a la puerta.
Y eso contrajo el rostro de Judith en una mueca que no olvidaré jamás.
Carl observó el revolver entre sus manos, hincó una rodilla en el suelo frente a ella, y se lo entregó, en una muda noticia y legado sin necesidad de palabras. Judith y él se abrazaron con fuerza y casi sin vida.
Y entonces yo me agaché sentándome en el suelo junto a ellos, incapaz de aguantar mucho más en pie, escondiendo mi cara entre mis rodillas y con las manos tras la nuca. Gracie se hizo un hueco entre mi postura y me abrazó con fuerza cuando empezó a llorar sobre mi hombro.
Y yo la abracé.
La abracé como si estuviera abrazando a Rick.
Y sé que ella también lo hacía como si fuera a él.
Porque ya solo nos quedaba ese consuelo.
Desde la puerta, Daryl nos contempló cargando a Cherokee.
Y desapareció de nuevo.
Eso es lo que hizo. Desaparecer día tras día, perdiéndose en el bosque, en busca de un cuerpo que sepultar. Un cuerpo al que poder llorarle.
Al que poder llevarle flores.
Al que poder organizarle un funeral.
Porque eso era lo peor, no teníamos nada.
Nada a lo que aferrarnos.
Y eso, empezó a sembrar dudas. No había cuerpo, nadie lo encontraba. Lo más normal era que las llamas lo hubieran consumido, pero habría algo. Restos, huesos, ropa. Pero no había nada. Solo dudas que nos hacían más daño, pero que nos aferrábamos a ellas como si se nos fuera la vida en el intento.
¿Estaba realmente Rick Grimes muerto?
¿Había muerto Rick Grimes de verdad?
¿Era posible que Rick Grimes muriera?
¿Y si se lo había llevado el río? ¿Y si estaba herido en alguna parte? ¿Y si nos necesitaba?
Y toda esa mierda ilusoria, estalló en nuestras almas de la forma más incorrecta.
Cargo las flores en la parte trasera del carro ante la puerta abierta de Alexandria, regalo de El Reino y traído en persona por Ezekiel y Carol. La idea era hacerle un homenaje a Rick, propuesto por Gabriel días atrás, después de que se haya cumplido un mes tras el incidente del puente y ahora que podíamos pasar más de una hora sin derrumbarnos. Decía que nos ayudaría a cerrar heridas, a llorarle, a intentar seguir. Porque eso era lo que él quería.
Y tiene toda la razón, por eso fui el primero en apoyar su propuesta. Fui el primero en estar ahí para todos. En consolar a Carl y Michonne, encargándome de sus tareas todo cuanto podía, de que comieran, de que no pasaran demasiado tiempo en la cama sumidos en el dolor. En ayudar a Gracie y a Judith, distrayéndolas, jugando con ambas, dedicando tardes enteras a pintar con ellas, a dibujar, a arreglar el cuarto de Gracie como le prometí y a dar clases a Judith. Todo para que no se centraran eternamente en su dolor. Y lo mismo hice con Daryl, aunque fue mucho más difícil, porque se perdía por ahí, buscándole.
Por eso debíamos hacer esto, porque no podía más.
No podía seguir viendo a Michonne hundiéndose, saliendo por ahí en compañía de Daryl, perdiéndose ambos en el bosque, con Carl en casa esperándoles en busca de respuestas, sumiéndose en ese silencio asfixiante que nos estaba matando día y noche, porque nadie podía dormir. Las ojeras y la palidez en nuestros cuatro rostros empezaron a ser un habitual. El mismo día de su muerte, Rosita me encontró en el establo más tarde, sentado en el suelo y llorando mi más puro desconsuelo, después de horas limpiando de Sombra la sangre de Rick que también bañaba mis manos y brazos, consiguiéndolo a duras penas. De alguna forma, la sangre en Sombra me indicaba que ella había cumplido su promesa de protegerle casi hasta el final, cargando con él herido, intentando traerlo de vuelta.
Rosita me ayudó a levantarme y a limpiarla a ella y a limpiarme a mí como si yo fuera un ser inerte y sin vida. Fue de sus gestos más honorables.
Por eso sé que no podíamos seguir así.
Esto no es lo que él querría.
«Confío en vosotros... confío en ti, Áyax, sé que podrás hacerlo. Tú puedes conseguirlo, siempre lo supe».
Cierro los ojos con fuerza cuando su voz me taladra los tímpanos como si él mismo estuviera a mi lado, diciéndolo.
Era mi tarea convertir sus palabras en una realidad, por eso dedicaba mis días a todos ellos.
Carl asiente en agradecimiento ante las flores y las coloca junto a las demás, alrededor del revolver.
Lo único que nos quedaba de él.
El plan era salir en caravana, siguiendo el carro conducido por Carl, Judith y Michonne, desde Alexandria hasta lo que quedaba del puente junto al campamento. Era una dolorosa ironía que llamara al campamento «El futuro» y el suyo fuera este.
—Ya está listo —musita Daryl, palmeando a uno de los caballos que tiraba del carro.
Asiento, mientras Carl se sube en el carro acompañado por Judith y Michonne.
—Esperad. —La voz de Ezekiel aparece a nuestras espaldas, llamando nuestra atención—. ¿Hay sitio para unos pocos más?
—Sí, claro —digo mirándole—. ¿Cuántos más?
El Rey sonríe y alza el mentón en dirección a la entrada.
—Todos —sentencia.
Nuestras cabezas se giran a la vez hacia la puerta abierta de Alexandria. Mis ojos casi se salen de mis cuencas.
Centenares de personas ocupan todo el camino que viene hacia la comunidad. Gente de todas las comunidades, en pie o a caballo, personas a las que en contadas ocasiones he visto o que incluso desconozco están aquí, en una marea de gente superior a cualquier horda con la que nos hayamos encontrado. De tal forma, que tengo que subirme a una de las ruedas del carro para alcanzar a ver el final.
Y ni aun así lo consigo.
Oceanside.
Hilltop.
El Reino.
Alexandria
Y El Santuario.
La Alianza del Nuevo Mundo, hoy se despedirá de Rick Grimes.
Carl parpadea y seca las lágrimas que descienden por su mejilla.
Y yo hago lo mismo.
—Nadie ha querido perder la oportunidad de presentar sus respetos al gran Rick Grimes —afirma Ezekiel, acompañado de Carol, que nos observa con orgullo y admiración como si nosotros fuéramos su legado.
Y en parte, así es.
Con todas mis fuerzas concentras en no romperme más, me subo en Sombra y Daryl ayuda a Gracie a subir conmigo, delante de mí, después vuelve a cargar a Cherokee entre sus brazos. La caravana comienza a avanzar y a cada metro que los caballos caminan, el tumulto de personas nos abre paso en un silencio absoluto. Cuando el carro pasa ante ellas, se van uniendo tras nosotros, en un cortejo fúnebre en el que nunca creí que participaría.
El silencio pesaroso cae sobre nuestros hombros, hundiéndome el pecho, aferrándome a las riendas y a Gracie, dejando un beso sobre la cicatriz de su cabeza, oculta bajo su pelo, mientras que ella se apoya en mí sin despegar la mirada de Carl.
Igual que hago yo.
Porque la forma que tiene Carl de procesar las cosas, es interna. Guarda todo para él y comparte poco a menos que sea necesario, pero esta vez se ha vuelto totalmente hermético. Y me preocupa más que nunca. Ninguno de los dos duerme lo suficiente cada noche, pero le veo quedarse sentado a orillas de la cama, con la mirada perdida. O se pone en pie y baja al salón, y yo bajo con él. Y los dos nos quedamos sentados en el sofá en un perpetuo silencio.
Él mira a la nada.
Pero yo le miro a él.
Y cuando sube de nuevo a nuestra habitación y yo me quedo solo, es cuando siento al mundo caer sobre mí, porque no sé qué hacer para ayudarle.
Y porque me siento culpable.
Si hubiera hecho más, si le hubiera impedido a Rick que desviara a la horda, ahora él estaría aquí.
Si no le hubiera dejado marchar, ahora él estaría aquí.
Si hubiera ido yo, ahora él estaría aquí.
Fue la razón por la que esa noche, la tercera sin dormir después del incidente, me levanté hacia la cocina, abrí uno de los armaritos de la misma y saqué una de las botellas de whisky que sobraron de la boda y un vaso de cristal, y me senté en uno de los taburetes que rodeaban la isla central, frente al pergamino de Alexandria colgado en el salón.
Ahí fue cuando cometí mi primer error.
Buscar en el fondo de una botella aquellas respuestas que nunca iba a encontrar.
Las busqué a conciencia, hasta vaciar más de la mitad mirando fijamente el pergamino.
Mirando fijamente la firma de Rick Grimes.
Y cuando supe que apenas me sostenía en pie, guardé de nuevo la botella en el armarito, limpié el vaso para no dejar ni rastro y me volví a la cama tambaleándome.
Esa noche pude dormir.
Y a esa noche, le han seguido más.
Le han seguido todas y cada una.
Porque los días eran para mi familia, pero las noches se habían convertido en mi Infierno personal.
Cierro los ojos con fuerza.
La caravana se detiene cuando llega al puente. Y el silencio que ahí se produce es absolutamente estremecedor. Acompañados únicamente por el fluir del río y las hojas de los árboles meciéndose con calma ante la brisa veraniega, todas las personas aquí reunidas guardan silencio.
Por el temor de que todo vaya a desquebrajarse si alguien habla o se mueve, es Gabriel el primero en ponerse ante el carro, inclinar la cabeza hacia el revólver y la ofrenda de flores, y después volverse hacia todos los presentes. Después de que Carl, Michonne y Judith bajen del carro y se acerquen a nosotros, Gabriel toma la biblia entre sus manos y la abre por una página marcada, empezando a recitar un pasaje como oración en honor a Rick Grimes.
Algo que se supone que aplacará el dolor en nuestros corazones, algo en lo que poder reconfortarnos.
Se supone.
Desmonto a Sombra y cojo a Gracie entre mis brazos, segundos después de que todos aplaudan las palabras del padre Gabriel en agradecimiento, quien asiente hacia nosotros. Y entonces mira a Carl, indicándole que tome la palabra si así lo desea.
Carl da un respingo y se yergue incómodo a su sitio, mirando en todas direcciones.
Y lo veo.
Veo su nerviosismo.
Veo su respiración acelerada.
Veo cómo se aclara la garganta, aunque ni siquiera puede hablar.
Y para mi suerte, no solo yo lo veo. Porque Ezekiel da un paso hacia Carl y pone una mano en su hombro.
—Con el permiso del joven Carl, me gustaría hablar en primer lugar —dice alzando la voz, con aire solemne, captando la atención de todas las miradas.
Este asiente agradecido, y yo también.
Porque es evidente que al Rey no le importa ser el primero o no.
Lo ha hecho por Carl, porque ahora mismo, es imposible que pueda decir algo coherente y yo no he sido el único testigo de ello.
Y cuando el Rey Ezekiel empieza a hablar hacia todos sobre Rick, sobre cómo conoció y admiró al gran hombre que siempre quedará en nuestro recuerdo, de soslayo veo como Carl se escabulle entre el gentío hacia el bosque sin ser notado.
Preocupado, trago saliva y dejo a Gracie en el suelo junto a Daryl y Cherokee.
—¿A dónde va papá? —pregunta con sus ojos plagados de tristeza y lágrimas. Lágrimas que no dudo en limpiar.
—No te preocupes, voy a por él, ¿vale? —musito mirándole fijamente—. Tú quédate aquí y dile a tu abuelo todo lo que sientas, él siempre estará contigo y te cuidará.
Ella asiente con firmeza y se limpia las lágrimas rápidamente.
—Sí, seré fuerte como él —dice, intentando que su voz no se rompa.
Sonrío y acaricio su mejilla, limpiando más lágrimas que no dejan de caer.
—Ser fuerte también es atreverse a mostrar tus lágrimas, porque eso nunca te hará débil, Grace. Todo lo contrario, estarás haciendo algo de lo que muchos se avergüenzan. Y tú eres quién eres —respondo antes de dejar un beso en su pelo—. Ahí reside la fuerza de los Grimes, no lo olvides nunca.
Gracie sonríe convencida y vuelve a asentir, dándole la mano a Rok, que no ha dejado a solas ni un minuto a Daryl como si quisiera ser su apoyo en todo momento.
Caminando entre la gente tal y cómo ha hecho Carl, me adentro en el bosque por dónde le he visto huir, hasta que doy de frente con él y le veo deambular al lado de la orilla del río.
Con una mano en el pecho y la respiración acelerada.
Y como un vívido recuerdo, su ataque de ansiedad en Hilltop hace ya muchos años viene a mi cabeza de golpe. Me aproximo hacia él y con una mano en su hombro detengo su frenético caminar. Se aleja asustado, porque ni siquiera se ha dado cuenta de que estaba aquí.
—Necesito... Necesito estar solo —murmura, sin tan siquiera mirarme.
Frunzo el ceño.
—No, qué va —replico—. No necesitas eso en absoluto, necesitas desahogarte de una maldita vez.
Carl me mira con una sarcástica sonrisa, como si creyera que he perdido la cabeza, negando él con la suya.
—Yo solo...
—¡Deja de huir, joder! —exclamo abriendo los brazos. Pongo ambas manos sobre sus hombros, obligándole a que me mire fijamente—. ¡Deja de ser el fuerte! ¡Deja de demostrar que las cosas no te afectan! Tú padre no está, Carl. Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado, a llorar, a gritar. ¡Y nadie va a reprochártelo, maldita sea!
Él parpadea con su pupila clavada en mí, balbucea el principio de una frase que ni siquiera termina, muerde sus labios y traga saliva.
Y entonces se derrumba sobre mi hombro, abrazándome con fuerza.
Abrazándome como nunca en su vida lo había hecho.
Las lágrimas recorren mis mejillas con total libertad cuando le oigo llorar, acariciando su espalda y dejando besos sobre su hombro y su cuello como único consuelo. Porque no puedo decirle otra cosa.
No existe nada que se pueda decir ante una pérdida, nunca existirá. Por mucho que así quieran inventarlo, cualquier intento de consuelo es y será siempre una puta mierda.
Carl se separa ligeramente de mí, aunque continúa abrazándome. Apoyo mi frente en la suya y limpio sus lágrimas. Mantiene su cabeza agachada porque le sigue avergonzando que le vea, pero a mí no me importa.
—Todos... todos esperan algo de mí —musita. Le miro confuso cuando dice eso, y es ahí cuando alza la mirada hasta encontrar la mía—. Esperan que sea mi padre, lo veo en sus ojos. En cada mirada que me dedican, en cómo vienen a mí para preguntarme cual es el siguiente paso, aguardando que solucione los problemas, que tome las riendas de Alexandria. Es lo que esperan de mí.
Carraspea y pasa ambas manos por su rostro, frotando su único ojo para deshacerse de las lágrimas restantes.
—Y siento cada vez más presión sobre mis hombros. No quería esto, la gente quiere seguirme a mí solo por quién era mi padre. ¡Pero yo no soy Rick Grimes!
Sus palabras me atizan de lleno como una bofetada, porque no lo sabía. No sabía que había estado cargando con esas responsabilidades él solo, después de que Rick haya muerto.
O desaparecido.
Carraspeo ante ese pensamiento y le miro de manera repentina, con las cejas prácticamente juntas y un ligero enfado creciendo en mí.
—Es que yo no quiero otro Rick Grimes, Carl —sentencio en un gruñido, haciendo que levante la cabeza bruscamente hacia mí—. Porque nunca habrá otro como él.
El silencio se hace durante unos segundos, y aprovecho para poner mis manos en sus mejillas, acariciando una de ellas con delicadeza.
—La gente pide un imposible, y yo te quiero a ti —aseguro con firmeza—. Quiero al Carl Grimes del que me enamoré, al que he visto liderar y proteger a los suyos siempre que era necesario. Quiero que te permitas a ti mismo pasar este duelo, dándote todo el tiempo que necesites, y después volver a ver a ese Carl Grimes que guarda aquí toda su bondad y amor. —Poso mi mano izquierda en la que llevo mi alianza, sobre su pecho y corazón—. Quiero ver a ese Carl. Quiero verle ahí, en ese homenaje, diciendo todo aquello que sienta y haciendo lo mejor posible por los suyos, como siempre ha hecho. No porque seas el hijo de Rick Grimes, sino porque eres tú.
Esa mirada viva que nace de nuevo en él calienta hasta el último rincón de mi pecho. Me mira como si me viera por primera vez después de haber estado ciego por mucho tiempo, con la entereza que le había abandonado desde hacía ya un mes.
—Tienes razón —susurra de manera que suena a su mantra personal.
Una sonrisa nace en mis labios.
—¿Acaso no la he tenido alguna vez?
Y por primera vez desde el incidente del puente, Carl Grimes sonríe de nuevo.
Me mira.
Y asiente con firmeza.
Volvemos juntos y de la mano hacia la carretera y, después de que Maggie termine las amables palabras que ha decidido dar en nombre de Hilltop y todos sus vecinos, las pupilas recaen en Carl.
Vuelve su ojo a mí y asiente de nuevo, como si solo mi presencia le infundiera algo de valor.
Suelta mi mano y da un par de pasos al frente, antes de dedicar un vistazo al revolver de nuestro padre entre ese precioso y colorido lecho de flores.
—Quiero daros las gracias a todos por estar aquí —empieza a decir—. Es un honor ver cómo tantas personas honran a mi padre, y eso me llena de orgullo. Saber que fue tan importante para vuestras vidas como lo era para la mía... es una sensación indescriptible. Y por ello sé que él no está muerto.
Levanto la cabeza bruscamente ante sus palabras, abriendo los ojos de par en par. Un seguido de murmullos se hace presente. Carl nos mira con seguridad y firmeza, con la misma planta que su padre, como si este lo encarnara.
—Y lo sé, porque Rick Grimes no muere —sentencia con fuerza—. Porque veo a Rick Grimes en todos y cada uno de nosotros. En todo lo que hemos hecho, en cada rincón de nuestras comunidades, en todo lo que dejamos atrás y en todo el camino que tenemos por delante. —Carl pone un pie en una de las ruedas del carro y se sube en la parte trasera de este, para poder ver a todos los presentes y que estos le vean a él. Entonces señala el puente a su espalda—. ¡Este puente es un símbolo de ello! ¡De lo que intentó construir, de las bases que sentó! Por eso lo reconstruiremos, honraremos este sitio como el lugar sagrado que él creó. Como una conexión entre todos nosotros. ¡Él no murió aquí porque será en este lugar dónde perdure para siempre! —grita con grandeza, consiguiendo la exaltación de todos y cada uno de nosotros—. ¡Por él hemos de seguir, porque somos su legado! ¡Porque Rick Grimes no muere! ¡Porque nosotros somos Rick Grimes!
El Rey Ezekiel alza su bastón con una gran sonrisa en sus labios.
—¡Larga vida a Rick Grimes! —exclama.
Y entonces sucede algo que eriza mi piel como nunca antes.
—¡LARGA VIDA A RICK GRIMES! —corean a la vez todas y cada una de las personas presentes.
Cientos de voces coreando esa misma consigna en un eco ensordecedor.
Una y otra vez. Rosita, Siddiq, Eugene, Tara, Jesús, Aaron, Maggie, Carol...
Hilltop, El Reino, Oceanside. Incluso El Santuario. Incluso Mike.
Como el colosal sonido de un ejército fortalecido y poderoso.
Como un mantra incansable que nos llena el alma.
Carl estira su brazo hacia mí, tendiéndome su mano. Y yo la acepto sin dudar, subiendo a su lado.
Me mira.
Le miro.
Y mis labios se estiran en una sonrisa bañada en lágrimas felices.
—¡LARGA VIDA A RICK GRIMES! —bramo alzando el puño.
Michonne asiente emocionada, pero conteniendo sus lágrimas, de la forma que hace Daryl al morder con fuerza el interior de su mejilla. Judith llora y aplaude, gritando esa frase reconfortante, junto a Gracie y Cherokee.
Y a pesar de saber que no van a dejar de buscarle.
A pesar de saber que muchos no le creemos muerto.
Sí, creemos.
Esto sirve para dejarlo todo aquí. Llorarle aquí, sentirle aquí, tenerle aquí.
En nosotros.
En el puente.
En las comunidades.
Sirve para intentar seguir.
Aunque duela.
Aunque no lo vayamos a superar.
No importa. Porque esto no se supera, se aprende a vivir con ello.
Y eso es lo que tenemos que hacer.
Y viendo a Carl a mi lado sonreír entre lágrimas de felicidad como la viva imagen de su padre, pero siendo él mismo, sé que podemos lograr cualquier cosa.
Porque nosotros nunca fuimos Negan, pero siempre seremos Rick Grimes.
El camino de vuelta a Alexandria se hizo algo más ameno. No más alegre, pero sí menos pesaroso. La gente se atrevía a conversar entre sí, algunos se sentían algo más descansados, incluso liberados. Podía ver los hombros de Carl más relajados mientras tiraba del carro, con Michonne a su lado, pues ahora Judith acompañaba a Daryl y Rok a pie. Las respectivas comunidades tomaban sus caminos de vuelta una a una a medida que nos acercábamos a sus intersecciones, en una amable despedida y promesa de ponerse en contacto con nosotros cuanto antes, hasta quedarnos tan solo las gentes de Alexandria y ya por suerte a menos de un kilómetro de ella.
Observo a Gracie visiblemente más tranquila y relajada. En parte, creo que haber hecho esto ha sido como una catarsis y desahogo para todos. Gabriel tendría razón en que nos vendría bien.
—¡Michonne!
El grito de Gracie me saca de mis pensamientos y mis ojos se abren de par en par cuando veo que señala a la mujer. Me bajo de Sombra de un salto y bajo a mi hija también tras ver a Michonne desplomarse del carro hacia un lado y contra el suelo.
Carl frena en seco a los caballos que tiran del vehículo y se baja del mismo con la sorpresa grabada en su rostro. Corro hacia ella y la volteo con cuidado sobre el asfalto, cogiendo su cabeza con mi mano derecha para inspeccionarla.
—¿Qué le pasa? —grita Judith aterrada, con Daryl conteniéndola para que no se acerque.
Tomo sus constantes, comprobando la lentitud de su pulso.
—Se ha desmayado —respondo mirando a Carl y después a ella. Trago saliva al ver las lágrimas recientes en sus mejillas y pongo una mano en su frente—. Creo que tiene algo de fiebre... demasiadas emociones por hoy. Ayúdame a subirla al carro —añado mientras la levanto entre mis brazos.
Mi marido obedece a la orden sin dudar un segundo y entre las dos, con la ayuda extra de Rosita y de Eugene al sujetar este último a los animales del carro para que no se mueva, metemos a Michonne en el mismo.
Mi vello se pone de punta al ver a la mujer sobre ese lecho de flores coloridas, junto al revolver de Rick, en una estampa demasiado dolorosa e idílica a la vez en un aura casi divina.
Y es así como retomamos camino a Alexandria apretando el paso y con el corazón acelerado, ante esa nueva preocupación.
Michonne empieza despertar tan solo unos quince minutos después de que le hiciera un análisis de sangre, tumbada ya en la camilla desde hacía al menos una hora. A su lado, Carl está sentado en la silla anexa a la cama, observando como única distracción el gotero que le había puesto un rato atrás. Pues, al fin y al cabo, no es que la mujer se hubiera estado alimentado correctamente estos días.
Tú no eres el ejemplo de nada.
Carraspeo cuando ella nos observa con algo de extrañeza.
—¿Qué ha pasado? —murmura dando un vistazo a la enfermería—. ¿Por qué estoy aquí?
—Porque te desmayaste en el camino de vuelta —respondo, cruzándome de brazos y apoyándome en la mesa del escritorio a mi espalda—. Tenías algo de fiebre, pero ya ha bajado. Te he hecho una analítica para descartar cualquier problema.
Michonne suspira y asiente, incorporándose en la camilla para quedarse ligeramente sentada, a lo que Carl le ayuda colocando tras su espalda uno de los cojines de su silla. Me giro hacia la carpeta y tomo los resultados del análisis que me ha traído Siddiq hace escasos minutos, pues quería mirarlos con ella ya despierta.
—Tendrías que comer mejor, Michonne. Estas semanas apenas has probado algo —le regaña Carl.
La sangre en mis venas se hiela y la palidez tiñe mi rostro cuando observo los papeles entre mis manos. Los repaso una y otra vez, asegurándome de que no me he vuelto loco.
Ni de que vuelvo a estar borracho.
Trago saliva y levanto la mirada hasta ellos. Carl frunce el ceño y los dos se miran entre ellos. Michonne me observa aterrada, esperándose lo peor.
Una risita incrédula escapa de mí cuando mis ojos se llenan de lágrimas de nuevo.
—Tranquilo, Carl. Ahora va a tener que comer por dos —sentencio, mostrando el papel.
El silencio se hace y les veo parpadear prácticamente a la vez.
—Estás embarazada, Michonne —murmuro con la voz rota, una sonrisa y una lágrima descendiendo por mi mejilla derecha.
Sus ojos se aguan, sin apartarse de los míos.
—¿Qué? ¿Cómo? —balbucea en un murmullo, incorporándose aún más en la cama.
Sonrío y limpio mis lágrimas.
—Bueno, sí quieres puedo explicarte el proceso.
Una risita escapa de Michonne y descansa su espalda contra el cojín de nuevo, clavando su mirada en el techo, intentando asimilar la noticia.
—Hay niveles de hormona gonadotropina coriónica humana en tu sangre, Michonne. —Los dos me miran sin entender una mierda de lo que digo y carraspeo, negando con la cabeza—. HCG, para abreviar. Es... una hormona que solo se produce durante el embarazo, principalmente en el primer trimestre.
Carl tapa su rostro con ambas manos, empezando a reír de puro nerviosismo. Limpia su rostro de lágrimas que no deja caer e intenta serenarse.
—Creo que... creo que vas a ser hermano mayor de nuevo —musito con una sonrisa triste y algo cabizbajo.
Él asiente con lentitud.
—Vamos —corrige—. A mí no me vas a dejar solo ante esto.
Michonne y yo reímos a la vez.
El ambiente se vuelve tenso y silencioso ante una única verdad que nadie se atreve a decir.
Y es que Rick Grimes desapareció sin saber que tendría otro hijo.
Trago saliva y agacho la cabeza.
Y eso es por mi culpa.
La noticia inundó con algo de alegría nuestro hogar, y no solo nuestro hogar si no también toda Alexandria. Saber que Rick se había ido de este mundo dejando un hijo más en él provocaba dolor, pero también felicidad. Era el simbolismo perfecto de ese futuro que él buscaba.
Daryl sonrió y asintió, abrazando a Michonne cuando esta comunicó la buena nueva, y en sus ojos pude ver como sabía perfectamente que cuidaría y protegería a ese bebé con su propia vida si era necesario. Lo único malo es que fue un motivo más para que desapareciera en el bosque día tras día, más dispuesto que antes a encontrar a Rick.
Vivo o muerto.
Judith y Gracie estallaron en gritos de alegría, dispuestas a consentir y malcriar al futuro bebé.
Las visitas no se hicieron esperar en cuanto la noticia corrió como la pólvora. Maggie y Tara trajeron consigo como ayuda cosas que a Hershel ya no parecían servirle, así como Carol y Ezekiel aparecieron con comida extra y fresca por parte también de Oceanside, alegando que no iban a dejar que Michonne descuidara su alimentación como en esas últimas semanas. Cosa que, por supuesto, Carl, Daryl y yo sentenciamos con firmeza, a pesar del evidente carácter apagado de la mujer, enmascarado en una fortaleza que no veía en ella desde la prisión.
De El Santuario llegó una carta firmada por Mike donde daba la enhorabuena, así como también informando de que, si necesitábamos cualquier cosa, ahí estarían. Pues, al fin y al cabo, El Santuario tampoco tenía demasiado para sí mismo, pero sabíamos que con Mike siempre podías contar.
Todos se alegraban por la noticia, porque cuando parecía que no quedaban motivos para seguir, la vida nos demostraba de nuevo totalmente lo contrario.
Siempre surgiría una nueva rosa en mitad de las calaveras.
Pero, aun así, no lo he podido evitar.
O al menos esos lo que pienso mientras vierto algo más de whisky en el vaso de la recién empezada botella junto a la ya vacía, derramando unas gotas en el proceso al tambalearme de pie y apoyado en la cocina. Me lo llevo a los labios y me bebo parte del contenido de un trago, sintiendo el ardor abrasar mi garganta según baja por la misma.
Mis ojos se clavan en la firma de Rick Grimes en el pergamino, iluminado por la luz de la luna llena que entra por la ventana en esta noche ya cerrada.
Dos lágrimas caen por mis mejillas y tenso la mandíbula con rabia.
No podrá ver a su hijo o hija por mi culpa.
Doy un trago más.
Ese niño o niña crecerá sin padre por mi culpa.
Otro más.
Debí hacer algo. Debí hacer más.
Agarro la botella y me termino el vaso.
Y lo reviento contra el pergamino, estallando en un grito de rabia.
—¿Papá?
Me giro bruscamente hacia esa voz y tengo que agarrarme al borde de la isla central para no caerme al suelo.
Los ojos de Gracie me observan abiertos de par en par, al pie de la escalera y en pijama.
—¿Estás bien? —pregunta en voz baja. Sus labios se fruncen en un puchero que esconde la más amarga tristeza al verme, porque intuye que algo me sucede.
Froto mis ojos con una mano e intento esconder la botella tras de mí.
—Sí, solo... vete a la cama —respondo arrastrando las palabras, incapaz de mirarle. El mareo me impide aguantarme erguido correctamente y me balanceo de un pie a otro.
Su mirada se llena de lágrimas.
—Pero...
—¡VETE A LA CAMA, JODER! —bramo señalando las escaleras tras su espalda.
Y Gracie da un paso atrás, asustada.
Es ahí cuando mi alma se congela.
Cuando me doy cuenta de lo que acabo de hacer.
De lo que Gracie está viendo.
—Gracie, vuelve a tu cuarto. —La voz de Daryl me hace levantar la cabeza de golpe cuando le veo aparecer por las escaleras del sótano—. Ahora subiré contigo, ¿de acuerdo?
Ella asiente, compungida.
Y lo último que veo antes de que se dé media vuelta y suba corriendo, es una lágrima rodando por su mejilla.
Doy un par de pasos atrás, agachando la cabeza, cuando Daryl se acerca a mí lentamente. Cuando llega a mi altura me mira fijamente e inexpresivo.
Y me gira la cara de una bofetada.
Me toma por la barbilla violentamente con una mano y me estampa la espalda contra la puerta.
—Vuelve a hablarle así a tu hija y te arranco la cabeza, ¿me has oído? —sisea entre dientes a escasos centímetros de mi cara. Asiento, llorando en silencio mi autodesprecio y sin atreverme a mirarle. Me suelta con asco en su gesto y me mira de arriba abajo—. Lárgate, no te quiero en esta casa mientras sigas en ese estado. Vuelve cuando estés sobrio.
Se da media vuelta y se dirige hacia las escaleras, pero algo parece detenerle antes de llegar y se vuelve a mirarme.
—Es increíble que lo mismo que le decía a papá para protegerte de él... haya tenido que decírtelo a ti para proteger a tu hija.
Y una puñalada directa al corazón habría dolido menos.
Con un agujero en el pecho, asco, dolor y botella en mano, salgo de la casa dando un portazo.
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La puerta del sótano se abre de golpe, dándome un susto de cojones ante ese sobresalto al despertarme. Me siento en la cama frunciendo el ceño cuando Áyax aparece por la misma.
—¿Qué coño haces? —digo, viendo como toma la llave de la celda y la abre—. No soy un maldito loquero que pasa consulta las veinticuatro horas del día...
Pero mi palabrería se interrumpe cuando veo cómo va. Contraigo el rostro cuando el olor a alcohol que le rodea llega a mí y doy un vistazo a la botella ya casi vacía en su mano izquierda. Aparto la manta y me pongo en pie cuando se agarra a uno de los barrotes, tambaleándose.
Esto no me gusta, porque nunca le había visto tan jodido.
Bueno, sí que le he visto jodido, pero no de esta manera.
—Estaba... frente al estanque... hablando con Rick —dice, aunque me cuesta entender qué mierdas está diciendo porque parece que la lengua le patina—. Y quería... visitarte.
—Ya.
Trago saliva ante todo ese maldito sinsentido que me está contando. Frunzo el ceño y le miro de arriba abajo. No sé cómo narices se aguanta en pie.
—Quería pedirle perdón porque, ya sabes... no está aquí por mi culpa... y ese crío crecerá sin padre por mi culpa también —balbucea con una risita histérica, acompañada de un río de lágrimas.
Le miro fijamente y chasqueo la lengua.
Tiene que ser una puta broma.
—¿Estás de coña? —gruño arqueando una ceja—. ¿De verdad te crees que eres el culpable de que Rick haya muerto?
Veo en sus ojos como esas palabras le duelen, pero se encoge de hombros.
—Pude impedir que... se fuera —dice, haciendo un gesto con la mano como si señalara el camino por el que le vio partir.
Resoplo con pesadez.
Por mucho que creciera y fuera adulto, cuando todo se viene abajo el chico se vuelve ese niño herido que siempre veo en él.
—No eres Dios, Áyax. Ni un puto superhéroe, por mucho que quieras intentarlo —replico enfadado—. Solo eres un humano normal que ha tragado mucha mierda, más de la que ya lleva encima. Y Rick también lo era. Y los humanos mueren, todos lo hacemos.
Parpadea cuando no quiere llorar, o al menos que yo le vea hacerlo, como si de repente se empeñara en demostrar que la muerte de Rick no le duele.
Joder, hasta a mí me impactó la noticia, ¿qué iba a suponer para él entonces?
—Estas mierdas pasan, Áyax, nadie es invencible o inmortal. Es una jodida mierda, pero es algo a lo que nos hemos acostumbrado. El mundo sigue y solo tú decides si sigues o no con él —digo, acercándome hasta él para que me mire a los ojos—. Vamos, no me vendas el cuento ahora de que tú eres de los que se hunden o se quedan atrás.
Tengo que sujetarlo cuando está a punto de caerse de culo al suelo, porque bastante parece haber aguantado ya.
Cuando levanta la mirada, me doy cuenta de que vuelve a llorar de nuevo.
Está completamente roto, devastado. Nunca le he visto así y eso me da un miedo de la hostia, porque no estoy seguro de cómo se va a reponer de esto. El hecho de que haya tenido que refugiarse en algo que le haga desconectar su cabeza ya dice bastante de cómo debe de ser su estado mental ahora.
He convivido con él el tiempo suficiente como para reconocer ese tipo de detalles.
Así que entonces hago lo único que se me ocurre.
Le abrazo.
Siento como el chico se rompe y se viene abajo llorando sobre mi hombro, parece que hasta ahora no hubiera podido llorar todo lo que necesitaba de verdad.
—Le echo... mucho de menos —dice en un susurro con la voz rota.
Cierro los ojos cuando las lágrimas llegan a mí al verle tan dolido.
No voy a mentir, sus palabras también me provocan un pellizco de celos. Sé que Rick ha sido como un padre para él, pero yo también le he enseñado cosas diferentes de la vida y me doy el derecho a mí mismo de sentirme una figura similar respecto a él.
Nunca he tenido un hijo, pero Áyax ha sido lo más parecido.
Suspiro cuando le oigo descargar todo su dolor en ese llanto agotado, muy probablemente también empujado por el whisky que el chaval ha debido meterse por el gaznate durante horas.
—Creo que te has centrado en que todos pasen su luto lo mejor posible —murmuro—. Y te has olvidado de pasar el tuyo propio.
Asiente, aunque no tengo muy claro que me esté entendiendo, y cuando le veo levantar la botella de nuevo, se la quito.
—Vamos a hacer una cosa, esto me lo quedo yo —digo, dejándola fuera de su alcance mientras el chico estira el brazo intentando hacerse con ella inútilmente.
—No... es mía...
—Creo que ya ha sido tuya por bastante tiempo, chico —añado, mirándole de arriba abajo una vez más.
Es imposible que llegue a su casa por su propio pie sin dejarse los dientes en el camino.
Suspiro y miro al cielo.
«Si esto es una prueba tuya, Rick, no tiene ni puta gracia».
—Está bien te llevaré yo —digo en voz alta, aunque creo que ya ni siquiera me escucha. Lo sujeto de golpe cuando me doy cuenta de que está a punto de perder el conocimiento—. Mierda, vamos, no te vayas a desmayar ahora.
Y pasando uno de sus brazos por mis hombros, salgo de la celda con él arrastrando los pies, dispuesto a que me caiga todo el peso de Alexandria encima.
Una vez más.
Mucho mejor eso antes de tener su cadáver en mi celda.
Tiro de él por las calles de la comunidad, aunque no parece estar muy colaborativo, pues camina como puede arrastrando los pies. Inspecciono el camino rezando por no encontrarme a ningún vecino rondando por aquí y que me abra un agujero en la cabeza solo por intentar hacer algo bueno.
Demasiadas cosas buenas estaba haciendo ya.
Mierda, dónde habrá quedado el Negan del pasado. Si ese me viera ahora me habría apaleado con mi propia Lucille.
Trasteo con la puerta haciendo más ruido del que debería, queriendo abrirla como puedo con Áyax colgando de mi hombro a peso muerto, como si estuviera cargando de un saco.
—Podrías ayudar un poco —gruño por lo bajo cuando lo logro, a pesar de que este no me hace caso.
Dudo de verdad que si quiera esté consciente.
Entro en el salón con él a rastras y me alegro de que esté en silencio, porque de haber gente yo ya estaría muerto. No estoy muy seguro de cuál es mi plan, pero tampoco pensaba dejarle entrar en un coma etílico tirado en el suelo de mi celda.
Cualquier idea que tuviera en mente se esfuma en cuanto las luces del salón se encienden prácticamente dejándome ciego, obligándome a parpadear.
—¿Qué haces tú...? Espera... ¿Áyax?
De pie y en mitad de la escalera, con un arma en su mano derecha, un Carl con una camiseta blanca y un pantalón de pijama me mira con la sorpresa grabada en sus ojos.
Bueno, su ojo. Porque en el otro no lleva parche ni venda alguna.
Puaj.
Baja los escalones que le quedan de dos en dos y deja la pistola sobre la encimera de la cocina. Por las que parecen subir de la planta baja, aparece el hermano de Áyax con su habitual cara de perro amargado, mirándome como si yo fuera la última mierda en el mundo y queriendo arrancarme la cabeza en cuanto nadie mire.
—Vaya, cuánto amor y gratitud después de evitar que su hígado estalle —farfullo ante el comité de bienvenida.
El ceño de Carl se frunce con extrañeza y después con dolor cuando ve a su marido medio muerto a mi lado, por lo que no duda en socorrerlo sosteniendo su cara por las mejillas para mirarle detenidamente.
—¿¡Qué coño le ha pasado!? —me pregunta mientras me ayuda a tirar de él hacia las escaleras.
—Que ha confundido una botella de whisky con agua en la oscuridad y ha venido a contármelo —gruño arrastrándolo escaleras arriba—. ¡A ti qué te parece!
Carl muerde sus labios y niega con la cabeza, incrédulo, lo que me hace sospechar que no sabía nada del nuevo hobby del chico. Daryl sube las escaleras delante de nosotros y abre la puerta del baño cuando llega a la planta de arriba.
—Sé lo que hay que hacer —dice, agarrando a su hermano junto a Carl, obligándome a apartarme en el proceso—. Con Merle y mi padre funcionaba, veamos si esto también es costumbre familiar.
Mete al chico en la bañera a pesar de sus reticencias y con la ayuda de Carl, porque está empezando a despertar poco a poco.
Y cuando está tumbado en ella, abre el grifo sobre su cabeza.
Doy un paso atrás cuando Áyax despierta de golpe como si le hubieran atizado en el pecho con un aparato de esos médicos que salían en las series de televisión, respirando agitado ante el que parece ser el susto de su vida. El agua cae sobre él empapando su ropa y su pelo, haciendo que se deslice por su cara. Nos mira a los tres como si fuéramos la alucinación más bizarra que ha imaginado jamás.
—¿Estoy muerto?
Carl resopla en una risa sarcástica.
—No. —Da un vistazo a su cuñado—. Pero lo estarás.
Áyax se hunde en la bañera con la vista al frente, como si eso fuera a salvarlo. Carl me mira y asiente, tendiendo su mano en mi dirección.
—Gracias por traerlo, de verdad.
Es cierto eso que Áyax dice que Carl es la viva imagen de su padre sin que tan siquiera parezca darse cuenta de ello, porque cuando estrecho su mano, un escalofrío me recorre como si acabase de estrechar la mano también con Rick.
—Se acabó tu excursión —gruñe el hermano de Áyax, señalando el camino de vuelta a las escaleras.
Resoplo y río, asintiendo.
Un arma a la que le quitan el seguro suena tras mi espalda. Cuando doy un vistazo por encima de mi hombro, veo a Michonne encañonándome desde la puerta de su habitación todavía en ropa de cama.
Suspiro y muerdo el interior de mi mejilla, riendo mientras levanto las manos.
—La familia amable ya está al completo, sí señor —digo encaminándome hacia las escaleras. Señalo la ducha con la cabeza y miro a Daryl—. No te vendría mal una de esas.
Su gruñido me hace sonreír.
Toma el arma con la que la mujer me apuntaba, asegurándole de que él se encarga, y me empuja con el cañón para que baje.
Doy un último vistazo a Áyax, que parece empezar a ser consciente de todo lo que va a tener que afrontar.
Me mira.
Y yo le miro a él.
«Buena suerte, chico».
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Tenso la mandíbula para que mis dientes dejen de castañear ante el agua congelada que cae sobre mi cabeza. Las sienes me duelen, como una gran aguja que las atraviesa de lado a lado. Mis ojos se cierran en contra de mi voluntad, pero no porque tenga sueño, sino porque no tengo el control de mi cuerpo.
Es como estar atrapado en un cuerpo inútil siendo muy consciente de ello.
Carl cierra el grifo y me ayuda a salir de la bañera, pasándome una toalla por la espalda, pero enseguida la aparto de mí porque un calor sofocante me invade. Todo lo que he bebido empieza a subir por mi esófago a voluntad propia con intención de liberarme de esa inutilidad de la que me siento preso, y contengo una arcada. Entonces levanta la tapa del váter y me mira.
—Hazlo, te sentirás mejor después.
Niego con la cabeza a pesar de saber que tiene razón, sentándome en el suelo al lado del inodoro, con su ayuda porque apenas puedo moverme.
—Odio vomitar —susurro con la angustia estrangulando mi garganta.
Michonne me mira incrédula, y juraría que con un destello de decepción en sus ojos, pero no estoy seguro porque apenas veo con claridad.
—Será mejor que vaya a preparar café —dice, anudándose su bata de cama—. Con sal.
Niego con la cabeza de nuevo.
Pero no me da tiempo a mucho más.
Porque vacío todo el contenido de mi estómago contra el interior del váter, por suerte. Escucho a Carl suspirar y agacharse a mí lado. Siento su mano acariciando mi espalda por encima de la empapada camiseta negra, que se pega a mi piel. Contengo una arcada más pero no por mucho tiempo, porque enseguida vuelvo a vomitar hasta que mis ojos quedan prácticamente en blanco. El agrio y amargo sabor de la bilis quema mi garganta a su paso en cada contracción de mi estómago, asegurándome que estoy expulsando todo, incluida mi dignidad.
Es una sensación horrible que me deja sin fuerzas.
Es una sensación horrible que me hace sentir asco de mí mismo.
Sostengo mi cabeza con ambas manos en mi pelo y los codos apoyados en la taza. El frío repentino que me invade me hace temblar.
Pero el escenario que me encuentro al levantar la cabeza no es mucho más agradable.
Gracie y Judith nos contemplan desde el marco de la puerta, con el rostro algo desencajado. Mi hija agacha la mirada cuando mis ojos se topan con los suyos, rehuyéndome.
Una lágrima cae por mi mejilla.
Y como un disparo me veo a mí mismo mirando en la lejanía cómo Merle ayuda a nuestro padre a que vomite en el baño, mientras Daryl sale de casa conmigo en brazos.
Aparto la mirada girando la cabeza, cubriendo mi boca para contener un sollozo.
—Niñas, a la cama —dice Michonne, subiendo por la escalera algo más deprisa cuando las ve.
Escucho a Judith preguntarle a la mujer si estoy enfermo, a lo que esta responde afirmativamente mientras las lleva de vuelta a sus habitaciones.
Pero Gracie no dice nada. Solo desaparece junto a ellas, agachando la cabeza.
Carl se levanta y cierra la puerta del baño.
Me siento en el suelo tras tirar de la cadena, totalmente rendido, y escondo la cabeza entre mis rodillas con ambas manos en mi nuca.
—Me he convertido en mi padre —susurro, cerrando los ojos con fuerza y apretando los dientes para que no salgan más lágrimas de mí.
Por el dolor de lo que eso significa.
Porque la he intentado proteger de todo, y al final el que la he herido infinitas veces he sido yo.
—No vuelvas... a decir eso jamás —dice Carl mirándome con enfado—. Nunca. Te lo pido por favor.
Levanto al cabeza para mirarle.
—Le he gritado, Carl. Me he emborrachado, le he gritado y tratado mal. Y mira cómo acaba de verme —sollozo. Muerdo mis labios y trago saliva—. Dime en qué me diferencio de mi padre ahora mismo.
Este se aproxima a la bañera y la vacía, suspirando. Abre el grifo de nuevo, pero esta vez para llenarla de agua caliente.
Lo peor es que no tiene respuesta para lo que he dicho.
—Daryl me ha contado lo que ha pasado. Me he enfadado con él porque te echara de casa en ese estado —confiesa. Una mirada asombrada por mi parte no tarda en aparecer—. Sé que... tenéis malas experiencias con las adicciones en vuestra familia, y que es su forma de actuar, pero esa no era la solución. A mi manera de verlo, hay que saber qué le pasa a la persona que está así, para saber por qué lo está. —Se vuelve hacia mí y se cruza de brazos, apoyado en el lavabo—. Y te conozco, Áyax. Tiendes a infringirte daño a ti mismo cuando te sientes culpable por algo. Te reconozco que esta vez has sabido esconderlo bastante bien, principalmente porque todos estábamos demasiado absortos, pero esto tenía que terminar estallando por algún lado.
Agacho la cabeza para que no vea las lágrimas que quieren salir de nuevo.
Carl cierra el grifo, se agacha a mi lado y pone su dedo índice bajo mi barbilla para que levante la mirada hasta encontrarme con la suya.
—Has estado muy volcado en que todos superemos la pérdida de papá. En hacerle un homenaje, en que no nos falte ni una sola atención, pero ninguno te hemos peguntado a ti cómo te encontrabas. Y quiero pedirte perdón por ello, por no haberme dado cuenta antes.
Como siempre, Carl me deja sin palabras con sus dardos certeros y dolorosos que dan de lleno en la diana del centro de mi pecho. Intento tragar saliva por mi garganta cerrada, envuelta en ese alambre de espino invisible que me asfixia más y más por momentos.
Vuelvo a agachar la cabeza, totalmente enmudecido, y Carl me abraza. Lloro en silencio sobre su hombro mientras acaricia mi espalda y deja pequeños besos en mi mejilla.
—Tú no tienes la culpa de lo que pasó en el puente. Pasó, y ya está. Hemos de seguir, él lo querría así. Eso es lo que me hace levantarme cada día —musita, carraspeando cuando su propia voz se rompe. Aprieto su agarre cuando mi silencioso llanto se descontrola.
Suspiro en una exhalación temblorosa cuando él limpia mis lágrimas.
—He gritado a Gracie, le he hablado mal —susurro, temblando.
Eso es lo que más me hiere, lo que más me quema el alma y la consume hasta la nada.
Podría hacer cientos de cosas malas a lo largo de mi vida, sé que ya las he hecho. Pero, ¿hablarle así a mi hija? ¿Qué me viera en ese estado?
Dudo que exista un castigo peor para mí.
—Lo entenderá. Cuando se lo expliques, lo entenderá.
Trago saliva y me aclaro la garganta.
—Pero no va a perdonarme.
—No he dicho que vaya a hacerlo.
Le observo con dolor y él agacha la mirada.
—He dicho que podrá entenderlo. Es lista, lo hará, lo entenderá cuándo lo habléis. Pero eso no significa que vaya a perdonarte, eso es su elección.
Asiento.
—Lo sé —murmuro en voz baja.
Y eso me estaba arrancando las entrañas desde dentro.
Unos nudillos tocan la puerta y Carl le indica que pase. Michonne abre y me mira como si contemplara algo demasiado frágil.
—He dejado café preparado en la cafetera, te sentará bien algo caliente —dice, atando sus rastas con una goma amplia en una coleta baja. Asiento agradecido en su dirección y ella entra para dejar un beso en mi cabeza—. Dúchate, apestas a bar de carretera.
Río bajito junto a Carl.
—En eso estamos —dice, señalando la bañera humeante con el mentón.
La mujer se despide mientras Carl le regaña diciendo que debe dormir ocho horas sin interrupciones, a lo que ella contesta con las cejas alzadas diciendo que eso intenta, mientras me mira. Me encojo y me hago pequeñito en mi sitio en respuesta. Una pequeña sonrisa, por primera vez en semanas, tira de los labios de Michonne y se marcha cerrando la puerta mientras me pongo en pie y me cepillo los dientes para quitarme este horrible sabor de boca, ahora que me encuentro más estable y recupero poco a poco el control de mí mismo.
Carl cierra con pestillo para que pueda empezar a quitarme la ropa con tranquilidad.
Es algo patético reconocer que necesito su ayuda para entrar en la bañera, pero es eso o desnucarme contra el borde. El agua caliente me acoge como el abrazo qué más necesito en este instante, haciéndome cerrar los ojos de gusto y alivio.
Cuando Carl ha dicho «en eso estamos», parece ser que lo decía en serio, porque no duda un segundo en sentarse en el suelo, tomar la pastilla de jabón, hacer espuma con ambas manos y empezar a enjabonar mi pelo. Le miro confuso, por lo que ríe.
—Me esperaba que lo de bañarnos juntos fuera algo más sexy —admito.
—Cállate y déjate querer —dice sonriente, concentrando en su labor. Sonrío cuando le miro, porque solo le falta la mirada entrecerrada y la lengua fuera y hacia un lado.
Honestamente, en el momento en el que empieza a masajear mi cabeza y la agacho cerrando los ojos por lo bien que se le da, no me quejo en absoluto. El agradable aroma a vainilla del jabón casero que siempre uso inunda mis pulmones, calmándome. Cuando aclara mi pelo con agua caliente, suspiro relajado.
Apoya su barbilla sobre el brazo que descansa en el borde de la bañera mientras sus dedos acarician mi espalda con delicadeza, contemplándome a la vez con amor.
—¿Te sientes mejor? —susurra.
Le observo entre el tenue vapor que emana de la bañera, con la mejilla apoyada en mis brazos cruzados sobre mis rodillas, asintiendo.
—Gracias por esto, lo necesitaba —respondo, ahora que me siento un ser humano en plenas facultades de nuevo.
Me gusta cómo ambos hablamos en voz baja, como si por alzarla fuera a romperse el agradable ambiente que hemos creado. Inconscientemente, nuestros rostros se han ido acercando poco a poco hasta que nuestras frentes se juntan.
—Te he echado de menos —dice—. Han sido unas semanas muy duras.
—Lo sé —murmuro—. Yo también a ti.
—Te quiero.
Sonrío.
—Lo sé —repito—. Yo también a ti.
Él ríe en voz baja y me uno a ello. Me contempla con fascinación cuando nuestras narices se rozan. Cierro los ojos cuando nuestros labios se encuentran después de lo que a mí me ha parecido una eternidad.
¿Cuántas semanas llevábamos sin besarnos?
Nuestras lenguas se acarician con la misma lentitud que nuestros labios. Los dedos que estaban en mi espalda suben despacio hasta mi pelo en una caricia que me provoca un escalofrío, perdiéndose en mi cabello en un roce que eriza cada centímetro de mi piel a pesar del calor del agua. Con mi dedo índice y pulgar sostengo su barbilla mientras nos besamos, hasta que deslizo mi mano por su mejilla.
No estoy muy seguro de cuánto rato estamos así, besándonos en el más absoluto silencio, pero para cuando cogemos aire al fin, las mejillas de Carl están teñidas de un tono rojizo y suave que resalta en su palidez y que me encanta ver en él.
Se pone en pie y se quita la camiseta, y poco a poco va deshaciéndose de cada una de sus prendas bajo mi sonrisa. Me echo hacia adelante para dejarle espacio en la bañera cuando entra y se sienta tras de mí.
—¿No decías que me callara y me dejara querer? —susurro sobre sus labios tras darme la vuelta y sentarme a horcajadas sobre él.
—Y eso vas a hacer, dejarte querer —responde con una sonrisilla altiva que me contagia.
Me besa con adoración, como si realmente lleváramos años sin probar los labios del otro. Y efectivamente, sus manos se pasean por todo mi cuerpo, queriéndome como solo él sabe mientras nos devoramos mutuamente por largos minutos. Hasta que me recoloco sobre él, uniendo mi frente a la suya, y le siento adentrarse en mí con cuidado.
—Joder —jadeo contra su boca en un quejido, apoyando la mano izquierda en el borde de la bañera tras él, con la derecha en parte de su mejilla y su cuello.
—¿Estás bien?
—Nunca he estado mejor.
Le beso de nuevo, empezando a moverme sobre él con lentitud arriba y abajo, y sus manos se aferran con fuerza a mis caderas, acompañándome.
—Despacio —gruñe en voz baja y con la voz ronca antes de morder mi labio inferior.
Sonrío.
—¿Por qué? ¿Cinco minutos? —pregunto altivo, arqueando una ceja. Sus uñas se clavan con fuerza en mi baja espalda y aprieto los dientes, tironeando de su pelo con suavidad—. Eso va a dejarme marca, cabrón.
—Te lo mereces, estaré encantado de ver las explicaciones que das —susurra contra mis labios. Entonces me mira, esbozando media sonrisa—. Quiero sentir como te mueves sobre mí durante todo el tiempo posible.
Joder, he estado a punto de desmayarme al escucharle.
Aproximo de nuevo mi boca a la suya.
—A tus órdenes, mi amor —murmuro con una sonrisa, pero mis palabras provocan la suya cuando empiezo a moverme con suavidad.
Entre gemidos acallados en la boca contraria o mordiendo el hombro del otro, con movimientos lentos y calmados, con el vapor y el espejo empañado, con besos y caricias interminables hasta quedar exhaustos, el café termina por enfriarse esa noche.
Varios pinchazos me taladran la parte trasera de la cabeza en cuanto abro los ojos en esa, para mi desgracia, muy soleada mañana de finales de verano. Froto mi cara intentando desperezarme y que no me duela hasta el alma solo por moverme. Me siento a orillas de la cama gruñendo cuando el dolor de cabeza me deja ciego por unos segundos.
—No pienso volver a beber en mi vida —resoplo.
Cuántas veces habré dicho eso en un mes.
Me pongo en pie y agarro una sudadera gris de Carl del armario para ponérmela, porque a pesar del calor estoy helado, pero por lo menos su aroma me inunda y reconforta cuando me coloco la capucha. Arrastro mis pies enfundados en calcetines por el suelo del pasillo y bajo las escaleras con desgana. Un pinchazo me perfora el pecho cuando me doy de bruces con la imagen que me aguarda en la cocina.
Mientras Carl prepara la comida para todos, porque ya es mediodía, las niñas y Rok están sentados alrededor de la isla central junto a Michonne, que toma un vaso de zumo como sustituto de su café habitual que solía beber después de comer.
Y Daryl guarda en una caja de madera todas las botellas de alcohol que quedaban en la cocina.
—Hola.
Michonne levanta la mirada y me sonríe con algo de amabilidad.
—Buenos... ¿días? ¿Tardes? —dice, dando un confuso vistazo a la ventana para intentar averiguar qué hora es.
Río escuetamente y me acerco al taburete libre. Carl me sonríe con cariño mientras remueve el pescado en la sartén, y mi mano derecha se convierte en un puño que me llevo a la boca cuando giro la cabeza, apartando mi nariz de ese olor que me provoca una arcada.
—¿La de las náuseas no debería ser yo? —inquiere Michonne con una ceja alzada.
A Judith se le escapa la risa y le miro frunciendo el ceño.
—El alcohol no sabe igual cuando entra que cuando sale, ¿eh? —dice.
—Tienes doce años, ¿cómo puedes saberlo? —replico a modo de broma—. Además, creía que pensabas que estaba enfermo.
Pero Carl y ella arquean la ceja izquierda a la vez en ese modo tan Grimes de «no soy idiota» que da miedo. Río y niego con la cabeza. Observo cómo, con la cabeza apoyada en su puño izquierdo, Gracie remueve la comida con el tenedor sin demasiado interés, y Carl se da cuenta de ello.
—Termina el plato y no juegues con la comida, Gracie —dice, dándole un vistazo—. Rok y Judith te están esperando, ya han terminado hace rato.
—Pues que esperen, no tengo hambre —responde de malas maneras, dejando caer el tenedor sonoramente contra el plato.
Todas las miradas se posan sobre ella con sorpresa, a excepción de la de Daryl, que está de brazos cruzados apoyado en la cocina como si ya se esperara una reacción así.
—Esto ya está —le dice a Carl, señalando la caja con la mirada. Entonces sus ojos se clavan en mí con enfado—. ¿Hay alguna más?
Abro los ojos de par en par y me alejo ligeramente como si acabara de darme una patada en el estómago.
—¿Estás insinuando delante de todos que he escondido alguna botella? —pregunto con rabia.
Daryl se encoge de hombros.
—Ayer estabas borracho delante de ellos, ¿qué más te da ahora?
Lo que acaba de decir ha sido el equivalente a la bofetada de ayer, solo que con palabras. Tenso la mandíbula con rabia y el orgullo herido.
—Daryl —gruñe Carl, asesinándole con la mirada.
—¿Qué? No le protejas tanto, que sea consecuente con lo que hace —replica, para después mirarme de nuevo a mí—. Has escondido algo o no.
—Seguro que sí —murmura Gracie apartando la mirada.
Y eso me ha dejado completamente de piedra.
—¿Qué acabas de decir? —inquiere Carl con enfado, apoyando ambas manos sobre el mármol de la cocina y mirando a nuestra hija con el rostro desencajado. Gracie se baja del asiento, arrastrándolo sonoramente—. ¡Gracie, vuelve aquí!
—Vas a arreglar la moto esta tarde, ¿verdad? —dice, mirando a Daryl. Este asiente algo impactado por lo que acaba de suceder—. Pues entonces te espero fuera.
—¡Gracie...!
Y cierra dando un portazo, similar al que di yo ayer.
No soy capaz de reaccionar, de decir nada. Mi cuerpo se ha quedado congelado en esa posición.
El silencio se hace de una forma asfixiante y yo intento que mi respiración no se acelere de manera irregular. Judith pone una mano sobre la mía y me mira apenada.
—No te odia —dice—. Solo está enfadada y no ha dormido muy bien, ha tenido pesadillas.
Se pone en pie y, diciéndole a Rok que vaya con ella, ambos salen de la casa tras Gracie, dejándonos a los cuatro solos.
Las palabras de Judith han sido un intento de reconfortarme aliviándome de la culpa, pero no lo ha conseguido. Al contrario, odiaba saber que mi pequeña había tenido malos sueños y yo no podía ayudarla.
O peor, yo se los había provocado.
Carl agacha la cabeza y apaga el fuego, mordiendo sus labios.
—¿Te das cuenta de lo que has conseguido?
—Daryl, basta —dice Michonne, mirándole a modo de súplica.
Me quito la capucha y palmeo el mármol bajo mis manos con fuerza.
—¡Deja de hacerme sentir culpable, joder! —bramo, poniéndome en pie—. ¿Es que crees que estoy orgulloso de lo que he hecho?
—¡Pues entonces di dónde has escondido la reserva! —exclama poniéndose ante mí, ambos a cada lado de la isla que separa el salón de la cocina.
Carl tapa su cara con ambas manos con frustración y resopla.
—Te ha dicho que no hay nada, Daryl. ¿Por qué no puedes creerle?
Mi hermano sonríe con cinismo.
—¿Qué no hay nada? Y una mierda. No, no me lo creo, ya me conozco esta historia. Es la tercera vez que la repito —gruñe con rabia, hartazgo y decepción—. Y no ha dicho eso, tan solo ha respondido con otra pregunta.
Aprieto los dientes y mis manos se convierten en puños.
—Daryl, por favor cómo iba a...
Pero las palabras de Michonne mueren en sus labios cuando ve mi cara, y se pone en pie con lentitud.
El rostro de Carl cambia por completo, enderezándose en su sitio. Su ojo se entrecierra y me mira de arriba abajo.
—¿Áyax?
Trago saliva y carraspeo con rabia. Un leve rubor, en una mezcla de rabia y vergüenza, cubre poco a poco mis mejillas.
—Habla, o te juro que voy a levantar hasta el último centímetro de tierra de esta comunidad para encontrarlas —dice Carl sin apartar la mirada de mí.
Río sarcástico y alzo la vista al techo.
—No hará falta ser tan drástico.
Me bajo del asiento y me dirijo al salón, levanto una de las esquinas de la alfombra y desencajo el tablón de madera suelto del suelo. El corazón late desbocado en mi pecho. Saco la única botella que queda y la dejo sobre la cocina ante ellos. Carl tapa parte de su rostro con una mano, apoyándose en el mueble tras su espalda y Michonne se deja caer lentamente en su asiento. Daryl asiente despacio, victorioso.
—Esto es lo único que queda.
—¿Y cómo podemos saber que dices la verdad? —pregunta la mujer con cierto asombro y decepción.
Niego con la cabeza rápidamente.
—Porque te lo juro por Gracie y por Rick —sentencio con firmeza. El silencio es mi respuesta ante lo que acabo de decir—. No hay nada más. Soy el primero que quiere dejar de ser en lo que me he convertido.
Sin intención de dejar que nadie diga nada más, me vuelvo hacia las escaleras y las subo corriendo, dispuesto a huir de ahí en busca del aire que me había sido robado.
Y que empezaba a faltarme.
Me impulso con ambos brazos para subir al tejado, tragándome el quejido que me provoca un pinchazo en el hombro izquierdo. Recoloco la mochila sobre mi hombro derecho y suspiro. Contemplo el precioso atardecer veraniego que se dibuja en el cielo, a una media hora de que anochezca. Los tonos azules y rosados que bañan el ambiente a pinceladas siempre me relajaban, es una escena increíblemente hermosa que me podría pasar horas y horas contemplando. Y también sé quién más lo haría.
—Me gusta cuando el cielo está así.
Gracie no despega sus ojos del horizonte cuando dice eso, tan solo se encoge en su sitio y apoya su barbilla en los brazos que tiene apoyados sobre sus rodillas. Sonrío y asiento lentamente.
—A mí también —reconozco—. Se ve toda Alexandria y el aroma de los árboles llega siempre hasta aquí. Me relaja mucho, es como si me hiciera sentir que las cosas volverán a estar bien.
Asiente sin mirarme y me aproximo lentamente hacia ella.
—El Tío Daryl me ha dicho que estarías aquí —añado cuando llego a su altura, sentándome a su lado, guardando unos centímetros prudenciales de distancia.
—El Tío Daryl debería aprender a cerrar la boca.
Sonrío ante sus palabras, bastante ciertas en parte.
—Yo ya me iba —dice, comenzando a ponerse en pie.
—Grace, por favor... —susurro a modo de súplica, consiguiendo que se detenga—. Déjame explicarme, concédeme solo esto. Después podrás irte si quieres.
Ella agacha la cabeza y veo cómo traga saliva, para después suspirar y asentir, volviendo a sentarse en su sitio.
Dejo la mochila ante mí y apoyo mis codos sobre mis rodillas, cogiendo aire, sin saber muy bien cómo debería empezar o qué demonios debo decir.
Por experiencia, sé que lo que siempre funciona suele ser abrir el corazón.
Trago saliva.
—Cuando era un crío siempre solía subir a los tejados y me pasaba horas ahí. Desde que estaba en el orfanato hasta aquí, en Alexandria —confieso.
Sus sorprendidos ojos me miran de repente.
—¿Orfanato?
Carraspeo y suspiro con pesar.
—Mi vida nunca ha sido fácil, Gracie. Nunca. Desde que nací —digo, mirándole fijamente—. Y siempre he querido protegerte de todo eso, de todo lo que... he vivido. Pero nunca caí en la cuenta de que lo que he vivido me ha hecho ser lo que soy y, en parte, gracias a eso estoy vivo. Muchos de nosotros lo estamos. Eso era algo que tu abuelo siempre me decía.
Parpadea sin dejar de observarme, con toda su atención centrada en mí.
—Solía subir a los tejados para escapar de la realidad que había vivido ese día y, aunque seguía atrapado en ella, me servía como descanso —continúo—. No me di cuenta hasta más tarde de que siempre lo hacía con una lata de cerveza en la mano y un cigarro, desde bien pequeño. Y sé que... es horrible, pero me daba igual. Solo quería huir por unos momentos, apagar mi cabeza. Lo que yo llamaba «mi momento de tranquilidad» era realmente una huida en toda regla. Y siempre de las peores formas. Por eso he dejado de subir aquí.
—¿Nadie te decía que eso estaba mal? —pregunta, mirándome con algo de pena y dolor en su mirada, como si quisiera consolarme ella a mí.
Una pequeña sonrisa tira de mí.
—Sí, siempre. Mi mejor amiga Hannah, el Tío Daryl, el abuelo Rick... —Trago saliva—. Pero nunca hice caso. Era lo que me aliviaba, así que pensaba: «¿cómo algo que me hace sentir bien puede ser malo?». Ahora lo sé, porque no solo es malo para mí, sino también para quienes me rodean. Y a pesar de verlo en algunos miembros de mi familia hace muchos años, he tenido que comprenderlo de la peor de las maneras —sentencio, mirándole a ella—. Mi padre... era un hombre muy malo, Gracie. Muy malo. Nunca nos trató bien, ni Daryl, ni a Merle, ni a mí. Sobre todo a mí. Y no quiero sentir que me estoy convirtiendo en él, eso se acaba aquí y ahora.
Veo como contiene sus lágrimas, sin haber dejado de mirarme un solo segundo, sin dejar de atender a todo lo que le estoy confesando.
—Sigo queriendo protegerte de todo lo malo que nos rodea, de todas las cosas... horribles que he vivido. Y que he hecho —añado. Me aclaro la garganta cuando mi voz se rompe al final de la frase y vuelvo a mirarle—. Ayer no lo conseguí, y quiero pedirte perdón por ello. Porque hayas tenido que ver esa faceta que no me gusta de mí, esa faceta contra la que intento luchar. Pero estos días ha sido esa parte quien ha ganado mi constante batalla, porque la muerte... o desaparición... de Rick, me ha dolido como nunca nada en la vida lo había hecho. No era mi verdadero padre, pero para mí sí lo fue. Y siempre lo será. Me trató como un padre debe de tratar a su hijo, me quiso como tal y yo siempre le querré así. Para mí es y será mi padre, pero debo asumir ese dolor y permitirme sentirlo igual que he estado aconsejando a todos que así lo hicierais, sin temor a mostrarlo.
—La fuerza de los Grimes, ¿no? —murmura entre lágrimas.
Asiento, limpiando las mías.
—Eso es —susurro. Gracie se pega a mí y yo paso un brazo por sus hombros, atrayéndola a mi costado—. Te pido perdón, Gracie. Soy consciente del problema que tengo, y voy a librarme de él.
Gracie me mira con sus enormes ojos azules plagados de lágrimas.
Y entonces me abraza.
Y yo le devuelvo ese abrazo con fuerza.
—Te perdono, papi.
Su vocecita al decir eso me llena el alma, haciendo que mi corazón golpee con fuerza y alegría mi pecho. Se sienta delante de mí sin dejar de abrazarme y dejo un beso en su pelo, inspirando su aroma reconfortante, esa fragancia a algodón de azúcar que desprendía toda su melena.
—Gracias, mi vida —digo, conteniendo un sollozo—. Me has hecho el hombre más feliz del mundo con eso.
—Yo también quiero pedirte perdón por comportarme mal y decir cosas malas —musita entristecida.
Niego con la cabeza y tomo su barbilla.
—No hay nada que perdonar, Gracie. Estabas enfadada y tenías todo el derecho del mundo a ello —respondo con firmeza y, antes de que replique, hablo de nuevo—. Pero, aun así, si te deja más tranquila: te perdono también, cielo.
Ella me sonríe con sinceridad y apoya su cabecita en mi pecho, volviendo a contemplar el fascinante paisaje. Cuando se remueve con algo de frío ante el inminente anochecer, aproximo la mochila y saco una de las mantas que he traído.
—Qué previsor.
—Tener una hija me ha enseñado a serlo.
Gracie saca la lengua en mi dirección a modo de burla y yo río, envolviéndonos a ambos en la manta. Es bastante gracioso ver como solo asoma su cabecita por ella, porque tiene frío, pero quiere seguir contemplando las vistas. De la mochila saco algo más que hace que ría.
Una botella de zumo y un par de vasos.
—Aun a riesgo de que Michonne me mate por robarle su zumo de manzana por el que parece haberle dado antojo estos días... me parece un mejor sustituto de la cerveza. Y sobre todo un mejor compañero —afirmo, vertiendo un poco en cada uno de los vasos—. Además, sé que es tu favorito.
Ella asiente con una feliz sonrisa y toma su vaso.
—Es que el que traen de El Reino está muy bueno —dice, relamiendo sus labios después de beber—. Henry siempre trae de más porque sabe que me gusta.
Me quedo rígido en mi sitio intentando que no lo note y muerdo el interior de mi mejilla.
—Qué bien —gruño.
No lo mates, no lo mates, no lo mates.
Es un niño.
Y lo que es peor, es el hijo de Carol.
Hasta el monstruo le tiene miedo a la mujer.
Suspiro con pesar y pinzo el puente de mi nariz cuando los problemas se me acumulan de uno en uno y en fila india. Doy un trago del zumo hasta casi acabármelo del todo.
No es whisky... pero tiene razón. Está muy bueno.
Mierda, maldito Henry.
—¿Qué hacéis ahí?
La voz de Carl hace que ambos giremos la cabeza hacia él. Su mirada divertida nos observa con el ceño fruncido. Sonrío mientras le veo subir del tejado inferior y acercarse a nosotros.
—Ya podía estar buscándoos por todas partes —murmura con los brazos en jarra, como una madre regañando a sus hijos—. Y ni siquiera me invitáis.
Río.
—Deja de hacer drama, la manta es lo suficientemente grande para los tres —aseguro, haciéndole un hueco en el que no duda en cobijarse.
—Michonne y Judith también vienen, así que creo que no va a ser suficiente —afirma él, dejando después un beso sobre la cabeza de Gracie.
Y las mencionadas tardan poco en aparecer por el tejado.
—Michonne, esto es peligroso, no deberías estar aquí —le regaño, señalando con evidencia el tejado en el que estamos.
Ella pone los ojos en blanco y hace un gesto con la mano, quitándole importancia.
—Estoy embarazada, no tetrapléjica —replica acercándose junto a Judith—. Además, os he criado a todos en mitad de un apocalipsis zombie, creo que podré con un tejado... ¿eso de ahí es mi zumo?
Gracie y yo nos miramos fijamente y después a ella.
—No.
Y lo mejor, es que lo hemos dicho a la vez.
—Creo que el tejado se ha vuelto peligroso para ti, papi —añade Gracie en un susurro, mirándome como si me advirtiera con disimulo, pero fracasando evidentemente porque le escuchamos todos.
Judith se carcajea y se sienta junto a su hermano, mientras que Michonne ocupa mi lado, apoyando su cabeza sobre mi hombro. Le tiendo mi vaso de zumo y ella lo acoge entre sus manos, bebiendo de él como si fuera el mayor de sus consuelos.
—Gracias —suspira con sinceridad, haciéndome reír.
Tomando la otra manta de mi mochila y envolviéndonos con ella, los cinco contemplamos como el sol se pone poco a poco en la distancia, sumidos en un agradable y acogedor silencio. Pasados unos largos minutos y calle abajo, atisbo a Daryl cargando a Rok, seguido de Ezekiel, Carol, Rosita y Siddiq, que cargan algunas cestas. Mi hermano nos contempla curioso.
—¿Qué hacéis ahí? ¡Bajad! ¡Hemos traído la cena! —dice mientras Rok nos saluda efusivamente con una gran sonrisa—. Carol se ha empeñado en cocinarnos algo.
—¿Y quién se atreve a decirle que no? —añade el Rey fingiendo un gran temor, por lo que recibe una reprimenda por parte de la mujer.
Todos reímos ante eso mientras empezamos a ponernos de nuevo en pie, dispuestos a bajar de aquí. Doy un último vistazo al horizonte donde el astro rey se esconde cada vez más, con la promesa de que mañana saldrá de nuevo.
De que llegará otro día mejor.
De que podremos seguir.
De que así será.
No voy a mentir.
Las primeras noches que me fui a la cama sin probar un trago, apenas pude pegar ojo. Y Carl fue testigo. Notó las vueltas que daba en la cama intentando dormir, notó como iba al baño a refrescarme porque no dejaba de sudar, notó mis cambios de humor y, por supuesto, notó cómo vomitaba.
Lo notó, porque estuvo siempre ahí conmigo.
Fue difícil y horrible, pero no imposible.
Mi cuerpo se había acostumbrado a la entrada de algo nocivo como un calmante cada noche durante un mes, y arrancar eso de mí bruscamente había tenido sus consecuencias. A pesar de que yo ya sabía cuáles eran, porque lo había visto de pequeño.
Las primeras cuarenta y ocho horas habría deseado que alguien me pegara un tiro en la cabeza. Por comodidad, Michonne y los niños se trasladaron la primera semana a la casa de al lado, junto a Rosita y Siddiq. Y era lo mejor para ellos, porque no era agradable verme así.
Daryl supo cómo tratarme, y es que años después volvía a actuar tal y como tuvo que hacerlo con mi padre y con Merle. Veía en sus ojos como odiaba que la maldición de los Dixon hubiera recaído también sobre mí. Él parecía ser el único que se había salvado, básicamente por el principal hecho de no ser un completo gilipollas.
Supo advertir al resto de cómo deberían actuar, de que no tendrían que tomarse en serio mis cambios de humor y que, por mucho que lo intentara, nadie cediera a mis suplicas. Intentaba comportarme ante la presencia de los niños, aunque se notara mi nerviosismo en el temblor de mis manos o en el sudor que perlaba mi frente día sí y día también. Tenía excusa por el calor del verano a pesar de que este está a punto de terminar, pero los adultos sabían la verdad.
Si antaño ya tenía vigilancia por mi condena, ahora esta se había multiplicado. Tenía prohibida la salida de Alexandria a menos que fuera estrictamente necesario, y eran Daryl y Carl quienes cubrían la mayoría de los turnos, junto a Rosita.
Fue ella quien me encañonó con su arma el último día de la primera semana, cuando estuve a punto de agredir a Daryl, totalmente preso de mis instintos. En ese instante, tomando por el cuello a mi hermano con su espalda pegada a la pared y mi mano alzada en un puño, me di cuenta de lo que estaba haciendo, de la misma forma que me sucedió cuando grité a Gracie aquella vez. Ambos incidentes fueron un detonante.
Ambos hechos hicieron que me diera cuenta de por qué debía seguir por el buen camino y no dar un paso atrás.
Me derrumbé, pidiéndole perdón cientos de veces en menos de un minuto.
Y, por supuesto, Daryl no me guardó rencor. De hecho, fue como si estuviera preparado para ese tipo de reacciones.
A Carl se le hizo algo más difícil verme así, vi en su mirada la impotencia de no poder arrancar de mí todas esas angustiantes sensaciones y lanzarlas lejos, pero con la ayuda de Daryl supo manejar la situación mejor de lo que él mismo esperaba.
A mitad de la segunda semana Michonne y los niños volvieron a casa, y eso me hizo la vida algo más fácil. Porque luché todavía con más ganas por salir del pozo y sentirme unido a todos de nuevo. Porque sentía como si les viera en perspectiva, como si les mirara a través de unos binoculares alejado en una colina, sin pertenecer a ellos.
Eso se acabó.
Siddiq me ofreció la posibilidad de llevar los primeros días de abstinencia con ayuda farmacológica, pero me negué en rotundo. No quería ninguna mierda dañina más en mi cuerpo. Ni alcohol, ni fármacos, ni cigarros.
Y lo hice como sabía.
Me despertaba al amanecer y en la puerta de casa me estaba esperando Rosita con ropa deportiva como la mía. Y entonces echábamos a correr. Recorríamos Alexandria a un ritmo soportable por al menos cuarenta minutos y después nos ejercitábamos con algunas rutinas que Abraham nos enseñó, recordando al hombre con algo de cariño. Cuando el sol salía del todo me iba directo a la ducha, después desayunábamos en familia y me marchaba a la enfermería. Hacía mi parte del trabajo, enseñaba a Judith y cuando terminaba mi jornada, me pasaba con Gracie a visitar a Carl en la herrería, dónde ella se quedaba un rato o me acompañaba a ver a Sombra. Una vez allí la cepillaba y ensillaba, y salía con ellas por los alrededores de la comunidad, siempre bajo el foco de los vigías apostados en los puestos de vigilancia. Una vez a la semana, Betty venía a visitarme, sin fallar. Siendo esta vez más necesario que nunca.
Y cada noche, después de cenar de nuevo en familia, con Carl explicándonos algunas de las ideas que había pensado proponer para Alexandria, nos íbamos a la cama.
Supe que estaba totalmente limpio un mes después, cuando me fui a la cama una noche y al cerrar los ojos, pude dormir en paz.
Dos meses después de la desaparición de Rick Grimes, logré dormir una noche entera sin haber tenido que tomar nada para conseguirlo.
Esa sensación la sentí como algo casi divino.
Podía notar como todos empezábamos a dar pasos adelante. Pocos y muy pequeños, pero estábamos en ello. A excepción de Daryl y Michonne, a quienes les costaba mucho más.
Ver sonreír a Michonne era algo que difícilmente pasaba, solo sucedía cuando hablábamos de su embarazo, cuando le echaba un vistazo en la enfermería, o frente a los niños.
Y Daryl decidió instalarse en el bosque temporalmente, en su propio y pequeño campamento cerca del río. Sabía que eso no era sano, pero Daryl siempre supo manejarse mejor a su aire entre árboles que entre casas. Y se llevó a Rok con él, aunque ambos venían cada semana, por lo que el crío se quedaba unos pocos días con nosotros para que pudiera estar aquí. Daryl sabía que no era bueno para él que se alejara de su familia, pero Cherokee parecía haber adquirido sus gustos y adoraba aprender cosas sobre el bosque tan solo a sus cuatro años.
Me recordaba tanto a mí que siempre me hacía sonreír cuando Daryl me explicaba las cosas que el crío hacía.
En parte, Cherokee y Daryl se sanaban mutuamente sin que ambos se dieran cuenta.
Ahora, después de llevar limpio un mes y dos semanas, solo podía sonreír con ternura y orgullo ante el pensamiento de mi familia.
Lucharía contra todo por Rick, por ellos y por mí.
Me vuelvo hacia Michonne con su carpeta en una mano, asegurándole que todo avanza de maravilla, mientras la observo bajarse de la camilla. No puedo evitar sonreír ante la suave pero algo pronunciada curva que empieza adquirir su vientre y como ella posa una mano sobre él inconscientemente, en una señal de la más pura protección.
—¿Entonces me puedo ir ya? —pregunta arqueando una ceja.
Golpeo la carpeta distraídamente sobre la palma de mí mano y suspiro.
—Hay algo de lo que deberíamos hablar, Michonne.
Su ceño se frunce y me mira con los ojos entrecerrados, como si así pretendiera adivinar que quiero decirle.
Cojo aire y dejo la carpeta sobre el escritorio que compartíamos Siddiq y yo.
—Negan —sentencio. Sus ojos se ponen en blanco y hace ademán de girarse hacia la puerta—. Lleva cuatro años encerrado sin salir de esa celda, Michonne.
Se detiene a mitad de camino y me mira fijamente.
Esta era una conversación que habíamos tenido a lo largo de las últimas semanas y que ella siempre quería evadir por la de problemas y recuerdos que acarrea enfrentarla.
—Viviste lo mismo que yo, sabes por qué está ahí —replica con evidencia.
Resoplo con frustración y pongo ambas manos en mis caderas.
—Sí, lo sé perfectamente. Como también sé que si mientras está en esa celda alguien le mata o consigue quitarse de en medio, se convertirá en lo contrario que queríamos hacer de esto. —Le miro fijamente, con el rostro completamente serio—. También sé que esto ya lo habías hablado antes, pero no conmigo.
Su mandíbula se tensa y agacha ligeramente la cabeza, dando un vistazo a su tripa. Gesto que me provoca un nudo en la garganta.
—Y qué propones.
Levanto la cabeza para encontrarme de lleno con su impaciente mirada que, dada su coraza desde la desaparición de Rick, a veces costaba mantener. Cojo aire una vez más y trago saliva, intentando armarme de una seguridad que no tengo para decir lo que voy a decir.
—Que salga un día a la semana, tan solo unas pocas horas —digo—. Lo suficiente para dar un paseo, hacer algunos trabajos, comer y volver a su celda.
Una risa sarcástica escapa de ella y me mira como si yo hubiera perdido del todo el juicio.
—Eso no puede ser, Áyax. Pides un imposible —responde, queriendo irse de nuevo, pero me aproximo a ella para detenerla con suavidad.
—¡Vamos, Michonne! Eras abogada, tú mejor que nadie sabes que algunos presos merecen una revisión a su condena.
Niega con la cabeza y rasca su frente, comenzando a pasear de un lado a otro de la enfermería con total frustración. Porque sabe que estoy en lo cierto, pero también sabe lo que supone esto que estoy proponiendo.
—No solo lo decido yo. Carl quiere armar un consejo para que todos en Alexandria podamos decidir, ya lo sabes.
Asiento repetidas veces.
—Sí, sí, pero si te pones de mí lado, ya seremos dos voces más a favor de ello. Y va a serme muy sencillo convencer a Carl, dame un par de horas.
Veo como muerde sus labios para reprimir una sonrisa, por lo que me dedica una mala mirada que a mí sí que me hace sonreír.
—¿Y qué quieres? ¿Qué destinemos a alguien para vigilarle? ¿Le ponemos unos grilletes en los tobillos y en las muñecas? —pregunta retóricamente con ironía.
Me yergo en mi sitio, reafirmándome en mi argumento.
—Yo me encargaré de él, de que no se meta en líos —aseguro—. Estará bajo mi responsabilidad. Y si algo malo pasa, no volverá a salir y a mi podéis meterme en la celda con él si queréis.
—A veces tengo ganas.
—Podrás cumplir tu sueño.
Michonne deja caer su cabeza hacia atrás y relaja sus hombros, suspirando con pesadez. Frota sus ojos con ambas manos y clava la vista en el suelo, acariciando su alianza colgada en un collar alrededor de su cuello.
—Gracias a él Gracie está viva, Michonne —insisto en un murmullo—. Y yo también lo estoy. ¿Qué perdemos por intentarlo?
Veo en ella como sabe que tengo razón. Y también como odia que sea así.
—Perdemos y no ganamos nada, de hecho. Más allá de muchos problemas.
—Pero lo estás pensando.
—Eres insufrible.
—Pero me quieres —afirmo sonriente.
Michonne resopla con los ojos en blanco por décimo quinta vez y se cruza de brazos.
—Muchos se van a oponer, la Alianza entera. Maggie, sobre todo.
—Ella ejecutó a Greggory unilateralmente a la Alianza y Daryl alegó que era su comunidad y podía hacer lo que ella quisiera. Yo hablo de salvar a una persona, de darle unas condiciones dignas, antes de que sea demasiado tarde —recalco con seriedad, más que dispuesto a luchar por esto—. Lo necesita, Mich. No te pido que le ayudes a él, sino que me ayudes a mí a mantenerle con vida. Es lo que Rick quería, que pudiéramos hacer las cosas diferentes. Hacerlas mejor.
El silencio se hace tras mis palabras y no estoy muy seguro de habérmela jugado demasiado al sacar la carta de Rick tal vez demasiado pronto. Sé que puede sonar a chantaje, pero en este caso es la realidad. Él también pensó en esto.
Y si el mismo que lo encarceló lo hizo, ¿quiénes éramos nosotros para llevarle la contraria?
Cumplir esto sería continuar en el camino que él inicio para nosotros.
—Una oportunidad, solo una —sentencia—. Un único error y Negan verá la luz del sol a través de una ventana con barrotes el resto de sus días.
Exhalo todo el aire que retenía en mis pulmones casi sin darme cuenta y tomo sus manos en señal de gratitud.
—Gracias, de verdad.
El asomo de una sonrisa nace en sus comisuras.
—No cantes victoria, todavía hemos de estudiar las medidas y proponerlas —advierte, y entonces me mira arqueando las cejas—. Y si sale mal puedes pedirle que te vaya haciendo un hueco en su celda.
Sonrío triunfante a pesar de que no debería adelantarme a los hechos y asiento con seguridad.
—Que así sea.
Fue más que suficiente para empezar.
Los engranajes de Alexandria empezaron a moverse.
¿Generó discusiones? Por supuesto, ya podéis imaginar cuántos se negaron y quienes fueron. ¿Generó también que muchos me dieran la razón? Sorprendentemente sí.
Así que recurrimos a la base en la que el viejo mundo se construyó: la democracia.
Solo que esta vez lo hicimos bien.
Se prepararon argumentos a favor y en contra, se estudiaron medidas y se hicieron propuestas.
Y todo se planteó de forma objetiva a los habitantes de la Alianza, ex Salvadores incluidos.
Se manifestó en todo momento que lo que siempre se buscaría sería el bienestar físico y mental del recluso, no su liberación. Que si lo que queríamos era mantenerle en una celda, pero con vida, este era el camino.
Para mi sorpresa, Michonne estuvo bastante colaborativa al respecto. Supongo que centrarse en el papeleo y volver a su antiguo trabajo le mantuvo la cabeza ocupada.
Y así fue como, un mes después, la propuesta se hizo a la Alianza y al consejo de Alexandria. Consejo creado y diseñado por Carl en honor a su padre, pues él fue el líder de esta nuestra comunidad y ninguno de nosotros jamás estaría a su altura, así que necesitábamos ser varios quienes tomáramos las mejores decisiones a tener en cuenta para nuestro pueblo.
Fue una votación lícita, tanto por parte de Alexandria como por el resto de comunidades. Y aunque la mayoría de pertenecientes a Oceanside y El Santuario votaron en contra, la otra gran mayoría de comunidades, votó a favor.
Casi no me creía que eso fuera cierto.
Sirvió de ejemplo para Maggie, que se negó por supuesto, pero sirvió para mostrarle cómo debían hacerse las cosas.
Y así se hizo.
En nombre de la Alianza, se le concedió a Negan Smith la propuesta aprobada: salir un máximo de cinco horas, un día a la semana en el que Maggie no visitaría Alexandria a su petición, siempre bajo mi compañía, supervisión y responsabilidad.
No lo reconocería ante nadie ni aunque me apuntaran con una pistola, pero cuando le comuniqué a Negan la noticia, se le saltaron las lágrimas y se desmoronó ante mí.
Creo que nadie, nunca, llegaríamos a saber cuán necesario era para él esa simple y pequeña salida a la semana.
Se cumplió a rajatabla, y era casi enternecedor ver cómo, cuarenta minutos antes de su salida, Negan ya estaba completamente vestido, preparado y en pie frente a la puerta de su celda. Era como un perro que empieza a salivar mirando el cuenco vacío según se acerca la hora de su comida.
No voy a mentir, me daba algo de pena esa situación, pero me alegraba ver como su humor cambió drásticamente ante esas salidas, y por ende mejoró de una manera que nadie había imaginado.
Negan se mostraba trabajador y colaborativo. No se metía en líos, no hablaba con nadie a menos que alguien le hablara a él, a excepción de mi persona. Trabajaba arando los huertos durante unas pocas horas, comíamos juntos, paseábamos por la comunidad hasta la herrería, donde cruzaba algunas palabras con Carl, que a cada semana se convertían en conversaciones de más de dos frases, y después volvía a su celda.
En el fondo de mi corazón sentía que estábamos honrando a Rick de la mejor forma que podíamos. Estábamos siguiendo su camino.
Esto era lo que él quería.
Y lo estábamos consiguiendo.
Así fue como pasó el tiempo en el que dejamos atrás los días tan silenciosos y grises en los que su ausencia pesaba como un yunque a nuestras espaldas. Su ausencia seguía siendo notable y seguía doliendo de una forma inimaginable, pero ella misma solo nos motivaba a seguir, a demostrarle que podíamos hacerlo. Y esos días se intercambiaron por avances, por trabajo, por prosperidad e, incluso, a veces por alguna que otra sonrisa.
Esos días se convirtieron en semanas.
Esas semanas, en meses.
Y esos meses, en años.
Y los pedazos de ese Nuevo Mundo que Rick y yo construimos, y que él se había llevado consigo... se empezaron a recomponer.
Seis años después de la desaparición de Rick Grimes.
Se oye ruido fuera de la habitación, en el pasillo de casa, pero no estoy muy segura de lo que es.
De si es un peligro o no.
De si debo actuar o no.
Tampoco sé si debo aproximarme, pero la puerta de mi habitación está entreabierta, así que no dudo demasiado en echar un vistazo. Salgo de la cama, escuchando como la fuerte tormenta azota mi ventana sin piedad en mitad de la madrugada. Las gotas impactan cruelmente contra el cristal como cientos de insectos furiosos que quieren romperlo hasta atravesarlo.
A pasos lentos y cautelosos, me encamino hacia la puerta intentando hacer el menor ruido posible y observo por la ranura. Me llevo las manos a la boca para contener el grito ahogado que pretendía escapar de mí. Mis ojos se abren con asombro y una pequeña gotita de sudor helado recorre mi nuca, causándome un escalofrío.
Hay un desconocido tumbado bocabajo en el suelo en mitad del pasillo de casa, forcejeando contra un tipo que está sobre él. El hombre reducido me mira y forcejea con más fuerza, me mira suplicando piedad, gritando que no suceda lo que siempre está por suceder.
Porque esto ya lo he visto cientos de veces.
El hombre de negro sobre él tira de su pelo para levantarle la cabeza.
Y entonces desliza la hoja de su cuchillo por el cuello del hombre, cortándolo.
Contengo el aliento. La impresión que me causa la sangre saliendo a borbotones me deja congelada. El terror hiela cada músculo de mi cuerpo, dejándome inmóvil.
Soy la siguiente. Si no hago algo, soy la siguiente.
El hombre de negro levanta la cabeza en mi dirección.
No tiene rostro.
Abro los ojos.
—¡Gracie!
Me reclino en la cama de golpe, jadeando en busca del aire que no sabía que me faltaba. El sudor empapa mi frente y mi cuello cuando me siento en el colchón.
Mi padre asoma medio cuerpo por la puerta entreabierta, mirándome de arriba abajo, con el temor grabado a fuego en sus ojos negros. Es increíblemente expresivo con sus ojos a pesar de la negrura de los mismos, podía saber cuándo tenía miedo, cuando está triste o cuando alegre, según el brillo o la oscuridad que va y viene de ellos.
Y ahora, sus ojos estaban apagados.
Y aterrados.
—¿Qué te ocurre? —pregunta alterado—. Tú padre y yo te hemos escuchado gritar desde nuestra habitación. Y lo raro es que nadie más esté despierto.
Sonrío cuando le veo echar un vistazo en dirección hacia las habitaciones de la abuela, de R. J. y de Judith.
—Estoy bien —murmuro, a pesar de que me tiembla la mano que paso por todo el largo de mi pelo hasta la cintura, echándolo hacia el lado izquierdo, dejando a la vista el lado rapado de mi cabeza donde tenía la cicatriz—. Solo era una pesadilla.
Cierra los ojos y suspira con algo de alivio recorriendo su cuerpo.
—Parecía que te asustaba demasiado como para ser tan solo un mal sueño —murmura—. ¿Puedo pasar?
Asiento mientras seco el sudor de mi frente con el borde de mi camiseta vieja de dormir, dejando a la vista la cicatriz del abdomen. Papá traga saliva cuando la ve, como siempre. Él mismo me dijo que no me avergonzara de ellas, y no lo hago, pero sé cuánto odia que existan.
Y lo cierto es que yo también.
Tener una cicatriz enorme a un lado del vientre me incomodaba en ocasiones, intentaba que no me acomplejara su existencia, así que las hice parte de mí tal y cómo había hecho mi padre.
Un incómodo escalofrío me recorre ante el recuerdo de Brady.
No suelo recordarle, pero me pone de mal humor saber que su presencia siempre va a estar ahí mediante mis cicatrices. Me llenaba el cuerpo de rabia reconocerle un lugar en mi vida a ese idiota que me hizo pasar las peores horas de mi vida.
Siempre va a estar ahí, porque fue la primera y única persona a la que maté.
Me aclaro la garganta con una tos y me remuevo ligeramente en mi sitio, viendo como mi padre se sienta a los pies de mi cama, observándome como si yo fuera su mayor tesoro.
Y como si temiera que alguien fuera a robárselo.
—¿Era lo mismo de siempre? —pregunta en voz baja en referencia al sueño, arqueando una ceja con preocupación.
Suspiro con pesadez y vuelvo a asentir, doblando las rodillas bajo las sábanas hasta apoyar mis brazos en ellas. Doy un vistazo a la ventana de mi habitación, por donde ya se cuelan los primeros rayos de sol entre los árboles plagados de hojas marrones y naranjas.
—No sé por qué sueño eso, pero siempre es igual. Nada varía —murmuro con la mirada puesta en la manta que me cubre, dado el recién empezado otoño—. Un tío sin cara se carga a otro que sí que tiene, y que no deja de mirarme. Me mira como si me conociera... y hace que me sienta mal por no reconocerle a él. Por no salir a ayudarle.
Escucho a mi padre tragar saliva, lo que hace que levante la mirada hasta él y, a pesar de que no me mira, sé que el brillo se ha esfumado.
—¿Crees que signifique algo malo de mi pasado? Quizá esa persona... era alguien de mi familia o... no lo sé.
Se encoge de hombros algo tenso y me recuerdo a mí misma que sé lo que le incómoda hablar de mi pasado. No porque crea que no merezco saberlo, sino porque odia perturbarme con cualquier cosa, a pesar de que mi otro padre siempre le reprocha que no debe sobreprotegerme tanto.
Aunque él tampoco se queda precisamente corto.
Le miro y sonrío, en parte porque me sale solo y en parte porque no quiero preocuparle más. Tomo distraídamente un mechón de su pelo, jugando con él, porque cuando me aburría solía hacerlo desde que se lo dejó crecer. No lo tiene como papá antes de que se lo cortara o como el Tío Daryl, pero bastarían unos cuantos meses más para que el pelo le crezca a su misma altura. Ya me había acostumbrado a verle con el pelo algo más largo de lo que siempre lo llevó, ni siquiera es lo suficiente para que pueda recogérselo, pero sí pero que unos cuantos mechones le caigan constantemente sobre los ojos.
Desde que el abuelo desapareció, lo mantiene así.
—No importa, no quiero... saber nada de eso. Sea quien sea, me da igual —afirmo volviendo al tema, segura de mí misma—. Yo os quiero a vosotros, a mi familia.
Al fin aparece una sonrisa en sus labios que borra parte de la preocupación en su rostro, y digo parte porque le conozco y sé que algo de él, en el fondo, seguirá pensando en ello. Pero me gusta verle sonreír, cuando lo hace el brillo vuelve y las cicatrices que cruzan su barba se estiran ligeramente.
Para algunas personas, mirarle a la cara les resulta algo incómodo. Es como si solo pudieran ver de él las cicatrices. Igual que con la cuenca vacía de papá.
Por eso uno se deja crecer ligeramente la barba, para que sean menos notorias. Por eso el otro lleva un parche, para que sea menos visible.
Porque para ambos, las viejas heridas significan dolor y muerte. Un dolor y muerte que yo no he presenciado tanto como ellos. Y quieren que así siga siendo, por eso las cubren.
Pero también significa que están vivos.
Es la razón por lo que a mí no me cuesta mirarles. Porque son las enseñanzas que esta familia me recuerda cada día.
En las que el abuelo creía.
Papá levanta su mano con cuidado y asiento de nuevo, dándole permiso, es entonces cuando coloca un mechón tras mi oreja izquierda. Me gusta que sea cuidadoso y que siempre pida permiso para invadir mi espacio personal o para tocarme.
Pero a la vez me da miedo preguntar de dónde le viene esa enseñanza.
Según me dijo una vez mi otro padre: «él siempre actúa como debería ser».
—Yo también te quiero, mi Blancanieves guerrera —musita sonriente, haciéndome reír. Coge aire como si le costara decir lo que va a decir, y entonces me mira con orgullo—. Feliz cumpleaños, pequeña.
Sus ojos brillan felices y me hacen sonreír, abrazándole con fuerza. Apoyo mi cabeza sobre su hombro y él acaricia mi espalda, dejando un beso sobre mi cabeza.
—Ya no tan pequeña, cumplo catorce —replico con fingida superioridad.
Un suspiro dramático es su respuesta.
—Lo sé, no dejas de crecer... hoy sales por primera vez de expedición... y pronto dirás que no necesitas mi protección ni la de tu padre...
—Papá...
—Y no querrás mis abrazos...
—Papá...
—Y te irás de casa, queriendo volar del nido...
—¡Papá! —replico—. ¡Deja de hacer drama!
Se deja caer de espaldas sobre el colchón en un teatral suspiro más, haciéndome reír sonoramente. Me acerco a él hasta aplastar mi mejilla contra la suya, raspándome la piel con su barba.
—Siempre voy a querer tus abrazos.
Le siento sonreír felizmente contra mi mejilla cuando le abrazo y él me imita, abrazándome de vuelta, pero con una dosis extra de fuerza que me aplasta a propósito, haciéndome reír y forcejear.
—¿Abrazo en familia y no me invitáis?
La voz de papá hace que los dos levantemos la cabeza a la vez. Apoyado en el marco de la puerta y pasando una mano por su pelo corto y algo despeinado, oculta un bostezo para después sonreírnos.
Pasa lo de siempre.
Y es que me encanta como mis padres se miran a los ojos siempre que se ven, como si fuera la primera vez en sus vidas que se encuentran el uno con el otro. Es como si se dijeran telepáticamente: «sí, esta es nuestra vida, al fin lo hemos logrado».
El corazón se me encoge siempre que pienso en ellos como seres sintientes que han vivido lo indecible para llegar donde están.
Todos los humanos merecemos un amor como el suyo.
Suspiro y sonrío.
Y finjo una arcada poniendo los ojos en blanco, que les hace reír con fuerza.
—Feliz cumpleaños, mi vida —dice papá cuando llega a mi altura, antes de dejar un suave beso sobre mi pelo—. Dúchate mientras te preparo el desayuno, con tortitas, solo por hoy.
Alzo los brazos en señal de victoria ante el maravilloso festín que me espera y mi estómago ruje contento.
Todavía tumbado en la cama, mi otro padre frunce el ceño y los labios, haciendo que sus cicatrices se contraigan en un gesto adorable y divertido. De pequeña siempre solía decirle que a veces parecían los bigotes de un gatito.
—¿Y para mí no hay beso ni tortitas?
—Los habrá cuando te lo merezcas —replica papá, atizándole con uno de mis cojines en la cara.
—¡Si no me quieres dímelo! —exclama el otro con la voz ahogada tras el cojín.
Me carcajeo ante sus idioteces sin remedio mientras me desperezo en el colchón, sentándome a orillas del mismo, estirando un pie para alcanzar los calcetines esparcidos por el suelo.
—¿Y por qué no puedo hacerle yo las tortitas? —añade, enarcando una ceja y entrecerrando los ojos después en un gesto que me recuerda a mí misma.
Papá y yo nos miramos fijamente por unos segundos con una mueca consternada. A pesar de tener tan solo un ojo, su mirada desprende esa fuerza Grimes de Judith y del abuelo que grita un «¿de verdad quieres que te responda?».
—Porque quiero que llegue viva a los quince —asegura con obviedad y sin pestañear.
Su marido el dramático abre la boca con fingida ofensa y se lleva una mano al pecho.
—Y porque la última vez que te acercaste a la cocina quemaste el agua que pusiste a hervir —añado yo alzando las cejas en su dirección.
—¡Eso! ¡Matadme entre los dos! —resopla apoyado en sus codos hincados en la cama y poniendo los ojos en blanco—. Casi se quema la pasta que había dentro, no el agua —matiza con soberbia, levantando el dedo índice.
—Eso no es precisamente un argumento a favor —murmuro mientras me pongo un calcetín—. Y no fue «casi», se quemó. Por completo.
Los ojos de papá se entrecierran divertidos y con algo de malicia.
—Mi hija no es un sapo —dice poniéndose en pie, pinchando mi mejilla con su dedo índice repetidas veces, haciéndome reír—. Probablemente Rosita se pase a buscaros por aquí dentro de una hora, por lo que hoy no podrás entrenar, así que ten preparada tus cosas para entonces.
Asiento, todavía sentada en la cama, ocultando un bostezo con el dorso de mi mano. Se aproxima a la ventana y la abre de par en par, observando el cuarto de arriba abajo.
—¡Y recoge esta pocilga! —añade encaminándose hacia la puerta mientras mi otro padre le mira divertido como si pensara que se ha convertido en todo aquello que juró destruir—. El establo de Sombra está mucho más limpio que esta habitación.
—¡Pues me iré a dormir con ella! —grito con una sonrisa viendo cómo se marchan, dejándome sola en mi cuarto.
Y suspiro, dejando caer los hombros con pesadez ante la cama desecha, la ropa y cuadernos esparcidos por el suelo y el escritorio. Chasqueo la lengua y me dejo caer de la misma manera dramática sobre el colchón.
Doy un vistazo a las katanas de mi padre, todavía colgadas en la pared.
Rosita, papá y la abuela habían construido un pequeño gimnasio al aire libre en Alexandria. Nada especial, pero servía para que todos los habitantes pudieran entrenar, ponerse en forma y aprender algo de defensa personal cuerpo a cuerpo o con armas. Los tres se encargaban de las clases a las que Judith, R.J. y yo íbamos, incluido Rok cuando venía de visita. Para nuestra familia es importante que aprendamos a defendernos, así que intento ir mínimo un par de veces a la semana.
Y si bien la terquedad no podía serme hereditaria, sí lo era aprendida. Pues desde pequeña se me había antojado que, en un futuro, esas dos katanas estarían tras mi espalda.
Papá alegaba que no era tarea sencilla y que se necesitaba mucho entrenamiento y disciplina.
Yo repliqué que, si él pudo siendo tan solo un crío, ¿por qué yo no?
La forma en la que arqueó su ceja altiva y esa sonrisilla de suficiencia debieron ser suficiente aviso, pero cometí el error y la soberbia de insistir.
Y cuando mi culo toco el suelo más veces de las que podía soportar mientras él seguía en pie, tan tranquilo y rodando la barra de madera sobre su mano como si nada... me atraganté con el orgullo y entendí que tenía razón.
Por lo visto yo necesitaba darme de frente y con la cabeza contra la pared a pesar de que me estuvieran advirtiendo de la presencia de la misma, para poder ser cien por cien consciente de que, efectivamente, ahí hay una pared.
Suspiro observando ambas armas con algo de frustración.
Y mis labios se curvan en una sonrisa de medio lado.
—Algún día.
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Arrodillado frente al sofá y con Judith a mi derecha, me cruzo de brazos, negando con la cabeza.
—No podemos salvarlo, doctor Dixon, lo siento mucho. El sujeto no revivirá con los rayos de esta gran tormenta sobre nosotros —dice ella fingiendo pesar, con un adorable puchero enmarcando su rostro y señalando la ventana por donde entra la luz de un sol radiante.
Exhalo en profundidad y chasqueo la lengua. Me aguanto la risa junto a Judith cuando veo a R.J. conteniendo su sonrisa, tumbado en el sofá y con los ojos cerrados.
—Hay que acabar con su sufrimiento —sentencio, tomando el cojín tras la cabeza del crío y poniéndolo sobre su cara con cuidado—. Duerme, duerme, no habrá más dolor, duerme...
R.J. estalla a carcajadas junto a su hermana y yo aparto el cojín.
—¡Está vivo, doctora Grimes! ¡Lo hemos conseguido! ¡Es un organismo vivo! —exclamo mientras Judith vitorea y alza los brazos en señal de victoria, con una sonora y ensayada risa malvada.
Desde la cocina Carl rompe a reír negando con la cabeza, observando como jugamos con nuestro hermano pequeño, quien no deja de reír ahora que Judith le somete a un brutal ataque de cosquillas.
Inspiro en profundidad ante la escena, poniéndome en pie y observándola con ambas manos en mi cadera.
«Rick estaría muy orgulloso» pienso analizando al crío con detenimiento. A sus casi seis años, es una calca exacta de Rick y Michonne, una mezcla perfecta. Con su tez morena, sus ojitos castaños y el pelo rizado en unos tonos chocolate de lo más adorables.
Las risas de R.J. resuenan por el salón cuando me lo echo al hombro como si fuera un saco de patatas. Judith se pone en pie riendo y guardando su estetoscopio en una de las cajas que va a llevarse a Hilltop.
Porque a sus recién cumplidos dieciocho años aproximadamente, Judith Grimes había decidido trasladarse a Hilltop una temporada para encargarse de la enfermería de allí, dispuesta a demostrarnos que puede con ello.
Y nadie se atreve a interponerse en el futuro de uno de los Grimes.
Así que se mudaría a la que fue nuestra caravana y se encargaría de la enfermería de la comunidad con la bendición de Tara y Jesús, los encargados de Hilltop desde que Maggie decidió marcharse un tiempo con un Hershel ya entrado en la adolescencia.
Pero si nadie era capaz de interponerse ante los Grimes, imaginaos ante los Rhee.
En parte creo que Maggie lo necesitaba. Distanciarse un poco de todo, me refiero. Y si mal no recuerdo, creo que había entablado contacto con una comunidad lejana que pretendía explorar por sí misma. Así que tomó camino y se ponía en contacto con nosotros mediante cartas que dejaba en puntos en concreto que solo unos pocos sabíamos, para preservar su intimidad y la nuestra.
Judith se recoloca un mechón de su pelo corto hasta los hombros detrás de la oreja, y se alisa su camisa vaquera, propiedad de Rick. Era increíble haber sido testigo de su crecimiento. La conocí cuando tan solo era un bebé en la prisión y ahora veo en ella la increíble mujer adulta que será. En sus facciones jóvenes, pero con rasgos endurecidos, en su pelo oscurecido, en su porte orgulloso.
No sé si realmente será hija biológica de Rick, aunque este tenía la certeza de que no era así, pero yo no podía dejar de verle a él en cada uno de sus hijos.
En Carl.
En Judith.
Y ahora en R.J.
Y según Michonne, ella también lo veía en mí.
El menor de mis hermanos salta prácticamente de mi hombro en cuanto Gracie baja las escaleras de dos en dos hasta el salón, corriendo hacia ella para lanzarse a sus brazos.
—¡Feliz cumpleaños! —grita felizmente en cuanto ella lo levanta sonriente, empezando a besuquear sus mejillas.
—Muchas gracias, renacuajo.
—¡Ya no soy tan pequeño!
Ella asiente convencida y mide la altura con la suya, fingiendo que son casi igual de altos cuando es evidente que el pequeño a penas le llega a la cadera.
—¡Dios míos! ¡Pero sí somos casi iguales! —grita falsamente sorprendida, haciéndole reír.
Entre risas, Judith se aproxima a ella y la abraza con fuerza mientras le felicita, gesto que Gracie le devuelve con sumo cariño. Por supuesto, el cumpleaños de Gracie era una fecha simbólica y aproximada, porque no podíamos saber con certeza que día nació. Sonrío al verle envuelta de este ambiente familiar agradable que habíamos logrado con el tiempo. Adoraba como los tres, junto a Rok cuando se reunían, se querían tantísimo entre ellos que podías notarlo en cada uno de sus gestos y miradas.
Esos cuatro darían la vida por los otros.
Incluido Hershel.
Incluido Henry.
Muy a mi pesar.
Pero haber sido testigo de verles crecer juntos lo sentía como un honor único que solo unos pocos hemos tenido el privilegio de presenciar.
Gracie se remanga su camiseta azul oscuro y da saltitos felices hasta acercarse a uno de los asientos, que rodea la isla central de la cocina, en cuanto ve las tortitas listas que Carl le está preparando. Pasa una de sus manos por su pelo mojado para echarlo hacia su espalda, pues siempre le caía hacia la cara, dejando a la vista el lado rapado de su cabeza.
Igual que lo llevaba Michonne.
Fue interesante ver cómo, lejos de cubrir sus cicatrices, Gracie las empezó a exponer. A mostrarlas al mundo sin temor. Sin importarle quien las viera a pesar de que Carl y yo sabíamos cuánto le acomplejaba la marca en su abdomen, en su ceja y en su cabeza. Así que de repente cambió su perspectiva, dejó de esconderse.
Y cuando Michonne cortó las rastas de un lado de su pelo, a Gracie se le iluminó la mirada y quiso imitarla. Ahora, ese lado mostraba el surco de la recta cicatriz en su cabello rapado, casi como si fuera un corte hecho a propósito con navaja.
Lo reconozco, me encanta ver la mezcla de dulzura y agresividad que es Gracie y cómo lo expresa prácticamente sin darse cuenta. A su manera, veo en ella todo lo bueno que hay en Carl y en mí.
Algo bueno tenía que salir de mí.
Miro al que es dueño de parte de mi vida y corazón, que ahora tiene una competidora por ese puesto, y me sonríe.
Esta es nuestra vida, nuestra familia.
Al fin.
—¿Dónde está la abuela? No la he visto todavía —dice mi hija con la boca llena de un gran pedazo de tortita que está comiendo con las manos.
Muerdo mis labios para no reírme. Esta niña pasa demasiado tiempo con Daryl.
—En el puente —murmura Judith tras un suspiro mientras sigue revisando sus pertenencias, comprobando que esté todo lo que quiere y debe llevarse.
Las cejas de Gracie se arquean y nos mira.
—¿Otra vez?
Suspiro con el mismo pesar de Judith y apoyo mi cadera en la cocina, con mi taza de café en una mano.
—No sé por qué nos sigue sorprendiendo —comento antes de dar un sorbo.
Y es que, si Daryl no había superado la pérdida de Rick, aunque siendo honestos: nadie lo había hecho, Michonne no era menos. Mi hermano se había trasladado definitivamente a su campamento en el bosque, algo que empezó siendo temporal durante su búsqueda se había transformado en algo definitivo durante estos seis años. Siempre supe que obsesionarse de esa forma no sería bueno para él, pero en parte le entendía, porque creo que él también se siente culpable de su pérdida.
Y lo que yo ahogué en alcohol, él lo ahogó perdiéndose entre los árboles a la vera del río.
Los Dixon siempre escapan, es una verdad que he tardado en comprender.
Pero Michonne no era un Dixon en cierta forma, y ella no escapaba, solo iba allí a desahogarse. Pero se cerró en banda. Su carácter entusiasta por la construcción de algo nuevo se apagó, se lo llevó Rick consigo, y la Michonne dura, fuerte y de muros infranqueables que fue en la prisión, había vuelto para quedarse.
Así que salía al menos un par de veces por semana al amanecer, en ocasiones hasta tres, para buscar por los bosques queriendo hallar lo que sea.
Una pista.
Un cuerpo.
Lo que fuera.
Las heridas cerraban, pero esta no.
Esta seguía supurando en todos nosotros. Muchos intentábamos seguir adelante, pero no todos lo habían logrado.
Para mi suerte y mi sorpresa, Carl y yo éramos la excepción. Habíamos logrado levantar Alexandria a pesar de todo y con la ayuda del Consejo. Porque no todos podíamos permitirnos caer para siempre.
No voy a mentir ni a hacerme el fuerte, seguía echando de menos a mi padre cada puñetero día de este mundo, desde hace seis años. Desde mis veinticinco hasta ahora, a mis treinta y uno.
Y, a veces, alguna que otra noche al mes, me sentaba frente al estanque con la excusa de contemplar el cielo en su anochecer y hablaba con él.
Para Michonne era el puente, para mí el estanque.
Lo raro es que no le sentía ahí. Ni en el puente, ni en el estanque, ni en ningún lugar. A diferencia de Hannah, Merle, Abraham, Glenn, Noah o Denisse, entre muchos otros.
Sí, le veía en todos nosotros, en cada paso que dábamos, en cada cosa que construíamos, pero no le sentía.
Era como si una parte de mi supiera con pura certeza que Rick Grimes no estaba muerto. Y sé que Carl también lo siente así.
—Seguramente puedas verla cuando volváis de la expedición a mediodía, antes de que nos marchemos —añado, dejando la taza sobre la encimera.
Gracie asiente y R.J. se sienta a su lado cuando Carl le sirve el desayuno también con tortitas, a lo que alargo la mano para coger una más y mi amado y respetuoso marido me da un manotazo.
—Ya has comido las tuyas.
Entrecierro los ojos.
—¿Cuándo dejaste de quererme? Dímelo ya y no me hagas sufrir más.
Carl se carcajea mientras se sirve su propio café en una taza. Judith deja una pila de cuadernos en la encimera y se pone a revisarlos con el rostro plagado de dudas, a lo que Gracie toma uno al azar y le echa un vistazo, de tal forma que sus cejas se juntan cuando no entiende nada.
Entonces sonríe divertida y se aproxima a R.J.
—¿Quieres reírte? —susurra, a pesar de que le estamos escuchando todos. Carraspea y me mira con gesto inocente—. Papá, por favor, ¿podrías leerme lo que pone aquí?
Carl muerde sus labios para tragarse una risa y yo resoplo.
—Pues claro que puedo —contesto de mala gana, tomando la libreta de sus manos.
Entrecierro los ojos y analizo las letras ante mí, que se difuminan ligeramente. La acerco y después la alejo un poco.
—Puedo sujetarla yo si quieres —comenta Carl desde el otro extremo de la cocina, con una sonrisilla antes de soplar suavemente sobre su humeante taza de café.
—¿Quieres dormir en el sofá el resto de tus días?
Mi marido finge cerrarse la boca con una cremallera invisible y alza su mano libre en señal de rendición. Insisto en leer lo que pone, acercándome la libreta hasta casi meter las narices dentro.
—¡Papá, por Dios, ponte las gafas! —exclama Gracie con obviedad y entre risas cuando R.J. empieza a reír, a lo que le golpeo muy suavemente en el brazo con la libreta.
—Ah no, ni hablar. De eso nada, me niego —respondo dejando el cuaderno sobre la encimera y cruzándome de brazos.
—¿Por qué? ¿Te da miedo ser viejo? —pregunta ella con una sonrisilla inocente y angelical diseñada por el mismísimo Lucifer.
—Tengo treinta y un años, jovencita. Sigo siendo muy joven.
—No si sigues diciendo eso de «jovencita» —asegura enarcando las cejas y con una sonrisa ganadora.
Frunzo el ceño y tenso la mandíbula.
—Castigada, a tu cuarto.
Gracie estalla a carcajadas junto a Judith y yo intento aparentar la autoridad que hace ya mucho tiempo que perdí. No lo reconoceré ni en mil vidas, pero al final me arrepentiré de haber criado a esos dos demonios idénticos a mí. Espero poder salvar a R.J. de sus pérfidas garras.
Carl me observa con esa mirada de «adoras que tengan tú mismo humor de mierda» y odio tener que darle la razón.
—En la enfermería si las llevas —apunta Judith con indiferencia—. ¿Por qué no llevarlas más a menudo? Como aquí, en casa.
—Allí las necesito, aquí no. —Todos me miran arqueando las cejas, incluido R.J. que ya empieza a aprender del efectivo modo Grimes—. ¿Qué? Veo bien sin ellas.
—Miopía y astigmatismo con migrañas como consecuencia, eso dijo Siddiq —señala Judith como reproche—. Tuvimos suerte de encontrarlas en la tienda de aquel pueblo en la última expedición.
Porque quién iba a buscar unas gafas de una graduación similar a la que necesita en mitad del fin del mundo salvo nosotros, ¿no?
Suspiro.
—Con este pelo, barba y gafas me convertiré en la clase de tipo a la que Merle le pegaría una paliza —sentencio asintiendo, dejando la taza ya vacía en el fregadero—. Parezco un profesor de Historia divorciado.
—Pues a mí me gusta cómo te quedan —afirma Carl, recorriéndome de arriba abajo con una de esas miradas suyas que tanto me gustan.
Esbozo media sonrisa mientras nos miramos fijamente.
—¡Puaj! ¡Vais a traumarme sexualmente! —exclama Gracie después de taparle los oídos a R.J., lo que hace que Judith ría ante la mirada de incomprensión del crío.
—¡Mejor! —replico—. Tú serás santa o monja. Lo que sea.
La mirada entrecerrada y asesina de Carl me hace tragar saliva.
—¡Es broma! —advierto, aunque suena más a una disculpa—. Si esta vez somos listos, no construiremos ninguna religión.
Judith ríe con fuerza.
—Que no te oiga el padre Gabriel.
Sonrío con picardía.
—Estará muy ocupado con Rosita —aseguro casi para mí mismo.
Cuando dicen eso de que no puedes asegurar no beber de un agua en concreto, porque el camino es muy largo y puede darte sed, es porque es muy cierto. La vida daba tantas vueltas que a veces podías marearte, y yo casi me caigo de boca cuando Rosita y Gabriel confirmaron su relación hace un mes.
Podía haber esperado mil cosas, pero eso no.
Quién se lo iba a decir a aquel cura que encontramos años atrás aterrorizado sobre una piedra, ¿eh? Y si pensaba que Rosita tenía algo serio con Siddiq, la mujer me demostró que aquello se trataba tan solo de una aventura pasajera de la que al final quedaba una bonita amistad.
Y como si la hubiéramos invocado al hablar de ella, la mencionada aparece por la puerta, cargando de su mochila.
—Hola familia —dice con una sonrisa que nos contagia a todos, pero entonces mira a Gracie con una sonrisa divertida y se aproxima a ella para abrazarla con fuerza—. Felicidades mi pequeña no tan pequeña.
Mi sonrisa se ensancha con cariño cuando las veo, y es que Rosita y Gracie habían hecho muy buenas migas, igual que con Judith.
—¿Estáis listas? —pregunta, dejando la mochila en el suelo. Ambas asienten con firmeza—. Pues preparad vuestras cosas, no tardaremos mucho en irnos.
Y como si eso fuera el disparo que da inicio a una carrera, las dos salen corriendo escaleras arriba mientras R.J. se termina su desayuno. Rosita deja un beso en su cabeza y el crío sonríe.
—Cuida de ellas, ¿vale? —ruega Carl mirándola en un gesto de súplica.
Rosita sonríe con algo de ternura.
—Con mi vida, Carl, lo sabéis.
Exhalo con algo de pesar y juego con la pulsera que Carl me regaló, ligeramente nervioso.
—Todavía no sé ni cómo accedimos a esto, a dejarla marchar en una expedición a sus catorce años —murmuro con la mirada perdida.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Tenerla aquí encerrada para siempre? —dice mi marido observándome. A él también le aterra la idea, pero se le nota menos.
Y en parte, sé que tiene toda la razón.
A su edad Carl y yo habíamos hecho millones de cosas.
Matar personas, por ejemplo.
Eso Gracie también lo hizo.
Trago saliva y carraspeo incómodo.
Nunca me atreví a contárselo a Carl, no podía imaginar cómo podía tomárselo, lo que pensaría. No sé si hice bien o mal, pero habían pasado demasiados años como para dar marcha atrás y cada vez se me hace más difícil contarle que su hija, a sus ocho años, mató a su propio secuestrador para salvarme a mí. Así que, para él, yo era el responsable de haber asesinado a Brady O'Conner y eso debía cargar en mi conciencia y no en la de mi hija.
Y así debía seguir creyéndolo. Menos peso a sus espaldas.
—Lo hará bien —asegura Rosita en un intento por calmarnos—. Está bien entrenada, la he visto. Y es una misión de reconocimiento, algo de exploración, algo de caza... Además, estaremos Eugene, Aaron, Laura y yo, somos más que suficientes. Todo irá bien.
Esa frase nunca me ha inspirado confianza, porque siempre que todo ha podido ir bien, ha salido horriblemente mal.
Todavía me sigue sorprendiendo que Laura, siendo la mano derecha de Mike en El Santuario, haya pasado a ser parte de Alexandria cuando su comunidad se hundió hace un tiempo. Ante la falta de Salvadores que fallecieron en el campamento o bien que desertaron, El Santuario se fue desmoronando poco a poco, siendo imposible de mantener. La tierra se dio totalmente por perdida ante su infertilidad y fue imposible sostenerlo. Ahora, sus habitantes se habían dividido en las tres comunidades restantes, yendo Mike a parar a Hilltop de nuevo. Fue extraño que decidiera volver allí, pues era donde estaba la tumba de Anne, pero en cierta forma creo que es lo que quiere. Estar cerca de ella de alguna forma. Si bien mi antiguo mejor amigo y yo seguíamos sin tener relación a su petición, habíamos pasado a tener un trato cordial desde que me ayudó a recuperar a Gracie, pues ahora sí se permitía visitar Alexandria para ver a su madre y en más de una ocasión me lo había cruzado por las calles. Tan solo me dedicaba un leve levantamiento de barbilla, pero para mí ya significaba un poco. Al menos ya no me odiaba con tanto fervor, tan solo me detestaba.
Algo es algo.
Me sorprendió saber que Mike se había empezado a pasar por el campamento de Daryl, tan solo un par de minutos una vez cada mes y medio o dos meses, donde charlaba con él.
Y en la distancia, daba miradas fugaces hacia Rok, quien nunca se le acercaba.
Rok sabía que ese era su padre, pero había dejado bastante claro no querer saber nada de él. Y, realmente, estaba en su pleno derecho.
Supongo que Mike había empezado a replantearse ciertos aspectos. Supongo que ese mínimo contacto le bastaba.
Para todos era suficiente ver cómo hacía algo más que encerrarse en su dolor.
De nuevo, algo es algo.
Cierro los ojos y suspiro con fuerza, alejando todo temor de mí respecto a la salida de Gracie, pasando ambas manos por mi pelo.
Nunca pensé que me acostumbraría a llevarlo más largo de lo que lo he llevado siempre. Era curioso cómo, a raíz de la desaparición de Rick, todos los afectados profundamente habíamos modificado nuestra estética de alguna u otra forma.
Y ni siquiera ha sido planeado.
Michonne y Gracie se raparon una pequeña sección de su cabeza. Judith se cortó el pelo, igual que Carl muy a mi pesar, aunque estaba irremediablemente guapo con el pelo corto por los lados y algo más largo arriba, de tal forma que algún mechón largo rebelde siempre cae por su rostro por lo que se pasaba la mano por el pelo para apartarlo.
Oh, Dios mío, amaba ese gesto.
Parpadeo cuando mis pensamientos vuelven a la Tierra antes de que se vayan por donde no deben, justo cuando Gracie y Judith bajan por las escaleras con sus respectivas mochilas.
—¿Ya estáis listas? —pregunto, cosa que tardan poco en responder afirmativamente—. Intentad no tardad demasiado si queréis que salgamos pronto hacia el campamento del Tío Daryl. Carol y Henry nos estarán esperando a mitad de camino.
Gracie pone los ojos en blanco y tuerce el gesto en una mueca de hastío.
Y yo sonrío victorioso, intentando disimularlo.
—Gracie... —le regaña Carl ante esa mirada.
—¿Qué? —dice ella inocentemente—. Estoy encantada de que el principito también venga.
Muerdo mis labios para no reírme ante la mirada aniquilante de Carl que ruge un «no le rías las gracias».
—Oh, ¿ya no te gusta que te traiga zumo de manzana? —pregunta Rosita haciendo un puchero ante el que Judith ríe.
Las mejillas de Gracie enrojecen de rabia, la misma que brilla en el azul de sus ojos.
—Para algo bueno que hace —farfulla, recolocándose la mochila sobre el hombro.
—¡Gracie! —vuelve a regañarle Carl.
—¡Vale, vale! ¡Seré buena con él!
—Bueno, tampoco es nece... —Me callo de golpe cuando mi vida corre peligro ante la mirada que Carl me dedica de nuevo y agacho ligeramente la cabeza como un cachorro regañado, intentando apelar a su compasión.
Había dos hechos innegables.
Uno era que a Henry le gustaba Gracie desde que era pequeño, y el pobre no podía ocultarlo, era como un libro abierto con carteles de neón indicándolo.
El otro, que Gracie no soportaba a Henry por razones que todos desconocemos y que siempre me rompo la cabeza en intentar averiguar. Le llamaba «principito» de manera despectiva por ser el hijo del Rey Ezekiel. Aseguraba que era demasiado soñador para este mundo, que podías serlo en justa medida, pero si lo eras demasiado, corrías el riesgo de perderte en esas mismas ensoñaciones y no ver el peligro real que tienes delante.
Y, honestamente, no seré yo quien se lo niegue cuando opino igual.
Pero por otro lado me demostraba que el incidente con Brady había arrancado de ella cualquier pizca de ingenuidad, y eso me aterraba y dolía a partes iguales. También es cierto que tenía el mismo pensamiento racional de Daryl.
Y es que Gracie y él se parecían en muchos aspectos.
—Portaos bien y tened mucho cuidado, ¿de acuerdo? —les indica Carl acercándose a ellas para darles un abrazo a cada una—. Haced caso a todo lo que os digan.
Entonces me mira a mí y me hace una seña con la cabeza.
Judith advierte el gesto de su hermano, toma a R.J. en brazos y le indica a Rosita que le siga para hacer unos últimos recados, lo que hace que solo nos quedemos los tres a solas en la casa.
Sonrío y mi corazón late algo desbocado.
Porque ha llegado el momento.
Gracie me mira curiosa y confundida cuando me acerco a uno de los muebles del salón y de este saco un paquete, que dejo frente a ella en la mesa de madera entre los sofás.
—Todo tuyo, es tu regalo de cumpleaños —digo bajo la gran sonrisa de Carl, quien se coloca a mi lado.
La mirada de nuestra hija se vuelve ilusionada y se aproxima hasta el paquete, arrodillándose ante él, por lo que los dos la imitamos para estar a su misma altura. Gracie abre la caja y contiene el aliento, abriendo los ojos de par.
Que se iluminan en cuanto sostiene mi camisa sin mangas, de cuadros rojos y negros, con nuestro apellido bordado a la espalda.
—¿Qué...? —susurra impactada.
Carraspeo cuando mi garganta y boca se secan, y tomo aire antes de hablar.
—Esa camisa fue de Merle, después de Daryl, y por último mía —digo, sin dejar de mirarla un solo segundo porque quiero grabar este momento para siempre en mi cabeza y en mi corazón—. Daryl me la entregó cuando cumplí tu edad, yo ya la tenía, pero su regalo fue bordar nuestro apellido en la espalda. Cuando la llevaba... me sentía más fuerte, más seguro, más protegido. Hoy es tu primera expedición, y quiero que te sientas así. Él me la entregó y... yo te la entrego a ti, Gracie. Ahora es tu momento de llevarla con el orgullo que yo la he llevado durante años, porque quiero que empieces los catorce recordando quien has sido y serás siempre.
Los ojos de Gracie se han llenado de lágrimas.
Y no me he dado cuenta, pero los míos también.
Porque soy consciente de que este es uno de los momentos más importantes de toda mi vida. Un momento que nunca imaginé vivir, pero que ahora está aquí, frente a mis pupilas.
Carl muerde sus labios, es su manera de intentar guardar la compostura y que de su mirada no broten las lágrimas que está conteniendo. Sabe todo lo que esa camisa ha significado en mi vida y lo que simboliza para mí desprenderme de ella y dársela a mi hija.
Mi hija. Nuestra hija.
Gracie se lanza a abrazarme, quedando la camisa entre ambos, y la estrecho con fuerza entre mis brazos, inspirando su aroma que me llena el alma y mi corazón. Entonces se vuelve hacia Carl con una sonrisa y alargando el brazo, haciendo que se una a nosotros con una sonrisa.
—Gracias, de verdad —susurra—. No podrían existir unos padres mejores para mí.
Y ninguno de los dos responde con palabras, solo con el aumento de fuerza en nuestro abrazo.
Porque sabemos que, si hablamos, nos romperemos de verdad.
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Como un eco que rebota entre los troncos de los árboles, oigo mi nombre ser gritado por Judith, Rosita y Laura. Me giro para mirar con urgencia hacia los agotados y heridos desconocidos, saco la pistola de la funda de mi pierna y apunto a uno de los caminantes que se acercan a nosotros, disparándole una sola bala que entra directa en su cráneo. La sangre sale de este de forma grotesca y el muerto se desploma contra la hierba a unos cuantos metros de nosotros. Apunto hacia el siguiente y disparo.
Disparo.
Y vuelvo a disparar.
Un total de tres caminantes más caen inertes contra el suelo al menos a unos veinte metros de nosotros. Los desconocidos me miran de arriba abajo, jadeando y con cierto asombro.
—¿Tú quién eres? —dice el hombre bajito con el pelo rizado, sorprendido de mi repentina aparición.
—¿Acaso importa? ¡Vamos! —replico. Doy un vistazo a mis espaldas—. Los míos me están buscando, ¿venís o no?
Los caminantes se acercan cada vez más y son demasiados como para que pueda matarlos a todos yo sola sin quedarme sin munición.
—Yo soy Luke —insiste el hombre—. Ellas son Connie y Kelly, son hermanas —dice, señalando a las dos chicas de piel oscura a su lado. Una tiene el pelo rizado mucho más corto que la otra y, mientras Luke habla, le traduce a su hermana en lengua de signos—. Y ellas son Magna y Yumiko, es la que tiene la herida. Iremos contigo, pero estaríamos encantados de conocerte...
Tenso la mandíbula, dando un inquieto vistazo a los muertos. Suspiro y pongo los ojos en blanco.
—Gracie —completo yo su frase inacaba, guardo la pistola en su funda y les doy la espalda echando a andar, recolocándome la camisa de mi padre sobre mi camiseta—. Gracie Dixon-Grimes.
Los ya no tan desconocidos suspiran algo más agradecidos ante mi respuesta, porque al parecer les hace sentir más seguros saber mi nombre. Es una confianza un pelín estúpida, pero no seré yo quien se lo reproche. Al fin y al cabo, tampoco podía dejarles abandonados.
—¡Estoy aquí! —grito, ahuecando mis manos alrededor de mi boca, con los nuevos caminando a toda prisa detrás de mí.
Aaron corre hacia mí con la preocupación acentuándose en su cara en cuanto me ve aparecer entre los árboles.
—¿Estás bien? —pregunta alterado.
—No contestabas, Grace. Nos has dado un susto de muerte —me reprocha Judith, apartando la mano del mango de la espada a su espalda.
El rostro de todos se tuerce en muecas de desconcierto y sorpresa cuando ven a los extraños detrás de mí. Veo en los cuerpos de mis amigos y familiares como la tensión se apodera de ellos, poniéndose en guardia con sutileza.
—Les oí llamar —aclaro, levantando las manos hacia ellos con intención de calmarlos, pero Rosita se adelanta y pone un brazo ante mí torso en un gesto protector, ocultándome ante los nuevos. No sé muy bien para qué, porque les he traído yo. Le miro extrañada e insisto—. Necesitaban ayuda.
—Nuestro sitio... fue invadido... por idos... —explica Luke, apoyándose en uno de los árboles con intención de poder recuperar el aliento, mientras sus compañeras respiran cansadas—. Le debemos la vida a la señorita Dixon.
Miro a mi grupo uno a uno con obviedad y Judith suspira, entregándole su cantimplora de agua a la chica herida: Yumiko, quien tarda pocos segundos en abrirla y beber de ella con un desespero que me contagia. Han debido de pasar una situación demasiado angustiosa.
Rosita nos mira con el reproche y la advertencia brillando en sus pupilas.
—No podemos, lo sabéis —dice en voz baja, dando furtivas miradas hacia los nuevos.
Resoplo con indignación. ¿Cuál era la alternativa? ¿Dejarlos tirados?
Judith parece debatirse mentalmente sobre lo que deberíamos hacer cuando el hombre la interrumpe empezando a hablar.
—Oye... me gustaban las artes culinarias hace tiempo y... con un poco de ayuda podría convertir este animal en un gran osobuco —explica, intentando agradar a los míos, en un acto también desesperado por convencerlos.
—Estofado —responde Eugene, observándole receloso como si el tipo nuevo fuera a robarle el ciervo con el que carga y que hemos logrado cazar momentos atrás—. Hacemos estofado, come mucha más gente.
—¿Acaso sois más? —pregunta la mujer de los tatuajes, Magna, que cargaba con la otra herida.
Eugene aparta la mirada como si creyera haberla fastidiado al hablar.
—Muchos más —afirma Judith mirándoles—. Y hay muros y...
—Jud... —susurro como regaño, dejándole en claro que no debería decir algo así.
—Pero parecen buenas personas, y ella está herida —insiste señalando a Yumiko y a su herida sangrante.
Mis hombros se relajan ante el pesado suspiro que sale de mí cuando analizo detenidamente a los nuevos. Tuve que aprender a las malas que no todos son buenas personas aunque lo parezcan, pero Judith tenía mucha más fe en el ser humano que yo, así que en quien confiaba ciegamente, es en ella.
Las ramas crujen por dónde hemos venido corriendo y todos miramos en esa dirección a la vez. La presencia de los muertos no tarda en aparecer así que todos nos ponemos en guardia. Coloco mi mano en el mango de mi cuchillo, enfundado en mi cinturón y forjado por mi padre para mí como regalo de cumpleaños. Laura y Eugene sacan sus cuchillos y, con cierta confianza en sí mismo y tras dejar al ciervo en el suelo, este último elimina al primer caminante que se le aproxima, al siguiente y al último que queda. Ni siquiera ha hecho falta que Laura actúe.
—Aún vendrán más —informa Rosita a todos los presentes entrecerrando los ojos hacia el horizonte—. Hay que salir de aquí.
—Necesitan comida y medicinas —dice Judith señalando a los nuevos tras su espalda cuando se gira hacia el grupo. El silencio se hace después de sus palabras. Aaron mira a Rosita y esta agacha ligeramente la cabeza—. Si no van yo tampoco.
—Jud —murmuro mirándola con los ojos abiertos de par en par, queriendo que recapacite.
Ella se reafirma en sus argumentos irguiéndose en su postura, de una forma que me trae un recuerdo lejano del abuelo, cuando enderezaba su espalda siempre que se mantenía firme y recto en sus decisiones.
Miro a nuestro grupo frunciendo el ceño y mis ojos van a parar a mi camisa cuando aparto la mirada. La acaricio entre mis dedos, sintiendo su tacto suave en la tela algo desgastada con el paso del tiempo, y doy un vistazo a Judith, levantado la cabeza.
—Y si ella no viene, yo tampoco —aseguro mirándoles.
Rosita resopla resignada. Observo como todos se miran entre ellos sin saber muy bien qué hacer. Aaron asiente con decisión.
—Vamos —dice con un gesto de cabeza, a lo que Luke responde agradecido.
La tensión desaparece de mis hombros cuando los nuevos se recomponen y empiezan a caminar por delante de nosotros, con Aaron, Laura y Eugene en la retaguardia, tras una mirada resignada y orgullosa de Rosita hacia nosotras.
Judith me mira y yo le miro a ella.
Y las dos sonreímos a la vez.
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Afianzo con fuerza las riendas de Sombra para atarlas bien al carro, asegurándome de que no van a soltarse. Palmeo su lomo con cariño y esta cabecea, haciendo que las cuerdas se sacudan. Acaricio su cuello rascándolo mientras miro de soslayo las nuevas puertas de Alexandria cada dos por tres, mordiendo el interior de mi mejilla. Suspiro pesaroso y agacho ligeramente la cabeza.
—Maldita sea, Áyax, la cría estará bien. Deja de preocuparte.
Giro la cabeza hacia Negan entrecerrando los ojos con hastío ante su réplica, la misma de la última media hora.
—Es normal que esté preocupado, ¿vale? Es su primera expedición —me excuso, acercándome hasta él para ayudarle a cargar con las cajas de Judith, así como con su equipaje y el nuestro, que era más escaso en diferencia, pues al fin y al cabo Gracie y yo tan solo íbamos a tardar unos días.
Negan niega con la cabeza, dejando en la parte trasera del carro la caja de madera cargada de cuadernos en los que Judith copió y anotó lo importante de todos los libros de la enfermería a lo largo de estos años. Me mira fijamente como si no creyera una mierda de mi aparente y fingida tranquilidad.
Es Negan, no me voy a molestar en disimular lo mucho que me conoce.
Analizo su aspecto, percatándome de que los años pasan para todos. Atrás quedó el negro de su pelo que relucía cuando Los Salvadores estaban en su máximo apogeo, ahora este y su barba son toda una mezcolanza de grises claros y oscuros, además del blanco de las canas. Su delgadez extrema ha cambiado radicalmente, pues ahora se alimentaba como debía y, si bien no podía presumir de una esbelta musculatura (cosa que tampoco quiso hacer nunca), al menos ya no se le marcaban las costillas. Las ojeras en sus cuencas habían disminuido considerablemente, fruto de su vida distinta en estos seis largos años. La reforma a su condena que aceptó la Alianza había funcionado perfectamente, el rendimiento de Negan fue el esperado y esto hizo que últimamente insistiera con aumentar algo el tiempo, o reducirlo y dividirlo en dos días diferentes. Lo que fuera con tal de salir algo más.
Pero no me atrevía a tensar tanto la cuerda, la paciencia de Michonne no me lo permitía.
Negan había dejado de hacerse daño, de intentar huir con formas mucho más letales. Eso era lo que me importaba.
Lo malo y como consecuencia directa, era que su humor de mierda había vuelto.
—Además, Gracie ha sacado tu lado psicópata, sabe defenderse muy bien sola —dice arqueando las cejas, refiriéndose a lo de Brady. Le aniquilo de tal forma con una sola mirada que levanta las manos como si en las mías hubiera un arma encañonándole—. Calma, tigre, tan solo bromeaba.
Un gruñido es mi respuesta antes de que tome una de las mochilas y la deje en el carro. Me enderezo como un palo en cuanto escucho las puertas de Alexandria abrirse lentamente, dándome cuenta de que muchos vecinos también han salido al encuentro. Mi mirada vuela a mis espaldas cuando escucho pasos rápidos, comprobando que Carl, quien venía por el camino de la herrería, ha acelerado su marcha al ver lo mismo que todos.
Pues nuestra hija y hermana habían vuelto con el grupo.
Y un puñado de desconocidos.
Camino hacia ellos flanqueado por Negan y Carl, aunque el primero camina con nosotros algo receloso, sin saber si puede participar en esto.
Rosita hace un gesto con la mano indicándome que me acerque.
—Hay otra en la carreta —me informa—. Con un golpe en la cabeza. Consciente.
Asiento.
—Está bien, que la lleven a la enfermería, Siddiq cubrirá mi puesto en mi ausencia. Podrá encargarse —digo, dando un vistazo a dos de nuestros vecinos, que no dudan en acercarse hasta la parte trasera del carro que el grupo había traído y ayudar a la herida a bajar.
—Yo voy con ella —asegura una mujer de pelo rizado y la piel expuesta cubierta de tatuajes.
Pero Carl da un par de pasos, deteniéndola.
—Me temo que eso no puede ser.
Mis ojos vuelan hacia Gracie y Judith, comprobando que estén sanas y salvas. Frunzo el ceño cuando las veo observar la escena algo acongojadas, como si fueran las responsables de esto.
Y conozco demasiado a mi hija y a mi hermana como para saber que estoy en lo cierto.
Los cascos de un caballo se hacen presentes entre las puertas abiertas de la comunidad. Michonne ralentiza el trote del animal hasta que lo detiene del todo, presenciando la escena frente a ella con extrañeza. El guardia de la puerta la cierra y una de nuestras vecinas encargada de los establos, toma al animal por las riendas cuando nuestra madre se baja del caballo.
Suspiro ante la seriedad que contrae cada músculo de su rostro.
Esto no le va a gustar.
—¿Me decís que es esto? —pregunta, mirándonos a Carl y a mí.
—Eso quisiera yo saber —añado, dando un vistazo a Gracie y otro a Judith.
Carl exhala y pone ambas manos en sus caderas.
—Cinco extraños, limpios. Una va a la enfermería —informa, encogiéndose de hombros, dando a entender que esa es toda la información que sabe.
Michonne les analiza exhaustivamente con la mirada como si puediera ver más allá que cualquiera de nosotros, incluso cacheando a la mujer tatuada, quien le mira con cierto destello de soberbia que no me gusta nada.
—¿Todos limpios? ¿Estais seguros? —insiste, sin despegar la vista del grupo.
—Del todo —asegura Eugene—. Están indefensos y desarmados. Entregaron sus armas voluntariamente y se sometieron al cacheo estándar.
—Y qué hacen aquí —añade ella con obviedad.
—Por mi culpa —dice Aaron agachando la mirada, esperando una reprimenda por su acción.
—Tú no puedes decidirlo —replica Michonne.
El silencio se hace en la entrada de la comunidad y sucede algo que nadie espera.
—Lo decidimos nosotras —sentencia Gracie cabizbaja, a lo que Judith traga saliva tras un suspiro pesado.
Cierro los ojos unos segundos y me cruzo de brazos.
Ahí está, sabía que estaban involcuradas de alguna forma.
—Necesitaban ayuda —alega nuestra hermana, señalando a los recién llegados con la mirada.
Michonne le mira con sorpresa, como si no esperara que, después de decirle a alguien en cientos de ocasiones que tuviera cuidado, este hiciera justo lo contrario.
—Judith...
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —inquiere Gracie dando un paso al frente, mirándonos a Carl y a mí como si buscara un atisbo de enfado o aprobación en nuestros ojos.
—Conocéis las reglas.
—Pero ya están aquí. Y una está malherida —dice nuestra hija, esperando que eso sea un argumento suficiente—. Creasteis un Consejo en homenaje al abuelo para decidir las cosas, ¿no? Esta debería ser una de esas cosas que se deciden ahí.
Arqueando las cejas, miro a Carl y me doy cuenta de que él ya me estaba mirando a mí. Los dos intentamos contener una sonrisa rebosante de orgullo, como el que desprenden nuestras miradas.
—Pronto anochecerá —dice Gabriel, llamando la atención de todos los presentes—. Mañana a primera hora propondremos una votación al consejo.
Sin demasiado disimulo, Gracie y Judith se miran con sonrisillas triunfantes.
—Vale —acepta Michonne con algo de resignación y sarcasmo—. Pero encerradlos.
Algunos obedecen su orden y se llevan a los nuevos consigo. Miro a Carl y a Negan y este último sonríe.
—En mi celda no hay sitio —asegura convencido.
Niego con la cabeza ante su idiotez.
—Y tú —espeta Michonne con dureza hacia él—. Tu tiempo fuera ha terminado, andando.
El hombre pone los ojos en blanco y suspira, haciendo un saludo militar. A lo que Michonne se lleva la mano al mango de su espada y Negan levanta los brazos, rindiéndose. Sonrío en una mueca mal disimulada y me despido de él cuando la mujer se lo lleva con cierto enfado en sus facciones. Y mi cabeza y la de Carl se giran hacia las niñas, puede que ya no tan niñas.
Las dos se encogen de hombros prácticamente a la vez.
—Tú defensa ha estado bien, pero las normas están para algo, Gracie —dice Carl hacia nuestra hija, mientras yo le observo apoyando un brazo en una de las ruedas traseras del carro. Después mira a Judith—. Y se supone que de las dos tú eres la adulta.
—¡Eh!
Carl arquea su ceja visible y Gracie se enfurruña de brazos cruzados, resoplando de tal forma que uno de esos largos mechones negros que constantemente caen por su rostro se mueve.
—Vas a irte a vivir a Hilltop, Judith. Demuéstrame que puedo confiar en que serás más cuidadosa y no tan ingenua, solo para que todos podamos estar más tranquilos —añade él a modo de regaño.
Judith resopla y se quita su espada, dejándola en la parte trasera del carro, ignorando a su hermano.
—¿Puedes hacer el favor de responderme?
Esta alza la vista al cielo, dejando su mochila en un golpe seco y sonoro tras el carro.
—¿Y qué habrías hecho tú? ¡Adelante, Carl, ilumíname con tu sabiduría! —replica con enfado, cruzándose de brazos hacia él.
Alzo las cejas y doy un pequeño paso atrás. Lo que me hace gracia, aunque no lo muestro, es que Gracie ha hecho lo mismo.
En este mundo había normas básicas de supervivencia: una era luchar contra los muertos, la otra; temer a los vivos, y la última: cuando los hermanos Grimes discuten, tú no te metes en medio.
Si sigues las dos primeras es sencillo mantenerte con vida. Si fallas en la tercera, no tanto.
Carl suspira con pesadez, de tal manera que sus fuertes hombros se relajan. No va a reconocer jamás que no tiene nada que responder, porque sé que él habría hecho lo mismo en su situación.
Porque son hermanos.
Pasa una mano por su pelo con algo de frustración y, tras un largo suspiro, pinza el puente de su nariz. Ese gesto me hace sonreír con cierta melancolía.
—Solo me preocupo por ti, ¿vale? Quiero que entiendas que no todo el mundo que te encuentres ahí fuera... será una buena persona —dice, tragando saliva.
El temor en su mirada brilla con presencia y comprendo por qué. Tras perder a Rick, Carl se había vuelto más sobreprotector de lo normal. Y no solo conmigo o con Gracie, si no también con Judith, R.J. y Michonne.
Podía entenderle. La desaparición de Rick nos había vuelto vulnerables, fue un recordatorio de que todos, sin excepción, podíamos caer. Y el hecho de ver cómo su hermana pequeña se marchaba, en cierta forma imitando el mismo camino que él y yo emprendimos años atrás, le hacía mantenerse con la guardia alta. Bajo su amparo podía protegernos, estando lejos, era una tarea mucho más complicada.
Judith le mira y, tras unos segundos de silencio, asiente más tranquila.
—Lo sé. Tendré cuidado, te lo prometo.
Puedo ver la tensión escapando de su cuerpo y una mirada de agradecimiento por su parte. Pongo una mano sobre el hombro de Judith en un gesto fraternal, dedicándole una comprensiva mirada.
—Revisad vuestras cosas por si os habéis olvidado algo, nos marchamos ya mismo. Henry y Carol deben estar cerca del punto de encuentro —informo.
Las dos asienten, empezando a dejar las cosas que traían en el carro, así como comprobar que nada les falte. Y yo me giro hacia Carl con una sonrisa algo triste.
—Solo serán un par días fuera —murmura entre risas ante mi gesto.
—Y te echaré de menos cada una de sus horas.
Carl se carcajea ante mis palabras, contagiándome su risa. Le abrazo sin dudar un segundo, llenando mis pulmones del perfume de su piel que lleva tantos años de vida acompañándome. Pasará el tiempo y estar entre sus brazos seguirá siendo mi lugar favorito, donde encajo a la perfección. Pego su frente a la mía y, cuando hago eso, es él quien tarda pocos segundos en unir nuestros labios en un casto y sencillo beso, aunque para mí se asemeja a rozar el cielo con la punta de mis dedos.
—Oh, ¡por Dios! ¿Es que no podéis estar un momento sin estar juntos?
La pregunta de Gracie hace que riamos, rompiendo el beso, pero sin separarnos.
—En absoluto, lo comprenderás cuando tengas pareja —afirma Carl con una radiante sonrisa cuando me mira.
—Pero tampoco tengas mucha prisa en comprobarlo —me apresuro a decir, con lo que me gano un suave toque del hombre a mi lado.
Gracie pone los ojos en blanco y Judith se carcajea. Vuelvo mi vista a Carl y sonrío.
—Te echaré de menos —musito en un puchero adorable con el que consigo hacerle reír.
—Y yo a ti, cielo —dice, dejando un beso en mi frente y otro sobre mis labios—. Te quiero, tened cuidado, por favor.
Asiento.
—Te cedo mi voto para la reunión de mañana, sé que harás lo que creas mejor para todos.
Para nosotros, el Consejo es algo importante. Era como una versión mejorada de las tres preguntas de Rick Grimes. Era nuestro homenaje a él, «al valiente hombre del puente» como decía Judith cuando le contaba historias sobre él a R.J.
Carl sonríe agradecido por mi confianza.
—Así será.
Asiento sonriente una vez más y, con unas fuerzas que no sé de dónde logro sacar, me separo de él y me dirijo hasta el carro, dónde Gracie y Judith me hacen un hueco para que pueda conducirlo. A lo lejos y a paso ligero, Michonne vuelve por donde se ha ido pero esta vez sin cargar con la espada. Judith baja de un salto desde su asiento y la mujer se aproxima, esta vez con una sincera sonrisa, para darle un fuerte abrazo.
—No podía dejar que os fuerais sin despedirme —aclara.
Gracie apoya su brazo en el respaldo al girarse para verles mejor, descansando su barbilla en el mismo.
—Os echaré de menos —asegura Judith—. Pero intentaré pasarme por aquí en cuanto pueda.
Michonne asiente, acariciando los brazos de ella con ambas manos y todo su afecto.
—Estoy muy orgullosa de ti —dice. Coge aire y tose, aclarándose la garganta—. Y sé que él también lo estaría.
No hace falta que lo diga, por el silencio que entre todos se genera, sabemos a quién se está refiriendo.
—Eso intento —susurra Judith.
Parpadea para disipar unas lágrimas que no alcanzo a ver y entonces vuelven a abrazarse.
—Va, no quiero retrasaros más.
Judith asiente y vuelve a subir a su sitio. Carl se acerca a nosotros y apoya un pie en la rueda delantera del carro, para impulsarse y dar un beso de despedida a Gracie y otro a nuestra hermana.
—Id con cuidado, niñas. Y ya sabéis, no le dejéis comer nada dulce antes de las doce —dice con suficiencia.
—¡Eh, idiota! —mascullo frunciendo el ceño, haciendo reír a los cuatro.
Carl hace un gesto con la mano para que el guardia nos abra las puertas y tiro de las riendas, haciendo que Sombra empiece a caminar. Las niñas y yo nos despedimos de Carl y Michonne con una mano y ellos nos devuelven el gesto con cariño.
Y con una gran sonrisa, sujeto con fuerza las riendas de Sombra, mirando hacia el camino que nos aguarda, en dirección al campamento de Daryl y Rok.
De haber sabido que esta sería la última vez que pisaría Alexandria en un largo tiempo, habría mirado atrás unos segundos más.
Por suerte, no hace demasiado que Henry y Carol nos esperan en el punto de encuentro en mitad del camino, por lo que no nos hemos retrasado tanto como creía. Así que después de que el chico felicite a Gracie por su cumpleaños y esta ponga los ojos en blanco, decidimos centrarnos en establecer la ruta.
—¿El camino hacia Hilltop no está más atrás? —pregunta el chico, mirándonos a Carol y a mí—. Creí que Earl me estaba esperando hoy.
Carol nos comentó que Henry quería ser aprendiz de herrero para poder ayudar a nuestras comunidades y a El Reino, a lo que Carl sugirió que primero pasara un tiempo con Earl y después se estableciera en Alexandria, dónde él mismo también le enseñaría lo necesario.
Quiere ganarse a uno de los suegros.
Me trago un gruñido que simulo aclarándome la garganta.
Odio al monstruo con todas mis fuerzas.
—No vamos a Hilltop, no todavía —respondo cuando recupero la normalidad—. Antes vamos a hacerle una visita a mi hermano y a mi sobrino.
Carol asiente satisfecha ante esa idea, pues no solo fue mía si no también de ella. Porque los dos nos habíamos propuesto sacar a Daryl y a Cherokee de ese campamento para que volvieran a la vida normal de una vez por todas. Lo necesitaban.
Y si Judith y Henry iban a vivir en Hilltop temporalmente... ¿Quién mejor que él para echarles un vistazo?
Decidimos reanudar el camino, esta vez en forma de caravana, con el carro de Carol y el chico delante nuestro. Pero pasan pocos segundos antes de que se detenga por completo.
—¡Socorro!
Tiro de las riendas de Sombra para detener nuestro carro también. Las chicas giran sus cabezas hacia mi con sorpresa, como si quisieran comprobar que no solo lo han escuchado ellas.
—¡Auxilio!
No, efectivamente, eso lo hemos oído todos. Henry baja del carro, tomando su bastón como arma a la vez que Judith baja también.
—No, Jud, espera —dice Gracie apresurada, observando a su tía hacerse con su espada.
—¡Hay alguien ahí que necesita ayuda! —dice, mirándonos con incredulidad, antes de echar a correr junto a Henry.
—¿Es que no recuerdas lo que te ha dicho mi padre? —grita Gracie bajando del carro.
Y lo que me cabrea, es que tiene razón.
—¡Henry, para! —grita Carol.
La mujer y yo nos miramos apretando los dientes, para bajar de los dos carros también, tomando nuestras armas de los mismos. Salimos corriendo tras los pasos de Judith y Henry, que se adentran por un callejón entre lo que parece una zona industrial abandonada.
—¡Dejadla! —exclama el chico justo en el momento en el que llegamos, pues un par de hombres parecen forcejear contra una mujer.
Y mi cuerpo se tensa cuando reconozco quienes son, porque la mujer se aparta de ellos y nos apunta, revelando así sus rostros.
—Mi héroe... —responde en tono burlón.
Tenso la mandíbula con rabia al ver a Regina junto a tres antiguos Salvadores más, quienes fueron expulsados del campamento durante las obras del puente.
«Oh, joder, el tiempo había pasado para todos» pienso, analizando su desaliñado y sucio aspecto.
—¡Suéltalo! —replica Carol iracunda, tensando la cuerda de su arco mientras yo llevo mi mano derecha al mango de mi espada, poniéndome ante Gracie y Judith para protegerlas con mi cuerpo—. Que lo sueltes.
La puerta a nuestra espalda, metálica y corredera, se desliza para abrirse. Los cinco giramos nuestras cabezas de golpe en esa dirección. Contengo el aliento, el pulso en mis sienes late con fuerza cuando aprieto los dientes todavía más.
—Bueno, nunca se me han dado bien las mates, pero seguro que somos más que vosotros —asegura un hombre, acompañado de casi una decena más.
—A mi se me da muy bien la biología —gruño, desenvainando la espada—. Y sé perfectamente que un cuerpo humano no puede sobrevivir sin su cabeza.
El ex Salvador sonríe con cinismo, con la superioridad de quien tiene la sartén por el mango.
—¿Y sin tu hija puedes vivir? —inquiere, dando un vistazo al tejado a nuestra izquierda, dónde un tipo se asoma, apuntando a Gracie tras de mí.
A pesar de que me tenso en mi sitio y me antepongo a mi hija, ella no retrocede ni un solo paso, con la mirada fija en el tipo del tejado y la mano sobre el arma en la funda de su pierna.
Una sonrisa interna puede conmigo.
Esa es mi chica.
Carol baja su arco y yo relajo el brazo, dejando que la punta de la espada toque el suelo. Levanto la barbilla ante el lento y victorioso caminar del Salvador que en su día me acusó de haber matado a Justin.
—Vaya, si es la jefa —dice con sorna, refiriéndose a Carol y a su mandato temporal en Los Salvadores en la delegación del puente.
La mujer y yo nos miramos con el mismo destello de rabia e impotencia en los ojos. Envaino nuevamente mi espada y los dos suspiramos.
Nos apuntan con sus armas, obligándonos a caminar hacia la explanada entre los bajos edificios donde nos hemos detenido, reteniéndonos mientras se llevan las cosas de nuestros carros. El hombre llama con un silbido a sus compañeros, que al parecer estaban esperándolos escondidos unos cuantos metros más atrás. Un carro con cajas y un par de bidones de gasolina en su parte trasera, tirado por caminantes encapuchados, aparece doblando la esquina y frunzo el ceño ante ese dantesco invento.
—No te sientas mal, no podías hacer nada —le dice Regina a Carol, apuntándola, mientras su líder inspecciona la comida y las cosas que llevábamos en los vehículos—. Os vimos a casi dos kilómetros.
—Bueno, lamento las molestias —empieza a decir el tipo, jugando con la cerilla entre sus labios, mirándonos a Carol y a mí—. Esto no es lo mío, pero la vida es muy dura desde que El Santuario se hundió. Esto es lo único que nos queda. Teníamos más caballos, pero... estábamos hambrientos.
Gracie, Judith y Henry se miran entre ellos con una mezcla entre asombro e incredulidad.
Si supieran que Carol y yo hemos llegado a comer perros...
—Pudisteis ir a alguna de las comunidades —digo, dejando en claro que esta no era su única opción.
Y que, si viven de esta forma, es porque así lo quieren.
El ex Salvador se quita la cerilla de entre los dientes, soltando una risotada.
—Eso tampoco es lo mío —afirma, haciendo reír a los suyos mientras vuelve a colocarse el fósforo entre los labios. Con las manos en ambos bolsillos se acerca a nosotros y mira a Carol—. Oye, tú me perdonaste la vida así que voy a tener la misma cortesía, conservaréis los caballos y la vida. Hasta puedes quedarte tu maldito palo —añade, dando un puntapié al palo de Henry, haciéndolo caer.
Gracie resopla, en lo que parece una risa sarcástica. Le doy un vistazo de advertencia que decide ignorar y el ex Salvador le mira arqueando una ceja, invitándola a hablar.
—¿Se supone que debemos darte las gracias? —inquiere ella cruzada de brazos.
Cierro los ojos unos segundos.
Mierda, ahora sabía lo que debió de pasar Daryl conmigo a su edad.
—Pues... sí, estaría genial —afirma él, y entonces me mira a mí—. Adelante, dame las gracias.
Sonrío.
Otro con aires de Negan que jamás le llegaría a la suela del zapato.
Aprieto los dientes y ensancho mi tensa sonrisa.
—Gracias —siseo.
—Y tu alianza, dámela —dice, dando un vistazo al anillo en mi dedo anular izquierdo—. Es bonita, será un buen homenaje a Justin. Le encantaría estar viendo esto.
No puedo ocultar el gruñido que escapa de mí cuando la rabia me golpea en el estómago convirtiéndolo en un nudo. Inspiro y espiro para calmarme. Puedo ver la tensión creciendo en Gracie, Judith y Henry, pero Carol y yo intentamos mantener la calma.
Chasqueo la lengua y, con una risita irónica, me quito la alianza.
—¿Papá? —exclama Gracie sorprendida.
Y se la entrego a ese hijo de puta.
El hombre asiente complacido y Gracie me mira con la indignación reluciendo en el azul de sus grandes ojos, como si no pudiera creer lo que está viendo.
—Tienes que aprender a obedecer, guapita —dice ese cabronazo, posando unos segundos su dedo índice bajo la barbilla de Gracie, levantándola.
Voy a arrancar cada parte de su cuerpo.
Y antes de que tan si quiera actúe, Henry levanta el palo con la punta de sus botas, lo toma en el aire y atiza al hombre en su pierna, doblándolo, y después contra su estómago.
Empieza a caerme bien.
Pero Regina patea al chico contra el suelo, Judith desenvaina su espada y la posa sobre el cuello de otro cabronazo y Gracie desenfunda su arma, más que dispuesta a volarle la cabeza a Regina.
Es ahí cuando lo veo en sus ojos.
La misma mirada que tuvo al matar a Brady.
Ese fulgor que me hace saber que está apunto de apretar el gatillo sin dudar y que no va a arrepentirse un solo segundo en hacerlo.
Eso, y que por mucho que intente esconderlo, Henry no le cae tan mal como nos hace creer.
Pues a pesar de que nos están apuntando a Judith, a Carol y a mí, ella ha elegido encañonar a la mujer que retiene a Henry.
—¡Vale, basta, se acabó! —exclamo, alzando las manos lentamente—. Ya tienes nuestras cosas y mi alianza. Largaos de una vez.
—Sí, marchaos, esto no tiene porque acabar peor —dice Carol entre dientes, agachándose junto a Henry.
No me hace falta comprobar la rabia y el odio que destilan los ojos de la mujer, porque la conozco.
Porque es la misma que supura por cada poro de mi piel.
El tenso momento se acaba cuando el ex Salvador ríe en señal afirmativa, alzando sus manos también, ordenando a los suyos que bajen las armas. Dedico una mirada fulminante a Gracie y a Judith para que hagan lo mismo y, a pesar de que lo hacen con reticencia, finalmente obedecen. Es cuestión de minutos que nos quedemos a solas, con el imperioso silencio reinando a nuestros alrededores. Carol y yo nos miramos, exhalando con pesar a la vez. Me aproximo a Henry y le ofrezco la mano, ayudándole a levantarse, cosa que acepta con agradecimiento y firmeza.
Era lo menos que podía hacer.
Camino hacia nuestros carros saqueados y compruebo que han dejado pocas cosas, porque lo que realmente se han llevado es la comida y algo de ropa. Al fin y al cabo, de qué iban a servirles unos cuantos cuadernos. Me aproximo hasta Sombra para ver que esté bien y, obviamente lo está. A pesar de que ya es una yegua totalmente adulta, su carácter no se había templado del todo y algunas situaciones podían estresarla. Por suerte, este no había sido el caso.
Oigo a Gracie reír con asombro y me giro hacia ella.
—No me lo puedo creer —dice mirándome de pies a cabeza.
—El qué —inquiero cabreado y cruzándome de brazos.
—¡No has hecho nada! —exclama abriendo los brazos, señalando el camino por dónde se acaban de ir, mirándonos a Carol y a mí—. Toda mi vida escuchando vuestras grandes hazañas y cuando un puñado de idiotas nos intentan saquear os asustáis y se lo dais todo. ¡Hasta la alianza que te hizo papá!
El silencio se hace, y únicamente me dedico a contemplarla.
Viendo en ella una versión edulcorada de mi yo de catorce años.
—Tiene razón, siempre nos lo habéis enseñado. Está el bien y el mal, y hay que luchar contra eso último —espeta Henry con enfado, mirando hacia su madre.
—¿Qué es lo que ha pasado desde entonces? —pregunta Judith en un murmullo incrédulo, secundando la postura de ambos.
Oigo el suspiro de Carol llegar hasta a mí. Me mira, y después a ellos.
—Vosotros —dice con firmeza—. Algún día lo entenderéis.
Carraspeo y observo a Gracie.
—Todavía no lo has hecho, ¿verdad? —pregunto, frunciendo el ceño. Sus ojos me miran confusos y su rostro se contrae en una mueca de incomprensión—. ¡Vuestras vidas valen más que un puñado de comida, ropa y una alianza, Gracie!
Salvo el eco de mis palabras, nada más se oye. Doy un par de pasos hasta llegar a su altura y le miro fijamente.
—Han golpeado a Henry y encañonado a Judith porque tú no has sabido cerrar la boca en el momento adecuado —continúo—. Cuando hay vidas en juego, y si sabes que no puedes ganar esa pelea, tienes que callar y obedecer porque hay más vidas aparte de la tuya. Sé que es una mierda tragarse el orgullo, pero si otras personas están en peligro, ¡lo haces! —Veo como aprieta los dientes y agacha la mirada, cruzándose de brazos. Entonces miro a Henry—. Y tú aplícate lo mismo, has puesto en riesgo a tu madre por querer salvarla a ella. No os hagáis los héroes. Nadie quiere héroes porque el cementerio está lleno de ellos.
Miro a Judith con el mismo enfado y decepción.
—Prefiero obediencia y vida, que heroicidad en una tumba —sentencio en un gruñido, dándome media vuelta hacia el carro.
Y con Carol siguiendo mis pasos, los tres se ven obligados a obedecer en el más absoluto silencio. Me subo al carro intentando serenarme y que mi cabeza no piense en lo que acaba de ocurrir, dispuesto a buscar algún lugar en el que acampar y pasar la noche a salvo.
Antes de que la ira contenida me haga estallar en busca de esos hijos de puta.
El cielo despejado y plagado de estrellas es lo único que mis ojos ven entre las copas de los árboles. Hoy es una de esas noches sin luna, en las que esta parece esconderse para no ver lo que sabe que está por venir. Me incorporo, sentándome sobre la tela en la que estaba estirado al lado de la fogata, junto a Carol. Los chicos dormían en los carros y ella y yo habíamos decidido turnarnos para hacer guardia, por si a esos cabrones les apetecía volver.
Froto mis ojos y paso una mano por mi pelo, con la mirada perdida en el pequeño fuego que crepita delante de mí, abrasando y consumiendo la madera que lo alimenta. El olor de la leña quemada invade el cálido ambiente a pesar del frescor de la noche. Doy un vistazo más, asegurándome de que Henry, Judith y Gracie están dormidos y, efectivamente, lo están. Henry dormía en el carro de Carol, y Gracie y Judith en el nuestro, la una junto a la otra, tapadas con una tela que esos perros habían tenido la cortesía de dejar.
—¿Quieres que vayamos ya? —dice la mujer estirada a tan solo un metro de mí, con la mirada clavada en el cielo tal y cómo yo estaba hace unos minutos.
Le miro fijamente y ella me devuelve la mirada.
—Sí —sentencio—. No creo que vayan a notar nuestra ausencia.
Carol asiente y se pone en pie a la vez que yo.
Tomo mi espada. Ella su arco.
Pasamos con cautela la cuerda con latas que rodea el pequeño perímetro que hemos creado entre los carros y árboles junto a los caballos, que sirven para advertirnos si los caminantes se acercan.
Andamos tan solo cinco minutos a través del bosque a un paso estándar hasta llegar a la no tan deshabitada zona de esta tarde. Señalo el carro tirado por caminantes a las puertas del bajo edificio derruido y Carol asiente cuando ve los bidones de gasolina.
No hace falta decir nada, no hace falta emitir sonidos para hablar.
La mujer se aproxima a estos y coge uno de ellos, por lo que no dudo en imitarla. Con extremado sigilo, vertimos el combustible alrededor del edificio y tan solo unos metros en el interior.
Los suficientes, como para que alcancen las piernas del líder y de un par de hombres más. La madera en el interior del edificio sería su perdición.
Carol toma la cerilla de entre los labios del ex Salvador y me la tiende.
Sonrío.
Y raspo la cabeza de la larga cerilla contra la suela de mi bota para encenderla.
—Espera —susurra el hombre cuando despierta abruptamente, acojonado.
—No hay nada a lo que esperar —sisea entre dientes Carol a mi lado—. La comida nos la consiguió nuestra gente, trabajando duro, esforzándose. Gente que un día salió y no volvió.
—Y la alianza... —murmuro. Esbozo una media sonrisa algo diabólica—. La alianza es algo que mi marido hizo especialmente para mí. Y si por una pulsera que me regaló a los catorce años fui capaz de adentrarme en las entrañas de El Santuario sin que os dierais cuenta, cuando todos allí me queríais muerto... ¿Qué no haría por nuestro anillo?
El ex Salvador traga saliva, mete la mano en su bolsillo y saca mi alianza, lanzándola a mis pies, como si creyera que por devolvérmela todo está solucionado.
—Tu creías en las segundas oportunidades, por eso pudimos trabajar juntos un tiempo —dice levantando las manos hacia mí, intentando apelar a mi sentido común.
—Creía —sentencio—. En el tiempo pasado de la palabra está la clave.
—Has pegado a mi hijo —añade Carol con superioridad.
—Y te has atrevido a rozar a mi hija —gruño, bajando ligeramente la cabeza.
—¡Os juro que no volveréis a vernos!
Carol y yo nos miramos unos segundos.
Y sonreímos.
—Lo sabemos —sentencio en un siseo—. Oh, y... por supuesto que yo estuve involucrado en la muerte de Justin. Murió como vosotros: suplicando clemencia.
Y, sin dudar un solo segundo, dejo caer la cerilla.
Es cuestión de milésimas que el fuego prenda la gasolina, empezando a recorrer el camino marcado por la misma, devorando a esos pobres diablos que comienzan a gritar al ser despertados de su sueño de la forma más horrible posible.
Tomo la alianza a mis pies y, con el cada vez más creciente fuego a nuestras espaldas, Carol y yo echamos a caminar de vuelta al campamento junto a nuestra familia, con la calma de quien nada teme.
Porque una cosa era no actuar cuando teníamos mucho que perder.
Pero otra muy diferente, era desaprovechar la oportunidad de aguardar al momento exacto y hacer aquello que hacíamos siempre.
Ganar.
El sol alcanza su cénit cuando tan solo estamos a unos cuantos metros de llegar al campamento, en este lento y agradable camino desde que nos hemos despertado. Judith iba en la parte trasera del carro, echando un vistazo a sus apuntes, pues siempre le ha gustado dedicar un tiempo al día para estudiar. En cambio, Gracie se ha pasado pensativa medio viaje y si ha visto de nuevo la alianza en mi dedo, no ha comentado nada al respecto. Empiezo a pensar que quizá me pasé ayer, pero en el fondo sé que lo hice por su bien, por su propia seguridad.
Me gusta su carácter y cómo este a la vez puede mezclarse con su dulzura y razón, aprendida del lado Grimes, estoy seguro, pero no era agradable ver en ella las mismas cosas que odiaba de mí mismo. Por mucho que haya llegado vivo a dónde estoy ahora.
La amargura se borra de su rostro en cuanto aparecemos por la entrada del campamento y detengo a Sombra tirando suavemente de sus riendas. Se pone en pie con una gran sonrisa.
—¡Rok! —grita con las manos alrededor de su boca para proyectar mejor su voz.
El chico levanta la cabeza de la mesa de trabajo, en la que parece estar enfrascado con algo, y entonces sonríe.
—¡Gracie! ¡Judith! ¡Tío Áyax! —exclama con alegría, bajando de la caja en la que está sentado y saliendo disparado hacia nosotros.
Gracie salta del carro y corre a su encuentro, chocando juntos en un fuerte abrazo en el que ella lo coge entre sus brazos y los dos comienzan a forcejear entre risas. Carol, Judith y yo les observamos con una sonrisa, a lo que Henry atiende a la escena con cara de circunstancia ante semejante muestra de cariño tan extraña. Me acerco hacia ellos paulatinamente mientras la mujer a mis espaldas asegura a los caballos. Cuando Gracie deja de tomar a su primo por el cuello con el codo en una llave ilegal en al menos unos cuantos países y los dos caen al suelo entre risas, Cherokee «Rok» Dixon viene hacia mí y yo lo atrapo en el aire, sonriente.
—¡Os he echado de menos! —dice feliz con la cabeza bocabajo cuando me lo echo al hombro, haciendo que su pelo dorado atado en una trenza algo despeinada caiga también junto a sus brazos.
—Y yo también a ti, chaval —aseguro, palmeando su espalda, abrazándole con fuerza.
Mira a la mujer y al chico que se aproximan hacia nosotros junto a Judith y gira la cabeza intentando comprender.
—A vosotros también Judith, Carol y... chico extraño que no conozco.
Río junto a Gracie, dejándolo en el suelo.
—Encantado, soy Henry —dice este, extendiendo su mano para saludarle.
Rok le mira de arriba abajo frunciendo el ceño y coge su mano con un par de dedos, como si no supiera muy bien que debe hacer con ella, mirándonos a Gracie y a mí.
Muerdo mis labios para no largarme a reír.
—Te está saludando —digo. Tomo su mano y la coloco correctamente, estrechándola y devolviéndole el saludo a Henry, que mira al crío con asombro—. ¿Ves? Así.
Cherokee abre ligeramente sus ojos verdes y asiente con lentitud y un largo «ah».
—Hola Henry, yo soy Cherokee. Todos mis amigos me llaman Rok. Tú no eres mi amigo, pero también te dejo que me llames así si quieres.
Adoro a este crío.
Gracie intenta no reírse, igual que luchan Judith y Carol por no hacerlo ante la cara de estupefacción de Henry.
—Perdónale, es muy... directo —excusa Carol ante la incapacidad del crío por tener filtro alguno.
Tiene diez años y seis se los ha pasado en el bosque con Daryl, ¿qué esperabais?
—¿Dónde está el Tío Daryl? —pregunta Judith dando una rápida mirada al campamento.
Echo un vistazo a la vera del río, dónde está una pequeña barca sin arreglar atada a un poste junto a un árbol en el que está apoyada la moto de mi hermano. Unos metros más a la izquierda, unas cuantas pieles para curtir, extendidas con cuerdas y troncos, y la mesa improvisada con cajas y pedazos de madera frente a la que Rok estaba sentado. Al lado de esta misma, algo grande tapado con un gran pedazo de tela. Frente a ello y más cerca de nosotros, una hoguera con un par de grandes troncos rodeándola. Unos metros a la izquierda estaba la tienda donde Daryl y el crío dormían, así como todas sus cosas. Todo sobre un lecho de hojas marrones y naranjas que crujen a nuestros pies, que se entremezclan dejando una bonita estampa, dando un aire acogedor al campamento.
Pero mi hermano no estaba por ningún lado, ni rastro de él.
—Ha ido a buscar leña para la hoguera, ya nos hacía falta —dice Rok, echando a caminar hacia la mesa donde estaba, invitándonos a pasar por el que es su hogar—. Podéis desatar a los caballos, tengo cuerda para hacerles un cercado, pero primero deberían beber algo y pastar.
Sonrío viendo al niño desenvolverse con soltura, encantado con nuestra presencia.
Si yo hubiera vivido desde mi infancia en un bosque con Daryl, estoy seguro de que sería exactamente como Rok.
Judith obedece los consejos del crío y, acompañada de Carol, se aproxima a los carros para desatar ambos caballos.
—¿Tu padre te deja solo en el bosque? —inquiere Henry desconcertado.
—Ah, no, no estoy solo —responde encogiéndose de hombros tan tranquilo. Se lleva los dedos a la boca y silba con fuerza—. ¡Perro!
—Ya lo estaba echando de menos —asegura Gracie cuando lo ve venir.
El animal corre hacia nosotros saliendo de entre la espesura del bosque, acercándose a Rok con una felicidad rebosante que demuestra moviendo la cola. El gran mestizo de pastor alemán jadea por la carrera y deja a los pies del chico un pedazo de la mano de un caminante.
Henry observa con sorpresa el trozo muerto, pretendiendo disimular.
—Tranquilo, principito, yo te salvo —comenta Gracie con sarcasmo tomando el pedazo, sacudiéndolo ante el rostro del chico, que da un paso atrás, y lanzándolo al fuego después.
Me trago una carcajada porque sé que, si Carl estuviera aquí, me pegaría.
—¿Las trampas se siguen llenando? —pregunto.
—Buen chico —murmura Rok acariciando al perro para después mirarme a mí—. Sí, cada vez más. No sé por qué.
Suspiro y niego con la cabeza, viendo como mi hija y mi sobrino empiezan a jugar con el animal acariciándolo entre los dos con ambas manos. El perro jadea sentado y feliz ante las muestras de cariño, con la lengua colgando hacia un lado.
—No es bueno que sigáis aquí fuera, Rok. Cada vez se vuelve más peligroso —digo poniendo las manos en mis caderas.
El chico se encoge de hombros.
—Estamos bien, sabemos mantener a los caminantes a raya. Las trampas ayudan y Perro también —explica con tranquilidad. El animal intenta apoyarse con ambas patas en el pecho del chico, pero Rok da un paso atrás, tragándose un quejido de dolor.
—¿Estás bien? —pregunta Gracie con preocupación en su voz.
—Sí, sí, es solo que es muy fuerte. Si se pone de pie podría ser más alto que yo —responde, bromeando.
Pero es mentira, porque si algo era Rok, es alto.
A sus diez años aparentaba unos pocos más dada su altura, pues Gracie le sacaba tan solo una cabeza.
Sé que Mike es alto, y por lo que recuerdo Anne era algo más alta que él, así que estaba claro que Rok iba a serlo también.
Pero había algo más detrás de ese gesto de dolor que ha intentado ocultar.
Gracie me mira extrañada y yo frunzo el ceño unos segundos, llamando al perro para que venga conmigo, hincando una rodilla en el suelo.
—Así que tienes un perro llamado Perro —comenta Henry, todavía asimilando esta extraña realidad que le rodea, cuando Carol y Judith se aproximan a nosotros tras dejar a los animales pastando con calma.
—Bueno, ellos lo llaman Perro, pero es testarudo y protestón, así que yo le llamo «Merle» —afirmo, recibiendo un lametón del animal en la mejilla.
Por supuesto, Henry no puede entender la broma, pero el resto de mi familia sí.
—Muy gracioso.
La voz de Daryl a mis espaldas hace que me ponga en pie con una gran sonrisa.
—¡Tío Daryl! —exclama Gracie con alegría, corriendo hacia él.
Una pequeña sonrisa se esboza en su rostro cuando recibe su abrazo, dejando en el suelo la bolsa de tela cargada de leña y pequeños troncos, que llevaba al hombro sobre su poncho. Su sonrisa se ensancha al percatarse de que Gracie lleva nuestra camisa.
—Felicidades, pequeña.
La sonrisa de Gracie se vuelve mayor ante eso en agradecimiento. Por supuesto, los siguientes minutos pasan siendo saludos y abrazos, pues Carol hacía tiempo que no le veía a pesar de que, como yo, también venía de vez en cuando a hacerle una visita, solo que con menos frecuencia. Yo venía cada dos semanas, si no era él quien traía a Rok a Alexandria para que pasara unos días con nosotros.
Siento un pellizco en el pecho cuando le veo mirar a Judith con cierta fascinación, asombrado supongo de la mujer en la que se está convirtiendo cuando esta le explica que va a Hilltop para encargarse de la enfermería. Y lo siento, porque la observa como si viera a Rick en ella.
Y puedo entenderle a la perfección.
Daryl deja los troncos cerca de la hoguera, añadiendo un par más para que el fuego no se apague del todo y limpia sus manos sacudiéndolas en sus pantalones. Mira a Rok con un destello de picardía y después a Gracie y a mí.
—¿Qué ocurre? —inquiero enarcando una ceja.
Mi hermano se aproxima a la mesa en la que Rok está, saludando al animal a los pies del crío y a este, dejando un beso en su cabeza, y después va hacia el enorme bulto de tela.
—Verás, como es el cumpleaños de Gracie queríamos regalarle algo. Nos ha llevado unos cuantos meses de trabajo y todavía no está terminada, pero... —dice, agarrando la tela con ambas manos y tirando de ella.
Dejando al descubierto una moto.
Mis ojos se abren de par en par y Gracie se lleva las manos a la boca con sorpresa.
—¿Mi propia moto? —grita casi sin voz.
De no haber sido porque Carol me ha aferrado por el brazo derecho, me habría caído de espaldas.
—¡Oh Dios mío! ¡Mi propia moto! —Gracie corre y salta hacia su tío, abrazándole y deshaciéndose en besos y palabras de agradecimiento a las que este responde siempre con una pequeña sonrisa, pasando a hacer lo mismo con Rok.
Por cómo Judith se aguanta la risa, he debido de perder unos diez tonos de color en mi piel probablemente.
—La encontramos tirada en un pueblo, estaba algo rota, pero hemos podido ir consiguiendo piezas de otras motos—explica Rok, enseñándole a Gracie cada una de las piezas de ese monstruo asesina-hijas de dos ruedas—. Todavía falta arreglar el asiento.
—Sí, pero con el ciervo de ayer tendremos piel de sobra para rematar los acabados que faltan —aclara mi hermano, señalando las pieles extendidas que tiene para curtir cerca de la mesa. Camina hacia nosotros para admirar su obra en la distancia. «Yo sí que te voy a rematar» pienso en un gruñido interno que hace temblar al monstruo—. ¿Qué te parece, Áyax?
No sé si es el mundo el que tiembla o soy yo.
—Cumple catorce años, Daryl —escupo entre dientes, mirándole con la cabeza ligeramente agachada —. ¿Qué te ha hecho creer que regalarle una moto era una buena idea?
—Tú también aprendiste a conducirlas.
—A los dieciséis.
Mentira.
—¿Seguro?
Inspiro y espiro, cerrando los ojos para intentar calmarme.
—No, Gracie, bájate —le ordeno, viéndola subida en ella, observándola con fascinación junto a Judith y Henry, que se han acercado hasta allí—. Las motos son peligrosas, además consumen gasolina, lo que cada vez es un bien más escaso y eso significa que podría dejarte tirada por ahí. Es decir, otro peligro más.
Daryl se cruza de brazos a mi lado, analizando la moto de arriba abajo.
—Esta no, es diésel, como la mía —matiza—. Lo que significa que a la larga podríais crear vuestro propio combustible.
—De hecho, ya lo hacemos para los generadores eléctricos de las comunidades —añade Carol.
No dudo en asesinar con la mirada a los dos a la vez.
—¡Venga, papá! Puede serme práctica para cuando la necesite —dice Gracie, haciendo un puchero adorable con el que pone ojitos inocentes, intentando convencerme.
Y cuando soy consciente de que cuento con un as bajo la manga, sonrío victorioso.
—No solo yo debo de tomar esa decisión —digo, encogiéndome de hombros fingiendo no poder hacer nada más al respecto.
A Gracie se le borra la sonrisa de un plumazo en cuanto recuerda la existencia de Carl como su padre también. Resopla desganada y se cruza de brazos.
Sabe que no va a hacer falta ni preguntarle.
Para mi sorpresa, Daryl sonríe.
—Oye, Grace... ¿qué te parece si, mientras tanto, la arreglamos los tres juntos? Todavía queda trabajo por hacer —inquiere.
Y entonces me doy cuenta.
Ese era su regalo desde el principio.
Daryl no quería regalarle únicamente una moto a Gracie, Daryl quería regalarle la experiencia de construir su propia moto, con sus propias manos.
Daryl quería regalarle a Gracie un momento.
Algo de lo que aprender, algo que recordar.
Porque Daryl hacía con Gracie y con Rok lo que en su día no pudo hacer conmigo cuando era un crío.
Mi hija grita encantada con la propuesta, alzando sus brazos con alegría en una señal triunfante. Mi hermano se cruza de brazos y me sonríe.
Y yo le sonrío a él.
—Gracias —susurro.
Este se encoge de hombros, diciendo «no es nada» con la mirada.
A ella le regalaba un momento entre tío y sobrina, a mi otro entre hermanos.
Tras este momento de genuina felicidad al ver a mi hija entusiasmada con un proyecto, Carol ordena a Henry y a Judith que le ayuden con el cercado, tomando la cuerda que Rok le tiende y, entonces, advierto como mi hermano mira a su hijo con gesto preocupado.
Frunzo el ceño y le observo.
—¿Todo bien?
Daryl traga saliva. Con disimulo pone una mano sobre mi hombro y me encamina hacia su tienda, donde empieza a rebuscar entre las cajas algunas flechas que añadir a su ballesta. Carraspea y me mira.
—Cherokee no está bien —dice en un murmullo, asegurándose de que ninguno pueda oírnos. Pues Gracie y Rok están inspeccionando la moto con el perro junto a ellos y Carol se ha llevado a los otros dos. Le miro sin comprender, dando un vistazo al crío—. Las vendas le hacen daño, pero se niega a quitárselas.
Contengo el aliento y aprieto la mandíbula, agachando ligeramente la cabeza. Exhalo profundamente cuando comprendo lo que sus palabras significan.
—Le digo que debería, al menos para dormir, pero no me hace caso —añade.
Ahora entendía el gesto de antes, el quejido que se ha callado.
Vuelvo a mirar hacia Rok, que parece distraído con su sonrisa feliz.
—Ni viviendo en el bosque durante años puede uno librarse de esas mierdas —mascullo, ayudando a mi hermano a tensar una de las cuerdas de la ballesta—. ¿Cuándo se las empezó a poner?
—Hace un par de meses —responde cabizbajo. Odio ver cómo se culpa de esto—. Al principio no le eché cuentas, porque si eso le hacía sentirse mejor no iba a ser yo quién le dijera nada, pero si se hace daño... no lo sé. Tan solo quiero que entienda que está bien siendo quién es, y que no debería importarle si su apariencia no encaja con lo que él ve en el resto de chicos. Nada de eso importa, salvo quién eres.
Una pequeña y melancólica sonrisa curva mis labios.
—Eres quién eres, ¿no?
Daryl levanta la mirada hasta encontrar la mía y, después de reconocer la frase, suspira.
Trago saliva y carraspeo, aclarándome la garganta.
—Está bien, hablaré con él. Le echaré un vistazo si me deja, para intentar poner remedio a lo que se haya hecho —le aseguro, viendo la tensión escapar de sus hombros con cierto alivio.
Y, tras asegurarme que Carol, Gracie y él van a salir en busca de algo más que cazar aparte de la carne de ciervo que ya tienen, miro hacia Rok. Me encamino a él, dispuesto a hacer todo lo que esté en mi mano.
Porque un día le prometí que siempre me tendría ahí.
Y así iba a ser.
Con calma e indiferencia, mientras observo a Judith y a Henry en la lejanía sacando de las cajas lo necesario para empezar a preparar la carne del ciervo, me acerco a la vera del río dónde Rok parecía intentar arreglar la barca de troncos que Daryl había estado construyendo. Agachado ante ella, levanta la cabeza y me dedica una sonrisa mientras desenrolla la cuerda entre sus manos para poder unir los troncos.
—¿Te ayudo? —ofrezco, sentándome a su lado.
Rok asiente agradecido. Tomo de la caja una de las herramientas que Carl hizo para ellos y corto la cuerda necesaria.
—He... estado hablando con mi hermano —digo como si nada, sintiendo como Rok detiene sus acciones y se queda quieto—. Me ha dicho que te has hecho daño, ¿quieres que te eche un vistazo?
Se encoge de hombros y niega con la cabeza, pero para mí no pasa inadvertido como ahora aprieta la cuerda alrededor del tronco con algo más de fuerza y tensión que antes. Como si su padre le hubiera traicionado por contármelo.
—Oye... solo quiero ayudarte.
—Estoy bien —dice acto seguido, casi sin dejarme acabar.
Suspiro profundamente y dejo lo que estaba haciendo para mirarle, mordiendo el interior de mi mejilla algo pensativo.
Sabía que ir directamente no era la mejor manera, pero no estoy muy seguro de cómo abordar el tema sin que su primera reacción sea esta. Así que apoyo mis codos en mis rodillas y juego con la cuerda entre mis manos, dándome cuenta de que ya ni siquiera le presta demasiada atención a lo que está haciendo, como si se hubiera perdido entre sus propios pensamientos.
—¿Te acuerdas del Tío Rick?
El crío levanta la cabeza, observándome extrañado ante esa repentina pregunta, a la que asiente en respuesta.
—No todo lo que me gustaría, pero sí. Cuando se quedaba con Gracie, Judith y yo porque vosotros no estabais, jugábamos a muchas cosas con él. Me enseñó a leer —reconoce con ternura, haciéndome sonreír—. Me gusta pensar en él a veces.
—¿Por qué? —inquiero, genuinamente sorprendido ante esa confesión.
Rok traga saliva, sin estar muy seguro de si debe decir lo que va a decir.
—Todos parecíais más felices cuando estaba él. Sobre todo papá.
Agacho la mirada unos segundos, terminando por cerrar los ojos.
Joder, ha sido un daño directo.
Pero tiene toda la razón.
—Y lo éramos —corroboro, porque de nada sirve mentirle sobre algo de lo que él mismo se ha dado cuenta—. Como a ti, también nos enseñó muchas cosas mientras estuvo con nosotros.
Rok frunce el ceño. En el verde de sus ojos se mezclan la curiosidad y el asombro.
—¿Cómo qué?
Me hace sonreír su forma de preguntarlo, porque no ha perdido un ápice de inocencia infantil a pesar de todo lo que ha vivido y lo ha dicho con la clara intriga de querer saber más.
Entonces le miro a los ojos.
—A querernos como somos —sentencio—. Porque somos quienes somos, con nuestras imperfecciones, nuestras cosas buenas y malas. Y no por ello somos menos dignos que otros.
Parpadea sin despegar su mirada de la mía. Un suspiro escapa de sus labios temblorosos.
—¿Me dejas verlo?
Traga saliva y muerde sus labios, asintiendo, en un gesto que adoro y que me hace sonreír.
«Nuestro pequeño Dixon» pienso con cariño.
Da un vistazo hacia Judith y Henry a lo lejos, quienes están bastante fuera de nuestro campo de visión, lo que le hace suspirar de nuevo aliviado al saber que no pueden verle. Con cuidado y lentitud en sus gestos, se quita su raída camiseta negra, antaño mía.
Contengo el aliento al ver los vendajes que comprimen su pecho con excesiva fuerza, porque solo a simple vista ya veo las rozaduras que estos hacen en su piel, irritándola. Me acerco con cautela para explorarla.
—¿Puedo? —inquiero, levantando mis manos, demostrándole mi intención de apartar tan solo un poco el vendaje para poder analizarlo con más visibilidad—. No voy a quitarlo, ¿vale?
Asiente sin mirarme.
Con extrema precaución y como si Rok fuera a romperse entre mis manos en cualquier momento, aparto un poco de vendaje, tragando saliva al ver las heridas de su piel. Exhalo con pesar al ver algunas zonas enrojecidas y con leves tonos morados.
—¿Por qué los llevas, Rok?
Abre la boca para decir algo, pero tartamudea el principio de una frase que no termina por decir.
—Esto no... —Carraspea cuando sus ojos se inundan de lágrimas. Aprieta los dientes y agacha la cabeza, con ambas manos en sus vendajes—. Esto no debería ser mío.
Tenso la mandíbula cuando considero la idea de que alguien le haya dicho algo al respecto, porque un niño que se cría en un bosque con su padre, aprendiendo sobre la vida sin condicionamientos de ningún tipo, no tendría por qué pensar así.
Porque hasta ahora, no lo había hecho.
Aunque también puede que lo haya hecho como una imitación, por un intento de parecerse más a aquello con lo que se identifica, como hacía de pequeño.
Pero no quiero ahondar en ello, porque lo que importa no es eso.
Si no hacerle entender que está equivocado.
Con el dedo índice de mi mano derecha levanto su barbilla para que me mire a los ojos y, a pesar de que pretende serme esquivo con ellos, termina por hacerlo.
—¿Y qué debería ser tuyo según tú, Rok? —pregunto de manera retórica, captando su atención—. ¿Hay una ley escrita en piedra por ahí que dictamina lo que debe serlo y lo que no sin excepciones? ¿Quién lo dice exactamente?
El crío frunce el ceño ligeramente y mira hacia al río, algo confuso. Toma su camiseta de nuevo y dejo que se la ponga.
—Es... el mundo, ¿no?
—¿Ah sí? ¿El mundo te dice cómo debes de ser? ¿Y le haces caso sin importar lo que tu quieras realmente? —añado, viéndole tragar saliva—. En el mundo de antes puede que sí, Rok. Y tuviste la suerte de no conocerlo. Había toda clase de normas estúpidas, impuestas por gente todavía más estúpida. Y lo entiendo, los seres humanos necesitamos asignar nombres a las cosas para comprenderlas. Necesitamos clasificarlas. Pero eso no deja de ser un invento nuestro, y no significa que por ello tenga que ser correcto. La gente y el mundo no tienen por qué ser como nosotros creemos. Hace veinte años no creía que este podía acabarse tal y cómo lo conocía. Y sin embargo pasó, así que eso fue la prueba de que no debía tener nada por seguro.
Rok me escucha con total atención, como si mis palabras le descubrieran posibilidades nuevas que nunca había contemplado.
—Ahora tenemos la oportunidad de hacer las cosas diferentes —aseguro—. Y tú puedes ser parte de eso, sentar tus propias bases.
—¿Ah sí? —pregunta con sorpresa.
Río.
—¡Pues claro! —respondo, haciéndole sonreír—. No solo es mi nuevo mundo, también es tuyo. Es de tu padre, de Gracie, de Judith, de Carol, de Henry... todos podemos aportar algo que haga las cosas mejores para todos. Más fáciles. —Sonrío cuando veo el brillito formarse en sus ojos de nuevo—. Era algo que el Tío Rick quería, y yo voy a luchar por cumplirlo... ¿te apuntas?
Esta vez es Rok el que ríe, asintiendo con firmeza. Sonrío, colocándole un mechón de su pelo tras la oreja.
—Hay hombres como yo que también desarrollan el pecho o incluso mujeres que lo desarrollan muy poco. ¿Y eso les hace ser menos hombres o menos mujeres?
El crío mira la cuerda entre sus manos tras retomarla, como si ahí fuera a encontrar la respuesta a mi pregunta. Me devuelve la mirada con gesto pensativo.
—No... creo que no.
—Los cuerpos son cuerpos, Rok —digo, ayudándole a sujetar el par de pequeños troncos que pretende unir—. Lo único que debe importarnos de ellos es que nos mantienen vivos, que nos hacen estar donde estamos y hacer lo que hacemos, sin ellos sería imposible. ¿Qué importa cómo sean mientras estén sanos?
El silencio se hace ante mi pregunta y Rok levanta la cabeza de golpe, de nuevo, como si jamás se le hubiera pasado esa idea por la cabeza.
—Entiendo que esa idea en la que crees te haya afectado y que ahora va a ser difícil que te deshagas de ella. Incluso si no quieres, estás en tu derecho —añado con comprensión, mirándole a los ojos—. Y si quieres seguir llevándolos porque te hacen estar cómodo, adelante. Solo quiero que aprendas a cuidarte, porque tu cuerpo solo lo tienes una vez. Conócelo y aprende de él desde el cariño, respetándolo. Solo entonces serás invencible.
Las comisuras de sus labios apuntan al cielo, curvándose en una sonrisa que no le había visto hasta ahora. Una sonrisa de orgullo que me contagia.
—Gracias, Tío Áyax —dice, carraspeando para que su voz no se rompa—. De verdad.
Asiento felizmente, revolviendo su pelo en un gesto que le hace reír.
—De nada, pequeño. Ya te dije que estaría ahí para ti, y eso no va a cambiar.
Su amplia sonrisa me llena el alma y el corazón de una calidez que me había acostumbrado a sentir gracias a mi familia.
Y es que, si todo aquello que yo había tenido que aprender a las malas con cada una de mis cicatrices servía para ayudar a los míos... volvería a vivirlo una y mil veces más.
—¿Significa eso que también me vas a ayudar a curtir las pieles para la moto de Gracie? —pregunta, poniéndose de pie y tendiéndome la mano.
Pongo los ojos en blanco, resoplando.
—Soy un invitado, los invitados no trabajan tanto.
—Nadie te ha invitado, has venido tú.
Mierda, tiene razón.
Rok ríe ante mi cara de frustración cuando me ve acorralado y toma mi mano, comenzando a tirar de mí a rastras.
Maldito crío ingenioso y sin filtros.
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Inspiro por la nariz lentamente, llenando mis pulmones. Recoloco la ballesta en mi hombro y afianzo su agarre entre mis dedos. Cierro un ojo para poder calcular mejor el tiro y, cuando estoy segura, exhalo el aire que contengo.
Y aprieto el gatillo.
Siempre con los pulmones vacíos, tal y como papá y el abuelo me enseñaron.
La flecha se clava directa en una serpiente que ascendía por el tronco de un árbol, matándola al instante.
No voy a mentir, me da pena.
Pero cuando el hambre entra por la puerta, la pena sale por la ventana.
Por suerte yo no había tenido que vivirlo, aunque en mi familia querían que fuéramos conscientes de las limitaciones.
—Buen tiro —dice el Tío Daryl a mis espaldas, que había estado dándome las indicaciones pertinentes antes de dejarme usar su ballesta.
Sonrío agradecida y Carol, a mi lado, posa una mano en mi hombro en un gesto de cariño. Mi tío se encamina hacia la serpiente y, tras cortarle la cabeza y guardársela en el bolsillo, arranca el cadáver del animal del árbol.
No sé para qué se guardaba la cabeza, pero Daryl es Daryl y siempre tiene una razón para lo que haga. Y muchas de las veces, por muy rocambolesco que sea, tendrá lógica que lo haya hecho.
Eso también es algo que aprendí de mi familia.
Mientras caminamos tras él, Daryl aprovecha para matar al caminante que, atrapado, se estiraba hacia nosotros.
—¿Vas a dejarlo ahí? —pregunta Carol.
—Sí, espanta a los animales.
—¿No es a los animales a los que precisamente te interesa atraer? —señalo yo, echándome su ballesta al hombro para poder cargar mejor con ella.
Mi tío hace un gesto pensativo con la cabeza, pero termina negando.
—No a los que podrían comerse a Cherokee mientras duerme —bromea.
Carol y yo reímos ante sus palabras, siguiendo sus pasos.
—Habéis estado fuera más de lo que esperábamos, más de lo que dijiste —comenta la mujer.
Parece que no lo hace con ninguna intención, pero sabía que su visita y la de mi padre escondían algo y ahora entiendo que quieren hacerles volver a casa. Papá ya ha dejado en claro que estar por aquí puede ser cada vez más peligroso y en parte estoy de acuerdo. Me gustaría poder ver más Rok y a mi tío, verles descansar en una cama cómoda y que se sientan protegidos entre muros.
Aunque conociendo a ambos, parecen estar mucho mejor aquí.
—Sí, nos gusta. Hay silencio y nuestra vida se ha vuelto una rutina agradable —dice, como si afirmara mis pensamientos.
Porque a eso me refería, y sé que lo necesitaban, pero esto tampoco podía durar para siempre. No era bueno. La abuela Michonne siempre dice que la gente necesita estar entre muros un tiempo tras vagar tanto. Estar fuera y dentro de las comunidades en su justa medida de tiempo te aporta todas las cosas buenas, irte a uno de los dos extremos, probablemente te traiga todo lo contrario.
—¿Qué tal están Michonne, Carl y el crío? —pregunta en mi dirección, agachándose ante una de sus trampas para conejos.
—Están bien —digo, metiendo mi mano izquierda en el bolsillo trasero de mi pantalón vaquero, aferrándome a la cinta de la ballesta con la otra mano. Raspo la suela de mi bota contra el suelo, haciendo un hueco entre las hojas—. R.J. te echa de menos.
Miro a Carol mordiéndome los labios, a lo que ella intenta ocultar su sonrisa. Daryl levanta la cabeza y me mira, liberando al animal muerto de la cuerda con sus manos.
—¿Eso es chantaje?
—Yo lo llamo apelar a tu lado blandito tras el hielo —matizo con una sonrisa inocente y haciéndole ojitos—. ¿Está funcionando?
—No.
Dejo caer los hombros y entrecierro los ojos, resoplando.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunta, echando al animal en su saco de tela, junto a la serpiente.
—Yo llevo a Henry a Hilltop, quiere ser aprendiz de herrero —responde la Tía Carol con total normalidad.
—Y nosotros venimos de visita, como siempre.
El silencio invade el bosque y sus rasgados ojos alternan la mirada entre la mujer y yo. Todo su ser desprende desconfianza.
—¿Y la verdadera razón?
Carol suspira y le mira fijamente, sin flaquear una pizca en su decisión.
—Queremos que te vengas.
—¿«Queremos»?
Paso una mano por mi pelo, recolocándolo hacia la izquierda cuando me cae por la cara, y le entrego su ballesta.
—Creo que mi padre también. —Su ceño se frunce en cuanto digo eso y me apresuro a intentar arreglarlo—. Ahora que Judith va a instalarse en Hilltop igual que Henry... quizá es una buena idea que vayas con ellos... y les eches un vistazo.
Daryl empieza a caminar, de nuevo en dirección hacia el campamento, por lo que Carol y yo apresuramos el paso hacia él después de dedicarnos una mirada entre nosotras.
—Henry es un idealista, igual que Ezekiel. Y eso me gusta, en serio. Es importante, pero... también es peligroso.
Me muerdo los labios, pero me permito disfrutar de una sonrisa interna en señal de victoria. Así que no solo yo veía soñador al principito, ¿eh? Es todo un gran halago que hasta su madre me dé la razón indirectamente.
El principito ha pasado demasiado tiempo entre muros.
Miro a Daryl cuando le oigo resoplar.
—Y yo quiero mucho a Judith —añado, consiguiendo que ahora me mire a mí—. Pero es demasiado...
—Como Rick —completa la mujer a mi lado—. Solo que sin su instinto de supervivencia.
Agacho la cabeza ante el silencio que se crea. El Tío Daryl suspira con esa irrefutable verdad flotando entre nosotros tres.
Que Judith sea como el abuelo es bueno, es sencillamente genial. Pero se ha olvidado del peligro y siempre ha sido todo corazón, por eso me da miedo que alguien le haga daño y corrompa todo lo bueno que tiene. Cuando algo se metía entre sus cejas, debía llevarlo a cabo, y siempre quería ver lo bueno de las personas.
Eso podía ser maravilloso.
O un gran error.
Por eso mi padre y ella a veces chocaban, porque eran iguales. Como una buena Grimes, Judith había sacado todo lo bueno de mi padre y mi abuelo, pero eso a veces podía convertirse en algo peligroso.
—Creo que es la razón por la que mi padre quiere que vayas —confieso, levantando la mirada hasta él—. Al fin y al cabo, tú mejor que nadie entendías al abuelo Rick, era tu hermano.
Tras unos momentos donde el silencio se alarga algo más, Daryl me mira con una pequeña y sarcástica sonrisa.
—Es curioso que te quejes de la sobreprotección de tus padres y ahora estés aquí, pidiéndome que proteja a Judith, cuando todos sabemos que sabe valerse por sí misma.
Abro la boca para replicar algo, pero la cierro al instante. Frunzo el ceño.
—¿Tú proteges a Judith porque la quieres y tu padre te protege a ti porque...?
Porque me quiere.
Parpadeo y balbuceo algo ininteligible.
—Si, pero... no es... no es exactamente así —intento matizar. Miro a Carol en busca de ayuda, pero esta levanta las cejas—. Mi padre es un exagerado, sabe que me valgo por mí misma.
Daryl enarca una ceja también.
Carraspeo.
—Quiero decir...
Pero no digo nada, porque no hay demasiado que decir. Me han cerrado la boca con mis propias palabras, o peor, me la he cerrado yo solita.
—Judith puede ser demasiado buena para este mundo, y eso es un peligro. Pero tú eres demasiado temeraria, y eso también lo es —sentencia Carol, dándome el golpe final.
Suspiro echando la cabeza hacia atrás y clavando la vista en el cielo de la tarde que ya se hace sobre nosotros.
—¡Está bien! Me ha quedado claro —replico con cansancio—. Aunque es bastante hipócrita por vuestra parte que me acuséis de temeraria y que mi padre quiera mantenerme fuera del peligro, y después os larguéis en mitad de la noche dejándonos solos, para acabar con esos tipos.
Carol me mira con la sorpresa en sus ojos al no esperar ese argumento por mi parte y yo le doy mi mejor sonrisa ganadora, cruzándome de brazos.
—Vuelve a tener la alianza en su dedo. Seré temeraria, pero no ciega.
Oh, esas palabras golpean con tal efecto que me llena el alma de orgullo por mí misma. Me permito saborearlo durante unos largos segundos y mi conciencia hace un bailecito de la victoria.
La mujer ríe y niega con la cabeza.
—Una cosa es ser temeraria y otra muy diferente, saber cuando serlo.
—Y Áyax aprendió a saber cuándo serlo a las malas —añade mi tío retomando el paso—. Creo que lo que no quiere es que eso te pase a ti.
Sus palabras caen sobre mí como un cubo de agua helada. El bailecito interno se acaba de golpe.
El crujir de las hojas bajo nuestras suelas es lo único que se escucha tras su frase. Al no obtener respuesta por mi parte y dando por zanjada la conversación, seguimos el camino de vuelta al campamento, sin que yo pueda dejar de pensar en ello.
Percatándome de que quizá y solo quizá, mi tío tenga razón.
Por supuesto, plantándome otra incógnita más al misterio que rodea el pasado de mi padre, y del que él mismo tan solo me ofrece migajas en ocasiones.
Y solo cuando no le queda otra alternativa.
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No pensaba que, al caer el sol sobre el campamento, fuera a dejar una estampa tan bonita. Sus anaranjadas luces bañan las aguas del río, creando una sensación agradable con las tonalidades otoñales de los árboles que nos rodean, así como con todas las hojas que hay esparcidas por el suelo.
Tiro de la piel extendida para poder atar parte de los extremos a las ramas que componen el rectángulo, tensando así la piel para que pueda secarse junto las demás. Alzo la vista cuando veo a Carol, a Gracie y a mi hermano aparecer de vuelta de su pequeña salida de caza, y me alegra saber que Daryl trae algo más en su saco, pues quizá con la carne del ciervo que les quedaba no sería demasiado, y tampoco queríamos agotar su comida. Me agacho para observar la piel desde más cerca, limpiándola con una de las herramientas que Rok me tiende, pasándola con extrema pulcritud y delicadeza, consiguiendo un acabado perfecto.
—¿Cómo es que se te da tan bien curtir pieles?
La pregunta de Carol me deja petrificado en mi postura y levanto la mirada bruscamente hasta ella.
No me había dado cuenta de la perfección con la que lo estaba haciendo, del rato extra e innecesario que le estaba dedicando.
Para que fuera duradero y resistente.
Para que fuera una máscara.
Trago saliva y un escalofrío de repelús eriza hasta el último vello de mi cuerpo, haciéndome soltar la herramienta como si quemara en mi mano.
—Maggie... me enseñó en Hilltop —sentencio, apartando la mirada con rapidez de nuevo hacia la piel—. Fue hace tiempo.
Cuando vuelvo a levantar la vista puedo apreciar cómo en la distancia Daryl me dedica una extrañada mirada de confusión que, para mi suerte, solo dura unos segundos.
Me aparto de la piel como si me hubiera dado una descarga eléctrica y dejo a Rok que termine por mí, cosa que hace sin preguntar.
—En una media hora estará la cena —dice Judith, apartándose del fuego en el que ha puesto la carne del ciervo—. Sí queréis añadir a esos invitados también, daos prisa —añade, en referencia al saco de Daryl, haciendo reír a Gracie.
—Estupendo, tenemos tiempo —comenta Carol.
Mi hermano le mira extrañado.
—¿Para qué?
Carol mira su pelo y el de Rok, y entonces sonríe.
Los siguientes casi treinta minutos me los paso aguantándome la risa, viendo a Daryl obedecer las indicaciones de la mujer, que le está cortando el pelo. Pues al vivir aquí apartado, lo tiene un poco más largo de lo normal.
—Con ese pelo, no estás para reírte —dice, mirándome de arriba abajo.
—¡Eh! ¿Qué os pasa a todos con mi pelo? —mascullo sentado en uno de los troncos con Perro a mis pies. Carol me señala con su cuchillo, asegurándome ser el siguiente—. Aleja eso de mi cuero cabelludo.
Al lado del fuego, Judith ríe mientras remueve la comida en el interior de la cacerola. A su derecha y frente a mí, Gracie corta también el pelo de Rok, pero tan solo un poco, pues esa había sido su única condición. Le encantaba llevarlo largo hasta media espalda y siempre solía recogerlo en una trenza. A lo lejos, Henry se encarga de que los caballos beban algo de agua en el río.
Un agradable y familiar silencio se hace entre todos nosotros alrededor del fuego. Sonrío con una pizca de ternura cuando Carol le aparta el pelo de la cara a mi hermano, dejándole los ojos a la vista. Este se aclara la garganta y nos mira a los dos.
—Ya sé que... creéis que aún le estoy buscando —dice.
Gracie le mira sorprendida, pero tras fruncir el ceño fugazmente, retoma su labor sin dejar de prestar atención a la conversación. Judith tan solo agacha la cabeza.
—¿Es así? —pregunta Carol.
Mi hermano me mira como si me pidiera disculpas. A mí y a Judith.
—No encontré su cadáver. Ni nada. —El silencio se hace y mira a Rok, en parte con algo de culpabilidad como si le hubiera arrastrado en su delirio. Sin comprender que Cherokee le seguiría por propia voluntad allá donde vaya—. Y con el tiempo era más fácil seguir fuera.
Trago saliva con cierta dificultad cuando el nudo en mi garganta se aprieta.
—Debí estar ahí para ayudarte, como tú conmigo —murmuro con la mirada clavada en el fuego, incapaz de devolvérsela.
Daryl niega con la cabeza.
—Me pasé contigo, debí tratarte mejor.
—Pero estuviste ahí, me ayudaste a tu manera —digo—. Hiciste lo que sabías, como aprendiste a las malas.
Cuando digo eso, Gracie y Judith levantan la cabeza, pero no dicen nada. Tan solo nos miran como si fuera algo lejano y doloroso de recordar. Un hecho que pertenecía a una época demasiado pasada.
—Siento no haber hecho más —sentencio. Y esta vez, le miro a los ojos.
Él vuelve a negar.
—Y yo siento no haberlo encontrado.
Judith le mira, esbozando una sonrisa sincera.
—Entonces gracias por intentarlo, Tío Daryl —dice, queriendo consolar su dolor—. Ya lo has intentado lo suficiente.
Asintiendo de manera afirmativa, Carol nos mira a Daryl y a mí.
—Debéis seguir, esa es la verdad.
Tras sus palabras se crea cierto silencio amable, de esos que no incomodan. Un silencio para que todos nos empapemos de esa realidad, para dejar que se asiente en nosotros. Hasta ahora lo que habíamos hecho era seguir, y en esas debíamos mantenernos. Como ha dicho Carol: esa es la verdad.
Judith nos sonríe a todos, anunciando que la cena ya está lista y, mientras empezamos a servírnosla, Perro se pierde por el bosque para revisar las trampas de nuevo. Según Daryl, es algo que suele hacer unas tres veces al día.
Para mi gran sorpresa, el estofado de carne de ciervo y liebre está más bueno de lo que esperaba. No quería ser yo quien dudara de las habilidades culinarias de Judith, pero esto me había dado ciertas esperanzas.
Tampoco podía hacerlo mucho peor que yo.
Con Henry ya junto a nosotros después de haber alimentado a los caballos, nos dedicamos a comer tranquilamente entre algunas conversaciones distraídas con las que nos ponemos al día los unos con los otros, tras haber estado algo de tiempo sin vernos tanto como queríamos.
Henry se queda mirando fijamente a Daryl, pues intenta conocer algo más de él ahora que sabe que puede ser quien le cuide los próximos meses. Porque le he escuchado hablar con Carol acerca del tema.
Eso no es ser cotilla, tan solo es querer estar informado.
—¿Cómo te hiciste la cicatriz? —le pregunta, en referencia a la marca que cruza verticalmente el ojo izquierdo de Daryl desde el pómulo hasta algo más arriba de la ceja.
Casi me atraganto cuando le hace la pregunta. El silencio se hace unos momentos, porque Daryl no le contesta ni va a hacerlo.
No quiere hablar de ello.
Y sé por qué.
—Te preocupan demasiado las cicatrices de los demás —masculla Gracie en voz baja, sin levantar la mirada del plato.
«¿A qué ha venido eso?».
Ignoro el silencio ligeramente incómodo que se genera con su brusca respuesta, a también algo brusca pregunta.
—¿Dónde está el perro? —pregunta Daryl, tomando el cuenco con la comida del animal. Le doy las gracias mentalmente por acabar con esta asfixiante tensión que se ha generado entre esos dos—. Se enfría la comida... ¡Perro!
—¿Voy a buscarlo? —ofrece Rok.
Mi hermano niega con la cabeza.
—No, tranquilo, ya voy yo —añade poniéndose en pie, dejando su plato ya vacío sobre el tronco en el que estaba, y llamando al animal a ver si consigue hacerlo volver.
Decido terminarme el plato y ayudar a Carol a recoger mientras Daryl desaparece por ahí. Ordeno a los chicos que se vayan a dormir al terminar de cenar y recoger también y, aunque me mantengo sumido en mis pensamientos sobre el comentario de Gracie, no les quito el ojo de encima a esos dos.
Me estoy perdiendo algo, y yo odio saber que hay una fiesta a la que no estoy siendo invitado.
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Camino a paso lento, intentando no hacer demasiado ruido para no despertar a mi familia, alejándome del campamento por dónde he visto marcharse a Daryl en busca de Perro. Se ha ido hace demasiado rato y todavía no ha vuelto, y eso no me gusta un pelo. Por suerte, papá me enseñó a seguir rastros, así que dudó tardar demasiado en encontrarlo.
Aunque con la oscuridad de la noche y la luna apenas creciente, no veo una mierda.
Pero sí oigo, y lo que oigo, es el crujir de una ramita a menos de un metro a mi espalda.
Saco el cuchillo de mi cinturón, me doy la vuelta, le agarro por la camiseta y estampo su espalda contra el árbol más cercano, poniendo la hoja del cuchillo contra su yugular.
—¿Me estás siguiendo, principito?
Henry frunce el ceño, casi ofendido por mi acusación, levantando las manos en su defensa y soltando su palo.
—¿Qué? ¡No! —exclama. Me llevo el dedo índice a los labios y le chisto para que baje la voz—. Solo voy a buscar a Daryl, lleva fuera demasiado tiempo... No voy a ir donde tú vayas, no te lo tengas tan creído.
—No demuestres constantemente que te gusto —replico con una sonrisa socarrona y altanera.
—No intentes ocultar que te encanta.
—Idiota.
—Adorable.
Entrecierro los ojos ante su sonrisita estúpida y le suelto con brusquedad. Henry toma su palo del suelo y se recoloca la camiseta intentando recuperar algo de dignidad. Me aguanto la risa y me gano una mala mirada por su parte.
—¿Qué haces tú aquí? A tu padre no le gustará saber que te has escapado —dice, sacando su linterna y apuntando hacia el camino.
—¿Es que eres su enviado o qué? Y técnicamente no estoy castigada, así que no me estoy escapando de nada. Tan solo es un paseo nocturno —mascullo altiva. Doy un manotazo a su linterna—. ¡Y apaga eso! Los vas a atraer a todos como polillas. ¿Es que tienes el instinto de supervivencia de una lechuga?
—¿Las lechugas tienen instintos?
Mi cuerpo traiciona a mis valores y se me escapa la risa, aunque enseguida pretendo disimularlo con una tos, lo que termina sonando como los estertores de un animal moribundo que retumban por el bosque. Henry me mira de arriba abajo, triunfante.
—Te he hecho reír.
Pongo los ojos en blanco.
«Oh, cómo lo odio».
—También he salido a buscar a Daryl, estaba preocupada por Perro y por él. Me da miedo que les haya pasado algo —reconozco tras un suspiro, reanudando mi camino, para mi desgracia, ahora con Henry a mi lado.
—Parece que estáis muy unidos.
Sus palabras me hacen sonreír de forma involuntaria.
—Así es —termino afirmando, siguiendo el rastro de hojas pisadas y removidas ante nosotros—. Quiero mucho a él y a Rok. He crecido rodeada de toda mi familia y... bueno, siempre he intentado aprender lo mejor de todos ellos. O eso creo.
—A mí me parece que lo has conseguido, eres genial.
Me aclaro la garganta cuando casi se me va la saliva por el otro lado.
—Gracias... supongo, sí —murmuro, volviendo la vista al camino—. Está claro que es mentira, pero, aun así.
Henry detiene sus pasos y me obliga a girarme para verle. Incluso en la oscuridad que nos rodea tenuemente, puedo ver cómo frunce el ceño.
—¿Por qué iba a mentir?
Río con sarcasmo y le miro fijamente.
—Vamos, Henry. No me trates como una idiota —respondo entre dientes—. Sabes perfectamente de qué estoy hablando.
Pero nunca, en mi vida, había visto a alguien tan perdido sobre una conversación.
—¿De qué demonios hablas?
Entrecierro los ojos y doy un paso atrás.
—Hace años en la playa, frente a mi casa de Oceanside, me... miraste... miraste mis cicatrices como si fueran horribles. Como si te dieran asco. —Señalo mi ceja y mi cabeza y, automáticamente, pongo una mano sobre mi abdomen para protegerme a mi misma y a la cicatriz que hay en él. Mis ojos se aguan ante ese recuerdo y parpadeo con fuerza. No pienso llorar delante de él—. Me acuerdo perfectamente de ese día, Henry, no me tomes por loca. Incluso a día de hoy, cuando las ves, sigues poniendo la misma cara.
Su boca se abre con sorpresa y me mira como si le hubiera clavado su propio palo en el estómago para después retorcerlo. Aprieto los dientes y me doy media vuelta para retomar mi camino.
Pero Henry me toma por el brazo y me detiene. Me giro para encararle, pero doy de bruces contra él.
—Suéltame —gruño.
—Eres idiota —sentencia impactado, a centímetros de mi cara—. No me... no me puedo creer que lleves años odiándome porque crees que me das asco.
Me zafo de su agarre, pero no retrocedo un solo paso. Aprieto los dientes cuando las lágrimas llegan de nuevo a mí.
—¿Y entonces a qué viene que me mires así cada vez que ves mis cicatrices? —siseo, rogando porque la voz no se me rompa para poder mantener la compostura.
Henry ríe con incredulidad y muerde sus labios, en un gesto de rabia que nunca había visto cruzar su rostro. Voy a odiar reconocerlo, pero estoy viendo a un Henry que hasta ahora no había conocido.
—No es asco, Grace —susurra. Sus pupilas me observan unos segundos, mirándome fijamente a los ojos como si quisiera encontrar en mí las fuerzas necesarias para lo que quiere decir—. Es rabia. Es... decepción conmigo mismo. Es frustración y... sobre todo, es mucho odio.
El silencio inunda el bosque cuando dice eso, dejándome muda completamente.
Por qué no sé qué decir.
No sé por qué ha dicho eso, ni por qué lo siente así.
Y como si fuera una respuesta a mis pensamientos, Henry sigue hablando.
—Cuando... ese tío te secuestró —dice entre dientes con cierto enfado—. Yo debí estar ahí. Yo tenía que estar a tu lado antes de que eso sucediera. Te prometí que iría a la enfermería y me retrasé. Para cuando llegué, era demasiado tarde. Ese cabrón ya te había sacado del campamento y solo pude verlo a lo lejos. Si yo no... si yo no hubiera tardado, ahora no tendrías ninguna de esas cicatrices que odias.
Mis manos han empezado a temblar y no sé muy bien por qué. Empiezo a ser consciente de que no puedo hablar.
No lo sabía. No sabía que se culpaba. Nunca lo supe.
«Tampoco me molesté en preguntar».
—Tú no... no podrías haber hecho nada contra Brady, Henry —susurro. Inspiro profundamente para calmarme y que los labios dejen de temblarme—. Ellos eran demasiados y tú eras solo un crío como yo.
—No habría sido al primero que mataba. No me importaba tener un segundo en la lista, no si era por ti.
Mis ojos se abren ligeramente y, no voy a mentir, no sé qué fuerzas me sostienen para que no me desplome de espaldas.
Eso podía considerarse algo... ¿bonito? Para mí lo era.
Que en este mundo alguien estuviera dispuesto a matar por ti, era quizá la mayor desmostración de cariño.
Henry ríe con sarcasmo, alzando la vista al cielo plagado de estrellas.
—No me puedo creer que me hayas estado odiando hasta ahora por eso, Gracie. Es completamente estúpido.
—¿Qué otra cosa podía pensar? —pregunto molesta.
Él vuelve a reír, pasando su mano libre por su pelo rubio, que reluce como el oro bajo la escasa luz de la luna.
«¿Por qué demonios me estoy fijando en eso? Socorro».
—¿Qué llevo enamorado de ti desde que tenía diez años no te daba una pista? —dice con obviedad, mirándome de arriba abajo como si solo él viera la evidencia de todo, ahora a sus dieciséis—. ¿Cómo ibas si quiera a darme asco entonces, Grace?
La realidad me da una patada voladora en un pulmón cuando soy consciente de que tiene razón. Que toda esa rabia y ese odio que le he tenido durante años es por una creencia equivocada, y que acaban de perder el sentido por completo.
—Has estado proyectando en mí tus inseguridades. Y eso no es justo —añade con el enfado y la tristeza en sus ojos castaños. Y lo peor es que vuelve a tener razón. Me mira fijamente y yo desvío mi mirada a las pecas que se extienden por su nariz y sus pómulos, salpicadas en ellos como cientos de estrellas sin orden ni razón. Alzo la vista de nuevo a él y Henry sonríe, pasando un mechón de pelo tras mi oreja derecha, dando un vistazo a mi cicatriz—. Tú creyendo que das asco y yo pensando que eres perfecta.
Y cuando mira mis marcas, por primera vez no borra su sonrisa.
Me encantaría responder, pero no puedo. Mis músculos no obedecen a mi cuerpo, no me dejan articular palabra alguna, tan solo puedo mirarle fijamente, a pocos centímetros de mi nariz.
No logro clasificar todas y cada una de las sensaciones que se retuercen en mi pecho. Son tantas que es imposible. Me acaban de borrar de un plumazo todo en lo que yo creía y parece que ya nada sea verdad. Me siento descolocada, como si me acabaran de dejar en el mundo, soltándome repentinamente en este bosque.
Como diría Negan: me siento «como una mierda bien jodida».
El crujir lejano de una rama nos da un sobresalto, haciendo que miremos en esa dirección y que Henry apunte nuevamente con su linterna, pero entre los arbustos no logramos ver nada. Y cuando creemos habernos recuperado del susto, Daryl aparece repentinamente por el lado opuesto en el que la rama ha crujido.
—¿Qué hacéis aquí?
Voy a vomitar mi propio corazón con este maldito bosque encantado.
—Nada. No hacíamos nada. Solo nada —respondo dando una gran zancada hacia atrás casi sin aliento y con una mano en el pecho.
—Y buscarte —añade Henry, mirándome como si hubiera perdido la cabeza.
—Solo nada y buscarte. Eso es.
«El premio a la mejor excusa del año es para...» pienso, sonriendo con tal tensión que muestro todos mis dientes.
Daryl enarca una ceja.
Y supongo que, tras años de mentiras por parte de mi padre, ya estaba más que preparado para no creerme a mi tampoco.
—Volved al campamento.
—No —contesto yo—. Hemos venido a buscarte a Perro y a ti, y te vamos a acompañar a encontrarlo.
Henry asiente en gesto afirmativo, secundando mis palabras tan solo con eso y, por su postura, diría que nada va a apartarle de esa idea.
Mi tío resopla y echa a andar resignado, indicando con la cabeza que le sigamos, guardando silencio. Nos adentramos algo más en el bosque, pero ahora sabemos hacia donde vamos. O al menos eso parece, pues Daryl camina con seguridad e imagino que sospecha qué debe de haber pasado.
Los ladridos de Perro retumban repentinamente por el bosque y los tres nos giramos hacia ese sonido. Apresuramos el paso hasta darnos cuenta de que Perro ha quedado atrapado en una de las trampas.
Y lo que es peor, varios caminantes, también atrapados, intentan matarlo.
Un nudo se forma en mi garganta al pensar en el pobre Perro muriendo de esa forma tan dolorosa.
Daryl dispara una flecha, terminando con uno de los muertos, y después nos entrega su ballesta y saca sus cuchillos. Cuando Henry y yo pretendemos acompañarle, nos mira como si estuviéramos locos.
—Quedaos aquí.
—Pero... —susurro, dando un paso.
Mi tío se vuelve y me mira.
—No, ni hablar.
Aprieto los dientes con impotencia cuando vuelve tras sus pasos y nos deja a los dos aquí sin hacer nada para ayudarle. Los ladridos nerviosos de Perro vuelven más frenéticos a los caminantes que intentan atraparle, hasta que Daryl se acerca y el pobre le reconoce al olfatear su mano, lloriqueando por su presencia. Mi tío se dispone a quitarle la trampa de alrededor de su cuello con lentitud y cuidado para no hacerle daño, pero uno de los caminantes le agarran por los pies haciéndole caer y contengo el aliento.
—¡Daryl! —grito aterrada.
Henry pone la mano en mi hombro, impidiéndome el paso como si quisiera ir él en mi lugar.
—¡No os acerquéis! —responde, batallando por liberarse.
Tomo la ballesta de las manos de Henry, recargo una flecha con rapidez y me la coloco en el hombro.
Cierro un ojo.
Apunto.
Inhalo.
Exhalo.
Y disparo sin dudar.
La flecha impacta certera en el cráneo de uno de los muertos, liberándole una pierna a mí tío, consiguiendo que así pueda sacar el cuchillo de su cinturón y matar al que falta. Elimina también al que está demasiado cerca de él y se dispone a liberar de nuevo a Perro de una vez por todas.
Pero entonces uno de los caminantes se libera de su agarre por el pie, al desprenderse de este en un trozo de piel sanguinolenta que da mucha grima.
Y se abalanza sobre mi tío.
Casi sin darme cuenta y en un par de pasos, Henry clava su palo en el muerto y Daryl acuchilla la cabeza del mismo, rematándolo del todo.
El impacto de la imagen me deja sin aire.
Acaba de salvarle la vida a mi tío.
—Oh, joder, Henry —mascullo cuando me acerco y veo su pie hundido en una de las trampas.
Mi corazón se acelera cuando veo las ramas afiladas rasgar su gemelo. Un mal movimiento y podría perder el pie ahí dentro.
—Ten cuidado, cuidado —advierte Daryl, ayudándole a sacarla mitad de la pierna del agujero. Sostengo a Henry, haciendo que pase su brazo derecho por mis hombros, cuando su cara se contrae en una mueca de dolor que acalla apretando los dientes—. ¿Ya está?
—Sí, solo es un arañazo —jadea.
—Mi padre debería mirarte la pierna, por si acaso —sugiero, a pesar de que este ya está negando con la cabeza.
Daryl me mira como si insinuara que esa no ha podido ser mi mejor idea.
—Tu padre os mataría en cuanto os vea aquí fuera —sentencia. Y para qué mentir, tiene razón. Solo por cómo se me ha acercado antes Henry ya le habría metido la cabeza en el río—. Vámonos, antes de que me mate a mi también.
Y con Perro y Daryl al fin a nuestro lado, emprendemos el camino de vuelta a toda prisa, antes de que la furia Dixon-Grimes descubra que no estamos durmiendo tranquilamente tal y cómo creía.
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Aparto la mano del mango de la espada y suspiro de alivio cuando pasa el peligro, igual que hace Carol al dejar de tensar la cuerda de su arco y aparta la flecha. Cierro los ojos unos segundos.
Tenía anclada en mi pecho la amarga sensación de que casi mueren todos, incluso hasta Perro.
O al menos eso veíamos desde los lejanos arbustos en los que estábamos escondidos Carol y yo.
—Por poco —dice la mujer exhalando con pesar.
Chasqueo la lengua.
—No cantes victoria, tu hijo corre grave peligro si vuelve a intentar besar a mi hija —mascullo entre dientes.
Carol ríe en voz baja.
—No han estado apunto de besarse, tan solo estaban muy cerca.
—Como sea —gruño, apretando los puños y comenzando a caminar de vuelta al campamento—. Solo tiene catorce años, por el amor de Dios.
—¿Y con cuántos diste tú tu primer beso? —inquiere ella, apresurando el paso para ponerse a mi altura, enarcando una ceja cuando le miro fijamente.
—Eso no importa —vuelvo a gruñir.
Acababas de cumplir catorce.
Paso una mano por mi pelo con frustración.
«Cierra la boca de una puta vez».
El monstruo se carcajea con fuerza.
—De todas formas, no le harás nada —dice con seguridad.
—¿Ah sí? ¿Y eso como lo sabes?
—Porque es mi hijo.
Resoplo con hartazgo.
Tiene razón, hacerle daño a un ser querido de Carol era firmar tu sentencia de muerte. Prefería meterme una pistola en la boca y apretar el gatillo siete veces antes que tener a esa mujer como enemiga.
Carol ríe cuando, con mi cara frustrada, le doy la razón.
—Vamos, hay que darse prisa. Tenemos que volver antes que ellos —sentencio, echando a correr—. Si no se darán cuenta de que les hemos seguido.
—Casi nos delatas antes cuando has pisado la rama.
Pongo los ojos en blanco.
—Ha sido un fallo, ¿vale? Me empezaba a hervir la sangre.
Y, con una nueva risa y ella corriendo detrás de mí, seguimos el sendero de vuelta por el que habíamos atajado para seguir a nuestros hijos.
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Tapo mi boca, ocultando el gran bostezo que doy cuando me incorporo, cerrando un ojo al darme la luz del sol matutino directa en la cara. Rasco mi cabeza y acepto la mano que Judith me tiende para ponerme en pie.
—¿Soy la última en despertarse? —pregunto con sorpresa, viendo a todo el campamento en pie y haciendo tareas.
—Para variar —comenta mi padre con una sonrisa, terminando su taza de café y dejándola junto al menaje, guardado en una caja.
Frunzo el ceño cuando observo el campamento a mi alrededor, que parece haber sido arrasado por un huracán con obsesión por el orden. Pues la gran mayoría de cosas estaban recogidas y empaquetadas. Las pieles, la mesa de trabajo, la tienda de Daryl y Rok...
—¿Qué ha pasado aquí?
Mi padre sonríe sin poder ocultar su alegría.
—Daryl y Rok han decidido volver al redil.
Mi primo me observa ilusionado y contento, como si al fin pudiera celebrar la sorpresa que me estaba guardando. Corro a abrazarle con entusiasmo y veo al Tío Daryl sonreír.
No dudo un segundo en ayudarles a terminar de empaquetar sus cosas y cargarlas. Tengo que convencer a mi padre de que nos llevemos la moto, que el Tío Daryl y él terminan cargando en nuestro carro. Acaricio a Sombra y esta cabecea como si me saludara, mientras le acerco algo de hierba para que coma de mi mano. Miro a Henry, que comprueba las riendas de su caballo y, cuando se da cuenta de que le estoy mirando me sonríe. Me aproximo un par de pasos y entrecierro los ojos.
—¿Has tenido algo que ver en la decisión de mi tío?
Su sonrisa se ensancha y se encoge de hombros como si no fuera así.
—Anoche, cuando te fuiste a dormir... nos quedamos charlando junto a la hoguera. Sabía que era importante para ti... y para mi madre, claro —añade apresurado. Enarco una ceja y contengo una sonrisa—. Y si ella quiere que sea tu tío quien nos cuide a Judith y a mí en Hilltop... no seré yo quien le lleve la contraria. Y mucho menos a tu padre.
Río con eso último, y por primera vez sin reprenderme a mí misma por ser amable con el chico.
—Gracias —musito. Sus ojos se iluminan con sorpresa, pues no parecía esperar escuchar eso de mí jamás—. Por eso, y por salvarle la vida a mi tío ayer.
Henry balbucea algo que al final no llega a decir y asiente, carraspeando cuando sus mejillas empiezan a enrojecer a manchitas demasiado graciosas. Los dos sonreímos de forma estúpida, de tal manera que me entran ganas de abofetearme mientras grito «¡estúpida!», pero sin embargo no lo hago y sigo sonriendo.
Hasta que Henry mira algo en la lejanía, se le cambia el color de piel por uno tres veces más pálido, tuerce el gesto y se da media vuelta. Miro hacia esa dirección y los ojos asesinos de mi padre son lo primero con lo que me topo.
Entrecierro los ojos y le mantengo la mirada.
Basta un solo segundo para que la aparte y finja que la cosa no va con él, mientras desmonta nuestra tienda.
Áyax Dixon podía resultar aterrador.
Pero nada le aterraba más a él mismo, que Gracie Dixon-Grimes.
Una media sonrisa curva mis labios y me recoloco mi camisa.
Su camisa.
... Nuestra camisa.
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Las inmensas puertas de Hilltop se abren con su rechinar de siempre, ese que hacía años que no escuchaba. Tiro de las riendas para detener a Sombra justo detrás de Daryl cuando entramos en la comunidad, que aparca la moto con Rok a su espalda y aferrado a su cintura. Gracie, Judith y yo bajamos de nuestro carro, segundos después que Henry y Carol.
Una gran sonrisa tira de mis labios cuando Tara y Jesús salen a recibirnos, hacía años que no la veía a diferencia de a él. Pues Jesús era más probable que pasara largas temporadas en Alexandria junto a Aaron, o a la inversa, quedándose este en Hilltop.
Pues, al fin y al cabo, ya llevaban seis años saliendo juntos oficialmente.
Choco el puño de Tara con una sonrisilla y nos damos un fuerte abrazo. Entre efusivos apretones de manos y muestras de afecto, todos nos saludamos y explicamos las razones de nuestra visita. Tara recibe al futuro herrero y la futura doctora encantada y agradecida, pues en las comunidades siempre estamos receptivos a cualquier ayuda que nos sea ofrecida, y fue algo que acordamos hace ya un tiempo.
Pero mi ceño se frunce al ver Aaron salir de la enfermería.
Porque tenía entendido que estaba en Alexandria y que era Jesús quien se pasaría por allí.
Y si me quedo congelado no es solo por su presencia.
Si no por la de Mike, que le acompaña.
A pesar de haberse recortado la barba y dejarse crecer algo más el pelo, perdiendo esa apariencia salvadora que tuvo, su rostro entristecido no desaparecía. Si bien parece que los años en Hilltop le han sentado bien, pues está mucho menos delgado y ojeroso que antes, el dolor en sus ojos no se ha esfumado. Es como si se le hubiera quedado grabado para siempre en ellos. Camina junto a Aaron hasta acercarse a nosotros sin despegar la mirada de mí y para mi sorpresa no veo asco en sus ojos, o al menos no tanto. Tan solo asombro por mi presencia en la comunidad.
Pero sin duda, si algo desencaja su rostro es cuando sus ojos se topan con Rok.
El crío aparta la mirada automáticamente como si le repeliera la existencia de Mike y aprieta los dientes, marcando una ligera tensión en su mandíbula que le hace perder la niñez e inocencia en su rostro.
Daryl y yo nos miramos algo incómodos, pero sobre todo porque no sabemos qué hacer para remediar la situación.
—¿Podrías indicarme dónde está la caravana? —pregunta Judith hacia Tara, saliendo en nuestra ayuda.
«Oh, por Dios, gracias» pienso aliviado.
Ella siempre tan eficaz.
—Oh, por supuesto. Sí, claro. Sígueme —dice la mujer, agradeciéndole también con la mirada—. Henry, ven tú también, te presentaré a Earl.
Ambos asienten, siguiendo a Tara, es entonces cuando Mike da un paso en dirección a Rok, abriendo la boca para decir algo.
—Te acompaño —gruñe el crío, dando media vuelta, siguiendo los pasos de los tres.
Gracie agacha la cabeza y me mira. Le indico en un gesto que vaya con él y ella asiente con firmeza, segura de sus evidentes intenciones para hablar con él. Porque veo muy claro en su mirada que es exactamente eso lo que pretende.
Mike se traga sus palabras en un suspiro, clavando la mirada en el suelo. Jesús pone una mano en su hombro, dándole un par de palmadas fraternales.
—Dale algo de tiempo —aconseja Daryl—. Solo necesita algo de espacio y pensar.
—No... es normal, me lo merezco —dice, en una exhalación abatida.
Carraspeo y niego con la cabeza.
—No, qué va —murmuro, provocando que me mire—. Tenías tus razones.
Mike traga saliva, apartando sus ojos de mí, incapaz de mirarme. Una pequeña sonrisa aparece fugazmente en sus labios.
—Tiene... el mismo gesto malhumorado que ella —comenta, haciéndonos sonreír ligeramente. El pobre desvía la mirada y parpadea repetidas veces cuando sus ojos se aguan. Coge aire y exhala en profundidad.
Joder, admiro su entereza. Yo en su lugar, en una existencia sin Carl, me habría pegado un tiro hace tiempo.
Me aclaro la garganta de nuevo cuando la sequedad la invade ante esa idea.
—Puedo hablar con él si quieres —ofrece Carol, mirándole con cariño y amabilidad.
Este niega con la cabeza.
—No —musita—. Daryl tiene razón, necesita espacio y... ahora mismo hay otras cosas que también necesitan nuestra atención.
Aaron da un vistazo a la enfermería cuando dice eso y les miro.
—¿Qué ocurre? —pregunta mi hermano.
—Ayer encontramos a Rosita fuera de los muros —dice Aaron—. Está muy magullada.
No puedo evitar que mis señales de alarman se activen ante esa frase. No sabía que Rosita había salido y mucho menos que estaba malherida en Hilltop.
—Y aún falta Eugene —añade—. Salimos a buscarle. Nos vendrías bien.
Daryl nos mira a Carol y a mí como si nos pidiera permiso, cosa que ambos asentimos a la vez.
—También nos vendría bien que le echaras un vistazo —comenta Mike, mirándome.
Es, probablemente, la primera vez en años que me sostiene tanto la mirada sin odio o rencor.
Asientos repetidas veces.
—Por supuesto, no hay problema. Así podrás ir tranquilo —añado hacia a mi hermano—. Yo me quedaré aquí hasta que Rosita mejore y encontréis a Eugene. Volveremos a Alexandria con ellos cuando pueda viajar.
Todos parecen de acuerdo con mi propuesta y, sin dudarlo demasiado, Aaron, Jesús, Mike y Daryl, incluido Perro, se preparan para salir en busca del hombre.
No voy a mentir, en el momento en el que Carol y yo les vemos partir, la preocupación se ancla en mi pecho.
Rezando para que todo quede en un mal trago.
Al caer la tarde sobre Hilltop, salgo de la enfermería dejando a Judith en ella, ya que había venido tras instalarse en la que sería su caravana, dispuesta a ayudar en lo necesario. Al fin y al cabo, ese pasará a ser su lugar de trabajo.
Puede que para siempre.
Mis pies se detienen en seco y frunzo el ceño con sorpresa cuando, a lo lejos, veo a Michonne hablando con Carol.
Acelero mi paso hasta ellas, realmente preocupado de que nuestra suerte se haya acabado y las desgracias vengan en fila hacia nosotros.
Michonne me observa calmada ante mi rostro total de estupefacción y ni siquiera hace falta que yo hable.
—He venido con los nuevos. El grupo que Gracie y Judith trajeron —aclara, haciéndome exhalar de alivio el aire que estaba reteniendo hasta ahora—. El consejo acordó que quizá tenían una oportunidad en Hilltop.
Paso una mano por mi pelo hasta rascar mi nuca, asintiendo ante esa decisión. Supongo que, si fue lo que se aprobó, es que esa era tal vez la mejor opción.
Confiaba en Carl y en el resto del Consejo.
—Le decía a Michonne que en El Reino estábamos teniendo problemas y que... bueno, si quizá Alexandria enviara una delegación para la feria...
Levanto las manos en señal de que se detenga y parpadeo confundido, interrumpiendo las palabras de Carol a mi derecha.
—Espera, ¿feria? ¿Problemas? —mascullo, alternando la mirada entre Carol y Michonne—. ¿El Reino tiene problemas?
—Ezekiel lo explicaba en la carta.
Entrecierro los ojos, mirando fijamente a Michonne.
—Qué carta —digo entre dientes.
—Es... Ezekiel os escribió, proponiendo la idea de una feria como las de antaño, entre todas las comunidades —explica Carol a mi lado, dudando ahora que se ha dado cuenta de que yo no tenía ni idea—. Es una forma de poder abastecernos entre todos, con materiales y alimentos que necesitamos.
—Lo siento, de verdad —responde Michonne en tono tajante—. No quería decir que no, a ti menos que nadie. Pero también hemos tenido problemas, y lo sabéis.
Carol suspira y yo observo a la mujer ante mí perplejo.
—Sé lo que habéis sufrido, y entiendo que esto te sea muy duro. Pero todos hemos perdido algo —insiste Carol—. Tú y yo hemos perdido hijos y seguimos adelante, por los otros. Hemos sido una familia...
—Y aún lo somos —interrumpe Michonne—. Pero El Reino es El Reino. Hilltop está aquí y Alexandria allí. Y entre unos y otros hay ahora un nuevo mundo roto.
Chasqueo la lengua y río con hartazgo, frotando mis ojos con ambas manos.
Michonne me mira con el ceño fruncido.
—No me puedo creer lo que oigo.
—Áyax...
—No, Michonne —gruño con enfado—. Recibiste una carta en nombre de El Reino y te lo callaste. No te pedían ayuda, no te exigían limosna. Te pedían una feria como las de hace años para poder obtener lo que necesitan entregándonos cosas a cambio, cuando con pedirnos lo que necesitaban ya habría sido suficiente. Prometimos ayudarnos entre nosotros, garantizar lo necesario.
—Pero...
—¡No! —exclamo más que harto—. Has decidido unilateralmente, mandando a la mierda al Consejo y todo en lo que se basa la Alianza.
Ella ríe con sarcasmo, como si yo me aferrara a algo que ya no existe.
Y eso termina por cabrearme del todo.
—Estoy harto, ¿sabes? —gruño—. Harto de intentar mantener en pie algo en lo que parece no creer nadie. Algo que construimos hace años entre todos y que ahora se desmorona porque nadie quiere hacer un mínimo esfuerzo. ¡Firmamos todos, Michonne! Carl, tú y yo nos comprometimos a garantizarlo como testigos. Y parece que a todos, excepto a él y a mí, os importa una mierda.
—Tenemos nuestros propios problemas por resolver, Áyax —insiste, como si solo ella viera que tiene razón.
—Y eso nunca va a dejar de ser así. Siempre habrá problemas y siempre saldremos de ellos, como llevamos haciendo desde que todo empezó. Solo que ahora Rick no está, y eso parece más que suficiente para dejar de intentarlo.
Puedo ver la tensión delinear cada centímetro de su mandíbula apretada con rabia, mirándome como si hubiera cruzado una línea demasiado importante.
—Cuidado, Áyax —murmura.
Una risita cínica escapa de mí.
—Que yo no salga cada día a buscarlo no significa que le haya olvidado o que no me duela, Michonne —sentencio con firmeza y un profundo dolor en mi mirada—. Sé que le echas de menos y su ausencia te hiere, pero a mi también. Sabes perfectamente lo que viví. Porque donde tú perdiste a tu marido, yo perdí a mi padre. Y él es la principal razón por la que sigo luchando, por la que sigo intentando mantener los cimientos de lo que construimos con él, por mucho que me duela hacerlo solo y no a su lado. Si hay un nuevo mundo roto, Michonne, es solo porque tú así lo quieres.
Ambas enmudecen ante mis palabras y la mencionada agacha la cabeza ligeramente, clavando la vista en el suelo. Me doy media vuelta, cabreado, sintiendo ahora las pupilas de Michonne en mi nuca.
—Áyax, espera...
—Déjame en paz.
Acelero el paso de vuelta a la enfermería, parpadeando las veces necesarias hasta que las lágrimas que pretendían salir, desaparecen por completo.
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Mientras cenábamos y en las últimas horas, después de despedirnos de Carol, Rok ha estado más callado de lo habitual. He intentado hablar con él, pero ese don para hacerte hablar cuando no quieres tan solo lo tiene mi padre. Bueno, mi padre y Negan. Él también era un experto en el arte de sonsacar cuando algo te ocurría, como si ya lo supiera y realmente te estuviera haciendo un favor.
El caso es que sabía que lo que Rok necesitaba, era su espacio, así que eso le estaba dando. Hacía tiempo que no veía a Mike y saber que va a tener que vivir aquí una temporada estando él, era algo a lo que tenía que hacerse a la idea. Y eso llevaba su tiempo.
Como Judith había tenido que quedarse con mi padre en la enfermería para cuidar de Rosita, quien me tenía algo preocupada por su estado de salud, les había llevado algo de cena tras cenar nosotros.
Y ahora que Henry nos había presentado a algunos de los chicos que habitaban en Hilltop, aprovechamos para pasar el tiempo con ellos antes de irnos a dormir.
Sentada en el sofá con Rok a mi lado derecho y Henry en la silla a mi izquierda, Addy, Gage y Rotney, de dieciséis, diecisiete y dieciocho años respectivamente, nos explican su día a día en la comunidad con la intención de integrarnos. Al menos a Henry y a Rok, a pesar de que a este no se le da demasiado bien socializar.
Seis años en el bosque no son únicamente cosas buenas, y es que habilidades como esa se pierden con facilidad. Tampoco voy a fingir que a mi es algo que me entusiasme, pero yo volveré a casa y ellos no por ahora.
Es en este instante donde me doy cuenta de que Judith, Henry y Rok, mis únicos amigos, estarán aquí.
Me remuevo en el asiento y recoloco mi pelo en un gesto nervioso que intento ocultar. Y digo intento porque Henry me está mirando raro.
Oh, cómo odio que me mire como si supiera qué me pasa.
Y lo que es peor, seguro que lo sabe.
Addy pone algo de música al colocar el disco de vinilo en el aparato que Rok mira de forma curiosa, haciéndome reír.
—Eh, ¿queréis divertiros? —pregunta Gage con una pícara sonrisa. Se da la vuelta y de uno de los armarios saca una botella de la que da un trago—. Está algo fuerte, pero sienta genial, ¿queréis?
Pego mi espalda al asiento cuando el olor inconfundible del alcohol atiza mi nariz, como si quisiera poner distancia física entre la botella y yo. Addy da un trago y le pasa la botella a Rotney, quien bebe y ríe también.
Mi piel se eriza cuando me ofrece la botella.
—No, gracias —sentencio entre dientes—. He visto lo que esa mierda le hace a la gente.
Gage pone los ojos en blanco.
—Oh, por favor, no seas aguafiestas.
Rotney le da un codazo para que se comporte. Entrecierro los ojos, catalogando a Gage en mi listado de «personas un poquito gilipollas» estrenado por él y en el que va en cabeza. Rok me da un vistazo, queriendo comprobar que estoy bien, a lo que asiento.
Con el recuerdo de mi padre borracho ocupando mi campo de visión de manera fugaz.
Cierro mis ojos unos segundos y cuando los abro, Henry me dedica una disimulada y comprensiva mirada, dejando unos segundos su mano derecha sobre la mía izquierda en el apoya brazos del sofá.
Ni siquiera me quejo, es más, se lo agradezco. Siento mi piel hormiguear ante su cálido contacto.
—¿Y cómo os divertís entonces? —insiste, como si no hubiera más formas de hacerlo que no fueran beber.
Henry carraspea para atraer la atención y que el pesado me deje en paz. Se encoge de hombros.
—A mí me gusta entrenar, se me da bien y me gusta pasar algunas horas a la semana en ello —dice, calmando el ambiente.
—Se te da bien la vara, ¿no? He visto que sueles llevarla contigo —le pregunta Rotney con interés.
—Sí, es mi especialidad. A Gracie se le da mejor la espada, ¿verdad?
Suspiro algo más tranquila con su intento de amabilidad que parece funcionar. Asiento un par de veces.
—Sí, pero a Judith se le da mejor. Si le preguntáis seguro que os dice que no y se hace la modesta —respondo, haciendo reír a Addy—. Lo que realmente me gusta es la mecánica, se me da bien. Podría pasarme horas aprendiendo y tomando apuntes de lo que nos explica mi tío. ¿Verdad, Rok?
Este asiente con una sonrisilla.
—A él también se le da bien la mecánica, aunque se le da bien cualquier cosa —añado, señalando a mi primo al que le doy un codazo juguetón con el que su sonrisa se ensancha—. Pero creo que lo suyo es más la artesanía y la construcción, ¿a que sí? Podría construirnos una casa si quisiera.
Rok ríe cuando le paso el brazo derecho por los hombros y le atraigo hacia mí.
—Bueno, podría intentarlo —asegura altivo, haciéndonos reír con su peculiar sobrebia a los diez años.
—Pues entonces seguro que puedes aprender mucho de los trabajadores de aquí —asegura Addy alegremente—. Hacen grandes trabajos, el granero y los establos son un ejemplo. Creo que quieren ampliarlos, seguro que si te pasas por allí te dejarán aprender todo cuanto quieras.
Miro a mi primo, sonriente y arqueando las cejas un par de veces, en señal de que al final no estará tan mal como cree. Él solo necesita a su familia y sus herramientas para ser feliz.
Gage se carcajea y mira a su amiga como si estuviera loca.
—Pero qué dices, eso es un trabajo de hombres y ellas es...
Mi mirada asesina le hace cerrar su estúpida bocaza.
Henry se tensa en su sitio cuando el silencio se hace, como si estuviera preparado para saltar de la silla.
Y me corazón se rompe cuando Rok agacha la cabeza, como si se hiciera pequeñito a mi lado.
Addy le da un codazo a su estúpido amigo y este se encoge de hombros, poniéndose en pie.
—¿Qué he dicho? Que yo recuerde, Mike tuvo una hija de la que se desentendió, que quiera fingir ser otra cosa ya no es mi problema. Yo no voy a seguirle el juego como vosotros.
Aprieto los dientes y me pongo en pie, sintiendo un calor nacer en el centro de mi pecho. Henry me imita, sin despegarme los ojos de encima.
—¿Y a ti que te pasa? —dice mirándome de arriba abajo, provocando que sus amigos se pongan en pie, preparados para lo que pueda suceder—. No he dicho ninguna mentira al afirmar que es una niña.
Doy un par de pasos hasta quedar a su altura, mirándole a los ojos a pesar de que me saca una cabeza en altura.
Sonrío.
—Y yo tampoco digo ninguna mentira si afirmo que eres un puto idiota, ¿no?
Escucho como a Rok se le escapa la risa y, de reojo, veo a Henry morderse los labios para que a él no le pase igual.
A Gage le cambia la cara. Sus mejillas enrojecen, tiñendo hasta la piel de su cuello.
—Mira, guapa, tienes suerte también de ser una niña, si no...
Mi sonrisa encantadora se ensancha.
—Si no, ¿qué? Yo no tengo ningún problema en romperle la cara a putos idiotas. —Le miro de arriba abajo—. Sobre todo, a los que tienen que beber para armarse de valor, a los que infravaloran a las personas por quiénes son y a los que probablemente sus amigos aguanten porque no les quedan muchas opciones en este mundo. —Me cruzo de brazos y levanto la cabeza para poder mirarle mejor—. Tienes suerte de que los caminantes no se alimenten de cerebros, porque contigo iban a morirse de hambre.
Incluso Addy se aguanta la risa ahora.
—Vámonos, Grace. No merece la pena —dice Henry mirándonos a Rok y a mí.
—Sí, tiene razón —añade este, empezando a caminar hacia la salida.
Rotney y Addy nos dedican una muda disculpa con sus miradas, pero sinceramente, no me importa. Si tu amigo es un imbécil con los demás y tú no dices nada al respecto, para mí pasas a ser igual de imbécil.
Me encojo de hombros, apenada de que la humillación del pobre idiota termine aquí y me doy media vuelta, siguiendo a Henry y a Rok hacia las escaleras.
—¡Sí, mejor lárgate antes de que al principito de El Reino le haga una de tus feas cicatrices!
Me detengo de golpe y suspiro, alzando la vista al techo.
«Oh, mierda, ¿por qué habrá tenido que decir eso?».
Me vuelvo hacia él y le miro, acercándome algunos pasos lentos hasta estar de nuevo a su altura.
—¿Gracie? —me llama Henry en tono dudoso.
Sonrío.
Y le asesto un cabezazo a ese jodido imbécil, con el que le rompo la nariz.
—¡Oh, joder, Gracie! —exclama Henry tras de mí, prácticamente a la vez que Rok.
—Nadie, salvo yo, le llama principito, ¿me has oído, puto idiota? —digo, tomándole con una mano por el cuello de su camisa. Lo suelto de un brusco empujón, por lo que cae al suelo con las manos sobre su nariz. Sus dos amigos le ayudan a levantarse, alejándole, y Henry y Rok tiran de mí.
Miro a Gage por última vez, mostrándole la mejor de mis sonrisas.
Una sonrisa, que se baña de sangre a medida que esta cae a regueros de mi propia nariz.
«Oh, mierda».
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El corazón golpea tan fuerte contra mi pecho que en cualquier momento temo que lo traspase. Bajo las escaleras del sótano de la casa principal de Hilltop con Tara tras mis talones. Mi alma escapa de mi cuerpo cuando la veo tras los barrotes.
Con la nariz amoratada y regueros de sangre seca cayendo hasta sus labios, Gracie me mira, sentada en el camastro de la celda que la retiene, con los antebrazos apoyados en las rodillas. Miro a Tara, exhalando con pesar.
—Es una cría de catorce años, Tara, ¿no es un pelín radical encerrarla?
—Los padres de Gage iban a querer que algo ocurriera al respecto.
—¿Y para él no quieren nada? —replica mi hija, frunciendo el ceño—. Ha sido un capullo que...
—¡Gracie, ya basta! —exclamo mirándola—. Creo que ya has hecho bastante por hoy.
Ella aprieta los dientes y agacha la cabeza, de tal forma que parte de su pelo tapa su rostro. Miro a Tara en forma de súplica, pero esta suspira y pone una mano en mi hombro, alegando que verá qué puede hacer. Es lo último que hace antes de marcharse y dejarnos a solas.
Me giro hacia mi hija hecho una furia.
—¡Cómo se te ocurre!
Gracie se pone en pie, aferrándose a uno de los barrotes.
—¡Se metió con Rok, con Henry y conmigo! ¡Qué querías que hiciera!
Me paseo por el sótano de celdas como si el que estuviera dentro de una fuera yo.
—¿Has probado a pensar por una maldita vez? ¿No has pensado en que nosotros nos iremos, pero Henry, Daryl, Rok y Judith se quedan aquí? ¡Por Dios! ¿Has pensado si quiera en cómo será su convivencia por esto? ¿Puedes, acaso, pensarlo un minuto?
Mi hija chasquea la lengua con sarcasmo, cruzándose de brazos, en pie frente a la puerta.
—He hecho lo que debía.
Mi corazón parece detenerse ante esa frase.
—¿Ni siquiera piensas mostrar arrepentimiento?
Se encoge de hombros y sonríe.
—Por supuesto que no.
Esto no puede ser, no puede ser real que sea mi hija quién esté tras unos barrotes diciendo algo así.
¿Qué clásico de castigo kármico es este?
Cómo ha podido pasar.
Cómo ha podido llegar a esto.
Cómo puede parecerse tanto...
... a mí.
Un escalofrío me sacude de pies a cabeza. Paso ambas manos por mi pelo hasta dejarlas tras mi nuca cuando un profundo agobio me oprime el pecho, acelerando aún más mi corazón.
—¡Tan solo he hecho lo que debía, no es para tanto! —exclama indignada, agarrándose a uno de los barrotes de nuevo—. ¡Tú habrías hecho lo mismo que yo!
—¡Por eso mismo, Gracie! —bramo, girándome hacia ella, abriendo los brazos.
El silencio se hace en la sala de celdas cuando mi grito deja de reverberar por la misma. Mi pecho sube y baja al compás de mi respiración acelerada. Su mano aferrada se afloja cuando me mira a los ojos fijamente.
—¿Qué quieres decir? —susurra.
Cojo aire y le mantengo la mirada.
—Que tienes que ser mejor que yo —sentencio en un murmullo, que suena más a un ruego y una súplica—. Ya lo eres, Gracie. No te pudras como me pasó a mí. No te dejes corromper, no te reduzcas a mi nivel. Sé mejor, mucho mejor.
Mi autodesprecio le atrapa por sorpresa completamente, como si nunca lo hubiera esperado. Parece que le haya dado una bofetada en lugar de decir lo que acabo de decir.
—Cuando hagas algo y creas que está bien solo porque yo hubiera hecho lo mismo... ten en cuenta que eso siempre va a significar lo contrario —musito—. Porque me mataría ver que te conviertes en la clase de adolescente que fui yo.
Sus ojos azules me miran como si me creyera decepcionado con ella. Y no lo estoy, nunca podría estarlo.
En todo caso, lo estoy conmigo mismo.
—Si de verdad te he enseñado que ser como yo es algo bueno... entonces te pido perdón por haber sido una mierda de padre.
Veo como su mirada se anega en lágrimas y traga saliva, incapaz de decir nada. Muerdo mis labios y aparto la mía, devastado.
—Le diré a Judith que venga a curarte eso —murmuro. Me observa sorprendida de que no sea yo mismo quien lo haga, pero ahora ni siquiera puedo pensar con claridad y necesito salir de este sótano asfixiante. Alzo la vista hasta encontrarme con la suya—. Creo que te quedarás aquí al menos un par de noches, te vendrá bien para pensar.
Su boca se abre con asombro al igual que sus ojos.
—¡Pero...!
—Y dame las gracias por ser generoso, porque de estar Carl aquí, probablemente pasarías una semana —sentencio con severidad—. A ver cómo demonios le convenzo de lo contrario en cuanto se entere.
Gracie agacha la cabeza y yo me dirijo hacia las escaleras, subiendo raudo por ellas, incapaz de estar un minuto más ahí dentro.
No sin derrumbarme ante sus ojos.
Apoyado en el antiguo escritorio de Harlan y cruzado de brazos, observo a Rosita entre la tenue oscuridad rota por la iluminación de los cálidos candiles. Su pecho sube y baja calmado, en una lenta respiración a causa de su inconsciencia. Me concentro en eso, intentando despejar mi cabeza de todo.
La imagen de Gracie dedicándome una ensangrentada sonrisa, diciéndome que no se arrepiente de nada de lo que ha hecho, me ha perforado el alma. La llevo tatuada a fuego en mis pupilas. No creo que vaya a ser capaz de ver otra cosa en mucho tiempo.
He intentado que no se parezca a mí.
Lo he intentado por todos los medios.
Incluso alegrándome de que no fuera bilógicamente mía para asegurarme a mí mismo que eso sería imposible.
Pero el fin del mundo y su crueldad son más fuertes que la biología y la genética.
Mucho más.
Paso ambas manos por mi cara, como si eso me ayudara a despejarme. Como si por frotar mis ojos esa imagen espeluznante vaya a desaparecer para siempre de mi retina.
Gracie lo perdió todo el día que mató a Brady.
Cada vez estoy más seguro.
Perdió todo aquello que siempre le quise dar.
La inocencia. La ternura. La esperanza.
Pero aún me queda algo a lo que aferrarme, y es al lado Grimes.
Como un bálsamo reparador, así confío en la bondad de Carl. En todo lo que su corazón haya podido enseñarle e infundirle.
Sí, ese lado dulce y amable también lo he visto en nuestra hija.
Al jugar con R.J. Al cuidar de Judith y Cherokee. Al traer a los desconocidos a Alexandria. Al verla hablar en nombre de ellos, intercediendo para que se queden.
Todavía hay esperanza, todavía hay mucho más.
Y me voy a aferrar a eso como mi único clavo ardiendo, así me deje la piel de las manos pegada en el mismo.
Un suave quejido escapa de los labios de Rosita, haciéndome salir de mi ensimismamiento. Me aproximo a ella con cautela y una pequeña sonrisa, al verla despertar al fin. Abre los ojos de golpe, jadeando aterrada como si acabara de escapar de una pesadilla.
—Tranquila, Rosita, estás en Hilltop —le informo en voz baja, intentando calmarla.
—No... no... Eugene...
Pongo una mano en su mejilla, fijándome en sus pupilas, tomando una pequeña linterna de entre las cosas de Judith para ver la respuesta de sus ojos a la luz.
—Han salido a buscarle —añado—. Estará bien, no te preocupes.
Rosita tiembla bajo mi mano y yo frunzo el ceño.
—No, no... tengo que ir... tengo que ir a ayudarles...
Retengo sus manos intentando calmarla, pues pretende destaparse y salir de aquí a toda prisa.
—Rosita, calma. Daryl, Jesús, Aaron y Mike se las apañarán bien —digo. Pero ella tiembla aterrada, negando con la cabeza—. Y Michonne también ha salido junto a algunos más.
Se zafa de mi agarre e intenta bajar de la cama.
—¡Rosita, basta!
—¡No lo entiendes, Áyax! —brama. El silencio se hace cuando le miro impactado, poniéndome en pie—. No saben a lo que se enfrentan. Los caminantes... los caminantes hablaban...
Arqueo la ceja izquierda y contengo una risita al morder mis labios.
Miro el apósito de su cabeza y asiento, tomando sus manos de nuevo cuando se pone en pie, intentando que se tumbe otra vez.
—Rosita, te has dado un buen golpe en la cabeza...
—¡NO! —ruje, apartando mis manos. Su respiración se acelera, nerviosa—. Sé perfectamente lo que digo. Los oí. Los pude escuchar. Los caminantes... hablaban... ¡Los caminantes hablaban entre susurros!
Mi sonrisa se esfuma.
Mis manos caen a mis costados.
Mis ojos no se despegan de los suyos.
Parpadeo.
Me aproximo a ella con rapidez, tomándola por los hombros bruscamente hasta casi estampar su espalda contra la pared.
—¿Qué has dicho? —susurro con un hilo de voz, mirándola fijamente.
Asustada, Rosita me devuelve la mirada, temblando de pies a cabeza.
—Los caminantes hablaban...
—... entre susurros —completo yo.
Me aparto de golpe como si su contacto me quemara.
Mis manos empiezan a temblar.
Doy un par de pasos hacia atrás.
El temblor se extiende por todo mi cuerpo.
Los caminantes hablaban entre susurros.
Mi espalda topa contra la estantería.
Los caminantes.
Mis ojos se aguan.
Hablaban.
Cubro mi boca con mi mano derecha.
Entre.
Una lágrima rueda por mi mejilla.
Susurros.
Un sollozo escapa de mi garganta.
Alpha.
Mi espalda se desliza.
Beta.
Hasta que quedo sentado en el suelo.
Gamma.
Doblo las rodillas.
—Los caminantes hablaban entre susurros.
Los caminantes hablaban entre susurros.
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La niebla es espesa en mitad de esta noche gris y blanquecina. Flota por el ambiente, serpenteando entre las tumbas y lápidas como una víbora hambrienta de esos seres perdidos que, como moscas, caen atrapados en mi telaraña.
Oh, no huyáis, si escapáis el juego no es igual de divertido.
Hago un puchero triste cuando veo a los pobres indefensos abrir la verja del cementerio, escabulléndose por la pequeña obertura.
¿Pero qué ven mis ojos? ¡Uno decide quedarse a jugar!
Pelo recogido en un moño, barba, ojitos azules... qué pena eliminar a uno así, con lo bien que me lo podría pasar esta noche. ¿Me haría Alpha esta concesión?
Niego con la cabeza.
No la molestaré con nimiedades, puedo conseguirme calor para esta noche en cualquier otro momento.
Lástima que no puedan ver la sonrisa bajo mi máscara. ¿De verdad cree que él solo puede con nosotros? Aunque bueno, ha matado a unos pocos...
Pero eran inútiles.
Inservibles.
Escoria.
Un lastre del que Ojitos azules nos ha liberado.
Incluso le doy las gracias.
El muy confiado se gira para mirar al que parece ser su amado, que le llama tras la verja para que vuelva junto a él.
—¡Jesús! —grita.
Oh, pobre estúpido, ¿cómo se te ocurre distraerle?
A paso lento y cauteloso, me quito la máscara y la dejo caer al suelo.
Desenvaino mi espada corta.
Y apuñalo a mi Ojitos azules en el costado, por debajo de los pulmones, tomándolo por el pelo y lamiendo su oreja, sin dejar de mirar a su amado.
Los gritos de este van a ser la mejor de mis melodías. Su cara, el mejor de mis recuerdos.
Pensaré en eso en la soledad de mi noche.
Me carcajeo.
Hacía tiempo que no cazaba y mi alma ya me lo pedía.
—Estás donde no debes estar, Ojitos azules —siseo en su oído.
Los ojos perplejos de este me miran con horror, abriendo su boca en busca del aire que ya nunca le llegará.
Dos de mis compañeros apuntan con sendas escopetas a los perdidos de la verja para que no cometan ninguna otra estupidez.
Pero cuando Ojitos azules cae de rodillas y yo le acompaño lentamente y sacando mi arma de su precioso cuerpo para envainarla de nuevo, hace algo que no espero.
Sonreír.
—Vas a morir... —me advierte casi sin aliento—. Irán a por ti...
Sonrío de vuelta, encantado con la idea.
—¿Así? ¿Quiénes? —susurro, deseoso de información.
—Mi novio... Michonne... Carol... los Dixon...
Mi mano izquierda aprieta el agarre de su pelo y acerco mi rostro al suyo, con el ceño fruncido.
—¿Los Dixon?
Ojitos azules sonríe de nuevo y por última vez. La sangre cae por las comisuras de sus labios.
—Daryl y... y Áyax...
Mi cuerpo entero se petrifica.
Un ligero temblor se apodera de cada centímetro de mi piel, recorriéndome como una ola de fuego sacada directamente del Infierno.
Áyax... Dixon.
Está... ¿vivo?
Está... vivo.
Áyax Dixon está vivo.
Áyax está vivo.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
Áyax.
—Sigma —siseo en un gruñido.
Cierro los ojos y cojo aire profundamente ante el placentero calor que recorre mi cuerpo, y al hacerlo, puedo olerle como hacía años que no me deleitaba con el aroma de su cuello. Como si estuviera aquí, de nuevo junto a mí.
Y entre mis brazos.
Miro a Ojitos azules y mi sonrisa se ensancha al advertir que le queda menos de un minuto, probablemente.
—Vas a llevarle un mensaje de mi parte —susurro, sonriente.
Frunce el ceño, una convulsión le sacude.
—Cu... cuál.
Tomo el cuchillo de mi cinturón.
Mi sonrisa se ensancha y acaricio su mejilla con delicadeza.
—Tú eres el mensaje.
Clavo mi cuchillo en lo más hondo de sus entrañas, escuchando los gritos histéricos y ensordecedores de su amado y del resto de perdidos, rogándome que pare, súplicandome. Hundo la hoja más y más adentro, rasgando sus vísceras y cortando todas y cada una de las tripas con las que me topo. Ojitos azules se ahoga con su propia sangre y la escupe cuando saco el cuchillo de un brusco tirón.
Y meto mi mano, rebuscando en su interior.
Sangre tibia, carne y piel bañan mis manos y se cuelan bajo mis uñas mientras mis dedos hurgan por el interior de su torso.
Ahí está.
Caliente y palpitando.
¿De qué estaré hablando?
Me carcajeo ante mi broma interna.
A Sigma le habría encantado.
Arranco su corazón cuando lo estrecho en mi puño y lo saco, mostrándoselo ante sus ojos.
Es esto lo último que ellos ven, antes de desplomarse muerto hacia un lado.
Qué decepción, qué poco aguante, qué poco ha durado.
Me pongo en pie sin hacer caso de los lloriqueos y gritos tras la verja. Les miro una última vez.
—Dadle recuerdos a Áyax de mi parte —mascullo con una sonrisa, lanzando el corazón a los pies de ellos—. Puede venir a por mí cuando quiera.
No lo hará, nunca se atreverá.
Es una rata asesina y cobarde.
La verja se zarandea, pero les ignoro. Vuelvo tras mis pasos, secundado por mis compañeros, pensando en la grandiosa noticia que tengo que comunicarle a Alpha y a Beta.
Sigma está vivo.
Y volverá a mi lado, siendo mío de nuevo.
Para siempre.
Deslizo mi lengua por los dedos de mi mano derecha, lamiendo la sangre que queda en ella, y una carcajada brota de mi garganta.
Hoy es noche de celebrar.
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