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Capítulo 35. La Alianza. Parte 1: Un Nuevo Mundo

La cálida luz del alba, que se cuela por el ventanal abierto de nuestra habitación, calienta mi rostro con suavidad gracias al inicio del verano. La calmada brisa le acompaña y mece las cortinas, trayendo consigo el murmullo de las olas que devoran la arena. Abro un solo ojo cuando los tenues y anaranjados rayos de sol me despiertan. Sonrío.

El paisaje es espectacular.

Y casi cada día en esta casa, me despertaba para verlo.

El sol empieza a despuntar, saliendo de su escondite tras el mar y su línea recta e impecable en el horizonte, devorando la luz púrpura de la noche que ya se marcha, dejando paso a los colores y luces de un nuevo día. Y esos rayos, acarician el cuerpo desnudo de Carl en la cama, todavía dormido y a mi lado.

Entre mis brazos.

Sonrío de nuevo y lo pego más a mí, sintiendo su espalda contra mi pecho. Escondo mi cara entre el hueco perfecto que forman su cuello y su hombro. Cierro los ojos e inspiro profundamente, inundando mis pulmones de su aroma y del salitre pegado a su piel tras el baño nocturno en el mar. Dejo un beso justo ahí durante unos segundos.

Sus comisuras se elevan en el inicio de una sonrisa, aún con el ojo cerrado.

—Lo siento, no quería despertarte —susurro sobre su cuello, acariciándole con mi nariz.

Se gira hasta tumbar la espalda en el colchón y me observa sonriente. Su mano se posa en mi mejilla magullada, acariciándola lentamente, delineando mi mandíbula con el dedo índice. Rasca mi prominente barba en un gesto divertido, y desliza la mano hasta el tatuaje en mi pecho, ese en el que pone su nombre. Su mirada se clava en la mía.

No sé cuánto rato nos quedamos así, simplemente mirándonos con una sonrisa. Estoy seguro de que al sol le ha dado tiempo a salir un poco más.

—¿No se supone que da mala suerte que durmamos juntos antes de la boda? —pregunta arqueando una ceja, pues al no llevar su parche de cuero con el que ya se había despedido del vendaje, podía ver a la perfección sus expresiones.

Río.

—Creo que eso es la noche antes. Y dormir, lo que se dice dormir... —respondo con una ladeada sonrisa. Carl se carcajea y golpea mi pecho con suavidad. Uno mi frente a la suya—. Además, aún nos quedan unos días.

Carl sonríe.

—Unos días.

Nos quedamos mirándonos de nuevo unos segundos más, con el silencio rodeándonos y una verdad tacita flotando en el ambiente, junto al sonido del suave oleaje a unos cuantos metros de nosotros.

Nos íbamos a casar.

Eso iba a pasar.

Ojalá viajar al pasado, a la prisión, para decirle a ese crío enfadado y esposado a unos barrotes que el chico que le lee cómics a su lado será su marido dentro de unos años. Solo lo haría por ver la cara de ese Áyax.

Él no sonreiría, solo se quedaría alucinando de que un lunático con la cara plagada de cicatrices le dijera eso.

Pero yo sí que sonrío.

Sonrío todo lo que la felicidad me lo permite. Esa felicidad a la que llevo tiempo acostumbrado.

Tanto, que se me hacía extraño sentir que era algo real.

Que ese sentimiento existía de verdad.

Carl me mira frunciendo el ceño como si pudiera leerme la mente.

—¿Qué? —pregunta.

Me apoyo en mis codos sobre el colchón y le miro.

—Que no quiero esperar más, ¿por qué esperar?

Él se carcajea con fuerza.

—Llevamos cuatro años esperando, ¿no puedes aguantar unos días más?

Niego exageradamente con la cabeza, haciéndole reír de nuevo.

Su risa me hace sonreír.

Sí, llevábamos cuatro años esperando.

Tengo que explicaros tantas cosas...

Cuatro eternos y largos años desde que se lo pedí aquella tarde en Hilltop.

Cuatro años, porque nos habíamos prometido mutuamente esperar y priorizar la reconstrucción y el avance de las comunidades. Porque, realmente, esa fue nuestra principal preocupación en el momento.

Pero ahora todo era diferente.

Ahora Hilltop, El Reino, Alexandria, El Santuario y Oceanside eran el inicio de una alianza.

La Alianza del Nuevo Mundo.

Había costado, pero lo conseguimos.

Nos reconstruimos.

Y ya podíamos empezar a vivir. A vivir de verdad.

Por y para nosotros.

Sonrío y echo la vista atrás. 



Dos meses antes.

Subo al escenario del teatro de El Reino y me dirijo hacia la robusta mesa de madera que hay justo en el centro, bajo la atenta mirada de los allí presentes. Rick y Michonne están a mi derecha, junto a Carl. El primero está medio sentado en la mesa con el bastón a su lado, recostado en la misma, que ya forma parte del hombre como una extremidad más. Michonne mantiene las manos apoyadas en la mesa y Carl tiene los brazos cruzados, observando los cinco pergaminos extendidos a lo largo de esta. Carol y Ezekiel se encuentran frente a mí. Maggie y Jesús están justo a su lado derecho, acompañando a Cyndie y a Tara. Medio metro más allá, alejados, Mike y Laura, ambos cruzados de brazos. 

Mike ni siquiera me mira. Sus pupilas se clavan en el suelo y su mandíbula se tensa cuando siente que le estoy observando. Suspiro y poso mis ojos en Daryl y en Cherokee entre sus brazos, en la esquina derecha del escenario, algo alejados.

Oh, sí, Cherokee... Joder, creo que hay demasiadas cosas que os tengo que contar.

Rasco mi frente con nerviosismo. La pequeña no comprende nada de lo que le rodea, por supuesto, pues tan solo tiene casi cuatro años. Por suerte, está distraída jugando con Relinchitos, porque Gracie se lo ha dejado.

Es difícil que lo comprenda.

Ni yo lo hago.

Porque no puedo entender cómo, siendo Mike su padre, la ha repudiado y despreciado de esa forma.

Porque Anne murió en el parto.

El amor de su vida murió alumbrando a su hija y entre sus brazos.

Ver a Mike llorar y gritar desconsolado, intentando reanimar a la chica fallidamente, es probablemente de las cosas más duras que habré vivido.

Carl tuvo que arrancarlo de su cuerpo inerte, porque se negaba a separarse de ella y debíamos hacerlo.

Cierro los ojos un segundo ante el recuerdo de mi mismo, entregándole a su hija envuelta en toallas sanguinolentas y con lágrimas en mis ojos por no haber podido salvar a su novia. Y entonces dio un paso atrás.

Se negó.

La rechazó.

Grito que había asesinado al amor de su vida, que no era su hija. Que odiaba con fervor que así lo fuera y que no iba a hacerse cargo de un rostro que, cada día, le recordaría todo lo que había perdido. Carl y yo nos quedamos petrificados. Daryl cogió a la pequeña entre sus brazos cuando yo me dirigí hacia él para hacerle entrar en razón, Maggie intentó calmarlo y Rick quiso detenerlo, pero me asestó un puñetazo y se abalanzó sobre mí.

Porque me culpó.

Porque me culpa.

Y porque me culpará.

Así me lo hizo saber.

Así me lo demuestra siempre que me ve.

Quizá era la primera vez en mi vida en que yo no devolvía un solo golpe y solo trataba de esquivarlos. Quizá porque yo también creía sus palabras.

Y desde entonces, cualquier amistad que hubiera existido entre ambos, se esfumó para siempre, llevándose parte de mí mismo con él.

Porque era mi primer amigo de verdad.

Era.

¿Cómo una palabra puede doler tanto?

Él así lo quiso, y así lo quiere. Y yo no soy quién para obligarle.

En mí siempre tendrá un amigo, por mucho que pueda llegar a odiarme.

Se encerró en El Santuario prácticamente sin salir de allí, haciendo de él su refugio, y trabajó día tras día hasta erguirse como el líder de esa ahora comunidad. Esa idea me causaba escalofríos, porque ahora, Mike reflejaba la imagen de Los Salvadores de antaño, aunque estos ya no existían. Su dureza al mirar, su postura al andar, su voz al ordenar.

No me gustaba una mierda verle así, pero era cierto que su liderazgo allí funcionaba, el orden se mantenía.

Y en cuanto a la pequeña a la que abandonó sin mirar atrás, que quedó sin un padre, un nombre o un apellido... en el momento en el que Daryl la cogió en brazos y le miro a los ojos, lo supe. Supe que no volvería a dejarla bajar de ellos jamás.

Ambos nos miramos fijamente y así lo sentimos.

Esa forma de llegar al mundo y quedarte solo desde el momento en el que naces. Que tu padre te repudie, que tu madre casi ni exista y que creas no tener a nadie más aun sin ser consciente de ello. Y entonces alguien te recoge, y tú te acomodas entre la calidez de esos brazos ajenos. Te aferras a ese calor como si te fuera la vida en ello. Porque así es.

Ambos nos miramos, porque ambos lo sentimos.

Y porque ambos lo vivimos.

Porque él tuvo a Merle.

Porque yo le tuve a él.

Cherokee Dixon nació sin saberlo y sin quererlo, igual que todos los Dixon que llegamos a este mundo siendo uno de ellos.

Y tal y como llegamos, nos protegeremos.

Porque nadie más lo hará.

Porque los Dixon no se abandonan unos a otros.

Agacho la mirada ante los ojos verdosos de mi sobrina, que me analizan curiosos. Los aparto, porque su mirada verde y limpia es igual que la de Mike. O al menos antes de que este lo perdiera todo.

Pero, ¿qué otra cosa iba a hacer si, en el momento en el que Anne supo que el parto se complicaba me obligó a prometer que salvaría a la niña en su lugar?

Intenté salvar a las dos, juro que lo intenté.

Por Anne, cuidaría de la niña y de Mike, aunque él no lo quiera.

Siempre.

Y esa era una de las razones por las que Daryl iba habitualmente a El Santuario y pasaba allí unos días, para que Mike intentara pasar tiempo con ella. Pero nunca lo conseguía. Por eso hoy estaba aquí, porque la pequeña volvía de nuevo con nosotros.

Y, como siempre, con una mueca triste en el rostro, sin el brillo en su mirada con el que siempre se marchaba y que, con nosotros, junto a Judith y Gracie, lograba recuperar.

Creíamos que no lo entendía, pero quizá la estábamos subestimando.

Inspiro y espiro para alejar eso de mí.

Carl me mira, y por lo mucho que me conoce, sabe en lo que pienso. Centro mi vista en los pergaminos extendidos, uno a uno, y una pequeña sonrisa se adueña de mí. Observo el último.

«La Alianza del Nuevo Mundo.

Yo, Rick Grimes, en nombre de la comunidad de Alexandria, me comprometo a preservar la Alianza por el bienestar de esta mi comunidad, así como del resto de comunidades que la conforman.

Colaboraremos y ayudaremos a nuestros convecinos siempre que sea necesario, tal y como ellos nos tenderían la mano.

Se garantizarán comida, agua, ropa o armas como bienes primordiales.

Cada comunidad gozará de su propia autonomía, pero la justicia es cosa de todos. La seguridad es cosa de todos. Se castigará, por decisión unánime de todos los líderes de las comunidades, a aquellos quienes no comulguen con estas ideas o pongan en peligro la salud y seguridad del resto, así como la de la propia Alianza.

Si una comunidad cae, el resto le ayudaremos a levantarse.

Por un mundo mejor. Por un Nuevo Mundo.

Firma: Rick Grimes

Testigos: Michonne Hawthorne, Carl Grimes»

Faltaba la mía.

Y por eso estaba aquí.

Realmente, la firma válida era la primera, la de los líderes de cada comunidad. Las restantes, como la de Michonne, Carl o la mía, servían como testigos y garantías de que este documento se había firmado, así como de refuerzo para el resto, asegurando que esas normas van a cumplirse. Y, sobre todo, como relevo por si el líder fracasaba en su misión. En definitiva, éramos los responsables de que esto no sucediera y, si era el caso, subsanarlo en su nombre.

Ni siquiera eran unas normas como tal, eran el inicio. Eran unas bases.

Pero eran algo. Algo, que nos hacía mejores.

Observo como Maggie y Jesús han firmado por Hilltop en su correspondiente pergamino. El Rey y Carol por El Reino. Cyndie y Tara por Oceanside. Y Mike y Laura por El Santuario. Cojo la misma pluma que todos han usado y me inclino sobre la mesa. Doy un vistazo a Rick y este me mira con un destello de orgullo en su mirada cuando me ve dudar.

—El Nuevo Mundo es tuyo, fue tu idea. Tu ilusión —me anima. Da un vistazo al papel bajo mis manos—. Debes estar.

Trago saliva y muerdo mis labios.

Debo estar.

Cojo aire de nuevo para serenarme y parpadeo para que las lágrimas no salgan.

—Fue mi idea, pero lo hemos conseguido todos —sentencio.

Y entonces firmo.

Testigos: Michonne Hawthorne, Carl Grimes, Áyax Dixon

Sonrío.

Áyax Dixon.

Ver mi firma en el pergamino que sentaba las bases de aquello con lo que soñaba desde que tenía catorce años, a mis veinticinco, era sin lugar a dudas la mayor satisfacción de toda mi vida.

Empecé sin saber escribir, y ahora estampaba mi firma en las bases que alzaban el Nuevo Mundo.

Rick se pone en pie, toma su bastón y, tras palmear la espalda de Carl con orgullo, se aproxima a mí y palmea también la mía.

—Lo conseguimos —dice de manera solemne, dejando la mano sobre mi hombro.

Le miro fijamente, con la sensación y el honor de quien ha hecho un gran trabajo.

A él, y a todos.

Porque esto, era cosa de todos.

—Lo conseguimos —repito de la misma forma.

Ezekiel aplaude con alegría y felicidad ante las esperanzas de un nuevo mundo que ya hemos construido, y que seguiremos manteniendo. Algunos, como Jesús, Tara, Carl y Carol, se unen a su aplauso entre risas. Rick me estrecha la mano con firmeza y yo a él. Después, repite lo mismo con el resto de los presentes. Carl me abraza con fuerza y no dudo un segundo en corresponderlo.

—Lo conseguiste, esto es obra tuya Áyax. Es tu Nuevo Mundo —dice en mi oído. Las lágrimas se acumulan al borde de nuestras miradas.

Acuno su rostro entre mis manos y muerdo mis labios.

—Nuestro, Carl. Lo ideé para todos, pero sin vosotros nunca lo habría logrado —sentencio. Carl me muestra la mayor de sus sonrisas—. Por nuestro Nuevo Mundo.

—Por nuestro Nuevo Mundo —sentencia casi sobre mis labios. 



Parpadeo cuando mi mente vuelve al presente.

Carl me sonríe, curioso, al ver mi cambio de expresión.

—Creo que tienes razón, puedo esperar unos días más.

Este ríe y, al haberse apoyado sobre sus codos mientras pensaba, vuelve a dejarse caer en la cama.

—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

Le miro fijamente.

—He tardado once años en ver al fin el Nuevo Mundo con el que soñé —respondo. Deslizo mi dedo índice por la mordedura cicatrizada de su abdomen, acariciándola—. Hemos luchado por él, seguimos y seguiremos haciéndolo cada día. Y el resultado ha merecido la pena. —Subo mi mano hasta su pecho con delicadeza—. Llevo toda mi vida contigo y... sé que la boda es únicamente un simbolismo. No necesito pasar por un altar para reafirmar lo mucho que te amo, porque pienso encargarme de recordártelo cada día. Así que, tienes razón, puedo esperar.

Carl se ha quedado estático bajo mi contacto, observándome como si yo fuera una de las siete maravillas del mundo. Parpadea y balbucea el inicio incoherente de una frase que no termina de pronunciar. Exhala el aire que contiene y ríe.

—Por Dios, ¿qué demonios has hecho con el chico que se moría de vergüenza si le daba la mano en público?

Rompo a reír a carcajadas y me desplomo sobre la cama, escondiendo mi rostro contra la almohada, con Carl uniéndose a mis risas.

Al menos ese chico era alguien.

Ese pensamiento me atraviesa como una flecha directa al pecho.

Tal y como llevaba haciendo desde los últimos cuatro años.

Carraspeo cuando veo que Carl me somete a su habitual escrutinio si ve que mi rostro y mi mirada cambian. Si ve que doy un vistazo a las mordeduras de mi antebrazo, cubiertas por el tatuaje. Niego con la cabeza, en señal de que nada me pasa. Y finjo que todo está bien.

Tal y como también hacía desde los últimos cuatro años.

Trago saliva.

Y le abrazo contra mí.

—No quiero marcharme aún —refunfuño.

—Hoy teníamos que volver pronto, ya lo sabíamos —responde sonriendo, dejando un beso en mi frente.

Resoplo con fingido enfado y él ríe cuando le abrazo más fuerte para aprisionarle.

Para ser honestos, no me molestaba en absoluto volver, solo que amaba estos días entre nosotros. En nuestra casita frente al mar.

Reformarla y hacerla nuestra es, probablemente, la mejor idea que he tenido jamás.

Lo mejor era que ese hecho de volver no rompía nuestra burbuja de felicidad, tan solo la extendía hasta Alexandria. Porque allí lo tenemos todo.

Sonrío con malicia y dejo un seguido de besos desde su mandíbula hasta su clavícula.

—Seguro que algo puedo hacer para convencerte —sugiero guiñándole un ojo.

Este ríe.

Su mirada y su sonrisa quedan enmarcadas por las tenues luces del amanecer.

—Llevas toda la noche intentándolo, créeme.

Me carcajeo con fuerza.

—Vaya, parece que no se me da demasiado bien —bromeo, haciendo un puchero, consiguiendo que ría.

—Oh, se te da muy bien, desde luego.

Me aproximo a él, acercando mi rostro al suyo, hasta que tan solo nos separan escasos centímetros. Nuestras frentes se unen, nuestras narices se tocan, y Carl busca mis labios con los suyos, pero no le dejo besarme.

—Y, aun así, no te he convencido —susurro. Carl sonríe, y la frustración por no poder besarme brilla en su mirada—. Quizá deba jugar mi última carta.

La extrañeza cruza su rostro durante unos segundos y frunce el ceño.

Aparto la sábana que me cubre y salgo de la cama, poniéndome en pie.

Completamente desnudo.

Carl se apoya sobre sus codos. Su mirada me recorre de pies a cabeza, con extrema lentitud, deteniéndose en cada centímetro de piel expuesta.

Es la primera vez en mi vida que le veo tragar saliva.

Una sonrisa ladeada tira de mis labios.

No soy idiota, sé cómo me veo y sé perfectamente que la luz que entra por el ventanal abierto me favorece a la perfección. Puedo sentirlo en como su mirada me devora la piel al detenerse unos segundos.

En mi rostro.

En el tatuaje.

En mis abdominales.

Su sonrisa se ladea y su mirada se oscurece cuando sigue bajando.

—Joder —gruñe.

Mi sonrisa victoriosa se ensancha.

—Voy a bañarme, ¿me acompañas? —pregunto, cabeceando en dirección a la playa.

Carl exhala el aire que parecía contener y cierra su único ojo.

—Vamos a llegar tarde —sisea.

Sonrío todavía más y salgo de la habitación, sintiendo la arena que empieza a calentarse por el sol bajo mis pies.

—Áyax, va en serio —me regaña con una sonrisa maliciosa.

Le miro por encima de mi hombro y echo a correr hasta zambullirme en el agua. El frescor me da la bienvenida cuando me sumerjo y salgo para coger aire de nuevo. Sacudo la cabeza para liberarme del exceso de agua en mi rostro, sonrío cuando soy consciente de que el mar me cubre hasta la cadera y paso una mano por mi pelo, sintiendo las gotas resbalando por mi torso.

—¿Vienes o no? La oferta no durará para siempre.

Carl palmea el colchón con enfado.

Pero con enfado hacia sí mismo por ceder tan fácilmente.

—A la mierda —gruñe liberándose de las sábanas y poniéndose en pie—. Esta me la vas a pagar.

Me carcajeo con fuerza y extiendo los brazos.

—Aquí te espero —sentencio guiñándole un ojo.

Este relame sus labios y me recorre con la mirada, antes de echar correr en mi dirección. Cuando se adentra en el agua su cuerpo impacta contra el mío, me besa con fiereza y me dejo caer de espaldas, arrastrándole conmigo.

Aferrando su nuca, con sus manos en mis caderas pegándome a él mientras devora mis labios, ambos nos hundimos en el mar.

Y en un beso que acaba con cualquier tipo de cordura. 



La verja de Alexandria es abierta por Rosita cuando nos ve llegar y yo me bajo de Sombra para sostenerla por las riendas al detenerme. Carl imita mi gesto, sosteniendo también al caballo que ha tomado prestado. Observo como lo hace, con suma calma y cuidado para que el animal se mantenga siempre tranquilo. Me fijo en su rostro, en cómo la barba de unos días endurece sus rasgos, en cómo ha recogido su pelo en una pequeña, muy corta y baja coleta, pues se había acostumbrado a llevar el rostro despejado únicamente con el parche y a mí me encantaba que así fuera. Sus manos, firmes y endurecidas por el trabajo, se mueven con destreza al sostener las riendas, marcando grácilmente los tensos músculos de sus brazos que se dejan entrever por las mangas recogidas de su camisa de cuadros azul. Horas y horas martilleando en una forja, daban sus frutos.

A sus veinticuatro, ya es todo un adulto como yo, y así me lo demuestra cada día.

Con su aspecto, con sus actos.

Unos dedos chasquean frente a mi campo de visión. Parpadeo y frunzo el ceño.

—¿No has tenido suficiente en la pre luna de miel? —pregunta Rosita, arqueando las cejas repetidas veces, acariciando la mejilla de Sombra, que ya se dejaba tocar con normalidad por cualquiera que le tratara con cariño. Aunque seguía teniendo predilección por mí.

El calor inunda mi rostro y muerdo el interior de mi mejilla.

Carl ríe con fuerza y pongo los ojos en blanco.

—Sois idiotas —digo echando a andar con mi yegua tras de mí—. ¿A que sí, Sombra?

Esta cabecea en respuesta, como si asintiera.

—¿Lo veis? —añado señalándola, enarcando una ceja de forma altiva mientras me adentro en Alexandria.

—¿Cómo diablos le ha enseñado a hacer eso? —pregunta la mujer a Carl. Este se encoge de hombros y niega con la cabeza, haciéndome sonreír.

Ambos siguen mis pasos y nos adentramos en el pueblo.

Con una gran sonrisa, mis ojos se pasean por los múltiples huertos que habían ido prosperando a lo largo de los años en la comunidad. Observo las casas nuevas y recién construidas, cómo las antiguas habían sido reformadas o estaban en proceso de ello, con algunos de los vecinos subidos en escaleras, martilleando en las paredes, serrando tablones, trabajando en las instalaciones eléctricas que proporcionaban las placas solares con la ayuda de Eugene... o cómo otros limpiaban los establos y aseaban a los animales. O cómo Siddiq entraba en la enfermería con un nuevo paciente, cuidando del lugar en mi ausencia.

En definitiva, cómo el pueblo de Alexandria tenía vida propia.

Y esta funcionaba.

—Chicos, llevaré a los caballos a los establos —nos informa Rosita, tomando las riendas del caballo de Carl.

—Espera, te acompaño—comenta este, echando un vistazo a las patas de ambos animales—. Creo que Sombra tiene un problema en la herradura.

Alarmado, me inclino para observar a qué se refiere.

—¿Qué le ocurre? —pregunto con preocupación.

Carl sonríe tranquilo y niega con la cabeza.

—Creo que se le ha soltado una herradura, nada más. Puede que saliera defectuosa y no me diera cuenta —dice poniendo una mano en mi cintura, intentando tranquilizarme.

Suspiro aliviado. Asiento y le entrego las riendas a Rosita, para después palmear con cariño el cuello de Sombra antes de que se marche tras ella y Carl. Que no duda en despedirse de mí con un beso.

—No tardo —dice.

Rosita finge una arcada.

Sonrío con malicia.

—¿Le doy recuerdos a Siddiq de tu parte?

Ella abre los ojos de par en par, al igual que su boca, y se lleva una mano al pecho con ofensa.

—No te cuento nada más. Eres mala, Dixon.

Río a carcajadas.

—No quieras comprobar cuánto —sentencio arqueando una ceja y señalándole con mi dedo índice.

Ríe también y reanuda su paso junto a Carl.

Me enorgullecía ver cómo este había conseguido lo que se había propuesto. Aprender de Earl para, al fin, poder abrir su propia forja en Alexandria, haciendo que nos mudáramos de nuevo a nuestro hogar desde hacía casi tres años. Niego con la cabeza, todavía riéndome de la situación, y me adentro en las calles de la comunidad a paso ligero.

Porque una parte de mí se moría de ganas por llegar a casa.

Y cuando estoy a unos metros del porche, esa voz me recuerda el por qué.

—¡Papi!

Sonrío como nunca en mi vida lo había hecho.

Y como siempre hago cada vez que lo oigo, porque nunca me cansaré de escucharlo.

Gracie salta del regazo de Michonne y baja las escaleras del porche como un rayo. Hinco una rodilla en el suelo y la veo correr hacia mí. Su larga melena negra y lisa ondea a su espalda. Sus ojos, enormes, azules y expresivos, tienen ese brillo de alegría que nunca le abandona. Su piel nívea hace que el fulgor de sus mejillas y sus labios sonrosados destaquen todavía más. Su cuerpecito se estampa contra mí cuando llega a mi altura, tras saltar para que la atrape. Me dejo caer de espaldas y la rodeo entre mis brazos, escuchándola reír feliz.

Y eso, tampoco me cansaré de escucharlo.

—¡Pero qué fuerza tienes! —exclamo, estrechándola con firmeza. Me siento en el asfalto, todavía abrazándola. Su característico aroma a algodón de azúcar invade mis pulmones—. Mi pequeña Blancanieves —musito.

Le miro a los ojos y ella asiente sonriendo, así que sonrío también y comienzo a besuquear su mejilla de forma exagerada.

—¡Puaj! ¡Papi, me llenas de babas!

Abro la boca fingiendo ofensa y dolor, en un gesto de puro dramatismo.

—¡Soy tu padre! ¡Adórame!

—¡Suéltame!

—¡Oblígame! —replico. Gracie rompe a reír y posa sus manitas en mi cara para apartarme. Por supuesto, cedo al momento y finjo que ella tiene mucha más fuerza que yo.

Por eso, y porque siempre dejamos que sea ella quien decida si quiere que le demos besos, abrazos, o simplemente, la toquemos. A menos que sean gestos inocentes.

Porque, igual que con Judith y con Cherokee, me salió solo.

Porque por mi experiencia esta era la mayor de mis normas.

Era una niña de tan solo ocho años, ella decidía.

Porque nadie.

La tocaba.

Sin su consentimiento.

Y lástima le tenía a quién se atreviera a tocar a mi hija.

—Bienvenido de vuelta —dice Michonne, apoyándose en la barandilla del porche con una gran sonrisa en su rostro.

—Lo mismo digo —añade Rick, alzando un vaso de té con hielo, sentado en uno de los cómodos sillones del porche.

Río.

—La vida te trata bien, ¿eh? —inquiero, viéndole descansar a gusto, con las piernas extendidas y el bastón apoyado a su lado.

Me había acostumbrado a verle así en los últimos cuatro años.

Descansado.

En paz.

Feliz.

Sus rizos, que antaño siempre se adherían a su frente perlada en sudor cuando la locura le absorbía, habían desaparecido dejando paso a un pelo corto al raparse la cabeza. Su barba gris y blanca era mucho más prominente y larga que antes. Pero, incluso con pelo corto, más barba y un bastón que ya le permitía andar con total soltura y habilidad, seguía, sigue y seguirá siendo el imponente Rick Grimes.

—No me quejo —responde encogiéndose de hombros—. Aprovecho antes de que partamos para el museo. ¿Es necesario que pregunte si vendrás?

Trago saliva y aparto la mirada.

Gracie me observa curiosa.

—No, no —digo—. Acabo de llegar y tengo cosas que hacer aquí.

—Siddiq se las apaña bien sin ti —añade Judith, sentada al lado de su padre, mirándome con esa cara al más puro estilo Grimes de «a mí no me vas a poner excusas».

Entrecierro los ojos y saco la lengua.

Muy maduro.

Ella ríe y se encoge de hombros con fingida inocencia. Le miro sonriente. Ya tiene unos doce años y es mucho más lista que cualquier niño de su edad. Ataviada con el sombrero de su hermano, recoge su flequillo en una trenza lateral, dejando el resto de su pelo castaño suelto. Viste una camisa de cuadros, unos vaqueros y unas botas similares a las de su padre. Su pequeña espada descansa a sus pies, haciéndome sonreír al verla.

Desde luego, esa cría es toda una Grimes.

Me pongo en pie, Gracie me da la mano y ambos caminamos hasta las escaleras del porche, donde me siento de forma lateral, apoyando mi espalda en la barandilla, y mi hija se sienta en mi regazo.

Mi hija.

Sonrío sin poder evitarlo.

—¿Dónde está papá? —pregunta ella, mientras que con su mirada preocupada escruta las calles del pueblo en busca de Carl.

—Ahora viene, tranquila. Ha ido a los establos con Rosita para ponerle una herradura nueva a Sombra —respondo. Ella apoya su espalda en mi pecho y asiente satisfecha y más tranquila, es entonces cuando dejo un beso en su pelo—. ¿Qué tal te has portado estos dos días?

Gracie se tensa, juega con el bajo de su camiseta azul de manga corta, frota las manos en sus vaqueros y después me mira mostrándome su gran sonrisa a la que, desde hace un mes, le faltan un par de dientecitos inferiores.

—Muy bien —responde con inocencia.

Alzo una ceja.

Miro a Michonne.

Aparta la mirada.

Poso mis ojos en Judith.

Mira las puntas de sus botas como si fueran lo más interesante de su vida mientras muerde el interior de su mejilla.

Mis pupilas se detienen en Rick como mi última esperanza.

Este suspira y da un trago de su bebida. Gracie se levanta de mi regazo y baja con lentitud las escaleras, como si huyera a pasos lentos.

—Le atrapamos hablando con Negan —responde el hombre al fin—. Otra vez.

Abro los ojos como platos.

—¡Gracie! —exclamo con enfado y sorpresa, girando la cabeza hacia ella. Se queda muy quieta, con un paso a medio dar. Resoplo—. No soy un dinosaurio, Grace, puedo verte por mucho que te quedes quieta.

Se vuelve y mira a Rick con los ojos entrecerrados, como si le hubiera vendido ante la policía.

—¡Abuelo! —exclama ella indignada, dando un pisotón en el suelo.

—¡Nieta! —replica este en el mismo tono infantil.

Gracie resopla, cabreada.

—Vuelve aquí —le ordeno. Sigue sus propios pasos de vuelta, sube los escalones y se sienta en el suelo del porche cerca de mí, bajo la atenta mirada de todos—. Sabes que no puedes hacer eso. No puedes verle, ni hablar con él.

Agacha la cabeza y esconde su cara tras su melena, que cae como una cortina negra sobre parte de su rostro. Le coloco un grueso mechón tras la oreja para poder verla mejor y que así no se oculte tras él, pues es un gesto que parece haber aprendido muy bien de Daryl.

—¿Y por qué tú sí puedes? —pregunta, mirándome de reojo a través de la espesura de sus pestañas.

Me quedo recto como un palo.

Parpadeo y balbuceo el inicio de una frase que muere en mis labios, dejándome boqueando como un pez fuera del agua.

—Eso, Áyax, ¿y por qué tú sí puedes? —insiste Rick con ironía, mirándome fijamente. Porque no paraba de recordármelo desde que había descubierto mis asiduas visitas a la celda de Negan.

Que, por supuesto, causaron un gran revuelo.

Tenso la mandíbula y muerdo el interior de mi mejilla.

—No lo sé, dímelo tú —le acuso de igual forma. Rick chasquea la lengua—. Además, no es lo mismo.

—¿Por qué?

—Eso, Áyax, ¿por qué? —vuelve añadir el ex policía, con una sonrisita de suficiencia.

—Rick, no ayudas —gruño.

—Tampoco era mi intención —musita antes de dar el último trago a su vaso.

Froto mi rostro con ambas manos y miro a Gracie. Sus enormes ojos me analizan intrigados, a la espera de una respuesta coherente.

—Porque está encerrado por ser un hombre malo —respondo.

—¿Y por qué vas a ver a un hombre malo?

Rick hace ademán de abrir la boca de nuevo y le asesino con la mirada.

—Me callo —dice.

—Eso espero.

Vuelvo la vista a Gracie y suspiro.

Maldita cría y su inteligencia fuera de lo común para su edad.

No sería biológicamente nuestra, pero esta niña tiene más de Dixon y de Grimes que nosotros mismos.

—¿Por qué vas a verle tú? —pregunto, verdaderamente intrigado.

Ella se encoge de hombros.

—Porque está triste —contesta con la cabeza agachada, jugando con el cordón de sus botas. Hace un mohín con sus labios regordetes, suspira y me mira—. Cuando le hablo por la ventana, sentada en las escaleras, y le pido que me ayude con mis deberes, parece menos triste.

El silencio se hace entre todos nosotros.

Sus palabras son dardos bastante dolorosos que ni siquiera puedo esquivar.

Porque yo mismo había sido testigo de cómo la cordura de Negan y sus ánimos habían ido menguando a lo largo de los años encerrado en esa celda.

Tendría que hacerle una visita.

—Yo solo quería ayudar —termina diciendo.

Judith carraspea.

—No es justo que ella cargue con la culpa —confiesa. Traga saliva y después mira a Rick y a Michonne—. A veces yo también le acompaño a verle.

Rick agacha la cabeza y Michonne toma asiento frente a ella, en el mismo sitio que estaba cuando he llegado, pero no dice nada. Tan solo mira el suelo como si ahí fuera a encontrar las respuestas.

Vuelvo a suspirar y miro a ambos adultos.

—Está bien, ¿cómo se procede ante esto? —pregunto con total sinceridad y el amago de una sonrisa.

Rick exhala y medio sonríe también para después mirar a Michonne.

—Pensaremos en algo, no os vais a librar de esta, señoritas —advierte, dando un vistazo a ambas niñas—. Por lo pronto, no podéis volver a verle.

Tuerzo el gesto y miro a Gracie.

—Una semana castigada sin salir —digo, señalándola.

Ella arquea una ceja de forma altiva.

—Eso será peor para ti que para mí.

—Mierda, es verdad.

Judith y Gracie me señalan.

—¡Una mala palabra! —exclaman a la vez. Se miran entre ellas y alzan los brazos en señal de victoria—. ¡Castigo anulado!

Escondo la cara entre mis manos.

—Eres un genio, de verdad, Áyax —señala Michonne, riendo.

—¡Ah, no, no! ¡De eso nada! —replico, intentando recomponer mi postura de adulto maduro y funcional. Las dos hacen un puchero de hartazgo y Gracie me mira—. Tres días sin salir.

Entrecierra los ojos una vez más.

—Dos —ofrece ella—. Y te puedes comer mi postre en esos dos días.

—Trato hecho.

Extiende su mano y la estrecho con gusto.

Soy un buen padre.

Michonne se carcajea y Rick niega con la cabeza, pinzando el puente de su nariz. Gracie se abraza a mí y yo la rodeo con mi brazo izquierdo.

—Es en serio, Grace. No debes hablar con él. —Su ceño se frunce y me mira. Exhalo con pesadez—. Cuando seas algo más mayor lo entenderás.

—Odio esa frase —masculla, cruzándose de brazos.

«Ya, yo también» pienso.

Odiaba que me la dijeran cuando era un crío, pero odiaba mucho más tener que decírsela a mi hija porque no sabía que otra cosa responder.

¿Por qué ella no podía ver a Negan y yo sí?

¿Por qué él era un hombre malo, y yo, que había asesinado a su verdadero padre, no estaba en una celda?

Ese último pensamiento eriza mi piel. Sacudo la cabeza y trago saliva.

Mis ojos buscan a Gracie a mi lado y me sorprendo al no encontrarla, pero escucho su risa a unos cuantos metros de nosotros. Una sincera sonrisa ocupa mi rostro al verla correr hacia Carl, que la atrapa en el aire y la levanta para estrecharla contra sus brazos. Río cuando se la echa al hombro como si se tratara de un saco de harina y viene hacia nosotros como si nada. Gracie, con medio cuerpo bocabajo, los brazos y la melena colgando, ríe a carcajadas.

Mi corazón podría estallar de felicidad en este mismo instante, estoy seguro.

—Ven aquí, monito —dice él, agarrándola de nuevo para poder bajarla.

Sonrío.

Yo solito había creado toda una lista de sobrenombres para ella: Blancanieves, monito, pequeño ser maligno del infierno...

Eso último era culpa de Judith, ella se había encargado muy bien de enseñarle a ser la travesura personificada tras un rostro angelical. Y lo peor es que no podía quejarme, porque yo se lo había enseñado a Judith.

La broma me había estallado en la cara.

Merecido lo tenía.

Carl deja un beso en mi pelo y después saluda a nuestros padres.

—¿Todo bien? —pregunto. Él asiente.

—Perfecto, Sombra ya tiene zapatos nuevos —responde, haciéndome sonreír. Entonces mira a Rick—. ¿Todo listo para que salgamos?

—Casi. —Rick se pone en pie y toma su bastón—. Tan solo hay que terminar de preparar algunas cosas. Y Daryl tiene que estar por llegar.

—Hablando del rey de Roma —murmuro poniéndome de pie al verle aparecer con Cherokee entre sus brazos, con el asomo de una sonrisa en sus labios, pues la niña parecía muy concentrada en explicarle algo, balbuceando. Y Daryl finge muy bien que lo entiende todo.

Sonrío, feliz y orgulloso. Porque esa imagen me transporta a veintiún años atrás, viéndome a mí mismo, mucho más pequeño, entre sus brazos, intentando explicarle que la pelota se había colado en el tejado y no podía alcanzarla.

Al día siguiente, Daryl, trepando por el árbol contiguo a nuestra casa, la recuperó.

Mi sonrisa se ensancha.

Sin duda alguna, mi hermano era la elección perfecta para esa cría.

—¡Cherry! —exclama Gracie al verla, llamándola por el diminutivo que ella misma había inventado y sin dudar en saltar las escaleras y correr en su dirección.

¡Eisi! —grita la niña, que todavía no pronunciaba demasiado bien, haciéndome reír.

Judith ríe y sale corriendo hacia ellas dos. Daryl deja a la pequeña en el suelo y esta pronto termina en los brazos de Gracie, riendo feliz y estrujando las mejillas de su prima.

Cuando Judith llega a la altura de ambas, las observo.

Ahí estaban.

La Santísima Trinidad de Alexandria, como yo las llamaba.

Tres rostros angelicales de sonrisa traviesa.

La siguiente generación del Nuevo Mundo.

Judith Grimes.

Cherokee Dixon.

Y Gracie Dixon-Grimes.

Esas niñas tendrían el mundo a sus pies algún día. Y que Dios se apiade de quién intentara detenerlas.

Sonrío con orgullo.

Dirijo mi mirada a Rick que, apoyado en la barandilla del porche, sonríe igual que yo.

Igual que Carl lo hace.

Igual que Daryl lo hace.

Michonne pone los ojos en blanco, pero no puede evitar sonreír de la misma forma.

—¿Queréis que empiece a repartir pañuelos para vuestras babas de padres orgullosos? —inquiere.

Me carcajeo y niego con la cabeza. Las tres se dirigen a la zona de césped a unos cuántos metros de nosotros, cercana al estanque que me traía extraños y agridulces recuerdos, donde algunos niños del vecindario juegan a la pelota.

—¿Cuándo nos marchamos? —pregunta Daryl al llegar al pie de la escalera, recién llegado de El Santuario.

—Esperamos aviso de Hilltop y El Reino —le informa Michonne—. Eugene nos lo dirá cuando Carol se ponga en contacto con él por la radio. Mientras tanto, terminamos de preparar algunas cosas.

Daryl asiente.

—Está bien, prepararé las mías y aprovecharé para echarle algo de combustible a la moto —avisa antes de adentrarse en la casa.

—Yo me acercaré a la forja, hay alguien esperando allí y quiero ver si puedo solventarlo antes de que nos marchemos —dice Carl, y cuando está a punto de irse, le detengo por el brazo—. ¿Qué ocurre?

Miro a Rick y a Michonne, y después mis ojos se posan en Gracie.

—Ha vuelto a hablar con Negan —murmuro antes de volver a mirarle.

La sorpresa cruza el rostro de Carl y frunce el ceño. Observa a la niña, que juega distraída a la pelota junto al resto, y después de nuevo a mí.

—¿Otra vez? ¿Por qué? —pregunta alarmado.

Una amarga sensación se extiende por mi pecho. Me sentía como si hubiéramos pillado a nuestra hija fumando a nuestras espaldas.

Solo que, en su lugar, estaba hablando con un preso a escondidas de todos.

Y si los dos casos fueran ciertos, no podría replicarle nada por ambos.

Suspiro sin saber qué responder y rasco mi nuca en señal de nerviosismo. Me encojo de hombros, enmudecido.

—No lo entiendo, le prohibimos que lo hiciera —añade con ligero enfado en su voz—. ¿No puede hacernos caso y ya?

Michonne nos observa enarcando una ceja y con las manos en sus caderas. Rick ríe, apoyando su espalda en la pared de la casa, al lado de la puerta.

—¿Qué? Somos sus padres, debería hacernos caso, lo hacemos por su bien —secundo, respaldando la idea de Carl.

Oigo una carcajada de Daryl desde el interior de la casa, provocando que Rick y Michonne rompan a reír.

—Sí, a vosotros os funcionó muy bien, ¿verdad? —replica la mujer, tomando asiento de nuevo en una de las sillas frente a la mesa alejada, donde hay un par de libros abiertos y algunos papeles.

Pongo los ojos en blanco.

—No es lo mismo, ¿vale? Nosotros éramos...—Rick me mira fijamente, animándome a seguir—. Déjalo estar —gruño.

Entre risas, el hombre vuelve a sentarse en el sillón y Daryl aparece, dejando una mochila y su ballesta al lado de la puerta, para después apoyarse en el marco de la misma.

—Tendremos que hablar seriamente con ella —añade Carl, mirándome.

Asiento, suspirando.

Una discusión a gritos hace que giremos nuestras cabezas en esa dirección, a la zona de césped.

Cherokee llora, sentada en el suelo, con Judith a su lado intentando consolarla. Carl clava con fuerza sus dedos en el brazo de Daryl, que ya ha dado un paso en esa dirección e intenta detenerlo.

—¡La pelota es mía! —grita uno de los niños.

—¡No vuelvas a empujarla! —replica Gracie, plantándole cara al niño, que le saca media cabeza de altura.

—¿Y si no qué vas a hacer? Tan solo eres una niña —se burla, cogiendo a Gracie por el brazo.

Tenso la mandíbula.

Y entonces miro a Gracie, y al enfado que oscurece la luz de su rostro.

Planta los pies en el suelo con firmeza.

Agacha ligeramente la cabeza, pero no la mirada.

Cierra la mano en un puño, pero con el pulgar por fuera.

Y le estampa un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas, haciendo que el niño caiga al suelo.

Abro los ojos de par en par y me llevo el dorso de la mano derecha a la boca, retrocediendo un paso ante semejante golpe que acaba de asestarle.

—Oh, joder ¡Gracie! —grito con sorpresa. Ella se vuelve hacia nosotros, tartamudeando, como si no recordara que estábamos justo ahí.

El niño se levanta, sosteniendo su sangrante nariz, ayudado por su amigo.

—¡Se lo diré a mis padres! ¡Te vas a enterar! —exclama lloriqueando mientras se van a toda prisa.

Carl baja las escaleras del porche como alma que lleva el diablo y conmigo tras sus pasos.

Conmigo, y con todos nosotros.

—¿Cómo se te ocurre? —le regaña, completamente asombrado.

—¡Pero le ha empujado! —replica ella abriendo los brazos, señalando a Cherokee, como si no viéramos la verdad ante nuestros ojos.

Me agacho ante ella y sostengo su mano con la que ha dado el golpe, inspeccionando que no sea nada.

—Ya, pero las cosas no se solucionan así —digo mirándole fijamente, igual de sorprendido que Carl.

Ella me mira, con esos grandes ojos brillando de incredulidad.

—Pero era un abusón, me dijiste que con los abusones sí.

Carl y Rick alzan la ceja izquierda a la vez y exactamente de la misma forma, lo que provoca que un ligero terror me invada.

Niego con la cabeza y el inicio de una frase muere en mis labios.

—Yo no... es decir... a ver, eso no es del todo así —me excuso, pasando una mano por mi pelo.

Carl resopla.

—Gracie, entra en casa, ¿vale? Ahora hablamos.

Me pongo en pie viendo como la pequeña, seguida de Judith que lleva a Cherokee entre sus brazos, se adentra en casa. Carl muerde sus labios y le miro, ofendido.

—Ni se te ocurra fingir que no estás orgulloso de lo que has visto. Ninguno de vosotros —añado, señalándoles.

El chico suspira y una pequeña sonrisa termina por dibujarse en sus labios. Rick aparta la mirada y Daryl ni se molesta en ocultarlo.

—Joder, ¿has visto cómo lo ha hecho? Ha sido un golpe directo —insisto.

—¿Y cómo ha girado la cadera para darle con fuerza? —continúa él, imitando el movimiento que describe.

—Eso ha sido muy Dixon —admite Daryl con orgullo, alzando ligeramente la barbilla.

—De eso nada, ¿esa forma de plantarle cara? Eso es puro Grimes —rebate Rick.

Ya empiezan otra vez.

Y es que ambos se erigirían como sus mayores protectores desde que Gracie llegó a nuestras vidas, aparte de Carl y de mí. Y, por ende, esperaban que algo de sus influencias se reflejaran en ella.

En su día, Carl decidió que le gustaba más que Gracie llevara en primer lugar mi apellido, alegando que yo la encontré y tomé la responsabilidad de hacerme cargo de ella. A mí no me pareció una gran idea, ya que, al fin y al cabo, el apellido que Daryl y yo compartimos con cierto orgullo, realmente lo heredamos de nuestro padre. Y una parte de mí quería que ese legado maldito muriera con nosotros. Pero si algo comprendimos ambos, y así repuso Daryl ese mismo día, es que nosotros habíamos convertido el apellido Dixon en algo muy distinto.

En algo nuestro, algo propio.

Algo que llevar con orgullo en nuestra identidad.

Algo que llevar con orgullo, bordado en la espalda de nuestra camisa.

Y, según él, no había orgullo mayor que compartir apellido con los Grimes.

La sonrisa de Rick y Carl ese día, al escuchar a mi hermano decir aquello, no se me olvidará jamás.

Y eso no quitaba que Rick y Daryl se enfrascaran de vez en cuando en discusiones a modo de broma por ver cuál de los dos apellidos salía a relucir más en Gracie. Por supuesto, era absurdo, pero servía para aliviar la tensión que se instaló entre los dos desde el momento en el que Negan entró con vida en una celda y allí sigue.

Pero el orden de apellidos dejó de ser relevante, y pasó a importarnos una única realidad.

Judith, Gracie y Cherokee eran nuestro legado.

Nosotros éramos los errores del pasado y ellas el aprendizaje para el futuro, fruto de ellos.

Así debía seguir.

Michonne pone los ojos en blanco y carraspeo al verla regañándonos como si fuera la madre de los cuatro.

—Pero no, está mal, eso no... no debe hacerse —afirmo, asintiendo—. Hablaremos con ella.

Trago saliva y desvío la mirada cuando Michonne me asesina con la suya.

—Esa niña no será vuestra, pero la habéis criado vosotros. Y ha crecido con nosotros también —dice confirmando mis pensamientos y comenzando a caminar, dándole un vistazo a la puerta de la casa, por dónde han entrado las tres.

Miro a Carl y me encojo de hombros.

—¿Y qué?

—Pues que no te caracterizas precisamente por pensar antes de actuar —aclara subiendo las escaleras del porche.

Resoplo, negando con la cabeza, echando a andar junto a ellos.

—Ya lo hemos hablado, ¿vale? Soy el primero que no quiere que sea como yo. Y mucho menos como mi yo de ocho años —siseo en voz baja.

—Pues no lo estás consiguiendo, y menos si le animas a ello —me reprocha Michonne, volviendo a sentarse dónde estaba.

Carl me observa con un brillo apenado en la mirada y deja su mano sobre mi hombro.

—Oye, tampoco hay nada de malo en que así sea. Estás vivo gracias a ser quien eres. Todos lo estamos, creo que es mejor así.

Froto mis ojos y niego con la cabeza una vez más.

Las palabras de Michonne han sido como balas certeras, porque tiene razón.

Por suerte, Gracie no podía adquirir hereditariamente nada mío, pero podía aprenderlo. Y parecía hacerlo a pasos agigantados.

La posibilidad de ver a mi yo de ocho años reflejado en ella, me causaba escalofríos.

Distaba mucho de ser aquel niño atormentado que fui. Pero yo también empecé pegándole a abusones, y con la edad de Gracie, maté a mi padre.

Y peor fue todo lo que hice después.

Cierro los ojos con fuerza unos segundos.

Mi garganta se seca ante esos recuerdos y un temblor me recorre.

No, Gracie no podía terminar siendo como yo. Tenía que ser mejor.

—El mundo de ahora no era el mismo que cuando estábamos en la prisión. Se supone que ahora estamos creando algo mejor, ¿y de qué sirve si seguimos manteniendo las mismas costumbres?

El silencio se hace ante la pregunta de Michonne. Muerdo mis labios y me cruzo de brazos, perdiendo mi mente y mi mirada en el cielo azul y resplandeciente sobre nosotros.

—Quiero que sea mejor que yo, solo eso —termino por decir casi en un susurro preocupado.

Me negaba a creer que las niñas crecerían como crecimos nosotros, y era cierto que no lo hacían. Porque tenían muros que les protegían, familias que les querían, una educación en la que basarse y poder diferenciar lo moralmente reprobable de lo que no.

Pero existía un hecho innegable. Y es que, si el mundo no era el de antaño, los niños tampoco.

Era como si hubieran adquirido ese trauma a través de nosotros. De nuestra forma de pensar, de actuar, de hablar.

El alma se me helaba solo de pensar en que Gracie tuviera que vivir alguna vez con la sensación de la muerte acechando tus talones.

Que tuviera que huir.

Que tuviera que luchar.

Que tuviera que matar.

Carraspeo cuando mi garganta se seca todavía más.

No, la protegería de todo eso.

Eso no iba a sucederle a ella.

Gracie no sería como yo.

Nunca.

—¿Hablas tú con ella? Yo tengo que irme —pregunta Carl, interrumpiendo mis pensamientos.

Suspiro.

—Ve tranquilo, yo me encargo.

Él asiente, dando un vistazo hacia el interior de la casa algo intranquilo, pero le insto a marcharse sin problema y termina aceptando. Observo como se pierde calle abajo por donde ha venido en dirección a la herrería, que estaba situada cerca del establo.

Cojo aire y lo suelto con pesar. Doy un vistazo a Rick, a Michonne y a Daryl.

Está bien, era hora de actuar como se supone que lo hace un padre. 



Golpeo con los nudillos la puerta de la que era mi antigua habitación a la espera de una respuesta, que me llega en un murmullo bajo y de voz queda. Abro con sumo cuidado y me adentro, cerrando la puerta tras mi espalda.

Gracie está sentada en medio de la cama, con la vista fija en el exterior de la ventana, donde pueden verse las ramas de los árboles meciéndose con suavidad por la brisa veraniega de esta mañana. Entre sus manos tiene un libro sobre piratas al que no presta atención y que ha leído cientos de veces. Observo la habitación que antaño me pertenecía, y cómo esta no había cambiado ni un ápice desde entonces. Las mismas paredes, los mismos muebles, los mismos libros de medicina, las mismas katanas colgadas en la pared.

Aparto la mirada y carraspeo.

—¿Cómo te encuentras, cielo? —pregunto, captando su atención.

Ella se encoge de hombros, cerrando el libro y dejándolo a un lado, sobre la almohada.

—Bien.

Suspiro y me aproximo, sentándome en la cama. Recoge el pelo tras sus orejas, pues siempre le cae por el rostro.

—Espera, te ayudo —sugiero, acariciando su melena.

—Vale —musita.

Con cuidado de no hacerle daño, peino su pelo con mis dedos, de forma lenta y calmada. El silencio se hace entre ambos mientras yo divido su pelo en tres partes.

—¿Estás enfadado? ¿Lo está papá? —pregunta. Y no dejo pasar el tono triste que tiñe su voz.

Lo que me provoca un pequeño pinchazo en el pecho.

Niego con la cabeza.

—Para nada, monito —respondo, comenzando a trenzar su pelo—. No estamos enfadados contigo. En todo caso, con el niño que ha empujado a Cherry.

Gracie levanta la cabeza y me mira con complicidad.

Ambos sonreímos.

—Pero, aun así —matizo, arqueando una ceja—. Lo que has hecho no está bien. Le has plantado cara y eso está genial, pero deberías haber encontrado otra alternativa que no sea golpearle. Lo entiendes, ¿verdad?

Ella asiente con la cabeza.

—Solo quería proteger a Cherry, como hacéis todos —confiesa. Sus grandes ojos me dan un vistazo por encima de su hombro—. A ella también le abandonó su padre, como a mí. No quiero que nada le haga estar triste cuando está con nosotras.

Carraspeo cuando me atraganto con mi propia saliva.

Mis dedos se quedan congelados entre los mechones de su pelo.

Cierro los ojos, inspiro y espiro.

Vale, no me juzguéis. ¿Qué se supone que le iba a contar? ¿Qué yo asesiné a su padre delante de ella?

—Bueno, no es lo mismo, monito —murmuro casi sin voz—. No sabemos lo que pasó con tus padres...

—Me encontraste sola en una cabaña del bosque cuando tan solo tenía cuatro años, ¿no? —pregunta interrumpiéndome, jugueteando de nuevo con los cordones de sus botas.

Trago saliva y alzo la vista al techo, agradecido de que no pueda verme porque está de espaldas a mí.

Mis manos han empezado a temblar.

—Sí —miento. Parpadeo para disipar las lágrimas que se acumulan al borde de mis ojos—. Pero no es...

—Pues si estaba sola, es que se fueron —concluye con enfado y algo de decepción hacia esas figuras paternas que desconoce.

Y que no existen.

Porque su padre no le abandonó a voluntad.

Porque esa historia es mentira.

Porque yo le maté.

—No tiene por qué ser así, Grace —añado, intentando que se deshaga de ese sentimiento de abandono que parece acongojarla—. Quizá salieron... y les ocurrió algo. —Carraspeo—. Es muy difícil de saber, no pienses en eso.

Yo también crecí con esa sensación de abandono clavada en el pecho y sé lo que se siente. Pero no tenía ni idea de la cantidad de dudas diferentes a las mías que podía provocarle ese hecho. Preguntarse qué ocurrió con sus padres, a cuál de los dos se parecería más, si le querían de verdad, si tenía más familia.

A más intentaba protegerla queriendo que nada le pasara, más traumas terminaba perpetuando en ella.

¿Cómo iba a ser yo el que espantara sus pesadillas si también era quien se las provocaba?

Tenso la mandíbula ante todo ese torbellino de ideas.

Termino de peinar su pelo con habilidad y en cuestión de segundos en una trenza larga y perfecta. Ella me sonríe agradecida y yo le devuelvo la sonrisa, intentando no fragmentarme en mil pedazos ante sus ojos. Se acerca a los pies de la cama y se sienta con las piernas colgando, yo me aproximo a ella y me siento a su lado. Balancea sus pies de forma inocente, clava sus pupilas en las dos katanas colgadas en la pared y me sonríe.

Esa es una de las cosas que me encantan de ella, como pasa de la tristeza a la sonrisa en segundos. La inocencia y la felicidad de los niños, supongo.

Miro ambas armas, después a ella y arqueo una ceja.

—¿Algún día me las dejarás? —pregunta en una sonrisa infantil e inocente, mostrando todos sus dientes, incluidos los huecos.

Río.

—¿Quieres aprender? —inquiero en respuesta, francamente sorprendido.

Ella se encoge de hombros, algo avergonzada, y el rubor pronto empieza a extenderse por sus mejillas. Dormir cada día frente a dos katanas colgadas en la pared debía de condicionar a cualquiera.

—Papá y el abuelo nos enseñan a disparar, la abuela enseña a Judith a usar su espada... y me gustaría aprender también —confiesa tímidamente, con la mirada fija en la punta de sus botas—. ¿Te parece bien?

¿Qué si me parece bien que mi hija quiera aprender a manejar la espada para algún día usar esas katanas con las que tantas vidas he segado?

Trago saliva.

Las palabras de Michonne habían empezado a taladrarme el cerebro en su día, hasta enquistarse en lo más profundo de mi ser. Tiempo atrás, cuando ya mantuvimos una conversación similar a la de hoy respecto a algunos comportamientos rebeldes de Gracie, el temor a que mi hija se pareciera en algo a mí se había sentado cómodamente al lado de esa voz que me recordaba día tras día que yo ya no era nada ni nadie por no ser inmune.

Me aterraba ver en Gracie un solo ápice del niño y adolescente que fui.

Porque ella es la bondad y pureza personificada.

Ella es un ángel al que había manchado de sangre con mis actos sin merecerlo, arrancándola de su lugar de origen.

Yo era un demonio, que con toda la lista de actos atroces que había ido cometiendo a lo largo de mi vida, podía sentarme en el mismísimo trono del Infierno y suplantar a Lucifer en su trabajo sin que nadie notara la diferencia.

Incluso si eso sucediera, el mundo se volvería un lugar aún más oscuro.

Sacudo la cabeza suavemente, intentando deshacerme de toda esa fragilidad que se ha ido apoderando de mí a lo largo de estos últimos cuatro años.

—Sí, claro, todo aquello que sirva para que puedas protegerte... me parece bien —termino por decir.

Y, en parte, era cierto.

Me tranquilizaba el hecho de que Rick y Carl le enseñaran a disparar. Si bien es cierto también que Gracie y Judith a penas salían de la comunidad a menos que fuera para ir a otras, no me parecía mal que empezaran a tener nociones básicas de defensa. Al fin y al cabo, los muertos seguían reviviendo a nuestro alrededor y era mejor estar preparado.

Prefería prevenir que curar.

—¿A qué edad aprendiste a usarlas? ¿Y por qué dos?

Río.

—Estás en la edad de las preguntas, ¿eh?

Me da un manotazo en el hombro, ofendida, y río todavía más. Me siento en el suelo con las piernas estiradas y ella se tumba bocabajo en la cama, apoyando la barbilla bajo su mano izquierda sobre el colchón, al borde del mismo. Sus deditos de la mano derecha empiezan a deslizarse por mi pelo, como si me acariciara y peinara a la vez.

—¿Por qué nunca me cuentas cosas de cuando tenías mi edad? —pregunta—. Papá siempre me cuenta cosas de su infancia, de cómo el abuelo le enseñó a montar en bicicleta o le preparaba tortitas... ¿me enseñarás a montar en bicicleta y me harás tortitas?

—Te haré una bicicleta de tortitas si dejas de hacer preguntas.

—¡Eres tonto! —exclama ella riendo, dándome otro manotazo suave, pero esta vez en la nuca.

Me uno a sus risas y niego con la cabeza.

No podía contarle nada de mi infancia, porque no la tuve.

No la hubo.

No existió.

Trago saliva cuando la sequedad invade de nuevo mi garganta y relamo mis labios. Me encojo de hombros.

—No hay nada que contar, Gracie —respondo, con la cabeza ligeramente agachada—. Solo éramos Merle, Daryl y yo. Y Merle ya no está.

Me mira y asiente.

—Lo sé, el Tío Daryl me habló de él.

Enarco una ceja en su dirección.

—¿Y de qué más te ha hablado el Tío Daryl? Porque quizá deba afeitarle una ceja mientras duerme.

Gracie ríe a carcajadas y niega con la cabeza, tironeando juguetonamente de un mechón de mi pelo.

—No mucho más. Eso, y que una vez le tiraste una piedra en la cabeza a un niño.

Abro la boca y me llevo una mano al pecho, fingiendo un grandísimo ultraje en un gesto muy teatral.

—¿Y de verdad crees que yo sería capaz de hacer algo así? —pregunto, haciendo que ría todavía más—. En mi defensa diré que el niño se lo buscó.

Ella pone los ojos en blanco y se gira en la cama hasta tumbar su espalda, dejando que su cabeza cuelgue al borde del colchón.

—Deberías haber buscado otra alternativa que no fuera golpearle —dice imitando mi voz de forma burda.

Mi boca se abre, por primera vez, con ofensa real y entrecierro los ojos.

—¡Cómo te atreves! —exclamo clavando mi dedo índice en su mejilla—. Te has quedado sin bicicleta de tortitas.

Gracie ríe de nuevo y se vuelve otra vez sobre la cama. Pasa sus brazos por mi cuello y aprieta su mejilla derecha contra la mía izquierda, después de dejar un pequeño beso sobre mis cicatrices.

Mis labios se estiran en una sonrisa y descanso mi mano derecha sobre su antebrazo, trazando círculos sobre su piel con el pulgar.

Cuando en su día me preguntó por ellas, le expliqué que una vez me encontré con un lobo negro y enorme en el bosque y que, tras pelear con él por mi vida, este huyó para siempre no sin antes dejarme un ingrato recuerdo. Era una de esas historias que le encantaba y siempre me pedía que le contara antes de dormir.

Después de todo, al final Negan tenía razón.

Absorbo este momento como un regalo único y especial entre ambos.

Unos segundos de paz y calma en mitad de la mañana.

Un tiempo entre padre e hija.

—Papi —dice con su mejilla todavía pegada a la mía.

—Dime —respondo, mirándole de soslayo.

Gracie parece rebuscar en su cabeza las palabras correctas que debe decir. Coge aire y muerde sus labios hasta convertirlos en una fina línea.

Mi sonrisa se ensancha.

—Lo entiendo.

Frunzo el ceño fugazmente.

—¿El qué?

—Que no quieras contarme nada de tu pasado.

Mi cuerpo se queda rígido ante sus palabras.

Siento como si mi alma se escapara de mi cuerpo solo ante la idea de que alguien le haya podido contar si quiera una ínfima parte de mi vida.

—¿Por qué? —susurro, incapaz de mirarle, manteniendo la vista fija en el escritorio frente a mí.

Ella apoya su barbilla sobre mi hombro izquierdo.

—Porque el brillo de tus ojos se va cuando te pregunto por él —responde. Comienza a acariciar las flores y espinas del tatuaje, que queda expuesto en mi antebrazo al llevar las mangas de mi camisa negra dobladas hasta los codos. Giro mi cabeza lentamente hacia ella y sus pupilas se clavan en las mías—. Y no me gusta cuando eso pasa, así que no te preguntaré más sobre eso, ¿vale?

Simplemente, enmudezco.

No soy capaz de responder nada.

Ni de pensar nada.

Solo mantengo todas mis fuerzas en que ni una sola lágrima se atreva a asomar por mis ojos.

Para no confirmar del todo sus palabras.

Porque no quiero que absolutamente nada le preocupe.

Muerdo mis labios, asiento y sonrío frágilmente.

—Vale —musito en voz baja y casi quebrada.

Ella sonríe también.

—Eres bueno —añade—. Y te quiero mucho.

Y entonces vuelve a estrechar su mejilla contra la mía.

Cojo aire y limpio rápidamente una lágrima huidiza que ha escapado de mis barreras.

Mi niña.

Mi ángel.

Mi pedazo de cielo en la tierra.

—Y yo a ti, mi pequeña Blancanieves guerrera —respondo, haciéndole reír—. Yo también te quiero, en este y en mil apocalipsis más.

Su sonrisa se ensancha y deja un beso en mi mejilla.

Antes de ponerme en pie deposito un beso en su frente, sacudo mis pantalones y, mientras camino hacia la salida, observo la habitación.

—Si quieres, podemos intentar decorar el cuarto a tu gusto, ¿te parece? —le pregunto, con una mano apoyada en el pomo de la puerta y la otra en el marco. Ella asiente con fervor e ilusión y yo río—. Y ya sabes, nada de pegar puñetazos, hablar con Negan o todo lo que tenga que ver con no hacernos caso a ninguno.

Gracie resopla, dejando caer sus brazos extendidos por el borde de la cama en un gesto de protesta muy dramático.

—Hazme caso o quemaré a Relinchitos —añado en voz alta, cerrando la puerta tras mi espalda, escuchando sus risas salir de la habitación.

Quedándome con ese sonido en mis oídos.

Y su sonrisa en mi mente.

Pero la mía se esfuma en cuanto dejo la habitación atrás.

Limpio rápidamente todas las lágrimas que empiezan a brotar sin control de mis ojos.



Abro la puerta del sótano de la casa principal, suspirando aliviado al ver que no hay nadie guardándola ni en el exterior ni en el interior. Cierro y apoyo mi espalda en ella.

—¿Estás bien?

La voz de Negan me sobresalta, aun sabiendo que está ahí, pues he venido expresamente a verle. Me giro hacia él y asiento, tragando saliva. Sus ojos, cansados y ojerosos, me observan de arriba abajo desde su posición, sentado en el suelo con las rodillas dobladas y los antebrazos apoyados en ellas.

Y, por supuesto, no se cree una mierda.

—La próxima vez que quieras que suene creíble, espera unos minutos —dice, señalando mis ojos—. Tienes los ojos enrojecidos y las lágrimas acumuladas. Así que, o bien has fumado hierba y te ha provocado un mal viaje o has estado llorando.

Un sonido similar a una risa escapa de mí. Pego mi espalda a la pared y me deslizo por ella hasta quedar sentado en el suelo, a su lado, y en su misma posición. Tan solo nos separa la verja de barrotes.

—Ojalá fuera por lo primero.

Negan ríe sin ganas, igual que yo. Giro la cabeza hacia él para observarle con decisión, pues no me había percatado de algo que no debería haberme pasado inadvertido. Su rostro, ajado por el tiempo y la amargura, tiene un reguero de sangre seca que nace de su ceja y el puente de su nariz, recorriendo parte de esta. La piel de la zona está completamente amoratada.

Incómodo por mi análisis sorprendido, Negan vuelve la cabeza al frente, para impedirme poder ver más. Sus ojos, vacíos y carentes de brillo alguno, se anegan de lágrimas.

—Joder, Negan, ¿otra vez? —murmuro.

Él no responde. Y sé que no lo hará.

Cada año aquí metido, había ido acabando con cualquier resquicio de cordura que pudiera quedarle, hasta hacer que el Negan que conocí, se esfumara. Tan solo era una fachada que sacaba a relucir muy de vez en cuando si alguien que no fuera yo le visitaba. Pero conmigo, ese Negan no existía.

Me pongo en pie a toda prisa.

—Voy a curarte eso —sentencio, adentrándome en el interior de la casa, escaleras arriba, ignorando sus palabras que quieren detenerme.

En cuestión de segundos he vuelto con el botiquín que había en el baño. Cojo la llave de la celda y la abro, adentrándome en ella sin temor alguno. Le miro fijamente.

—Siéntate en la cama —le ordeno.

Negan, con la cabeza todavía agachada e incapaz de mirarme, obedece. Cojo la pequeña banqueta y me siento frente a él, dejando el botiquín sobre la caja de madera que le servía como mesita de noche. Suspiro y observo la celda a mi alrededor.

La tristeza que hay en ella.

Una caja con algo de ropa se encuentra en la esquina izquierda, un cubo vacío, donde Negan hacía sus necesidades habitualmente, está a mis espaldas. A mi derecha en el suelo, un montón acumulado de libros, algunos ya leídos y otros que, pese a sus reticencias, le había traído nuevos. Las mantas raídas y viejas de su cama deshecha me hacen poner en duda que realmente pueda abrigarse por las noches. Y es que, incluso siendo verano, parecía que en esta celda hiciera frío siempre. No sé si por sus paredes grises iluminadas por la triste y pequeña ventana por la que apenas entra luz, o por el pesar y amargura que se respira en ella.

Mis ojos se posan en Negan, en cómo mantiene la mirada perdida en el suelo. En su pelo corto y rapado, en el que se mezclan el gris y el blanco porque el negro hace tiempo que desapareció. En su barba demasiado larga, de varios meses sin afeitar.

Y es que antes podíamos permitirnos ofrecerle una navaja una vez por semana para que, bajo nuestra supervisión y tras su ducha diaria para la que tan solo tenía unos minutos, se afeitara o que alguien lo hiciera. Así como mantener corto su pelo. Pero ahora, no podíamos arriesgarnos a darle algo que podía ser un arma con la que cometer alguna tontería.

No hacia nosotros, sino hacia sí mismo.

Hasta ese punto había llegado Negan.

Y como no tenía nada con lo que poder escapar de esta celda, no físicamente si no en un sentido más mortífero, había empezado a autolesionarse.

Un escalofrío me recorre cuando me veo a mi mismo en él.

En aquel cubículo de El Santuario.

Ignorando esos pensamientos, abro el botiquín y me hago con una gasa que empapo en agua oxigenada. Sin que este se permita emitir un solo quejido, limpio su herida con sumo cuidado.

Joder, ¿cómo habíamos llegado a este punto?

Si, de nuevo, pudiera ponerme en contacto con el Áyax del pasado, con el chico que estuvo en el claro arrodillado ante Negan y le dijera que esta misma situación iba a suceder... que yo iba a curar las heridas de un Negan encerrado en una celda... ese Áyax me asesinaría sin piedad, maldita sea.

Carraspeo, intentando aliviar la sequedad de mi garganta.

—No puedes seguir así, Negan —murmuro, rompiendo el tenso y doloroso silencio entre ambos. Doy un vistazo a la bandeja con comida que descansa en el otro extremo de la cama, sin tocar—. No puedes... continuar haciéndote daño y negándote a comer.

Traga saliva y se remueve algo incómodo.

—En aquella colina... qué pasó con... ¿acaso sigue allí? —pregunta con un hilo de voz ronca.

Mis manos se detienen y su mirada se posa en la mía.

—¿Te refieres a Lucille?

Negan muerde sus labios y aparta la vista.

—Todos me dicen que nadie lo sabe, que suponen que nadie se hizo cargo —añade. Y no dejo pasar el tono de dolor en su voz.

Porque le dicen eso, para hacerle daño. Para jactarse de él.

Porque creen que es un loco enamorado de un bate.

Y, realmente, no saben que su mente creo una conexión con su mujer a través de ese objeto. Le mantenía aferrado a ese pasado. A su recuerdo.

Con él, Lucille seguía a su lado. Con el tiempo lo comprendí.

Es la razón por la que yo mantengo mis katanas ancladas a la pared.

Por la que mantenía el cuchillo de mi bota.

Trago saliva duramente.

Mis manos tiemblan cuando las alejo. Dejo la gasa en una bolsita aparte y me hago con una nueva, que empapo del ungüento a base de plantas que hicimos Siddiq y yo.

—La tengo yo —sentencio.

Su mirada se alza con sorpresa.

Ignorando ese hecho, comienzo a pasar la gasa por sus heridas, impregnándolas de la crema. Cojo aire y exhalo con pesadez.

—Días después, volví a la colina sin que nadie se enterara y la recuperé —añado, sin saber muy bien por qué lo digo. Y es que a mi complicidad con Negan le acompañaba esa facilidad para hacer que le confesara hasta el más oscuro de mis secretos—. Está en vuelta en un trapo, escondida en el desván.

Junto con mi espada.

Mi pistola.

Y mis cuchillos.

Porque, al igual que él, llevaba cuatro años sin usar nada de eso.

Supongo que una parte de nosotros murió en aquella colina.

Supongo que dejamos de ser los mismos ese día.

Negan suspira aliviado y cierra los ojos.

—Te lo agradezco.

Asiento.

—No hay por qué.

El hombre sonríe fugazmente.

—Sí lo hay, no todos habrían hecho lo mismo. Nadie lo habría hecho, realmente —matiza. Emite un pequeño quejido cuando el ungüento empieza a escocerle y me disculpo por eso.

Me encojo de hombros y le dedico una pequeña sonrisa altiva.

—Porque no todos te conocen como yo.

Me alegra ver que mi frase consigue hacerle reír. Hacía tiempo que no le veía así. En parte, saber el estado de Lucille debía haberle hecho sentir mejor. Pero la realidad cae sobre mí de nuevo, cuando observo sus heridas y la piel amoratada.

—Y por eso sé que conocer el paradero de Lucille no te ha quitado las ganas de reunirte con ella, ¿verdad? —inquiero mientras dejo la gasa manchada junto a la otra. Apoyo mis codos en mis piernas y entrelazo mis manos.

Negan alza bruscamente la cabeza cuando doy directo en el clavo, porque sabe que no me refiero al bate. Le veo tragar saliva con dificultad cuando su rostro se ensombrece. Rasca su barba y no da una respuesta clara.

Porque su reacción ya me la ha dado.

—¿Por qué me mantenéis con vida? —gruñe entre dientes. Sus ojos se enrojecen por las lágrimas que acumulan—. ¿Por qué no me mató en aquella colina? ¡Por qué mierda Rick no lo hizo! ¿Porque esto era peor? ¿Os convierte en mejores hacerme sufrir durante el resto de mi vida en lugar de matarme?

Y en esas preguntas cargadas de ironía y rencor, tiene parte de razón.

Sí, mantenerle con vida nos hacía mejores.

Hacerlo en estas condiciones, no.

Suspiro y froto mi rostro con ambas manos.

—Soy el primero que quiere ayudarte en esta situación, pero si tu no colaboras será imposible —respondo abruptamente. Le miro con dolor y algo de enfado—. Si no pones de tu parte, si no haces por demostrar que has cambiado y que estás dispuesto a hacer algo de provecho, jamás saldrás de aquí. Jamás lograré convencer a alguien de que ya no eres el mismo.

Negan sonríe con malicia.

—¿Y qué te hace pensar que ya no soy el mismo? ¿Qué te hace pensar que he cambiado? —pregunta, mostrando esa faceta.

Esa faceta de un personaje que ya no tiene cabida en él.

De un personaje que ya no sirve en este mundo.

Sonrío con el mismo destello de cinismo.

Somos dos personas encarnando a sus monstruos internos, cuando ya nos los sentíamos unidos a nosotros.

Somos dos personas fingiendo que todo está bien.

—Porque la puerta de la celda lleva media hora abierta a mi espalda y ni siquiera has hecho ademán de levantarte.

Pareciera que el mundo acaba de caer sobre la espalda de Negan ante esa aplastante realidad.

—Tú no quieres salir de aquí, porque crees realmente que no hay nada para ti ahí fuera —replico, señalando la minúscula y rectangular ventana por la que él veía la vida pasar—. Y quizá tengas razón. Para el Negan de antes ya no hay nada, nunca lo hubo en realidad. Pero, ¿para el de verdad? ¿Para el que yo conozco? Déjame decirte que las cosas pueden ser diferentes.

El silencio invade la celda. Tan solo se oye el ruido de fuera.

La vida que hay fuera de estas cuatro paredes.

—Os habéis aferrado a esa frase, ¿eh? A que las cosas pueden ser diferentes —es lo único que consigue decir.

Ambos sonreímos.

—Porque en el fondo sabes que es verdad —sentencio.

Negan suspira.

—Rick nunca dejó entrever que me daría una especie de libertad condicional en algún punto.

—Puede que no, pero las personas cambian. Tú deberías ser la prueba de ello —replico, ganándome que su mirada se pose en la mía sin demasiada seguridad en mis palabras—. Quizá pueda convencerle con el tiempo, quién sabe. Pero yo solo no podré hacerme cargo de eso.

—¿Qué le pedirás? ¿Un tercer grado?

Ambos reímos por sus palabras. Niego con la cabeza.

—No lo sé —murmuro en respuesta—. Pero si de verdad quiere hacer de esto algo diferente, dudo mucho que pases el resto de tu vida aquí metido. A menos que no pongas de tu parte.

Negan traga saliva y pasa una mano por su pelo con frustración, como si sopesara todas y cada una de mis palabras sin depositar demasiada fe en ellas. Porque le conozco como para saber que una parte de él sigue pensando que es el mismo de antes y que por eso merece esto.

Suspira con pesar.

—¿Y qué hay de ti?

Su pregunta me atrapa por sorpresa y frunzo el ceño.

—Has entrado como si huyeras de algo, con signos evidentes de que tampoco estás bien. ¿Esto no es como una especie de terapia en la que ambos le contamos nuestras mierdas al otro? Pues entonces habla —aclara ante mi expresión—. También te pasa algo, ¿no es así?

Muerdo el interior de mi mejilla, me enderezo y suspiro con pesadez.

Doy un vistazo al plato de comida.

Y Negan pone los ojos en blanco.

—Un trato es un trato —digo encogiéndome de hombros, esbozando una pequeña sonrisa.

Este asiente y, mientras aproxima la bandeja a él, me levanto de la banqueta para dejarla en su sitio y después sentarme en el suelo, al lado de la puerta abierta y con la espalda apoyada en los barrotes.

—¿Qué le ocurre a Gracie? —pregunta con la boca llena, masticando el pedazo del sándwich entre sus manos que acaba de morder.

Frunzo el ceño y le miro de arriba abajo.

—¿Cómo sabes que es por ella?

Negan se encoge de hombros.

—O es por ella, o por Carl, o porque te odias a ti mismo. O incluso puede que las tres a la vez.

Chasqueo la lengua.

Mierda, como odio que me conozca tanto.

Resoplo y juego con la pulsera en mi mano izquierda, que Carl me regaló.

—Es por Gracie.

—Victoria para mí —responde alzando el sándwich—. ¿Me he ganado el postre?

—Calla y come.

—Sí señor.

Sonrío al verle algo más animado. Pero, poco a poco, mi sonrisa se va apagando con el recuerdo de mi hija.

—Me... me aterra la idea de que Gracie pueda parecerse en algo a mí —confieso.

Negan deja el sándwich en el plato y me observa, enarcando una ceja. Entrecierra los ojos.

—¿En qué sentido? Porque dudo que sea biológicamente hablando —pregunta. Le miro con cara de malas pulgas, dispuesto a que se trague el sándwich de una patada si se pasa de listo. Sonríe y niega con la cabeza—. Me refiero a si hablas por ese carácter de mierda que tienes a veces, porque te aseguro que esa niña es un cielo.

Resoplo y pongo los ojos en blanco, aunque sus palabras me dejan algo más tranquilo.

—¿De qué habláis cuando viene a verte? —inquiero intrigado. Me mira con sorpresa y alzo la ceja izquierda—. Lo sé todo, así que empieza a cantar.

Negan ríe, da otro mordisco y se encoge de hombros.

—De nada en concreto, realmente. Tan solo me lee sus problemas matemáticos o sus ejercicios de Historia y me pide ayuda para resolverlos —explica sin más—. No sé para qué le puede servir a Gracie resolver cuántas manzanas le quedan a John si ha comprado cincuenta y se ha comido treinta y tres. ¿Y para qué coño quiere ese tipo tantas manzanas? ¿Cómo mierda ha podido comerse tantas? A ese cabronazo egoísta debería reventarle el estómago.

Le miro fijamente, aguantándome la risa.

—Joder, Negan, definitivamente tanto tiempo aquí metido no te está sentando bien.

Este exhala con pesadumbre y niega con la cabeza, ignorando mi comentario y sus propias palabras.

—Oye Áyax, Gracie es una buena chica. Tan solo es una cría —añade antes de dar un mordisco más—. ¿Tiene comportamientos rebeldes y a veces desobedece? Bueno, ¿y qué? Por lo demás es una niña muy inteligente, buena y respetuosa, o al menos eso me demuestra a mí.

Sonrío.

—Sí, eso lo ha aprendido de Carl, seguro.

Negan finge que le asquean mis demostraciones de amor y sigue hablando.

—Si esto te preocupa, cuando llegue a la adolescencia vas a querer pegarte un tiro. —Se mete el último bocado del sándwich en la boca y vuelve a dejar el plato sobre la bandeja—. Ya te imagino afilando la espada cuando empiecen a gustarle los chicos.

Mis ojos se abren de par en par.

—No me ayudas, Negan —gruño, pegando mis rodillas al pecho y tapándome el rostro con ambas manos—. ¿Cómo puedes saber tanto si no tuviste hijos?

Negan sacude su ropa para limpiarse las migajas de pan.

—Pero te conocí cuando tenías diecisiete años, y eres lo más parecido a un crío rebelde y lunático que he tenido —responde con obviedad y una sonrisa de suficiencia. Resoplo y froto mis ojos, completamente frustrado—. Oye, entiendo lo que dices, pero no solo te aterra que se parezca a ti porque odias quien fuiste y quien eres realmente.

Trago saliva y alzo la vista hacia él. Negan me observa con ese brillo de superioridad grabado en sus ojos, y entonces se inclina ligeramente hacia mí.

—Te aterra que se parezca a ti, porque si descubre la verdad sobre cómo la encontraste, te odiará tal y cómo tu hiciste con tus hermanos —sisea.

Esa verdad se clava en mi corazón como una daga emponzoñada. Como un veneno que te corrompe lentamente, sin que puedas hacer nada para impedirlo.

Pudriéndote hasta el alma.

Tengo que carraspear cuando siento como si mi garganta se cerrara. Inspiro y espiro, en un intento por aplacar los acelerados latidos que golpean frenéticamente el lado izquierdo de mi pecho.

—Las mentiras son un veneno que antes o después te mata —musito casi sin voz—. Y yo he construido mi relación con Gracie en base a ellas.

—Tampoco tenías muchas más opciones.

Río amargamente y las lágrimas se asoman al borde de mis ojos.

—Esa va a ser siempre mi excusa, ¿verdad? —tartamudeo, alzando la vista al techo—. Que no tenía otra opción, que solo me adapté a las circunstancias, que no me quedaba otra alternativa. Siempre es la misma historia.

Negan muerde el interior de su mejilla y me observa preocupado.

—Pero es que esa es la verdad —responde, como si no pudiera decirme otra cosa.

Porque no hay nada que decir.

—Y eso no quita que esta sea horrible —añado. Mi mirada se queda clavada en mis manos, como si pudiera ver toda la sangre que siempre las ha bañado—. Intento protegerla de todo. De cualquier mal, de cualquier sufrimiento, de todo temor, de todo dolor... pero creo que de lo único que debería protegerla... es de mí.

El silencio se hace en el interior de la celda.

Negan agacha la cabeza ligeramente, apesadumbrado por el horror que conllevan mis palabras. Niega y me mira.

—Eso no es justo —espeta—. Ni para ella ni para ti. Os quiere a Carl y a ti más que a nada, y le hacéis feliz. Eso es lo que debería importarte.

Chasqueo la lengua y paso ambas manos por mi pelo, hasta dejarlas tras mi nuca. Mi respiración se acelera y cierro los ojos con fuerza.

—Escúchame, Áyax —dice inclinándose hacia mí de nuevo, alarmado por mi estado y algo enfadado con mi forma de pensar—. Te estás obcecando con que crezca encerrada en una urna de cristal sin que nada le perturbe y eso será mucho peor.

—Pero...

Negan sostiene mis manos, alejándolas de mí, ganándose mi atención. Sus pupilas se clavan en las mías.

—Deja a Gracie descubrir quién es —sentencia con firmeza—. Déjala ser quien ella es. Te guste o no, no siempre vivirá cosas agradables, pero de eso se trata, de que sepa cómo debe afrontarlas. Ese es tu maldito trabajo. —Suelta mis manos y le observo con franca sorpresa—. Lo demás son gilipolleces sobreprotectoras, mentiras que te alejarán más de ella y que le hacen un flaco favor para enfrentarse al mundo en el que vivimos. Por mucho que lo intentes, por mucho que quieras protegerla y crear un nuevo mundo de luz y color a su alrededor, el de ahí fuera, el real, sigue siendo el que es... una jodida mierda plagada de muertos y locos que intentarán matarte. Y a ella también.

Una temblorosa exhalación escapa de entre mis labios y cierro los ojos ante esa idea.

—Tiene su propia personalidad, Áyax. Déjala que la forje a su gusto —termina por decir—. Y si en el camino ves que tiene aspectos similares a la tuya, a la de Carl o a la de quien sea... mientras eso le mantenga con vida, es lo que importa.

Me pongo en pie y me paseo por la celda, andando de un lado a otro, como si el que estuviera encerrado fuera yo.

—Hemos hecho cosas que no nos convierten en buenas personas, tan solo quiero evitar eso para ella.

Negan suspira exasperado y apoya su espalda en la pared a la que la cama está pegada.

—Lo que es bueno y lo que no, cambia según las perspectivas. Y eso... tú ya lo sabes.

Le miro por encima del hombro cuando salgo de la celda y cierro la puerta con llave, tragándome la rabia que brota de mi al reconocer la verdad en sus palabras.

En eso mismo se habían basado nuestros últimos años hasta ahora.

Cierro los ojos.

—Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para que solo conozca una de ellas.

Negan cierra los ojos y niega con la cabeza.

—Es imposible, algún día no lo conseguirás y te culparás por ello —sentencia, viendo como me dirijo hacia la salida—. Tal y cómo estás haciendo ahora.

Trago saliva.

—Gracias por la charla, Negan.

—No todo lo que Gracie viva y haga, será culpa tuya —dice finalmente.

Suspiro, asiento y cierro la puerta del sótano.

Yo nunca lo vería así. 



Cierro un ojo cuando el sol, que ya está cerca de colocarse en el punto más alto del cielo, me da de frente. Camino por las calles de Alexandria en dirección a la herrería de Carl para despedirme antes de que salgan, ignorando todo el huracán de sentimientos que me ha provocado la conversación con Negan.

Pues estaba de acuerdo en algunos aspectos.

Sí, Gracie tiene su propia personalidad y así debía de ser. Pero, si podía evitar que se pareciera en algo a la mía, lo impediría a toda costa. Gracie no seguiría mí mismo camino, esa sería mi principal y única misión.

Y pensar en eso, me hace respirar ligeramente más tranquilo.

Cuando llego a unos metros de la forja, mis pies se detienen de forma automática.

Tenso mi mandíbula.

Contengo la respiración.

Y aprieto los puños.

Todo eso lo hago cuando veo cómo el cliente que Carl había tenido que atender, era un antiguo Salvador llamado Justin, que charla de forma demasiado amigable con él.

Exhalo con fuerza y muerdo el interior de mi mejilla, apunto de desgarrarme la cara interna de la misma con los dientes.

El tipo pone la mano en el brazo de Carl de manera amistosa y ríe a carcajadas junto a él.

Qué.

Coño.

Hace.

Casi me rompo un dedo apretando los puños.

Vuelve a tocarle y te arranco la laringe con los dientes.

—Hola —gruño cuando llego a la altura de ambos, interrumpiendo la animada y súper increíblemente divertida conversación, que debía serlo para que ese idiota riera tanto.

La palabra escapa de entre mis dientes de forma áspera.

Carl levanta la mirada y su sonrisa se ensancha cuando me ve.

—Te veo muy bien acompañado —espeto con una cínica sonrisa, rodeando la mesa que les separa y que hacía a su vez como una especie de mostrador entre la entrada de la herrería y el exterior, hasta colocarme al lado izquierdo de Carl.

Mi tono no pasa inadvertido para este, que frunce el ceño fugazmente y apoya sus manos sobre la mesa de trabajo. El tal Justin, al otro lado de esta y frente a nosotros, me mira de arriba abajo.

—¿Y tú eres? —inquiere con un ligero matiz de desdén en su voz.

Tenso la mandíbula y mis labios se estiran en una sonrisa falsa y algo lunática, en la que muestro todos mis dientes. Agacho ligeramente la cabeza, sin apartar la mirada de sus ojos.

¿Es que quieres morir, pequeña y ridícula escoria?

Carraspeo.

Alargo mi brazo para ofrecerle mi mano derecha y él la estrecha con fuerza.

—Áyax Dixon —sentencio. Sonrío con suficiencia y maldad, le asesino con la mirada y aprieto ligeramente su mano—. Su prometido.

Esas dos palabras impactan en él como dos disparos en su pecho.

Rompe el agarre apartando su mano como si le hubiera dado una descarga eléctrica.

Scarface —susurra.

Mi sonrisa se ensancha.

—El mismo —siseo entre dientes, dejando que flote en el ambiente la amenaza implícita que ese hecho rodea.

Puedo ver como el alma escapa de su cuerpo a través de la palidez repentina de su piel.

—Bueno, Carl, te dejo. Tienes trabajo que hacer y no quiero molestar —dice el tipo, desviando la mirada hacia el suelo.

—Oh, tranquilo, no molestas —digo con una gran sonrisa.

Justin se aclara la garganta.

—Voy a ver si han cargado en el carro las herramientas que nos habías hecho—dice, empezando a andar—. Gracias por todo, Carl.

—No hay de qué —responde el chico amablemente.

Cuando Justin desaparece de nuestro campo de visión, Carl exhala profundamente con algo de rabia y alza su vista al frente.

—Joder, Áyax, ¿en serio? —pregunta, mirándome con incredulidad.

Me siento de medio lado en la mesa, apoyándome en ella, y me cruzo de brazos inocentemente.

—¿Qué?

Carl me observa de malas maneras antes de alejarse hacia la otra mesa de trabajo cercana a la fragua y paralela a esta. Clava su mirada en la mía.

—Muy hábil, de verdad —gruñe, cabreado.

—No entiendo el enfado, no he hecho nada —miento encogiéndome de hombros, apartando la mirada hacia las casas de la comunidad—. Que el tío sea haya tenido que ir no es mi culpa.

Él resopla con hastío.

—¿En serio? Maldita sea, Áyax, solo te ha faltado orinar a mi alrededor para marcar territorio.

Carraspeo para no largarme a reír y casi me aniquila con su mirada. Toso, rasco mi nuca y aparto la vista.

—Si eso funcionase... —susurro para mí mismo.

—¿Qué has dicho?

—Nada —afirmo, negando exageradamente con la cabeza.

Carl me mira de forma altiva, con ese fulgor en la mirada que indica absoluta superioridad y que me hace sentir ridículamente pequeñito.

Entonces sonríe.

—Nunca te había visto siendo celoso.

Abro la boca, completamente ultrajado por su insinuación y río histérico.

—No lo estoy.

Díselo a quien se lo crea.

Vuelvo a aclararme la garganta cuando la voz me sale más aguda de lo normal. La sonrisa de Carl se vuelve más amplia y se acerca a mí.

—Estás celoso.

—No lo estoy.

—Sí lo estás.

—En absoluto.

—Lo estás, Áyax, pero no lo vas a reconocer.

—Todo puras y completas mentiras.

A cada frase que ha dicho, Carl, ha ido acercándose lentamente más a mí hasta quedar a mi altura. Y a cada acusación orgullosa por su parte, porque está encantado de que así sea, mi enfado ha ido creciendo un poquito más.

Su nariz roza la mía en una caricia intencionada.

Y el corazón casi se me sale del pecho por su contacto.

Maldito y estúpido corazón enamorado que me quiere hacer bajar la guardia.

—Si quieres puedo poner el cartel de «vuelvo en cinco minutos» para demostrarte las veces que sean necesarias que solo estás tú —susurra muy cerca de mis labios.

Sonrío con cinismo y me alejo unos centímetros, chasqueando la lengua, ganándome una mirada de sorpresa por su parte.

—Claro, quizá todavía puedas alcanzar a Justin —replico, poniéndome en pie. Él pone su único ojo en blanco y le miro con una sonrisa maliciosa—. Y no te subestimes, Carl. Seguro que con él puedes aguantar más de cinco minutos.

Palmeo su espalda y camino hacia la salida, con una victoriosa y triunfal sonrisa. Todo su cuerpo se ha quedado completamente rígido.

Pero cuando doy un paso más, Carl me detiene por el brazo, tira de mi hasta el interior de una pequeña habitación que usaba como almacén, cierra la puerta tras él y estampa mi espalda contra la pared de madera.

Su mirada destila rabia.

Y el beso con el que ataca mis labios, todavía más.

Nuestras bocas se devoran la una a otra con un fervor que hace que me tiemblen las piernas. Mis manos se pierden en su pelo. Las suyas se agarran a mi cadera, estrechándome contra él. Me siento en la pequeña mesa a mi lado sin importarme una mierda lo que tiramos al suelo en el proceso y, sin dudarlo una milésima de segundo, se coloca entre mis piernas, aprisionándome. Gimo contra su boca el placer que me da que nuestras lenguas se acaricien de forma tan voraz en este hambriento beso, que consume cualquier atisbo de coherencia que me queda ahora mismo.

—Vas a pagar muy cara esa frasecita de mierda —sisea en mi oído.

Río y muerdo su mentón antes de besarle de nuevo. Mi corazón se desboca y el calor me recorre. Enredo mi mano izquierda en su pelo, mientras que la derecha se encarga de abrir el cierre de sus vaqueros.

Tenía mucha habilidad adquirida como para ya poder hacerlo con una sola mano.

Ese pensamiento me hace sonreír en mitad del beso.

—Lo dudo mucho —afirmo.

Un largo jadeo escapa de la garganta de Carl cuando esa misma mano se cuela tras su ropa interior. Apoya su frente en mi hombro y tiro ligeramente de su pelo hasta pegar mi boca a su oído.

—Como algún que otro imbécil indigno de ti... —gruño, acelerando poco a poco los movimientos de mi mano— se te acerque... te hable... te mire... o respire en tu misma dirección... le arrancaré cada extremidad de su cuerpo, ¿me has oído?

Carl cierra su ojo con fuerza cuando aumento la velocidad a cada frase y traga saliva. Su mano derecha, que se ha colado bajo mi camisa, araña mi cadera mientras que mantiene la izquierda aferrada a mi nuca.

—Eres un celoso y un maldito tóxico de mierda.

Su voz suena como un rugido ronco y áspero.

Sonrío.

—¿Le preguntamos a Jesús a ver qué opina de ti?

Una risa muda escapa de él, que se corta cuando mi mano vuelve a acelerar sus movimientos para después volverlos más lentos, torturándole. Aparta su mano izquierda de mí y palmea la pared a su lado con fuerza. Su respiración jadeante es música para mis oídos cuando le llevo hasta el extremo. Busca mi boca con desesperación y dejo que la encuentre.

Devorándole.

Mordiéndole.

Este se tensa y muerde mi labio inferior, empujándome con su frente.

Sonrío, haciendo que mi mano vaya más deprisa hasta llevarle al final.

Su mano derecha me araña la cadera con más fuerza y sus músculos se aflojan, ahogando un largo gemido contra mis labios, hinchados y enrojecidos por sus besos y mordiscos. Pego mi mejilla a la suya y mi boca a su oído.

—Que no se te olvide nunca de quién eres, Carl Grimes.

Jadea agotado y descansa su frente de nuevo sobre mi hombro. Una risita cansada sale de él y me mira.

—Dixon.

Frunzo el ceño unos segundos sin comprenderle.

—Carl... Grimes-Dixon.

Río con el corazón henchido de orgullo y amor para besarle de nuevo, esta vez con algo más de dulzura. Sus manos acunan mi rostro.

—Eres el amor de mi vida, jamás podría poner la vista en ningún otro hombre, porque estaría demasiado ocupado mirándote a ti —sentencia en un susurro—. Pero si este va a ser siempre el resultado de tus celos, voy a tener que provocarte más a menudo.

Mis mejillas comienzan a enrojecer de vergüenza y agacho la cabeza, riendo junto a él. Carl coloca su dedo índice bajo mi barbilla y la levanta.

—Te amo, imbécil.

Río de nuevo.

—Y yo a ti, niñato.

Su sonrisa se ensancha y me besa una vez más, con extrema lentitud, como si dedicara unos cuantos segundos a saborear cada parte de mi boca.

Era algo que Carl solía hacer desde que casi muere en las cloacas de esta comunidad, deleitarse con cada beso que me daba.

Y, honestamente, no me disgustaba en absoluto.

—¿Carl, hijo, estás ahí?

La voz de Rick fuera de la herrería hace que ambos demos un respingo. Nos miramos fijamente y después a la puerta del almacén. Carl, jadeando por la falta de aire debido al beso, cierra su ojo unos segundos, une su frente a la mía y coge aire.

—Un momento, ahora salimos.

Le miro con horror, como si no fuera consciente de lo que acaba de dejar implícito, pues podía haber fingido que estaba solo.

Carl cierra de nuevo sus vaqueros y sus labios se estiran en una ladeada y maliciosa sonrisa.

—Límpiate la mano —susurra, señalando con un vistazo algunos de los trapos esparcidos por el suelo para después dejar un beso en mis labios. Tenso la mandíbula con fuerza y le veo dirigirse a la puerta para abrirla. Da un vistazo a mi abultada entrepierna y sonríe victorioso—. Áyax ahora sale, necesita unos cinco minutos.

Me guiña el ojo y cierra la puerta.

La rojez de mis mejillas se extiende por todo mi rostro y cuello.

Hijo.

De la gran.

Puta. 



Cuando recojo los pocos trozos de dignidad que me quedan y consigo que toda la sangre de mi cuerpo no se concentre en un solo punto, salgo del almacén con la cabeza agachada y la cara pálida, como si en lugar de ver a Rick fuera de camino al patíbulo.

Este alterna su mirada del uno al otro sin querer comprender del todo lo que ha ocurrido, y aparta la vista como si deseara estar en cualquier parte mejor que aquí.

Como, por ejemplo, con la cabeza enterrada bajo tierra o metida en un avispero.

Arquea las cejas, tuerce el gesto y después chasquea la lengua.

—Vale, por mi propio bienestar mental voy a fingir que no he entendido nada —termina por decir, apoyándose en su bastón. Carl sonríe feliz e inocente como si no tuviera nada que ver, cruzado de brazos y con la cadera apoyada en su mesa, y yo le dedico mi mejor mirada de «voy a asfixiarte mientras duermes». Rick coge aire y exhala con pesadez—. En parte, me viene bien que ya estés aquí.

Frunzo el ceño y doy un fugaz vistazo a Carl.

—¿Por qué?

El hombre se aclara la garganta y entonces me mira.

—Porque iba a hablar con él seriamente... sobre ti —confiesa. Y esas palabras me sorprenden y confunden a la vez. Rick suspira—. Iba a decirle que te convenciera para que vinieras a la expedición con nosotros.

Cada músculo de mi cuerpo se tensa al escucharle. Miro a Carl y después a él. El chico me observa, igual de sorprendido que yo, demostrándome que no tiene ni idea de lo que Rick está hablando y que esto no es una encerrona.

Trago saliva, parpadeo y niego con la cabeza.

—¿Por...? ¿Por qué? Yo no... Yo no hago falta, sois suficientes —empiezo a decir atropelladamente, obligando a mi cabeza a hacer funcionar sus engranajes de forma rápida e inesperada. Rick vuelve a suspirar con pesadez y mira a Carl—. Tengo cosas que hacer aquí y... no puedo irme sin más.

—Siddiq podría aguantar un día más haciéndose cargo de la enfermería —comenta Carl, agachando la mirada hacia el suelo.

Giro la cabeza bruscamente hacia él, sin creerme que me haya dejado vendido de esta forma.

—De hecho, se lo he comentado y no ha parecido importarle —aclara Rick, mirándome fijamente.

Miro a ambos, sin escapatoria alguna.

—¿A qué viene esto? —pregunto enfadado, alternando mis ojos en los dos—. ¿Por qué queréis que salga? ¿Qué necesidad hay de que lo haga?

Carl traga saliva y se sienta en la mesa, apoyando ambas manos sobre la madera, pero sigue siendo incapaz de mirarme.

Río con cinismo y le observo.

—¿Tú también quieres que salga? ¡Adelante! ¡Insiste tú también! —le increpo.

Este exhala con pesar y rasca su cabeza, negando.

—No es eso, es solo que... también creo que te vendrá bien sentirte útil.

Una risa sorda y seca escapa de mí. Doy un paso atrás.

—¿Acaso soy un inútil? —inquiero, sarcástico.

Carl resopla y frota su rostro con exasperación.

—A esto me refiero, Áyax —dice señalándome de arriba abajo con ambas manos—. A que no se puede sacar el tema de que nos acompañes sin que te ofendas o te pongas hecho una furia.

Tenso la mandíbula y muerdo mis labios. Mi mirada se clava en el suelo.

Rick se aproxima a mí y me observa, no sin antes dar un previo vistazo a Carl.

—Mira, no sé qué ocurrió durante esa expedición aquellas Navidades, pero desde entonces, llevas cuatro años sin salir de las comunidades —sentencia el hombre. Carl traga saliva y alza la vista al cielo. Cierro los ojos y en mi cuerpo se instala un pequeño temblor—. Ni una sola expedición, ni una sola misión. Te niegas a llevar armas dentro de la comunidad y eso no es bueno, créeme. Tú espada está cogiendo polvo en el desván junto al resto de tus armas. Ni siquiera llevas el cuchillo del cinturón o el de tu bota, por si acaso.

Un escalofrío me sacude el espinazo cuando menciona el cuchillo de mi bota.

Muerdo mis labios, manteniendo la vista agachada.

Abrir el cajón de mi pasado y confesarle a Negan recuerdos que tenía olvidados y enterrados, me estaba pasando factura.

Mis hombros se cuadran y aprieto los dientes.

—Y nada ha pasado, ¿no? Todo está bien —replico, encogiéndome de hombros—. Sigo aquí, ¿verdad? Pues entonces no hay más que hablar.

Los dos me miran, con un ligero brillo de pena en sus pupilas, para después observarse entre sí. Rick sonríe con amargura.

—Recuerdo como... cuando eras tan solo un crío prácticamente había que atarte para que no salieras constantemente —dice. Y esas palabras son un puñetazo directo al estómago—. Que había que darte tareas... mantenerte ocupado fuera, ayudando al resto. Porque tú tenías razón, eras muy útil. Y lo sigues siendo a día de hoy. Te seguimos necesitando ahí fuera, Áyax.

Cierro los ojos y me giro, dándole la espalda, poniendo ambas manos en mis caderas.

—Ya no —gruño—. Necesitabais mi inmunidad, no a mí.

—Eso no es cierto —replica el hombre con severidad, como si esas palabras le hubieran ofendido de verdad—. Date la vuelta, Áyax.

Sintiéndome como un niño al que están echándole la bronca, me vuelvo hacia él, ignorando el dolor que hay en la mirada de Carl, como si apenas me reconociera. Rick se aproxima más a mí y pone su mano libre sobre mi hombro.

—Siempre has sido y serás una parte fundamental de nosotros —sentencia ligeramente enfadado—. Ni se te ocurra volver a poner en duda tu valor, ¿ha quedado claro?

Trago saliva, incapaz de contestar.

Porque no podía hacerlo.

Porque, por mucho que ellos así lo intentarán, yo no me lo creía.

El pensamiento de que sin mi inmunidad yo ya no valía nada, se había enquistado muy profundamente en mi interior.

Y me era prácticamente imposible arrancarlo.

—Ya no es solo porque podamos necesitarte, Áyax —añade Carl. Alzo la vista hasta él—. Es por tu propio bien. Porque... hace mucho que no visitas a Betty.

Mi cuerpo se tensa y vuelvo a agachar la cabeza, exhalando con pesadez.

—Porque no lo necesito, estoy bien.

Carl ríe desganado, negando con la cabeza.

—No lo estás, Áyax. Y me preocupa que seas consciente de ello y, aun así, te engañes a ti mismo. Y lo peor, que quieras engañarnos a nosotros.

El silencio se hace entre los tres durante unos segundos. Rick y Carl se dan otro vistazo entre ellos, como si se comunicaran sin que yo pudiera saberlo.

El hombre aparta la mirada, rasca su espesa barba y asiente para sí mismo.

—Está bien, coge tus armas. Te vienes con nosotros, Carol ha llamado por la radio, nos marchamos ya —dice de forma contundente, dictaminando mi sentencia.

Mis ojos se abren de par en par y le observo con el ceño fruncido. Miro a Carl y este no me devuelve el gesto, simplemente se encoge de hombros como si nada pudiera hacer ante esa orden. Abro la boca para decir algo como réplica, pero no consigo que salga nada.

—Soy un adulto, no puedes ordenarme nada —respondo, aunque eso me haga sentir como un niño de cinco años que está teniendo una rabieta.

Rick, que ya había echado a andar, se vuelve ligeramente y me mira con una sonrisa victoriosa en sus labios.

—Pero incluso así, me vas a hacer caso, ¿verdad?

Busco a Carl con la mirada de nuevo, rogando por ayuda, pero en su boca se asoma el inicio de una sonrisa y, cruzado de brazos, se encoge nuevamente de hombros.

—Vamos —dice este sonriendo. Se aproxima a mí y coloca una mano en mi espalda para empujarme y obligarme a caminar—. Si vas a acompañarnos, necesitas recuperar tus armas.

Pongo los ojos en blanco, cabreado.

—Tampoco las necesito, mi cuerpo en sí ya es un arma. Sé luchar —farfullo molesto, resistiéndome ligeramente a caminar.

Carl me agarra por el brazo y tira de mí.

—Eso está genial, Bruce Lee.

—¿Quién?

—Por el bien de nuestro futuro matrimonio, voy a fingir que no te he oído —sentencia, tironeando de mi brazo, arrastrándome calle abajo en dirección a nuestra casa.

Y sin poner demasiada resistencia, me dejo llevar.

Y lo que tampoco pone demasiada resistencia en aparecer, es el temor anclándose con severidad en mi pecho.



La brisa del mediodía acaricia mi rostro, dándome la bienvenida a las calles de la ciudad. Tiro de las riendas de Sombra para que frene y deje de trotar con suavidad, para así empezar a caminar. Observo a Rick y Michonne a unos metros de mí, subidos a sus respectivos caballos, acabando con un par de caminantes sin necesidad de bajarse de la montura. El Rey Ezekiel va a mi espalda, seguido de un carro de caballos llevado por Carl, en el que van Maggie, Ken (el hijo de Earl de unos diecisiete años) y Cyndie. Escoltándolos a caballo van Carol, Jadis, Gabriel, Alden, Jesús y Aaron.

Sonrío al ver a estos dos últimos charlar animadamente entre ellos.

Desde que Aaron perdió a Eric en la guerra contra Los Salvadores, parecía haberse ido apagando poco a poco, pero los encuentros con Jesús en los últimos tiempos, que le enseñaba a luchar y rastrear, habían empezado a subir sus ánimos. Y por ende también los de Paul Rovia.

No soy idiota y mis pensamientos y sospechas se confirman cuando, tras reír con Aaron, Jesús me mira y yo arqueo una ceja. Muerde sus labios ligeramente avergonzado de haber sido pillado, haciendo que sus mejillas enrojezcan. Sonrío feliz y este me devuelve la sonrisa con sinceridad.

Me alegraba verlos así.

Quizá con un empujoncito más, dejarían de ser solo amigos.

Mi mirada se desvía a Carl, que observa detenidamente mi espionaje a Jesús, con las cejas arqueadas de fingida indignación y me largo a reír, enseñándole el dedo corazón. Me adelanto en el camino, junto a Rick, Michonne y Daryl que, con su moto, se había unido a nosotros. Pues los cuatro nos encargábamos de limpiar el camino. Desenvaino la espada y corto el cráneo de un caminante, que se desploma contra el asfalto. Observo el arma en mi mano derecha. Su filo goteante de sangre. El mango por el que la sostengo.

«Dios, se siente tan... extraño» pienso.

Es como si ya no formara parte de mí.

Como si hubiera pasado tanto tiempo desconectado de ella, que ya no fuera mía.

Sentía que se la había quitado a alguien para interpretar a su personaje. Alguien a quien había dejado que arrebataran de mí y no me atrevía a recuperar. Como si realmente no pudiera hacerlo, por mucho que así lo quisiera.

Sacudo la espada para quitar el exceso de sangre y vuelvo a envainarla.

Cuando alzo la vista, me doy cuenta de que Rick no ha dejado de mirar como analizaba el arma con extrañeza. Tenso la mandíbula y arreo a Sombra para que eche a correr, adelantándole.

Llegamos a las puertas del museo y dejamos los caballos junto al carro. Ken y Alden se quedan junto a ellos, cuidando de los mismos y vigilando el exterior. Tomamos nuestras respectivas bolsas, armas y mochilas y subimos las escaleras. Rick, que a pesar de que el bastón debería limitarle movimientos parece que ni siquiera le moleste su presencia, se apoya en la puerta con sigilo y su revolver desenfundado. En la otra puerta y tras matar a un caminante, Michonne se asoma al interior del museo.

—Todo tranquilo —susurra mirándonos—. Al entrar seguid el protocolo.

Nos adentramos con extrema lentitud y cautela, a pasos sigilosos. El deterioro del lugar es palpable en el ambiente, literalmente por la cantidad de polvo que flota en él. Decenas de libros y papeles esparcidos por el suelo, así como algunas telarañas que cuelgan y se extienden por el mobiliario, nos dan la bienvenida. Rick despacha a un caminante que intentaba trepar por el mostrador central y se hace con una las polvorientas guías del montón de panfletos.

La sala circular, que hace de eje principal puesto que se divide en tres pasillos que conducen a sus pertinentes salas, es un auténtico escenario del horror. Tiendas de campaña destrozadas, sacos de dormir sangrientos, mochilas reventadas... todo el kit de superviviente fallido en su esplendor está ante nosotros, esparcido por el viejo y destrozado suelo de mármol blanco.

Y, acostumbrados a ello y por nuestra propia supervivencia mental, ignoramos lo que vemos.

Doy un vistazo a los retales de tela rota, que tienen los nombres de las diferentes salas aún legibles. El área de historia natural, la galería de bellas artes...

—Cada uno tenéis vuestra lista —dice Rick en voz baja, rompiendo el hilo de mis pensamientos—. Cuando acabéis volved aquí. Mucho... cuidado.

Da un vistazo a quienes formamos su grupo, yo incluido, y entonces toma uno de los caminos. Miro a Carl y este asiente, marchando con su grupo.

No puedo negar que el miedo me invade en ese momento, al verle separándose de mí.

Suspiro con pesar y, sin más remedio, sigo al resto.

Bajamos las escaleras y encendemos las linternas cuando la oscuridad se apodera de nosotros. Atravesamos una sala llena de cajas de madera, muchas de ellas cubiertas con sábanas (y muchas más telarañas) y salimos al pasillo. Gabriel se carga a un muerto que estaba atrapado por un gancho en la pared. Su cuerpo queda colgando de este, y cuando observo el mural a su espalda, río.

Unos dibujos que muestran la evolución del hombre prehistórico hasta el día de hoy, decoran parte de la pared. Lo mejor de todo, es que el muerto ha quedado colgando justo en el que debería de ser el hombre actual.

—Qué ironía —mascullo, haciendo reír al cura —. ¿Crees en la teoría de la evolución? No sería algo muy típico.

Gabriel ríe con sinceridad.

—Bueno, hasta hace unos años creía también que solo hubo un hombre capaz de resucitar de entre los muertos, así que...

Ambos reímos y seguimos caminando, siguiendo a Rick y a Jadis, que también ríe por nuestros comentarios.

Era curioso cómo la líder de aquella gente salida literalmente de los escombros y que nos traicionó, se había convertido en una buena aliada con el tiempo. Pues venir aquí fue idea suya.

Andamos entre la oscuridad unos minutos más hasta llegar a la sala que buscamos. Un lugar en el que en una de las ventanas traslúcidas pueden leerse las letras «Gestión de horticultura». Pues a eso habíamos venido, a por semillas. Y no solo de hortalizas, frutas, verduras o trigo, sino también de plantas medicinales. Le entrego parte de la lista a Rick, que me había dado tiempo a preparar apresuradamente antes de partir.

—Esta es la lista de nombres que debéis tener en cuenta —le explico. Rick asiente y señalo la puerta al final del pasillo, donde sus ventanas ostentan el mismo nombre que las que tenemos delante—. Allí hay otra sala igual así que buscaré si hay más.

El hombre asiente, dando un vistazo al papel. Antes de que me marche, Rick me detiene por el hombro.

—Ten mucho cuidado, por favor —susurra.

Asiento y trago saliva.

En parte, me enfadaba ligeramente que me lo dijera, porque me recordaba mi triste realidad. Pues a nadie le había dicho nada, tan solo a mí.

Pero le entendía.

Antes, me marchaba con una seguridad latente de que era más improbable que al resto que me ocurriera nada.

Ahora, y tras cuatro años en cautividad, soltarme de nuevo en mitad de la jungla era tener un noventa y nueve por ciento de probabilidades de no salir con vida.

Cojo aire y camino hasta el final del pasillo. Suspiro tranquilo cuando la aparente tranquilidad me recibe. Inspecciono la sala, alumbrando con la linterna, cerciorándome de que no hay nada. Una vez lo he hecho, me acerco a los cajones y archivadores, abriéndolos uno a uno, buscando las mencionadas semillas. Voy guardando poco a poco en mi mochila todas aquellas que pueden hacernos falta, no solo en medicina sino también como futuro alimento.

Un suave gruñido a mi espalda me sobresalta y me tenso en mi sitio.

Con el corazón en un puño, me giro lentamente hacia ese sonido, sintiendo una gota de frío sudor descender por mi nuca. Mi mirada se topa con un caminante en el suelo, al fondo de la sala, que se arrastra con lentitud hacia mí, pero sin lograrlo del todo porque sus piernas están rotas.

Suspiro aliviado al ver que la amenaza no es tanta como creo.

Observo su rostro demacrado y cadavérico. Sus ojos sin vida, sus mejillas consumidas y la forma en la que lanza mordiscos al aire.

Y entonces algo hace click en mi interior.

Un escalofrío me sacude y lo siento recorrer cada centímetro de mi piel, erizándola en el proceso.

La posibilidad está ahí.

La posibilidad de recuperarlo todo.

La posibilidad de volver a ser el de siempre.

La posibilidad está ahí, arrastrándose frente a mí.

Mis manos tiemblan ligeramente.

Dejo la mochila y la linterna en el suelo, apuntando hacia él.

Contengo el aliento y doy un pequeño paso en su dirección.

Solo uno.

Un paso que mi cerebro ni siquiera ha ordenado.

Y luego doy otro más.

Y a ese, le siguen un par más.

Me agacho calmadamente, hincando una rodilla en el suelo, observándolo desde arriba.

Absorto en mi propio descenso a los infiernos, ignoro el aire que se escapa de entre mis temblorosos labios. El frenético latido de mi corazón que parece estar a punto de estallar. El helado sudor que perla mi frente.

Con la mano izquierda, doblo aún más la manga derecha de mi camisa.

Está ahí.

El caminante me observa y yo le miro a él.

Está justo ahí.

Acerco mi antebrazo derecho a su boca, lenta y calmadamente.

Muy cerca.

Contengo el aire en mis pulmones y lo acerco un poco más.

Ya lo tienes.

Siento su aliento putrefacto contra mi piel tatuada y cicatrizada.

Solo será un segundo.

Una gota de sudor cae por mi sien.

Un segundo y lo tendrás todo otra vez.

Cierro los ojos.

—Áyax.

El gruñido de Rick junto con el silbido de una flecha que pasa muy cerca de mi mejilla y que se ensarta en el cráneo del caminante, cayendo muerto frente a mí, me arrancan de la realidad en la que estaba sumergido, haciéndome dar un respingo con el que caigo sentado al suelo.

Era como si me hubieran arrastrado de las profundidades del océano para sacarme a la superficie a la fuerza y que así respirara de nuevo.

Me alejo del muerto con las piernas, jadeando por la falta de aire que no sabía que necesitaba.

—Qué coño estabas haciendo —sisea Daryl cuando llega a mi altura. Arranca la flecha con rabia y la coloca de nuevo en la ballesta.

—Nada... yo... tan solo... —titubeo.

—¡Levanta! —gruñe mi hermano ofreciéndome su mano y tirando de mí cuando acepto su ayuda, poniéndome en pie.

Me mira a los ojos fijamente, dejándome ver como una mezcla de rabia, pena, asombro y dolor nada en ellos. Se pasea de un lado a otro, furioso, y yo parto la vista posándola en Rick, que no es mucho más esperanzador.

Su rostro consternado me observa con incredulidad.

—Yo... solo... —Las lágrimas se agolpan en mis ojos—. Ni una palabra de esto a Carl —sollozo.

Daryl me abraza y yo escondo mi rostro en su hombro. Ni siquiera puedo dejar que las lágrimas salgan de mí, porque estoy sumido en un shock. Todo mi cuerpo tiembla sin control como si un temporal de frío hubiera entrado por las selladas ventanas.

—No puedes... seguir así —sentencia Rick con la voz rota. Carraspea y coge aire—. Tú no eres así.

No puedo mirarle, no me atrevo a hacerlo.

Siento los ojos de Daryl clavarse en mí, pero no logro mirar a ninguno de los dos. Entonces toma bruscamente mi mano derecha y señala las cicatrices, ocultas bajo la tinta.

—Eras... eres... y serás... mucho más que esa mierda —gruñe, en referencia a la inmunidad—. Siempre. Valías antes de que te mordieran, valías después y vales ahora. Esto no te ha definido nunca.

Una lágrima solitaria rueda por mi mejilla.

Asiento, no muy convencido.

Incluso aun habiendo estado a punto de dejarme morder.

De dejarme morir.

Sigo sin estar convencido.

Esta fragilidad en la que yo solo me había sumergido iba a terminar matándome.

—Vámonos antes de que empiecen a preocuparse por nosotros. Jadis y Gabriel ya deben haber llegado con el resto —dice Rick, dándome un vistazo de pies a cabeza, como si así comprobara que sigo entero.

Escoltado por Rick y Daryl, quien había venido en nuestra búsqueda al terminar con su grupo y que se hace con mi mochila y mi linterna en el suelo, salgo de la sala con la mirada clavada en mis pies, alejándome de ese bizarro momento que acabamos de vivir.

Donde he estado muy cerca.

Pero de echarlo todo a perder.



 Tenso con fuerza el agarre de la cuerda entre mis manos, que raspa y quema mis dedos a medida que tiro de ella, sosteniendo el carro entre Rick y yo.

—Despacio... otro escalón ¡cuidado! —exclama este. Ambos afianzamos el agarre a la vez cuando las ruedas del carro que habían encontrado expuesto, junto con la maquinaria para arar campos, tocan el suelo al bajar el último escalón.

Resoplo ante el cansancio y una gota de sudor desciende por mi sien. Todos parecen contener el aliento. Observo a Carl, que mantiene entre sus dedos una de las cuerdas que rodean las columnas. Me dedica miradas fugaces, pues no ha dicho nada desde que he vuelto escoltado por Daryl y Rick.

No ha preguntado nada.

No ha comentado nada.

Tan solo actúa como si ya lo supiera.

Porque en el fondo lo sabe y no hace falta que nadie le diga nada.

Ha podido verlo en los rostros consternados de los dos hombres que me ayudan a tirar del carro escaleras abajo, acompañados del resto.

No sabe el qué, pero sabe el por qué.

Y le es más que suficiente.

Y como yo no hablo del tema, él tampoco.

Pero sé que tarde o temprano no me libraré.

Doy un vistazo a Rick, que recupera el aliento, apoyando una mano en el carro para mantenerse en pie.

Testarudo como el que más, le habíamos exigido que se mantuviera alejado y tan solo nos guiara en la distancia, pero no nos había hecho ni puñetero caso. Y a pesar de su cojera, aquí estaba, frenando el carro junto a los demás para bajarlo por las escaleras hasta la superficie de cristales de dudosa estabilidad.

Y es que ese era el plus de peligrosidad que nos hacía ir con extrema cautela.

El suelo central frente a la escalera estaba compuesto de una cristalera polvorienta que dejaba entrever el piso inferior.

—¡Vale! ¡Aguantad, aguantad! —ordena Rick, resoplando igual que nosotros.

Michonne le mira preocupada. Pareciera dispuesta a saltar sobre él para ayudarle en cuestión de segundos si así lo necesita.

—Rick, no deberías estar haciendo esto. Es peligroso —gruño, dando una reprochadora mirada a su rodilla.

Pero él niega con la cabeza y me ignora.

—Es peligroso para todos, tú incluido —sentencia, cabeceando en dirección a lo que se deja ver bajo la superficie.

Y es que algunos caminantes deambulaban perdidos en la planta inferior.

Tenso la mandíbula y afianzo todavía más el agarre entre mis manos.

Si el cristal se rompe, no solo ellos están jodidos.

Yo también.

Rick pone un pie sobre el cristal, pero no se fía en absoluto de esa idea y lo retira de inmediato.

—Papá, las guías —sisea Carl sosteniendo la cuerda, mirando en dirección a lo que se refiere.

Y es que las guías metálicas que unían los cristales parecían ser la única opción por la que podríamos andar sin peligro, pues probablemente aguanten más nuestro peso y el del gigantesco carro que un simple vidrio.

Me mira y asiente.

Ambos andamos con extremo cuidado a través de las guías como si de una cuerda floja se tratase, y a medida que lo hacemos, el resto sueltan algo más de cuerda.

—Poco a poco, no hay prisa —nos recuerda Carol en señal de advertencia.

Asentimos de nuevo y a la vez, como si el simple hecho de verbalizar algo fuera a romper el suelo bajo nuestros pies.

—Esto no ha sido una buena idea, no deberías estar tú en primer lugar —escupe Michonne entre dientes, dando un fugaz vistazo al bastón de Rick, apoyado en una de las columnas.

El hombre coge aire y cierra los ojos unos segundos.

—Puedo hacerlo —replica, casi para sí mismo.

Frunzo el ceño y le miro.

Pero sus ojos me evitan.

Ahora lo entiendo.

«Así que no soy el único que se siente extraño en su propio cuerpo» pienso.

Ahí estaba.

El mismo hombre que me tendía una mano para que yo saliera a flote, se estaba hundiendo ante nuestros ojos sin que nos diéramos cuenta.

Maldita sea, ¿cómo nos habíamos permitido no contemplar seriamente la posibilidad de que su cojera le afectara a su autoestima?

Y lo cierto es que él tampoco lo ha puesto fácil. Ha sabido fingirlo bien.

Mucho mejor que yo, al menos.

Si bien es cierto que no parece ser algo que le consuma, sí debería habernos sido evidente cómo sus limitaciones le afectan a nivel personal.

A nivel de jugársela por demostrarse a sí mismo que puede con todo.

Cómo intenta probar ante todo el mundo que él sigue siendo el mismo. Que quién era antes no se ha esfumado ante sus ojos.

¿A quién te recuerda?

Cierro los ojos y suspiro.

—Claro que puedes. Podemos con esto —sentencio.

Le miro fijamente.

Alza la cabeza con brusquedad y me mira también.

No me creo demasiado mis propias palabras, pero si sirve para que él si lo haga, pienso decirlas hasta el fin de mis días.

Tiramos del carro, caminando de espaldas e, inevitablemente, nos vemos obligados a caminar con lentitud sobre algunos de los cristales. Por suerte, medio carro ya está prácticamente en el suelo, flanqueado por Michonne y Daryl.

Y entonces lo veo.

—¡Quietos, quietos! —exclamo hacia ellos, alzando un brazo en su dirección.

Pues al ponerse casi a nuestro nivel, el carro ha avanzado y sus ruedas delanteras se han colocado justo en los respectivos cristales en los que estamos Rick y yo.

Y ese peso extra, ha generado dos pequeñas grietas.

El flujo de aire que entra en mis pulmones, se corta.

El silencio invade el museo.

El suave murmullo que generan los caminantes bajo el cristal es lo único que puede escucharse.

—No... te muevas... —sisea Rick en voz muy baja. Muerde sus labios y coge aire—. Muy despacio... Tenemos que cambiar de cristal.

Mis ojos se posan en las manos temblorosas de Michonne, que intenta agarrar la cuerda con todas sus fuerzas, raspando sus palmas. Daryl está prácticamente igual, solo que congelado en su posición.

Tenso la mandíbula.

—No —replico en un gruñido cuando veo que la grieta bajo el cristal de Rick, es mayor. Siento los ojos de todos clavados en mí—. Si ambos cristales se rompen, las ruedas del carro se encajarían en los agujeros. Y sería casi imposible sacarlo.

—¿Y qué pretendes? —dice Ezekiel, alternando su vista en ambos cristales y después en nosotros.

—El de Rick está peor —murmuro.

—Cómo demonios puedes saberlo —contesta Carl enfadado a mis espaldas.

Consciente quizá, de lo que estoy pensando.

Sonrío amargamente.

Rick mueve un pie con lentitud para comprobarlo.

La grieta se extiende.

Se queda quieto.

Y le miro.

—¿Lo ves ahora?

De nuevo, silencio absoluto.

Carl niega con la cabeza, y con su mirada, me ruega que no haga ninguna estupidez.

Que tonto fui al pensar que, por el hecho de perder un ojo, su mirada perdería fuerza también. Casi parecía que era incluso mucho más expresivo ahora que antes.

Trago saliva y miro a Rick.

—Solo debe romperse un cristal y el mío parece que puede aguantar algo más. Tampoco demasiado, pero quizá sea suficiente —explico en voz baja. Sus ojos se clavan en mis pupilas y abre ligeramente la boca, más que dispuesto a dar una réplica—. Es la única forma de que podáis seguir tirando de él si ejercéis un contrapeso.

—¿Por qué hablas como si tú ya no formaras parte del plan? —pregunta el hombre a mi lado, entre dientes.

Mi amarga sonrisa se extiende por mis labios.

Miro su cristal y después el mío, consciente de que ha seguido el camino de mis ojos.

Alzo la vista hasta él.

—Porque no puedes ser tú el que caiga.

Puedo escucharles contener el aliento con claridad.

—¡Nadie tiene por qué caer! —grita Carl.

—¡Si ambos cristales se rompen a la vez no tendréis oportunidad alguna de salvar el carro! ¡Podría ser un maldito efecto dominó con el resto de la cristalera! —exclamo de igual forma, devolviéndole la mirada. Carl tiembla en su posición—. Aún tenemos alternativa.

—¡Podemos construir un carro en cualquier otro momento!

—Necesitas la réplica del arado, Carl. La necesitas para hacer uno nuevo.

—Eso no es...

—¡El Santuario se muere! —bramo. El silencio se hace. Su mirada no se aparta de mí—. Mike necesita esto más que nada. Necesita nuestra ayuda... y yo ya le jodí bastante la vida.

Su mandíbula se tensa y veo a Rick agachar ligeramente la cabeza.

—Mike preferiría tener un amigo vivo y perder maquinaria, que no al revés —susurra el chico, agarrando la cuerda con más fuerza.

Una mueca triste que emula una sonrisa curva mis labios.

—Creo que ambos sabemos que, ahora mismo, eso es mentira.

Carl chasquea la lengua.

Doy un vistazo a Jesús y con la mirada señalo a Carl. El hombre frunce el ceño y se queda estático en su sitio. Mis pupilas se posan en Daryl y le dedico una pequeña sonrisa, que no parece entender.

Observo a Rick.

—Lo siento —digo, mirándole a los ojos.

Su entrecejo se frunce.

—Por qué —sisea.

Sonrío.

—Por esto.

Me abalanzo contra él para empujarle fuera de la cristalera y, cuando piso con fuerza sobre su mismo vidrio, este cede bajo mis pies.

Antes de caer veo como Jesús ha comprendido mi mensaje.

Porque aprisiona a Carl por la espalda cuando este intenta venir a por mí, impidiéndole que se acerque a la cristalera.

—¡ÁYAX! —ruje el chico.

Su grito rompe el silencio en un eco ensordecedor.

Seguido por Daryl.

Por Michonne.

Por Rick.

Y por, prácticamente, todos los presentes.

Cuando mi espalda topa contra el suelo de la planta inferior y el golpe me sacude todo el cuerpo, porque me he clavado la funda de la espada contra parte de la columna, me retuerzo hacia un lado.

Y tal y como he predicho, la rueda se encaja en el cristal, pero solo en ese.

Eso no es lo malo.

Lo malo, es que los caminantes a unos cuantos metros de mí al principio del pasillo, notan mi presencia.

Levanto la cabeza.

Y veo como se giran con lentitud hacia mí.

Otra vez.

Lo mismo que aquellas Navidades.

Hace cuatro años.

Otra vez.

—¡Sacad el carro de ahí antes de que todo se venga abajo! —grito con fuerza mientras me levanto sin despegar la mirada de los caminantes.

Y con extrema rapidez, veo como la mayoría se mueven frenéticamente, tirando de las cuerdas a toda prisa.

El carro avanza sobre mi cabeza, y los caminantes hacia mí.

Cuando consiguen sacar la rueda y mover el carro hacia adelante, el cristal en el que yo estaba termina por estallar del todo, pero no provoca un daño en el resto de la cristalera y por suerte tan solo se rompen unos cuantos cristales más. Me encojo en mí mismo para intentar reducir el impacto que pueda tener la lluvia de cristales sobre mí. Miro hacia mis espaldas y veo como la pared del final del pasillo está ahí.

Es decir, que no tengo salida.

Mi respiración se acelera.

La pared a mi espalda.

La muerte ante mis ojos.

Mi cuerpo entero tiembla.

Siguen tirando del carro para poder intentar rescatarme, pero antes de que puedan siquiera prestarme atención, será demasiado tarde.

Rick aparece en mi campo de visión, observándome por parte del agujero sobre el que él estaba, pues el carro le impide verme correctamente.

Escucho a Carl gritarme que aguante.

A Daryl que va a sacarme.

A Michonne que huya.

Pero yo solo puedo ver los ojos aterrados de Rick, que se sostiene de nuevo sobre su bastón.

Impotente.

Frustrado.

Porque no puede hacer nada.

Le miro.

Luego a los caminantes.

Observo mi antebrazo, mordido y tatuado.

Y después de nuevo a él.

Tenía razón.

Una vez más, tenía razón.

Como siempre la tuvo.

Daryl también la tiene.

Incluido Carl.

No, la inmunidad nunca me ha definido.

Sí, era una ventaja.

Pero cuando mataba a los caminantes, era yo.

Cuando les ayudé en la prisión la primera vez que les vi, era yo.

Cuando luché contra el Gobernador, era yo.

Cuando acabé con los caminantes del granero en aquella tormenta, era yo.

Cuando convertí La Terminal en un infierno, acabé con Gareth, limpié de escoria Alexandria, goberné y derroté a Los Salvadores... era yo.

Siempre fui yo, nunca fue la inmunidad.

Una sonrisa tira de mis labios, sin despegar mis ojos de los de Rick.

La primera sonrisa de superioridad que aparece en ellos después de cuatro años.

Y lo veo en su mirada.

En su brillo destellante de locura.

Me reconoce al fin.

Y yo le reconozco a él.

El pitido al fondo de mi cabeza, que ladeo de un lado a otro.

La sangre comenzando a hervir en mis venas.

El corazón latiéndome con fuerza contra el pecho.

Y los caminantes a un metro de mí.

—Que empiece el show.

Desenvaino mi espada y ruedo el mango de la misma por mi mano derecha.

Relamo mis labios con gusto.

Crujo mi cuello.

Y me pongo en guardia.

Hay veinticinco, puedo contarlos perfectamente a pesar de la tenue oscuridad del lugar.

«Uno por cada año de mi vida».

Río para mis adentros.

Deslizo la hoja de la espada por sus cuerpos y el chasquido de la sangre llega a mis oídos.

El líquido espeso y negruzco tarda pocos segundos en impregnar mi cara y mi ropa.

Muevo la espada de un lado a otro.

Corto cráneos.

Torsos putrefactos.

Brazos que intentan alcanzarme.

Mordiscos que se lanzan en mi dirección.

Empujo a un muerto lejos de mí, saco la pistola tras mis pantalones y le descerrajo un tiro en la frente, que salpica de sangre la pared tras él.

Un par de disparos más acaban con otros dos.

Enfundo la pistola, saco el cuchillo y lo lanzo.

Se clava en uno de los cráneos que sobre sale en un impacto certero.

El cuerpo cae, el caminante de detrás se abalanza sobre mi aprovechando la ocasión, me agacho, saco el cuchillo de mi bota y la inserto en su cráneo.

Cuando me levanto, vuelvo a deslizar la hoja de la espada sobre ellos.

Cortando.

Desgarrando.

Aniquilando.

No veo nada.

Solo sangre.

Cuerpos.

Caos.

No oigo nada.

Solo gruñidos.

Chasquidos.

Gritos.

Mi garganta está seca.

Mi boca está seca.

Jadeo.

El aire entra y sale de mis pulmones exhaustos.

Y cuando me quiero dar cuenta, estoy de pie, rodeado de cadáveres, iluminado por la luz que se cuela por la cristalera.

Porque el carro ya no está sobre mí.

Y el lugar ya no está absorto en la oscuridad.

El último muerto, que no había visto, se lanza a por mí.

Un disparo acaba con él.

Alzo la vista.

El cañón del revolver de Rick está humeante, asomado por uno de los cristales rotos.

Su sonrisa me da la bienvenida al mundo de los vivos.

—Gracias —siseo con la voz ronca, sonriéndole.

—Lo mismo digo —sentencia.

Sacudo la espada ensangrentada y vuelvo a envainarla. Recupero mis armas, limpiándolas sobre mi ropa como puedo y volviéndolas a guardar en sus respectivos lugares.

Carol y Aaron tienden una de las cuerdas y me aferro a la misma, trepando por ella en cuestión de movimientos mientras tiran con la ayuda de Ezekiel y Gabriel antes de que la cuerda pueda desgarrarse por los bordes afilados del cristal. Daryl extiende su mano y termina por ayudarme a ponerme en pie.

Todos observan con asombro mi estado, cubierto de sangre de pies a cabeza.

Sonrío.

Hacía tiempo que no me veían así.

Ni ellos, ni yo.

Resoplo y crujo mi espalda por el impacto recibido al caer.

—La edad nos pasa factura a todos —comenta Rick, sonriente.

Una carcajada ronca sale de mí.

—A callar, abuelo, yo aún me tengo en pie.

—¿A qué te disparo en la cadera?

Michonne ríe con fuerza y, con la ayuda de Carol y Maggie, nos instan a todos a que salgamos de la cristalera si queremos evitar males mayores.

Suspiro, viendo como tras el susto la mayoría se ponen manos a la obra de nuevo, sacando el carro del museo. Observo a Carl y le dedico un puchero con mi mejor cara de cachorro abandonado.

—Estoy... tan cabreado... pero a la vez tan orgulloso, que no sé si matarte o darte un beso —dice cruzado de brazos, mirándome de arriba abajo.

Río con cansancio y, para mi sorpresa, Carl me abraza sin importarle ni un poco la posibilidad de mancharse.

—Me alegra tenerte de vuelta —susurra mirándome a los ojos, haciéndome sonreír.

Le dedico una mirada a Rick y este me la devuelve.

—Bueno... no podía seguir así. Yo no soy así —sentencio.

El hombre sonríe al reconocer mis palabras.

Asiente.

Y yo también.

Daryl palmea mi espalda y con la cabeza indica que le sigamos hacia fuera.

—Venga, te daré algo para que te limpies —dice echando a caminar, seguido de Rick y Michonne.

Carl y yo dedicamos una última mirada a la sala del museo, y salimos tras sus pasos.

Salgo de ese lugar siendo consciente de que no soy la misma persona que ha entrado en él.

Porque había caído bajo los cristales siendo un Áyax diferente.

El que he sido en estos últimos cuatro años.

Y ese que siempre había sido, ese del que me sentía desconectado y al que reconocía como un extraño, me había tendido la mano para salir, literal y metafóricamente, del agujero en el que me había metido.

Había caído siendo un desconocido.

Y me había levantado volviendo a ser el de siempre.



El camino de vuelta estaba siendo un paseo agradable bajo el sol del mediodía hasta que apareció Rosita con malas noticias. El puente que nos llevaría de nuevo a algunos de nuestros hogares se había desmoronado por el paso de un rebaño demasiado grande como para soportar su peso. También es cierto que el paso de los años había hecho mella en él, por lo que no había podido con el tiempo y el óxido.

Esto nos dejaba con no demasiadas rutas alternativas. Una de ellas tenía otro rebaño cerca y podían pasar días hasta que se despejara, así que tan solo nos quedaban El Santuario y Hilltop, donde las gentes de El Reino deberían repartirse. Quedaba como opción para algunos volver a Alexandria, pero en nuestro caso, Carl debía ir a El Santuario, tomar las medidas y anotaciones necesarias respecto al arado para poder hacer más y dejar ese allí. Pues ahora mismo, ellos eran quienes más lo necesitaban.

Aprovechando la parada técnica mientras algunos inspeccionan las rutas restantes, me cambio la destrozada camisa por una azul y vaquera que Carl me deja, pues yo no había traído nada a falta de tiempo para ello y él sí que había sido mucho más previsor.

—Puedes volver a Alexandria con Gracie si quieres —dice mientras ve cómo me abotono la prenda, apoyándose en el carro que nosotros habíamos traído, cruzado de brazos—. Sé que no te gusta pasar mucho tiempo lejos de ella y es la primera vez que sales en años, después de todo.

Niego con la cabeza.

—A ti tampoco te gusta —replico sonriente, enarcando una ceja. Este ríe—. Además, no me hace especial ilusión dejarte solo en El Santuario.

Su ceño se frunce.

—No estaría solo, además allí está...

—No me importa que Mike no me quiera allí —afirmo con seguridad mirándole, limpiándome la sangre que sigue quedándome por el cuello con un trapo de Daryl, humedecido por las aguas del río cercano a nosotros.

Carl suspira con pesadez.

—Es mi decisión —añado, dejando el pedazo de tela en el carro bajo su atenta mirada—. Voy a ir allí lo quiera o no, te acompañaré. Además, estos impedimentos podrían retrasar la boda unos días más, y si puedo intentar remediarlo...

Carl se carcajea.

—Dijiste que no te importaba esperar.

Me encojo de hombros, echando a andar hacia Sombra.

—Sí, pero tampoco significa que vaya a tener que hacerlo sí o sí.

Sonrío inocentemente, haciéndole reír con fuerza.

Rick vuelve a nosotros junto a Michonne, montados en sus respectivos caballos.

—Rick —dice Maggie, llamando su atención—. Los caballos no sacan el carro del fango.

Agarrando las riendas de Sombra, dejándola al lado del resto de animales, dirijo mi mirada hacia el lugar, observando como Ken y Alden intentan ayudar a los caballos a tirar del vehículo.

—Maggie, tienen que descansar —dice el primero, acariciando el lomo de uno de ellos.

La mujer nos observa, mordiendo el interior de su mejilla, cavilando alguna posibilidad.

—Podemos dejar las provisiones y enviar a un grupo mañana.

—Es arriesgado —medita Michonne—. Hemos visto rebaños destruir cosas más grandes.

—Pues cambiaremos de caballos —responde Rick todavía a lomos de su animal, observando como su pareja desmonta del suyo—. Separaos y sacadlos de aquí, que descansen mientras vemos que hacemos con los remolques.

—Podríamos tirar nosotros de él tal y como hemos hecho en el museo —sugiero—. Al menos aquí no hay cristales.

Rick frota su barba, señal de que parece considerar esa idea. Y entonces nos observa.

—Sí, está bien. Atad las cuerdas, yo...

—Tú nos cubrirás desde el caballo, sin hacer esfuerzos, ¿verdad? —inquiere Michonne, echando a andar hacia el carro despreocupadamente.

Rick esconde el amago de una sonrisa y asiente con lentitud, recolocando sus manos sobre la montura del caballo.

—Iba a decir exactamente eso —sentencia con orgullo. Me largo a reír junto a Carl, siguiendo los pasos de la mujer a los que pronto Maggie y Daryl se unen—. Echaré un vistazo por la zona junto a Carol y os cubriremos.

Suspiro con tranquilidad al verle buscar alternativas para sí mismo con las que sentirse útil, pero sin necesidad de hacer esfuerzos o ponerse en serio peligro.

Parece que ambos empezamos a dar pasitos en las direcciones correctas.

Pasamos las cuerdas por el vehículo tal y cómo hemos hecho en el museo mientras que Ken y Alden desenganchan a los caballos. A su vez, el resto se llevan el otro carro y a los animales. Tras una cuenta regresiva, tiramos a la vez.

Pero apenas conseguimos moverlo unos centímetros.

Carl suspira, observando la rueda enfangada. Y de repente, le veo fruncir el ceño hacia el final del camino.

Abro los ojos de par en par cuando entiendo el porqué.

Y es que unos cuantos caminantes hacen acto de presencia y se dirigen hacia nosotros.

Aprieto los dientes.

—¿Es que no podemos tener un minuto de tranquilidad? —gruño. Afianzo el agarre de la cuerda entre mis manos—. ¡Tirad, vamos!

—¡Ya casi está! —secunda Ezekiel, animándonos a seguir.

Con los nervios a flor de piel y tras otra cuenta regresiva, tiramos a la vez con todas nuestras fuerzas mientras el Rey empuja el vehículo desde atrás.

Y es entonces cuando logramos sacarlo por completo del barrizal.

—Bien, vámonos de aquí —dice Carl, soltando las cuerdas con presteza y corriendo hacia la canoa y el arado. Ezekiel se pone en el otro extremo de la barca para ayudarle a levantarla—. Daryl, Michonne.

El chico cabecea en dirección a los muertos y ambos mencionados asienten. La mujer desenvaina su espada y mi hermano saca su par de cuchillos.

Junto a Alden y Ken, aproximo los caballos al carro para poder atarlos.

Mientras matan muertos y Carl y Ezekiel terminan por subir el arado al carro, intento tranquilizar a los caballos cuando algunos caminantes aparecen delante de nosotros.

Tenso la mandíbula.

—¡Soltadlos! —les ordeno—. ¡Es mejor que escapen y que luego podamos alcanzarlos!

Un par de disparos se hacen presentes acabando con algunos de los muertos, seguido del repicar de los cascos de al menos dos caballos contra la tierra del camino. Alzo la vista hacia Rick y Carol, que desde la distancia y con sus armas, nos ayudan tal y como habían prometido.

Pero incluso así, los muertos terminan por alcanzarnos.

—¡Vámonos! —exclamo hacia el resto. Palmeo los cuartos traseros de uno de los caballos liberados para que escape.

Echamos a correr hacia Rick y Carol, quienes siguen cubriéndonos las espaldas con sus armas.

Pero Ken se detiene y retrocede tras sus pasos, con intención de liberar al animal que ha quedado atado al carro.

—¡No! ¡Ken, vuelve! —grita Carl, observándole con temor.

El chico saca su machete y corta las riendas del caballo.

Pero no todas.

Y este se pone nervioso con la presencia de un caminante que Ken no ha visto.

Ni él, ni nadie.

—¡No! —brama Carl cuando el muerto muerde al chico en el brazo, quien grita de dolor.

Tengo que detenerle para que no vaya a por él ante el peligro de la situación.

Que se pone todavía peor cuando el caballo, cegado por el miedo, asesta con brutalidad una coz en el torso de Ken.

Y como si eso hubiera servido como detonante, la mayoría de los nuestros salen disparados en dirección a los muertos, que no dejan de llegar, dispuestos a acabar con ellos. Corro hacia el chico tras Carl y le ayudo a tumbarlo en el suelo. Maggie me aproxima mi mochila y se arrodilla junto a nosotros. Rick baja de su caballo, agachándose tras Ken para sostenerle la cabeza.

Carl presiona la mordedura con un trapo, esperando así que deje de sangrar, intentando tranquilizarle.

—Voy a morir —susurra Ken entre lágrimas y labios temblorosos.

—No, de eso nada —le responde Carl entre dientes—. Le prometimos a tus padres que te llevaríamos de vuelta a casa. Te pondremos el suero en cuanto lleguemos.

Maggie reprime un sollozo ante sus palabras y Carl le mira.

Contengo el aliento cuando abro la camisa del chico, descubriéndole el torso amoratado. Las miradas de los tres se clavan en mí. Sostengo el rostro del chico y ladeo su cabeza.

Entonces confirmo mis sospechas.

Porque empieza a escupir sangre.

—¿Qué pasa? ¡Áyax habla! —grita Carl, preso del terror y el nerviosismo. Le miro fijamente, ni siquiera hace falta que responda con palabras. Su ceño se frunce y palidece—. ¿No puedes...? ¡Tienes que salvarlo!

Agacho la mirada, observando su torso de nuevo.

—La coz ha debido de romperle unas cuantas costillas. Le han perforado un pulmón —murmuro, congelado e inexpresivo.

El silencio se hace.

El chico llora y grita de dolor, ahogándose más y más por momentos. Rick le mantiene la cabeza de lado cuando sigue escupiendo más sangre.

—¿Voy a morir? No quiero morir, por favor... por favor... —llora desconsolado.

Carl muerde sus labios con rabia e impotencia, sin saber que responder.

Mi alma se rompe en ese mismo instante.

Paso mi mirada por los tres, quienes me observan rogando por una solución.

Que, en el fondo, saben que no va a llegar.

Aprieto los dientes con rabia y contengo mis lágrimas tras un parpadeo. Abro mi mochila, saco un botiquín y rebusco en él. Obtengo una jeringuilla y un pequeño bote.

Del que dejo que todos ellos puedan ver el nombre a excepción del chico.

Maggie limpia sus propias lágrimas.

Rick agacha la cabeza.

Y Carl cierra su único ojo.

Descubro el brazo del chico y me aproximo a él.

—Esto te hará sentir mejor, ¿vale? —digo mirándole, mientras que, con las yemas de mis dedos, palpo su piel en busca de sus venas.

—¿Dejará de doler? —solloza. Su cuerpo entero tiembla debido al dolor que le sacude. El sudor cae a regueros por su frente y su cuello.

Muerdo mis labios y asiento.

—Te lo prometo. Descansa.

Y se lo juro, mientras le inyecto una sobredosis letal de morfina.

Los músculos de Ken, tensos y rígidos como una piedra, que se sacudía por espasmos, se relajan lentamente.

Sus manos dejan de apretar con fuerza los brazos de Carl.

La rigidez en su mandíbula desaparece.

Una pequeña sonrisa de paz queda en su rostro.

Sus piernas, encogidas por el dolor, se estiran lánguidas.

Sus ojos quedan en un blanco níveo.

Su cuerpo se relaja.

Y lo ha hecho tanto, que su corazón deja de latir.

De sus labios exhala un suspiro.

El último.

Con suavidad, coloco mi mano sobre sus ojos, bajando sus parpados.

Cierro los míos y dejo escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo.

Carl se deja caer sentado en el suelo, doblando las rodillas y apoyando ambos codos en ellas, cubriendo su rostro con ambas manos.

Rick se sienta también, suspirando con dolor, dejando una mano sobre su boca y apartando la mirada.

Maggie, sin ocultar sus lágrimas, saca su cuchillo y con sumo cuidado, delicadeza y cariño, lo clava lentamente en el cráneo del chico.

Todo queda en silencio cuando el resto del grupo ha terminado con los caminantes. Y en la distancia, nos observan apenados, con la sorpresa y el asombro bañando sus rostros.

Alzo la vista hacia ellos.

Y niego con la cabeza.

El silencio parece volverse perpetuo y asfixiante, como una pesada losa sobre nuestros hombros.

—Yo les explicaré lo sucedido a sus padres, es mi responsabilidad —dice Maggie en voz baja.

Carl traga saliva, con la frente apoyada en sus manos convertidas en puños.

—No —sentencia con dolor. Levanta la cabeza y mira a la mujer—. Yo tengo más relación con Earl... y conocía a Ken desde que era tan solo un crío. Tengo que ser yo.

La pena atraviesa mi corazón como un puñal envenenado cuando le veo ponerse en pie. Jesús se aproxima a nosotros y le ayuda a cargar con Ken, depositándolo con cautela en el carro. Pareciera que el chico está dormido y que Carl no quiere perturbar su sueño.

Maggie se pone en pie y deja una mano en el hombro de mi prometido.

—Carl...

—No, Maggie, tengo que ser yo —sentencia con brusquedad.

La mujer le mira fijamente, hasta que él aparta la mirada.

—Ve a El Santuario. Es ahí donde tienes que ir —dice. Coloca una mano bajo su barbilla y le obliga a mirarle, en un gesto maternal—. Yo hablaré con ellos. Y te prometo que aguardaremos a tu llegada para el funeral, ¿de acuerdo? Estarás ahí junto a Earl y su mujer para apoyarles, tal y como quieres hacer.

Rick se pone en pie y yo también.

Carl me busca con la mirada, como si me preguntara qué es lo que debe hacer, anhelando mi consuelo. Me aproximo hasta él y sostengo su rostro con ambas manos.

—Ken se ha ido, Carl. Y lo ha hecho en paz —murmuro. Agacha la mirada con profunda pena y pesar—. Nos ha ayudado a que no perdamos lo que hemos conseguido en ese museo, así que debes hacer esto por él. Debes seguir por él. Pero es tu decisión.

—Eso es, haremos lo que tú decidas, hijo. El Santuario puede esperar sí así lo necesitas —añade Rick, dejando una mano en la espalda del chico.

Este muerde sus labios de nuevo y niega con la cabeza.

—No —sentencia—. Iremos, es urgente. Pero partiré esta misma noche para Hilltop, no haré a unos padres esperar por mí para poder enterrar a su hijo.

Y dicho esto, sin dejarnos dar algún tipo de réplica u objeción, se marcha hacia los caballos.

Dejando una estela de pesar tras su paso. 



El silencio invade nuestro camino hacia El Santuario, donde soy incapaz de despegar mis ojos de Carl. Este, absorto en su mundo y a lomos de un caballo, sigue el final de la caravana que conformamos, algo cabizbajo y con la mirada perdida. Suspiro y arreo a Sombra para ponerme a su altura. Carl me mira cuando le alcanzo, se aclara la garganta y vuelve la vista al frente.

—No es necesario que no hables si no quieres —murmuro. Poso mi mano izquierda sobre su derecha, que agarra las riendas con fuerza—. Pero me tienes aquí para hablar de Ken si lo necesitas, su muerte te ha dolido y es normal. Le conocías desde que era tan solo un crío.

Carl coge aire y lo exhala de forma lenta, con pesar en sus gestos. Carraspea una vez más.

—Era un buen chico —dice, incapaz de mirarme—. Cuando nos mudamos a Hilltop para que yo pudiera aprender junto a Earl... Le recuerdo casi cada día rondando cerca del puesto. A menudo nos visitaba, nos traía algo de comida por orden de su madre y cuando creció, tomo asiento junto a mí como aprendiz. Él sabía que quería ser como su padre desde muy pequeño, y se le daba bien.

—Le tenías mucho aprecio —digo con una pequeña sonrisa, dedicándole una mirada tierna que él me devuelve tras un asentimiento de cabeza. Aprieto su mano con cariño.

—Sí... pero no es solo eso —murmura.

—¿Qué ocurre?

Carl vuelve a suspirar y da un vistazo al cielo. Justo después, agacha la cabeza de nuevo.

—Cuando estábamos en la prisión y mi amigo Patrick murió... apenas mostré algún asomo de tristeza. O de dolor —responde.

Le miro sin comprender a dónde quiere llegar.

—Eras un crío rodeado de muerte a cada segundo, Carl. Creo que, en ese momento, todos apagamos esa parte de nosotros para poder sobrevivir.

Él me mira y asiente, mordiendo el interior de su mejilla.

—Sí, pero no es únicamente eso —aclara, ganándose mi atención—. Lo de Ken no me duele tan solo porque le conozca en profundidad y desde hace mucho tiempo. Ni por lo horrible que ha sido la situación.

Frunzo el ceño de manera interrogante.

Toma aire y pasa una mano por su rostro.

Entonces me mira.

—¿Es egoísta por mi parte que por un momento haya pensado en Gracie?

Su pregunta me atrapa por sorpresa. Parpadeo confundido cuando mi cabeza funciona a mil por hora, intentando descifrar sus palabras.

—¿Qué quieres decir? —logro articular finalmente.

Carl traga saliva de nuevo y agacha ligeramente la cabeza.

—Durante un segundo... tan solo por unos momentos... he pensado en qué pasaría si alguien viniera a mí, para decirme que Gracie ha muerto en una misión. —Carraspea y le miro, impactado y sin parpadear—. En... qué sería de nosotros en ese instante. En el dolor que va a sentir Earl a partir de hoy, y que le acompañará para siempre. A mí me acompaña haber perdido a mi madre, pero... no sé si el dolor de perder a un hijo es equiparable. Se supone que ese no es el orden natural de las cosas. Se supone que los padres no presencian la muerte de sus hijos.

El silencio se hace tras sus palabras.

Vuelvo la vista al frente, perdiendo mis pupilas en las crines negras de Sombra, que se mecen con suavidad por la brisa veraniega del mediodía. Pero me veo incapaz de sentir sobre mi piel ese mismo roce del aire.

Sus cavilaciones me han dejado impactado.

Le miro con dolor, apenado.

—No es... no es egoísta por tu parte, cielo. Es solo una preocupación lógica, pero... —Tengo que tragar saliva para aplacar la sequedad de mi garganta ante lo que voy a decir—. Gracie no ha muerto, Carl.

Me ha costado un mundo decir eso.

Las palabras «muerte» y «Gracie» en una misma frase han erizado cada centímetro de mi piel.

—Pero podría pasar —susurra. Las lágrimas se acumulan al borde de su mirada. Aprieto su mano entre las mías y la dejo sobre mi muslo izquierdo—. Podríamos perderla a ella. Podría ser ella la que muriera en mis brazos... a quien tú no pudieras salvar.

Un tembloroso suspiro brota de entre mis labios.

—No pienses en eso —sentencio en un murmullo. Acaricio el dorso de su mano con el pulgar, trazando círculos en ella—. Solo lo haces porque acabas de ver morir a Ken y estás afectado. Pero todo está bien, Gracie está en casa, esperándonos.

Muerde sus labios y da un vistazo a nuestro entorno, intentando serenarse. A lo lejos, las tres chimeneas que coronan El Santuario hacen acto de presencia al final del bosque, devorando el cielo con sus siluetas imponentes.

Cojo aire y llevo su mano a mis labios, donde dejo un casto beso con el que llamo su atención.

—Supongo que esto es ser padres, Carl. Tener un miedo constante e irracional tras nuestra espalda de que algo malo pueda pasarle. Un miedo que crece cuando cosas malas suceden a nuestro alrededor —murmuro. El chico asiente, cabizbajo—. Pero tenemos que ser fuertes por ella, resistir por ella. Si no... tengo la sensación de que el miedo nos arrebatará todos los buenos momentos que podamos vivir a su lado. Y eso no lo podemos permitir.

Él vuelve a asentir y me mira, con el asomo de una sonrisa en sus labios que enmarcan un rostro algo más aliviado.

—Quizá yo no soy el más experto en el tema de no sobreproteger a los hijos, pero... —murmuro. Carl ríe y yo también—. Deberíamos empezar a tomarlo con algo más de calma, o terminaremos por consumirnos.

Carl acaricia las riendas entre sus dedos en un gesto distraído y me mira.

—Sí, creo que tienes razón.

—¿Yo? Siempre.

Golpea mi hombro con suavidad con su puño derecho cuando se deshace de mi agarre, haciendo que riamos los dos.

—Esta noche te acompañaré a Hilltop, ¿de acuerdo? —digo, viendo como entrelaza su mano con la mía y juega con la pulsera que me regaló.

Niega con la cabeza.

—No, Áyax, esto es algo que quiero hacer solo.

Arqueo las cejas y le observo con sorpresa.

—Ni en broma pienso dejarte solo en un momento como este —aclaro—. Y mucho menos cruzarás el camino desde El Santuario hasta Hilltop de noche y a solas.

Carl me mira y, tal y como yo había hecho antes, aprieta su mano sobre la mía.

—Áyax, va en serio —dice con firmeza y convicción—. Esto es algo que quiero... que necesito hacer solo. Necesito cerrar esta etapa a solas, así podré pasar página y alejarme de ese malestar.

Resoplo con pesadez y, aunque no me gusta nada la idea, asiento y acepto sus necesidades. Y es que, si bien no me gustaba un ápice que se fuera solo en mitad de la noche y que además asistiera al funeral sin mí como apoyo, tenía que aceptar ese espacio que me pedía.

Carl era bastante hermético en cuánto a sus propios procesos mentales.

Y podía entenderle.

Por supuesto, siempre compartía sus pesares conmigo o con los demás si era necesario. Pero en el momento de avanzar, de procesar duelos internos o batallar con sus propios demonios, era algo que parecía hacer mejor a solas con su cabeza.

Aunque supongo que todos partíamos de la misma base, necesitar de una ayuda previa, que alguien nos tienda una mano, una conversación en el momento adecuado... para después poder mirar de frente aquello que nos atañe e ir directos hacia ello.

Necesitamos el impulso para ello, pero después partimos solos.

Así que no me queda otra que aceptarlo.

—Lleva un walkie, ¿vale? —murmuro—. Así al menos podré estar de alguna forma si me necesitas. O si algo te sucede. —Abre la boca para replicar y enarco una ceja. Ríe y asiente—. Me quedaré más tranquilo.

—Está bien.

Le sonrío.

Él me sonríe a mí.

Y, con su algo renovada presencia, El Santuario parece sonreírnos a nosotros.

Cojo aire y suspiro con pesadez.

Ya hemos llegado.



Era una sensación extraña. Muy extraña.

Los murmullos de asombro a tus espaldas.

Las miradas que no se despegan de ti al pasar.

Las caras de sorpresa y fascinación al aparecer nosotros.

En parte, era normal.

Hacía años que Rick y yo no pisábamos El Santuario. Y, por ello, la mayoría nos trataba como si sus salvadores fuéramos nosotros.

En el buen sentido de la palabra que hasta hace un tiempo no conocían.

En parte, para muchos así era. Para la gran mayoría al menos. Les habíamos salvado de la tiranía bajo la que vivían. Habíamos roto sus cadenas, enjaulado a su dictador y puesto en libertad a las víctimas del mismo.

Gracias a nosotros, El Santuario era un lugar mejor.

Aunque su aspecto no había cambiado mucho, ahora sí que parecía que en él rezumaba la vida. Los muertos apresados en las verjas habían sido eliminados y estas mismas reparadas para que cumplieran su función. Las caravanas, ya limpias y acomodadas como viviendas, se habían colocado paralelas entre ellas en uno de los patios traseros. En algunos de los restantes, pretendían arar la tierra para hacer cultivos y así no tener que subsistir únicamente de los huertos fabricados y la comida que el resto les brindábamos. El interior de la fábrica había sido acomodado y redistribuido.

Nada de preferencias.

Nada de que unos tengan más que otros.

Todo se ha repartido acorde a las familias, parejas y personas independientes que aquí residen. La mayoría de las salas se habían convertido en habitaciones y habilitado como tal. Incluidas las plantas pertenecientes a Negan y a sus hombres.

Que ahora, eran de Mike y los suyos.

Instintivamente, inspiro y espiro ante ese pensamiento.

Todo esto hacía que la sala común, dónde entrábamos justo ahora, fuera únicamente eso: una sala común. Un lugar de reunión para los residentes, donde comer, charlar, descansar y demás. Ya no era la comuna ni el lugar donde cobrar los puntos de tu trabajo.

Era aquello para lo que estaba designado a ser.

—¡Es Rick Grimes! —exclama una voz.

—¿Y ese de ahí no es Áyax Dixon? ¡Sí, es él! —murmura otra a nuestras espaldas—. ¡Áyax ha vuelto!

Mis hombros se relajan.

Por suerte, ni rastro de Scarface.

Solo Áyax Dixon.

Y un seguido de voces más llenan el ambiente.

—Sí, ellos acabaron con Negan.

Alguien me da la mano y la estrecha con firmeza a modo de saludo que yo devuelvo.

—¿Está sufriendo? ¡Espero que esté sufriendo mucho!

Otra persona pone la mano en el hombro de Rick y le da las gracias.

—Oh, Dios ¡Alabados seáis! ¡Hacía años que no os veíamos!

Otro me saluda a mí. Otro le saluda a él.

Miro a Rick de soslayo, arqueando una ceja, y él me mira a mí de la misma forma.

Joder, qué vergüenza.

Muerdo mis labios y aparto la mirada.

Porque no sé dónde demonios mirar.

Los presentes parecen volver a sus respectivos trabajos después de saludarnos efusivamente y con admiración, mientras que otros ayudan a los nuestros a descargar el carro recién traído seguidos por Rick y Michonne. Carl nos ha observado con ese brillito de superioridad y orgullo, y eso lo empeora, porque intento con todas mis fuerzas no enrojecer más por segundos. Y, sin querer, mis ojos van a parar hacia algo.

Frunzo el ceño con enfado y señalo la pequeña pintada en la pared, escondida.

Pero muy visible.

«Salvadores, ¡salvadnos! Seguimos siendo Negan».

—Daryl —murmuro. Este se dirige hacia mí y mira la pared—. ¿Esto pasa mucho?

—Cada vez más desde que murió la cosecha —responde entre dientes. Mira hacia atrás—. Eugene, Jerry, ¿quién ha hecho eso? —Ambos niegan con la cabeza, igual de sorprendidos que nosotros. Entonces posa sus ojos en un antiguo Salvador que reconozco perfectamente—. Justin, tapa eso.

El tipo chasquea la lengua con hartazgo desde su asiento, con las piernas estiradas y apoyadas en la mesa frente a él.

—Cómo coño quieres que haga eso, ¿eh?

Me tenso al escuchar cómo le ha hablado a mi hermano.

Si con este tío ya tenía asuntos pendientes, cada vez iba sumando más en la lista.

Me acerco a él con lentitud y me planto a su altura.

—No te ha pedido que preguntes cómo, te ha ordenado que lo hagas —gruño.

Él sonríe con suficiencia, consciente de que está en su territorio y se siente muy arropado por los suyos.

Hay Salvadores que nunca cambiarán.

Se pone en pie y me encara.

Siento los ojos de algunos clavados en mi nuca.

—Y si no... ¿qué? ¿Qué vas a hacer?

Sonrío.

—¿Quieres comprobarlo? —siseo a muy pocos centímetros de su estúpida cara.

—¿Scarface ha vuelto?

Mi sonrisa se ensancha.

—No me hace falta Scarface para patearte la cara —rujo entre dientes—. Scarface fue un invento de Negan que yo nunca fui. Pero, ¿sabes quién fui, soy y seré? —Y a cada frase me he ido acercando más y más hasta quedar a la altura de su oído—. Áyax Dixon. Y créeme, él nunca se ha ido.

El susurro de mis palabras ha reverberado entre el silencio.

Justin da un paso hacia atrás.

Y yo sonrío todavía más.

—Cuidadito, Áyax. No estás en casa. Nadie te quiere aquí —sentencia la voz de otro secuaz al que reconozco perfectamente.

Me giro hacia Brady O'Conner.

—¿El abusador de mujeres me va a dar lecciones?

Su cara se vuelve blanca por mi respuesta.

Y, acto seguido, roja por la rabia.

—Responde, imbécil, ¿quién no me quiere aquí? —siseo hacia él.

Un fuerte portazo metálico que nos hace girarnos a todos en esa dirección es mi respuesta.

—Yo.

El gruñido de su voz no ha dejado a nadie indiferente.

Mike baja las escaleras metálicas a toda prisa, seguido por Laura y sin despegar la mirada de mí. Me congelo en mi sitio, observándole completamente petrificado. El chico divertido y simpático había pasado a mejor vida años atrás. Juraría que murió junto a Anne aquel día. Su cabeza rapada, su barba castaña y prominente, sus ojos de un verde apagado y sin brillo, sus ojeras pronunciadas y sus pómulos marcados eran un fiel reflejo de todo ello que así me lo confirmaba.

—¿Qué coño haces tú aquí? —escupe entre dientes, dedicándome una mirada de asco cuando se dirige hacia mí.

Pero Carl se interpone en su camino, porque yo no soy capaz de reaccionar.

—Ha venido conmigo, ¿vale? —dice de forma pacífica, levantando las manos hacia él en un intento de calmarle. Pero sus ojos no se despegan de los míos.

—Te dije claramente que de los dos, solo tú eras bienvenido.

Sus ojos le contemplan como si Carl le hubiera traicionado incumpliendo su promesa. Al fin y al cabo, era únicamente a mí a quien odiaba.

Porque únicamente yo podía haber salvado al amor de su vida.

Tenso la mandíbula y resoplo con hartazgo.

—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto, Mike?

Las pupilas del mencionado se clavan en mi con fiereza cuando hablo al fin.

—¿Perdona? —sisea arqueando una ceja. Esquiva a Carl en el proceso hasta llegar a mi altura, en un punto en el que prácticamente nuestras narices se rozan, desafiándome con la mirada—. Vuelve a repetirlo.

Silencio.

El más tenso y absoluto silencio que jamás haya podido existir.

Es la primera vez que Mike me hace tragar saliva con su comportamiento, porque no estoy muy seguro de cómo va a actuar. Es sostener entre tus manos una bomba.

Carl alterna su mirada entre ambos, inquieto y con algo de temor.

—Creo que ya basta, Mike —tercia Daryl, intentando hacerle entrar en razón para que no arme un espectáculo ante todo El Santuario. Al pasar tiempo aquí junto a él le había ganado cierta confianza como para reprenderle si era necesario.

Pero el chico alza la mano en su dirección.

—No, Daryl, de eso nada —sentencia, mandándole a callar sin apartar la mirada de mí—. Vuelve a repetirlo.

Un tembloroso suspiro escapa de mí.

—Mike... vamos —susurro con dolor—. Yo quería salvar a Anne.

Y me arrepiento al segundo de haber hablado.

Porque Mike me coge por el cuello de mi camisa con ambas manos de forma amenazante, consiguiendo que Daryl y Carl den un paso en nuestra dirección. Y también, que Brady y Justin sonrían complacidos.

—No vuelvas... a mencionar su nombre... jamás. —Las lágrimas se acumulan en los ojos del que fue mi mejor amigo y aprieta los dientes—. Si te oigo decirlo una vez más...

Levanto las manos lentamente en señal de rendición. El corazón me late frenéticamente contra las costillas.

Un solo error y todo se vendrá abajo.

—Lo siento —murmuro con sinceridad. Parpadeo cuando mis ojos se encuentran iguales que los del chico—. Nunca quise que pasara algo así... no es justo que me culpes, hice cuanto pude...

Mike me suelta de un empujón, asqueado. E incluso así, sus ojos furiosos no se apartan de mi persona.

Y, para mí sorpresa, una cínica sonrisa se dibuja en su rostro.

—Eres un hipócrita de mierda, ¿lo sabías? —dice señalándome y asintiendo. Una irónica carcajada brota de su garganta. Frunzo el ceño, y su rostro muta en una mueca de la seriedad más absoluta—. Porque si Carl muriera y yo tuviera algo que ver en su muerte... haría tiempo ya que yo no seguiría vivo.

Sus palabras impactan con fuerza contra mí como una bofetada, de tal forma que retrocedo un paso, dejándome estático y perplejo. Mike me mira de arriba abajo, soberbio, sabedor de que ha dado justo donde quería.

—Dime, ¿acaso me equivoco? —pregunta retóricamente, pues es evidente que no espera respuesta alguna por mi parte.

Agacho la cabeza, completamente derruido ante esa hipótesis.

Porque todos los presentes, yo incluido, sabemos que es cierta.

Me niego a responder, no porque no quiera, sino porque no puedo. No soy capaz. Lo que hace que Mike se acerque de nuevo a mí en tan solo un paso.

—¡Respóndeme! —brama, pegando su frente a mi sien.

El eco de ese rugido de furia reverbera por la sala común de El Santuario, rompiendo el asombrado silencio.

Mi labio inferior tiembla y me veo en la obligación de morderlo, con la vista pegada en el suelo.

—Mike, se acabó —gruñe Carl, alzando el mentón—. Una cosa es que tengas asuntos personales contra él y otra muy diferente es que le trates así en mi presencia.

El chico se vuelve hacia él, emitiendo una risa seca y sorda, negando con la cabeza.

—No —respondo en un murmullo, ganándome la atención de los presentes. Levanto la mirada hasta ambos—. Tiene razón.

Y entonces devuelve la vista a Carl con total superioridad. Camina hasta llegar a su altura y le mira como si le hiciera un favor.

—Veinticuatro horas —dice sin pestañear—. Mañana por la tarde estará fuera de aquí o le meto una bala entre ceja y ceja. Y que no se atreva a volver, porque no quiero verle un solo segundo más.

Echa a andar en dirección a la escalera por la que ha aparecido. Mis ojos siguen sus pasos y resoplo con enfado ante su actitud.

—¿Y a tu hija? ¿O a tu madre? ¿A ellas las quieres volver a ver?

Mike se detiene en seco.

Todo su cuerpo se queda tenso y recto como si le hubiera dado un calambrazo. Sus manos se convierten en puños temblorosos y gira lentamente la cabeza hasta mirar a Carl por encima de su hombro.

—Doce horas —ruje antes de dedicarme una mirada cargada de odio.

Reanuda su camino a toda prisa, seguido por Laura como su fiel mano derecha, que me mira con el mismo asco que mi antiguo mejor amigo.

Cuando un nuevo portazo se hace presente, llevándose consigo su presencia, mis hombros se relajan y suspiro con pesadez. Carl llega hasta a mí y me mira con reproche.

—¿No podías haberte ahorrado eso último?

Chasqueo la lengua y río con cinismo.

—Podrá tenerme todo el odio que quiera por las razones que le dé la maldita gana, Carl —aclaro con un severo enfado tiñendo mi voz y mis palabras—. Pero no con su hija, ella no tiene la culpa de absolutamente nada y no se merece que la desprecie así. Es lo único que le queda de la mujer que amó y se está perdiendo su vida. Se está perdiendo verla crecer. Se arrepentirá antes o después de lo que está haciendo.

Doy media vuelta y me largo de la sala sin tener un rumbo claro.

Sin un rumbo, y con las palabras de Mike rebotando en cada maldito rincón de mi cabeza como una estudiada y perfecta tortura. 



Lo cierto es que, antes de que Carl partiera hacia Hilltop en mitad de la noche, tuve que disculparme por haberle hablado de esa manera. No era justo que le tratara así, pero tampoco cómo Mike me trataba a mí, y eso había hecho mella en mi persona inconscientemente. Por supuesto, Carl lo entendió perfectamente, pues siempre era todo corazón. Pero sabía que estos eran momentos duros para él, así que no podía cargarle todavía con más cosas de las que no era responsable.

Mike estaba demasiado obcecado en su dolor y mi culpa, y difícilmente cambiaría de parecer. Así que lo único que yo podía hacer era darle su espacio y respetarle. Además de cuidar y querer a su hija como si de la mía propia se tratase.

Le di un beso y un abrazo a Carl, que demoré unos minutos de más bajo sus risas, antes de que se marchara. Apoyado en la barandilla de las escaleras de emergencia, esas en las que años atrás asesiné a Terry, le observé partir.

Mierda, ¿es que no hay algún lugar aquí que no me traiga recuerdos horribles?

Exhalo con pesadez en mitad de esa noche cerrada y plagada de estrellas, absorto en mi soledad. Carl hace tan solo unos minutos que se ha ido y ya me siento desubicado en este lugar.

Hubo tan solo un breve tiempo en el que yo sintiera El Santuario como mi hogar, pero duró tan poco que no sé si simplemente fue una ensoñación. Una burda mentira. Incluso adecentado y con las buenas personas que en él residían ya liberadas, este sitio desprendía una energía hostil. Algo que me decía que yo aquí no era bienvenido.

Bueno, algo y alguien, en este caso.

El repicar de unos pasos acompañados de un bastón contra el suelo metálico me saca de mi letargo. Por supuesto, no hace falta que compruebe quién es.

—¿Ya se ha marchado? —pregunta Rick cuando llega a mi altura. Deja el bastón a su lado y se apoya en la barandilla igual que yo.

Asiento con desgana.

—Le he dado uno de los walkies, por si acaso —respondo mirándole. Y entonces, quien asiente es él. Suspiro cuando veo la mueca pensativa y cansada en su rostro—. Has estado hablando con Daryl, ¿no?

Ríe secamente y exhala con pesar.

—Si es que se puede hablar con él en los últimos tiempos —aclara, haciéndome reír—. No cree que esto funcione, El Santuario, me refiero. Dice que lleva cuatro años intentando mantener esto junto a Mike y que aquí no hay nada, que está muerto. Y Mike cada vez quiere ver menos a la cría, e inconscientemente eso a tu hermano le servía como escapatoria para no pasar demasiado tiempo en Alexandria. Así que se está quedando arrinconado y sin opciones.

—Lo sé —afirmo en un murmullo, desviando la mirada. Froto mis ojos en una mezcla de frustración y cansancio—. ¿Qué quiere hacer?

—Creo que empezará a intercambiar esto por Hilltop. Se asentará entre ella y Alexandria. Supongo que por su bien y por el de Cherokee.

Asiento.

—Es una mierda, pero me parece bien —confieso con algo de tristeza. Odiaba que mi hermano hubiera tomado esta distancia para con nosotros tan solo por la vida de Negan—. En parte tiene sentido, Maggie piensa como él.

Rick suspira, como si con eso y su silencio me diera la razón.

—Si es lo que quiere, será lo mejor —dice, algo meditabundo—. Lo prefiero así, este lugar es como un recordatorio.

—Lo sé —repito, pinzando el puente de mi nariz cuando un breve pinchazo tras mis ojos se hace presente. Las migrañas nocturnas se habían vuelto una compañía ocasional en los días ajetreados y estresantes—. Lo prefiero para Cherokee, allí al menos podrá jugar también con Hershel. Aquí puede jugar con... un arbusto seco y un alambre oxidado, imagino.

Rick ríe con honestidad. El silencio se hace entre los dos y entonces me da un breve vistazo, después observa la tranquilidad nocturna que nos rodea.

—¿Cómo te encuentras? —musita, con la mirada perdida en la espesura del bosque.

Frunzo el ceño ante esa extraña e inesperada pregunta. Arqueo las cejas y suspiro, sin saber muy bien cómo o qué debo expresar.

Lo cierto es que pocas veces alguien me ha preguntado eso.

—Hoy ha sido... un día extraño —consigo articular al fin.

Rick sonríe.

—Bueno, no todos los días vuelves a ser quien eras —añade como ayuda, haciéndome reír.

Niego con la cabeza y me encojo de hombros.

—Es agradable.

—No pareces muy contento —replica, mirándome con atención.

Una pequeña sonrisa estira mis labios.

—No es eso —aclaro, negando nuevamente. Alzo la vista hacia las estrellas—. Sí, he recuperado esa parte de mí, esa... confianza. Pero no me siento como antes, me siento diferente.

Rick se da la vuelta, apoya su baja espalda en la barandilla y se cruza de brazos.

—¿Para mal?

Sonrío.

—Para mejor —sentencio mirándole a los ojos—. Es como si me sintiera completo al fin. He recuperado cosas que perdí, y que faltaban para completar la persona que soy ahora. Antes solo iba por ahí, matando tanto a vivos como a muertos. Ese era mi único trabajo, mi única preocupación. Eso me hacía sobrevivir, pero ahora también sobrevivo por muchas cosas más.

El hombre asiente, escuchándome pacientemente y con atención.

—Es como si esa parte de mí... hubiera aumentado. Y gracias a estos cuatro años sin enfrentarme al peligro... también lo ha hecho la parte racional —explico. Apoyo mis codos en la barandilla y suspiro—. Nunca antes había tenido tiempo de parar, y si lo tuve, no me lo permití. Y sé que me ha venido bien, creo que lo necesitaba.

—Ahora tienes muchas más cosas por las que sobrevivir, pero también muchas más a las que proteger. Cuando perdiste la inmunidad ese equilibrio se desajustó, te quedaste sin la protección que podías dar. O la que creías que podías dar, más bien. Necesitabas equilibrar la balanza de otra forma, al fin y al cabo, quien siempre ha luchado has sido tú, no la inmunidad.

Le miro cuando sé que me ha comprendido a la perfección. Rick sonríe y alza la vista igual que he hecho antes, contemplando la luna creciente que se muestra sobre nuestras cabezas.

—Pensaba que... la inmunidad me hacía valioso. Y en parte era cierto —añado, jugando con la pulsera que Carl me regaló, dando un vistazo por donde ha partido a caballo hace escasos momentos—. Como si fuera un don... es algo que siempre creí a ciencia cierta. Algo que antes pensaba.

Algo que me hicieron creer y pensar, más bien.

Un escalofrío me recorre cuando siento la daga en mi bota. Rasco mi nuca y carraspeo.

—Creía que mi valor era ese —confieso cabizbajo—. Que era quién soy, mi identidad. Algo que cobró importancia en este mundo, como tener el último vaso de agua en mitad del desierto.

El hombre a mi lado posa una mano en mi hombro y me mira.

—El valor de una persona puede tener un significado diferente para cada uno. Para mí, reside en quién es, no en lo que es. Y creo que hoy lo has dejado muy claro —dice convencido—. Eres quién eres, ya lo sabes.

Asiento lentamente.

—Sí, supongo que a veces se me olvida.

—No me cansaré de recordártelo.

—Ni yo de escucharlo.

Ambos reímos a la vez.

—Supongo que esa es la razón por la que me siento diferente. Creo que empiezo a desmentirme cosas de las que tenía una certeza, pero que era infundada —cavilo en voz alta, como si me ayudara a comprender y asimilar el cúmulo de vivencias de las últimas horas—. Como si en estos años de calma... hubiera conseguido al fin algo de la humanidad que nunca tuve.

Rick sonríe orgulloso y aprieta mi hombro con cariño. El silencio se hace en la noche. Siento la brisa nocturna acariciar mi rostro, trayendo consigo el ruido de algunos grillos escondidos en el bosque.

No sé cuánto nos quedamos así, en calma. Pero es agradable, y algo a lo que empiezo a acostumbrarme.

La calma, la paz.

Rick coge aire y me mira.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

Rasca su barba unos segundos, pensativo.

—¿Cuánto tiempo llevas sin matar a alguien?

Frunzo el ceño.

—¿Sin contar a Anne o a Ken?

Rick me mira fijamente, con la seriedad tiñendo el gesto de su rostro a modo de reprimenda.

—Matar a voluntad. Matar como si fuera tan fácil como respirar —aclara.

Me tenso ante sus palabras. Mis manos se aferran a la barandilla frente a mí y muerdo el interior de mi mejilla, enderezándome en mi sitio.

—Lo has entendido, ¿no? —murmuro devolviéndole la mirada.

Sus ojos se clavan en los míos.

—Al principio me costó, pero vi que cada día borrabas el número de la pequeña pizarra que pusiste en la pared de la cocina, y añadías uno más —explica sin apartar sus pupilas—. No entendía el por qué lo hacías, ni que significaba. Tampoco quise preguntar. Hasta que empecé a contar hasta la fecha inicial.

Río con amargura.

—El día que mordieron a Carl —respondo con mis ojos fijos en él—. Fue a un Salvador, en la enfermería. Ni siquiera recuerdo su cara o su nombre. Solo el crujido de su cuello cuando se lo rompí como si nada. Tan fácil como respirar.

—Ya, tan fácil como respirar —repite, porque me comprende.

Porque es lo que hemos hecho.

Siempre.

—Exacto. —Aparto los ojos y mis dedos se ciernen con fuerza sobre la barandilla, hasta que mis nudillos pierden color—. Estoy harto de que sea así, de que sea tan sencillo. Por eso mantenemos a Negan con vida, tú lo dijiste. No llevo la cuenta de todas y cada una de las personas a las que he matado, porque eso me mataría a mí. Por eso, y porque es imposible recordar todas las que han sido.

El silencio se hace de nuevo entre nosotros.

Entonces le miro.

—Pero sí que quiero llevar la cuenta de cuánto hace que dejé de ser un monstruo —sentencio—. Por mí, por Gracie.

Su suspiro y cómo agacha la cabeza para despegar sus ojos de los míos, me demuestran su respuesta. No tiene claro que ese sea el camino, y lo sé, porque me mira de la misma forma que ha hecho Negan.

Porque no se puede contener a una bestia en una jaula, y yo lo sabía mejor que nadie.

Pero ahora tenía que hacerlo, porque no podía permitir que ella me viera así.

Que lo viera como algo bueno.

Le miro con honestidad.

—Solo quiero ser mejor persona —susurro. Mi voz se rompe al final de la frase—. Solo eso.

—Está bien, puedo entenderlo. —Sonríe. Y sé que no está muy convencido. Palmea mi espalda antes de tomar su bastón de nuevo—. Será mejor que entremos, es tarde.

Suspiro de forma algo teatral.

—Oh, sí. Y mañana he de madrugar porque tengo menos de doce horas para estar aquí.

El hombre a mi lado ríe escuetamente, negando con la cabeza.

—Ese chico recapacitará, créeme.

Pongo los ojos en blanco y camino junto a él.

—Pues, referenciando a Gabriel: que Dios te oiga.



A la mañana siguiente, y tras terminar de cargar lo necesario ya cerca del mediodía, algunos salimos en dirección hacia Hilltop mientras que el resto volvían de camino a El Reino. Excepto Carol, que decidió quedarse supliendo a Daryl en El Santuario hasta cerciorarse de que Mike pudiera tenerlo todo bajo control. Por el momento era demasiado trabajo para él solo, así que era mejor así.

Con el sol en el punto más alto del cielo y sobre nosotros, las puertas de la comunidad amurallada por troncos se abren a nuestra llegada, cediéndonos el paso. Desmonto a Sombra casi a la vez que Rick y Michonne hacen los mismo con sus respectivos caballos, mientras que un par de vecinos se encaminan hacia nosotros, dispuestos a atender a los animales en sus establos. Daryl deja la moto cerca de la entrada y se quita el pañuelo de su rostro cuando Maggie y Carl salen a recibirnos.

Clavo las uñas en las palmas al cerrar los puños con fuerza y rabia, segundos después de que estos estén ante nosotros.

—¿Qué cojones...? —mascullo viendo el pómulo y el ojo derecho de Maggie plagados de moratones.

Pero, sobre todo, por la ceja izquierda reventada y los nudillos heridos y enrojecidos de la mano derecha de Carl.

Maggie y él se miran entre sí para después suspirar. Entonces este último me observa.

—Os lo explicaré mejor si entráis —sentencia, echando a caminar hacia el interior de la casa principal.

Temblando y con el corazón golpeando rabioso y frenético contra mis costillas, no dudo un segundo en seguir sus pasos, igual que todos los demás. 



—¡Será hijo de puta! —exclamo poniéndome en pie como un resorte.

Carl, sentado en uno de los sillones al lado de la ventana, y con la luz anaranjada de la tarde acariciando su rostro, suspira.

—Por eso quería que entrarais —musita mirándome.

Me paseo de un lado a otro del salón anexo a la entrada. Maggie y Rick habían subido a la planta superior para hablar con más calma y privacidad respecto a las ayudas a El Santuario, así como del ataque recibido por parte de Greggory y sus manipulaciones para con ella.

Y con Carl.

Michonne, sentada en el sillón opuesto al de Carl y cruzada de brazos, me observa deambular de un lado para otro. Y Daryl, apoyado en el marco de la entrada ríe con cinismo.

—Siempre supimos que Greggory sería un problema.

—Sí, pero nunca le creía capaz de matar. O al menos de intentarlo. Y ni siquiera puede hacerlo él mismo, tiene que manipular a los demás para que le hagan el trabajo sucio... es una rata cobarde —respondo, volviéndome hacia él.

—Por suerte no ha ido a más y solo estáis heridos —comenta Michonne, apoyando sus codos en sus rodillas.

Arqueo las cejas y ahora me giro hacia ella.

—¿«Por suerte»? ¿«Solo»?

La mujer suspira y aparta las rastas que caen por su rostro al agachar la cabeza, después la levanta y me mira.

—¿Los prefieres muertos?

—Prefiero muerto a ese cabrón.

—Y ese es el problema —sentencia Carl, mirando por la ventana.

Pongo ambas manos en mis caderas y le observo con el ceño fruncido, sin comprenderle del todo. Las miradas de Daryl y Michonne recaen sobre él.

Carl carraspea y suspira.

—Maggie ha ordenado su ejecución.

Su rostro encara los nuestros, sin expresión alguna. Mis ojos se abren de par en par, asombrado y sinceramente impactado.

Porque no me esperaba eso en absoluto.

—¿Cómo dices? —masculla la mujer sentada a mi derecha, reclinándose hacia delante.

El chico frota su rostro con la mano derecha hasta terminar pinzando el puente de su nariz en un gesto que me recuerda totalmente a Rick. Se acomoda en su asiento y agacha la cabeza con pesar.

—Esta noche —añade desganado y sin un ápice de emoción en su voz—. Y de forma pública.

Trago saliva cuando siento mi garganta secarse. E incluso cerrarse.

—Joder —murmuro, clavando la vista en el suelo.

Daryl resopla y se yergue en su sitio, alejándose del marco de la puerta.

—Qué más da, acabas de decir que lo prefieres muerto.

Le miro con sorpresa y alzando las cejas. Parpadeo con incredulidad, analizándole.

—Sí, lo he dicho en un ataque de rabia —replico con enfado—. No pretendía que fuera verdad.

Mi hermano se encoge de hombros y abre la puerta principal.

—A mí me parece una buena decisión —confiesa, mirándonos a todos—. Ese tío nos ha causado demasiados problemas, y nos ha complicado la vida otras tantas veces. Ya se le han dado demasiadas oportunidades.

No soy capaz de asimilar ni procesar lo que mi cerebro está escuchando. Es, simplemente, como si las imágenes frente a mí pertenecieran a un mundo onírico en lugar del real.

—¡Hablamos de una ejecución pública! —señalo abriendo los brazos—. Se supone que esas cosas deben aprobarse por decisión unánime. ¡Para eso se creó la Alianza!

—Es su comunidad, es su decisión —sentencia como si no le importara—. No veo porqué el resto debemos entrometernos en aquello que suceda en otras comunidades.

Michonne se pone en pie y le observa igual de incrédula que yo.

—Son normas que todos debemos acatar, se hicieron para preservar este inicio de civilización. Hablamos de una vida, Daryl —murmura perpleja.

—Una vida que ya ha malgastado suficiente.

Sus palabras nos atraviesan a todos y cada uno de nosotros, pero sobre todo a mí.

Me era difícil entender lo que estaba escuchando, como si se tratara de una broma de mal gusto. El hombre que tenía frente a mí ni siquiera parecía ser él mismo.

¿En qué momento Daryl se había vuelto tan... yo?

—Soy el primero que quiere que pague por sus actos, pero esta debería ser la última decisión. Quizá no sea la forma —dice Carl mirándole a los ojos. Se pone en pie y camina hasta llegar a mi lado—. Quizá sea la semilla de algo peor.

Daryl resopla con una media sonrisa cargada de ironía y la vista pegada en el exterior de la casa, pues mantiene la puerta abierta, como si eso le ayudara a largarse mentalmente de aquí.

—¿Peor que mandar a otro a atacar a una madre delante de su hijo? —gruñe, clavando sus pupilas de nuevo en cada uno de nosotros—. Manipuló al padre de Ken para que matara a Maggie y así poder deshacerse de ella sin ensuciarse las manos, y eso salpicó a Carl. ¿Qué mierda debemos esperar más de él? Ni siquiera esperó, aprovechó el dolor de un padre con su hijo recién enterrado.

Exhalo con fuerza y cubro mi rostro con ambas manos hasta deslizarlas tras mi nuca, porque tiene toda la razón.

Yo había sido siempre el primero en querer eliminar al pusilánime de Greggory como si fuera una simple molestia en nuestras vidas, y nunca me arrepentiría de ello.

Pero se suponía que ahora las cosas habían cambiado, o en eso debíamos insistir.

—Sabes que te doy la razón —murmuro, ganándome su atención—. Pero ya no actuamos así. Y no voy a ser hipócrita, no va a apenarme verle morir. Todos sabéis que es algo que he llegado incluso a desear hacer por mí mismo.

Daryl señala mi obviedad, como si eso fuera un argumento de peso suficiente.

—Pues entonces no debería haber ningún debate —dice, dispuesto a salir del edificio.

—¡Si mantenemos a Negan con vida es por algo, Daryl! —exclamo, dando un paso hacia él. Su mirada enfadada me recorre entero y después se posa en la mía—. Y él ha hecho cosas peores, pero se supone que nosotros somos mejores que eso. Se supone que en estos cuatro años hemos estado construyendo algo diferente a lo que hacíamos, a quiénes éramos.

Me observa prácticamente sin pestañear, como si no me reconociera.

Como si no supiera a quién tiene ante él.

—Sí, se supone —gruñe con un deje de hastío en su voz—. O puede que algunos nos hayamos cansado de esa forma de actuar. Quizá sea la semilla de algo peor, sí. O quizá simplemente las cosas siempre debieron ser así.

La rabia en sus palabras no pasa inadvertida para ninguno. Bajo nuestras miradas, mi hermano se da media vuelta.

—Esto no es una ejecución cualquiera, Daryl —afirmo mirándole fijamente—. Esto es una demostración de poder. De Maggie, sobre Rick.

Daryl alza el mentón y después se encoge de hombros, sin más.

—Tómalo cómo quieras —sentencia, altivo—. Al fin y al cabo, es algo que va a pasar.

El portazo que da al salir sella esta amarga conversación, dejándonos inmersos en un extraño y desagradable silencio.

Un silencio que deja implícita entre nosotros una horrible verdad: no habían podido acabar con Negan tal y cómo querían, así que, a partir de ahora, iban a tomarse la justicia por su mano.

Cuando firmaron la Alianza, Maggie estaba más que dispuesta a romper las normas que en ese pergamino se acordaban. Puede que para ella tan solo fueran unas guías a seguir sin relevancia alguna, pero para mí eran el inicio de algo mucho más grande que nosotros.

Algo que, sin darnos cuenta, empezaba a desmoronarse.



El sonido de las pisadas de Maggie hundiéndose en la tierra del camino es lo único que se oye en mitad de esta noche en Hilltop. Un par de grandes antorchas, colocadas estratégicamente cerca de la estructura del futuro granero, son más que suficientes para iluminar los rostros de todos los presentes. La mujer se detiene ante todos nosotros y se gira para poder mirarnos. Ningún convecino parece haberse querido perder el espectáculo que está a punto de suceder.

—No quiero hacer esto —dice de forma solemne—. Pero todos deben entender que en Hilltop el crimen es castigado.

A mi lado derecho, Rick y Michonne se mantienen hieráticos y rígidos. A mi izquierdo, Carl está prácticamente igual. Pero no es tensión lo que veo en él, en su mirada, si no lo mismo que presiento en mi interior.

La sensación de que esto va a marcar un antes y un después.

Maggie se vuelve hacia la estructura.

—¿Tienes algo que decir? —pregunta.

Y lo hace, hacia Greggory. Quien, subido a lomos de un caballo, tiene una soga apretando su cuello que le estira y asfixia al más mínimo movimiento, con sus manos atadas a la espalda. Impidiéndole siquiera poder luchar por su vida.

Era cierto lo que había dicho Daryl. A fin de cuentas, Greggory ya había tenido muchas oportunidades.

Pero esto era demasiado incluso para él.

No existen las muertes piadosas, al menos no desde mi perspectiva. La muerte era la muerte, en un momento estabas con los tuyos y de repente podías dejar de hacerlo.

Dejar de existir.

Yo sabía muy bien lo que era eso.

Así que por muy dulce que esta pudiera ser, mientras dormías o con una dosis letal de morfina como había hecho con Ken, la muerte seguía siendo la muerte.

Y hacer de ella un espectáculo, era algo escalofriante.

Un ahorcamiento no solía serlo. No debería, al menos. Pero este sí lo era, porque tenía un fin que no era únicamente arrancar una fruta podrida antes de corromper a las demás.

Era demostrar, era probar.

La superioridad, el poder.

¿Era esto menos cuestionable que lo que Negan pudo hacer en su día?

Greggory se lo merece, y en eso estoy de acuerdo. Pero esto no era algo limpio.

Era un medio para llegar a un fin.

¿El medio? Una ejecución pública que quebranta las normas.

¿El fin? Demostrar que iban a hacer aquello que creyeran un beneficio para su comunidad, independientemente de lo que esto fuera. Independientemente de lo que los demás pudiéramos pensar.

Para su comunidad, y para ellos mismos. Porque tenía también un trasfondo egoísta.

Y con ello demostraban que, si querían ir a por Negan, lo iban a hacer.

El lloriqueo aterrado y nervioso de Greggory me devuelve a la realidad, provocándome un escalofrío.

—Esto no está bien —dice, preso del pánico.

Cierro los ojos.

Joder, cómo odiaba que tuviera razón.

—Que alguien la pare, por favor —ruega, mirándonos fijamente—. Me matas en mitad de la noche porque te avergüenzas.

Maggie le observa, completamente inexpresiva.

—Te equivocas —responde con firmeza—. No me avergüenzo.

Acto seguido mira a mi hermano, quieto junto a la estructura, y asiente levemente con la cabeza. Este no duda en devolverle el asentimiento.

—¡Paradla! —grita Greggory entre súplicas—. ¡Por favor! ¡Por amor de Dios! ¡Que alguien la pare!

Michonne me sorprende girándose lentamente como si solo ella hubiera podido escuchar algo a sus espaldas. Me vuelvo en su dirección y mis ojos se abren con temor ante la presencia de dos niños pequeños que aparecen a lo lejos.

—¡Maggie, no! —brama la mujer a mi lado, yendo hacia ella. Pero Rick la detiene, apresándola por la espalda con sus brazos.

—¡Espera! —ruje Greggory.

Y es lo último que hace, antes de que Daryl azote los cuartos traseros del caballo para que salga corriendo.

Doy un respingo cuando el cuerpo del hombre en la soga da un tirón hacia abajo, fruto de la gravedad. Carl se tensa en su sitio y una temblorosa exhalación escapa de entre sus labios. Pero ninguno de los dos nos atrevemos a mirarnos, porque somos incapaces de apartar la vista del cuerpo que se balancea pataleando ante todos los presentes.

Jesús, a tan solo unos metros de nosotros, agacha la cabeza ante los guturales sonidos de asfixia del hombre.

—¡Lleva a esos niños a la cama! —exclama Maggie, haciendo que los padres responsables alejen a dichos niños, hasta llevarlos de vuelta para que sigan durmiendo.

Si es que algún día pueden volver a hacerlo después de esto.

Iluminado por la luz nívea de la luna, el rostro de Greggory se contrae en una mueca horrorizada, que se mezcla con el dolor. Sus ojos en blanco sobresalen por la presión y su boca queda abierta en un rictus escalofriante cuando el aire escapa de él.

Para siempre.

Y entonces el silencio se hace. Y lo único que lo rompe es el ruido de la cuerda al balancearse, rasgando el viento y rozando contra la madera.

—Ha sido mi decisión —dice la mujer mirándonos a todos—. Pero esto no es el principio de nada.

Mis ojos se posan en los suyos y frunzo el ceño unos segundos con ligero cinismo y una muda pregunta.

«¿Seguro?».

—No quiero volver a hacerlo —sentencia como si respondiera a mi cuestionamiento mental.

El silencio inunda Hilltop de nuevo, y una vez más, solo hace eco el escalofriante ruido de la cuerda al mecer el cuerpo inerte de Greggory. Maggie aparta de mí su mirada y se vuelve hacia mi hermano.

Hacia el verdugo.

—Corta la cuerda —le ordena.

Y él obedece otra vez.

La hoja del cuchillo rasgando las fibras de la cuerda se unen a la espeluznante banda sonora, hasta que su cuerpo cae a plomo contra el suelo como si de un burdo saco de tierra se tratase, generando un sonido seco.

Cojo aire profundamente, observándolo con cierto pesar.

Tiene gracia, a lo largo de mi vida habré perdido la cuenta de la cantidad de veces que he deseado matar a Greggory con mis propias manos.

Ahora yace muerto a tan solo unos cuantos metros de mis pies, y no me provoca ninguna sensación más allá de la pena.

Pena, por lo que su muerte significa. 



Desde esa noche, dejamos pasar un par de días hasta que las aguas volvieron a su cauce. O al menos hasta que la sensación angustiosa desapareció en cada uno de nosotros.

El ambiente se enrareció aquella noche en Hilltop y nos marchamos para Alexandria al día siguiente. Pero antes de que así fuera y mientras cargaban nuestras cosas de nuevo, aproveché para charlar un rato con Betty.

No fue solo idea mía, sus cejas arqueadas observándome con irónica sorpresa también ejercieron algo de presión, sumado a la insistencia de Carl. Así que entré en su consulta y salí hora y media después.

Me sentí limpio, nuevo. Como después de una larga y necesaria ducha. Como despertar con la cabeza despejada tras toda una noche de migrañas.

Salí nuevo y con la firme promesa y obligación por su parte de volver, al menos, una vez al mes.

Lo único que se me hizo ligeramente extraño antes de marcharnos, fue que Carl se reuniera con ella con una absurda excusa. Me alarmó que pudiera pasarle algo, que necesitara ayuda y no me lo dijera. Aunque yo no podía ser un gran ejemplo, pero incluso así, me preocupó.

Alivió un poco mi pesar verle reunirse con nosotros de nuevo tan solo unos diez minutos después, pero no por ello la mosca se marchó de detrás de mi oreja. De todas formas, imaginaba que lidiar con todo lo acontecido en aquellas horas le hubiera afectado más de lo normal.

Así que lo dejé pasar.

Esos dos siguientes días los pasamos ya en Alexandria, aprovechando el tiempo junto a Gracie y también para retomar nuestras tareas. Pero, principalmente, porque no querían que Carl subiera al altar con la ceja partida.

Yo alegaba que me daba igual, iba a amarle de todas las formas posibles, y la espera empezaba a hacerse un pelín angustiosa. No importaron nuestras quejas, Gabriel se negó a ello y nos ordenó descansar esos dos días extras hasta que las heridas fueran menos visibles.

La noche anterior a la boda iba a ser una tortura, lo sabía. Gracie y Michonne tironearon de mí y me secuestraron en la habitación opuesta al otro extremo del pasillo donde Rick y Judith retenían a Carl. Por suerte y tras regresar de Hilltop, Daryl decidió dejar las cosas a un lado temporalmente, pues esta distancia y relación con altibajos nos hería a ambos, y aceptó el trabajo de policía nocturno que Rick le ofreció para que estuviera pendiente de que ni Carl ni yo cruzáramos el pasillo.

Las estúpidas tradiciones matrimoniales.

Éramos dos tíos casándose en una iglesia y que tenían una hija, ¿de qué tradiciones estaban hablando?

Ahora, estirado en la alfombra después de la ducha, con una camiseta blanca ancha, un pantalón gris de algodón, calcetines limpios, los ojos cerrados, las manos entrelazadas sobre el abdomen y Gracie masajeando mis sienes... lo cierto es que no tenía tanta queja.

—Al final no ha sido tan malo —musito, quitándome la rodaja de pepino sobre mi ojo derecho para comérmela.

—¡Eh! ¡Pero no te lo comas! —exclama Gracie dándome un manotazo en la cabeza, haciendo reír a Cherokee, que se había colado en nuestro cuarto porque Daryl se había quedado dormido.

Menudo vigilante nocturno.

—No hay que desperdiciar recursos, Grace —mascullo con la boca llena y un ojo abierto, observando su pelo recogido mechón a mechón con pinzas para rizárselo, quedándole un tocado muy gracioso que le hacía parecer una ancianita.

Por lo que me había reído y ella me había pegado, por supuesto.

—Tienes razón —secunda Michonne, aproximándose a mí para quitarme la otra y llevársela a la boca.

—¡Eh! ¡Que eso es mío!

—Ya no organizo nada más —farfulla Gracie cruzándose de brazos, enfurruñada. Pero vestida con ese pijama celeste y estampado de ositos era bastante difícil creerla enfadada de verdad.

Cherokee ríe a carcajadas y yo me enderezo, sentándome en el suelo, para después atraparla entre mis brazos y hacerle cosquillas, provocando entonces que ría más. La pequeña vestía con una camiseta blanca que le venía enorme y casi arrastraba, además de unos pantalones de pijama grises propiedad de Judith. O al menos de cuando esta era más pequeña.

Michonne se aproxima al armario, pues estábamos en la habitación que compartía con Rick, y comienza a inspeccionar su propia ropa y la de las niñas para decidir que se pondrán mañana. Lo cierto es que no íbamos a disponer de grandes galas, como era de esperar, pero al menos intentaríamos estar todo lo decentes posibles.

Con algo de suerte quizá logré meter a Daryl en la ducha.

—Creo que tenía un vestido por aquí —comenta la mujer, que está a punto de caerse de cabeza dentro del armario de tanto rebuscar—. Lo vi en el mercadillo anual de El Reino y Rick me lo regaló por sorpresa... ¿dónde diablos está?

Sonrío ante su anécdota, que me provoca un ligero nerviosismo por lo de mañana. Pero pongo los ojos en blanco cuando me mira.

—Qué más da, Mich —comento, apoyando la barbilla sobre la cabeza de Cherokee, que está sentada en mi regazo—. Ni siquiera yo voy a ir sumamente elegante, y eso que soy el que se casa. Y que conste que me pondré la corbata por vuestra imposición.

Ella me mira de mala gana y niega con la cabeza.

—No es solo eso, es que no consigo encontrar algo que a Cherokee le guste —dice señalándola, a lo que esta responde cruzándose de brazos—. Gracie ha aceptado ponerse uno de los antiguos vestidos de Judith a regañadientes.

—Lo que es un gran milagro —matizo, mirando a la mencionada, que no duda en sacarme la lengua.

—Es mi regalo de boda —dice orgullosa.

Río con ganas.

Adoro a esta cría.

Nunca obligamos a nuestra hija a que se vista de una forma determinada, tan solo dejamos que ella elija qué ponerse o con qué se siente cómoda. Los vestidos no eran del todo de su agrado, porque le impedían jugar como lo hacía, es decir: trepando, saltando y llenándose de tierra y barro en todo momento. Pero tampoco eran algo que le repelieran del todo. Y por alguna razón, a nuestros padres les había parecido gracioso que Judith, Gracie y Cherokee fueran con vestidos similares.

Pero esta última se negaba en rotundo.

Gracie aparta la mirada, apenada ante el enfado de su prima, lo que me hace entrecerrar los ojos unos segundos. Los suficientes para que nadie se dé cuenta.

«Vale» pienso, «sea lo que sea, Gracie lo sabe».

Miro a Cherokee. A veces, lo más sencillo era preguntar.

—¿Tú que quieres llevar? —inquiero, consiguiendo que me sonría.

—¡Pantalones y camiseta! —exclama alzando los brazos con felicidad, poniéndose en pie.

Me encojo de hombros.

—Pues pantalones y camiseta —sentencio extendiendo la mano, que Cherokee me choca en señal de victoria. Michonne suspira, pinzando el puente de su nariz. Demasiado tiempo con Rick—. ¿Por qué no? Es lo que quiere y le gusta. Mira ahora, vamos iguales.

Michonne se carcajea al observarnos, dándose cuenta de que es verdad. Pues ambos vamos con camiseta blanca y pantalón gris. Cherokee ríe alegre y aplaude ante esa idea, entonces me mira sonriente.

—Me gusta —dice. Estira sus manitas y acaricia mi barba, riendo—. Quero ser como el Tío Áyax.

Arqueo las cejas con sorpresa.

—¿Quieres ser como yo? —pregunto curioso.

Pero no únicamente por el hecho de que quiera parecerse a mí.

Asiente y nos mira.

—Y como el Tío Carl, el Tío Ick, papá...

Michonne ríe con ternura mientras se sienta en la cama junto a Gracie, que le mira contenta ante sus palabras. Realmente me llenaba el pecho de ilusión que Cherokee considerara a Daryl como su padre.

Me uno a sus risas y asiento complacido.

Pero no solo por la gracia con la que pronuncia los nombres como puede a sus cuatro años, aunque empezó a hablar antes que Gracie a su edad. Si no porque, de todos los que ha dicho... no ha mencionado a ninguna chica.

Muerdo el interior de mi mejilla y asiento levemente, como si lo hiciera para mí mismo.

Es solo una sospecha.

Pero existe la posibilidad.

—Vamos a dormir, se hace tarde y mañana es un día importante —dice Michonne, ganándose nuestra atención y palmeando su lado de la cama—. Tienes que estar descansado o te saldrán ojeras.

Río y me pongo en pie con Cherokee en brazos. Gracie se sube a la cama y gatea por ella, hasta que se estira junto a Michonne para que después esta la cubra con sus sábanas. Me tumbo al lado de ambas, pues por suerte la cama es lo suficientemente grande para que quepamos los cuatro, y Cherokee se tumba a mi izquierda, apoyando se cabeza en mi pecho y con su mano aferrada a mi camiseta.

Es cuestión de unos veinte minutos que Michonne y Gracie se duerman, abrazadas como están. Pensaba que Cherokee también se había sumido en un profundo sueño, pero me sorprende cuando alza su cabecita y, apoyando la barbilla en mi pecho, me mira con esos grandes y brillantes ojos verdes iluminados por el haz de luna que entra a través de la ventana.

—¿Queres que sea mañana ya? —pregunta en un susurro.

Le sonrío.

—Sí, tengo muchas ganas de ver al Tío Carl —respondo en el mismo tono para evitar despertar a Gracie o a Michonne. Coloco una mano tras mi nuca y miro sus ojos—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Cherokee me observa con curiosidad y asiente, posando sus manitas bajo su barbilla.

—¿Por qué no quieres llevar vestido?

Se encoge de hombros y aparta la vista unos segundos.

—No me ustan, son de niñas.

Mi sonrisa se ensancha.

Ahí está.

Finjo no saber de qué me habla y le miro, extrañado.

—Qué va, no hay ropa de niños o de niñas —murmuro bajo sus ojos atentos—. La ropa es solo eso: ropa.

Me observa con sorpresa y se queda pensando sin saber qué responder, como si no hubiera caído en ello hasta ahora.

Sé perfectamente a lo que se refiere, pues yo tengo razón, pero Cherokee también. Es su forma de referirse a aquello que ve ligado a un género, identificándolo como parte del mismo.

—Solo tiene que ser aquello que a ti te haga sentir bien —le explico en voz baja—. Carl, Jesús o tu papá llevan el pelo largo y eso no les hace ser chicas, ¿verdad?

Su boca se abre como una pequeña «o» y después niega fervientemente con la cabeza.

—Pues es lo mismo —afirmo convencido—. ¿A ti te gusta llevar el pelo largo?

Asiente con una gran sonrisa.

—Como papá, quero ser cómo él —añade feliz.

Sonrío también.

—Pero no te gustan los vestidos.

Niega con la cabeza, firme en su decisión.

—¿Y te gusta ser Cherokee? ¿Te gusta ese nombre?

Me mira con ojos pensativos y llena de aire sus carrillos, haciendo que sus mejillas queden regordetas. Asiente y yo pincho uno de sus mofletes para que se le escape el aire, haciéndole reír en voz baja, uniéndome yo también a esas discretas risas.

—Papá me contó el cuento de las rosas y los indios —explica—. Me usta, es especial.

Sonrío y asiento.

—Lo es, es muy especial.

—Como yo —responde mostrando sus dientecitos en una sonrisa de soberbia.

Tengo que aguantarme las ganas de reír ante su orgullo. Desde luego, Gracie estaba siendo una gran maestra.

Miro fijamente a Cherokee.

—Pero no te gusta ser Cherry, ¿verdad?

Suspira como si se desinflara y su cara adquiere un puchero ligeramente triste. De nuevo, como a los vestidos, los asocia con aquello con lo que no se identifica.

Niega con la cabeza.

Eisi me puso ayer otro nombre. A Jud le gusta.

Abro los ojos, sorprendido. En parte imaginaba que Gracie podía saberlo, pero que Judith también no lo esperaba. Y con su frase me confirma que ambas lo han descubierto en nuestra ausencia, o puede que incluso antes.

—¿Y cuál es?

Sus labios se estiran en una sonrisa de felicidad.

—Rok.

Y mi rostro imita su gesto alegre, completamente contagiado por la ilusión que irradia.

—Me gusta mucho —afirmo de corazón. Extiendo mi mano derecha en su dirección—. Encantado de conocerte, Rok Dixon.

Tapa su boca con su mano izquierda para acallar sus risitas contentas y estrecha mi mano con su derecha, la cual queda muy pequeñita entre las mías. Le atrapo entre mis brazos con fuerza y me giro en la cama sobre mi lado izquierdo.

Se pega contra mí, haciéndose una bolita, y me mira sonriente. Le sonrío de vuelta y le abrazo de nuevo.

—Bienvenido a la familia, pequeño —musito en un susurro, depositando un beso sobre su frente.

La forma en la que sus ojos se iluminan cuando me dirijo a él en masculino, no la olvidaré jamás. Me abraza con fuerza, escondiendo su carita en mi pecho, y yo le abrazo de vuelta.

Y aunque en ese instante solo quiero disculparme por no haberle podido comprender antes, por quizá no haberle puesto las cosas más fáciles, por no haberle tratado cómo le correspondía desde un principio... lo que entonces me prometo, es que iba a tenerme ahí siempre que quisiera. Siempre que me necesitara.

Me sorprende ver cómo ha sido cuestión de minutos que se duerma contra mí, totalmente tranquilo y despreocupado, como si para él no tuviera tanta importancia.

Y puede que tenga razón, puede que tengamos mucho que aprender de los pequeños de nuestras comunidades. Pues, al fin y al cabo, quienes le damos la importancia, señalamos y etiquetamos, somos los adultos. Ellos son felices en su ingenua libertad, siendo quienes son y sin juzgar. Al menos aquellos que todavía no han sido corrompidos por el pensamiento adulto.

Me acomodo en la almohada y le doy un último vistazo.

Sonrío.

—Bienvenido a la familia, Cherokee «Rok» Dixon —musito contra su pelo dorado.

Gracie me observa, despierta entre los brazos de Michonne.

Mi sonrisa se ensancha y le guiño un ojo.

Y ella sonríe, y me lo guiña a mí.



Me paseo de un lado a otro frente a las puertas del exterior de la iglesia reconstruida de Alexandria, con Daryl observando mis movimientos. El calor abrasador del mediodía empieza a asfixiarme. Tironeo del cuello de la corbata negra, metiendo el dedo índice entre ella y la blanca camisa cuando esta se empieza a pegar en mi piel.

—Vale, vale. Tranquilo —dice mi hermano levantando las manos en mi dirección, separándose de la pared en la que estaba apoyado—. ¡Estate quieto!

—¡No puedo! ¡Esta mierda me ahoga!

Daryl muerde sus labios para no reírse en mi cara. Pone sus manos en mis hombros y detiene mis pasos, me mira a los ojos y me ordena que respire con calma y a su ritmo. Cuando consigo hacerlo, suspiro profundamente.

—¿Mejor?

—En absoluto —tartamudeo.

Entonces una pequeña sonrisa se hace en sus labios.

Nos habían ordenado aguardar en el exterior de la iglesia hasta que todos aquellos, invitados y aquel que quisiera pasarse para ver lo que al final parecía ser la boda del siglo, estuvieran en sus asientos. A pesar de que a Daryl todas estas cosas le parecieran una estupidez, y sobre todo a pesar de la brecha que parecía separarnos últimamente, quería acompañarme hasta el altar.

Y yo no le puedo estar más agradecido, porque de hacer esto solo, moriría de un infarto en mitad del pasillo.

—Mierda, mierda —farfullo, escondiendo mi cara en mis manos—. De algo íntimo y pequeño hemos pasado a esto.

Su sonrisa se ensancha ligeramente.

—Bueno, es la primera boda desde que el mundo se fue a la mierda y no todos los días se casa el gran Áyax Dixon con el hijo del gran Rick Grimes —murmura aguantándose la risa—. Mucha gente no ha querido perdérselo.

Pongo los ojos en blanco ante esa estúpida grandeza.

—Vete a la mierda.

Daryl sonríe una vez más. Lleva sus manos hacia mi corbata negra, empezando a arreglarla después de que haya deshecho el nudo sin darme cuenta.

—¿Desde cuándo sabes hacer el nudo de una corbata?

—Merle tenía que ir bien vestido a sus juicios.

Río con fuerza y niego con la cabeza. Mi corazón late cada vez más fuerte y rápido, haciendo que todo mi cuerpo tiemble. Bajo sus dedos, sé que mi hermano puede sentir la velocidad de mi pulso.

—Va a ser una boda y un funeral al mismo tiempo si no te relajas —comenta sin mirarme, centrado en la labor de sus manos.

Cierro los ojos, inspiro y espiro.

—Es imposible hacerlo —siseo en una risa histérica.

—¿Te estás arrepintiendo?

—¡No!

—Puedo prepararte una huida limpia si quieres.

Lanzo una carcajada que escapa de mí y me hace echar la cabeza hacia atrás. Mi hermano muerde sus labios para no sonreír, volviendo a hacer el nudo de la corbata desde cero.

—¿A dónde iríamos? —pregunto, siguiéndole la corriente en un intento por tranquilizarme.

—¿Yo también voy?

—Claro, tú lo has orquestado y Carl querría matarte. Deberías huir también.

Ríe y después se encoge de hombros, despreocupado.

—No lo sé, a dónde nos lleve la carretera.

Sonrío.

—Un viaje de carretera entre hermanos suena genial.

—¿Qué tal Nuevo México?

—Venga hombre, sueña un poco —replico bromeando—. Nueva York... Manhattan... ¿París?

Un bufido sale de él, emulando una risa seca. Niega con la cabeza.

—Es un viaje largo, pero suena bien —comenta, terminando de anudar la corbata correctamente.

—O si no volvemos al plan inicial, simplemente cojamos la carretera y conduce.

Su ceño se frunce.

—¿Hasta cuándo?

—No lo sé —murmuro encogiéndome de hombros—. Hasta que el Infierno se congele.

Su risa nerviosa se contagia fácilmente, haciéndome reír a mí. Coloca correctamente el nudo de la corbata y pongo mi dedo índice bajo su mentón para levantarle la cabeza.

Tiene los ojos plagados de lágrimas al borde del abismo.

Parpadeo, porque los míos están iguales.

Ambos sonreímos.

—Gracias por todo, Daryl —susurro. Muerde sus labios y agacha nuevamente la cabeza—. Sin ti nunca podría haber llegado hasta aquí.

Asiente, conteniendo un sollozo.

—A Merle le encantaría estar aquí.

Cojo aire de manera temblorosa y aparto la mirada unos momentos.

—Lo está viendo, estoy seguro —añado, dando un vistazo al estanque. Trago saliva cuando el alambre de espino alrededor de mi garganta se aprieta y alzo la vista al cielo, parpadeando para que las lágrimas dejen de salir—. Y probablemente se esté riendo de mí todo lo que quiera y más.

Los dos rompemos a reír completamente nerviosos y aliviados. Daryl asiente, pasa sus manos por la corbata y mis hombros, alisando mi camisa metida por dentro de mis habituales pantalones negros. Después comprueba mi aspecto y me da su aprobación, a pesar de que él va igual que siempre.

Y es que Daryl es Daryl.

Rosita hace acto de presencia, ataviada con una blusa de color crema y su melena negra suelta y a un lado, sujeta por una flor que me recuerda a la de la vainilla. Saca la cabeza por una de las puertas y nos hace señas para que entremos, con una sonrisilla nerviosa en los labios.

Mi hermano limpia mis lágrimas con sus pulgares y después las suyas, entonces me mira a los ojos y da un vistazo a la puerta de la entrada.

—Ya es la hora —dice, volviendo sus ojos a los míos.

Cojo aire y exhalo profundamente.

—Vamos allá —murmuro girándome hacia la puerta. Sonrío y vuelvo la cabeza hacia él para mirarle fijamente—. Y si no, siempre nos quedará París.

Daryl me ofrece su brazo para que lo agarre, sonríe ladeadamente y me dedica un cómplice asentimiento de cabeza.

—Siempre nos quedará París.



 Mi cuerpo entero tiembla cuando ponemos un pie en el interior de la iglesia. La luz dorada del mediodía se filtra a través de los grandes ventanales, rebotando en las blancas paredes e iluminando a todos y cada uno de los presenten en los bancos, incluido el gran rosetón que sobrevivió al ataque de Los Salvadores y que corona la pared final, alumbrando el altar con sus vivos colores. Inspiro en profundidad, haciendo que mis pulmones se inunden de un aroma que no esperaba. Y es que algunos ramos de flores frescas adornan el pasillo hasta el altar. Flores de colores que había visto anteriormente sembradas en Alexandria, Hilltop y El Reino, y que embriagaban el cálido ambiente del verano aportándole su particular frescura.

Ese olor se quedará grabado para siempre en mi cerebro, estoy seguro.

Todas las miradas recaen sobre mi hermano y sobre mí.

Pero no consigo que me importe.

Es curioso, todos los nervios se han esfumado en cuanto hemos entrado. Todo se ha desvanecido de mi cuerpo como si nunca hubiera estado allí. Mi corazón ha dejado de latir con tantísima fuerza, mis manos han dejado de temblar y todos mis sentidos han sido atrapados por una única razón.

Y esa, es Carl al final del pasillo, esperándome en el altar.

Sonrío, sabiendo que nunca lo había hecho de esa forma.

Enfundado en unos vaqueros igual de azules que su iris y una camisa blanca e impoluta, se vuelve hacia mí animado por Rick, como si este hubiera tenido que infundirle fuerzas para hacerlo.

Y en ese momento en el que nuestras miradas se encuentran, en el que soy consciente de que nunca he estado tan seguro de una decisión en mi vida.

Esto es lo que yo quiero.

Él es a quien yo quiero.

Y querré el resto de mi vida.

Hasta que la muerte nos separe, e incluso después.

—Áyax, tenemos que caminar —murmura Daryl, mirándome de reojo.

Clavo la vista en mis pies petrificados, sin saber en qué momento me había quedado congelado en mi sitio.

—Oh, sí, mierda. Perdón —respondo atropelladamente, asintiendo más veces de las necesarias.

No estoy muy seguro de cuándo logro llegar al altar, ni siquiera soy capaz de apreciar a las personas que me rodean, sin perderse ni uno solo de los pasos en mi camino con una radiante sonrisa. Puedo sentir a Carol y Ezekiel junto al pequeño Henry, a Jesús y Aaron, a Maggie con Hershel entre sus brazos, a Rosita y Siddiq, a Tara, a Jerry y a su mujer... incluso a Nancy, la madre de Mike, sonriéndome. Pero no puedo verles.

Porque no veo a nadie más que a él.

No existe nadie más, la iglesia está vacía.

Ni Rick ni Michonne a cada lado.

Ni Daryl caminando junto a mí.

Solo estamos él y yo.

Su mirada y la mía.

Su sonrisa y la mía.

Y cuando le tengo al fin frente a mí, ni siquiera me lo creo.

No sé en qué momento las lágrimas han empezado a caer por mi rostro, ni siquiera soy capaz de sentirlas. Solo sé que me duelen las mejillas de tanto sonreír.

Le veo a él, veo su mirada anegada en lágrimas. Veo mi mano limpiando con cautela aquellas que recorren su rostro. Veo su sonrisa deslumbrante. Veo lo increíblemente guapo que está aún siendo un atuendo sencillo.

Pero que en él queda espectacular.

Con algo de reticencia, Carl separa su mirada de mí y la posa en Daryl, quien le observa con cierto orgullo.

—Te confío lo más preciado que tengo —susurra mi hermano, intentando no romperse. Mordiendo mis labios, oprimo un sollozo que muere al final de mi garganta—. Cuídalo, por favor.

Carl limpia otra lágrima de su rostro con el dorso de su mano. Coge aire y asiente.

—Con mi vida, Daryl. Nunca lo dudes.

Mi hermano se suelta de mí y da un paso atrás, colocándose a mi espalda como mi padrino. Rick y Michonne eran los de Carl. Daryl era el mío, y aunque debía de acompañarle alguien más, me negué en rotundo.

Pues en su día, iba a acompañarle Mike. Y no quería que hubiera otro que no fuera él, así que prefería dejar su sitio vacío.

Un escalofrío me recorre cuando el gesto de Daryl cobra un significado en mí.

Ha dado un paso atrás, dejándome junto a Carl.

En parte, siento como si se fuera de mi lado. Como si me hubiera acompañado toda la vida y ahora me cediera el turno de volar solo. De hacer mi vida, de ser consecuente con mis decisiones, de formar mi familia.

Pero sé que no es del todo así.

Porque mi familia, son todos ellos.

Rompiendo el hilo de mis pensamientos, Rick se acerca a nosotros y me mira de forma solemne.

Con amor.

Con cariño.

Con orgullo.

Vestido con unos pantalones oscuros y una limpia y sencilla camisa de color a juego con el vestido crema de Michonne, me sonríe y pone una mano sobre mi brazo. Inspira y espira unos momentos, parpadeando para deshacerse de las lágrimas en sus ojos.

Y entonces me mira.

—Siempre me enorgullecí de considerarte mi hijo... y hoy pasas a serlo más que nunca —afirma. Me trago el nudo que se instala en mi cuello y asiento. Pone una mano en mi nuca en señal de afecto y después da un vistazo a Carl—. Hubo un tiempo en el que solo estuvimos nosotros dos, le he cuidado a él y él me ha cuidado a mí. Ahora es tu turno, Áyax, ¿me prometes que tú también lo harás?

Vuelvo a asentir con firmeza.

—Más que a mi propia vida y hasta el fin de mis días —juro, poniendo todas mis fuerzas en que mi voz no se rompa en esa férrea promesa y mirándole a los ojos.

El hombre asiente complacido, dedicándonos una última mirada cargada de amor antes de volver a su sitio.

Trago saliva y, extrañado y cejijunto, miro a Carl.

—¿Por qué tú no llevas corbata?

Este ríe con cierta travesura brillando en su pupila. Abro la boca ofendido y asiento para mí mismo, con un mohín indiferente en mis labios.

—Perdón, teníamos que hacerlo —comenta mirando a Rick y a Michonne a sus espaldas.

Oigo a Daryl aguantarse la risa tras de mí y chasqueo la lengua.

—Oh, ya. Muy graciosos, sí señor.

Carl vuelve a reírse algo nervioso, y puede que también lo haga un poquito de mí.

—Vamos, te queda bien —murmura, observándome divertido.

—Sí, ya. —Le señalo con el dedo índice—. Quiero el divorcio.

Se carcajea, haciéndome reír a mí también.

El padre Gabriel, que había estado en una esquina del altar donde nos encontrábamos sin que reparara en su presencia, se aproxima a nosotros. Con su habitual y pulcro traje negro y con la biblia entre sus manos, nos mira feliz.

—Hermanos, hermanas —comienza a decir alzando la voz, observando a todos los presentes—. Hoy estamos aquí reunidos para unir en matrimonio a dos de nuestros queridos vecinos. Y lo cierto es que... oh, Dios, pensé que nunca volvería a hacer algo así.

Las risas entre los invitados se hacen presentes, inundando la iglesia con su aliviador eco, incluidos Carl y yo.

—Quién se lo iba a decir, eh padre —murmuro mirándole, consiguiendo que ría también.

Gabriel pone una mano sobre mi hombro y nos observa a ambos con cierto cariño y ternura. Con esa mirada que le dedicas a un ser querido que forma parte de tu vida desde hace ya mucho tiempo.

—Me enorgullece ser yo quien os una en matrimonio. Pues como muchos de los presentes, os he visto crecer a lo largo de los años, y también cómo vuestro amor crecía con vosotros —añade, alternando su mirada entre Carl y yo—. Así que es todo un honor para mí sellar ese amor ante los ojos de Dios y de todos los presentes.

No estoy seguro de por qué, pero sus palabras me hacen sonreír.

No soy creyente y nunca lo he sido, pero hay algo en la solemnidad de sus palabras, en el poder que hay en ellas al entonarlas, que me hace creer fervientemente que este acto convertirá nuestro amor en algo eterno a pesar de sentir que ya es así y que siempre lo ha sido.

Como si lo oficializara en cierta forma.

Como si lo personificara, y yo me diera cuenta en realidad de lo muchísimo que he amado, amo y amaré al hombre frente a mí.

—En los tiempos que hemos vivido, en todo lo que hemos pasado... es ahí donde, momentos como este, nos hacen darnos cuenta del valor de lo que tenemos—añade, pasando su mirada por todos nosotros—. El amor de nuestra familia, la de sangre y aquella que ganamos en el camino. El cariño de nuestros allegados. La felicidad de los nuestros. Los gestos de bondad en todas y cada una de sus formas son una muestra de que el amor es el sentimiento más poderoso que existe, es aquello que rige las normas y el universo. Aquello que prevalece incluso cuando el mundo deja de ser lo que conocimos. Porque Dios es eso: amor. Es lo que nos mueve y nos guía. Y nos amará siendo quienes seamos, queriendo a quien queramos.

Sus palabras me hacen sonreír una vez más.

En eso sí que creo, eso sí que es una verdad. Ese podría ser el Dios en el que yo tuviera fe.

Muchos hombres podían construir un Nuevo Mundo. Uno solo podía construir su propia creencia. Y ambas son igual de importantes.

—Amén a eso —susurro, haciendo que Carl sonría.

Gabriel nos observa con cierto cariño y aprecio, y entrelaza sus manos frente a sí mismo, sosteniendo su libro sagrado.

—Ahora, amigos míos. Si habéis preparado vuestros votos... es el momento.

Mis ojos se abren ligeramente más de lo normal unos segundos.

Porque se me ha olvidado por completo preparar una mierda.

Carl me observa sonriente, sabedor quizá por mi gesto, de que no sé qué decir. Toma mis manos entre las suyas y me quedo completamente enmudecido cuando me mira a los ojos.

—Ha sido un camino duro y todos han sido testigo de ello —dice, acariciando el dorso de mi mano izquierda con su pulgar derecho—. Por eso hacemos esto, hoy, aquí. Porque también quiero que sean testigos de cómo prometo amarte el resto de mi vida. Estar ahí siempre que me necesites, cuidarte hasta mi último aliento. A ti y a nuestra hija.

Para cuando da un vistazo a Gracie, que nos observa feliz y sonriente sentada en los bancos de la primera fila, las lágrimas han vuelto a caer por mis mejillas.

—Quiero prometerte todo ello y más. Todo cuanto me permitas darte. Es algo que te prometo aquí y ahora, frente a todos, porque es lo mismo que me prometí a mí mismo en su día, cuando apareciste aferrado a las verjas de la prisión. Ese día supe que yo dejaba de ser un poco menos mío para ser algo más tuyo. Y no sabía que un sentimiento podía hacerme tan feliz —sentencia, clavando su mirada en mí. Separo una de mis manos de las suyas, para limpiar sus abundantes lágrimas y también las mías. Me sonríe con todo el amor del mundo, coge aire y suspira—. Quiero ser así de feliz siempre. Y lograr que lo seas conmigo también.

Un suspiro tembloroso escapa de mí ante tal bombardeo de amor al que acaba de someterme, siendo incapaz de procesar cada palabra.

—Te quiero —susurro, solo para que él lo oiga.

Su mirada se ilumina y llena de lágrimas de nuevo. Gabriel me observa, indicándome con la mirada que es mi turno. Trago saliva y muerdo mis labios.

Y en ese instante sé que no necesito haberme preparado nada.

Solo necesito tenerle a él frente a mí y dejar que sea mi corazón el que hable.

Tomo sus manos entre las mías y dejo un beso en ellas antes de mirarle de nuevo.

Es, probablemente, la primera vez en nuestra vida que pasamos tanto rato mirándonos fijamente.

—Yo... bueno, no se me da muy bien decir cosas tan bonitas —murmuro, haciéndole reír. A él y a unos cuántos más—. Solo quiero darte las gracias. Quiero darte las gracias por tu compañía, por el amor que me das, porque eres mi razón de ser. Y desde que eso es así, mi vida tiene sentido.

Su mirada me observa con ligero asombro y ternura. Carraspeo y mis manos tiemblan, pero intento que no lo hagan. Cojo aire y doy un vistazo a las gentes de la iglesia, como si buscara valor en ellos, en sus sonrisas que me animan a hablar.

—Antes no me importaba que el mundo se hubiera acabado, no me importaba que la muerte me rodeara o me llevara en cualquier momento —confieso, aun sabiendo que es una verdad a voces—. Pero desde que te vi... eres la razón por la que vivo, por la que lucho. Eres aquello por lo que quiero seguir vivo todo lo que la vida me permita. Eres con quien he construido una familia con la que ni soñaba. Me haces ser consciente de lo afortunado que soy y de la suerte que tengo, porque, aunque a veces no me creo digno de ti... tú consigues que lo sea, tú me haces serlo. Te lo dije una vez y lo volveré a decir las veces que sean necesarias: pasaría todo lo que hemos vivido, todas las risas, las penas, las alegrías y tristezas... pasaría este y mil apocalipsis más, si en todos y cada uno de ellos estás tú, Carl. Porque eres lo que merece la pena de esta historia, eres por lo que vivo, eres lo que quiero en ella. Y nunca antes había estado tan seguro de ello como lo estoy ahora. Eres tú y siempre vas a serlo, en este y en mil apocalipsis más.

Un sepulcral pero hermoso silencio invade la iglesia.

Me sorprendo al darme cuenta de que he logrado decir todo eso sin que me tiemble la voz.

Carl me mira como si fuera el mayor tesoro de su vida, y en el brillo de su mirada puedo ver lo mucho que se está conteniendo por no lanzarse a abrazarme y besarme.

Y lo sé, porque yo estoy igual.

El padre Gabriel se seca con disimulo una lagrimita que brota de su ojo, haciéndome sonreír.

—Bien. —El hombre carraspea para serenarse, consiguiendo que Carl y yo riamos—. Después de... probablemente las demostraciones de amor más bonitas que nunca he escuchado...

Y, junto a muchos de los presentes, tengo que largarme a reír. En parte como una forma de aliviar la tensión y el nerviosismo.

—Ha llegado el momento de que os hagáis entrega de los anillos.

Miro al cura a mi derecha y después a Carl, algo apenado por el hecho de que eso no vaya a ser posible, más allá de ser un mero simbolismo.

—Creo que esa parte deberemos saltárnosla, padre —murmuro algo compungido.

Y, para mi sorpresa, una ladeada y altiva sonrisa se esboza en los labios de Carl.

—Un momento, no tan rápido —dice, frunciendo el ceño con diversión.

Mira a Gracie y le hace una seña. Esta sonríe traviesa y se pone en pie, colocando un mechón de su pelo rizado tras la oreja. Del ancho cinturón de tela de su vestido azul saca una pequeña bolsita de piel que le lanza a Carl, y este la atrapa en el aire con su mano derecha. No he dejado de mirarles sorprendido ni un solo segundo. Abre dicha bolsita y de esta saca un par de anillos.

Doy un paso atrás inconscientemente, impactado por la sorpresa, con mi boca abierta.

Carl sonríe con suficiencia mientras guarda la bolsita en su bolsillo. Toma ambos anillos entre sus dedos pulgar e índice y me mira.

—Los he forjado yo —sentencia con orgullo—. He tenido que aprender cómo se forja y graba la plata, pero creo que ha merecido la pena el resultado. No es una boda si no hay anillos —afirma sonriente—. Al fin y al cabo... son las alianzas del Nuevo Mundo.

No puedo responder, porque no puedo hablar. Solo tiemblo y no soy capaz de despegar mi mirada de la suya. Sonrío ante todo lo que sus palabras significan.

Cada una de sus palabras... de sus gestos... han sido como si hubiera acariciado con sus propias manos mi corazón, dejando además un dulce y casto beso en cada una de sus grietas y heridas. Como si las reparara con su voz y las yemas de sus dedos. Como si le encantara hacer esa labor y estuviera dispuesto a hacerla todos los días de su vida.

Un calor reconfortante inunda mi pecho, erizando mi piel, haciendo que me estremezca en una agradable sensación.

«Es aquí, esta es. La sensación que he buscado toda mi vida, esta es» pienso, escuchándolo como un agradable susurro que se asienta en mi mente, inundándome con su paz y armonía.

Si el amor fuera una persona, esa sería Carl Grimes.

Me enseña el interior de mi alianza y el grabado que hay en ella.

«Carl. EEYEMAM».

Cierro los ojos, provocando que una lágrima caiga por mi mejilla.

Son siglas.

—En este y en mil apocalipsis más —susurro con la voz rota.

Nuestro «te quiero» único y personal.

Carl asiente, sonrojado y adorable como solo él podía ser. Observo a Gabriel cuando consigo despegar mis ojos de él.

—Discúlpeme, padre.

Su ceño se frunce, extrañado.

—¿Por qué?

Miro a Carl.

Y sonrío.

—A la mierda.

Cojo su cara entre mis manos y estampo mis labios contra los suyos.

Un seguido de vítores, risas y aplausos rompen el privado silencio en el que la iglesia estaba sumida.

—¡Ese es mi papi! —grita Gracie, haciendo que Carl y yo riamos rompiendo el beso, con nuestras frentes unidas.

Observo a Daryl a mi espalda que, como Rick, tapan su cara con una mano y niegan con la cabeza. Río a carcajadas y me encojo de hombros, alegando como disculpa que tenía que hacerlo. El jaleo y los silbidos se hacen presentes antes de que Gabriel, riendo, les pida algo de calma.

—Vale, vale... ¿Retomamos? —dice, observándonos inquisitivo, arqueando una ceja.

Carl y yo asentimos a la vez, entre risas. Gabriel le da una indicación a Carl con la cabeza y este me observa. Toma mi mano izquierda y coge mi anillo para colocarlo en el dedo anular.

—Yo, Carl Grimes, prometo serte siempre fiel, leal y honesto. Así como amarte, cuidarte y respetarte hasta el fin de mis días. En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza... aunque en este mundo nada de eso nos importa ya —añade divertido.

Río feliz mientras le observo colocarme el anillo plateado que reluce en mi piel y, sorprendentemente y por suerte, me queda perfecto. Le miro fijamente cuando me entrega su anillo y lo sostengo con cuidado, como si fuera la más bella reliquia, con temor de que caiga de mis temblorosas manos.

Cojo aire y espiro.

—Yo, Áyax Dixon, prometo serte siempre fiel, leal y honesto —repito como él—. Así como amarte, cuidarte y respetarte hasta el fin de mis días. En la salud... y en la enfermedad no hará falta, porque para algo te casas con el mejor médico de la comunidad. —Carl se carcajea y yo miro a Siddiq—. ¡No te ofendas!

Este, sentado junto a Rosita en los bancos de la segunda fila, pone los ojos en blanco y se lleva una mano al pecho fingiendo dolor, haciéndome reír.

Gabriel, con una sonrisa, carraspea y nos mira.

—Carl Grimes, ¿aceptas a Áyax Dixon como tu marido?

En mis manos, Carl tiembla y su mirada se llena de lágrimas una vez más.

Asiente con fervor y sin un ápice de duda.

—Sí, acepto —susurra sin dejar de mirarme.

Mi sonrisa se ensancha y más lágrimas, por parte de ambos, caen por el mismo camino que han trazado en los últimos minutos.

Es, quizá, la primera vez que le veo llorar de felicidad durante tanto tiempo.

—Áyax Dixon —dice Gabriel, llamando mi atención—. ¿Aceptas a Carl Grimes como tu marido?

Parpadeo.

Trago saliva cuando mi garganta se seca.

Observo al amor de mi vida.

A mi eterna compañía.

A mi mejor amigo.

A mi alma gemela.

A mi ayuda, mi alegría, mi razón de ser, mi vida entera.

Y mi sonrisa resplandece todavía más.

—Sí, por supuesto que sí —afirmo sin dudar un solo segundo.

Volvería a afirmarlo una y mil veces más.

Gabriel sonríe de corazón y nos observa.

—Pues entonces yo os declaro marido y... marido —añade divertido, alegre de ser esta la primera vez que dice esa frase tan peculiar en boca de un cura.

Carl y yo sonreímos sin dejar de mirarnos, como en todo este rato desde que he entrado en la iglesia.

El padre Gabriel nos observa.

—Ya podéis...

Y Carl le interrumpe, aferrando mi corbata con su mano derecha y tirando bruscamente de mi para besarme, haciéndome sonreír como nunca.

—En fin, ya qué más da —comenta Gabriel, alzando las manos en señal de rendición.

—¡Y ese es mi papá! —exclama Gracie, poniéndose en pie sobre el banco y levantando un brazo, haciendo reír a Judith a su lado.

Río en mitad del beso, escuchando como, de nuevo, la iglesia se inunda de gritos, silbidos y aplausos. Pero nada puede importarme más que los suaves labios que me besan con dulzura, encerrándonos en esa burbuja en la que solo estamos él y yo.

Mi marido y yo.

Uno mi frente a la suya y sonrío todavía más.

Joder, qué bien ha sonado eso.

Carl acuna mi rostro con ambas manos y limpia mis lágrimas con sus pulgares, gesto que yo imito.

—Ahora entiendo lo de la corbata —señalo divertido.

Él rompe a reír. Con una traviesa sonrisa y aprovechando el murmullo de la gente, se aproxima a mi oído.

—Esta noche podremos darle un uso mejor, créeme.

Golpeo su pecho fingiendo estar escandalizado.

—¡Estamos en la casa del Señor, sé respetuoso!

Carl se carcajea ruidosamente ante mi estupidez, aunque una parte de mí está más que encantada con la idea que ha sugerido.

Para qué mentir.

Nuestros padres nos abrazan, así como Daryl, Judith, Gracie y Cherokee, que saltan del banco corriendo hacia nosotros.

Y, sin esperarlo, nuevas lágrimas brotan de mis ojos ante ese momento.

Ante la presencia de una familia con la que ni soñaba, y que ahora puedo disfrutar.

Daryl limpia mi rostro y yo besuqueo sonoramente su mejilla, haciendo que Cherokee ría a carcajadas por cómo mi hermano pretende separarse de mí y limpiarse con la manga de su camisa gris.

Cuando nos separamos, Rick nos mira a Carl y a mí dando un leve asentimiento de cabeza casi imperceptible. Este y yo nos miramos, intentando no sonreír. Doy un vistazo al padre Gabriel y le guiño un ojo, cabeceando hacia Rick.

—Oh, sí, ya —murmura en voz baja. Dirige su vista a todos los presentes y sonríe—. Ya que estamos todos aquí reunidos, si alguien más quiere aprovechar la ocasión y mi presencia para casarse también... —comenta a modo de broma como si lo dijera por decir, logrando que algunos de los invitados rían.

La mano de Rick tiembla cuando toma a Michonne por la izquierda y la lleva hasta el altar.

Dos enormes sonrisas enmarcan mi rostro y el de Carl. Nos miramos entre nosotros durante unos segundos y después a ellos. La mujer, enfundada en un suelto y largo vestido satinado de color crema, ese que Rick le regaló, se lleva su mano libre a la boca para cubrirse parte del rostro con sorpresa.

Con la misma que acaba de sobrecoger de asombro a todos los presentes en la iglesia.

A todos, menos a Carl, Judith y yo.

Pues éramos los que habían orquestado el momento junto con el hombre en el altar que ahora temblaba como una la hoja de un árbol en invierno.

Quién lo iba a decir, Rick Grimes temblando.

—Yo... —murmura, incapaz de mirarla a los ojos hasta que toma fuerzas para ello. Si yo era un cero intentando expresar mis sentimientos, Rick a veces se volvía totalmente nulo—. Bueno, me habría arrodillado si pudiera.

Un par de sendas lágrimas surcan la sonrisa de Michonne en ese instante, seguidas de una risita.

—Solo... vi el momento y quise aprovechar la oportunidad días atrás —confiesa mirándola. Una gran sonrisa se dibuja entre su frondosa barba.

Judith tiende a Carl una bolsita similar a la que Gracie le ha lanzado, para mi sorpresa una vez más, y el chico me hace una seña para que subamos al altar. Él se coloca tras su padre y yo tras Michonne, que tiembla nerviosa. Coloco una mano en su hombro y, sonriente, dejo un beso sobre su sien para infundirle algo de calma y valor.

Pues parece no creerse nada de lo que está pasando.

Con una pequeña sonrisa, Daryl está a punto de tomar asiento junto a Rok, Gracie y Judith, pero una voz le detiene.

—No —dice Rick, da un vistazo al espacio vacío al lado de Carl y después le mira—. Ese es tu sitio.

Mi hermano parpadea para no desmoronarse, puedo verlo muy claro en el brillo de sus pupilas. Asiente, mordiendo sus labios, y se encamina junto a él.

Michonne sonríe y observa a Judith, quien le devuelve una divertida y orgullosa mirada por su plan. La pequeña asiente ilusionada y se levanta de su sitio para correr hacia la mujer y darle un abrazo. Después le ofrezco mi mano y se coloca junto a mí con una gran sonrisa.

Imagino que no sería habitual que un menor ocupara este puesto, pero nos estamos casando en mitad de un apocalipsis, ¿acaso importa algo ya?

El padre Gabriel nos mira a todos con una amplia sonrisa.

—Bueno... ¿empezamos otra vez? —pregunta mirando al hombre y la mujer ante él.

Esta ríe y se lleva el dorso de la mano a su boca. Limpia el par de lágrimas restantes, intentando serenarse.

Mira a Rick a los ojos y, con una enorme sonrisa cargada de amor, asiente.

—Sí, padre. Claro que sí.

El aire escapa de los pulmones de Rick en un suspiro de alivio histérico, como si durante un segundo hubiera pensado que la mujer no fuera a aceptar.

En los siguientes minutos, entre alguna que otra lágrima, muchas sonrisas y para sorpresa de todos, Rick y Michonne se prometen el amor eterno que todos vemos en ellos.

Que vemos y hemos visto siempre.

Si para mí era curioso ver a mis figuras paternas casarse, no me imaginaba lo que significaba para Carl. Pero por su radiante sonrisa y su ojo sano lleno de lágrimas sin derramar, veía en él rostro de la felicidad.

Felicidad que no iba a abandonar a nadie de los presentes durante al menos varios días.

Y es que esta era una de las cosas que yo quería en el Nuevo Mundo: momentos singulares que aportaran paz. Cosas que se vivían en el mundo de antes, pero que ahora estaban bañadas de un significado y simbolismo especial.

No debía ser lo mismo casarse antes, que hacerlo ahora.

No, aquí no había papeleo y no siempre existirían alianzas, pero la diferencia era la realidad de la acción. La pureza que había en ella.

Antes la gente se casaba sin más, como un gesto más del día a día, de la vida. Naces, creces, encuentras un trabajo, te casas, tienes hijos y mueres. Eso era.

Ahora nacías, y pasabas toda tu vida batallando por no morir. En ello residía la diferencia. Porque esa pizca de temeridad, esa posibilidad de que todo termine en cuestión de un segundo, hacía de nuestros actos y palabras los hechos más veraces de nuestra vida.

Solo hace falta un segundo... un segundo y se acabó.

Las palabras que Rick nos dedicó a Carl y a mí hace años en una iglesia similar a esta, se habían convertido en una máxima de nuestras vidas.

Cada palabra y gesto cuentan, porque pueden ser los últimos.

No hacen falta papeles, legalidades, opulentas ropas, anillos y centenares de invitados.

Solo los tuyos.

Solo el amor de tu vida.

Porque si decides casarte en mitad del apocalipsis, es que de verdad lo es.

Y cuando veo a Rick y Michonne sellar su amor con ambas alianzas y manos temblorosas.

Cuando se aceptan el uno al otro sin dejar de mirarse a los ojos.

Cuando Gabriel les declara marido y mujer ante todos nosotros.

Sé que no existe nada más verdadero.

La iglesia rompe en aplausos y gritos de alegría cuando ambos se besan. Sonrío y levanto un brazo, victorioso.

—¡Y ahora a emborracharse, cabrones, que son nuestras bodas!



Las tiras de bombillas brillantes, colgadas de farola en farola a lo largo de la calle principal, empiezan a tomar más presencia a medida que el atardecer queda devorado por la noche incipiente y estival. Bajo estas descansan largas y rectangulares mesas llenas de comida y bebida, aunque ahora algo menos ya que todos hemos ido vaciando las bandejas y copas a lo largo de la tarde.

Muchos charlan animadamente entre ellos, aprovechando esta pausa de paz que nos era necesaria, otros degustan algunos de los platos y el resto, como yo, se deleitan con el contenido de sus copas.

De unas cuantas, quizá.

Me aguanto la risa cuando un tambaleante Rick, a pesar de su bastón, se apoya en el lado opuesto de la farola en la que yo estoy respaldado.

—Deberías dejar de beber —digo. Y no sé muy bien cómo lo logro, porque las palabras parecen patinar por mi lengua.

Este sonríe, apura su copa y la deja en una mesa cercana.

—Creo que es la primera vez en mi vida que no te haré caso —comenta, dándose la vuelta para llenarla de nuevo.

Una carcajada rompe mi garganta, contagiándole con mis risas. Me agarro a la farola cuando casi me caigo de culo contra el suelo, haciendo que riamos todavía más.

Observo la felicidad y alegría que me rodea, y que lleva rodeándome todo el día.

Podría acostumbrarme a esta vida.

Maggie, Ezekiel, Jerry y Carl juegan con los niños, corriendo de un lado para otro. Rosita, Tara, Carol y Michonne están sumergidas en una conversación junto a Siddiq. Daryl y Nancy charlan al lado de una de las mesas entre el gentío, dando tiernos vistazos hacia Cherokee, pues la mujer sí había querido mantenerse como su abuela a pesar de las reticencias de Mike, lo que le había costado distanciarse de este.

Sacudo la cabeza intentando ignorar esos pensamientos, ganándome un mareo en el proceso. Miro al hombre a mi lado y sonrío.

—Oye, Carl y yo hemos estado hablando —comento, dando un vistazo al contenido de mi copa—. Y tenéis para vosotros la casa de Oceanside durante una semana, si la queréis.

Rick se atraganta con el vino e intenta disimularlo fallidamente con una tos. La risa se me escapa mientras veo cómo un rubor empieza a cubrir parte del cuello y las mejillas del hombre, clavando la mirada en el suelo.

—Ah...

—Solo si queréis, claro —añado con una ladeada sonrisa—. Considéralo algo así como nuestro regalo de boda.

El hombre asiente repetidas veces, puede que más de las necesarias.

—Sí, no, es decir... sí, está genial. Si Michonne quiere... estaría... bien —balbucea, mirando en todas direcciones menos a mí.

Cualquiera diría que los estragos del vino se han evaporado de su sangre. O puede más bien que se hayan intensificado y por eso no sea capaz de dar una respuesta coherente.

—¿Vosotros no...? —murmura. Arqueo una ceja, divertido. Traga saliva—. Si vosotros no vais a pasar unos días allí, me refiero.

Tengo que concentrar mis escasas neuronas activas en este momento para no reírme en su cara. Niego con la cabeza.

—Prácticamente acabamos de volver, y queremos pasar un tiempo aquí, poniéndonos al día en el trabajo y junto a Gracie. No te preocupes, nos quedaremos al mando de todo —le informo alegre. Rick asiente sonriendo y se lleva la copa a los labios—. Además, aquí también tenemos cama.

El hombre se atraganta de nuevo y me mira con sus particulares ojos asesinos, queriendo degollarme aquí y ahora. Alzo las manos y le dedico una mirada de muda disculpa, aguantándome la risa al morder mis labios. Este exhala el aire que hasta ahora parecía contener y pellizca el puente de su nariz, negando.

—Quizá nos pasemos algún día por allí, creo que les gustaría pasar un día de verano en la playa. —Señalo con la barbilla a Judith, Gracie y Cherokee, que están lanzándose bolas de tierra, haciéndonos reír—. Se lo comentaré a Maggie también, a Hershel le parecerá divertido. Y creo que nos vendrá bien a todos para limar asperezas.

Rick asiente agradecido ante ese acto de buena fe.

—Sí, me parece una gran idea —concuerda sonriente.

Alzo la copa hacia él, iniciando un brindis que no duda en imitar.

—Por Michonne y por ti —digo de corazón—. Por vuestra felicidad, y porque yo así pueda verla.

Los ojos de Rick Grimes, azules como un cielo despejado, brillan iluminados por la luz de las bombillitas en esta recién empezada noche, a la que todavía le queda mucha vida. Una gran sonrisa tira de sus labios y choca su copa con la mía.

—Por Carl y por ti —añade—. Porque pueda ser testigo cada día de los increíbles hombres en los que os habéis convertido, y de ese amor que siempre he visto en vosotros.

Mi corazón late con fuerza.

Y ambos sonreímos.

—Que así sea.



Botella de vino en mano y con cierto disimulo, consigo escabullirme entre el gentío, quienes parecen lo suficientemente distraídos como para no notar mi ausencia. Al menos no todo el mundo.

Pues cuando Michonne ve hacia dónde me dirijo, no falta una mirada reprobatoria por su parte que decido ignorar.

Abro la puerta del sótano del edificio principal y sonrío en su dirección.

Con las escasas luces de la ya entrada madrugada, puedo ver cómo Negan frunce el ceño con algo de sorpresa.

Sobre todo, al ver lo que traigo en la mano.

—¿Qué haces que no estás disfrutando de tu noche de bodas? ¿Eres idiota?

Lanzo una carcajada y cierro la puerta tras mi espalda.

—Siempre tengo tiempo para eso, créeme. —Le miro a los ojos y sonrío—. Antes tenía que brindar con alguien más.

Este, sentándose en su cama y dejando a un lado el libro que tenía entre manos, sonríe y niega con la cabeza. Me dirijo hacia las llaves de la celda para abrirla después y entrar. Le tiendo la botella mientras me siento en el suelo, con las rodillas dobladas y los codos apoyados en ellas. Negan le da un largo trago al vino y me dedica una mirada de aprobación y asombro.

—Es un gran vino —comenta, observando la etiqueta que rodea la botella.

Me encojo de hombros.

—Ni idea, lo cogí de la bodega de Deanna. Hay vinos ahí para aguantar con alcohol varios siglos más —comento haciéndole reír.

Negan me devuelve la botella y aprovecho para beber.

Tras haber hecho una pausa con el vino después de charlar con Rick y ahora volver a retomarlo, estaba empezando a subirme el calor en las mejillas de nuevo, haciéndome reír. Me provoca un agradable entumecimiento en los músculos, y no me oiréis quejarme por ello.

—Así que ya te han echado la soga al cuello, ¿eh?

Sonrío ante sus palabras y hago un mohín de indiferencia.

—Estaba echada desde que tenía trece años —respondo, devolviéndole el vino para que también pueda disfrutar de él.

Este se carcajea antes de beber algo más.

—Siempre dije que hacíais buena pareja —murmura después de despegar la botella de sus labios. Entonces la alza a modo de brindis—. El psicópata y el futuro asesino en serie, sí señor.

Entrecerrando los ojos, le miro con cara de querer arrancarle la cabeza mientras este ríe divertido. Pero lo cierto es que me había acostumbrado a escuchar su estúpido humor. De hecho, era algo que llegaba a echar en falta en ocasiones.

Y es así como pasamos la siguiente media hora, entre bromas, risas y conversaciones, donde nos vamos pasando la botella el uno al otro.

Hasta que en esta no queda ni una gota.

Estirado en el suelo de la celda y con la vista clavada en el techo, empiezo a comprender que va a ser difícil levantarme sin que el mareo haga que las sienes me estallen. Negan, tumbado en el otro extremo, se ríe de mí por ello.

—Cuándo puedas levantarte me avisas.

Resoplo.

—Eres imbécil —balbuceo.

—Pero en el fondo me aprecias.

—Sí, por desgracia sí. —Una sonrisa bobalicona cruza mi rostro—. Y tú a mí también.

Negan ríe, intentando incorporarse ligeramente para al menos apoyar la espalda en la fría pared.

—Nunca lo he negado —admite, encogiéndose de hombros. Coge la botella vacía y juega con ella, haciéndola rodar por el suelo de la celda.

—Pero tampoco lo has admitido.

Me observa curioso, analizando mi rostro en busca de algo que descifre mis palabras.

—Un acto suele valer más que mil palabras —dice con obviedad, como si yo debiera saberlo más que nadie.

Tuerzo el gesto y me apoyo sobre mis codos, cerrando los ojos momentáneamente cuando dos agujas me taladran la frente.

—De no haber sido por mi inmunidad, ni siquiera me habrías notado.

Negan deja de jugar con la botella secamente, haciendo que el tintineo de la misma al rodar se detenga. Sus ojos, algo más brillantes desde la última vez que nos vimos, me observan incrédulos.

—¿De verdad te crees que solo te quería en Los Salvadores por eso?

Me cuesta fingir que sus palabras no me impactan ligeramente y tengo que carraspear para aplacar la sequedad en mi cuello.

—Bueno, y porque soy un psicópata, ¿no? —añado sin más.

El hombre frente a mí exhala en un bufido similar a una risa seca y niega con la cabeza.

—Tu inmunidad era solo algo más de ti —dice, rascando su espesa barba—. Yo quería llevarme al inmune para tenerlo simplemente como un trofeo y al asesino que cercenó las cabezas de tres de mis hombres, para hacerle exactamente lo mismo todavía estando vivo. Y resultó que ambos tipos eran uno, y encima un maldito crío. Fue una putada, pero a la vez un premio doble.

Mis ojos se abren de par en par ante sus palabras y me veo en la obligación de tragar saliva cuando mi garganta se seca. Creo que a Negan el vino le daba la capacidad de soltarle la lengua como en pocas ocasiones hacía.

—Sin los doctores, a mí la inmunidad no me servía de nada —añade sincero y calmado, como si me explicara qué tal le ha ido el día entre palabras arrastradas, provocadas por una borrachera—. Yo no te quería por tu inmunidad... honestamente, eso me importaba una mierda. Era algo muy guay, sí, pero solo eso. Lo que me gustó fue lo que vi en ti.

Sus pupilas se clavan en las mías, dejando que la celda se impregne de un silencio que no me atrevo a romper.

—Quise matarte en un principio, y ese era mi plan cuando te encontrase. Pero entonces se me ocurrió algo mucho mejor, porque si no puedes contra tu enemigo, únete a él.

Arqueo las cejas. Por mucho que me cueste admitirlo, sus palabras están dejándome completamente anonadado y fuera de juego.

—¿Creías que no podrías conmigo? —pregunto en voz baja.

Negan me mira fijamente como si le acabase de decir algo demasiado estúpido y obvio.

—Pues claro que no iba a poder contigo —sentencia. Carraspeo cuando casi se me cierra la garganta ante su mirada—. ¿Con Rick? Puede ser, ¿pero contigo? Tienes que estar de coña.

Tengo que parpadear varias veces cuando no consigo procesar todo lo que está diciendo.

—¿Por qué? —titubeo en un susurro.

El alcohol en mi sangre no me está permitiendo comprender a más velocidad todo lo que me dice. O puede que esa parte de mí que durante cuatro años ha minado mi autoestima, sea la que no me permita hacerlo con naturalidad.

—Porque eras un crío de diecisiete años que se había cargado a tres de mis hombres, les había cortado las cabezas y que me dejó un mensaje escrito con la sangre de los mismos, ¿en serio me lo estás preguntando? —insiste mirándome de arriba abajo casi ofendido, como si estuviera formando parte de un programa de bromas con cámaras ocultas—. Estabas ahí, en ese claro, medio muerto y arrodillado, y aun así tuviste los cojones de dar la cara por tu familia y hasta me atacaste. Si estando con un pie en la tumba hiciste eso... ¿qué coño no harías en perfectas condiciones?

Silencio.

Total, y sepulcral silencio.

Era eso lo único que lograba escuchar.

Sus palabras, acompañadas por los efectos del vino, rebotaban en cada rincón de mi cabeza una y otra vez como si ese fuera su único fin. Todo mi cuerpo se ha quedado estático, sin saber cómo debería reaccionar.

Negan me mira y me sonríe entre complacido y orgulloso.

—Fuiste tú, Áyax, no tu inmunidad. Todo tú —afirma con convicción, como si hablara de la mayor de las certezas—. Tu fuerza, tu valentía, tu inteligencia... Eso era lo que yo realmente quería a mi lado, porque eso es lo que realmente vale e importa.

Parpadeo para disipar cualquier rastro de las lágrimas que pretenden aparecer. Una sonrisa se dibuja lentamente en mis labios, tirando de ellos.

Sin saberlo, Negan acababa de darle un empujoncito más a mi amor propio, ese que yo había recuperado tras salir del agujero en el museo.

Le miro fijamente y este me sonríe de vuelta.

—Gracias por contármelo —murmuro de corazón.

Su sonrisa se ensancha y asiente, en parte como si supiera que era algo que yo necesitaba escuchar. Aunque, conociendo a Negan, muy probablemente sí que lo sabía. Toma la botella vacía y me la muestra.

—Gracias a ti por compartir tus momentos conmigo.

Trago saliva y muerdo mis labios.

Entonces le miro una última vez.

—Todos y cada uno de ellos, Negan. No lo dudes nunca.



El tiempo pasó con tanta rapidez que casi podría haber durado un suspiro.

Aprovechando que la suerte parecía estar de nuestro lado, la felicidad se extendió día tras día hasta que pasó un mes completo. Y mierda, era una sensación increíble.

No únicamente la felicidad, que también, ya que era algo a lo que no estábamos acostumbrados durante tanto tiempo. Pues estar cuatro años y un mes en paz y sin demasiados incidentes, eran un total récord a nuestras espaldas.

Pero realmente me refería a mi matrimonio.

Dios mío, qué raro ha sido y qué bien ha sonado.

Dejad que saboree cada sílaba por unos momentos.

Ma.

Tri.

Mo.

Nio.

Sencillamente increíble.

Mis labios muestran una sonrisa estúpida mientras cojo un par de clavos de la caja y me hago con el martillo para clavarlos en el largo tablón, que formará parte del suelo del puente nuevo.

Los días habían seguido su curso volviéndose un remanso de paz desde nuestra boda, hasta cumplir un mes casados. Por supuesto, lo habíamos celebrado de la mejor forma bien temprano esta mañana.

Venga, no necesitáis que os lo cuente, pervertidos y pervertidas.

Dicen que el matrimonio lo mata todo, o al menos eso he escuchado. Bueno, por mi parte impediría a toda costa que eso llegue a suceder, aunque dudo que pudiera ocurrir.

Con el tiempo he comprendido que lo que hay entre Carl y yo es inexplicablemente especial, y por ende se alejaba y rompía cualquier norma establecida.

Un trapo impregnado en sudor se estampa en mi cara, sacándome bruscamente de mis felices pensamientos. Alzo la cabeza con enfado, apartando el trapo de mí, asqueado. Aaron, arrodillado a mi lado en el suelo después de dejar el otro tablón en su hueco, se carcajea con la mano en su abdomen como si se agarrara el estómago por la risa, mientras que Daryl, a su lado, muerde sus labios para no unirse a él.

—¿Otra vez soñando con tu familia perfecta? —pregunta Aaron divertido, tomando un par de clavos de mi caja.

Le devuelvo el trapo, lanzándoselo a la cara, y este se aparta entre risas a la vez que yo enrojezco más por segundos. Siento la sangre subir por mi cuello hasta mis mejillas.

—No sueño con aquello que ya tengo —afirmo, sacándole la lengua.

—Muy maduro —añade Daryl tomando mi martillo.

Le saco el dedo corazón de ambas manos, enfundadas en unos amarillos guantes de protección, a lo que este resopla y niega con la cabeza, farfullando no sé muy bien el qué.

Y es que, tras una reunión de la Alianza, se acordó reparar el puente que la horda había hundido un mes atrás. Al fin y al cabo, se trataba de una conexión importante entre las comunidades al ser una de las rutas principales. Es por eso que, junto con parte de las gentes de Alexandria, me había unido a los trabajadores de la construcción. Algunas comunidades habían enviado a su propia delegación, incluido El Santuario quien había puesto a la mayoría de los obreros, aunque Mike no había aparecido por aquí sí que había enviado a Laura como la líder designada de los suyos.

Creo que empezaba a perder la esperanza de poder arreglar las cosas con él algún día.

Aun así, se mostró colaborador en el proyecto y envío a gran parte de su gente. La mayoría alojados en una sección del bosque cercano al puente, dónde habíamos dispuesto un gran campamento llamado «El futuro».

Desde que se había casado, Rick estaba igual de soñador que yo. El nombre que le había puesto al campamento era la prueba.

El resto de la gente trabajaba en sus pueblos para poder abastecerse a sí mismos y a los que estábamos aquí trabajando de sol a sol, pues requería un esfuerzo extra de suministros.

En mi caso, aparte de como obrero, también estaba aquí en mi labor como médico para tratar todas aquellas lesiones o heridas que durante la construcción pudieran producirse. Hacía mi trabajo aquí y antes de que anocheciera, me marchaba para Alexandria y repasaba junto a Siddiq las atenciones del día, pues ahora estaba al mando total de la enfermería hasta que termináramos y yo pudiera volver, y así poder repartirnos las tareas de nuevo. Cenaba en familia, donde Gracie nos contaba a Carl y a mí lo que había aprendido o hecho a lo largo del día, y después nos íbamos todos a la cama.

Y al día siguiente vuelta a empezar.

Era mi rutina, pero la amaba.

Cierto es que nos quita tiempo, pero sé que se trata de algo temporal. Pues Carl, por su parte, se pasaba los días en la fragua creando herramientas y materiales necesarios para el puente, que después traía personalmente junto a Judith, Gracie, Cherokee o Michonne, para así también poder visitar a nuestro padre o a mi hermano.

Me alegraba ver lo feliz que era Cherokee siempre que se reunía de nuevo con Daryl, y como esa alegría se le contagiaba a este último cuando estaba junto al crío.

Porque si algo no es mi hermano, es imbécil. Y cuando le comenté que quizá debía hablar con Cherokee sobre algo importante, me miró, sonrió y respondió que ya lo sabía. Que no era idiota y sabía quién era su hijo, lo que me dejó bastante sorprendido.

Porque nunca había escuchado a Daryl reconocer abiertamente a Rok como su hijo dada su complicada situación. Y eso me hizo muy feliz.

No fue difícil que se lo hiciera saber a los demás, todos en la familia asumieron encantados esa realidad y se adaptaron enseguida. Incluso Carl, como me ocurrió a mí, se disculpó y le prometió que podía contar con él para lo que fuera.

Sonrío.

Por eso no me importa pasar horas y horas bajo el sol, porque por la noche volvía al lado de esa persona maravillosa, comprensiva y llena de amor, y eso ya me merecía cualquier esfuerzo. Y a más trabajáramos, antes terminaríamos el puente, y antes podría volver a mi rutina de siempre.

—Despierta de una vez, Dixon-Grimes —espeta Aaron, dispuesto a tirarme el trapo de nuevo.

Con una gran sonrisa por cómo me ha llamado, le robo el martillo.

—Eres un envidioso, ¿es porque quieres unir a tu apellido el «Rovia»? —inquiero con una maligna sonrisa en mis labios, señalándole con la herramienta en mi mano.

Los ojos de Aaron casi se salen de sus cuencas. Por la tensión de su mandíbula, que se deja entrever más o menos en la espesura de su barba, calculo que está pensando mil y una formas posibles de asesinarme.

Y el que enrojece ahora en cuestión de segundos, es él.

Una risita malvada sale de mí.

Aaron resopla y se levanta a la vez que yo a por otro tablón, que Daryl ya está sacando del carro.

—Paul huye del compromiso, ya lo sabes —comenta en un suspiro—. No me molesta, lo entiendo, pero... no sé, tan solo quiero saber cómo son las cosas.

Henry, cargado del pequeño bidón con el que va repartiéndonos agua a todos, se aproxima y rellena nuestras tazas metálicas cuando las cogemos de nuestras bolsas y mochilas. Revuelvo su pelo rubio en agradecimiento y nos sonríe de vuelta antes de marcharse. El crío me caía bien, se notaba en él la crianza de Carol y Ezekiel ya a sus diez años, pues era muy pequeño cuando su hermano fue asesinado por Los Salvadores, y me gustaba ver en él algo de los que ahora consideraba sus padres. Así como también me encantaba ver a Carol feliz de nuevo con su faceta maternal.

Carl me habló mucho de Sophia en su día.

—Lo sé —respondo, dejando la taza junto a mis cosas y cogiendo el borde de mi camiseta blanca sin mangas para secar el sudor de mi frente. La cual hace horas que ha dejado de estar tan blanca—. Pero lleváis juntos desde mi boda, y de las bodas siempre dicen que sale otra.

Aaron me observa enmudecido. La palidez se apodera de su piel.

—¿Cómo sabes que es desde entonces?

Sonrío ladino.

—Entré en la casa principal para coger más vino de la bodega de Deanna durante la fiesta y os oí en el cuarto de baño —respondo aguantándome la risa, viendo como el rubor le cubre de nuevo—. Estaba borracho, no sordo.

—Oh mierda.

—Para nada, parecía que os lo pasabais genial.

—¡Dios, cállate! —exclama, dándome un manotazo con su derecha también protegida por un guante.

Me carcajeo con fuerza y pongo una mano sobre su hombro.

—Oye, conozco a Jesús lo suficiente como para saber que huye del compromiso, sí —añado—. Pero también como para saber que no te está utilizando.

Asiente, exhalando algo pesaroso.

—Sí, también lo creo —dice, aproximándose al tablón que Daryl nos cede y que le ayudo a sacar—. Es solo que... desde lo de Eric...

—No te has permitido acercarte a nadie, ¿no?

—No podía —asegura sincero. El dolor baña cada una de sus palabras—. Y ahora que he dado el paso...

—Te da miedo, es comprensible. —Los tres sostenemos el largo y pesado tablón hasta llegar al hueco siguiente—. Pero simplemente disfruta de lo que tienes ahora, en este mundo no sabemos cuánto puede durar.

Aaron vuelve a asentir una vez encajamos el pedazo de madera en su sitio.

—Supongo que tienes razón. Creo que en su día tuve que aprender por las malas que fuera así —responde, sacudiendo sus manos—. Solo que cuando eres feliz con alguien, siempre quieres más de esa persona.

Sonrío, convencido por sus palabras.

—Sí, te entiendo perfectamente.

—Y si te hace daño, siempre podemos patearle el trasero. Ya lo hice una vez, no me importa hacerlo dos —secunda Daryl arrodillándose a por los clavos, sin tan siquiera mirarnos, como si estuviera comentando qué tal le ha ido el día.

Río con ganas junto a Aaron.

Pero nuestras risas se cortan abruptamente por culpa de lo que sucede a nuestras espaldas, provocando que nos giremos los tres a la vez.

Y es que el idiota de Justin acaba de tirar al suelo a Henry de un seco empujón.

Mi mandíbula se tensa con fuerza.

No me importaba una mierda lo que sea que hubiera sucedido, ¿qué adulto en su sano juicio le hace eso a un niño?

Desde luego, Justin cada día sumaba más puntos conmigo, y esto ha sido la gota que colma el vaso. Me aproximo hasta él a pasos rápidos y le agarro de la camiseta, dando un tirón hacia atrás para apartarle del crío.

—De qué coño vas —gruño cerca de su cara, de tal forma que nuestras narices están a punto de rozarse—. Solo está haciendo su trabajo, no vuelvas a ponerle una mano encima.

—Siempre tienes que estar en medio, Scarface. Siempre tienes que cortar toda la diversión —El tipo me dedica una asquerosa sonrisa y se aproxima a mi oído—. Algún día te quitaré de mi camino, y entonces me follaré a tu maridito hasta que la zorra de tu hija no sepa ni quién eres.

Cierro los ojos.

Sus palabras me atraviesan como una brisa gélida que detiene todo, como si todas las acciones se frenaran en el acto, dándole con fuerza al botón de «pausa».

Pausa el mundo.

Detiene el tiempo.

Corta mi respiración.

Sé que lo hace.

Sé que mi piel arde.

Sé que mi corazón late con fuerza.

Sé que Daryl y Aaron están a mis espaldas.

Lo sé, pero no puedo verlo.

Porque no veo.

Sacudo la cabeza.

No veo.

Solo hay oscuridad.

No veo.

Solo hay silencio en mi mente.

No veo.

Hasta que lo oigo.

Deja que yo me encargue.

Esas palabras resuenan por mi mente como un eco gutural de una voz antaño conocida. Algo que hacía tiempo que no quería escuchar. Que no debía oír.

Sacudo la cabeza.

Lo siento en cada centímetro de mi piel, erizándola.

Lo siento en mis oídos en forma de pitido, obstruyéndolos.

Lo siento recorriendo libremente mis venas, consumiéndolas.

Es él.

Es el monstruo.

No debería estar. Por Gracie, no debería estar.

Pero ella no está aquí.

Sacudo la cabeza.

Por Gracie, no debería estar.

Se carcajea.

Sus risas retumban en mi mente, haciendo eco en la oscuridad.

Estoy aquí por ella.

Hacía años que no le escuchaba.

Que no lo notaba.

Que no lo veía.

Aunque nunca he olvidado su cara.

Porque es la mía.

Deja que yo me encargue.

Hecho.

Abro los ojos de golpe.

Y sonrío en una mueca.

—Es una lástima —susurro a Justin en su oído. Mis palabras suenan ásperas, rasgando el viento.

Desde mi silencio, este se ha quedado quieto y sorprendido por no obtener una respuesta más allá de los erráticos movimientos de mi cuerpo. Me observa confuso.

—¿El qué?

Vuelvo a sonreír, bajando la barbilla sin dejar de mirarle a los ojos. Sacudo la cabeza.

—Que esas vayan a ser tus últimas palabras.

Le agarro por el pelo y estampo su cabeza contra la esquina de una de las vigas de madera diagonales que vallaban el lateral del puente. Una sangrante brecha se ha abierto en la mitad de su ceja, su ojo y su sien, pero no me importa, eso va a ser lo de menos.

Le asesto un puñetazo.

Mátalo.

Uno más.

Recuerda lo que ha dicho.

Otro más.

Debe morir.

Y otro más.

Acaba el trabajo.

Hecho.

Cojo el martillo tirado en el suelo y alzo la mano.

—¡ÁYAX, NO! —ruje una voz lejana mientras que otro cuerpo impacta contra mí, apartándome.

Carl me arrastra lejos mientras Rick grita que el resto se lleven a Justin, todo lo deprisa que puedan.

Cabeceo, intentando esquivar a Carl caminando de un lado a otro con los ojos puestos en ese hijo de puta.

—Tengo que acabar el trabajo —siseo absorto.

Pone ambas manos en mis mejillas y me mira fijamente, con su cuerpo tenso y preparado para detenerme de nuevo si ha de hacerlo.

—No, Áyax... No, mírame —susurra, uniendo su frente a la mía.

Cabeceo de nuevo, negando.

—Ha dicho cosas sobre ti... ha dicho cosas sobre ti y sobre Gracie... no lo has oído, las ha dicho... ha dicho cosas sobre ti y sobre Gracie —balbuceo en voz baja y con los ojos cerrados. Le siento temblar y sé que no es de miedo, si no de rabia—. Las ha dicho... ha dicho cosas sobre ti y sobre Gracie...

—Escúchame, por favor. Abre los ojos y mírame, ¿me ves?

La fuerza y tensión abandonan mi cuerpo cuando abro los ojos, dejándome flojo en sus brazos.

—Ha dicho cosas sobre ti y sobre Gracie... yo... ha dicho...

—No importa —interrumpe mi monólogo algo asustado, mirándome fijamente—. No me importa lo que haya dicho, solo quiero que me mires y respires, ¿vale? Mírame.

Le miro.

—Inhala.

Inhalo.

—Exhala.

Exhalo.

El proceso se repite un par de veces más.

El monstruo se tumba cómodamente.

El monstruo me observa sonriente.

El monstruo se relame las fauces.

El monstruo se desvanece.

El monstruo soy yo.

Parpadeo.

Mi cuerpo tiembla.

Mis músculos están entumecidos.

Miro a mi alrededor, perdido y aterrado.

Carl espira tranquilo y me abraza.

—Creía que volvía a perderte.

Lo ha susurrado. Lo ha dicho en voz muy baja. Lo ha dicho para sí mismo.

Porque se pensaba que no iba a escucharlo.

Pero lo he hecho.

Frunzo el ceño. Y miro hacia el puente.

Rick me observa consternado.

Aaron me contempla con asombro.

Y por primera vez en su vida, Daryl lo hace con orgullo.



Sentado en un banco, dentro de una de las tiendas, muevo con nerviosismo la pierna derecha mientras que mantengo los codos en mis rodillas, con la mano izquierda tapando mi boca.

Porque la derecha la está limpiando Carl con un trapo humedecido, arrodillado delante de mí. Lo hace con extrema lentitud, porque me tiembla todo el cuerpo.

—¿Y ese cabrón se sale con la suya? ¿Es eso? —espeta Daryl con cinismo, saliendo en mi defensa.

Me gustaba que me defendiera, pero no ahora, solo porque había agredido a un antiguo Salvador y eso le conviene a su causa.

—Solo... quedan unos días —insiste Rick ante su enfadado deambular y bajo la mirada de una atenta Carol—. A mí tampoco me gusta, pero tenemos que acabar este trabajo. De no ser por mi mediación, habrían sido unas consecuencias peores. Mike ya estaba reclamando su cabeza, así que nos toca aceptar.

Agacho la mirada cuando me señala y cierro los ojos, frotándolos con la mano libre.

Por supuesto, la noticia había corrido como la pólvora tan solo una hora después de lo sucedido, llegando hasta oídos de mi antiguo mejor amigo, por lo que se había exigido hacerme pagar unas consecuencias por el ataque. Alegando que difícilmente se podía garantizar la seguridad de Los Salvadores con mi presencia.

Al fin y al cabo, mi agresión había estado a punto de costar una reunión de la Alianza, más aún si hubiera pasado a mayores.

Había estado a punto de tener el contador a cero.

—La mitad son Salvadores y ya hemos tenido bastantes deserciones. Mike no enviará a más de los suyos y yo no volveré a poner a Áyax en riesgo, pero cada hombre cuenta —añade con severidad a modo de regaño—. El acuerdo es sencillo: Áyax se quedará en el campamento y no podrá acercarse a ningún Salvador a menos que sea estrictamente necesario, y siempre bajo nuestra vigilancia. Es lo mejor que he podido conseguir para evitarnos más problemas con ellos.

Suspiro con pesadez y alzo la vista hacia el techo de la tienda cuando Rick parece dictaminar mi sentencia.

—No servirá de nada porque ellos son así —gruñe Daryl, encarándole—. Nunca seguirán las reglas solo porque lo digas tú.

—Pues deberán adaptarse —sentencia Carl poniéndose en pie al lado de su padre, dejando el trapo en la mesa—. Según los hechos, Justin también se ha estado comportando como un capullo y por ahora el único que va a cumplir esa especie de condena pactada es Áyax. Así que será mejor que no tensen la cuerda más de lo necesario.

Rick resopla, en una mezcla de comprensión y enfado, y Carol asiente ante las palabras del chico.

—Tiene razón, esa gente nunca ha convivido con otros. Y no podemos esperar que vayan a olvidar lo que pasó —alega, cruzada de brazos y observándonos a todos.

—Hace cuatro años ya —murmuro con la voz ronca, ganándome la atención de los presentes—. Les hemos dado una vida y una libertad que solo podían tener en sueños. Deberían empezar a hacerlo.

El ex policía chasquea la lengua y niega con la cabeza, poniendo una mano en su cintura.

—Pero no por eso podemos permitirnos actuar por nuestra mano, ya no hacemos las cosas así, ahora es diferente y lo es de verdad —sentencia mirándome, haciéndome agachar la cabeza—. No se trata de que olviden, se trata de mirar al futuro. Todos juntos, unidos como hasta ahora. Si seguimos así verán que estamos en el mismo bando.

Daryl detiene su caminar y le mira desafiante, con cierto recelo brillando en sus ojos.

—¿Y lo estamos? ¿Estamos en el mismo bando?

Rick gira la cabeza bruscamente hacia él, frunciendo el ceño.

El silencio y la tensión se apoderan del ambiente en la cabaña, de tal forma que trago saliva.

—Dímelo tú —replica el hombre, como si aceptara el desafío en la mirada del otro.

—Eso ya lo he intentado —sisea mi hermano dando un paso hacia él. Veo como la rigidez se apodera de Carl, igual que ha hecho conmigo—. Pero tú no quieres oírlo.

—¡Daryl! —le llama Rick, queriendo detenerle cuando este sale cabreado de la tienda. Pero no lo consigue—. Es complicado... todo es distinto desde lo de Greggory, puede que desde antes.

Y tiene razón.

La muerte de Greggory había servido para que mi hermano reafirmara visualmente su pensamiento y su unión a Maggie. Desde entonces, cuando algún tema relacionado con Los Salvadores o Negan salía a relucir, el ambiente se enrarecía.

Suspirando de hastío, me pongo en pie y me dirijo a la salida, siguiendo los pasos de mi hermano.

—Áyax, vamos...

Detengo mi camino y me giro hacia Rick cuando me nombra.

—Te agradezco que hayas mediado por mi condena. Y sé que lo que intentas es bueno, es lo correcto. Estoy de acuerdo con ello, tú lo sabes —murmuro con la mirada algo perdida—. Pero empiezo a pensar que quizá no todos estén preparados para ello.

Y dejando que los tres se sumerjan en el silencio que les proporciona mis palabras, salgo de la tienda temblando, dispuesto a recuperar la poca estabilidad mental que había logrado ganar.



Hacía tiempo que no me pasaba. Hacía años que no me pasaba, más bien.

Y volver a vivir algo así me hace sentir extraño. Era como estar en un limbo en el que ni sientes ni padeces. En una bruma o neblina espesa que no te deja pensar y ver con claridad. Una sensación en la que todo parece tambalearse, y que solo tú puedes decidir hacia qué lado te caerás.

Yo no quería volver a caer en las fauces del monstruo, aunque fuera una parte necesaria de mí.

Aunque fuera la parte que me ha mantenido con vida.

Pero llevaba años sin necesitarle, no podía permitir que volviera ahora. No podía volver a permitirle que tomara el control.

Cuatro años desde que maté por última vez. Cinco desde que tomó el control.

No, eso no podía volver a pasar.

Pero lo siento.

Lo siento deambular por mi cabeza, lo siento aguardar pacientemente a la próxima ocasión.

No.

No pasaría de nuevo.

Puede que sea una parte necesaria de mí, pero no soy yo.

No, por Gracie.

Aun así, no sé qué había sido peor: pegarle una paliza a ese pedazo de capullo o tener que curarle después porque no había ningún otro médico cerca, con Rick, Carl y Laura vigilándome concienzudamente.

Joder, he visto cosas menos humillantes que esa.

Cojo aire profundamente y suspiro con pesar, intentando serenarme y hacer todo a un lado mentalmente. Tomo el par de libros que necesito de la caja de madera y me aproximo a la mesa de la improvisada enfermería, donde Judith me espera sentada en una silla, tomando algunas notas del libro ante ella.

—Bien, estos son algo más sencillos. Fueron los primeros que me dio Denisse. —Los dejo en la mesa mientras me mira—. El lenguaje es menos complicado y puede que los entiendas mejor, si no, te explicaré todo lo que necesites.

Judith asiente sonriente y algo orgullosa. Su sonrisilla altiva consigue calmar mi inquietud, haciendo que le mire con cierto orgullo.

Y es que de mayor Judith no quería ser abogada, ni policía, ni trabajar en una herrería.

Judith quería ser médico.

Así que, por supuestísimo, alcé el puño victorioso y me proclamé su profesor desde el primer minuto. Por lo que varias tardes a la semana se pasaba por la enfermería, dónde observaba atentamente como Siddiq y yo atendíamos a las pacientes y además le enseñaba cosas sencillas para sus doce años, que también le pudieran servir en el caso de que necesitara ayudar a alguien.

Primeros auxilios, curas básicas, algunas suturas... por el momento aquello que fuera necesario y comprensible a su edad. Aunque había sido una grata sorpresa comprobar su gran inteligencia y perspicacia. La pequeña tenía cierta habilidad y una mirada despierta para comprender cosas que deberían estar muy fuera de su alcance, lo que me permitía ponerle a prueba y darle más.

Pues ella misma me lo pedía.

Era satisfactorio ver cómo aprendía muy deprisa y cada vez ponía más ganas, ya había llenado de anotaciones y esquemas toda una libreta.

Quise comprobar si a Gracie también le interesaba, pero al primer bostezo con el que me hizo reír supe que no era lo suyo. Y cuando se puso a jugar con el estetoscopio y se lo tuve que quitar regañándola, lo confirmé todavía más.

Sin embargo, podía pasarse horas viendo como Daryl arreglaba su moto o el resto de vehículos, con lo que, por supuestísimo, este estaba encantado con su compañía.

¿Me daba celos?

No. Qué va. Para nada. En absoluto.

Bueno.

Puede, quizá y tal vez... tan solo un poco.

Pero no podía ser siempre su centro de atención, y como Negan dijo: debía dejar que ella sola descubriera quién es.

Me parece increíble que haya seguido consejos paternales de Negan.

Resoplo y Judith me mira extrañada. Río y niego con la cabeza.

—¿Estás bien? —pregunta dándome un vistazo, abriendo el libro para ojearlo.

—Sí, ahora algo mejor —respondo con sinceridad. Doy un vistazo a las pequeñas heridas de mi mano derecha—. Y eso que llevaba guantes.

Ella sonríe y me mira con la cara con la que una madre regañaría a su hijo. Arqueo una ceja.

—Deja de meterte en líos y así no te harás daño —dice cerrando el libro y poniéndose en pie.

—Las sabelotodo caen mal —replico en un tono infantil, con el que me gano que me ponga los ojos en blanco—. Eh, un respeto a tus mayores.

—¿A quiénes? No veo a ninguno —contraataca cogiendo un tarro con crema y una venda de otra de las cajas.

Me llevo la mano sana al pecho y abro la boca en un gesto muy dramático, sorprendido y herido al mismo tiempo. Escucho a menos de un metro la risa de Rick y Carl y me giro hacia ellos, entrecerrando los ojos. Llegan a nuestra altura a la vez que Judith vuelve a su asiento y deja las cosas en la mesa. Toma mi mano y la observa.

—¿Qué tal va la aprendiz de enfermera? —pregunta el hombre apoyándose en su bastón, con Carl cruzado de brazos a su lado, observándonos divertido.

Suspiro y le miro volviendo a arquear las cejas.

—Soberbia —respondo yo a su pregunta. Judith me presiona la herida con su dedo untado en la crema—. ¡Ay! ¡Escuece!

—Deja de quejarte, no seas llorica.

Mis ojos se entrecierran de nuevo, mirándole de mala gana.

—Te suspenderé el examen sorpresa —afirmo, señalándole con el dedo índice de la mano sana.

—No hay examen sorpresa.

—Sí lo hay, estás en él. Cúrame bien la mano o te haré correr dando vueltas al campamento.

Judith vuelve a poner los ojos en blanco para después dedicarme esa mirada tan Grimes de «eres completamente idiota».

Maldita cría en la edad del pavo.

Rick ríe y, alzando el mentón, observa a su hija con cariño y algo de orgullo. Después me mira y me sonríe también.

—Veo que estás mejor —comenta con humor—. Quería asegurarme de que... todo estuviera bien antes de marcharme a comprobar qué tal le va a Tara con la desviación de la horda.

Suspiro.

Traducción: quería ver si habías vuelto en tus cabales para poder irme tranquilo sin que le intentes aplastar la cabeza con un martillo a nadie más.

Asiento.

—Me quedaré en la enfermería, atendiendo a las citas de hoy y enseñando a la pequeña doctora Frankestein. —Judith vuelve a presionar la herida por encima del vendaje que me está poniendo—. ¡Ay, perdón! Ya ni siquiera puedo bromear.

Rick y Carl se carcajean. El primero parece algo más convencido con mi explicación y después mira al chico a su lado.

—Te quedas tú, ¿no?

—Sí, tengo que reparar algunas piezas y herramientas, pero puedo hacerlo aquí —responde mirando a nuestro padre.

Traducción una vez más: «¿Te quedas tú para vigilarle?» y «Sí, la improvisada fragua está justo delante de la enfermería así que no podrá salir de ahí a machacar la cabeza de ningún Salvador sin que yo lo vea».

Supongo que me lo he ganado.

El hombre se despide de nosotros y se aleja de la tienda, mientras que Judith termina su vendaje, que sorprendentemente tiene buen aspecto.

Para tranquilidad de todos, paso la siguiente hora junto a Judith, ayudándole a tomar apuntes del primero de los libros que le he prestado, explicándole todo con detalle tal y como Denisse hizo en su día conmigo.

Sonrío para mis adentros con cariño, me gusta pensar que este es mi homenaje hacia ella, que es su legado.

Ella me enseñó y yo enseño a las nuevas generaciones.

En cierta forma, sigue viva en todos y cada uno de mis aprendizajes, y ahora también en los de Judith.

—¡Ayuda! ¡Rápido!

El grito de Daryl hace que Judith y yo alcemos la cabeza a la vez con brusquedad. Mi hermano arrastra como puede a Aaron, que camina a medias entre quejidos y gruñidos de dolor con su brazo izquierdo en un sangriento tapo. A lo lejos, Carl frunce el ceño, asombrado. Me pongo en pie de un salto.

—¡A la cama! ¡Vamos! —exclamo señalando el colchón tras de mí. Daryl tumba al hombre como puede y Judith cierra el libro de golpe, mirándonos perpleja—. Qué ha pasado.

—Un tronco le ha aplastado el brazo —ruje Daryl con enfado.

Descubro la extremidad dañada para analizar su aspecto y el flujo de aire se corta en mis pulmones cuando lo veo.

Trago saliva.

—Hay que amputar —informo casi sin voz.

—¿Qué? ¡No, por favor! —suplica Aaron, observándome consternado.

Le ruego a Daryl que le sujete mientras me saco el cinturón y lo paso por el brazo para cortar la circulación sanguínea, a modo de torniquete.

—¿No puedes ponerle algo para el dolor?

Y cuando voy a contestar, alguien lo hace por mí.

—Tardaría demasiado en hacer efecto, y hay que hacerlo ya.

Giro la cabeza hacia Judith rápidamente, mirándole con sorpresa. Parpadeo y vuelvo mi vista a ambos hombres.

—Tiene razón —corroboro poniéndome en pie deprisa, yendo a por el material que necesito, colocando un cuchillo y una sierra quirúrgica en una bandeja. Miro a Judith una vez más—. Es mejor que te vayas.

Ella se yergue en su sitio y traga saliva. Da un vistazo a su sombrero sobre la mesa y después niega firmemente con la cabeza.

—No —sentencia—. Tengo que verlo.

—¡Judith! —exclamo. Vuelvo al lado de Aaron negando con la cabeza, dejando las cosas sobre una pequeña mesita cercana a la cama.

—¡He dicho que no! —replica, aproximándose a nosotros—. Pídeme lo que necesites y te lo iré pasando, te seré de ayuda.

Observo a Carl, que se ha acercado a la tienda desde que ambos han llegado con intención de ayudar, y este mira a nuestra hermana para después asentir en mi dirección.

Un suspiro tembloroso sale de entre mis labios y, tras coger aire, asiento.

—Está bien —respondo con autoridad—. Necesitaré trapos, toallas o gasas, lo que encuentres además de desinfectantes, pero lo necesito ya. No repetiré las cosas dos veces. Carl, prepara una plancha hirviendo para cauterizar la herida, tampoco te lo repetiré dos veces a ti también.

Ambos hermanos Grimes asienten, yendo a toda prisa a cumplir con mis indicaciones.

Coloco la sierra sobre el brazo, Daryl lo sujeta y entonces miro a Aaron.

—Lo siento mucho, tío —susurro apenado—. De verdad.

Y lo siguiente que hace eco por «El futuro», es su alarido de dolor. 



La noche había caído sobre nosotros tan solo un par de horas después.

No lo voy a negar ni a pintar con florituras o tintes bonitos, había sido horrible. Después de terminar el sangriento trabajo, Daryl había salido hecho una furia en busca de explicaciones, pues alguien había cometido un error que Aaron había pagado muy caro, así que debíamos saber qué demonios ha ocurrido.

¿Adivináis quién ha sido el responsable?

Habéis acertado.

Y esta vez, no había sido yo quien le había atizado una buena paliza a Justin. Pues mi hermano había sucumbido a sus propios demonios, más que harto de todas las provocaciones de ese tío y de algunos Salvadores que de repente parecían no querer seguir las normas. Entre Carol y Carl habían tenido que detener a Daryl, quien había vuelto cabreado a la tienda, dispuesto a no despegarse de Aaron, en cierta forma como si se culpara por lo sucedido o por no haber podido hacer más al estar a su lado cuando ocurrió el accidente.

Al parecer, era bastante difícil que haya sido un accidente sin más, y es que según Daryl nos ha informado (a Rick incluido) las excusas que Justin daba alegando que su walkie se quedó sin batería siendo este de carga solar, eran imposibles.

Y es que tiene razón.

Así que ahora, mientras Rick Grimes se decide de una vez por todas a echar a ese tipejo de vuelta a El Santuario, de donde nunca debió salir, yo me dedico a limpiar la sangre de mis manos.

Y lo que es peor, de las de Judith.

Tengo que concentrarme en ignorar el pesado olor del hierro tan típico de la sangre, que carga y vuelve irrespirable el ambiente, y que se impregna en la piel de sus pequeñas manos.

Lo cierto es que, bajo nuestro asombro del que todavía no salimos, Judith ha demostrado una entereza impropia de alguien de su edad, ayudando eficazmente en todo lo necesario en esta intervención.

Su primera intervención.

Aunque no debería haber sido así, pero ella lo ha elegido y Carl le ha dado su permiso, como si lo hiciera en nombre de nuestro padre. Así que yo no podía oponerme mucho más.

A decir verdad, Judith había sido de gran ayuda y sin ella me habría costado el doble salvar a Aaron. Por lo que creo que todos los presentes le debemos bastante.

Humedezco el trapo en el cuenco y vuelvo a frotar sus manos en silencio.

Parece muy callada y sumida en sus pensamientos mientras me dedico a esa labor, su mirada está vacía y perdida en el trapo empapado que se torna cada vez más rojizo. Toda la tienda esta en silencio. Daryl está sentado en una silla junto a la camilla de Aaron, que descansa y reposa ahora algo sedado al fin. Carl está apoyado en la mesa, tras su hermana, observando cómo me dedico a limpiar sus pequeñas manos ensangrentadas entre las mías.

Supongo que es difícil hablar en momentos así. Ninguno queremos hacerlo y tampoco es necesario. En parte puedo entender que Judith necesite unos momentos para ella misma, pero también sé lo que necesita.

—Gracias, Judith —musito en voz baja, secando sus manos con un nuevo trapo limpio. Ella alza su mirada, sorprendida. Sus ojos castaños se posan en los míos sin comprenderme del todo—. Me has sido de una gran ayuda hoy y, de no ser por ti, todo se habría vuelto más complicado. Has actuado muy bien.

Su mirada se llena de lágrimas que desaparecen tras unos rápidos parpadeos. Traga saliva y asiente con firmeza, en un gesto clavado al de Carl y Rick que le hace una perfecta calca de ambos. Sonríe complacida y yo también. Dejo un beso en su frente y me pongo en pie.

—Vamos, a la cama —dice Carl, poniendo una mano en su hombro para que Judith se levante, asintiendo—. Necesitas descansar y es tarde para que volvamos a casa, nos quedaremos aquí esta noche.

Y antes de que salga de la tienda, alguien rompe el silencio.

—Muchas gracias por salvarme, Judith. —La voz de Aaron suena débil, pero firme. Todos le miramos con cierto asombro al saberle despierto. Una pequeña mueca similar a una sonrisa tira de su comisura izquierda que, iluminada por la tenue y frágil luz de los escasos candiles, le dan un aspecto algo menos cadavérico—. Ha sido un honor ser tu primer paciente.

La pequeña ríe en respuesta y vuelve a asentir.

—Gracias, Tío Aaron —responde con cariño—. Descansa.

El mencionado sonríe algo más y Judith da un abrazo a Daryl, despidiéndose de él también. Carl toma a nuestra hermana de la mano y sale de la tienda dedicándome una última mirada con la que pretende infundirme algo de fuerza y apoyo tras este largo día. Asiento complacido y me apoyo en la mesa, justo donde estaba él.

Cuando la tienda se sume en el silencio, tarda solo unos segundos después en romperse en cuanto Rick aparece por la entrada, pasando sus ojos por cada uno de los tres.

—¿Se recuperará? —pregunta en voz baja, como si temiera que por alzar la voz eso no fuera a suceder.

—Sí —afirmo, tranquilizándole—. Hemos de lograr que el brazo no se infecte. Por ahora hay que controlarlo con antibióticos, pero aun así he hecho informar a todas las comunidades por si necesitamos más medicinas o plantas. Y sedantes, le duele mucho.

—Pero lo aguanta.

La firmeza en las palabras de Daryl nos impregna a todos de la fe que estas mismas desprenden, y lo cierto es que me ayudan a creer que puede lograrlo.

Porque sí. Es probable que lo logre, pero hasta que no vea que es así no las tendré todas conmigo.

—Claro que sí —dice Aaron, secundando las palabras de Daryl.

Mi hermano se pone en pie, indicándole a Rick que tome asiento en su silla. Este obedece, observando al hombre en la cama tras un suspiro de culpabilidad.

Estoy seguro de que, en parte, piensa que podría haber hecho algo al respecto. Y yo también lo hago.

Si no nos cegara tanto el afán de darle una oportunidad a todos una y otra vez, habríamos sido capaces de ver que quizá no todos las merezcan.

—Siento mucho lo que te ha pasado. Todos teníamos que estar colaborando... creía que era así —dice, confirmando mis sospechas.

—No podías saberlo —le excusa Aaron con voz cansada.

Rick vuelve a suspirar, negando con la cabeza y con la mirada agachada, como si le costara encararle.

—Os he presionado demasiado, ya lo sé. —Y mientras lo dice, mira por encima de su hombro a mi hermano, quien aparta la vista hacia el suelo. Rick vuelve la cabeza hacia el hombre ante él—. He apostado todo esto... y has pagado por ello.

Con un nudo en la garganta, camino hacia la salida únicamente con la intención de que me dé un poco el aire para que el ambiente no termine por asfixiarme, distrayendo mi mirada con la nocturnidad del campamento mientras pinzo el puente de mi nariz. El amago de una futura noche de migrañas se hace presente tras mis ojos.

—Vale la pena.

El susurro de Aaron me hace levantar la cabeza y mirarle de soslayo por encima de mi hombro, francamente sorprendido de la convicción en su voz.

—Cuando empezaron a revivir los muertos... creí que estaba viendo el fin del mundo —murmura. Rick atiende a sus palabras algo consternado, igual que mi hermano y yo—. Pero tú has cambiado eso, Rick. Esto ya no es el fin del mundo... es el inicio de uno nuevo.

Y cuando dice eso último, me mira a mí.

Me giro un poco para verle mejor, apoyando mi espalda en el lateral de la tienda, cruzándome de brazos.

—Siempre me alegraré de haber formado parte de eso.

Rick asiente brevemente a su afirmación y coloca su mano sobre la del hombre, que mantiene sobre su propio abdomen.

Parpadeo y relamo mis labios para después morderlos. El silencio se convierte en algo que nos repara poco a poco a los cuatro.

Trago saliva.

—Quiero pedirte perdón, Aaron —musito cabizbajo y sin mirarle.

Este frunce el ceño, de la misma forma que lo hace Daryl. El mencionado mira su brazo vendado y después a mí.

—Habéis hecho lo que se podía, Áyax. Lo entiendo.

Niego con la cabeza y muerdo el interior de mi mejilla.

—No es solo por eso —añado en voz baja. Al igual que Rick antes, parece que por alzarla todo pudiera fragmentarse y dejar de ser seguro. Miro a Aaron a los ojos—. Si no por dejarte vendido ante Negan en el claro, aquella noche.

El silencio se hace en la tienda.

Aaron me observa con cierto asombro y ligero desconcierto. Parpadea incrédulo y el inicio de una risita cansada escapa de él.

—Hace mucho de eso, no importa.

—Aun así —insisto—. Es algo que nunca he hecho, y que no podía dejar pasar.

Tanto Rick como Daryl se mantienen en un sepulcral silencio que, de no ser por sus figuras, parecería que no están.

El hombre en la cama suspira y asiente con agradecimiento.

—Te perdono, Áyax. Aunque no haya nada que perdonar —responde, añadiendo una pequeña sonrisa—. Hiciste lo que debías. Al fin y al cabo, yo para ti era un desconocido.

Cojo aire y exhalo en profundidad. Y entonces le miro.

—Pero ahora eres alguien importante para todos, un buen hombre... y también nuestro amigo.

Rick mira a Aaron con una pequeña sonrisa, asintiendo como si secundara mis palabras, haciendo que sonría. El hombre asiente complacido y algo más animado por ello, y yo vuelvo mi vista hacia fuera cuando el crujir de unos pasos apresurados llega a mis oídos. Arqueo las cejas, sorprendido.

El rostro de Jesús es un cuadro de horror y preocupación. Está pálido y parece fatigado dado el rápido viaje que ha debido de darse desde Hilltop hasta aquí, por su propia cuenta y riesgo en mitad de la noche. Alterna la vista en mí y en el interior de la cabaña, pero no puede ver nada porque mi hermano y parte de la tela que recubre la tienda, le tapan el campo de visión. Le veo temblar de pies a cabeza mientras me mira fijamente.

Con sus labios articula una única frase: «¿Cómo está?».

Una sonrisilla tira de mis labios.

—Pasa tú mismo y averígualo —respondo señalando el interior, haciéndole suspirar aliviado al mostrarle así que Aaron está despierto, y que por ello no tiene por qué hablar bajito. Se lleva una mano al pecho, intentando tranquilizarse y yo amago una risa, devolviendo la vista al interior de la tienda, hacia Aaron—. Creo que te alegrará saber que tienes una visita.

Este frunce el ceño, pero cuando Paul Rovia no pierde un solo segundo en aparecer en el interior de la tienda, se queda de piedra.

Con la cabeza, les hago señas a los otros dos cotillas para que salgamos de aquí, y obedecen a regañadientes.

—Os dejamos algo de tranquilidad —murmuro, palmeando la espalda de Jesús—. Pero no le molestes demasiado, debe descansar.

Aaron intenta no reír, cosa que Jesús no logra demasiado.

—Le cuidaré bien.

—Más te vale —le advierto, señalándole con el dedo índice—. O vendré aquí y te raparé la cabeza al cero.

Esta vez ríen los dos sin siquiera esconderse. Sonrío y palmeo su espalda de nuevo, alejándome de la tienda y guiñándole un ojo a Aaron ahora que Jesús no puede verme, a lo que este me sonríe de vuelta.

Puede que antiguamente a Jesús no le fuera demasiado el compromiso, pero el miedo que acababa de ver contrayendo el gesto de su rostro, no era algo que se sentía por cualquiera. Y, paradójicamente, eso me hace sonreír a medida que camino hacia mi tienda, regresando una vez más y de nuevo... al lado de Carl. 



La impactante noticia vuela por el campamento a una velocidad vertiginosa durante el mediodía.

—Gracie, vuelve a la tienda de la enfermería y espéranos ahí, ¿de acuerdo? —murmuro, observando el tumulto de personas que se congrega alrededor del carro.

—Pero...

—Gracie, ahora —le regaña Carl cuando se gira hacia ella, en una orden clara y directa que la pequeña no se atreve a objetar. Agacha la cabeza y, refunfuñando, da media vuelta y vuelve por dónde ha venido. Carl, a mi lado, me mira y traga saliva—. Quizá no ha sido una buena idea traerla.

Niego con la cabeza sin ser capaz de despegar la vista del carro.

—No sabías que esto pasaría —respondo. Y es que esta mañana, tras llevar a Judith de vuelta a Alexandria, Carl se había traído a Gracie consigo por insistencia de la misma.

Cosa que en otra circunstancia no resultaría ningún problema.

Pero ahora, con el cadáver de Justin frente a nosotros tumbado en el carro, estoy seguro de que a ninguno de los dos nos parece una gran idea.

El ambiente empieza a caldearse en cuestión de momentos, cuando Los Salvadores exigen una explicación y una garantía por sus vidas. Pues la muerte de Justin no había sido un accidente.

Porque un pequeño agujero se abría en el centro de su pecho.

A juzgar por el aspecto del cadáver, llevaba horas muerto cuando Maggie lo encontró deambulando como un caminante mientras volvía al campamento con provisiones.

—¿No tienes nada que decir, Scarface?

El silencio se hace ante la insinuación de un colega de Brady, y que este y dos de sus secuaces secundan. Todos los ojos recaen sobre mí y yo me quedo estático.

—¿Qué coño estás diciendo? —gruño con enfado.

—¡Qué tú le mataste! —grita Brady, dando un paso al frente.

Arqueo las cejas.

—¿Y por qué yo? —pregunto ofendido.

En su momento no me importaba matar y todos lo saben, pero que me acusen sin pruebas tampoco es algo que vaya a permitir. No iban a cargarme el muerto.

Literalmente.

—Todos vimos la paliza que le diste —añade Laura, observándome de arriba abajo con desprecio—. ¿Qué te impediría haber terminado lo que empezaste?

Contemplo a todos los presentes y en las miradas de la mayoría puedo ver cómo así lo creen, incluso en las de aquellos que están de mi lado. Alzo las manos en señal de rendición.

—Oye, oye... llevo encerrado en el campamento más de veinticuatro horas. Y con constante vigilancia —alego en mi defensa—. ¿Cómo demonios iba a hacer eso sin que nadie me viera?

Y a pesar de la evidente verdad, aquellos que están obcecados en culparme, siguen haciéndolo. Gabriel y Carol se ven obligados a intentar mitigar la turba y el enfado creciente, hasta tal punto que todo empieza a salirse de control.

Solo puedo pensar en que Gracie está a unos cuantos metros de nosotros, pero no va a servir de nada que se encuentre alejada si los ánimos no consiguen calmarse. Por suerte, algunos de Los Salvadores como Alden y, sorprendentemente, Laura también, intentan serenar el ambiente. Es evidente que ellos son los primeros en notar los cambios fructíferos que la unión de las comunidades ha tenido, por lo que una revuelta ahora sería demasiado contraproducente.

Alejo de un seco empujón a uno de los colegas de Brady cuando se acerca rápidamente a mí, instigado por el mismo, y Carl tira de mi brazo para apartarme de la marea de forcejeos que empieza a haber.

Hasta que el relinchar de un caballo se hace presente, separando ambos bandos, haciéndonos retroceder.

—¡Todo el mundo atrás! —brama Rick a lomos del animal, con el revolver desenfundado—. ¡Obedeced!

Me tenso en mi sitio, aunque una parte de mí se relaja al ver que al menos las cosas no van a terminar complicándose.

—No vamos a hacer esto, ¡olvidadlo! —les ordena Laura a los suyos, lo que me deja bastante sorprendido. Es impropio dentro del odio que me tiene, pero es coherente con el bien de todos.

—Hablaré con Rick, buscaremos la manera de que os sintáis seguros, ¿vale? —les asegura Alden.

Y antes de que todos se marchen, el aprendiz de Simon: Brady, me mira con rabia y asco. Escupe al suelo y después se da media vuelta, yendo con el resto de sus amigos. Rick se baja del caballo y lo ata en uno de los postes mientras Carol y Gabriel disipan a la gente, indicándoles que vuelvan a sus tareas. Carl me dedica una inquieta mirada antes de volver junto a Gracie. En una zona elevada y a lo lejos, Daryl, que estaba preparado para disparar su ballesta, me observa y yo le analizo a él.

Ambos apartamos la mirada a la vez cuando Rick toma el bastón sujeto a su montura y se encamina hacia a mí. El hombre rasca su frente con el pulgar mientras mantiene la cabeza agachada. Carraspea y me da un vistazo.

—¿Podemos hablar?

Pongo los ojos en blanco.



—Tienes que estar de broma —afirmo alzando las cejas y cruzando los brazos sobre mi pecho.

En la tienda central y sentado en una silla con las piernas estiradas, observo como Rick está sentado frente a mí con las manos apoyadas en la mesa, entrelazadas entre sí. El hombre suspira y relame sus labios.

—Te lo repetiré una vez más —dice, y entonces me mira fijamente—. ¿Dónde estuviste anoche?

El aire escapa de mí en una risita histérica, mezclada con incredulidad.

—No me lo puedo creer —farfullo, tapando mi cara con ambas manos—. Estoy cumpliendo una condena aquí encerrado y con vigilancia. ¿De verdad me estás acusando de haber asesinado a ese hijo de puta?

—Que le insultes no te ayuda.

Resoplo y vuelvo a cruzarme de brazos.

—Y solo te estoy preguntando dónde estuviste anoche, no te estoy acusando de nada.

—Deja el rollito policía a un lado, Rick —replico entrecerrando los ojos—. Sé que todos creéis que lo hice.

—Le pegaste una paliza e intentaste matarle delante de todo el mundo.

La voz de Carl, sentado en una silla a mis espaldas, hace que me gire hacia él con brusquedad y frunciendo el ceño.

—Por eso —gruño—. Yo le habría matado delante de todos.

El silencio se hace en el interior de la tienda. Reconocer eso tampoco me deja en un gran lugar, pero saben que es cierto. Rick tamborilea sus dedos sobre la mesa y muerde el interior de su mejilla.

—¿Y tienes una coartada? ¿Alguien que confirme que estuviste aquí todo el tiempo?

Río con hartazgo.

—Mi marido aquí detrás, si es que no decide lanzarme a los leones, puede confirmarte que dormí en nuestra tienda —siseo mirando al mencionado de reojo con algo de cinismo—. Judith también durmió con nosotros.

Carl chasquea la lengua y tuerce el gesto.

—Pero no estuviste allí todo el tiempo.

Me tenso en mi sitio y me giro de nuevo hacia él.

—¿Perdón? —inquiero sarcástico—. Parece que estés deseando que me culpen a mí.

Este se cruza de brazos y se reclina en el respaldo de su silla.

—Solo digo que me desperté de madrugada y no estabas en tu cama —añade como si nada, despreocupado.

Abro los ojos de par en par y río con incredulidad. Clavo la vista en Rick, que me observa arqueando una ceja, y después vuelvo a él.

—Disculpadme, pero no sabía que ir al baño era un delito —replico. Uno mis muñecas y entrecierro los ojos—. Deténgame por querer vaciar la vejiga en mitad de la madrugada, señor agente.

Rick exhala en un pesado bufido y apoya su frente en las palmas de ambas manos.

—No es eso, Áyax...

—No, basta ya —gruño interrumpiéndole, arrastrando la silla y poniéndome en pie—. Me retenéis aquí, acusándome de asesinato cuando no tenéis ni una sola prueba en mi contra. Y lo único que conseguís con esto es que el resto de Salvadores sigan pensando que es mi culpa —sentencio, dando un golpe en la mesa.

—Áyax, escucha, por favor —insiste Rick sin dejar de mirarme.

—¿Estoy detenido acaso?

El ya no tan ex policía vuelve a suspirar y niega con la cabeza.

—Pues entonces me marcho. Tengo pacientes que atender y me gustaría poder pasar algo de tiempo con mi hija después —gruño mientras me dirijo a la salida, dando un manotazo a la tela de la tienda en la entrada para apartarla de mi camino.

—Áyax, espera un momento, por favor —ruega Carl desde la misma, con algo de culpabilidad en su voz. Detengo mis pasos a mitad de camino y me giro, viendo como Rick se pone de pie a su lado—. Tan solo intentamos mantener el orden de las cosas. Si otras personas pueden confirmar tu coartada de que tan solo fuiste al baño y ya está, perfecto, quedarás descartado. Daryl y tú sois los únicos que tenéis historias que no se sostienen y Justin tenía un agujero en el pecho, que perfectamente podía ser el que ocasionara una flecha.

Pongo los ojos en blanco y abro los brazos.

—Claro, mi hermano y yo nos encontramos en mitad de la madrugada porque nuestras vejigas se sincronizaron y decidimos ponernos a asesinar a idiotas hasta que nos entrara el sueño de nuevo. ¡Es mucho mejor que contar ovejas! —exclamo entrecerrando los ojos cuando los rayos de sol de la tarde, que se filtran a través de las copas de los árboles, me dan en el rostro. Me acerco un paso a él con enfado—. ¿Sabes qué? Sea quien sea el que le ha matado, me da envidia. Porque si hubieras escuchado lo que me dijo al oído en el puente, le habrías abierto un agujero en el pecho tú mismo.

Con las manos en sus caderas, Carl resopla y veo a Rick agachar la cabeza.

—Ese cabrón está mejor muerto y eso es una realidad —sentencio en un gruñido—. Pregunta a quién quieras y piensa lo que quieras, tengo la conciencia increíblemente tranquila. Lo único que me fastidia es que mi marido esté de parte de un muerto antes que de la mía.

Y para Carl no pasa inadvertido como recalco el «mi». Suspira con pesadez y entonces me mira.

—No estoy de su parte. Justin no era de mi agrado.

Una irónica carcajada escapa de mí.

—Cuéntaselo a quien se lo crea, ¡os reíais tantísimo juntos!

Carl pone su único ojo en blanco y resopla exasperado.

—No me puedo creer que vengas ahora con el numerito de los celos.

—¿Numerito? —siseo en un gruñido, encarándole—. ¡Está bien! Tardé en volver a la cama, pero perdonadme si no podía dormir después de haber escuchado a ese hijo de perra decir que se follaría a mi marido hasta que la zorra de mi hija no me recuerde. ¡Además de haberle tenido que amputar el puñetero brazo a un amigo!

El silencio se hace entre los tres.

Veo como Carl se ha tensado en su sitio, la sorpresa y el asco han contraído el gesto de su rostro, haciendo que en su iris brille un destello de la más pura rabia.

—¿Dijo eso? —susurra entre dientes.

Rick traga saliva y carraspea.

—No lo sabíamos.

—Pues ahora ya lo sabéis —sentencio con una cínica sonrisa—. No fui al baño, es mentira. Tuve que salir de la tienda porque me estaba ahogando con esa mierda y me fumé un cigarro a tus espaldas junto a mi hermano para intentar tranquilizarme. Ese es mi único delito. Así que, si no tenéis nada más que reprocharme...

Carl da un paso hacia mí y me toma la mano izquierda, acariciando la alianza que reluce en mi dedo.

—Solo respóndeme a una cosa, ¿vale? —pregunta en voz baja. Y entonces su mirada se clava en la mía—. ¿Has matado a Justin?

Suspiro y le devuelvo la mirada con la misma fuerza que él me dedica.

—No.

Silencio.

Él me mira.

Yo le miro.

Y le veo tragar saliva.

—Vale.

Carl deja un beso sobre el anillo antes de dejar mi mano y Rick asiente.

—Y ahora, sí me disculpáis, tengo una vida a la que volver —gruño dándome la vuelta y echando a andar.

Pero entonces unos gritos me detienen abruptamente.

—¡Áyax, Carl! ¡Esperad! —exclama Carol, corriendo hacia nosotros. Me giro rápidamente hacia ella, observándola impactado ante el terror en su voz. Tardo un segundo en volver tras mis pasos—. ¿Está Gracie con vosotros?

Frunzo el ceño. Carl y yo nos miramos a la vez.

—No, fue a la enfermería. Le dije que nos esperara allí.

La respuesta de Carl empieza a sonarme lejana cuando un mareo me atiza. Los labios de Carol tiemblan y nos mira a los tres, esperando una contestación que alivie el terror en su gesto.

—No está allí —responde con rapidez—. Henry fue a buscarla y dice que no la encontraba por ningún lado hasta que a lo lejos vio que un hombre se la llevaba en brazos. Le gritó que la encontró desmayada y que os la traería a vosotros.

Silencio.

—Nadie la ha traído, Carol —responde Rick, con los dientes apretados.

Carl se ha quedado recto en su sitio.

Tenso, rígido.

Ni siquiera pestañea.

Y Rick tiene que sujetarme cuando doy un paso atrás, como si las palabras de Carol fuesen una patada en el estómago.

Cierro los ojos.

Porque lo han sido.  



La espalda de Alden se estampa contra el árbol más cercano cuando le agarro por el cuello de su camisa y lo empujo contra él.

—¡Dónde está Brady! —rujo hasta desgañitarme—. ¡Habla, hijo de puta!

El ex Salvador tiembla bajo mis manos, incapaz de despegar su mirada de la mía.

—No lo sé, tío. Nadie le ha visto marcharse —responde titubeante.

—¡Cómo es posible que nadie haya visto a ese cabrón largarse con mi hija en brazos junto a por lo menos diez Salvadores más! —bramo a centímetros de su cara.

—¡Estábamos todos repartidos entre el campamento y el puente! ¡Puede haber sido en cualquier momento!

Aprieto el agarre y sacudo la cabeza.

—¡ME IMPORTA UNA MIERDA COMO FUERA! —vocifero pegando mi frente a la suya—. ¡Quiero saber dónde están esos hijos de puta y quiero saberlo ahora! Y cómo me entere de que le estáis encubriendo, pienso ahorcaros a cada uno de vosotros con vuestras propias tripas —siseo.

—¡ÁYAX! ¡Basta!

—¡Ni siquiera sabes si ha sido él!

Soy incapaz de oír a Rosita y Carol con claridad, porque todo a mi alrededor da vueltas.

El mundo parece temblar bajo mis pies, como si el suelo fuera a desintegrarse de un momento a otro.

Es rojo.

Es rojo y más rojo.

Eso es todo que veo.

—¡Claro que ha sido él! —grito en respuesta, girándome hacia ellas y soltando a Alden—. Él y sus putos amigos no están por ningún lado y creen que yo he matado a Justin. ¡Se la han llevado ellos! ¡Es la única forma de hacérmelo pagar!

Daryl aparece repentinamente en mi campo de visión cuando esta se nubla por segundos, poniendo ambas manos sobre mis hombros, aferrando parte de la tela de mi camisa negra, deteniendo mi errático deambular que ni siquiera había notado.

—Vamos a encontrarla sana y salva, ¿vale? Removeremos cielo y tierra, no pueden estar muy lejos.

Paso ambas manos por mi pelo hasta dejarlas tras mi nuca, aferrando con fuerza varios mechones.

Es mi culpa.

Debí protegerla.

Es mi culpa.

Debí protegerla.

Es mi culpa.

Si me hubieras dejado a mí...

Sacudo la cabeza.

—Debí protegerla... es mi culpa... —Cierro los ojos con fuerza—. Si yo hubiera estado a su lado en todo momento esto no habría pasado.

Daryl incrementa la fuerza en su agarre y me zarandea para que abra los ojos. Cuando obedezco, los suyos se me clavan como dos dagas incandescentes.

—Esto. No es. Culpa tuya —gruñe entre dientes.

Nos miramos fijamente tan solo unas milésimas de segundo.

Los pasos apresurados de Carl, seguidos por los de Gabriel, Rick y algunos más se hacen presentes en la entrada del campamento donde nos encontramos, junto a la carretera, los caballos y los vehículos.

—Brady y los suyos no están por ningún lado, es cierto. Así que han tenido que ser ellos. No hay ni rastro de por dónde se han ido —informa Rick mientras Carl da vueltas de un lado a otro como un león enjaulado—. Vamos a dividirnos en grupos de dos y tres personas, abarcaremos mucho más territorio así. Explorad cualquier rincón cercano al campamento y a las comunidades, sobre todo a El Santuario. Llevad walkies e informad de todo.

El corazón me late a mil por hora de tal forma que me duele el pecho, es como tener cientos de toneladas sobre el mismo, aplastándolo. Siento el sudor frío recorrer mi cuerpo de pies a cabeza, provocándome escalofríos. La cabeza me duele tanto que me cuesta mantener los ojos abiertos sin que centenares de agujas se claven en mi frente y tras mis ojos.

—Está apunto de anochecer, quedan muy pocas horas de luz. Si no la encontramos ya, será cada vez más difícil —farfulla Carl entre dientes. En mi vida había visto semejante tensión cuadrar sus hombros y cada músculo de su cuerpo. La palidez cubre su rostro y en su mirada ha desaparecido cualquier rastro del brillo que le daba la vida.

—Pensar así no sirve de nada —gruñe Rick en su dirección—. Hay que actuar y cuánto antes.

—¡Ni siquiera sabemos por dónde empezar! —exclamo, conteniendo las lágrimas en mis ojos—. ¡El tiempo corre y la noche se nos echa encima! ¡Ya pueden estar a kilómetros de aquí!

—¡Áyax, calma! ¡En ese estado ninguno de los dos nos serviréis de ayuda! —dice dando unos pasos en mi dirección.

Y entonces estallo.

—¡Cómo quieres que me calme cuando un tío al que conozco por ser un puto pervertido ha secuestrado a mi hija! —rujo hasta casi sentir que me quedo afónico—. ¿Eh, Rick? ¡CÓMO QUIERES QUE LO HAGA!

Silencio.

La mirada de Carl se clava en el suelo, totalmente perdida. Aprieta tanto los dientes que va a estallarle la mandíbula. Sus manos se cierran en puños y tiene que cerrar su único ojo cuando veo como el odio le consume. Rick alza el mentón y me mira, poniendo una mano en mi hombro.

—Te necesito... os necesito con la cabeza fría... porque si no... —susurra.

Trago saliva cuando se me seca la garganta ante esa frase que no se atreve a terminar.

—Será Gracie quien lo pague —completo yo en el mismo tono sin vida que él.

Una vez más, silencio.

Los cascos de unos caballos contra el asfalto hacen que todos giremos la cabeza hacia ese sonido.

Mis ojos se abren de par en par al ver a Mike a lomos de su caballo, acompañado de Laura sobre el suyo. Todo el campamento le observa. Este pasa una mano por su cabeza rapada y después la deja sobre su montura, ligeramente incómodo por ser el centro de atención.

—Laura me ha informado de lo que ha pasado y ponemos a vuestra disposición a todas las personas que quedan en El Santuario —dice, coge aire y habla de nuevo—. Y creo que sé dónde pueden estar, por eso he venido personalmente y todo lo rápido que he podido.

Mi cuerpo se relaja un mínimo, igual que el de Carl.

—Te lo agradecemos, de verdad —susurra este último, esperanzado ante esa nueva idea.

Mike asiente, dándome un rápido vistazo.

—Lo hago por deferencia a la cría, no por ti.

—Me importa una mierda por quién lo hagas mientras lo hagas —replico en un suspiro de alivio.

Puedo ver como contiene el amago de una pequeña sonrisa antes de asentir de nuevo y volver la vista al frente con seriedad.

—En El Santuario siempre les oía hablar de varios lugares dónde se reunían desde los tiempos de Negan, una casa en el bosque y también un pequeño edificio del que siempre comentaban el fastidio que les suponía entrar por arriba, usando la escalera de incendios, porque la entrada estaba obstruida —empieza a decir—. Sé que no está muy alejado de las comunidades, principalmente de la nuestra, pero no sé dónde están concretamente.

Rick asiente con convicción y una mano en su cadera.

—Es suficiente para empezar, será mucho más fácil ahora saber qué debemos buscar y por dónde trabajar —afirma, acercándose a su propio caballo para tomarlo—. Informad a las comunidades para que estén alerta y para que envíen partidas de buscadores, necesitaremos toda la ayuda posible. Carl, tú vienes conmigo. Daryl, ve con Áyax.

Carl me mira como si nuestro padre hubiera perdido la cabeza y antes de que pueda abrir la boca, hablo yo.

—Lo menos que necesito ahora mismo estar alejado de él. ¿Por qué coño nos separas?

No sé cómo todas esas palabras se han podido escuchar desde mi boca, teniendo los dientes tan apretados mientras lo decía.

Desde su caballo, Rick nos mira altivo, como si fuera poseedor de todas las respuestas.

—Porque es mejor que dos bombas de relojería no estallen juntas.

Carl y yo nos miramos de forma repentina.

Y entonces entiendo a qué se refiere Rick.

Las manos de Carl son dos puños apretados.

Las mías tiemblan.

Su cuerpo está rígido.

El mío se balancea de un pie a otro.

Su cabeza está ligeramente agachada, con la mandíbula tensa.

La mía se sacude de vez en cuando en un gesto nervioso, que avecina el peor de los horrores.

Y Rick lo sabe, porque ya lo vio una única vez.

La peor de todas.

Somos fuego y pólvora, y debe alejarnos el uno del otro.

—Que unos pocos se queden en el campamento para vigilar. Que cada grupo tenga un walkie, informad al resto de cualquier cosa. Nos reuniremos en Alexandria cuando la encontréis, es su casa, así que se sentirá más tranquila y segura en un entorno que reconoce —gruñe. Al parecer la tensión en la mandíbula no es solo cosa de Carl.

Un escalofrío me recorre el espinazo cuando oigo a Rick hablar sobre Gracie de esa forma.

Como una víctima.

Muerdo mis labios con tanta fuerza que siento el sabor de la sangre en la punta de mi lengua.

—Ezekiel y una partida salen ya de El Reino. Nos informarán —asegura Carol tras volver con su walkie en la mano, sin haberme dado cuenta de que se había marchado.

A su lado, aparece Cyndie, que viene desde la tienda central.

—Oceanside se une. Thomas y muchas de las chicas salen también.

Mi garganta se seca.

—Hilltop igual. He mandado a Jesús a la radio de la tienda para que les dé aviso. Los dos saldremos en cuanto acabe —sentencia Maggie.

—Y Alexandria también se prepara, he contactado con Michonne —asegura Rosita, subiéndose a su moto.

Las lágrimas se acumulan en mis ojos y asiento, mirando a todos y después a Carl.

—Gracias... de verdad —dice, carraspeando cuando su voz se corta al final.

La mano de Daryl se pone sobre mi hombro.

—No quedará ni un solo centímetro en el que buscar, te lo prometo —afirma con seguridad, haciendo que Rick asienta.

Él, y todos los presentes.

Que no dudan en ponerse en marcha en cuestión de segundos, tomando caballos, coches, carros y motos.

Mike y yo nos miramos fijamente durante unos momentos.

—Que quede claro que, si los encontráis con vida y me los traéis, los ajusticiaré yo mismo. Sin discusión.

El silencio se hace. Rick agacha la cabeza ante lo que eso supone para la Alianza, pero yo asiento con firmeza. No pensaba oponerme a ello, para una vez en años que estamos de acuerdo en algo.

Si es que llegan a él con vida.

—Esperad un momento —dice Laura, deteniendo nuestros pasos. Entonces sus ojos se clavan en los míos—. Quizá hay alguien que sí que sabe dónde están los lugares en los que se reunían.

Frunzo el ceño. Mi corazón se acelera ante la posibilidad de una pista más.

—¿Quién? —siseo dando un paso hacia ella.

Arquea una ceja, alzando la barbilla con suficiencia.

—Negan.

El silencio se hace.

Mi cuerpo entero tiembla.

Me dirijo a toda prisa hacia la moto de mi hermano y me subo sin dudar, instando a Daryl a que me imite.

—¿A dónde vas? —pregunta Carl con asombro.

Y clavo mi mirada a la suya.

—A hacer cantar a ese hijo de puta.



Para cuando llegamos a Alexandria y Michonne nos abre la verja, yo ya he saltado de la moto que Daryl tiene que sostener y terminar de aparcar. Corro a zancadas por las calles del pueblo, viendo cómo todos me observan impactados mientras se preparan con armas, caballos y vehículos para salir y unirse a la búsqueda. No pierdo un solo segundo en llegar a la casa central y bajar las escaleras del sótano. Pateo la puerta para abrirla, sobre saltando a Negan.

—¡Dónde están! —bramo, tomando las llaves de su celda y abriéndola mientras este se pone en pie totalmente impactado.

—¿De qué coño estás hablando?

Aferro su sudadera con ambas manos y, como he hecho con Alden, estampo su espalda contra la pared de la celda.

—¡Los lugares dónde Brady y los suyos se reúnen! ¡HABLA! —rujo con mi cara prácticamente pegada a la suya.

Con el ceño fruncido y alzando las manos, Negan me analiza completamente incrédulo de lo que sucede ante sus ojos. Los cierra y toma aire.

—¿Qué ha pasado, Áyax?

—¡No hay tiempo para gilipolleces! ¡Dónde están! ¡Laura dice que tú puedes saberlo!

Escucho los pasos rápidos de Daryl y Michonne, apareciendo a mis espaldas. Se detienen abruptamente cuando presencian la escena que se desarrolla frente a ellos. Negan les mira consternado y después me mira a mí.

Sus ojos se entrecierran.

—Qué ha pasado, Áyax.

Y reconozco ese tono.

Es el tono de Negan.

Del Negan que me salvó de Terry.

Del Negan que yo conocí en El Santuario.

Del Negan que castigaba a los que eran verdaderamente horribles.

Y entonces todo se derrumba como un pequeño castillo de arena, derrocado por la ola de un tsunami.

Tiemblo.

Mis manos.

Mis piernas.

Todo mi cuerpo lo hace.

Cierro los ojos y aprieto los dientes cuando mi llanto se descontrola.

—Brady se la ha llevado —sollozo, aflojando mi agarre y agachando la cabeza, apoyando la frente en su pecho—. Brady se ha llevado a Gracie, Negan... se ha llevado a mi hija...

Y es ahí cuando entiende la gravedad de lo que le estoy contando.

Tensa la mandíbula y apoya la cabeza en la pared, exhalando pesadamente.

—Por favor... dime dónde pueden estar —susurro.

Las lágrimas recorren mis mejillas con total libertad, empapando mi rostro.

Le oigo tragar saliva.

—No te lo voy a decir.

Alzo la cabeza bruscamente ante sus palabras.

—¿Qué has dicho? —gruñe Daryl, acercándose a la celda abierta.

Negan le mira. A él y a todos los presentes.

—Porque voy a llevaros yo mismo —sentencia con firmeza.

Michonne alza la barbilla y levanta las manos.

—No, ni hablar. Podría ser un truco.

—¡Michonne, por favor! —exclamo, rogando por un poco de ayuda.

—Sé que tienen una casa en el bosque y sé dónde está porque una vez mandé que algunos de mis hombres les siguieran para ver qué demonios hacían allí. Y fueron castigados por ello —añade Negan—. Y me da igual lo que queráis o no, voy a ayudaros a salvar a esa cría. Podéis meterme un tiro entre ceja y ceja después si es vuestro sueño húmedo, pero no me lo vais a impedir. Ese cabronazo de Brady debe pagar por todo cuanto ha hecho, y ya va siendo hora de ello.

—Y si tan justiciero eres por qué coño no le mataste antes —gruñe mi hermano mirándole con asco.

Negan entrecierra los ojos.

—Porque vosotros aparecisteis primero.

Silencio.

—¿Dijeron algo de un edificio? —inquiero esperanzado, obviando la discusión de ambos, secando mis lágrimas rápidamente.

El antiguo dueño del bate niega con la cabeza.

—No, eso ya no lo sé. Es probable que buscaran una alternativa cuando les descubrimos, no me extrañaría.

Mi mandíbula se tensa por décimo quinta vez.

—Pues entonces dinos dónde está la casa e iremos allí, porque tú no vendrás —asegura Michonne. Y entonces veo como Daryl nos mira a ambos, como si no supiera qué debe decidir.

El corazón va a estallarme de un momento a otro y a mis pulmones apenas les llega aire. Siento como mi garganta se cierra más y más a cada segundo, secándose y apretándose en un nudo que me dificulta hasta respirar.

Sacudo la cabeza.

Cierro los ojos.

Me alejo de Negan y miro a ambos.

—Lo siento, pero no hay debate. No cuando hablamos de la vida de mi hija —gruño poniendo un pie sobre la cama de Negan, que me mira sin comprenderme—. Así que lo siento mucho.

—¿Por qué? —inquiere Michonne dando un paso atrás.

Porque me conoce.

Y hace bien.

Saco la daga de mi bota y les apunto, poniéndome ante Negan.

Daryl me mira, alucinado, alternando sus ojos entre los míos y la daga.

—Se suponía que no ibas armado en el campamento.

Una histérica y cínica sonrisa tira de mis labios.

—Se suponen muchas cosas de nosotros dos, Daryl. ¿Verdad? —siseo, mirándole fijamente y arqueando las cejas, haciéndole tragar saliva—. Apartad, ahora.

Ambos se miran entre ellos y dan un paso atrás, alzando las manos con lentitud.

—Sé desarmarte, Áyax —susurra Michonne como advertencia a medida que Negan y yo salimos de la celda a paso cauteloso.

Mi sonrisa lunática se estira y mi desacompasado corazón se acelera.

—Y también sabes lo que soy capaz de hacer con un simple cuchillo —respondo dando unos pasos hacia atrás, guiando a Negan hacia la puerta, que está más sorprendido que cualquiera de nosotros. Me acerco a Daryl y le quito su walkie del cinturón para ponerlo en el mío. Señalo el interior de la celda con la cabeza, alejándome de nuevo—. Entrad.

—¿Qué? —exclama ella, bajando las manos y dando un paso hacia mí, lo que provoca que levante la daga en su dirección y Michonne se detenga, conteniendo el aliento.

—¡Entrad! —siseo entre dientes, viendo como vuelven a mirarse entre ellos antes de obedecer. Cierro la puerta con llave y suspiro—. Siento mucho esto, pero si el mismo Diablo supiera cómo encontrar a Gracie, bajaría al Infierno para sacarle de allí y que me guiase personalmente.

Daryl resopla mientras Michonne nos observa a Negan y a mí, negando con la cabeza. Indico a Negan que salga y me encamino hacia la puerta cuando lo hace.

—Esto va a provocar muchos problemas, Áyax —oigo decir a mi madre tras de mí, aferrándose a uno de los barrotes.

Desde el marco de la puerta, le miro por encima de mi hombro.

—Me encargaré de todos y cada uno de ellos —sentencio en un gruñido. 



Salimos del sótano conmigo en primer lugar, apuntando a todo aquel que se acerca consternado a nosotros, rugiendo que nadie se atreva a dar un solo paso en nuestra dirección. Le lanzo las llaves de la celda a Eugene y le ordeno que saque a Michonne y a Daryl de allí tan solo cinco minutos después de que nos hayamos marchado. Este, con los ojos abiertos de par en par y balbuceando, intenta hacerme entrar en razón.

Pero nadie podría lograrlo ahora mismo.

No a la velocidad a la que va mi corazón.

No al ritmo errático de mi respiración.

No cuando la coherencia que había ganado, pende de un hilo que empieza a deshacerse.

Le grito a Negan que tome el primer coche cercano a la verja de la entrada y este me obedece bajo la atenta y aterrada mirada de los vecinos, que le observan como si fuera un monstruo salido de unas catacumbas.

—Tendré que avisar de esto a Rick —me advierte Eugene mientras me encamino hacia el coche.

Abro la puerta del copiloto y chasqueo la lengua, en una mueca que se asemeja a una sonrisa algo perturbada. Me llevo el walkie a los labios y pulso el botón antes de hablar.

—Hola, Rick. Soy Áyax. He sacado a Negan de su celda, apuntando a Michonne, Daryl y a todos los vecinos con un cuchillo porque sabe dónde están uno de los lugares al que debemos ir y querían impedir que nos acompañara. Así que me lo llevo conmigo porque es el único que puede guiarme. He dejado a Daryl y a Michonne encerrados en su celda, pero Eugene tiene las llaves así que les sacará cinco minutos después de que nos vayamos. Cojo uno de los coches prestados de Alexandria. Si encuentro a mi hija viva, podéis matarme después por todo esto —gruño finalmente. Mi garganta está a punto de cerrarse ante lo que voy a decir—. Y si... ella no lo está... tranquilos, lo haré yo mismo.

Eugene se queda de piedra y yo me adentro en el coche, escuchando como el altavoz del walkie se convierte en una mezcla de gritos y frases inconexas que se interrumpen entre interferencias de diferentes líneas, y que decido no escuchar.

Miro a Negan y este me analiza con la mayor de sus sorpresas.

—Arranca —siseo.

Y no duda ni una milésima en hacerlo.



Con la noche a punto de caer sobre nosotros y las últimas luces del atardecer pintando el cielo, llegamos hasta dónde Negan me ha explicado que debía encontrarse la casa. A principios de una muy pequeña urbanización, si es que se le puede considerar así, se encuentran al menos tres casas en pie, pues el resto están medio derruidas. Todo rodeado por la espesura de la arboleda que parece protegerla en mitad del denso bosque.

Sin duda, es el lugar perfecto para esconderse.

Con los faros del coche apagados y haciendo el menor ruido posible, Negan detiene el vehículo y apaga el motor.

—Hay mucho silencio, podrían no estar aquí.

Niego con la cabeza.

—Están, pero no todos.

El hombre, desde el asiento del piloto, gira la cabeza para mirarme con el ceño fruncido. Con la barbilla, señalo la segunda casa que parece más adecentada que las otras dos. Además de eso, el fulgor de la pequeña luz de un candil se deja entrever por las ventanas del salón y, recostada en el lateral de la casa, se encuentra una moto.

—Es una de las motos del campamento. Así que deben de ser ellos.

Carraspeo cuando el corazón se me acelera de nuevo, provocando que una gota de helado sudor me recorra la columna.

Sacudo la cabeza.

Y Negan me escudriña con la mirada.

—No te ofendas, pero haces los mismos gestos de loco que cuando perdiste la cabeza en Alexandria.

Una sonrisa histérica cruza mi rostro y dejo la daga en mi regazo para ocultar mi cara con las manos.

Mi respiración se acelera.

Yo puedo encargarme, lo sabes.

—Cállate —susurro hacia la nada, apartando las manos.

Negan se aleja unos centímetros.

—A eso me refiero —señala, mirándome acojonado de arriba abajo—. ¿Con quién coño hablas?

Una risita escapa de mí sin que yo lo haya ordenado, cojo la daga, abro la puerta y salgo del coche dando un portazo.

—Con el monstruo.

Negan sale también, contemplándome con horror por primera vez en su vida como si no supiera a quién demonios tiene en frente. Dirige su vista hacia la casa y después hacia mí.

—¿Y si no están todos?

Miro la daga en mi mano derecha y después a Negan. Le lanzo el walkie y muevo la cabeza hacia un lado, crujiendo mi cuello.

—Puedo ser muy convincente.

Y, entre la recién empezada oscuridad, me encamino hacia la casa.

Como la sombra de un monstruo acechando a sus víctimas.



Un grito de dolor estalla en el interior del salón cuando le pateo la rodilla izquierda al número uno, rompiéndosela. Lo siento en la silla cercana a la mesa de un seco empujón con una sola mano. El número dos, con la daga apuñalándole la pierna, llora y se arrastra hacia un consternado Negan que, estático desde el marco de la puerta principal, ignora la ayuda que sus antiguos hombres le ruegan y vigila el exterior. En parte pareciera que le aterrara poner un pie en el interior de la casa.

Cojo la pierna del número dos y le arrastro hacia el centro de la sala. Arranco la daga de un tirón, provocándole un alarido de dolor. Tomo el trapo sucio sobre la mesa y se lo lanzo.

Ignoro que Negan aparta la mirada.

—Te desangrarás en pocos minutos —afirmo con voz ronca—. Así que presiónate la herida, te necesito vivo por ahora. —Tomo una de las sillas y la arrastro por el suelo de madera, arañándolo.

La sala queda invadida por ese chirriante sonido que se asemeja a alguien arañando una pizarra, provocándome un escalofrío. Mezclado con los gruñidos y lloriqueos de dolor del número dos, que obedece a mis órdenes a toda prisa en un burdo intento por salvar su vida, hace que todo se una en una melodía espeluznante pero que me llena el alma. El olor de la sangre todavía caliente se hace presente, haciéndome sonreír. Pongo la silla frente al número uno y me siento tranquilamente, soltando un suspiro de descanso cuando mis músculos gimen agradecidos por ello.

—Bien, lo repetiré una sola vez más, tengo prisa.

El número dos llora aterrado y me giro hacia él.

—¿Puedes callarte, por favor? Intento saber dónde está mi hija y, si no me dejas escuchar a tu amigo, corres el riesgo de que te mate antes de lo debido.

El pulso me late en las sienes y sacudo la cabeza.

Mi vista se ha vuelto algo distorsionada, haciéndome ver las cosas tras una dispersa neblina roja, no por la rabia, sino por la sangre que me ha salpicado en el proceso. Junto a la débil iluminación que desprende el candil sobre la mesa, todo se enmaraña en una mezcla de rojos sanguinolentos y luces anaranjadas por el fuego, como la presencia de un Infierno en la Tierra.

Sonrío.

Ellos no saben lo que es el Infierno en la Tierra.

Yo se lo voy a mostrar.

Froto mis ojos y me reclino en el asiento.

El monstruo se carcajea en mi interior.

Sacudo la cabeza.

Negan carraspea y le miro brevemente, es como si no me reconociera.

O como si no quisiera reconocerme.

—Número uno y número dos —empiezo a decir, tomando la pierna sana del tipo frente a mí, rasgando la tela de su pantalón para dejar la extremidad al descubierto—. Si os habéis fijado, no me he molestado si quiera en aprenderme vuestros nombres, porque solo uno va a salir con vida de aquí.

El número uno tiembla cuando coloco su pierna expuesta sobre mi regazo.

—No voy a prometeros falsas esperanzas, pero tendréis que decidir quien vive y quien no, y la norma es muy sencilla: ¿quieres vivir? Sé el primero en hablar —susurro, alternando mi mirada entre ambos—. Porque vais a hablar, vais a decírmelo vosotros mismos.

—¿Cómo lo sabes? —inquiere Negan, interrumpiendo mi discurso.

Giro mi cabeza hacia él y una sonrisa se extiende por mi rostro.

—Porque llegados hasta cierto punto, todos hablan. Siempre.

Negan calla.

Y yo sonrío todavía más.

—Vamos a empezar.

Una carcajada a mi izquierda me alerta y giro la cabeza bruscamente hacia la otra silla que estaba libre hasta hace unos segundos.

Y lo que me provoca un escalofrío, es que solo yo la he oído.

Porque solo yo lo veo.

Solo yo me veo.

A mí mismo.

A mi yo de trece años.

Con las piernas estiradas sobre la mesa, vestido enteramente de negro y con esa prenda dueña de muchas de mis últimas pesadillas que ni siquiera recordaba, me sonríe con maldad y me contempla de arriba abajo, para después comprobar lo afilada que está la daga, echándole un vistazo a la hoja.

La misma que yo tengo en mi mano derecha.

—¿Vas a empezar o no? —me alienta.

Trago saliva y parpadeo, volviendo la vista al frente.

Y entonces me doy cuenta de algo.

El tipo frente a mi está congelado.

El número dos también lo está. La sangre que fluía por su pierna, se ha quedado quieta.

Entrecierro los ojos y parpadeo.

Me giro rápidamente hacia Negan. Está estático en su posición desde la puerta.

No parpadea.

No se mueve.

El aire no corre.

El mundo no gira.

El tiempo no avanza.

El Áyax de trece años sonríe.

La habitación se vuelve enteramente negra y todos, salvo él, desaparecen.

Solo estamos él y yo frente a frente, sentados en dos sillas.

—¿Qué has hecho? —murmuro con terror—. ¿Qué me has hecho?

Mi cuerpo entero tiembla ante su carcajada escalofriante.

—¿Yo? Yo no he hecho nada, tío. Esto lo has hecho tú —dice, señalando mi cabeza con su daga. Entonces sonríe—. Si no quieres escucharme, al final tienes que verme. Esto es lo que pasa cuando no me dejas tomar del todo el control.

Parpadeo.

Mi respiración se acelera.

—No. He cambiado, han pasado muchos años desde... —Miro la prenda que lleva en su torso—. Desde eso.

Sonríe.

—¿Desde esto? —dice señalándose a sí mismo. A su cabeza rapada con el pelo muy corto, sus ojeras y labios ensuciados de negro—. No importa el tiempo. No importa que me hubieras olvidado, es más, lo entiendo. ¡Siendo el patético que eres ahora te habrías pegado un tiro si recordaras cada día todo aquello! No me molesta.

Trago saliva, incapaz de apartar mi mirada de él.

No oigo mi corazón latir.

Ni siento a mis pulmones llenarse de aire.

—Lo único que importa es que no has cambiado —sentencia con una victoriosa sonrisa.

—Sí, lo he hecho. Ya no soy así.

El Áyax de trece años chasquea la lengua con hartazgo, mirándome con ironía.

—Díselo a ese tío al que ibas a torturar como solo nosotros sabemos. Como solo ellos te enseñaron. —Mi piel se eriza y carraspeo—. Y deja de dividirnos en dos, tú eres yo y yo soy tú ¡Somos lo mismo! —brama poniéndose en pie—. Ya lo has aprendido otras veces, ¿por qué sigues resistiéndote? ¿No recuerdas lo fácil que era todo cuando éramos uno? Éramos imparables. Nos adoraban.

Niego con la cabeza fervientemente.

—No, eso es lo que te han hecho creer. Eso es lo que Víctor te hizo creer —gruño—. Hay una vida mucho mejor después de esa, solo que ahora es imposible que la veas porque estás cegado.

—¿Qué vida mejor? ¿Con el Gobernador en la prisión? ¿En La Terminal quizá? ¿Con los tarados que habitaban Alexandria puede ser? ¿O te refieres a lo mejor a Los Salvadores que se han llevado a tu hija?

Aprieto los dientes.

—Te están manipulando.

Él vuelve a carcajearse, mirándome como si solo dijera burdas tonterías.

—No, qué va, estoy muy bien. Nunca he estado mejor, de hecho —murmura, observándome altivo—. Ya eres bastante patético por haber perdido uno de tus dones —dice, dando una rápida mirada a mi antebrazo derecho—. La vida te dio otro don aquella tarde de tormenta, y ese también lo estás desperdiciando.

Alzo la cabeza bruscamente, con los ojos desorbitados.

—¡Cómo puedes decir eso! —rujo, sintiendo mi garganta desgarrarse—. ¡Eres solo un crío al que le han comido la cabeza! ¡Nada de lo que te dice ese hijo de puta es real! ¡No te quiere ni lo ha hecho nunca! ¡Tienes trece años y nunca has conocido lo que es el amor, por eso se aprovecha!

—¡NO! —brama, en un estallido gutural que reverbera en el interior de mi cabeza, haciéndome cerrar los ojos con fuerza. Cuando los abro, se aproxima a mí y me toma por el cuello, estrangulándome. Me tenso en la silla, agarrándome a la madera—. Deja de ponerte excusas y de mentirte, siempre te ha venido muy bien decir que el resto te manipulaba para que pudiéramos hacer todo cuanto queríamos y después nos tuvieran compasión. Pero has cometido el error fatal de creértelo, puto imbécil.

Me aferro a su brazo, clavando los dedos en su vendaje negro. Me mira con una sonrisa soberbia, haciéndome sentir patético.

—Mírate... —sisea con desprecio analizándome de arriba abajo—. Un reguero de cadáveres es nuestro camino y ahora te dedicas a contar todos los días en los que no has matado. Eres ridículo. Y lo peor es que no sirve de nada, porque, ¿cómo dijo ese tío al que ahora llamas «tu padre»? Oh, sí: eres quién eres. Parece que nunca te quedó muy claro.

—Cállate —gruño.

—O si no qué —ruge, apretando los dedos en mi cuello, acercando su cara a la mía. Antes no podía respirar, pero ahora los pulmones me arden—. Y mientras tú estás aquí, decidiéndote a ser quién eres y jugando a ver quién de esos dos capullos habla primero, Gracie está por ahí esperando que alguien la salve.

Me tenso y mi agarre se vuelve más fuerte, haciéndole sonreír.

—He tocado una fibra que duele, ¿eh? Así es como se tortura. —Se carcajea, dándome lecciones—. Ella va a pagar muy cara tu indecisión, tu insistencia a seguir renegando de quién eres, a distanciarme de ti y dividirnos, a creerme un monstruo. ¡Esto es lo que pasa cuando no me escuchas! —Ruje cada palabra con más rabia de la que puede soportar—. ¡Oh, pobre Gracie! ¡Pobre cría que ha acabado en las manos de un irresponsable incapaz de protegerla! ¿Dónde estará? —Finge un puchero de pena y aproxima su rostro al mío, hasta que su boca queda en mi oído—. Muy probablemente ahora mismo esté gritando debajo de Brady.

Mis ojos se quedan en blanco.

Mi cabeza cae hacia atrás como si hubiera recibido un brutal disparo en la frente.

Rujo y me abalanzo hacia él en un estallido de rabia que me rompe desde dentro, haciendo eco por toda la oscuridad de esta sala.

Le tomo por el cuello, a horcajadas sobre él, estrangulándole contra el suelo mientras ríe a fuertes e incontrolables carcajadas.

—¡ESO ES! —gruñe entre risas—. ¡God fyr, Sigma!

Y esa no ha sido su voz.

—¡HIJO DE PUTA! —rujo con todas mis fuerzas, sacudiéndole un puñetazo.

Si no la de Víctor.

Mis dedos se ciernen sobre su cuello hasta que sus ojos quedan en blanco.

Mi cuerpo tiembla consumido por la ira, sacudiéndose por espasmos.

Mi corazón late más.

Y más.

Y más.

Y más.

Va a estallarme.

Va a desgarrarse en millones de pedazos.

Mis pulmones se colapsan, se llenan de la sangre corrompida de ese cabronazo hasta asfixiarme.

Su sangre arde en mis pulmones.

Me pudre.

Me abrasa.

Me consume.

Hasta que su sonrisa se deforma y estira en una terrorífica y de dientes afilados. Se sacude de mi agarre mientras su cuerpo y extremidades se rompen en ángulos imposibles, provocando que me aleje, arrastrándome atemorizado.

Tiemblo.

De rabia, de miedo, de pánico.

El chasquido de sus huesos resuena en cada rincón de negrura que me rodea. Se entierra en mis oídos, emponzoñando mi cerebro con ese repugnante sonido que me obliga a cerrar los ojos unos segundos y cubrirme las orejas.

El cuerpo se deforma.

Su piel se desgarra y sangra.

Sus ojos se agrandan y rasgan.

Su columna se rompe y sus vertebras asoman por su espalda, empezando a transformarse en ese engendro de horrible envergadura que se asemeja a un enorme y monstruoso lobo negro.

Ese que yo siempre veo y siento merodear por mi cabeza.

Ese que siempre ha estado ahí, salvándome la vida.

Fauces sonrientes, sangrientas y afiladas.

Ojos grandes, blancos y llenos de horror.

Sed de sangre, lágrimas y venganza.

Sacudo la cabeza.

El monstruo pasa a ser mi yo de ocho años.

Mi yo de trece.

Mi yo de catorce.

Mi yo de quince.

Mi yo de dieciséis.

Mi yo de diecisiete.

Mi yo de dieciocho.

Mi yo de diecinueve.

Mi yo de veinte.

Mi yo de veintiuno.

Siempre.

Has sido.

Tú.

Sonrío.

Sonrío como nunca antes.

Porque ya no puedo resistirme más.

Siempre.

He sido.

Yo.

Sacudo la cabeza.

—Siempre he sido yo.

Mis roncas palabras hacen eco en la negrura.

Y el que sonríe relamiéndose ahora, es él.

PODEMOS SALVARLA.

Su voz susurrante es un gruñido gutural y deformado que traspasa cada centímetro de mi piel como una onda expansiva que acaba de estallar.

Podemos salvarla.

Siempre.

Podemos salvarla.

He sido.

Podemos salvarla.

Yo.

—Acepto —sentencio sonriendo en un gruñido que mana de lo más profundo de mi pecho, mirándole sin miedo a sus aterradores ojos.

A incontrolables y espeluznantes carcajadas de inmensa alegría y regocijo por su victoria, el monstruo atraviesa mi cuerpo de un salto hundiéndome en el suelo, atrapándome en la oscuridad.

Y entonces abro los ojos.

Cojo la daga y la clavo en la pierna del número uno, retorciéndola. El alarido de dolor me hace reír y la sangre me salpica el rostro.

—¡Habla, hijo de puta! —rujo sonriente, sintiendo las gotas calientes caer por mis mejillas—. Dónde... está... mi hija.

Y a cada palabra, he retorcido más y más la daga.

El tipo grita de dolor, aferrándose a la silla. Las lágrimas caen patéticamente por su rostro mientras llora aterrado, negando con la cabeza.

—No lo... no lo sé...

Me carcajeo.

—Venga, y una mierda. Venís de allí —siseo entre dientes. Doy un vistazo a la caja de botellas de alcohol al lado de la entrada del sótano, junto a otra caja con algunas armas y munición. Pues a eso habían venido, a por alcohol y armas que parecían guardar aquí. Me pongo en pie, sacudiendo su pierna de un manotazo, provocando que grite de nuevo. Tomo una de las botellas y la abro, dándole un trago—. Es un buen whisky, no te lo voy a negar —murmuro francamente sorprendido mientras vuelvo a mi sitio bajo la mirada de Negan, que no me quita ojo en la distancia y en completo silencio. Dejo la botella abierta en la mesa y tomo su pierna de nuevo, arrancando la daga—. ¿Quieres dejar de gritar? Vas a atraer a los muertos y eso será peor para vosotros.

—Vamos, tío... no le hagas daño...

Miro al número dos, arqueando las cejas.

—¿Estás de coña? Estás de coña, ¿verdad? —inquiero entre risas, señalándole con la daga—. Secuestráis a mi hija... ¿pero el cuidadoso debo ser yo? Creo que se os ha olvidado quién soy... pero para eso estoy aquí.

Clavo la vista en el número uno frente a mí. El sudor cae a regueros por su rostro, empapando su ropa y mezclándose con la sangre. Tiembla por completo, porque está aterrorizado.

Y eso me hace sonreír de una forma que echaba de menos.

Doy una mirada a la botella a mi lado.

—¿Por qué habéis venido a por alcohol? —pregunto alternando la vista en ambos—. Entiendo que vinierais a por armas, pero... ¿alcohol? ¿Qué pensabais hacer? ¿Acaso pretendíais celebrar una fiesta con mi hija?

Silencio.

Tenso y sepulcral silencio.

Mi sonrisa se ensancha.

—Vamos, me lo podéis contar. Fui vuestro superior por bastante tiempo, tenéis confianza conmigo —digo, palmeando la pierna herida sobre mi regazo, haciendo que el número uno reprima un quejido de dolor. Los dos apartan la mirada—. ¿Qué iban a hacer entonces diez tipos borrachos con una niña de ocho años?

Silencio.

Silencio.

Y mucho más silencio.

En la puerta, Negan se tensa y agacha ligeramente la cabeza. Sus dientes podían estallar en ese instante por la rigidez de su mandíbula.

—¿Nadie quiere hablar? —Me encojo de hombros—. Está bien, entonces os mostraré el uso que se le puede dar al alcohol.

Tomo la pierna del tipo y acerco la daga a la piel de su gemelo, empezando a cortar.

Una gran sonrisa eleva mis comisuras cuando comienza a gritar a medida que corto la piel en una larga y fina tira de un exacto grosor.

Hasta arrancarla.

El número uno brama adolorido, sollozando y removiéndose como un animal herido que intenta huir de su depredador.

Y yo dejo la tira sangrienta pulcramente colocada sobre la mesa.

Sonrío.

—¿Todavía no os viene a la memoria dónde pueden estar?

Nadie habla.

Solo se retuercen entre lágrimas de dolor.

Así que abro la botella y esparzo algo del alcohol en su pierna.

Gritos, gritos y más gritos inundan el salón, seguido del olor abrasivo del alcohol mezclándose con la sangre que brota incesante de la herida abierta.

—Negan —mascullo sin mirarle—. Necesito que lo agarres o no podré seguir haciendo mi trabajo.

Este se queda quieto y, cuando le miro, coge aire y muerde sus labios. Se aproxima con lentitud hasta el número uno para colocarse tras su espalda y pone sus manos sobre sus hombros, mirándome fijamente.

—Muchas gracias —digo sonriente, asintiendo sinceramente agradecido.

—Señor... señor, por favor... haga algo... deténgalo —lloriquea el número uno.

Pero Negan no responde, parece incapaz de emitir sonido alguno. De no ser porque le veo ante mí, dudaría de que su presencia fuera algo real y tangible.

Creo que nunca había visto al siempre incansable Negan sin palabras.

—¡Bueno! Sigamos.

—¡NO! ¡POR FAVOR!

Y por supuesto que sigo.

La hoja se desliza por su carne como si fuera mantequilla, cortando su piel en un grosor mayor al anterior, llevándome más capas de dermis que antes.

Tuerzo el gesto con fastidio.

—Perdóname, con los años he perdido algo de práctica —me excuso en mitad de su agonizante griterío. Negan tiene que agarrarlo con fuerza.

Pero cuando digo eso, alza su impactada mirada y se clava en la mía.

Sonrío de nuevo.

Y vierto alcohol otra vez, antes de deslizar la daga una vez más.

En esta ocasión es mucho más complicado conseguir una tercera tira perfecta, pero amo los retos y este hijo de puta se ha convertido en mi juguete favorito.

A pesar de lo mucho que se retuerce y grita, yo sigo sumido en mi labor de forma delicada y cautelosa sin que me tiemble el pulso, en un trabajo casi de orfebrería. Incluso aun teniendo la piel empapada en sangre, alcohol y sudor, que ya recubre todo su cuerpo, consigo sacar una más larga que las anteriores.

Dejo la tercera tira junto a las otras dos.

Mi sonrisa se ensancha.

Alpha estaría orgullosa.

Sacudo la cabeza, borrando la sonrisa.

—¡Están a veinte kilómetros al este de El Santuario!

Negan y yo giramos la cabeza bruscamente hacia el número dos, que se arrastra patéticamente hacia nosotros, rogándome que me detenga.

—Dónde —siseo con la voz ronca.

—En un edificio al principio de una pequeña ciudad... antes de llegar deberías ver una granja... con un silo en el que hay una «X» gigante pintada en negro... la marcamos nosotros para orientarnos —murmura sin aliento, estirando la mano hacia mí, con las lágrimas cayendo por sus mejillas—. Déjanos ir, por favor.

Suspiro.

Miro al hombre torturado frente a mí.

Asiento.

Me pongo en pie, haciéndole a Negan una seña con la cabeza, indicándole que es hora de irnos.

Pero antes de salir de la casa, detengo mis pasos.

—Espera, qué idiota, se me olvidaba —digo, haciendo que Negan deje de caminar y se gire para mirarme.

Tomo una de las pistolas de la caja alejada de ambos hombres y compruebo que esté cargada.

—Vale, ahora sí podemos marcharnos —sentencio.

Y entonces aprieto el gatillo, vaciando el cargador sobre el torso del número dos, tendido en el suelo.

—¡NO! —brama el número uno desde su silla, estirando inútilmente las manos hacia mí.

El cuerpo inerte del segundo se sacude con violencia a cada disparo que recibe. La sala se ilumina a parpadeos entre disparos con los estallidos de la pólvora, inundándola con el sonido abrumador de cada balazo y el chasquido de la sangre al salpicar el suelo y la pared.

Todos se queda en silencio cuando me quedo sin balas.

El cañón echa humo mientras, silbando una cancioncilla que no recuerdo cuál es o dónde he podido escuchar, busco en la caja otro cargador que no tardo demasiado en encontrar. Un escalofrío de gusto me recorre escuchando al número uno llorar a la vez.

Me vuelvo hacia él con una sonrisa afable, cargando la pistola y apuntándole.

—No... por favor... ya me has hecho suficiente... —solloza.

Sonrío.

—Venga, si te hago un favor —bromeo. Mi sonrisa desaparece de mi rostro—. ¿Y a mi hija? ¿Le ibas a hacer suficiente?

Silencio.

Su rostro se desencaja.

Y sonrío todavía más.

—¡No! ¡Por...!

Vacío el cargador en cuestión de segundos.

Su cuerpo agujereado cae de la silla como un saco inútil.

Miro a Negan.

—Ahora —murmuro asintiendo con firmeza—. Ahora sí que podemos irnos. 



Mis dedos se ciernen sobre el volante a medida que acelero. El motor ruge con fuerza y las luces de los faros rompen la oscuridad que invade la carretera, con la luna llena como única guía. Una desquiciada y ladeada sonrisa decora mi rostro manchado de sangre seca.

En las noches de luna llena los monstruos salen a jugar.

Sacudo la cabeza y me remuevo en el asiento del piloto. Negan no ha dejado de mirarme un solo segundo desde que nos hemos subido al coche en un tenso silencio para él, pero increíblemente cómodo para mí.

—Habla ya si es que quieres hacerlo —gruño. Carraspeo para aclarar mi garganta y aliviar la ronquera de mi voz, pero con todo lo que he gritado en las últimas horas, eso va a ser imposible.

—No sé qué coño te ha pasado ahí dentro, pero se te ha debido de reiniciar el sistema, porque por un momento te has quedado desconectado de la realidad y sin hablar mirando a una silla durante al menos un minuto.

Chasqueo la lengua con un tinte sarcástico, sonriendo.

—Para mí ha sido una eternidad.

De reojo, veo a Negan tragar saliva y resoplar, incrédulo de tan surrealista situación.

—Ya me has visto torturar antes, no finjas que te afecta —murmuro sin despegar la vista de la carretera.

Sus ojos vuelven a mí.

—No lo estoy fingiendo —admite—. Porque esto ha sido diferente.

Mi ceño se frunce de manera fugaz.

—¿Por qué?

—Porque no es la primera vez que lo haces, ¿me equivoco?

El silencio invade el coche de nuevo, dejando que tan solo se oiga el ruido ambiente que genera el motor a esta velocidad.

—Esto es lo que soy.

Negan agacha la cabeza y sus labios se fruncen en una mueca de escepticismo.

—¿Qué?

Y entonces ocurre algo que en ningún momento esperaba.

Los labios del hombre a mi lado se curvan en una orgullosa sonrisa.

—Que no lo digas como algo malo —sentencia—. Si lo que eres te sirve para sobrevivir... para que los demás sobrevivan... entonces nunca dejes de serlo. Sé lo que eres.

Y el que sonríe ahora, soy yo.

Eres quién eres.

Sé lo que eres.

Todo siempre se ha resumido a eso.

—Entonces es hora de cazar a unos cuantos Salvadores. —Negan ríe, más que harto de ese cuento que él mismo inventó, y yo tomo el walkie del salpicadero, llevándomelo a los labios. Pulso el botón antes de hablar—. Soy Áyax.

Ni siquiera pasa un segundo antes de que alguien conteste.

¿Dónde coño estás?

Río escuetamente.

—Yo también me alegro de escucharte, mi amor —murmuro ante la pregunta de Carl.

Que te jodan, Áyax. ¿Se te ha ido la puta cabeza?

—Esas son demasiadas malas palabras para ti, no te pega.

El silencio se hace repentinamente al otro lado de la línea.

No la has encontrado todavía, ¿verdad?

Trago saliva.

—Pero sé dónde están.

Escucho el ajetreo a su alrededor a través del walkie, confirmándome que está con más gente.

Dónde —gruñe.

Exhalo con pesadez ante lo que voy a decir. Miro a Negan y carraspeo, parece que pueda leerme la mente.

—No te lo puedo decir.

¿Perdón? —ruje casi al segundo de mi respuesta—. También es mi hija, ¿sabes?

Muerdo el interior de mi mejilla, porque entiendo su posición y, en su lugar, yo ya me habría vuelto loco.

De hecho, eso ya ha pasado.

—Si te lo digo, vendréis todos en estampida y eso puede ponerles nerviosos y ser contraproducente. No te lo prohíbo por gusto, Carl. Lo hago por ella.

¿Qué me lo prohíbes? Y una mierda. ¡Dime dónde está! ¡Iré yo solo pero no me hagas esto, Áyax!

Mis manos empiezan a temblar al escucharle de esa forma, con el desespero en su tono y la voz rota. Cierro los ojos tan solo unos segundos antes de acercarme el walkie a la boca de nuevo.

—Lo siento, Carl.

Y antes de escuchar su réplica, apago el aparato y lo dejo en su lugar.

Negan me mira de arriba abajo seriamente, sin gustarle un ápice lo que acaba de ver y como si me lo reprochara con su mirada. Niega con la cabeza y vuelve la vista al frente.

—Búscate un buen abogado para el divorcio.

Y entonces acelero.



No me cuesta mucho divisar a lo lejos el edificio una vez pasamos la granja con el silo marcado. La estructura está vieja, pero se mantiene. Se trata de un edificio gris al principio de la calle, de al menos unas cinco plantas, que tiene todas las ventanas bajas y entradas tapiadas, pero que efectivamente tiene una escalera de incendios en el lateral y que se conserva bastante mejor. En la distancia y si entrecierro los ojos, puedo ver algunas pocas luces en el interior. Así como uno de los coches del campamento.

Aprieto los dedos alrededor del volante hasta que mis nudillos pierden color.

—Quédate aquí —gruño a Negan sin mirarle.

Este me da un vistazo con el ceño fruncido, como si estuviera loco.

Menuda sorpresa.

—¿Vas solo?

Sonrío y alzo la daga cubierta de sangre seca, igual que mis manos.

—Voy con ella.

Me bajo del coche con sus atentas pupilas escudriñándome sin perderse uno solo de mis movimientos. Camino lentamente hacia el edificio, percatándome de que ni siquiera tienen a alguien como vigía fuera o en el tejado.

Pero ahora mismo me da igual que me vean.

El corazón empieza a latirme con fuerza.

Me da igual que sepan que estoy aquí.

Mi respiración se agita.

Porque tarde o pronto, lo sabrán.

No dudo un segundo en empezar a subir las escaleras de incendios cuando llego a ellas, empuñando mi daga. Tardo poco en llegar a la ventana de la última planta e inspecciono a través de esta, pues la habitación está a oscuras. En el marco de la ventana y en los cristales rotos que penden de la misma, hay restos de sangre que me hacen fruncir el ceño y apretar los dientes. Me adentro en el interior y me aproximo a la puerta, por donde se filtra un haz de luz.

Sonrío.

Un Salvador despreocupado se fuma un cigarro mientras deambula en el pasillo.

Ya he matado a dos, así que, con Brady, me quedan un total de ocho.

Que empiece la cuenta atrás.

Agarro al Salvador número ocho, le hago tragar el cigarrillo, tapo su boca con mi mano izquierda cuando grita y se retuerce mientras paso mi brazo derecho por su cuello y le asfixio contra mí. Apuñalo dos veces su cuello, retorciendo la hoja de la daga en su interior, dejando que la sangre inunde su tráquea y le ahogue del todo.

Su cuerpo cae a plomo contra el suelo cuando arranco la daga de él salvajemente.

Camino hacia las escaleras.

Mi pulso se acelera.

Y las bajo sin dudar.

Un sudor frío desciende por mi nuca.

El Salvador número siete ni siquiera me ve venir, así que aprovecho para asestarle un total de cuatro puñaladas por la espalda. No es mi estilo atacar así, pero ellos empezaron primero el juego sucio arrebatándome a mi hija.

Lo malo, es que el Salvador número seis sí me ha visto.

—¡SCARFACE ESTÁ AQUÍ! —brama aterrado.

Y darles la alerta es lo último que hace, antes de que rebane su cuello de un solo movimiento.

El ajetreo no se hace esperar.

Pasos.

Hombres que corren de un lado a otro.

Hombres que huyen de un lado a otro.

Que gritan, que se avisan.

Sonrío.

—Por supuesto que estoy aquí —siseo con voz ronca.

Y a más escaleras bajo, más Salvadores aniquilo.

Más sangre me mancha, más cuerpos sin vida caen.

Más basura elimino del mundo, más les doy su merecido.

Más alimento al monstruo que soy.

A cada planta que bajo en un descenso a mi propio Infierno y locura, más y más humanidad dejo atrás en cada peldaño.

Y mi sonrisa más se ensancha.

Cinco.

Más escaleras.

Cuatro.

Más sangre.

Tres.

Una luz al final del pasillo.

—¡ESTÁ AQUÍ, BRADY!

Dos.

El cuerpo cae, la sangre me mancha.

Sonrío.

—Sí, Brady. Estoy aquí —gruño.

Silbo la melodía de Los Salvadores mientras camino paulatinamente por el ahora silencioso pasillo de la planta baja, haciendo rodar la daga en mi mano derecha, jugueteando con ella. La puerta de la habitación al final se cierra bruscamente, como si eso fuera a serme un impedimento.

Toco la puerta amablemente con mis nudillos.

Silencio.

Juraría que puedo oír como Brady tiembla acojonado detrás de la puerta por cómo le castañean los dientes.

—¡Lárgate o la mato, Áyax! ¡Te juro que lo hago! —grita.

Mi mandíbula se tensa.

—¿Papi?

La débil y llorosa voz de Gracie llega a mis oídos, haciendo que mis ojos se abran de par en par, llenándose de lágrimas. Todo mi cuerpo se queda rígido y la daga está a punto de caer de mis manos, que comienzan a temblar.

Mi ángel está ahí encerrado por culpa de ese hijo de puta.

¿Y el monstruo soy yo?

—¡Papi, está apoyado en la puerta y tiene una pistola, ten cuidado!

Sonrío.

Mi niña lista.

—¡Cállate, zorra! —ruje ese cabronazo, cometiendo el error de bajar la guardia.

La sangre en mis venas se convierte en lava en cuestión de un segundo.

Y pateo el pedazo de madera, haciéndole trastabillar y provocando que su pistola caiga lejos de él. Irrumpo en la habitación, pero rápidamente se hace con el arma de la mesa a su izquierda, con la que me encañona.

La rabia y la impotencia me consumen sin que pueda hacer nada por detenerlas.

—El cuchillo, tíralo —gruñe.

Pero yo solo puedo mirar a Gracie.

Tan herida.

Tan pequeña.

Hecha una bolita en una esquina de la habitación, con las manos atadas con un par de cuerdas que hieren la piel de sus muñecas. Su rostro está pálido y sucio, plagado de regueros de lágrimas secas.

Pero lo que hace que me hierva hasta el alma, es el corte sangriento de su ceja derecha, así como la herida abierta en ese mismo lado de la cabeza, que mancha su pelo enmarañado con sangre seca.

«Le dijo que la encontró desmayada y que os la traería a vosotros».

Cierro los ojos.

No estaba desmayada, le hizo perder el conocimiento.

Y no solo eso.

Tiene sangre en su camiseta, en el lado izquierdo del abdomen.

Mi cuerpo entero tiembla, petrificado.

—Qué le has hecho.

Mis palabras se escuchan en un gruñido susurrante que escapa de entre mis dientes y hace eco por la gran habitación.

—¡Tira el cuchillo o le meto un tiro, joder! —exclama, apuntándola.

Ella se encoge en su sitio, aterrada.

Y parece que a quién hayan apuñalado ahora, es a mí.

Me agacho lentamente para tirar la daga hacia el otro extremo de la habitación. Alzo las manos y camino a pasos lentos a la vez que Brady hasta ponerme frente a Gracie, dándole la espalda, para que Brady ahora ante la puerta me apunte a mí y no a ella.

Los ojos de ese perro no se apartan de los míos.

—¿Por qué lo has hecho? Es solo una cría, ella no tiene la culpa de nada de lo que tenga que ver conmigo. ¿Es por Justin? Yo no lo maté.

La mano con la que Brady empuña el arma tiembla.

—No es solo por ese imbécil, qué le jodan si está muerto. Él se lo buscó.

Frunzo el ceño, completamente sorprendido. Sus palabras impactan en mi con el asombro de no ser en absoluto esperadas.

Su mandíbula se tensa.

—Los Salvadores se vinieron abajo en cuanto entraste tú. Negan te hizo caso en todo y desde entonces las cosas se fueron a la mierda. Por tu culpa he perdido todo el poder que tenía. ¡Todos mis malditos privilegios! —exclama con dolor, dando un paso hacia mí, haciéndome retroceder y, por ende, cubrir más a Gracie de su campo de visión—. Los Salvadores todavía pueden salvarnos y sé que muchos empiezan a creerme, ¡seguimos siendo Negan!

Mis ojos se abren de par en par hasta casi salirse de mis cuencas.

Ahora lo entiendo.

—El ambiente revuelto... las pintadas en El Santuario... —murmuro con los ojos desorbitados—. Fuiste tú.

Brady ríe.

—¿Quién si no? —responde con cinismo—. Si te eliminamos del tablero y recuperamos a Negan... las cosas podrán volver a ser cómo eran antes.

Mi mandíbula se tensa con rabia.

—¿Cómo? ¿Con miedo? ¿Por orden de clases? ¿Qué unos se mueran de hambre mientras otros gozan de todo?

—¡Tal y cómo debe de ser! —ruje señalándome con el arma, haciendo que me quede estático en mi sitio—. Así han sido siempre las cosas y así deberían seguir siendo. Y no habría logrado hacerte venir a menos que tuvieras una razón de peso, y si no te mataba, al menos te haría perder algo de valor a ti también.

Su escalofriante sonrisa me llena el corazón de rabia.

Necesito borrársela de un puñetazo.

—Arrodíllate —ordena, señalando hacia el suelo con el cañón—. Se acabaron los juegos.

Mis manos levantadas tiemblan de ira.

—Brady... matarme no va a solucionar nada...

—¡Cállate y obedece, joder!

Doy un vistazo a la pistola que tiembla en sus manos.

Incluso dándome prisa, le dejaría un blanco perfecto de Gracie.

No puedo hacer nada.

Aprieto los dientes.

—Esa vida que quieres no va a volver por mucho que yo muera —insisto impaciente y con algo de temor, sintiendo el sudor perlar mi frente—. Las cosas han cambiado, hace tiempo ya que el reinado de terror de Negan terminó y todos están bien con ello. Ahora somos mejores.

—Vas a morir delante de tu hija, intenta gastar tus últimas palabras en despedirte de ella y no en convencerme a mí.

El sollozo de Gracie llega a mí tras mi espalda.

—¡No, papi! —grita.

Levanto una mano en su dirección, intentando tranquilizarla.

—Nada va a pasarme, Grace... estoy bien... saldremos de aquí y nos iremos a casa con papá, ¿vale? ¿Me has oído? —digo en voz alta, dándole un leve vistazo por encima del hombro, pues no me atrevo a darle la espalda a ese cabrón.

—Sí... sí... —llora ella, asintiendo.

Y cada uno de sus desconsolados sollozos me parten el alma.

Ese cabrón merece pagar todo el sufrimiento por el que le está haciendo pasar.

Asesino a Brady con la mirada, porque con Gracie aquí no podré arrancarle la vida tal y como más me apetezca.

—Si me matas, será peor. Será más imposible todavía que todo vuelva a ser como quieres —gruño, mirándole de forma amenazante—. Ni siquiera Negan quiere esa vida ya.

El lunático de Brady se carcajea frente a mí.

—No seas idiota, Scarface —dice altivo, creyéndose el dueño de todas las respuestas—. ¿Cómo demonios iba a creerme eso?

Abro los ojos todavía más.

Mi cuerpo se congela.

Y doy un paso atrás.

—Porque te lo confirmo yo.

La voz de Negan es como una patada directa a los huevos de Brady, que se gira hacia él con sorpresa cuando aparece por la puerta.

Con esa soberbia y mirada sibilina, actuando como el personaje que un día fue y que nunca pensé volver a ver, entra en el cuarto mirando a Brady con una máscara de fingida decepción. A los tres nos separan unos cuantos y prudenciales metros gracias a la amplitud de la habitación, y aun así siento que en cualquier momento puede suceder algo que ponga todo patas arriba.

—Es increíble en lo que te has convertido —murmura el antiguo dueño del bate, chasqueando la lengua y negando con la cabeza—. Eres un auténtico fracaso... ¿Ahora te dedicas a secuestrar niñas? ¿No te bastaba con perseguir a mis esposas?

El silencio que se genera tras su aparición no hace que pase inadvertido el «mis esposas» de su frase, demostrándole que se ha enterado de ello. La rectitud estira a ese gilipollas haciéndole agachar la cabeza como si fuera su padre quien le está regañando. La situación es bastante repulsiva y en los ojos de Negan puedo ver cómo le asquea interpretar aquello en lo que ya no cree. La mandíbula de Brady se tensa con rabia y me mira como si yo tuviera la culpa de todo.

Entonces gira la cabeza hacia Negan.

Y este me dedica un leve asentimiento de cabeza casi imperceptible.

Cuando pretendo arrebatarle el arma a Brady este se vuelve rápidamente a mí y me da un culatazo en la cara, reventándome la nariz.

—¡Papi!

El llanto aterrado de Gracie es una puñalada directa al corazón.

—¿Qué coño creíais? ¿Qué podíais distraerme? —brama alejándose unos pasos para encañonarnos a los dos, alternando entre uno y otro. Se carcajea y me mira con asco mientras me pongo en pie—. Se acabaron las gilipolleces.

Quita el seguro.

Tiemblo.

—Aquí acaba tu historia, Scarface.

La sangre en mis venas se detiene.

Gracie va a verlo.

—¡NO! —brama Negan, levantando las manos en su dirección.

Mi corazón se para.

Gracie va a verlo.

—¡NO! ¡POR FAVOR! —rujo dando un paso hacia él.

Gracie. Va. A verlo.

Cierro los ojos.

Veo a Carl.

Veo a Gracie.

Veo a mi familia

Se oye un disparo.

Los abro de golpe.

Y un agujero se abre en la frente de Brady.

La sangre cae de este y baja en un reguero por su entrecejo hasta su nariz, contrayendo su rostro en un último gesto impactado y sorprendido. Su cuerpo se desploma hacia un lado y yo jadeo al dejar de contener la respiración.

Giro la cabeza hacia Negan.

Está intacto.

Pero lo que hace que mis ojos se abran como platos y que mi vida se detenga, es darme cuenta de que no tiene ningún arma en las manos.

Me mira fijamente.

Yo le miro a él.

Y ambos nos volvemos con extrema lentitud hacia la esquina de la habitación.

En pie, una aterrada Gracie sostiene como puede la pistola de Brady que perdió al principio, con el cañón humeante entre sus temblorosas manos atadas.

Parpadeo con la mirada perdida en esa imagen tan atroz que me congela hasta el alma.

Y que me perseguirá toda mi vida, apagando al monstruo por completo en ese instante.

—Iba a... él quería matarte... yo no... —solloza en estado de shock, con las lágrimas empezando a caer por sus sucias mejillas.

Como si eso sirviera de interruptor para activarme, corro hacia ella, quitándole la pistola de las manos y lanzándola a un lado, abrazando a mi hija contra mi pecho con todas mis fuerzas.

—Lo siento... lo siento... —llora con la respiración agitada.

—No pasa nada, mi vida... ya está, ya está... —susurro contra su pelo, intentando tranquilizarla.

Esconde su cara en mi pecho, llorando desconsolada, erizando mi piel con su llanto. Acaricio su pelo, abrazándola con cuidado.

Negan observa la estampa de pie y muy quieto, con los ojos como platos, sin asumirla todavía. Y el silencio se hace.

Tomo el rostro de Gracie entre mis manos, intentando limpiar las lágrimas de sus mejillas con mis dedos, pero solo consigo mancharla más. Muerdo mis labios con impotencia y le miro fijamente.

Y entonces lo sé.

Lo sé, porque no lo veo.

No veo la pureza.

No veo la plenitud.

No veo la inocencia.

El brillo se ha apagado en sus ojos, igual que en los míos a su edad. 



Con ella entre mis brazos, espero a que Negan logre destapar la tapiada entrada del edificio con muebles apilados y maderas clausurando la puerta, para así poder salir de esta forma y no tener que volver hacia arriba. Principalmente porque me niego a que Gracie vea el reguero de cadáveres que hay en el camino.

Observo su rostro agotado apoyado en mi pecho. Lucha por mantenerse despierta, parpadeando en repetidas ocasiones con la mirada perdida.

Vacía.

No hay nada en ella que me traiga al recuerdo a la niña que era esta tarde, a la niña que siempre ha sido.

No hay nada.

Trago saliva y alzo la cabeza cuando las lágrimas se acumulan en mis ojos.

Negan termina por despejar la entrada y salimos del lugar con cautela.

Pero nuestros pies se detienen.

Retengo el aire en mis pulmones cuando veo a Carl en la distancia, bajándose del coche en el que ha venido. Giro la cabeza bruscamente hacia Negan y este la agacha ligeramente, apartando la mirada.

—Ya —musito en un gruñido.

No debería haberle dejado el walkie.

Al menos ha cumplido su palabra y ha venido solo. Carl se queda muy quieto cuando nos ve, casi parece que está presenciando una visión ante él en lugar de la realidad. Le veo agachar la cabeza y reprimir un sollozo al morder sus labios. Es entonces cuando nos mira y acelera el paso hacia nosotros.

—¡Papá! —exclama Gracie cuando este la toma entre sus brazos, rompiendo a llorar de nuevo contra su cuello, con las manos aferradas a su camisa.

Este nos mira en una mezcla de enfado, dolor y confusión. Sobre todo, al ver mi aspecto ensangrentado.

—Volvamos a casa —murmuro incapaz de mirarle—. Deja el coche aquí y mañana vendremos a por él.

Carl clava su mirada en la mía, tensando la mandíbula.

—Honestamente, no me apetece verte la cara ahora mismo.

Gracie levanta la cabeza ligeramente, alternando la mirada entre ambos con la boca abierta en una pequeña «o» de sorpresa, porque nunca ha visto que nos hablemos mal.

Que nos enfademos.

Que nos distanciemos.

Trago saliva y miro a Carl, dando un vistazo a Gracie en señal de que vaya con cuidado.

—Por favor —susurro.

Su ojo sano se enrojece por las lágrimas que acumula.

—Tú has venido a por ella prohibiéndomelo a mí —dice con la voz rota y llena de dolor. Carraspea cuando se rompe al final de la frase—. Yo necesito esto.

Y cuando lo dice da un paso atrás con Gracie en sus brazos, refiriéndose a la distancia entre los dos.

Muerdo mis labios con fuerza y agacho la cabeza para que no vea las lágrimas en mis ojos.

A mi cabeza viene aquella conversación tras la muerte de Ken. Y entonces lo comprendo.

Sus temores, sus miedos.

Estos momentos han sido horribles para mí, pero no he pensado en cómo debían ser también para él.

Asiento antes de verle marchar hacia el coche,otorgándole lo que necesita, aunque eso me mate a mí en el proceso. Neganpalmea mi espalda y ambos nos dirigimos a nuestro coche, dispuestos a volver ala tormenta que se nos avecina.



El camino ha sido silencioso, pero sin que mi cabeza pudiera dejar de pensar en todo lo sucedido. Sin dejar de revivirlo en un bucle infernal y tortuoso. Quiero y necesito ver a Gracie, necesito curar sus heridas y verla dormir relajada y en paz, sabiendo que ningún peligro le acecha. Quiero hablar con Carl de todo lo sucedido y disculparme por haberle apartado de esto.

Quiero demasiadas cosas.

Resoplo cuando la verja de la entrada de Alexandria se abre ante el coche de Carl, que se adentra sin dudar seguido por nosotros.

Joder, y la estampa que nos recibe, no la voy a olvidar nunca.

—¡Levanta las manos, ahora! —brama Rick, encañonando a Negan en la distancia tan solo un segundo después de que este salga del coche.

Y no solo él le apunta.

Armados con rifles, subfusiles y pistolas, caras conocidas y vecinos nos apuntan secundando al líder de Alexandria.

Nos apuntan.

«He liberado a Negan, no a Godzilla» pienso con cinismo ante la presencia de esta especie de ejército que nos encañona como a dos criminales.

—¡Me ha ayudado a salvar a mi hija! —gruño en defensa del hombre a mi lado, que alza las manos y se arrodilla, antes de que Rosita y Daryl lo levanten de un tirón y se lo lleven casi a rastras.

Arqueo una ceja y Rick, con la mandíbula demasiado apretada, me asesina con la mirada. Agacho la cabeza en señal de obediencia.

Todo atisbo de entereza se esfuma cuando la adrenalina escapa de mi cuerpo.

No estoy para esto, hoy no.

Mis ojos vuelan hacia Carl, que lleva a Gracie hacia la enfermería a toda prisa, seguido por Michonne. Camino hacia ellos, pero el agarre de Rick por mi brazo izquierdo me detiene. Ni siquiera le he oído acercarse.

—Matadme después, por favor —susurro sin mirarle.

No sé qué es lo que debe de ver en mí.

La desesperanza en mi rostro.

En mi voz.

Hablo como si mi vida se escapara en el proceso. Y lo hace, realmente lo hace. O así lo veo a medida que Carl y Gracie se alejan de mí.

Rick toma aire y exhala con pesadez, frotándose la cara con frustración. Sé que esto me va a costar caro. Sé que, si no se estuviera conteniendo, incluso me daría una bofetada.

Es más, puede que Daryl lo haga.

Hoy he cruzado demasiadas líneas, infringido demasiadas reglas. Demasiadas incluso para mí.

Sé que esto no es ni será fácilmente perdonable.

Pero también sé que cualquiera de los que me escrutan con miradas de reprimenda.

Rick.

Maggie.

Carol.

En mi lugar, también lo harían.

Los tres me escoltan hasta nuestra casa en un lento caminar, y casi parece que estén llevando a un preso altamente peligroso entre las calles de Alexandria bajo las miradas incrédulas de todos los vecinos. Cuando llegamos, les exijo que me dejen ir a ver a mi hija, pero me lo niegan. Me dicen que Siddiq se encarga y yo insisto, es mi hija, quiero verla, quiero ser yo el que la sane.

Aunque haya sido yo el que la ha corrompido.

El disparo a Brady vuelve a mi mente en tan solo un pestañeo y tengo que cerrar los ojos y apoyar las manos en la encimera de la cocina, agachando la cabeza cuando me mareo.

La presencia de Daryl no se hace de rogar, apareciendo por la entrada de la casa. Lo que verdaderamente me sorprende, es que Carl le acompaña.

Agacha la cabeza. Parece que a todos les cueste mirarme a los ojos, parecen no saber qué deben hacer conmigo.

Con paso lento me aproximo hacia la pequeña pizarra que me mira riendo con sorna.

Ese estúpido contador que nadie, salvo Rick y yo, comprendía.

Mil cuatrocientos noventa y tres días.

Una risita histérica escapa de entre mis labios, junto a dos lágrimas de mis ojos, rodando por mis mejillas.

Paso la mano por la superficie, borrando lo que hay escrito. Con el dedo manchado de sangre, dibujo un único número en la superficie.

Un cero.

Un cero ensangrentado.

Eso es lo que ahora se ve en esa pizarra.

Eso es lo que siempre se verá.



En las siguientes dos semanas, nadie preguntó.

El verano se hizo paso entre nosotros de una forma más presencial con su luz y calor, y mientras eso pasaba, nadie preguntó.

Nadie preguntó qué había sucedido con Los Salvadores implicados, y los que lo hicieron en El Santuario, Mike se encargó de acallarlos.

Nadie sintió pena, nadie les echó de menos.

Al fin y al cabo, murieron siendo los secuestradores de una niña.

Gracie estaba bien, mejoraba día a día. Sus heridas empezaban a sanar. Unos puntos de sutura curaban su ceja, otros el gran corte en lado derecho de su cabeza sepultado bajo una venda que le rodeaba el cráneo y parte de la frente, y unos pocos más en las tres heridas, por suerte no demasiado profundas, del abdomen.

Carl tuvo que sostenerme por un brazo cuando la vi en esa camilla, en un estado tan indefenso y apagado, en un vívido recuerdo de mi yo de cuatro años.

Pero por suerte sin la misma cicatriz para siempre en su alma.

No, por desgracia Gracie tendría otra.

Otra que solo Negan, ella y yo sabíamos.

Porque no me había atrevido a decírselo a Carl.

Tampoco sabía si ella quería que eso sucediera. Si debía ser yo, si debía ser ella. Al fin y al cabo, no le estaba diciendo que su hija se había escabullido para hacer travesuras o que había golpeado a un niño.

Le estaría diciendo que su hija ha matado a un hombre para salvarme a mí la vida.

Recuerdo sentarme en la silla a su lado y tener que hacer el mayor esfuerzo de mi vida para no romper en llanto. Carl se sentó junto a nosotros.

Pero ella no hablaba, no decía nada.

Tan solo suspiraba con cansancio, como si el agotamiento mental le venciera.

Habríamos querido pasar desde el principio junto a ella, pero Siddiq no nos dejó por orden expresa de la misma, lo que nos sobrecogió a Carl y a mí.

Gracie no quiso vernos la primera noche. No hasta que sus heridas grandes estuvieron bien tapadas.

Su sonrisa volvió a aparecer cuando Judith y Cherokee se presentaron como visita, junto al resto de la familia, y eso hizo que mi corazón volviera a latir de nuevo al verla ser la niña risueña y divertida que yo conocía. Pero cuando se marcharon su rostro se ensombreció otra vez.

No sonreía.

No hablaba.

La preocupación y la pesadumbre ocupaba mi rostro y el de Carl cada vez más y más, sin saber qué podíamos hacer para remediarlo.

Siddiq nos comentó que las heridas de su abdomen se debían a que Gracie, quien se lo explicó, forcejeó con Brady cuando se negó a entrar en el edificio y este la empujó contra la ventana, lo que ocasionó que se hiciera daño con los cristales al caer sobre ellos, pero que por suerte no fue más allá y no perforó ningún órgano vital.

Y entonces cerré los ojos y las piezas encajaron como un puzle perfecto y a medida.

Quise volver a por el cadáver de Brady para meterle un par de tiros más aun sabiendo que eso no serviría de nada.

En uno de esos días en los que ella seguía bajo vigilancia en la enfermería, tuve que hacerle yo las curas de sus heridas porque Siddiq se marchó al campamento para suplir mi puesto.

Recuerdo su mirada de terror, recuerdo cómo gritó y lloró porque no quería que lo viera. Tuve que reunir todas mis fuerzas junto a Carl para hacerle entender que nadie más podría curarla salvo yo, porque Siddiq no estaba.

Se dejó hacer a regañadientes.

Y yo pude ver sus heridas con total libertad.

Carl estuvo a punto de romper el vaso de cristal en su mano, con el que había tenido que beber cuando se le secó la garganta. Yo solo respiré profundamente, una y otra vez. No sé qué fuerzas sobrenaturales me ayudaron a no derrumbarme, pero les doy las gracias.

Le coloqué un vendaje nuevo en su cabeza y le dije que parecía toda una pirata dispuesta a surcar los mares en busca de tesoros, como esos que salían en su libro, lo que le hizo reír por primera vez en días, llenando mi corazón y el de Carl con sus risas. Le expliqué que los más probable era que la herida de su cabeza le dejaría una cicatriz que podría ocultar bajo su pelo sin problema, que las heridas de su abdomen dibujarían una cicatriz en forma de palmera, como el estallido que dibujan los fuegos artificiales en el cielo. Ella respondió con ilusión y genuina curiosidad que nunca los había visto, y Carl le prometió que algún día conseguiríamos que así fuera.

Esa noche, la vi mirarse sus propias cicatrices de una forma algo diferente.

Esa noche, las comisuras de sus labios se mantuvieron elevadas cuando se durmió abrazada a Relinchitos.

Cuando Gracie ya pudo volver a casa totalmente curada, Rick nos sorprendió a todos con una grata idea que fue bien recibida: pasar todos juntos un par de días en la casa de Oceanside igual que en aquella especie de luna de miel que tuvo con Michonne, aprovechando los soleados días que el verano nos otorgaba en un pequeño descanso.

Nadie se opuso, todos lo necesitábamos.

Bromeé con que así podría meter a Daryl en el agua y casi salgo herido en el proceso.

Ahora y desde la arena, contemplo la bonita estampa. Carl, Judith, Rok, Daryl y Michonne se lanzan agua y arena mientras corren de un lado para otro. Carl me mira y me invita a unirme con una mano, sonriéndome.

Las cosas habían mejorado entre nosotros desde lo sucedido aquella noche. Ni siquiera fue necesario hablarlo demasiado, fue extraño, pero bastó una mirada de dolor.

Entendí que fui un egoísta y me disculpé por ello. Carl quiso hacer lo mismo, por haberme alejado de Gracie cuando necesitaba estar cerca de ella tras rescatarla, pero me negué a que lo hiciera. Los dos lo entendimos, los dos supimos que, en esa situación, nada de lo que se hiciera podía ser cabal o tomado en serio.

No fuimos racionales, era imposible serlo.

A un par de metros, Henry, Hershel y Maggie juegan con la arena y les observan riendo. Haber sacado a Negan de su celda me había traído problemas, sobre todo con ella, pero entonces le dije algo que supe que no podría rebatir:

—¿Qué harías tú si la vida de Hershel dependiera de Negan?

Y el silencio fue su respuesta.

No le gustó aceptar esa realidad. Es más, probablemente le dolía, probablemente la odiaba. Pero era una realidad.

Todos en mi situación habrían actuado igual.

¿Qué habría hecho Rick por Carl?

¿Qué habría hecho Michonne por Judith?

¿Qué habría hecho Maggie por Hershel?

¿Qué habría hecho Carol por Henry?

¿Qué habría hecho Daryl por mí?

Y el silencio se hizo. Y nadie objetó nada.

No salí libre, por supuesto. Si yo ya estaba condenado desde antes por mi agresión a Justin, esto se amplió a dos meses, en una especie de libertad vigilada y casi arresto domiciliario. Tenía que permanecer en Alexandria o en el campamento siempre acompañado y sin salir a ninguna misión o expedición, con un toque de queda que me obligaba a estar en la tienda o en casa siempre antes del anochecer. Mis acompañantes y vecinos debían notificar cualquier cosa que pudieran ver o sospechar de mí, así como sus propios relevos que se sucedían cada cuatro horas, a excepción de Carl que era quien hacía la mayoría de los turnos. Además, debía ser sometido a una evaluación psicológica semanal para determinar mi estado. Querían prohibirme las asiduas visitas a Negan, pero alegué que, realmente, él nunca tuvo la culpa y solo fue un rehén. Y era cierto, Negan estaba tranquilo en su celda cuando yo irrumpí en el sótano.

No, todo esto no era un plato de buen gusto.

Todo esto me hacía ver la realidad: yo era un preso, y esta, mi condena.

Pero debía asumir las consecuencias de liberar a un preso a punta de cuchillo, aterrorizando a toda una comunidad en el proceso.

Las cosas no eran como antes, y que yo hiciera lo que me diera la gana demostraba a todo el mundo precisamente eso: que podías hacer lo que quisieras sin ser castigado.

Y eso no podía ser así. Por lo que no me importaba ser el ejemplo de ello, lo entendía.

Era lo justo.

Miro a mi izquierda. Ezekiel, Carol y Rick preparan la comida charlando distraídamente. Oceanside nos había regalado algo de pescado, porque me debían un favor, y eso es lo que Ezekiel prepara al fuego mientras se proclama el mejor chef, con Carol y Rick riendo a su lado mientras colocan la mesa. Mi sonrisa se esfuma cuando veo a Gracie sentada en las escaleras del porche ante ellos, con el sol del mediodía dando en su rostro, haciéndole entrecerrar sus preciosos ojos azules.

Sonríe divertida hacia los que hacen el idiota en el agua, bañándose o salpicando, pero no se une. Tan solo los mira en la distancia como si ella no pudiera formar parte de esa imagen. Sus manos se aferran al borde de su camiseta morada, jugando con nerviosismo, mientras hunde sus pies en la arena como única distracción.

Y entonces lo entiendo.

No quiere que nadie vea las cicatrices de su abdomen.

Mi mandíbula se tensa con rabia ante ese hecho, ante esa injusticia. Es una niña pequeña que debería de estar jugando con las olas o la arena en lugar de avergonzarse y acomplejarse de las cicatrices que ese hijo de puta le provocó.

Hijo de puta al que ella misma mató.

Para salvarme a mí.

Cierro los ojos y carraspeo cuando mi garganta se seca. Dudo ser capaz de asimilar ese hecho algún día.

Vuelvo a mirarla y sé perfectamente lo que necesita.

Me aproximo hacia ella con una sonrisa, bajando las escaleras hasta hundir mis pies descalzos en la arena también. Tiendo una mano en su dirección, con la intención de que vayamos al agua.

—No me apetece, estoy bien aquí —musita con una falsa sonrisa.

Arqueo una ceja y chasqueo la lengua.

—Vaya, está bien —murmuro apenado—. Entonces, ¿podrías sujetarme esto?

Ella me mira curiosa. Y entonces me quito la camiseta, quedándome solo con unos viejos pantalones cortos de deporte que usaba como bañador.

Dejando al descubierto todas y cada una de las cicatrices en mi torso y mi espalda.

Los cortes.

Los disparos.

Los rasguños.

Los latigazos de Alpha.

Los latigazos de Dwight.

Las marcas del cinturón de mi padre.

Sus ojos me observan desorbitados y contiene la respiración.

Porque nunca le había dejado que las viera.

Negan tenía razón, protegerla de toda esa verdad no iba a servir de nada. En cambio, al conocerlo podía convertirse en algo bueno.

En un aprendizaje.

—¿Sabes lo que me dijo tu papá una vez cuando éramos unos críos? —inquiero, señalando a Carl con la barbilla. Gracie le mira y después no despega su mirada de mí, entonces yo la poso en ella—. Que nunca me avergonzara de ni una sola de mis cicatrices.

Los ojos de Gracie se llenan de lágrimas y asiente, parpadeando.

Vuelvo a extender mi mano hacia ella, y sonrío.

—Entonces... ¿vienes?

Y por primera vez en dos semanas, una gran sonrisa se extiende en su rostro.

Asiente con firmeza.

Y acepta mi mano.

No dudo un segundo en cogerla y echármela al hombro.

—¡Bájame, papi! ¡Suéltame! —grita entre risas y pataleos.

Sonrío como nunca en mi vida lo había hecho.

No, que va, no pensaba soltarla nunca.








Extra

Salgo de la tienda con extremo cuidado, vigilando no despertar a Judith y a Carl en el proceso. La luna me da las buenas noches asomando entre las copas de los altos árboles que rodean el campamento, mientras deambulo con calma y sigilo por el lugar, estirando las piernas, intentando despejar mi mente. 

Pero sé que no voy a olvidar las palabras de ese cabrón tan fácilmente.

Todavía debe de estar cerca. Sería tan fácil, tan sencillo...

—Cállate, joder. No quiero escucharte ahora —murmuro, mirando a todos lados, asegurándome que nadie me ve hablar solo.

Escucho su carcajada haciendo eco por mi cabeza, retumbando en ella, como el escalofriante reír de una hiena. Resoplo y sacudo la cabeza.

Lo estás deseando, quieres disfrutarlo.

—No. No puedo. Ya no soy así. No quiero escucharte.

Será solo un momento. Ni siquiera tiene por qué sufrir.

—Déjame en paz.

No puede largarse así como así después de lo que ha dicho.

Mis pies se detienen en seco. Hacía tiempo que no tenía una conversación tan larga con el monstruo. Froto mi rostro con cansancio, debe de ser entrada la madrugada. Es el sueño, estoy cansado, es por eso.

No es por eso.

Ladeo la cabeza de un lado a otro cuando un mareo me atiza, haciéndome tambalearme.

Nadie insulta a tu familia.

Me aferro al árbol a mi lado.

Será sencillo, lo has hecho antes.

Mi respiración se acelera.

No has acabado el trabajo.

Paso ambas manos por mi pelo hasta dejarlas tras la nuca.

Hazlo, no te arrepentirás.

No puedo.

No dudes.

No quiero.

No te engañes.

Déjame.

Escúchame.

Basta.

Hazlo. Hazlo. Hazlo. Hazlo. Hazlo. Hazlo. Hazlo. Hazlo.

Abro los ojos ante es mantra desesperado que me hunde en la agonía por no querer escucharlo, pero siendo cada vez más imposible no hacerlo.

—Lo haré —gruño.

Me giro repentinamente hacia los pasos que se aproximan a mí.

Mi hermano me observa a tan solo un metro de distancia, con un cigarrillo colgando de sus labios mientras guarda la cajita en el bolsillo delantero de su camisa.

—¿Estás bien?

Asiento repetidas veces, parpadeando y tragando saliva. Sacudo la cabeza de forma involuntaria y carraspeo.

—Ya —musita para sí mismo.

—¿Me das uno? —inquiero, señalando su bolsillo con el mentón.

Su ceño se frunce, observándome curioso. La luz de la luna resalta sus facciones en mitad de la oscuridad en la que el bosque está sumido a pesar de las escasas antorchas y candiles.

—¿No lo habías dejado?

Resoplo. Lo que menos necesito ahora es la reprimenda de un hermano mayor.

—Solo te he pedido uno, no la caja.

Este asiente, con una mueca que tira de sus labios en una pequeña sonrisa. Me tiende un cigarro y la caja de cerillas. Prendo una y lo enciendo. Doy una calada profunda y exhalo el humo.

El monstruo y yo nos relajamos a la vez.

—Ha vuelto, ¿verdad?

—¿El qué?

—Aquella voz. La que te hizo enmudecer.

Giro la cabeza bruscamente. Sus ojos me someten a un escrutinio sin piedad, que me analiza por completo como si pudiera ver más allá de mí. Solo Daryl tiene esa habilidad.

—¿Acaso se ha ido alguna vez? —respondo sarcástico, enarcando una ceja.

El silencio se hace entre los dos. Tan solo se oye el lejano crepitar del fuego, las hojas de los árboles que se mecen con suavidad, el fluir del río cercano.

Trago saliva y agacho la cabeza, dejando el cigarrillo entre mis dedos.

—¿Vas a matar a Justin? —pregunta en voz baja.

Vuelvo a mirarle fijamente, apretando los dientes.

—Nadie habla mal de mi marido y mi hija.

Y entonces sucede algo que no espero. Daryl se lleva su cigarro a los labios, da una calada y asiente lentamente.

—Vamos, entonces —sentencia espirando el humo.

Le miro con ligera sorpresa.

—¿Dónde ha quedado el hermano que me miraba como si fuera un monstruo?

Una pequeña y ladeada sonrisa curva sus labios.

—Hace tiempo ya que comprendí que el monstruo a veces tiene la razón.

Mis cejas se arquean con asombro y sus palabras impactan directamente en el centro de mi pecho y mi cabeza. Hasta el monstruo se ha quedado callado ante esa réplica. Tenso la mandíbula y trago saliva.

—No quiero que me uses como un perro de pelea para tus fines.

Su ceño vuelve a fruncirse, ofendido.

—No lo has entendido, Áyax —dice, negando con la cabeza. El humo del cigarro que ondea ante su rostro le hace entrecerrar los ojos—. ¿Qué crees que hago despierto de madrugada?

Me reclino ligeramente hacia atrás con sorpresa cuando lo entiendo perfectamente.

—Tú ya ibas a ir.

Resopla, emulando el sonido de una risa seca.

—Y tú te has cruzado en mi camino.

Ambos nos miramos fijamente.

Y nuestros labios se curvan con lentitud en una ladeada sonrisa.

Tiro el cigarro, pisándolo, y Daryl imita mi gesto. A hurtadillas y evitando a los vigías entre la espesura del bosque, nos alejamos del campamento, siguiendo el rastro que Justin ha dejado al lado de la carretera.

—Ha salido tan solo hace una hora y este es el único camino en dirección a El Santuario desde aquí. No debe de andar muy lejos —murmuro caminando a paso rápido junto a él.

—No, además le han visto salir bebiendo de una botella, así que probablemente eso le haga ir más lento —añade.

A partir de ahí, los dos caminamos en silencio y en mitad de la noche como dos depredadores en busca de su presa herida, siguiendo el rastro de sus huellas pegadas al asfalto. No nos hace falta mucho más, porque es demasiado evidente. Va borracho y enfadado, así que eso hace que sus marcas sean pisadas profundas y arrastradas.

Es él, sin duda.

Tardamos poco más de media hora en alcanzarle a paso rápido.

Y con lo que nos topamos hace que el desconcierto nos sacuda, frenando nuestros pasos en seco.

Justin llora, arrodillado y con las manos tras su nuca, mientras que Cyndie le apunta en el centro del pecho con una especie de arpón para pescar y algunas de sus compañeras de Oceanside le rodean a modo de flanco.

Los ojos de todas se clavan en nosotros.

—Quietos —gruñe la líder de la comunidad—. No deis ni un paso más.

—Oh, joder, tíos. Menos mal que habéis aparecido, estas locas quieren matarme.

Daryl y yo nos quedamos quietos, impertérritos ante la escena que se desarrolla ante nosotros.

—¡Mataste a muchos de los nuestros! —grita la muchacha, con las lágrimas agolpadas al borde de sus ojos. Entonces nos mira—. ¿Y sabéis que nos dijo este cabrón? ¡Vamos, repítelo!

Justin muerde sus labios y agacha la cabeza. Por lo que Cyndie le golpea en la sien con el otro extremo del arpón, abriéndole una brecha.

—¡Repítelo! —brama, con las lágrimas rodando por sus mejillas.

El tipo coge aire, temblando. Y después de tragar saliva, le mira.

—No hay excepciones, zorra —murmura titubeando.

Tenso la mandíbula y aprieto los puños. A mi lado, puedo oír los dientes de Daryl rechinar.

—Sí... —susurra ella, asintiendo—. Eso es... no hay excepciones. Eso dijiste... así que, ¿por qué habría que hacerlas contigo?

Justin alterna su vista en ellas y en nosotros.

—Venga, tíos, ¿no vais a hacer nada?

Cyndie y las suyas nos observan con algo de inquietud, dispuestas a atacar si nos entrometemos.

—Si nos dejáis en paz... os deberemos un favor —ofrece una de sus compañeras.

Daryl y yo nos miramos entre nosotros unos segundos. Me encojo de hombros.

—Algo de pescado extra la próxima vez nos vendría bien —contesto despreocupado.

Cyndie da un vistazo a sus chicas, quienes asienten rápidamente.

—Sí —responde con una sonrisa victoriosa—. Eso podríamos hacerlo, no supondría ningún problema.

Mi sonrisa y la de mi hermano se ensanchan.

—Entonces creo que tenemos un trato —murmura este en respuesta.

Los ojos de Justin vuelan entre ellas y nosotros. Una y otra vez, completamente aterrado. Desde la poca distancia que nos separa, puedo ver temblar su cuerpo arrodillado.

—¡Venga, tío! ¿Eso es lo que valgo? ¿Eso es lo que vale mi vida?

Río.

—Tu vida vale menos que eso —gruño—. No te quejes, he sido demasiado generoso.

Sus pupilas se clavan en mi tras mis palabras, incrédulo y atemorizado. Sus ojos se abren de par en par cuando comprende que nuestra presencia aquí, no era para salvarle.

Cuando comprende, que en ningún momento hemos tenido intención de hacerlo.

Una ladeada, triunfal y maquiavélica sonrisa tira de mis labios.

—Que tengáis buena noche, chicas —sentencio sin dejar de mirarle.

—Sí, descansad —secunda Daryl.

Ellas sonríen encantadas y aliviadas.

Y Daryl y yo nos damos media vuelta.

—¡NO! ¡ESPERAD! ¡POR FAVOR!

Mi hermano me tiende un nuevo cigarrillo tras colocarse uno en los labios.

—¡POR FAVOR! ¡LO SIENTO, LO SIENTO!

Saca otra cerilla, raspa la cabeza de la misma contra el lateral de la caja y prende su cigarro y el mío.

—¡NO...!

El disparo del arpón se escucha a nuestras espaldas mientras caminamos paulatinamente por la carretera, volviendo tras nuestros pasos. El último grito de Justin hace eco por el bosque.

Exhalo el humo y mis hombros se relajan. Dejo el cigarrillo entre mis dedos.

—Se ha quedado una gran noche —señalo asintiendo, contemplando el cielo despejado y plagado de estrellas.

Daryl asiente también, con una sonrisa similar a la mía, dando una calada a su cigarrillo.

—La mejor, desde luego.

—Las noches de verano siempre tienen algo especial —sentencio satisfecho.

Sobre todo, aquellas en las que el mundo está más ligero y limpio de escoria.

Sonrío.

El monstruo se carcajea más vivo que nunca.

Técnicamente, no mentía... no le he matado yo.



Extra 2

Abro la puerta de la consulta tras llamar cuando Betty me indica que puedo pasar, minutos después de que Áyax se haya reunido con nosotros tras su visita. Me recibe con una amable sonrisa a modo de saludo, a pesar de que sus cejas arqueadas son un gesto de sorpresa. Al fin y al cabo, dudo que me esperara.

—¿Qué te trae por aquí, Carl?

Le devuelvo la sonrisa y cierro la puerta tras mi espalda.

—Bueno, tan solo quería pasarme a saludar y... a agradecerte lo que haces por Áyax —respondo—. La terapia le hace bien y no me gustaba la idea de que dejara de venir repentinamente.

Sentada en su butaca, Betty asiente secundando mis palabras.

—Si, a mí también me alegra que hayamos retomado las sesiones, estábamos haciendo un gran trabajo aquí.

Asiento y me quedo de pie, observando la pequeña y modesta caravana de la mujer. Un extraño y algo incómodo silencio se hace en el lugar.

—Puedes contarme cualquier cosa si lo deseas, Carl. —Señala el sofá frente a ella para que tome asiento—. Si necesitas mi ayuda...

—Oh, no, no. Te lo agradezco —le interrumpo, aceptando su oferta y tomando asiento. Su mirada me analiza y sonrío con su misma amabilidad—. No he venido aquí por mí.

Betty asiente ante mis palabras con lentitud, como si ya sospechara que algo no encajaba en mi visita. Me mira, cerrando la libreta sobre su regazo, en un gesto inconsciente que me hace pensar que ahí hay anotadas cosas que no debo ver.

—Sabes que no puedo informarte sobre nada relacionado con la terapia de Áyax, ¿verdad? —inquiere, entrecerrando los ojos.

Sonrío y alzo las manos en señal de disculpa.

—Por supuesto, imagino que es secreto profesional —digo. Dejo las manos en mi regazo y me encojo de hombros—. Tan solo quería saber si todo iba bien, si... puedo hacer algo por mi parte para servir de ayuda.

Betty me escruta con la mirada y cruza una pierna sobre la otra. Mi amable sonrisa se mantiene en todo momento, como un muro infranqueable ante sus analíticos ojos.

—¿En qué momento exactamente quieres servirle de ayuda?

Tenso la mandíbula e inspiro profundamente.

Por lo que Áyax me ha contado, sé que Betty es buena en lo suyo. Pero hasta ahora, hasta esta especie de duelo por ver quién de los dos calla más que el otro, no lo había comprobado lo suficiente.

—Hay momentos concretos... —digo, dispuesto a confesar al fin el motivo de mi visita—. Como... cuando pelea contra algo o contra alguien, por ejemplo. Es como si se alejara del mundo real. Como si fuera preso de algo más grande que él mismo, como si...

—Como si alguien le dijera que lo haga —completa ella.

Levanto la cabeza bruscamente y clavo mi única pupila en ella.

—Sí.

Betty suspira con pesar y aferra sus manos al borde de la libreta, meditando qué debe decir y qué no.

—Llevamos juntos desde que éramos críos —empiezo a decir—. Y siempre he estado para él, apoyándole, defendiéndole si lo necesitaba. He entendido la mayoría de actos que ha hecho, porque tarde o temprano sabía que tendría razón... pero aquella vez que se perdió en sí mismo de esa manera... hasta el punto de hacerse daño, de ni siquiera poder hablar... —Trago saliva cuando esos dolorosos recuerdos vienen de nuevo a mí—. No quiero que eso vuelva a pasar. Tan solo quiero poder ayudarle, poder ser quien le tienda una mano para sacarle de ese pozo oscuro cuando algo, lo que sea, le empuja a él.

La mujer ante mi relame sus labios y los muerde. Parece que en su interior debate consigo misma, por lo que termina asintiendo para sí. Exhala con lentitud, como si ese gesto le supusiera un alivio.

—Vale, se supone que no debería decirte lo que te voy a decir —murmura, como si estuviera rompiendo un código ético y moral importante para ella—. Pero entiendo lo que dices, así que... supongo que puede ser beneficioso para todos que más personas sepan cómo ayudarle en un momento así.

Coge aire y da un vistazo tras su ventana, ordenando sus ideas mientras que yo me adelanto hacia el borde del sofá, inclinándome hacia ella, dispuesto a prestar atención.

—Áyax es... uno de esos casos especiales —empieza a decir—. De esos casos que, de ser un mundo normal, deberían seguir una terapia regulada en un centro y, probablemente, con fármacos de por medio.

A pesar de que ya lo imaginaba, esa afirmación verbal de un pensamiento que muchos tenemos sobre él me provoca un escalofrío.

—Aunque bueno, hoy en día creo que todos estaríamos así —añade, haciendo que ambos sonriamos a la vez—. Pero el problema de Áyax viene de antes de que el mundo terminara.

Noto mi garganta secarse, obligándome a carraspear cuando sé a lo que se refiere. El silencio se hace unos segundos.

—Cuando nuestro cerebro no aprende a gestionar aquello que está sucediendo en nosotros y a nuestro alrededor, desconecta. Es un instinto de supervivencia para no obligarnos a sentir más dolor —añade—. En un principio actúa preparándose para ese... ataque, por llamarlo así. Envía sangre a los músculos de brazos y piernas, por si el individuo debe luchar o huir. Escapar, al fin y al cabo. Y como no podemos permanecer siempre en ese estado, entonces pasa al otro extremo, a desconectar.

Asiento atentamente, sin perderme un solo detalle de su explicación.

—El problema viene cuando nuestro cerebro se expone demasiadas veces a esa desconexión... y entonces opta por usarla como mecanismo principal. Esto provoca lagunas, pérdidas de memoria, que la persona no se reconozca a sí misma en las cosas que hizo o que le sucedieron... como si fuera otra persona.

—O como si fuera un monstruo —añado en voz baja, impactado.

Me alejo con lentitud hasta descansar mi espalda en el sofá. Betty asiente, tragando saliva y agachando la mirada.

—Una parte de él rechaza todo lo que hizo o hace, por eso lo ve como tal. Otra, la que actúa de esa manera, lo ve necesario para sobrevivir. Es como personificar esos dos mecanismos de defensa en una sola persona, pero nunca podrá luchar contra eso.

—Porque es luchar contra sí mismo.

—Exacto —sentencia. Rasco mi frente y suspiro, apoyando mis codos en mis rodillas—. Hablamos de alguien que con cuatro años sufrió abusos y maltrato de la que se supone que era su figura protectora. Que fue abandonado en un orfanato sin explicación. Que su estancia allí no fue agradable hasta tal punto en el que siempre escapaba. Que después creció en un mundo donde se mata y se huye para sobrevivir. Y puede que haya más cosas que ni siquiera él mismo recuerde.

Parpadeo cuando mi ojo sano se llena de lágrimas al imaginarme a ese Áyax pequeño e indefenso, sufriendo toda su vida sin que nadie hiciera nada para remediarlo. Me aclaro la garganta, dispuesto a seguir escuchándola.

—Áyax lleva toda su vida siendo su propia protección y escapando de una forma u otra. Si no puede físicamente, lo hará mentalmente. Aunque ese resultado no le guste ni siquiera a él, pero es lo que ha aprendido, es su única forma de sobrevivir y va a costar que esa manera de actuar cambie si es que logra hacerlo. Sobre todo, en un mundo que no se lo pone nada fácil.

Agacho la cabeza, algo sobrepasado por toda esa cantidad de información que, en cierta parte, me hace comprender mucho mejor las cosas que hemos vivido.

Y las formas en las que ha actuado.

—Entonces qué puedo hacer —musito—. Qué he de hacer la próxima vez que actúe así.

Betty suspira y me mira fijamente.

—Intenta alejar su atención de allí donde esté focalizada —responde—. Que mire hacia otro lugar, otra persona. Que se concentre en ello. Que haga varias respiraciones. Necesita volver a un estado de calma y seguridad para que su cuerpo y su mente gestionen lo que está pasando, que alguien le ayude a hacerlo. Hasta que poco a poco sea cada vez más difícil tener un detonante, y pueda regularlo él mismo. Le ayudará a no... dividirse en dos. A no ver al monstruo, como él dice.

Esa frase hace que me quede muy quieto en mi sitio, analizándola en mi cabeza con cierto temor y asombro.

—¿Puede verlo? —susurro con voz queda.

La mujer ante mi asiente con lentitud.

—Y oírlo —añade—. Ya te he dicho que Áyax es... uno de esos casos especiales. La forma de funcionar de su cerebro es muy distinta a la de alguien mentalmente sano y sin ningún tipo de trastorno.

Trago saliva con dificultad y le miro fijamente.

—¿Entonces puede... ver y oír cosas que el resto no?

Betty vuelve a asentir de la misma forma.

—Cuando le ofrecí terapia, fue porque le vi gritando a una esquina de la enfermería en la que no había nada, y dónde él aseguraba ver a Denisse.

Agacho la cabeza al recordar aquella época en la que siempre parecía mirar con terror hacia la nada. Un suspiro escapa de entre mis labios temblorosos.

—Disculpa si te he asustado.

Niego con firmeza.

—No me asusta —respondo mirándole de nuevo a los ojos—. Nunca lo ha hecho y nunca podría hacerlo. Solo me preocupa que eso le haga sufrir, eso es lo que verdaderamente podría asustarme. No poder remediar ese dolor que solo él puede ver.

La mujer frente a mí me contempla con ligera sorpresa, puede que empezando a comprender por qué quiero ayudarle tanto cuanto sea posible.

—Sé que quizá sería mucho más sencillo tener un diagnóstico claro, pero es algo difícil y esa tampoco es mi forma de trabajar —dice con seguridad—. No me serviría de nada ponerle a Áyax la etiqueta de una enfermedad mental, porque no todo el mundo encaja siempre en esas descripciones. Prefiero y me gusta mucho más la idea de poder tratarle a él como el paciente que es, sean cuales sean sus problemas, y tratarlos como merece. Siempre que esté en mi mano hacerlo.

—Estoy de acuerdo contigo —afirmo, asintiendo con la misma firmeza con la que ella ha sentenciado esas palabras—. Tampoco me solucionaría nada saber un nombre, yo solo quiero saber cómo ayudarle.

Porque a mi parecer, tiene toda la razón. Ahora mismo, en este mundo, muy probablemente todos llevaríamos más de una etiqueta. Y eso no nos hace ni mejores ni peores.

—Y ya qué me he saltado bastante la confidencialidad... —murmura para sí misma. Toma aire de nuevo y abre su libreta, rebuscando entre las hojas—. Hace años, cuando empezamos las sesiones en su regreso del cautiverio de El Santuario y todavía le costaba hablar en algunos momentos o explicarse del todo, le pedí que dibujara aquello que veía si le ayudaba a expresarse mejor en referencia a lo que él conoce como «monstruo». Y entonces hizo esto.

Extiende una hoja sobre la mesa entre ambos. Me aproximo para verla y cuando me quedo sin aliento, la cojo. El papel se mueve débilmente entre mis manos temblorosas. Me sorprende ligeramente que Áyax dibuje bien, pero más lo hace lo que hay plasmado en él.

Una especie de perro rabioso, de sonrisa malévola y afilada, con ojos rasgados y de un blanco aterrador. Los trazos del lápiz lo definen con fuerza y en posición agresiva. Parece dispuesto a atacar, a salir del papel y arrancarle el cuello a cualquiera.

Me duele reconocerle a él en ese dibujo. En cada acto que ha cometido.

Trago saliva y dejo el papel sobre la mesa en cuestión de segundos como si me quemara los dedos sostenerlo por demasiado tiempo.

Miro a Betty con dolor y ella aparta la mirada, agachando ligeramente la cabeza.

—Nos duela o no, es la parte que le ha mantenido con vida.

Trago saliva y niego con la cabeza.

—Pero a él le hiere verse así.

—Porque sabe que en el mundo civilizado que estamos construyendo, esto —dice, señalando el dibujo con el mentón— no tiene cabida.

—En el mundo de antes puede que no, pero en este sí. Y no... ese monstruo como tal, si no él como persona. Es cuestión de equilibrio.

Betty asiente ante mi teoría.

—El problema, es que él no lo cree. Rechaza esa parte porque no nació con ella, Carl. Él no era así —susurra con algo de tristeza en su voz, tomando el dibujo y acercándolo hacia mí, deslizándolo sobre la mesa—. A él le hicieron así.

Aprieto los dientes y me reclino en el asiento, apoyando nuevamente mi espalda en el sofá como si pretendiera alejarme físicamente del dibujo.

—Aceptar esto, significa aceptar también todo lo que le hicieron y todo lo que él ha hecho. Marcar una diferencia y una distancia entre él y un monstruo imaginario, le ayuda a sentirse mejor persona. Antes era un aliado, pero ahora que existe Gracie en vuestras vidas, ha pasado a ser un enemigo, y eso le tortura.

De nuevo, tengo que toser para aclararme la garganta cuando la siento apretarse en un nudo que me ahoga.

Es demasiado doloroso tener que asumir todo esto, y si lo es para mí, ni siquiera puedo imaginar lo que debe suponer para él. A veces me gustaría saber cómo habría crecido Áyax en un hogar como el mío, si habría sido un niño feliz, de los que corren tras una pelota, aprenden a montar en bici o ven películas con sus familias.

No uno que corre lejos de su padre, aprende a defenderse y ve películas en la sala de un orfanato, completamente solo.

A veces me pregunto si su mente sería más sencilla si no hubiera vivido todo eso.

Hace ya un tiempo Daryl me explicó que, en sus primeros cuatro años de vida, Áyax era un niño muy asustadizo, pero también un niño tierno que se la pasaba siempre en sus brazos, que dormía junto a él, que siempre quería estar jugando a algo, aunque fuera con piedras y palos que encontraba por el bosque. Un niño inocente al que era difícil hacerle enfadar a menos que otros niños del vecindario se rieran de él por su ropa vieja y rota. Entonces, según Daryl, podía lanzarte una piedra a la cabeza. Un niño que siempre quiso tener un perro o un gato, pero que nunca le dejaban a pesar de llevarse a casa todo animal vagabundo que se encontraba. Un niño que lloró cuando su padre mató al pajarito herido que había traído en una caja de zapatos para cuidar de él. Un niño que vio como los bomberos se llevaban el cadáver calcinado de su madre. Un niño de ojos tristes que temblaba de miedo cada vez que oía el sonido concreto que hacían las llaves de su padre cuando llegaba a casa, escondiéndose debajo de la cama.

Mi corazón se encoge y tengo que tapar mi rostro con una mano.

Intento llenar mi pecho y mi mente de la felicidad que veo en él hoy en día. De cómo le enseñaba el muñeco de Woody a Gracie y le hablaba de él cuando jugaba con ella, inventándose historias sobre indios y vaqueros. De cómo admira con ilusión los dibujos que Cherokee le hace y los cuelga en el salón. De cómo se esmera en enseñar a Judith con paciencia, amabilidad y ternura con sus libros de medicina. De cómo juega con Hershel a la pelota y le habla de lo bueno y divertido que era Glenn. De cómo ayuda a Henry en sus entrenamientos y le enseña todo lo que sabe.

A su manera, Áyax intenta hacer con los niños de nuestra familia lo que nadie pudo hacer con él.

No, eso no era ser un monstruo. Eso era ser la mejor persona que jamás haya conocido, y tan solo necesita nuestra ayuda.

Limpio rápidamente la lágrima que desciende por mi mejilla y carraspeo, bajo la compasiva mirada de Betty.

—Ahora ya lo sabes —murmura.

Asiento repetidas veces, agradecido por su ayuda y atención. Betty me tiende la mano y la estrecho con gusto antes de ponerme en pie y dirigirme hacia la puerta.

Entonces me detengo unos segundos, dispuesto a hacerle la consulta oculta que realmente no sé si me atrevía a preguntar.

Me giro hacia ella, quien me observa con algo de extrañeza.

—Antes de que... prácticamente muriéramos en las cloacas de Alexandria —empiezo a decir—. Antes de eso, Áyax se puso a delirar.

El ceño de Betty se frunce, curiosa y atenta para saber a dónde pretendo llegar.

—Y antes de morir mencionó algo.

—¿El qué?

Un silencio expectante inunda la caravana. Cojo aire y trago saliva.

—Habló de una gente en una fábrica. Y dijo un nombre —murmuro—. Víctor.

Ante esto, observo con detalle las expresiones del rostro de la mujer para ver si ese nombre remueve algo en ella. Algún gesto que pretenda ocultar o si vuelve a sujetar su libreta con recelo, pero no hay nada más allá de la confusión.

Y que ella no sepa nada, tampoco me deja más tranquilo.

Niego con la cabeza.

—No importa, quizá estuviera delirando por la fiebre. No debería tenerlo en cuenta, no ha vuelto a decir nada al respecto —añado en un suspiro—. Gracias de todos modos.

Betty asiente aun algo confusa y yo retomo mi camino.

—No le digas nada de lo que te acabo de decir, ¿de acuerdo?

Ella asiente no muy convencida. Antes de cerrar la puerta tras mi espalda, doy un último vistazo al dibujo.

Y el monstruo parece acecharme en la distancia. 

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