Capítulo 34. El poder del perro.
«Libra mi alma de la espada,
del poder del perro mi vida».
—Salmos 22:20-21
El alba empieza a despuntar con su luz entrando por los altos ventanales del establo de Alexandria, indicando el inicio de esa recién empezada mañana. Cierro los ojos e inspiro lentamente, inundando mis pulmones del aroma que desprende la madera nueva que construye el lugar, así como también lo hace el olor de la paja fresca y recién cambiada, esparcida por el suelo. Esta cruje bajo la suela de mis botas cuando me aproximo al estante de madera que se encuentra a la izquierda, en la entrada del establo, junto a las sillas de montar y sus respectivas mantas y riendas.
Con el cepillo en la mano derecha, me detengo a observar el paisaje que las puertas del establo, abiertas de par en par, dejan entrever. En la lejanía, las calles de Alexandria empiezan a despertar, cambiando su sepulcral silencio por el paso de algunos vecinos o la luz rompiendo la oscuridad del interior de las viviendas. El cielo pierde su color púrpura lentamente, siendo este devorado por suaves tonos azules y amarillos a medida que el sol empieza a salir de su escondite y la luna se marcha ya a dormir, porque es muy tarde para ella.
Y demasiado temprano para mí.
Es pronto para que esté despierto, pero, sin embargo, lo estoy.
No podía dormir.
No ahora.
No hoy.
Por eso me encuentro cepillando el brillante pelaje negro de mi yegua, en un intento por despejar y relajar mi mente. Porque generalmente suele funcionar, es algo que me relaja a mí y a ella también. Un hábito que había adquirido como costumbre desde que el animal apareció en mi vida.
Pero hoy no parecía estar causando ese efecto en mí, y tampoco en ella.
La última batalla de esta incansable guerra se cernía sobre mis hombros lentamente, como una presencia a mi espalda que me esforzaba en ignorar. Pero por mucho que intentara apartar ese hecho de mis pensamientos, ahí estaba, como un eterno recordatorio de algo pendiente.
Y también inminente.
Es escuchar en el fondo de mi cabeza el continuo repicar de unos tambores antes de una batalla y el paso firme e igual de miles de soldados avanzando contra mí. Acercándose lentamente. Es paladear el sabor de una sangre inexistente. Es oler el óxido y la pólvora en mis fosas nasales.
Cierro los ojos una vez más e inhalo y exhalo, serenándome de nuevo.
La última batalla.
El inicio del fin.
—Sombra, quieta —murmuro cuando la muy rebelde se revuelve en sus riendas, intentando deshacerse del agarre hasta que resopla resignada. Ezekiel decía que los animales suelen detectar el nerviosismo de sus dueños, y ahora empiezo a creerle.
Ella sacude la cabeza en señal de desaprobación.
Sonrío y vuelvo a pasar el cepillo por su lomo con fuerza, pero con sumo cuidado. Todavía era demasiado indomable por su edad. Según Maggie, Sombra era una hembra muy joven, así que aún es algo difícil domarla a diferencia del resto de caballos del establo, que descansan en sus cuadras a mi derecha. Pues estos eran en su mayoría caballos y yeguas que habían escapado de granjas o que Hilltop y El Reino habían intercambiado con Alexandria, por ende, ya estaban más acostumbrados al trato humano. Pero Sombra había nacido en libertad, así que su espíritu salvaje la convertía en algo más rebelde que los demás. No permitía que nadie se le acercara.
Excepto yo.
Todavía no entiendo muy bien el por qué, no sé qué es lo que verá en mí para concederme ese honor, pero me sentía ligeramente halagado.
Cuando Daryl, Jesús y yo la encontramos en un claro, nos llevó horas conseguir que dejara de escabullirse. Hasta que, con calma y cautela, le di algo de comida y agua fresca que aceptó no muy confiada al principio.
Y desde entonces, solo yo puedo subirme en ella.
No han sido pocas las veces que, sin nadie saber muy bien cómo, consigue escaparse de su cuadra o soltarse de sus riendas, y se escabulle hasta que da conmigo. Pues en algunas ocasiones, estando Carl y yo en Hilltop, Rick nos ha notificado a través de nuestros walkies que «ese dichoso caballo se ha vuelto a escapar». Textualmente.
Y cuando nos queríamos dar cuenta, allí estaba ella, merodeando por los alrededores de Hilltop, comiéndose algunas de las plantas y frutas de sus huertos exteriores.
Así me robó el corazón.
Y no solo a mí. Maggie suele decir que vernos a los dos le recuerda a sus tiempos en la granja con su padre, cuando cabalgaba por su finca con «Nelly La Nerviosa», su yegua favorita. Esa que dice que un día Daryl cogió sin su permiso, comprobando así el porqué del apodo del caballo.
Otra sonrisa tira de mis labios cuando el animal frente a mi vuelve a resoplar, como si se quejase de que he dejado de cepillarle a su gusto tras perderme en mis pensamientos.
—Ya voy, ya voy —contesto, agachándome ligeramente para cepillar sus patas.
Así que, por su pelaje negro como una noche sin luna y su incapacidad para separarse de mí y seguirme a todas partes, la llamé Sombra.
Sí, es muy ingenioso, lo sé.
Pero sé que a ella también le encanta su nombre.
Y es que, en este casi año y medio de guerra con Los Salvadores, habían sucedido demasiadas cosas que debéis saber.
Suspiro, pero no con pesar. Una ladeada sonrisa tira de mis labios mientras sigo cepillando a Sombra.
Casi un año y medio de guerra.
Probablemente, pues medir el tiempo en este mundo se había vuelto tarea difícil. Antes se encargaba Eugene de ello, pero ahora, tras su alianza con los Salvadores, el control del tiempo no era nuestra prioridad.
En todos estos meses, nuestras batallas contra Los Salvadores no habían sido más que pequeñas escaramuzas y encontronazos entre ambos bandos. Simplemente eso, batallas. Derrocábamos un puesto de avanzada, pero perdíamos a gente. Hundían parte de nuestros pueblos, pero destruíamos la mitad de su arsenal y algunos de los suyos se unían a nosotros. Asediábamos sus conexiones con el exterior para cortar el flujo de suministros, pero saqueaban nuestros almacenes. Ataques por ambas partes que nos otorgaban pequeñas esperanzas y grandes fracasos, pero nunca una victoria. Eso se fue extendiendo lo largo de los meses, puesto que siempre uno de los dos bandos ordenaba la retirada de los suyos. Entonces nos replegábamos y volvíamos a empezar. Buscar suministros, armas, más arsenal, más medicinas, un nuevo plan de ataque... Y así otra vez más.
Eso me colocaba, a mis casi veintiún años, frente a lo que hoy sería el inicio de la última batalla.
La batalla de verdad.
La definitiva.
Porque el juego del ratón y el gato ya nos había hartado.
A todos.
Y si en algo coincidíamos Rick y yo, era en que debíamos ir a por la pieza del tablero que haría que la partida se terminara.
Negan.
Jaque mate al Rey.
Y todo acabará.
Porque en todo ese tiempo, el cobarde de Negan no se había dejado volver a ver. Escondido como una rata tras su trono de oro y sangre, sabedor de que, si le encontrábamos, sería su fin.
Porque si había algo de esperanza en lo más hondo de mi mente, alma y corazón, que pudiera salvar a Negan, eso se había consumido a lo largo de los meses en esta incansable guerra en la que habíamos perdido a demasiados y que parecía no tener fin.
Pero lo iba a tener, yo mismo se lo iba a dar.
Así se lo prometí a Rick.
Y así lo iba a hacer.
¿Negan no debía morir?
Y una mierda, y tanto que debía.
Y yo mismo le arrancaré el corazón con mis propios dientes y manos. Escarbaré en sus putas entrañas hasta que pedazos de sus intestinos se cuelen bajo mis uñas, me haré con ese trozo de carne negro y podrido que debe de tener, y se lo entregaré a Rick en una bandeja de plata pulcra e impoluta, arrodillándome ante él si es necesario.
—¿Hermanito?
Doy un respingo y el cepillo, al que me había ido aferrando cada vez con más rabia y fuerza, cae de mis manos chocando contra el suelo, haciendo que Sombra resople y dé una coz en el mismo a causa del susto que me ha sacado de mis pensamientos.
—¡Mierda! —exclamo llevándome una mano al pecho. Me giro hacia la entrada y jadeo en busca de aire, apoyando una mano en el lomo del animal—. Joder, coño... Judith, qué susto me has dado.
La pequeña me observa desde la entrada, a unos metros de mí, con sus grandes y expresivos ojos castaños abiertos de par en par.
Una Judith de unos... ¿seis? ¿siete años, tal vez? Me mira de arriba abajo, sosteniendo un peine entre sus manos que retuerce y gira con ligero nerviosismo. Su pelo largo, que estaba empezando a perder el rubio que una vez tuvo y que comenzaba a oscurecerse, es una completa maraña de enredos, indicándome así que, a pesar de estar completamente vestida, apenas hace unos minutos que se ha levantado de la cama. Una pícara sonrisa se extiende en su rostro, marcando los hoyuelos inocentes de sus mejillas, haciendo que mi atención se pose en eso. Frunzo el ceño.
—Has dicho tres malas palabras en dos segundos —resalta arqueando sus cejas.
Trago saliva.
Mierda otra vez.
Rick y su manía por la educación.
—¿Qué...? No, qué va, en absoluto —respondo negando exageradamente con la cabeza. Judith muerde sus labios y Sombra resopla, como si ni ella me creyera. Pongo los ojos en blanco—. Vale, sí, lo siento. Pero no le dirás nada a papá, ¿verdad? Ni a Carl.
—¿Ni al Tío Daryl? —pregunta con malicia mientras me agacho a coger el cepillo del animal a mi lado.
Joder, esta niña era demasiado lista.
Sonrío cuando veo en ella la perspicacia y picardía que tanto me he esforzado en sembrar a lo largo del último año, al igual que en su día hice con Mike.
—Mucho menos a él, ¿verdad? —respondo dejando el cepillo en su estante tras salir de la cuadra—. Porque no querrás que regañen a tu hermano favorito...
Ella sube sus pies sobre la primera madera de la valla que la separa de Sombra, apoyando sus brazos en la última con el peine aún entre sus dedos, asomándose para ver mejor al animal.
—¿Y quién ha dicho que ese seas tú? —dice con una gran sonrisa inocente a la que le falta uno de sus dientes inferiores.
Me vuelvo con dramatismo, llevando una mano a mi pecho otra vez, fingiendo una gran ofensa que no siento.
—¡Eso duele! —digo de forma teatral, haciéndola reír—. ¿Quién te trae las mejores manzanas caramelizadas desde El Reino?
—¿Jerry? —responde con obviedad enarcando una ceja, dejando de mirar a Sombra para mirarme a mí.
Chasqueo la lengua.
—Mierda, es verdad —gruño, esta vez realmente dolido.
Sus ojos se abren y me señala como si viera un fantasma frente a ella.
—¡Otra vez! —exclama antes de reír de nuevo.
Tapo mi rostro con mis manos, negando con la cabeza ante mi propia imbecilidad. Desde luego, la inteligencia extrema era un rasgo que había heredado biológicamente de Carl.
—Vale, está bien, ¿qué me va a costar esta vez? —inquiero cruzándome de brazos, apoyándome en la valla a su lado izquierdo.
Ella sonríe con astucia en una mueca que me recuerda todavía más a su hermano, pues es precisamente eso lo que quiere conseguir, algo a cambio. Tuerce el gesto y finge pensar algo que yo ya sé que es.
—¿Me dejarás pintarte el brazo cuando me aburra?
Una carcajada escapa de mi garganta.
Ahí está, lo que Judith solía hacer cuando se aburría: colorear mi tatuaje.
Observo el gran tatuaje, que tiene apenas unos meses, en mi brazo derecho. Unas bonitas rosas plagadas de espinas ocultan los cortes y mordeduras de mi antebrazo liberado de vendaje alguno, que trepan y suben por mi codo hasta mi hombro, ocupando el brazo al completo. Rodean entre ellas un par de grandes calaveras, todo en un compendio de negros, grises y blancos, casi demasiado bonito para ser real.
Ni siquiera sé por qué elegí ese diseño, pero algo dentro de mí me hizo saber que ese era el mundo en el que ahora yo vivía junto a mi familia. Al que pertenecía. Un mundo rodeado de muerte, pero que hasta en él podían germinar y crecer las más bellas de las flores, dando cabida y posibilidad a algo nuevo.
A algo mejor.
Me hacía verle un sentido a todo, que siempre había algo por lo que merecía la pena luchar.
Que siempre habría algo más.
Algo que ahora tengo más presente que nunca.
Y cuando se lo comenté a Earl, el herrero de Hilltop, que antes de que el mundo se fuera a la auténtica mierda aparte de como herrero trabajaba también en un estudio de tatuajes, le pareció una buena idea. Para sorpresa de todos, Earl dibujaba increíblemente bien. Nos pasamos toda una tarde terminando de ultimar el diseño, y cuando el boceto estuvo listo, nos pusimos a ello.
Bueno, se puso, yo solo tuve que dejar el brazo quieto por más de cinco horas, en dos ocasiones. No era un trabajo que se lograra terminar en un día.
Y que yo me estuviera quieto por tanto tiempo, también era un gran logro por mi parte.
Cuando Daryl lo vio, lo primero que espetó fue un «parece que acabes de salir de la cárcel» seguido de un «Earl, ¿me haces uno a mí también?». Y así fue como Daryl Hipócrita Dixon lleva hoy en día en su mano una calavera dibujada por él mismo.
Bromeamos con que Rick se animara también, pero cuando palideció y negó con la cabeza repetidas veces con los ojos ligeramente desorbitados, comprendí que aquello no iba a ocurrir.
El imbatible Rick Grimes tenía miedo a las agujas.
Él lo negó, pero aseguró que, si podía evitarlas, mucho mejor.
Ver para creer.
El caso era que siempre me habían llamado la atención los tatuajes, los veía en Merle y en Daryl y soñaba con que algún día yo tendría uno. Y ese día había llegado de la mano de Jesús, que muy alegremente me aseguró haberme traído un gran regalo de su última expedición con Tara y Mike: una máquina de tatuar con todo su respectivo equipo. Casi se me salen los ojos de las cuencas al ver que estaba en perfectas condiciones.
Y es que, ¿quién en su sano juicio pensaría en tatuarse en mitad del fin del mundo?
Efectivamente: yo.
A Carl no le hizo demasiada gracia. No lo del tatuaje, la idea le gustó más que a nadie, si no lo de que Jesús me trajera regalos. Ese día, Carl Grimes martilleó con más fuerza de la habitual el hierro moldeable en sus manos mientras trabajaba en la forja, y Jesús procuró alejarse hasta el otro extremo de Hilltop, asegurándose de que lo próximo que el chico estrellara contra el candente yunque, no fuera su cabeza.
Muerdo mis labios con fuerza para evitar reírme ante ese recuerdo.
Carl Celoso Grimes.
Pero era mi Carl Celoso Grimes el mismo que se había mudado conmigo a Hilltop, hace ya más de un año.
Pude ver en los ojos de Rick como eso le dolía, por más que quisiera ocultarlo. La marcha de su primer hijo, de su pequeño ya no tan pequeño, que se iba para empezar a formar su vida. Ver como realmente se había convertido en un hombre adulto a sus ojos. Este le prometió que no sería eternamente, pues había hablado con Earl y quería aprender el oficio de herrero para abrir su propia forja en Alexandria.
Su confesión nos tomó a todos por sorpresa, y es que nunca hubiera esperado que ese ámbito le llamara la atención, ni lo había manifestado así. Pero Carl Grimes siempre había sido una caja de sorpresas, y me recordó a mí. A mí y a mi interés por la medicina.
Y fue entonces cuando lo entendí. Y cuando le apoyé.
Hicimos nuestro equipaje y, tras lacrimógenas despedidas, partimos para Hilltop con la promesa de volver cada semana al menos un par de días, para que yo pudiera atender también a las gentes de Alexandria. Y eso hicimos.
Carl y yo nos mudamos a nuestra propia caravana en Hilltop. Era pequeña y austera, como todas, pero era nuestra.
Era donde amanecíamos cada día el uno al lado del otro, y cumplía mi promesa de pasar cada noche junto a él. Era donde nos levantábamos y desayunábamos juntos, para después marcharnos a trabajar. Era donde nos apoyábamos mutuamente y estábamos ahí para el otro. Era donde nos contábamos nuestras cosas, donde reíamos, aprendíamos, llorábamos y nos amábamos cada noche.
Era nuestro refugio.
Era nuestra vida.
Era nuestro hogar, aunque fuera temporal.
Aquello con lo que soñaba, que nunca pensé alcanzar y que ahora, al fin, puedo saborear.
En un principio, sería durante el tiempo que durara el embarazo de Maggie y los primeros meses tras el parto.
Parto que yo tuve que atender.
Porque Hershel Rhee ya había nacido.
Antes de lo esperado, y como si tuviera ganas de llegar a un mundo algo hostil para un ser tan pequeño, el hijo de Maggie y Glenn había llegado a nosotros lloriqueando con fuerza. Era el primer niño que ayudaba a traer al mundo y era una sensación que me hinchaba el pecho de orgullo. Hubo complicaciones, pero con la ayuda de Carl y Jesús, conseguimos salvar la vida de ambos. Por suerte, estuve todos esos meses estudiando todo lo posible para estar preparado.
Y el pequeño Hershel se convirtió en la alegría y atención de prácticamente todos los habitantes en las comunidades en mitad de esa encarnizada y sangrienta guerra.
Fue como una pausa en todo ese sufrimiento y hastío.
Un descanso y un motivo por el que celebrar.
Un motivo que nos recordaba por qué debíamos seguir.
Y la noche en la que Hershel vino al mundo, fuera por señal divina o no, soñé como Glenn me daba las gracias.
Era la primera vez que me despertaba llorando, pero no de tristeza. Y Carl lloró junto a mí.
Era la primera vez, tras todo lo sucedido este tiempo, que me sentía bien.
Me sentía feliz.
Y este último golpe que íbamos a asestar, amenazaba con poner todo eso patas arriba si salía mal.
Por eso no lo iba a permitir.
—¿Hola? ¿Tierra llamando a Áyax? —dice Judith chasqueando sus dedos frente a mí.
Parpadeo varias veces cuando me doy cuenta de que me he quedado completamente ensimismado en mis mundos.
—Oh, sí, mier... —Judith arquea sus cejas—...coles.
—Salvado por los pelos —murmura ella antes de volver a reír.
Áyax Dixon intentando controlar su vocabulario, me doy vergüenza.
Sonrío.
—Está bien, podrás pintarlo si es eso lo que quieres —respondo antes de acariciar a Sombra, palmeando su cuello con cariño.
—O podrías dejarme montar en ella...
Abro los ojos de par en par y niego con la cabeza mientras cojo la silla de montar, que dejé por la noche apoyada en la puerta de la cuadra tras un paseo nocturno.
—Ni hablar, no quiero que me maten mientras duermo —replico, caminando hacia los postes en la entrada del establo, dejando la silla en su lugar.
Judith resopla con resignación, aunque más bien parece que esté imitando al caballo frente a ella. Apoyo mi mano en la silla de montar y frunzo el ceño.
—¿Qué haces realmente aquí, Jud? —pregunto. Me acerco a ella, poniendo las manos en mis caderas.
Se encoge de hombros y agacha la mirada con algo de timidez, bajándose de la valla.
—¿Podrías peinarme y hacerme una trenza, por favor? —dice en un puchero, extendiendo su peine hacia mí.
Alzo las cejas, sorprendido.
—¿Has venido hasta aquí para eso? —inquiero, sin creerme del todo que esa sea la verdadera razón. Ella asiente con total seguridad—. ¿Y no pueden hacerlo papá o mamá?
Niega con la cabeza.
—Están durmiendo, no quería molestar —responde sin más.
Algo está ocurriendo y no estoy siendo capaz de verlo.
Entrecierro los ojos y suspiro.
—Está bien, pero no tengo ni idea cómo hacerlo —digo, ayudándola a subir a la gran caja de madera que hay frente a mí, apoyada en la otra valla que Sombra tiene delante, quedando Judith frente al animal, que nos observa curiosa mientras come algo de paja—. Mamá sabe hacerlo mil veces mejor que yo, deberías pedírselo a ella.
—¡Si te lo he enseñado mil veces! —replica la niña terminando de acomodarse en su asiento.
Me encojo de hombros, excusándome ante mi incompetencia para hacer trenzas.
Por si os habéis dado cuenta, efectivamente, me refiero a Rick y Michonne como «papá y mamá» hacia Judith.
No, esto no nos convierte a Carl y a mí en hermanos.
Puaj.
Si no que, para nosotros, en este nuestro mundo, los términos asociados a la familia han ido cambiando a lo largo de los años. Y, al unirnos más que nunca en estos últimos meses, los hemos terminado nombrando de forma natural acorde al significado que le damos.
Es sencillo.
Durante todos estos años, para mí, Rick y Michonne habían ido transformándose poco a poco en mis padres.
Así lo sentía yo.
Y así lo sentían ellos.
Eran las personas que, aparte de Daryl, me habían criado, cuidado y educado de mil formas diferentes.
Para Daryl, en algún punto sin retorno y de inflexión a lo largo de nuestro apocalíptico vagar, Rick se convirtió en su hermano. Y, en cierta forma, siempre se refería a él de esa manera de cara a los demás. Daryl ahora siempre solía decir que tenía tres hermanos.
Merle.
Yo.
Y Rick.
Es la razón por la que Judith le llamaba «Tío Daryl». Al igual que sucedía con Maggie o Carol, aunque ellas no tuvieran la misma unión de hermandad que Rick y Daryl, pero su conexión con nosotros era más allá de una amistad, eran familia.
Nuestra familia.
Y Judith se había criado en ese ambiente. Un ambiente en el que, para ella, aparte de Carl, también me sentía como a un hermano a pesar de mi relación con el chico.
Un ambiente en el que la familia no era únicamente la de sangre, sino también la que te vas construyendo a lo largo del camino.
Ahora teníamos una familia de verdad.
Y pensaba luchar y morir por ella si era necesario.
Parpadeo un par de veces para disipar las lágrimas de felicidad que llegan a mis ojos y sonrío.
—Bueno, sé cepillar a Sombra, así que esto no debe de ser tan difícil —murmuro con los brazos en jarras.
Judith se gira a mirarme con los ojos muy abiertos.
—¿Me estás comparando con un caballo?
Muerdo mis labios para no reírme y ella hace ademán de golpearme en el brazo con su peine, antes de que consiga apartarme entre risas. Judith coge algo de paja, consiguiendo la atención de la yegua, intentando que esta coma de su mano sin lograrlo del todo. Sonrío a sus espaldas mientras paso el peine por su cabello lleno de nudos, con cuidado de no hacerle daño.
—Pienso vigilarte mientras duermes para averiguar cómo demonios te enredas tanto el pelo cada noche —murmuro haciéndola reír. Observo como la pequeña rompe algunas ramitas de paja, perdiéndose en su mente—. No has respondido a mi pregunta, Judith.
—¿A cuál? —dice, fingiendo no recordar.
Cojo aire de nuevo mientras sigo peinando su pelo.
—¿Qué haces aquí? Es demasiado pronto para que estés despierta. Deberías estar durmiendo —contesto, intentando que no se note el ligero tono de preocupación en mi voz.
Judith hace una mueca, y entonces me mira por encima del hombro.
—¿Y tú? ¿Qué haces despierto tan pronto?
Mi garganta se seca y mis movimientos se detienen ante su pregunta, que la asesta como un golpe directo.
Inspiro con profundidad.
Maldita cría y su inteligencia.
—Es diferente, yo soy... un adulto.
Muy maduro.
—¿Seguro? —responde ella sonriente.
—¡Oye! —protesto riendo, dándole un suave toque con el peine en su hombro—. Además, yo he preguntado primero.
Judith suspira y se encoge de hombros, rompiendo más ramitas de paja que intenta darle a Sombra, pero esta sigue desconfiando y mirando con recelo.
—No podía dormir —confiesa con voz queda.
Su respuesta me sorprende y mi ceño se frunce nuevamente.
—¿Y eso por qué? —pregunto, dividiendo su pelo en tres partes—. ¿Hay algo que te preocupa?
La pequeña juega con sus dedos y las ramitas con nerviosismo antes de asentir.
—Es hoy, ¿no? —dice—. Cuando iréis a por el hombre malo.
Trago saliva.
«El hombre malo».
Cierro los ojos y suspiro. Cuando los abro, cepillo nuevamente las partes divididas de su pelo como me había enseñado, sin saber muy bien qué contestar.
—¿Cómo sabes tú eso? —es lo único que logro decir.
Se vuelve sobre su hombro nuevamente, dedicándome esa mirada de «no soy idiota» tan propia de Carl.
Y es que, era verdad. Por mucho que intentáramos alejar a los más inocentes de nuestras comunidades de aquel peligro que convivía con nosotros, estos no eran idiotas.
Cada vez tenía más claro que esta guerra debía terminar cuanto antes, porque empezaba a afectar hasta aquellos a quienes no debía.
—Cuando encontréis al hombre malo... ¿qué pasará? ¿Papá le hará daño? ¿Se lo harás tú?
Muerdo el interior de mi mejilla y cierro momentáneamente los ojos.
Joder.
Cada pregunta era un golpe que te dejaba sin capacidad de respuesta.
Suspiro.
—No lo sé, Jud —respondo con pesar—. Me encantaría poder decirte la verdad, pero no la sé. No sé qué pasará.
Sí sé qué pasará.
Por supuesto que lo sé.
Estoy deseando que eso suceda.
Pero no podía decírselo. No era justo que, siendo tan pequeña, empezara a cargar con el peso de nuestros actos. Era mejor mentirle a que viviera con ello.
Asiente no muy convencida y yo empiezo a trenzar su pelo con cuidado y como buenamente puedo.
—¿Cómo sabes que es malo? —pregunta con curiosidad.
Rick va a matarme si perturbo a su pequeña niña con alguna respuesta, lo tengo claro.
Trago saliva.
—Una persona es mala cuando hace cosas malas. Y le he visto hacerlas, por eso sé que lo es —respondo tras unos segundos.
Ella levanta su cabeza, apartando la vista de sus manos y vuelve a mirarme como puede.
—¿Y si esa persona no sabe que lo que hace está mal? —dice sin más.
Me quedo estático ante esa pregunta.
—¿Qué...? ¿Qué quieres decir? —murmuro totalmente extrañado e incapaz de mirarla, comenzando a hacer la trenza de nuevo, pues la había fastidiado a la mitad.
—El otro día, en la escuela de El Reino, un compañero empujó a otra compañera —empieza a decir—. No lo hizo con la intención de hacerle daño, ella iba a tropezar con un pedazo de madera suelto que no vio y él la empujó para apartarla. La otra niña cayó y se hizo daño igualmente. El pobre dijo que él no quería que eso pasara y la profesora respondió que podía haberlo hecho de otra forma. Podría haberla avisado, o haberla apartado con más cuidado. Dijo que, a veces, las personas hacemos cosas mal sin saber que las estamos haciendo mal. Que es nuestra obligación hacerle saber a nuestros compañeros cuando algo se podría hacer de otra forma.
Le miro fijamente, incapaz de ocultar la sorpresa en mis facciones, terminando de trenzar su pelo en una única trenza que lo recoge y acomoda.
—A veces es inevitable que las personas hagan daño. A veces sí lo es —murmuro—. Tu compañera no volvió a tropezarse con esa madera porque aprendió al hacerse daño, ¿verdad?
Me daría un puñetazo si pudiera ante semejante comentario tan cruel.
Pero no por ello menos cierto.
Judith niega con la cabeza, dándome la razón. Extiende una goma de pelo en mi dirección y la uso para anudar el final de su trenza.
Suspiro y me siento en la caja a su lado, devolviéndole el peine, que no duda en coger y en mirar como si fuera lo más interesante del mundo.
—¿Y si el hombre malo no sabe que lo que está haciendo, lo está haciendo mal? ¿No sería nuestro deber como compañeros decírselo? —inquiere mirándome fijamente a los ojos.
Compañeros.
Dirijo mi mirada a Sombra y agacho la cabeza, tragando saliva.
Cojo algo de paja y se la doy a Judith.
—El problema, Judith, es que por desgracia hay personas que no quieren saberlo —respondo sosteniendo su mano y aproximándola con cuidado hacia el caballo—. O lo que es peor, que saben perfectamente lo que están haciendo, y no quieren cambiarlo. La confianza es algo clave en todas las relaciones, y para tenerla necesitas saber que la otra persona no tiene mala intención hacia ti. Si no puedes confiar en alguien, o ese alguien en ti, nunca podréis construir nada.
Ella me mira y asiente, observando después como nuestras manos se acercan con lentitud hacia Sombra, que olfatea con algo de recelo, y tras unos tímidos segundos comienza a mordisquear el otro extremo de la rama.
Sonrío y Judith también.
—¿Lo ves? —digo.
La pequeña vuelve a asentir, algo más contenta, y entonces me mira de nuevo.
—Confío en papá y en ti —dice con seguridad—. Y en que haréis lo correcto.
Trago saliva con dureza e intento que el efecto que causan sus palabras en mí no cambien la expresión de mi rostro. Asiento una vez más y deposito un beso en su pelo mientras acaricio su espalda con cariño.
—No lo dudes nunca, Judith. Te lo prometo.
A veces lo correcto no es lo que uno piensa.
Tenso la mandíbula.
No debería hacer falsas promesas.
El sol, que ya ha salido de su escondite del todo y se muestra sin vergüenza alguna al fin, entra con su luz por la ventana abierta del baño, por la que dejo que el vapor de la ducha matutina se escape. Me coloco una camiseta de manga corta negra nueva y limpia, una vez me he puesto los vaqueros negros. El olor del jabón para la ropa que usaba mi familia se instala en mis fosas nasales, inundando mi pecho con su dulzor.
Era como poder oler los recuerdos bonitos que he vivido con ellos.
Anudo los cordones de mis botas militares nuevas, regalo de Carl en su última expedición en la que acompañó a su padre. Su cuero negro está reluciente en comparación a mis viejas botas, que ya pedían a gritos pasar a mejor vida.
Me doy un último vistazo en el espejo, sopesando si debo afeitarme la barba de apenas unos días o dejarla crecer. Analizo con detenimiento como el vello no nace en las cicatrices de mi mejilla, surcando la barba incipiente como si de un verdadero zarpazo se tratara, y tuerzo la boca.
A Carl le gusta así, por lo que así me voy a quedar.
Salgo del baño y empiezo a bajar las escaleras saltándolas de dos en dos, con el consecuente regaño de Rosita por ello desde la planta superior, mientras seco mi goteante pelo con la toalla que me he echado al hombro.
—Si te caes, te romperé el resto de dientes que te queden sanos —dice cómo puede con la boca llena de pasta dental mientras se pasa el cepillo por los mismos, asomándose por el otro cuarto de baño.
—Joder, Rosita, no imaginas lo mucho que te he echado de menos —contesto con una gran y amplia sonrisa mostrando todos mis dientes.
Ella pone los ojos en blanco y me enseña el dedo corazón. Yo le tiro un beso a medida que bajo. Esquivo y saludo a Daryl en las escaleras de la misma forma que este hace conmigo, palmea mi espalda cuando le salpico a propósito con mi pelo.
—¿Solo vienes a Alexandria para cubrir el cupo de capullos? —gruñe.
—Imposible, van sobrados contigo.
Esquivo el manotazo que me quiere dar y bajo el último escalón riendo a carcajadas. Sin poder evitarlo, Daryl sonríe también. Una vez en el salón, lanzo el pedazo de tela al cesto de la ropa sucia que hay en el otro extremo de la cocina, con el consecuente regaño de Michonne por ello.
—No se lanzan las cosas, Áyax —murmura antes de depositar un beso en la cabeza de Judith, que está enfrascada en su cuaderno de tareas, y se sienta en una silla a su lado, tomando su taza de humeante café entre sus manos—. Mil veces te lo diré, y no me harás caso en ninguna de ellas. ¿En tu casa en Hilltop también lanzas las cosas?
Sonrío una vez más.
—¡Por supuesto! —exclamo con exagerada alegría mientras paseo por la cocina en busca de mi dosis diaria de café que me convertirá en persona de nuevo. Cojo la cafetera y me sirvo, viendo como Michonne pone los ojos en blanco también—. En nuestro hogar cunde la anarquía por mi culpa, pero allí no me reciben tres pares de gruñones —añado taza en mano, acercándome hacia Judith y besando su mejilla, guiñándole un ojo, gesto que recibo en respuesta demostrándome que nuestra charla de esta mañana permanecerá siempre en el cajón de los secretos entre hermanos—. En su lugar allí tengo una ducha caliente prácticamente para mí solo —murmuro antes de darle un sorbo al café—. Ropa limpia... y Carl me recibe con el desayuno recién hecho —añado. Me agacho cerca del oído de Michonne, asegurándome que Judith no pueda oírme y mis labios se curvan en una ladeada sonrisa—. Y también con un buen polvo de buenos días.
Me zafo del manotazo que Michonne pretende propinarme en la nuca y huyo de la cocina con la taza aún en la mano, riéndome a incontrolables carcajadas.
—¡Áyax! ¡Tu hermana! —exclama. Tensa la mandíbula, dándole un vistazo a Judith, que sigue ajena a todo.
—¡No pasa nada! ¡Sigue siendo un ser puro e inocente! —respondo encogiéndome de hombros y abriendo los brazos.
Michonne niega con la cabeza, intentando no sonreír.
—¡A ver si se te pega algo! —dice, lanzándome una manzana del cesto que hay en el centro de la mesa, pero que atrapo en el aire.
—No se lanzan cosas, Michonne —digo imitando su tono de voz desde la puerta de la entrada de forma repelente.
La mujer hace ademán de levantarse de un salto, mordiendo el interior de su mejilla y yo salgo corriendo de la casa antes de que me aplaste la cabeza con sus propias manos.
Y, por supuesto, riéndome una vez más.
Joder, como había echado de menos las mañanas en este lugar.
Camino por las ajetreadas calles de Alexandria, llenas de vecinos que van y vienen, preparándose para el gran día. Ese que hasta hace unas horas me quitaba el sueño. En gran parte, por eso necesitaba el café. Doy un sorbo del mismo antes de saludar a la madre de Mike, que iba en dirección contraria a mí cargando unas cajas de arsenal.
—La semana que viene te traeré más de tu medicación —digo señalándola, empezando a caminar de espaldas—. Todavía te queda, ¿no?
—Solo un poco más, pero aguantará para entonces. Tú tranquilo —responde la mujer con una encantadora sonrisa—. Muchas gracias, Áyax, eres un cielo.
Sonrío.
—No hay por qué darlas —respondo dando media vuelta.
—¡Áyax! —escucho decir a Aaron, que se incorpora a mi paso—. ¿Has traído más de esas hierbas para las infusiones? A Eric le vienen genial para las migrañas.
Frunzo el ceño y doy otro sorbo.
—Por supuesto, dejé ayer las cajas en la enfermería con todo lo que tenía que traer esta vez, así que estarán ahí —respondo señalando en dirección al lugar con la mano en la que sostengo la taza. El hombre asiente agradecido y palmea mi hombro con cariño antes de echar a correr—. ¡Recuerda llevarle un par de bolsas a Tara! ¡Las necesitaba!
—¡De acuerdo! —dice en la lejanía antes de reanudar su paso.
Y tras cruzar la calle y a unos metros de la entrada, como si la hubiera invocado, la mencionada aparece con unas hojas en sus manos.
—Y hablando de la reina de Roma —murmuro con una sonrisa. Ella me mira frunciendo el ceño sin comprender y se coloca a mi lado también siguiendo mi paso.
—Estos son los resultados del análisis de Connie —dice mostrándome los papeles—. Los trajo de El Reino, tal y como le pediste.
Connie, la madre de Tyler.
Detengo mis pasos en seco y les doy un vistazo.
Tuerzo el gesto y chasqueo la lengua.
—Tiene anemia —concluyo tras observar las gráficas—. Y si sigue bebiendo así, no será su único problema.
Tara suspira.
—Tiene depresión, Áyax. No creo que nunca supere el suicidio de su único hijo, y, por si fuera poco, su marido murió en el último ataque de Los Salvadores —dice con pesar.
Con grandes esfuerzos, he de contener mis ojos para no ponerlos en blanco.
—Oye, todos hemos perdido gente, ¿vale? —respondo—. Y sé que sonará cruel, pero debe seguir adelante, su marido ya no está. Y Tyler tampoco.
Y menos mal.
La chica frente a mí vuelve a suspirar y yo cierro los ojos con fuerza. Exhalo todo el aire que retengo en mis pulmones y mis hombros se relajan.
—Está bien —murmuro arrepentido de mis bruscas palabras—. Que vaya a Hilltop y pregunte por Betty, que diga que va de mi parte. Ella sabrá que hacer.
Tara se queda con un pasmo de narices ante mi críptica respuesta, pero asiente y se va en busca de la mujer.
En mi interior siento como ese pensamiento antaño conocido, ese que me recordaba que yo en El Santuario ya no servía para nada, desaparece en mitad de una bruma. Porque puede que tuviera razón, yo allí ya no era necesario.
Porque aquel nunca fue mi sitio.
Y una parte de mí, se siente algo orgullosa de lo que acabo de hacer por todos mis vecinos y amigos.
La parte de mí que he construido en terapia, quizá.
Y no solo esa parte, a lo lejos veo como alguien en especial me observa de igual forma, apoyado en uno de los coches preparados en la entrada.
Sonrío cuando me aproximo hasta él y le planto un beso en los labios.
—Buenos días —digo sonriente, dejando la taza de café ya vacía sobre el maletero del coche.
En la mirada de Carl percibo un ligero matiz que era de esperar.
—Lo serán para ti, puesto que algo te ha hecho madrugar —espeta sin más con una sarcástica sonrisa.
Suspiro y dejo la manzana sobre mi mochila, ya en el interior del coche, antes de encararle.
Cada día estaba increíblemente más guapo que el anterior, nunca podría evitar robarme el aliento. Su apariencia era más adulta. Su rostro está enmarcado por un nuevo vendaje y el principio de una barba incipiente, igual que la mía. Sus facciones se habían vuelto más angulosas con el paso del tiempo y de la madurez. Los músculos de sus brazos se marcan ligeramente más gracias a su constante trabajo y esfuerzo en la forja. Ya somos prácticamente igual de altos.
Nunca me acostumbraría a una vida sin él.
Sacudo la cabeza e intento encontrar alguna mentira aceptable. Pero ya es tarde, Carl me conoce de sobra.
—No podía dormir —admito encogiéndome de hombros—. Así que fui a cepillar a Sombra para desconectar un rato.
Carl sonríe y niega con la cabeza, cruzándose de brazos.
—Al final terminaré por tenerle celos a ese animal —dice, arrancándome una carcajada. Me da un vistazo de arriba abajo y su ceño se frunce—. ¿No podías dormir?
Trago saliva y resoplo algo cansado.
—Solo pensaba en todo lo de hoy.
Puedo ver como su mandíbula se tensa y aprieta los dientes. Casi por acto reflejo, o porque conozco el significado de ese gesto, le imito.
—Lo de hoy ni siquiera debería ocurrir —musita, clavando la mirada en el suelo.
A eso me refería.
Carl estaba plenamente en contra de esto.
El mismo Carl que estaba dispuesto a matar a Negan, ahora no se cansaba de repetir que eso no debía suceder. No estaba muy seguro de en qué momento las tornas habían cambiado, pero mi espíritu de aquella época en la que yo creía lo mismo, parecía haberle poseído.
—Dime qué es lo que he de hacer para que entiendas mi punto de vista —dice, aproximándose a mí, observándome con esa mirada brillante de esperanza que siempre le inundaba al hablar de lo mismo.
Muerdo mis labios y agacho la cabeza, apoyando ambas manos en el coche momentáneamente antes de volver a mi postura original.
—No habrá nada en este mundo que me haga cambiar de opinión sobre el destino de Negan, Carl.
Este resopla con hartazgo, ligeramente enfadado.
—Tú mismo me confesaste tus dudas sobre matarle tras la muerte de Sasha, ¿qué ha cambiado ahora?
Abro los ojos de par en par.
—Todo, Carl. Todo ha cambiado —digo abriendo los brazos ampliamente, como si así intentara recordarle todo lo que hemos sufrido—. ¿Qué más razones necesitas?
El chico me agarra por mi brazo derecho, sosteniéndolo con cuidado y entonces mira las marcas de aquello que quería olvidar.
—Esto, Áyax —sisea señalando los cortes de mi antebrazo, ocultos bajo el tatuaje—. Esto es una de las razones por las que no quiero que haya una guerra.
Aparto la mirada y suspiro, agachando la cabeza en el proceso.
—Ya hay una guerra —aclaro.
Pero Carl hace caso omiso a mis palabras y sigue hablando.
—Entiendo perfectamente que nunca hayas querido hablar de ello, y lo he respetado siempre. Y lo seguiré haciendo. Pero te conozco, y no soy estúpido como para no saber lo que son. Y mucho menos lo que significan —añade. Su desesperación crece a cada frase que dice—. No soportaría volver a ver cómo te pierdes en ti mismo.
—Eso no pasará —afirmo con seguridad.
Con esa que he ido recuperando a lo largo del último año y medio.
Una risa a medio formar escapa de sus labios.
—Eso no puedes saberlo. —Vuelvo a desviar la mirada hacia las calles del pueblo y Carl estrecha mis manos entre las suyas—. Hemos construido toda una vida en estos meses, y no quiero arriesgarme a perderla, Áyax. No puedo, ni quiero permitirlo.
Mi mirada se clava fervientemente en la suya.
—Y yo tampoco, Carl —aseguro—. Eres mi vida, y por ello voy a luchar.
El chico suspira pesadamente, sabedor de que no voy a cambiar de idea. Entonces suelta mis manos.
—Te ciega la venganza, igual que a mi padre.
Niego con la cabeza.
—En absoluto —miento—. Esto no lo hacemos por nosotros. Esto lo hacemos por un nuevo mundo.
Carl no puede evitar sonreír ante eso y yo coloco mi dedo índice bajo su barbilla, alzando su cabeza para lograr que me mire.
—Observa a tu alrededor, Carl —murmuro. Mis labios comienzan a estirarse en una sonrisa lentamente—. Ya hemos empezado a construirlo.
Este imita mi gesto y da un vistazo a la comunidad que le rodea, que se prepara para salir al punto de encuentro con las otras comunidades.
—Está bien —dice sin convicción alguna. Se separa de mí para aproximarse al coche y mete medio cuerpo a través de la ventanilla del copiloto, hasta que saca algo de su interior—. Pero entonces quiero que te pongas esto.
Mis ojos se abren con sorpresa y sonrío, acogiendo la pesada prenda entre mis manos.
—¿Un chaleco antibalas? —inquiero extrañado, alternando mi vista entre él y Carl.
Este sonríe y asiente ligeramente orgulloso.
—Te conozco, y sé que vas a exponerte, y también sé que yo no podré estar ahí para protegerte. Así que te he hecho eso —confiesa, cruzándose de brazos nuevamente—. Estoy harto de verte recibir tantos disparos.
Vuelvo a mirarle sorprendido.
—¿Lo has hecho tú? —Carl asiente con algo de prepotencia, satisfecho con su trabajo—. No lo esperaba.
El chico enarca su ceja visible.
—¿Es que solo Jesús puede hacerte regalos?
Me carcajeo ante su pregunta y le dedico una mirada de reproche, pero cargada de ilusión. Río con nerviosismo e incredulidad ante el hecho de que lo hubiera creado con sus propias manos específicamente para mí. Carl me ayuda a colocarlo sobre mi torso, ajustándolo según el diseño que tenía en mente.
—¿Te molesta? ¿Te hace daño? Utilicé algunas de tus camisetas para tomar las medidas, Earl me ayudó con las planchas interiores y...
Sonrío y coloco las palmas de mis manos en sus mejillas para intentar detener su nervioso parloteo.
—Carl —susurro fascinado—. Es perfecto.
Este exhala conforme y veo como el alivio le recorre al completo, terminando por mostrarme una sonrisa.
—Y, además, me queda genial —digo dando un paso hacia atrás para admirarme a mí mismo, observando la prenda negra, que se ajustaba perfectamente a mi torso al igual que la camiseta.
Carl ríe.
—Estoy más que de acuerdo —murmura, mientras su mirada me recorre de pies a cabeza con lentitud.
—¡Enfermo! Siempre pensando en lo mismo —respondo con fingida ofensa, palmeando su pecho, arrancándole una carcajada.
Si Michonne estuviera aquí, me pegaría un puñetazo por hipócrita.
El sonido de la suela de unas botas raspando contra el asfalto de las calles de Alexandria se aproxima hacia nosotros, y solo por eso ya sé de quién se trata.
Como siempre, ataviado con una camisa azul, sus pantalones y la cartuchera con su revólver, Rick Grimes observa con grata sorpresa el resultado de la obra de su hijo. Las grandes planchas metálicas servían como escudo para los laterales de los coches y camiones aparcados en la entrada, con algunas oberturas entre ellos para poder introducir los cañones de nuestras armas.
—Entonces, ¿esto funcionará? —dice, palmeando la estructura de uno de los paneles soldados al coche en el que estamos.
Carl asiente con firmeza.
—¿Cómo estás tan seguro? —pregunta su padre con una sonrisa.
—Porque los he hecho yo —sentencia alzando la barbilla.
Arqueo las cejas en dirección a Rick y me encojo de hombros, sonriente. El hombre asiente convencido, con las manos en su cinturón. Sus ojos se posan en Judith y Michonne, que se dejan ver al final de la calle, caminando hacia nosotros con las manos entrelazadas.
—Preparaos, saldremos dentro de poco —dice poniendo una mano en mi hombro.
Mi cuerpo se tensa ligeramente ante ese aviso, que volvía cada vez más real lo que estaba por suceder. Asiento brevemente, dejando que el hombre se marche para despedirse de ambas.
—Ten cuidado, por favor —musita Carl cuando le doy un abrazo. Toca el chaleco en mi torso y me mira—. Por Dios, intenta que esto vuelva intacto.
Sonrío.
—Haré todo lo que pueda —respondo haciéndole reír. Intento disimular la seriedad que me invade de un momento a otro, pero apenas lo consigo—. Te necesito aquí, Carl. Liderando a toda esta gente como solo tú sabes hacer, ¿vale?
Este frunce el ceño, sorprendido ante mis palabras.
—¿A mí? ¿Por qué?
Acuno su rostro entre mis manos nuevamente y le miro.
—Porque aquí hay mucha bondad —afirmo, tocando el lado izquierdo de su pecho con mi dedo índice—. Y eso es lo que necesita nuestro nuevo mundo. Sin mí, este podría seguir girando sin ningún problema, pero tú eres la pieza fundamental. Eres... todo lo bueno que hay. Por eso yo salgo al campo de batalla y tú te quedas aquí, porque tú eres el futuro de esto. Y yo siempre te he seguido a ti, Carl, nunca ha sido al revés. Tú eres el protagonista, este es tu show.
Los labios del chico se curvan en una sonrisa. Parpadea para ahuyentar las lágrimas y asiente.
—Vuelve, no me importa si es de una pieza o no. Pero, por favor, simplemente vuelve —susurra con algo de temor.
Asiento con una nerviosa sonrisa.
—¿Contigo? Siempre tengo un motivo para volver.
Esas palabras son el detonante para que Carl me bese.
Y para que yo le bese a él.
Siempre, como si fuera la última vez.
El sol apenas ha alcanzado su cénit, así que es el momento.
Un claro en mitad de la nada, con extensiones de césped bajo nuestros pies hasta donde nuestros ojos alcanzan a ver, se convierte en nuestro punto de encuentro entre las tres comunidades que participarán en esto.
O parte de ellas.
Pues algunos, como por ejemplo Daryl, Carol, Tara y Morgan, se encargarían de la otra parte del plan: desviar la gran horda de caminantes que estaba a tan solo unos kilómetros de nosotros en dirección a El Santuario.
Para convertirlo en una trampa de la que las alimañas no puedan escapar.
Y mientras, nosotros nos reuníamos para repasar hasta el último trazo del plan.
Apoyo mi espalda en el lateral de uno de los coches y mi pie derecho en su rueda trasera, aferrando mis manos a mi fusil de asalto. Mike se coloca a mi lado, extiende el puño y yo el mío para chocarlos en forma de saludo, seguido de una sonrisa, antes de que se cruce de brazos. Tampoco nos hacen falta las palabras.
Mike es el mejor amigo que nunca pensé tener.
Todos los coches, camionetas y la caravana estaban aparcados entre nosotros a lo largo de la explanada, donde nuestros vecinos y compañeros de batalla seguían preparándose para lo que nos está por venir.
Observo a Rick, Ezekiel y Maggie subidos en la parte trasera de una gran camioneta, dispuestos a dar el discurso que merecemos.
El que hará que nuestra sangre se vuelva fuego.
Que nuestras sienes latan con fuerza.
Que nuestro pulso se acelere.
Y que el sabor de la sangre se instale en la punta de nuestras lenguas.
Rick me mira y sonríe.
Y yo también lo hago.
—Cuando le conocí —dice pasando sus ojos por todos y cada uno de nosotros—. Jesús dijo que mi mundo se iba a hacer mucho más grande. Hemos encontrado ese mundo. Nos hemos encontrado... ese mundo más grande. Y es nuestro por derecho.
Sus ojos se clavan en los míos de nuevo y mi sonrisa se ensancha.
—Y ahora hemos venido a por él. Todos juntos —continúa, caminando sobre la parte trasera de esa camioneta—. ¡Y no tengáis duda, de que es nuestro por derecho!
La firmeza al repetir esas palabras alzando la voz, hace que el valor y la valentía empiecen a inundar nuestros cuerpos. Algunos de los presentes gritan en señal de aprobación al convencerse de esa realidad.
—Cualquiera que quiera vivir en paz y armonía, que encuentre intereses comunes con nosotros... también tiene ese derecho —dice—. Pero los que abusan... y roban... y asesinan, para forjar un mundo solo propiedad de ellos, serán eliminados.
El vello de mi nuca se eriza ante la contundencia final de su frase. Veo como todos asienten sin dudar, incluido Mike a mi lado. Y cuando Rick me devuelve la mirada, mi aprobación tampoco se hace esperar.
—Y no lo celebraremos, pero tampoco nos avergonzaremos de ello —asegura mirándonos a todos. Sus ojos brillan con intensidad, cada vez más a medida que su discurso gana fuerza y cala en nosotros—. Solo una persona tiene que morir, y le mataré yo mismo. Lo haré.
Mi mandíbula se tensa y asiento, levemente, pero con firmeza.
No me importaba dejarle a él ese placer.
No me importaba quien de los dos viera como la vida escapaba de los ojos de Negan, siempre y cuando eso ocurriera.
Y si él quería darse ese placer, yo se lo serviría en bandeja de plata.
—Pero si los otros, aquellos que le han apoyado se ponen de su parte, incluso los que han cerrado los ojos, morirán también —afirma antes de morder sus labios.
Todos entendemos lo que eso significa.
Eugene.
Suspiro.
—Y después... seguiremos haciendo el mundo más grande —dice. Y entonces vuelve a mirarme—. Por un nuevo mundo. Por ese que ya hemos empezado a construir... juntos.
Mi sonrisa se estira y Mike palmea mi espalda a modo de broma, conocedor de esa ilusión que siempre me había movido.
Y ahora no solo a mí.
A mi familia.
A mis amigos.
Y a decenas de, antaño desconocidos, pero ahora vecinos y gente por la que luchar y morir si era necesario.
Todas las vidas importaban.
¿Y la de Negan?
Un pinchazo sacude el fondo mi cabeza ante esa pregunta, que tiene la voz de Carl, y muerdo el interior de mi mejilla hasta casi sangrar.
Eso que él tenía ni siquiera podía llamarse vida.
—Todos juntos —comienza a decir el Rey Ezekiel con su habitual tono de grandeza, que provocaba un escalofrío de poder en cualquiera—. ¡Siempre unidos! Como dijo Shakespeare: pues el que hoy derrame su sangre conmigo ¡será mi hermano! —Su brazo derecho se posa en Rick, y después se aproxima hasta Maggie, sonriente, y apoya su mano izquierda en su hombro—. Y la que lo haga... mi hermana.
El fiero rugido de Shiva se oye desde el otro extremo en el que se encuentra, tumbada en la parte trasera de otra camioneta. Reverbera por la gran explanada con poder, como si sintiera orgullo por las palabras de su amo.
Sonrío de medio lado ante semejante imagen esperanzadora y casi poética.
Haciéndome sentir invencible.
—Hemos practicado —añade Maggie hacia todos nosotros—. Lo hemos estudiado una y otra vez. Y sabemos que el plan no acaba con lo de hoy. Que viviremos con incertidumbre unos días, tal vez más. Pero debemos mantener la fe en los compañeros, porque si conservamos la fe con todas nuestras fuerzas, el futuro será nuestro. El mundo será nuestro.
Alzo la vista.
Esa frase.
Cierro los ojos con fuerza unos segundos y sacudo la cabeza.
Todos gritan con fervor impulsados por las palabras de los tres líderes, que pronto bajan de la parte trasera de la camioneta y nos alientan a ultimar los preparativos finales.
Exhalo con fuerza, viendo como algunos retoman sus tareas pendientes, se colocan sus armaduras protectoras o preparan sus armas.
—Eh, tío, ¿estás bien? —pregunta Mike a mi lado mientras echamos a caminar, comenzando a colocarse la tira de tela verde encima del codo—. ¿Has dormido mal? Pareces ido.
Sonrío y niego con la cabeza, dejando que el fusil en mis manos cuelgue a mi espalda, de la correa que llevo cruzando mi pecho en diagonal.
—Has hablado con Carl, ¿no?
Este ríe, se encoge de hombros y extiende en mi dirección el pedazo de tela blanco que nos diferencia.
—Bueno, tengo mis contactos.
Coloco la tela de igual modo que él, sobre mi codo izquierdo.
—Tu contacto y el mío son el mismo, imbécil —murmuro con la tela entre dientes antes de estirar de uno de los extremos para tensar el nudo.
Mike se carcajea y se hace el inocente.
—Solo quiero que esta mierda acabe de una vez y esos capullos desaparezcan de nuestras vidas —confieso, aferrando mis manos a los gruesos tirantes del chaleco.
—Queda poco, Áyax, tienes que aguantar —dice. Su mandíbula se tensa—. Yo también quiero que esos cabronazos la palmen, tengo motivos, ya lo sabes.
Y tanto que los tiene.
En una de nuestras anteriores batallas, su madre combatía con nosotros y resultó gravemente herida de la cadera tras una fuerte caída.
De ahí que le traiga semanalmente algo de medicación, calmantes o plantas medicinales que sirvan de igual forma, para aliviar su dolor.
Asiento y paso una mano por sus hombros, atrayéndolo hacia mí.
—Tienes razón. Aguantaremos, esto acabará pronto. Te lo prometo —murmuro. Clavo mi mirada en sus ojos verdes, oscurecidos por el enfado—. Pero te necesito en Hilltop, ya lo sabes.
El chico chasquea la lengua con frustración.
—No es justo que, de nosotros, solo pelees tú —masculla sin mirarme.
Sonrío.
—Bueno, el mundo es un lugar injusto —digo, ganándome un codazo en las costillas por su parte. Ambos rompemos a reír mientras me quejo y froto la zona afectada—. Carl protegerá Alexandria y cuidará de ella, y necesito que tu hagas lo mismo en Hilltop. ¿A quién confiaría esa tarea antes que a mis dos mejores hombres?
—Tío, a mi sin mariconadas —responde sonriente, arrancándome una carcajada, echando a correr antes de que le dé un manotazo que no logra alcanzarle. Cuando me pongo a su altura de nuevo, paso mi brazo por sus hombros, prácticamente colgándome de él, y el chico hace lo mismo por mi cintura.
Mike sería un idiota parecido a mí, pero nunca dudaba en hacer muestras de cariño en público. No existía ni un ápice de toxicidad masculina que le recorriera, por muy tipo duro que aparentara ser. Y en el fondo, ambos sabíamos que, ante lo que nos acechaba, existía la posibilidad de que no nos volviéramos a ver.
—Créeme, tengo mis motivos para que te quedes allí. Y tú también los tienes —añado palmeando su espalda—. ¿O es que quieres que Anne nos mate a los dos?
El chico ríe con fuerza, pasa una mano por su pelo castaño y un pequeño rubor cubre sus mejillas.
Sí, quería proteger Hilltop a toda costa y Mike era el mejor encargado para ello. Pero no únicamente para que cuidara del que ha sido mi hogar, de Hershel, y de todos los vecinos, sino porque en esa comunidad, también estaba su novia.
Una joven habitante de Hilltop desde los inicios. Una chica increíblemente buena y amable, que, como él, era todo corazón. Se habían enamorado sin igual. En cada mirada que le dedicaba, el chico me recordaba a mí. Vivía por y para ella, eso lo tenía más que claro. Por eso apenas tardó en pedirle salir, y Anne pasó a ser no solo su buena amiga, sino también su novia.
Su novia desde hacía ya año y medio... y embarazada de apenas un mes.
Observo al chico, que sonríe mirando a todos nuestros compañeros, ajeno a la noticia que la muchacha le daría en algún momento.
Pues hace unas semanas que, tras revisar su estado de salud al quejarse de unos constantes dolores de cabeza y náuseas que le quitaban el sueño, ambos nos enteramos del resultado de sus análisis.
Y decírselo a Mike no era tarea mía.
Así que, lo único que podía hacer, era mantener a mi mejor amigo con vida apartándolo de la batalla para que pudiera criar a su futuro hijo.
Lo que no logré con Glenn, lo haría con Mike.
Y le conocía lo suficiente como para saber que la noticia no iba a disgustarle. Le encantaban los niños, se le daba genial jugar con Judith y Hershel, a diferencia de mí. Y en más de una ocasión comentó que no le importaría ser padre joven.
El futuro de nuestras comunidades empezaba a abrirse paso ante nuestros ojos, y debíamos protegerlo a toda costa.
Mike asiente convencido.
—Tienes razón —musita mirándome fijamente—. No te fallaré.
Sonrío orgulloso.
—Nunca lo has hecho —respondo, palmeando su espalda con cariño.
Sin deambular mucho más, llegamos a la altura de Jesús, Ezekiel, Gabriel, Maggie y Rick, que parecían enfrascados en su propia conversación.
—¿Podrás hacer esto? —inquiere Rick hacia la mujer, retomando su conversación, no muy convencido de que el campo de batalla sea lugar para una madre reciente.
—He hecho que Hilltop se enfrente a Los Salvadores —responde con convicción—. Tengo que estar ahí, al menos al principio.
Rick se vuelve en mi dirección y arquea una ceja.
—¿Y la opinión médica que dice?
Me carcajeo y niego con la cabeza.
—Por mucha medicina que sepa, no seré yo quien le impida luchar —afirmo con fingido temor, logrando que Maggie ría. Mis ojos se dirigen hacia Rick nuevamente—. Está bien, hace ya tiempo que dio a luz y está plenamente recuperada, no le dejaría estar aquí en caso contrario. Me conoces.
—Yo le secundo, tampoco lo permitiría —me apoya Jesús con un gesto afirmativo.
Rick sonríe y asiente algo más aliviado y seguro, pues nuestra prioridad era poner en riesgo el mínimo número de vidas posible.
Aunque en una guerra, eso era complicado.
—Llevo peleando desde la granja, no pararé ahora —nos asegura la mujer.
El ex policía cambia su peso de una pierna a otra y apoya sus manos en el rifle que cuelga frente a él. El Rey Ezekiel sonríe orgulloso.
—Creo que en Hilltop perdisteis a vuestro médico, y dudo que el joven Áyax pueda dar a basto entre dos comunidades. En El Reino tenemos una, si lo necesitáis —ofrece con gratitud y su habitual solemnidad.
Asiento ante esa idea, pues lo cierto era que andábamos justos de personal, y si nuestro nuevo mundo se hacía más grande nos harían falta manos.
Necesitamos más médicos, eso seguro.
—El nuestro volverá —le asegura Jesús.
—Me encargaré de que así sea —añado con firmeza—. Harlan me ayudó en El Santuario cuando me hirieron, pero debe volver a su hogar. Y así yo podré encargarme de nuevo de la gente en Alexandria.
Rick sonríe ante mis palabras, pues eso significaría que volvería a tenernos a Carl y a mi cerca una vez que este aprendiera todo lo necesario de su oficio. El hombre apoya una mano en mi hombro y su sonrisa se ensancha con cariño.
—Sí, Jesús, por supuesto que sí. Tan seguro como que el día sigue a la noche —dice Ezekiel convencido y sonriente—. Y este día, empezamos a dar forma al nuevo mundo... para tu hijo y los niños que vendrán.
Y después de mirar a Maggie en primer lugar, sus ojos se posan en Mike y en mí.
Frunzo el ceño.
—¿Y por qué nos miras? —pregunto señalándome a mí mismo principalmente.
¿Sabía algo el Rey Ezekiel de lo de Anne? No, eso era imposible, dudo que la conozca.
—Sois el futuro de las siguientes generaciones —dice como si nada—. Mantener el nuevo mundo dependerá de vosotros.
Mike se carcajea y se encoje de hombros.
—No me importaría ser padre, es más, es algo que me gustaría —responde el chico, haciendo que Maggie sonría ante sus palabras y confirmando mis propios pensamientos.
Y entonces todas las miradas recaen sobre mí.
Casi me atraganto con mi propia saliva ante la presión que se instala en cuestión de segundos sobre mis hombros.
Aparto la mirada cuando mis mejillas empiezan a enrojecer y carraspeo.
—Antes de mantener el nuevo mundo, hay que construirlo. Y para ello debemos centrarnos, así que vamos.
No sé cómo logro decir todo eso sin que la lengua se me enrede entre los dientes.
Me doy media vuelta y escucho a Mike reírse de mí junto a Jesús.
Cabrones.
Inspiro y espiro profundamente para intentar bajar la sangre que se arremolina en mis mejillas.
Antes de que me dé cuenta, me he alejado unas cuantas zancadas del grupo y Rick ha alcanzado mi paso, poniendo una mano sobre mi hombro de forma fraternal.
—El Rey solo bromeaba —dice, con una calma que me intenta infundir—. No le hagas caso, tenemos muchas cosas en que pensar antes que ponernos a repoblar el mundo. ¿Estás bien? ¿Quieres hablar?
Chasqueo la lengua con desaprobación.
—No importa, tenemos cosas de las que ocuparnos. Se hace tarde —contesto casi en un gruñido, acelerando el paso para alejarme de él.
Rick me lanza esa mirada de padre de «acabo de descubrir que esto es un tema delicado para ti y pienso hablar contigo de ello más tarde» y yo resoplo.
¿En qué momento habíamos llegado a esto?
¿En qué momento de mi vida me había siquiera replanteado esa opción?
Yo... siendo... ¿padre?
Sacudo la cabeza.
No, ni hablar.
Si realmente existe un Dios ahí arriba, que se apiade de cualquier pequeña alma que cayera en mis manos.
Eso no estaba hecho para mí.
Y en el fondo de mi pecho, un pinchazo de dolor me sacude en lo más profundo.
Un temor que conocía.
Porque Rick podría ser en un buen padre.
O Carl.
O Mike.
¿Pero yo?
Parpadeo un par de veces para disipar las lágrimas que llegan a mis ojos.
No, yo nunca podría serlo.
Mi piel se eriza cuando todos nuestros coches, camionetas y la caravana, preparados y reforzados con las planchas metálicas de Carl que nos salvarían de la lluvia de balas, llegan a la entrada principal de El Santuario causando una imagen impactante.
La de un ejército dispuesto a tirar abajo las murallas que rodean el castillo.
Y mi corazón late con fuerza en mi pecho, golpeando contra mis costillas, cuando nos bajamos de los mismos y nos ponemos en guardia.
Nada parecía haber cambiado en su aspecto de fábrica descuidada, en la que habitaba todo mal. El polvo y el óxido siguen devorando la superficie de los edificios que componen el lugar, así como la agrietada y carcomida cristalera del bloque central, que continúa coronado por las tres mismas y puñeteras chimeneas de siempre. Los caminantes se mantienen apresados en sus verjas, a modo de escudo mortal, como de costumbre.
Todo seguía igual, solo que más envejecido aún.
Cierro los ojos.
Inspiro profundamente hasta llenar mis pulmones.
Este lugar sigue oliendo como el infierno.
A óxido, podredumbre y muertos.
Abro los ojos.
Y una lobuna sonrisa estira mis labios.
Que empiece el show.
Saco la manzana de mi mochila y subo al capó del coche situado en el centro frente a la puerta de salida, paralelo a ella, para después terminar subiéndome en el techo del mismo.
Al descubierto.
Sin protección alguna, más allá del chaleco antibalas.
Carl, amor mío, eres un jodido visionario.
La mirada que Rick me dedica derrocha incredulidad al verme expuesto, pero le sonrío confiado y eso parece ser suficiente para que sus hombros se relajen.
Flanqueado por el hombre a mi derecha y Maggie a mi izquierda, cada uno en un polo opuesto del mismo coche, veo como esta hace la señal.
Y entonces lo escucho.
Tres disparos al aire por parte de todos y cada uno de los presentes, excepto yo que mantengo mi arma colgada sobre mi torso.
El primer y último aviso para que esos cabronazos salgan de su escondite.
Mi sonrisa se ensancha.
—¡Cerdito, cerdito! ¡Déjame entrar! —bramo con una fiereza que eriza el vello de mi piel.
Las comisuras de Rick se estiran en una sonrisa que helaría la sangre de cualquiera.
Pero no la mía.
El pitido al fondo de mi cabeza se encarga de ello.
—O te juro que echaré abajo ese jodido estercolero —siseo con la mirada fija en la puerta.
Y, entonces, esta se abre.
Se abre, para dejar ver al hombre que tanto había ansiado atrapar.
El hombre que hacia año y medio que no veía.
El dueño de esta pesadilla.
—¡Vaya! ¡Pero si es el hombre del momento! —exclamo abriendo los brazos bajo su sorprendida mirada—. Las ratas empiezan a asomar...
Sus labios se curvan en una cínica y orgullosa sonrisa, casi como un padre que ve a su cachorro aprender lo mejor de él.
Ahí estaba.
Con sus casi dos metros de altura.
Su chaqueta de cuero desgastada.
Su postura inclinada.
Su bate infame.
Pero con un cabello ya peinando algunas canas, una barba de igual manera y un rostro ajado por el tiempo y el agotamiento de una guerra interminable.
Todos habíamos cambiado, Negan no iba a ser menos.
—Vaya... joder, lo siento. Estaba reunido —responde con su teatralidad que en absoluto había echado en falta.
Tras él salen Simon, Dwight, Eugene, y un par de secuaces más que no me esmero en recordar sus nombres.
Me la suda demasiado.
—¡Qué grata sorpresa! —dice señalándome con Lucille—. Sin duda, esto sí que no me lo esperaba.
—¿Es que no aprendes nunca, chaval? —espeta Simon, colocando sus manos sobre su cinturón.
Sonrío y froto la manzana contra el chaleco con intención de limpiarla.
—Soy demasiado testarudo, Simon —respondo encogiéndome de hombros—. Cuando un objetivo al que arrancarle la cabeza, se me mete entre ceja y ceja... lo persigo sin igual, ¿sabes? —continúo, paseándome por el techo del coche con absoluta parsimonia—. Y tú y tu dueño... tenéis una puta diana pintada en la frente —añado mirándoles fijamente, señalándoles, antes de darle un mordisco a la manzana.
Esa.
Esa es la primera vez en mi vida, que veo a Negan tragar saliva.
Consciente quizá, de que a este Áyax no le iba a poder vencer fácilmente.
Sonrío de nuevo.
Dwight niega con la cabeza de forma casi imperceptible, pero me importa una mierda su opinión.
—No veo una razón por la que vayamos a lanzarnos plomo los unos a los otros —dice Negan, adoptando nuevamente su papel. Ese que yo ya no me creía—. Yo quiero mucho a mis hombres.
Lanzo una fuerte carcajada y doy otro mordisco a mi manzana.
Los ojos de Negan brillan por la ira y rabia contenidas. Le veo relamer sus labios antes de proseguir su absurdo discurso que poco me interesa.
Solo quería borrarle la cara de un disparo y volver a Alexandria, con mi familia y mi novio.
—Y mucho menos quiero ponerlos en la línea de fuego para ver quién la tiene más grande... soy yo, ambos lo sabemos —añade de forma mordaz, ignorándome.
—Cuando quieras comparamos —respondo con la boca llena, todavía masticando, para después sonreír—. Igual te llevas una sorpresa.
A pesar de que la mano que sostiene a Lucille va cubierta por un guante, apostaría mi brazo mordido a que sus nudillos están perdiendo color a medida que aumenta la fuerza de su agarre. Sus ojos se desvían hasta Rick a mi derecha, que se deja entrever a través de ambas planchas metálicas que le cubren.
—Dime, Rick... ¿qué coño puedo hacer por vosotros dos?
El hombre me mira y yo a él.
—Dwight —empieza a decir, señalando al mencionado—. Tú te llamas Simon, tú Gavin... y tú...
—Regina —completa la secuaz.
Pongo los ojos en blanco y resoplo.
—¡Joder! ¡Regina, eso era! —exclamo fingiendo recordar. La mandíbula de Negan se tensa.
La mujer alza las cejas y me mira de arriba abajo con desgana, poniendo las manos en sus caderas.
—¿Y tú eras...? —dice fingiendo desprecio.
Sonrío.
—El que te va a volar la puta tapa de los sesos, guapa —respondo, para después darle otro mordisco a mi manzana.
El rictus de la mujer cambia tras mis palabras y Eugene cierra los ojos con fuerza y niega con la cabeza.
—Áyax, sería conveniente que...
—¡No! —rujo señalándole con la mano en la que tengo el pedazo de fruta mordisqueado, sorprendiendo a Negan con mi brusco cambio de actitud—. Cierra la jodida boca, Eugene.
Miro a Rick y este asiente en mi dirección.
—Sé quiénes sois —dice entonces— Escuchad, los cinco. Y Los Salvadores de ahí dentro. Os doy la oportunidad de sobrevivir.
Yo no sería tan gentil.
Y por eso manda él y no yo.
—De seguir vivos —continúa Rick—. Si os rendís, podréis seguir vivos. Pero solo puedo garantizároslo ahora. ¡Ahora mismo!
Negan sonríe, comenzando a pasearse por la plataforma metálica.
Esa en la que en su día yo me cargué a Terry.
—Con que ellos se rinden... y tú y tu pequeña patrulla no los matáis —empieza a decir—. ¡Joder, ese es un buen trato! ¿Y yo qué, Rick?
—Ya te lo dijo —bramo. Sus pasos se detienen, su gélida mirada se posa en mí y eso me causa una gran sonrisa que le hace apretar los dientes—. Dos veces. Tú sabes lo que va a pasar. Nadie salvará a los Salvadores, mucho menos a ti.
Su barbilla se alza con prepotencia sin dejar de mirarme.
Apoyo un pie en la plancha metálica del coche en el que estoy subido y mi brazo sobre mi rodilla.
—Pero está bien, te propongo otro trato si quieres —digo antes de dar otro mordisco a la ya casi terminada manzana—. Tus cachorritos y tú os entregáis pacíficamente. Entramos, nos llevamos todo lo que tengáis... que se unan los obreros a nosotros si quieren, y después arrasamos ese lugar —añado con la boca llena, bajando el pie y comenzando a pasearme de nuevo. Me llevo a la boca el dorso de la mano derecha, en la que sostengo la manzana, para poder masticar antes de seguir hablando—. Los Salvadores más fieles podrán morir a tu vera si así lo desean, todos de rodillas. ¡Es una estampa preciosa! Y yo os reviento la cabeza uno a uno con Lucille, tengo práctica, ya lo sabéis. ¡Os daremos una medalla póstuma al esfuerzo! —añado abriendo los brazos con una sonrisa—. Toda una muerte poética. Yo soy menos amable que Rick, soy consciente de ello. Él os deja vivos, yo os arrancaré la piel a tiras si os cruzáis en mi camino. Decidid. —Me encojo de hombros—. Tic tac, Negan...
Un silencio sepulcral se hace ante nosotros.
Negan aferra su mano a la barandilla frente a él cada vez más enfadado.
Frunzo el ceño y miro a Rick, para después volver mis ojos hacia ellos. Me llevo una mano a la oreja de forma teatral.
—¿Cómo? ¿No decís nada? —inquiero con fingida impresión—. ¡Estoy siendo muy benevolente, Negan! Porque escapar no es algo que puedas elegir, esto va a pasar. Y puede pasar lo que sugiere Rick, o lo que sugiero yo. —Me llevo una mano al pecho y doy un último bocado a la manzana—. Personalmente, elijo lo mío. Voy a disfrutarlo más. Estáis rodeados y no hay escapatoria —murmuro con la boca llena—. Te lo repito: os entregáis, nos lo llevamos todo y yo os mato uno a uno, todos frente a tus ojos. Tú serás el último, el que lo verá todo, porque para ti tengo reservado algo especial. —Guiño un ojo en su dirección y mi sonrisa se estira con crueldad—. Por si no te has dado cuenta... te la acabamos de meter hasta la garganta, y no hará falta que nos des las gracias.
Lanzo los restos de la manzana ya terminada frente a él, casi a sus pies.
La sonrisa orgullosa de Rick tras mis palabras no la olvidaré jamás.
Y el rostro crispado de Negan, tampoco.
Por primera vez presencio como Rick y yo nos colocamos por encima de Negan en cuestión de segundos.
Ante todas las comunidades presentes, ahora somos infinitamente superiores.
Así lo siento.
Así lo sé.
Porque nunca había visto a Negan hacerse tan ridículamente pequeño, como en este instante frente a nosotros.
—Basta —gruñe con rabia, golpeando la barandilla con Lucille. Sus ojos están inyectados en sangre y como siga tensando la mandíbula de esa forma, sus dientes van a estallar—. Crees que lo tienes todo controlado, ¿no es así?
Sonrío todavía más si cabe.
—Sé bien lo que va a pasar, ¡tú no! —espeta con sarcasmo—. No tenéis ni idea de la mierda que os va a caer encima. Decidme una cosa Rick... Áyax. —Mi nombre lo dice con menos desprecio del que pretende aparentar—. ¿Creéis que sois bastantes para luchar?
Doy un repaso con la mirada hacia Rick, Maggie y Ezekiel, que me devuelven el vistazo sin comprender nada sobre lo que Negan parece decirnos.
—No lo sois —sentencia con seguridad. Un escalofrío me recorre ante la mirada que me dedica, porque no se despega de mí—. Simon...
Este, obediente como siempre, se adentra en el interior de El Santuario para, tan solo un segundo después, salir acompañado.
De Greggory.
Pongo los ojos en blanco, resoplo y alzo la vista al cielo.
Mi mirada se clava en Jesús y Maggie, quienes me devuelven el gesto con cara de hartazgo.
—Ya sabemos a dónde fue —musita Jesús.
Clavo mis pupilas en ese bastardo y sonrío con rabia.
Con la rabia de alguien a quien le acaban de asestar un golpe muy bajo.
Chasqueo la lengua y niego con la cabeza.
—No te cansas de ser un hijo de puta, ¿eh, Greggory?
El mencionado finge una entereza que no tiene cuando Negan pasa un brazo por sus hombros.
—¿Qué tienes que decirle a Rick y su patrullita, Greggory? —inquiere el hombre del bate con una sonrisa triunfal que no me importaría borrarle de un puñetazo.
El líder, por ahora, de Hilltop coge aire y saca pecho de forma ridícula. Me obliga a contener mis ganas de bajarle de ahí y romper su estómago a patadas.
—Hilltop está con Negan y Los Salvadores —anuncia—. Cualquier residente de Hilltop que tome las armas o apoye este ultimátum contra El Santuario, o actúe contra cualquier Salvador... ya no será bienvenido en nuestra colonia.
—¿Y...? —añade Negan.
Greggory traga saliva.
—Su familia será expulsada y tendrá que sobrevivir sola.
Negan palmea su hombro y me dedica una mirada victoriosa.
Muerdo el interior de mi mejilla sin despegar mis ojos de los suyos, como si así pudiera matarle.
Ojalá.
—¿Y...? —dice una vez más entre risas.
—¡Largaos ahora! ¡O no tendréis un hogar al que volver! —grita Greggory con temor.
Los habitantes de Hilltop se miran entre ellos, para después mirar a Maggie.
Y posteriormente a mí.
Suspiro con hastío y doy un vistazo a Rick, que no tarda en asentir en respuesta.
Mi rostro muta del cansancio a una gran sonrisa.
Otra más.
—¡Todos aquellos que sean expulsados de Hilltop serán bienvenidos en Alexandria! —exclamo—. Haced lo que creáis mejor.
Y el rostro de Negan muta de la gran sonrisa, a la rabia.
Otra vez.
Mi voz interior se carcajea.
—Yo allí solo tengo unos cuantos libros y una servilleta —dice Jesús, haciéndome reír.
—¡Está claro que nadie quiere irse de aquí! —grita Maggie en dirección al capullo traidor.
Greggory enrojece por minutos.
—Hilltop está con...
—¡Hilltop está con Maggie! —brama Jesús aferrado a su arma, harto de juegos.
Sonrío.
Ese es mi chico.
Menos mal que Carl no puede leerme el pensamiento.
Abro los brazos y me encojo de hombros.
—Y Maggie está con Alexandria —sentencio con firmeza desde mi posición.
Veo a Simon entrar en cólera, que no duda en dirigir hacia Greggory para después empujarlo por las escaleras de la plataforma, arrancándome una sincera carcajada.
Una explosión se oye a lo lejos, consiguiendo que todos giremos nuestras cabezas en esa dirección. Nos observamos entre nosotros dedicándonos leves asentimientos de cabeza, comprendiendo que la siguiente fase del plan ya ha empezado.
—Creo que la mierda ya está cayendo, Rick —murmura Negan mirándonos fijamente.
—Y tú estás mirando hacia el cielo y con la boca bien abierta, Negan —respondo mordaz.
Este cierra los ojos con fuerza ante mi inesperada réplica.
Definitivamente, su mandíbula no aguantará mucho más.
Y es que existía una gran distancia del Áyax manipulable que él conoció, al que ahora tenía frente a él subido al techo de un coche, plantándole cara.
—Lugartenientes, tendréis que decidir de inmediato —dice entonces Rick como respuesta.
—¿Podemos tomarnos un momento? —pregunta el tal Gavin.
La brusquedad con la que Negan gira la cabeza hacia él me hace pensar que va a caer desplomado y con el cuello partido en segundos.
—No —ruje Rick—. Tiene que ser ahora. Es vuestra única salida.
El rostro de Negan cambia a la seriedad más absoluta.
Nunca le había visto así.
Porque él a nosotros tampoco.
Pero se lo advertimos, y no quiso hacernos caso.
Ahora sufriría las consecuencias.
—¿Vais a hacerme contar? —vacila Rick con una gran sonrisa.
Que enseguida me contagia.
Ninguno de los dos despegamos la mirada del ya no tan gran hombre.
—Vale, de acuerdo. Contaré —dice sin más—. Diez...
Negan sonríe.
—Nueve...
Rick sonríe.
—Ocho...
Y yo sonrío.
—Siete...
Es entonces cuando el hombre se harta de juegos y empieza a descargar una ráfaga de disparos en su dirección.
Señal más que suficiente para que todos hagamos lo mismo.
Las ratas corren a esconderse nuevamente en el interior de El Santuario ante la lluvia de balas que sacude el edificio.
Lo bueno, es que Negan no llega a tiempo y opta por esconderse frente a nosotros entre algunas vallas de cemento, sin salida alguna.
Lo malo, es que Simon se asoma por la puerta y me dispara en las costillas, haciéndome caer de espaldas al suelo.
—¡Áyax! —grita Maggie, intentando hacerse oír ante el constante eco de disparos y cristales rotos que invade el ambiente.
Jadeo por el dolor que me ha causado el impacto de la bala en el chaleco, que probablemente me haya provocado una fisura en las costillas.
—¡Estoy bien! —gruño palpando el orificio donde se encuentra el proyectil, que, de no haber estado el chaleco, me habría perforado un pulmón.
A Carl esto no le iba a gustar una mierda.
Rick me ofrece su mano y me ayuda a ponerme en pie. Recupero el aire que me ha sido robado de los pulmones ante semejante golpe, y agarro con fuerza y rabia mi fusil.
—Vais a costarme una discusión con mi chico, ¡ahora sí que me habéis cabreado! —siseo entre dientes.
Mientras algunos disparan y otros comienzan a replegarse para dejar que la siguiente parte del plan empiece a actuar, yo sigo los pasos de Rick que se ha escabullido entre los coches persiguiendo a Negan.
Y ahí está.
Tirado en el suelo, intentando protegerse tras sus vallas, sin siquiera poder levantar la cabeza ante los constantes disparos de Rick.
A los que no dudo un solo segundo en unirme, descargando en cada uno de ellos toda la rabia que anida en mi corazón.
De esta no sales con vida, cabronazo.
Nos escondemos tras uno de los coches cuando nos devuelven los disparos desde el interior.
Nuestros vehículos empiezan a marcharse y Gabriel pone en marcha la caravana, que atraviesa las infranqueables puertas de este infierno.
Y tras la señal del cura, Rick pulsa el detonador en su mano.
La caravana explota frente a El Santuario, llevándose con ella parte de su exterior y las vallas que lo protegían.
Una oleada de calor inunda el lugar ante las llamas esparcidas por la explosión. Entre el humo, el olor a pólvora y los gruñidos de los muertos enardeciendo mis sentidos, mis ojos logran identificar y centrarse en la figura de Negan, casi arrastrándose por el lugar, escondiéndose tras las planchas metálicas que habían protegido la caravana.
Comienzo a disparar en su dirección y Rick se une a mi lado.
El sudor cae por mis sienes.
Mi corazón late desbocado en mi pecho.
Y la piel me arde debido al sofocante calor de las llamas a tan solo unos metros de mí.
No veo.
No oigo.
No siento.
Solo sé que Negan está ahí.
Solo sé que debo acabar con él.
—¡Rick! ¡Áyax! —escucho gritar a Gabriel tras nosotros, acercándose cada vez más—. ¡No puede huir! ¡Vamos, Áyax! ¡Rick! ¡No puede ir a ninguna parte!
Pero su voz es solo un eco lejano en mi cabeza que pasa de puntillas por mi mente sin tan siquiera ser escuchado.
Hasta que el hombre pone una mano sobre el hombro de Rick y este se zafa de él.
—Esto no es por ti. No es por vosotros, ¿verdad?
No soy capaz de responder.
Mi acelerada respiración me lo impide.
Rick me mira y asiente con la cabeza.
Pero yo me quedo estático.
—No —siseo entre dientes—. Yo me quedo, no pienso dejarle escapar. No voy a perder esta oportunidad.
—No... Áyax —suplica el cura.
Me vuelvo hacia él con brusquedad, dedicándole una fiera mirada.
—«Libra mi alma de la espada, del poder del perro mi vida» —cito el salmo entre dientes, observando a Gabriel—. ¿No dicen eso las sagradas escrituras, padre? Pues es lo que pienso hacer.
Este cierra los ojos con fuerza y suspira, el sudor cae por sus sienes también.
—No tiene por qué ser así. No tiene por qué ser ahora —añade con rabia—. No saldrá de esta.
Me giro y echo a andar, haciendo caso omiso a sus palabras.
—Áyax, piensa en Carl —gruñe Rick.
Mis pies se detienen y cierro los ojos con fuerza.
Inspiro y espiro.
Levanto la cabeza, mirándole por encima de mi hombro.
—Esto lo hago por él —murmuro—. Y por ti. Por todos. Para que podamos vivir en paz de una vez, y si me voy ahora, sé que me arrepentiré de haberlo hecho —añado—. Marchaos, yo me encargo. Te lo llevaré envuelto y con un lacito.
Rick asiente con rabia. Con ese gesto en su rostro y esa mueca en sus labios que siempre hace cuando sabe que alguien lleva la razón, por mucho que eso le cabree.
—Si no has vuelto en dos horas al siguiente punto, volveré a buscarte —sentencia, sin darme oportunidad a una réplica.
Gabriel exhala, nada convencido de este plan y tira de Rick. Este pone una mano en mi hombro en un gesto de cariño.
Quizá el último.
—Vuelve, Áyax —susurra con dolor.
Le miro, sus ojos están anegados en lágrimas.
Sonrío.
—Yo siempre vuelvo.
Camino medio agachado, esquivando pedazos de valla destrozados y cuerpos de caminantes desmembrados que se arrastran todavía con vida por el suelo.
Bueno, vida.
Los coches ya se han marchado, dejando paso a la horda de muertos que comienza a abalanzarse hacia El Santuario. El olor a podredumbre y carne quemada invade el ambiente, y el calor de las llamas, que poco a poco se extinguen, se vuelve insoportable.
Soy consciente de que la invisibilidad que me otorga la inmunidad, se ha ido a la mierda al moverme rápido entre los muertos que acaban de llegar.
Aprieto los dientes con enfado cuando no diviso a Negan por ningún lugar. El muy cabrón debe de haberse largado, sabiendo lo que se avecinaba.
A unos cuantos metros de distancia, diviso una de las caravanas tapiadas que solían usar algunos de los obreros como vivienda.
Los muertos se ciernen sobre mí y tengo que hacerme hueco a empujones y disparos hasta llegar a ella.
Atranco la puerta a mi espalda, sintiendo los fuertes empujones y golpes de esos seres, que pretenden hacerse paso a toda costa.
Cierro los ojos unos segundos y suspiro, apoyando mi cabeza en ella.
La larga, pero estrecha caravana, está prácticamente a oscuras. Un haz de luz se cuela por cada ranura que hay en las ventanas, tapiadas con tablones de madera.
—Mierda —gruño. Me acerco a una de las ventanas y miro a través de ellas.
Son demasiados como para siquiera replantearme la idea de salir ahora.
—Me va a tocar quedarme aquí quietecito y después encontrar a ese cabronazo —musito con rabia.
Una escalofriante risa se escucha desde el otro extremo de la caravana, haciéndome girar bruscamente en su dirección.
La gran silueta se va haciendo más visible a medida que se acerca hacia los pequeños rayos de luz que se filtran entre los tablones.
La sangre en mis venas se hiela.
Negan sonríe.
—¿Acaso me estabas buscando?
Trago saliva.
Pero mis labios se curvan en una gran y amplia sonrisa.
—Me acabas de facilitar mucho el trabajo —siseo.
El hombre del bate se carcajea, pero rápidamente su rostro se contrae en una mueca de dolor que pretende ocultar. Frunzo el ceño y dirijo mi mirada hacia lo que su mano izquierda encubre en su pierna.
Una gran herida abierta, que no para de sangrar.
—Estás herido.
Esas palabras escapan de mis labios antes de que yo pueda ordenarlo siquiera.
El hombre usa a Lucille como bastón y se apoya en la pared más cercana cuando casi se cae por el esfuerzo.
—Tienes que mejorar tu puntería —dice conteniendo el aliento.
—Si no te atienden rápido, podrías morir en cuestión de horas —musito incrédulo.
Incrédulo de mí mismo.
Como si esas palabras no me pertenecieran a mí.
El hombre arquea las cejas y descansa su espalda en la pared.
—Bueno, es lo que querías, ¿no? —dice sonriendo—. Siéntate a contemplar cómo ocurre.
Aprieto los dientes y cierro los ojos con fuerza.
No, Áyax, por favor.
No lo hagas Áyax.
No, Áyax, no.
JODER.
—Siéntate —gruño antes de volverme hacia él.
Empiezo a quitarme el pesado chaleco antibalas, comprobando que mi estado sea perfecto y nada haya logrado atravesarlo.
Negan me mira con sorpresa mientras se desliza hasta el suelo, viendo como dejo mi fusil en la mesa tras de mí junto al chaleco, para después aproximarme hasta él con cautela. Clavo una rodilla en el suelo, agachándome a su lado, y aparto de un manotazo rabioso la mano que usa para cubrir su herida.
El hombre ríe ante mi frustración.
No debería estar haciendo esto, debería estar degollándole.
Exhalo con rabia y observo su herida.
Un disparo muy claro ha perforado su muslo, la bala no ha salido y a cada minuto que pasa, pierde más sangre.
Mierda.
Pinzo el puente de mi nariz y cierro los ojos, como si me debatiera entre la vida y la muerte.
Entre su vida o su muerte, mejor dicho.
—¿Hay algo aquí con lo que pueda hacer algo de lo que me voy a arrepentir? —digo, refiriéndome a salvarle la vida.
Negan frunce el ceño, con los ojos medio cerrados.
—¿Por qué lo haces? —susurra mirándome.
—No lo sé. Cállate —gruño poniéndome en pie—. Hay algo o no.
Un leve asentimiento por su parte es la respuesta.
—En todas las caravanas debería haber utensilios de primeros auxilios en el armarito del baño —dice encogiéndose de hombros—. Mierdas básicas, ya sabes. Tú eres el médico aquí.
—Sí, te he entendido, cierra el pico y presiona la herida.
Me dirijo al minúsculo baño, y de donde él dice, saco todo aquello que creo necesario, para después volver a su lado. En todo el proceso, sus ojos no han dejado de seguir mis pasos.
—¿Por qué lo haces? —repite con sorpresa.
Cierro los ojos y suspiro profundamente.
Ni yo lo sé.
Creo que nadie podría saberlo.
Pero me estoy mintiendo a mí mismo.
Una parte de mí. Una muy pequeña, lejana, remota y que tiene la voz de Carl, me está obligando a dejarle hablar primero antes de descerrajarle un tiro en la cara.
Al menos darle esa oportunidad.
Por mucho que yo no quiera.
Por mucho que lo odie.
Es ahí cuando tengo claro por qué hago esto.
Esto lo estaba haciendo por Carl.
Cojo las tijeras y rajo el agujero de su pantalón para tener un mejor acceso a la herida.
—Porque quiero matarte de igual a igual. No es tan divertido asesinar a un moribundo —respondo inspeccionando el grotesco y sangrante agujero de bala.
Negan se carcajea.
—Ya... yo creo que no es por eso. En el fondo no —dice observándome.
—Como sueltes alguna mierda paternal dejo que te desangres —escupo entre dientes, incapaz de devolverle la mirada.
—En el fondo... —Negan suelta un quejido cuando paso por su herida una gasa empapada en yodo, para limpiarla y desinfectarla—. ¡Joder! ¿Me estás haciendo daño a propósito?
Muestro una cínica sonrisa.
—No, qué va —miento.
Y Negan lo sabe.
Y por eso vuelve a sonreír.
—Podría matarte si quisiera —dice, alzando a Lucille a la altura de mi cara, alternando su mirada de ella a mí. Da un vistazo a mi chaleco y mi arma, a lo lejos en la mesa—. ¿Eso no te da miedo?
Le miro fijamente.
—¿El lunático del bate le pregunta al psicópata asesino si tiene miedo? —respondo. Saco la pistola que siempre guardo en la parte trasera de mis pantalones y encañono su barbilla. Ambos volvemos a sonreír—. Hazlo, y los dos nos iremos juntitos y de la mano a visitar al Tío Lucifer, ¿te parece bien?
El hombre ríe una vez más. Una risa que se corta en un quejido, cuando con la otra mano presiono su herida.
—No estás en condiciones de amenazar a alguien. Y mucho menos a la persona que te está salvando la vida —gruño antes de guardar mi arma de nuevo—. No te creía tan estúpido.
Negan exhala el aire que retiene en sus pulmones.
Su rostro es completamente diferente al hombre que me encontré en el claro, una vez más. Las arrugas de expresión se marcaban suavemente alrededor de sus ojos y en su frente, así como las ojeras poco pronunciadas que se hundían en las cuencas de sus ojos. Su pelo, antaño negro, luce ya algunas canas como antes había podido advertir, pero dada nuestra cercanía, ahora lo aprecio mucho mejor. Su barba, de tonos blancos, grises y negros, está algo más descuidada de lo que solía ser. Y el tono de su piel se vuelve más pálido, a medida que la sangre fluye por la herida abierta.
El tiempo no pasaba en balde para ninguno de nosotros.
Yo ya no era un niño y a él el estrés debía estar pasándole factura.
Su aspecto cansado y marcado por el paso del tiempo, le hacía parecerse al Negan que había conocido durante mi estancia en El Santuario.
Niego con la cabeza casi de forma imperceptible.
Ese Negan nunca había existido de verdad, era tan solo una pantomima.
Ahora lo sabía.
Dale las gracias a Carl de que sigas con vida.
—Bueno, calma. Pongámonos cómodos. Vamos a estar aquí por un buen rato —dice tras unos momentos de silencio, intentando apaciguar el ambiente, observando las sombras de los caminantes que se dejan entrever por las ventanas tapiadas.
—Habla por ti —respondo, cogiendo una nueva gasa—. Yo podría abrir esa puerta, dejar que te mataran y disfrutar con ello.
Negan curva sus labios en una mueca cansada, que pretende emular una sonrisa.
—¿Lo harías? Lo de disfrutar, digo.
Mis pupilas se clavan en las suyas.
—Tú ponme a prueba.
El hombre niega con la cabeza. Un suspiro escapa de sus labios, y le observo con detenimiento, cerciorándome de que no se está muriendo por la pérdida de sangre.
—Yo no disfrutaría si fuera al revés—murmura.
Mis manos detienen su labor y le miro fieramente, cual león que observa a su gacela.
—Mi espalda no opina lo mismo —siseo, tentado de clavarle las tijeras en la herida y retorcerlas hasta que se desangre en mis manos.
Tengo que contar hasta tres antes de retomar mi tarea, esa que todavía no sé por qué estoy haciendo.
—Lo sé, aquello estuvo mal —reconoce.
Arqueo las cejas.
No con sorpresa, si no con sarcasmo.
Meto mis dedos en su herida, hurgando en ella para poder alcanzar la bala, y el rostro de Negan se contrae en una mueca de dolor. Mis dedos se revuelven en su carne, removiendo músculos desgarrados y sangre. Muerde sus labios con fuerza y sus manos se convierten en puños. Una fina capa de sudor comienza a cubrir su piel a medida que rebusco en los siguientes y largos minutos.
Hasta que doy con la bala, y la saco.
—Cabrón —gruñe abriendo los ojos de golpe.
Sonrío.
—Estamos en paz por aquello —sentencio, dejando caer la bala ensangrentada en su regazo.
El hombre jadea en busca de aire, con la mirada fija en su herida abierta.
Cojo el paquete que contiene el hilo de sutura, lo abro y lo sostengo en mis manos empapadas en sangre.
—Vamos a morir aquí, o al menos tú —digo acercando la aguja a su piel—. Confiésate si quieres, que tu alma se vaya limpia al menos.
Negan ríe y se queja prácticamente a la vez, a medida que deslizo el hilo por su piel herida, haciéndole sentir cada centímetro del mismo.
Tengo mil formas para evitar que esto le duela, como hizo Hershel conmigo y con mi labio en la prisión.
Pero lo que no tengo son motivos para usarlas.
Si por ahora no iba a matarle, nada me impedía hacerle al menos sufrir un poco.
—Te has juntado demasiado con el cura... ¿desde cuándo te importa eso a ti? —pregunta antes de morder sus labios a causa del dolor, reteniendo un gruñido—. ¿Acaso tienes tú el alma libre de pecado?
Le devuelvo una sonrisa cargada de ironía.
—En absoluto, pero de los dos soy el que menos posibilidades tiene de morir ahora mismo. Por eso pretendo ayudarte a ti, tendré la conciencia limpia al menos por eso —respondo con sarcasmo, enfrascado en mi labor, sin tan siquiera mirarle.
El hombre del bate niega lentamente con la cabeza.
—Ni tú ni yo tendremos nunca la conciencia limpia, hemos hecho demasiadas cosas.
—Algunos más que otros —comento de forma mordaz, enarcando una ceja, deslizando el hilo nuevamente.
Mi voz interna me grita un gran «hipócrita» que retumba por toda mi mente.
«No somos tan diferentes».
Esa frase me provoca un escalofrío que me esfuerzo en ignorar.
Alzo la cabeza y le observo durante unos segundos.
—Siempre he sentido curiosidad por saber quién eras antes de todo esto —confieso a bocajarro, sin estar muy seguro de cuándo y por qué lo he dicho.
Pero era la verdad.
Una parte de mí necesitaba separar al hombre del mito, para comprender que era un simple mortal más que podía morir.
Miro su herida.
Hasta los dioses sangran.
Negan parece perderse en sí mismo, como si hiciera tanto tiempo de su vida antes de esto, que ya no hubiera existido.
No, Negan no iba a responderme. Significaba bajar los escudos y las murallas de su figura, y el hombre frente a mí nunca estaría dispuesto a eso.
Me habría engañado a creerlo durante mi estancia junto a él, pero ahora sabía que no sería así.
—Era profesor de gimnasia —confiesa en un susurro.
El hilo de sutura casi cae de mis manos y tengo que pisar el suelo con firmeza, porque he estado a punto de caerme de culo al oírle.
Alzo la vista hacia él bruscamente, enderezándome cómo un resorte.
—¿Por qué me respondes? —inquiero, pensando en voz alta.
Negan frunce el ceño y niego con la cabeza.
Parpadeo unas cuantas veces, incrédulo.
Le miro a él y luego a su herida.
Y, por último, de nuevo a él.
—¿Profesor de gimnasia? ¿Estás de coña? —Una carcajada brota de mí sin poder evitarlo—. Perdona, es que... joder, no te imagino obligando a los niños a dar vueltas al patio. No al menos sin un bate y matando uno de ellos para que el resto te haga caso.
Negan ríe y sacude la cabeza, exhalando un largo suspiro.
Un suspiro de... ¿alivio?
Era la primera vez que veía a Negan reír de forma genuina tantas veces seguidas.
—No se me daba mal, ¿sabes? —dice con ligero orgullo en su voz, que se pierde al clavar de nuevo la aguja en su piel, por última vez—. Hasta que perdí el trabajo.
—¿Por qué?
Y, una vez más, la pregunta escapa de mí sin que yo pueda hacer nada para remediarlo.
Pero, en parte, la curiosidad me estaba matando.
Necesitaba saber más del hombre.
Necesitaba razones... para no matarle.
Cierro los ojos y mi mandíbula se tensa unos segundos, gesto que no pasa inadvertido por el hombre, pero que decide no comentar.
—Tuve un... altercado —añade antes de tragar saliva—. Le pegué una paliza a un tipo. Se lo merecía, era un jodido capullo, así que por supuesto que lo merecía. Incomodó a mi mujer.
Mis ojos se abren de par en par y mis manos se detienen ante ese detalle que se le ha escapado.
—¿Tu mujer? —susurro con un hilo de voz, mirándole fijamente.
Pero Negan aparta la vista.
Y no creo lo que he visto en sus ojos.
En su mirada.
En sus pupilas.
Verdadero dolor, eso es lo que encuentro en ellas.
El hombre acaricia el bate en el suelo a su lado con el pulgar, de forma suave, como si fuera un acto reflejo que le trae algo de paz.
Trago saliva y mi respiración se corta.
—Lucille —sentencio.
Negan cierra los ojos y una lágrima desciende por su mejilla.
Mi boca se abre ligeramente.
Negan.
Está.
¿Llorando?
—Tenía cáncer —dice. Su voz suena fría, inhumana y sin vida.
Como la de un ser al que le han robado el alma y anhela encontrarla de nuevo.
Como si esa alma, fuera su mujer.
—Y yo la engañé —añade sin un ápice del sarcasmo o ironía que le caracteriza—. Tenía cáncer, y en lugar de estar con ella... la engañé con otra. E incluso así, ella me perdonó. Esa es la clase de persona que soy.
Trago saliva de nuevo, pues mi garganta se ha secado por completo.
Mi mirada ha sido incapaz de despegarse de sus ojos, anegados por las lágrimas que no piensa derramar frente a mí.
Porque él no me mira.
No puede.
No quiere.
Y no debe.
O eso cree en su fuero interno. Pues ya me ha mostrado más debilidad que a cualquier otro, estoy completamente seguro.
Porque lo que acaba de confesarme, parece pesarle más que cualquier otro crimen que haya cometido.
¿Así que existió un Negan antes que el de ahora?
Es una pregunta bastante estúpida, pues todos teníamos un antes y un después de esto.
Pero eso me hacía verle diferente en cierta forma.
Un Negan casado, que daba clases a niños y que no era del todo un mal tío.
Un Negan con el que, probablemente, me habría llevado bien.
Mis manos tiemblan cuando le coloco el apósito que cubre y protege su herida de posibles infecciones.
Ya no existía riesgo de muerte.
Al menos no por la herida.
—El infierno tendrá que esperar —concluyo palmeando su pierna con suavidad—. Por ahora.
Negan sonríe cansado.
Me siento en el suelo, frente a él, apoyando mi espalda en la pared contraria. Doblo mis rodillas y apoyo mis codos en ellas, observando mis manos manchadas de sangre.
De la sangre de Negan.
En mi piel.
Bajo mis uñas.
Cierro los ojos y sonrío amargamente.
Nunca imaginé que sería esta la forma en la que su sangre acabaría en mis manos.
—Gracias por contármelo —musito sin saber por qué—. No sabía que habías estado casado.
—Por supuesto que no lo sabías —dice, sonriendo, recomponiendo su compostura al parpadear para hacer desaparecer las lágrimas al borde de sus ojos.
Ahí estaba de nuevo.
Pero estoy seguro de que esa faceta vulnerable no se ha marchado del todo.
—Así que hubo una primera... después vinieron todas de las que has abusado.
Ese dardo no lo espera, y sus ojos se clavan en mi con fiereza.
Su rostro cambia a una mueca más agresiva, porque mi afirmación le ha dolido profundamente.
—No lo digas así —sisea con rabia— Yo no soy así, yo no soy como tu pa...
—¿Cómo mi padre? —le interrumpo enarcando una ceja en su dirección. Veo su nuez subir y bajar como si se tragara sus propias palabras—. No, me recuerdas a alguien que conocí y que era mucho peor.
Negan alza la barbilla con algo de sorpresa ante mis palabras, pero en su mirada no ha cambiado el brillo de la ira que le ha invadido ante mi acusación.
—Quién —gruñe.
Trago saliva y muerdo mis labios.
—Ya no importa. Está muerto. O eso espero —confieso.
Cierro los ojos y agacho la cabeza.
Mi piel se eriza ante su recuerdo.
He pasado años sin recordarle.
Cojo aire de forma profunda.
Y os he mentido a todos.
Sí, a vosotros también.
Doy un par de golpecitos con mi cabeza a la pared tras de mí, intentando escapar ante la semejante ola de recuerdos horribles que me acaba de sacudir. Ese ruido enfurece a los caminantes en el exterior, que parecen ponerse más nerviosos.
—Yo he limpiado mi alma, ahora es tu turno. Me debes al menos eso —dice Negan con sarcasmo, frunciendo el ceño en mi dirección.
Muerdo mis labios con rabia.
—Mentí a mi familia —siseo, sin creerme que de verdad vaya a hablar de esto tantos años después. Y con Negan—. Hay algo... de lo que nunca les hablé. Ni siquiera a Carl.
Esa afirmación hace que el gesto de Negan se vuelva serio y pierda de él todo rastro de rabia y enfado, consciente de la gravedad de mis palabras.
Y de mis actos.
—Nunca me he permitido pensar en ello, hasta hace poco. Hasta que fui consciente de lo que realmente sucedió, de por qué hice lo que hice —murmuro. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza—. Como si fingir que aquello no pasó hace que esa gente realmente no haya existido nunca.
Negan no parpadea. Su cuerpo está completamente estático, como si de una figura de piedra se tratara. Solo es capaz de sostenerme la mirada.
—¿Qué gente? —masculla sorprendido.
Trago saliva y suspiro.
—Antes de conocer a Rick... y a todos, estuve un año solo —aclaro—. O eso es lo que siempre les he dicho.
Muerdo el interior de mi mejilla durante unos segundos y observo como el temblor de mis manos aumenta.
Las lágrimas llegan a mis ojos, pero no voy a derramar ni una sola de ellas.
No puedo ni quiero hacerlo.
No por esa gente.
No por él.
—En los primeros meses de apocalipsis, logré dar con un grupo de gente bastante grande —explico, incapaz de aguantarle la mirada. Mi labio inferior tiembla y he de morderlo con fuerza antes de seguir hablando—. Parecían legales, buenas personas... pero allí estaba él.
El ceño de Negan se frunce.
—¿Quién? —susurra la pregunta como si así me mostrara que va a salvaguardar el mayor de mis secretos.
Cierro los ojos con fuerza.
—Víctor.
Mi voz sale de entre mis labios como un suspiro entrecortado.
Su solo nombre pone el vello de mi nuca de punta, erizando cada centímetro de piel que me recorre. Pronunciarlo deja un regusto amargo en mi boca, como si por ella hubiera pasado el peor de los venenos.
—Era un antiguo compañero de mi orfanato —continúo casi sin voz—. La razón por la que siempre yo dormía en el pabellón de chicas y no en mi cama. —Una mueca, similar a una sonrisa desquiciada, se dibuja fugazmente en mis labios. Sacudo la cabeza, eliminando esa serie de recuerdos enterrados que comienzan a brotar—. El caso es que estuve unos meses con ellos, puede que tres. Aprendí a valerme por mí mismo. A moverme entre los caminantes tal y cómo ellos hacían... a usarlos en mi favor... Víctor me enseñó a puentear coches y motos, incluso. Pero, aun así, en ese tiempo... joder, en ese tiempo lo que verdaderamente aprendí fue a desconfiar de la gente en este mundo. Aprendí por qué debía de hacerlo.
Negan me observa con detenimiento. Con una mezcla de confusión, extrañeza e incomprensión en sus ojos.
—Nos lideraba una mujer muy extraña, que tenía una escalofriante forma de pensar —añado dando un vistazo al hombre frente a mí, que sigue mirándome perplejo—. Pero no mucho más aterradora que el grandullón que era su mano derecha. Joder, ese tío estaba loco, iba siempre enmascarado con la piel de un muerto —digo frunciendo el ceño—. Ni siquiera tenía un nombre, todos le llamábamos «Beta».
El hombre del bate atiende mi historia sin interrumpirme ni juzgarme, cosa que me sorprende y desconcierta a partes iguales.
—Te habría encantado darle una buena paliza —confieso alzando una ceja hacia él.
Este se carcajea y entonces me mira.
—Gracias por contármelo. Ahora tenemos algo con lo que hacernos chantaje mutuamente —dice, haciéndome reír con sinceridad por primera vez.
Suspiro y sonrío cansado.
Y también puede que triste.
—¿Sabes por qué te lo he contado? —Negan niega con la cabeza, confuso—. Porque yo les maté.
Mis palabras le sobrecogen y se endereza en su sitio, incómodo ante la brusquedad de las mismas.
—O eso me gusta pensar —aclaro—. La noche que me harté... la noche que decidí que esa gente no podía seguir aquí... atranqué las puertas del edificio en el que habitábamos. Y le prendí fuego. Ni siquiera miré atrás.
Negan traga saliva con dureza.
Una ladeada sonrisa tira de mis labios cuando me recupero.
—Esa gente era un peligro —digo convencido—. Y no volví a sentir ese escalofrío hasta que te conocí a ti. O, mejor dicho, a Los Salvadores.
Niego con la cabeza y chasqueo la lengua.
—La gente como tú, la gente como Víctor y los suyos, no merecéis un sitio en un mundo que se está reconstruyendo. Cometí el error de darte una oportunidad, y no volverá a suceder. Mi oportunidad de comprender quién eres de verdad la tuve cuando Amber me liberó de aquella celda, y no pienso fastidiarla.
Entonces, Negan hace algo que no espero tras mis palabras.
Levanta la cabeza con lentitud.
Y sonríe.
—¿Ah sí? —inquiere retóricamente—. ¿Fue Amber la que te soltó?
Clavo mis ojos en los suyos y frunzo el ceño.
—A qué viene esa pregunta —gruño—. Ya deberías saberlo tras su fuga.
La sonrisa de Negan se amplía.
Lleva su mano enfundada en su guante hacia el bolsillo derecho de su pantalón y de este, saca una cajetilla de cigarros. Le miro con algo de sorpresa mientras se hace con uno y se lo lleva a los labios.
—¿Quieres uno? —dice como si nada, encendiéndolo con la cerilla que saca a continuación, tras raspar la cabeza de esta contra la cajita más pequeña que acababa de rebuscar en su bolsillo.
Niego con la cabeza.
—Ya no fumo —musito. Doy un vistazo a su herida—. Y tú tampoco deberías.
Negan se encoge de hombros y da una calada.
Exhalo con rabia ante su pasividad.
Y entonces le miro fijamente, sin poder aguantar mucho más.
—Por qué lo hiciste —siseo, intentando que mi voz no se rompa.
—¿El qué? —pregunta, confuso, mirándome de arriba abajo.
Resoplo con hartazgo.
—¡El espectáculo que diste en Alexandria! —bramo, haciendo que los caminantes se pongan nerviosos de nuevo—. ¡El odiarme de forma repentina! Te fui más leal que nadie y te creíste las mentiras que te contaban. Sabes que yo nunca te hubiera traicionado, lo sabías y aun así actuaste de ese modo hasta volverme loco.
Negan aparta el cigarrillo de sus labios y agacha la cabeza ligeramente, exhalando el humo con pesadez.
—Porque El Santuario ya no era un lugar seguro para ti —murmura sin ser capaz de sostenerme la mirada.
Entrecierro los ojos y ladeo la cabeza.
—¿Cómo has dicho? —gruño.
Negan carraspea, aclarándose la garganta.
Y entonces clava sus ojos en los míos.
—Este nunca fue tu sitio, por mucho que así yo lo quisiera —admite—. Simon empezó a alimentar el odio hacia ti, yo nunca le creí, pero el resto sí. Y eso se transformó en un peligro. Debía priorizar tu seguridad, ante todo.
Mis ojos se abren de par en par y me pongo en pie como un resorte.
Transformo mis manos en puños temblorosos, pretendiendo controlar la ira que empieza a invadirme en segundos.
—¿Mi seguridad? ¿Intentas hacerme creer que me hiciste un favor? —espeto con cinismo y una sarcástica sonrisa—. ¿Lo supiste siempre? ¿Sabías que yo no era un traidor e incluso así permitiste que me torturaran? Es más, ¿lo ordenaste?
Negan traga saliva.
—Tenía que guardar las apariencias —susurra con la cabeza agachada y la mirada fija en el cigarro que se consume entre sus dedos.
—¡Qué te jodan, Negan! —rujo con fiereza.
Comienzo a pasearme de un lado a otro por toda la caravana, contando hasta cien una y otra vez.
El corazón en mi pecho late a mil por hora.
Mi respiración se acelera más a cada paso que doy.
Y el temblor en mis manos se extiende por todo mi cuerpo, sin intención de cesar.
Lo ha sabido siempre.
Lo ha sabido todo este tiempo.
Y, aun así, lo permitió.
—Dame una buena razón por la que no deba matarte ahora mismo —siseo de espaldas a él, apoyando mis manos en la mesa, observando el fusil recostado en la misma.
Recreándome en los pros y los contras de abrirle un agujero en el cráneo de forma inmediata.
—¡Tenía que ser así, Áyax! —exclama, logrando que me gire con rabia hacia él—. La única forma de que los tuyos te admitieran de nuevo, era convertirte en un mártir frente a ellos. Un pobre chico manipulado por un jodido cabrón, que la había cagado al confiar en él. Era la única forma.
Mi labio inferior tiembla.
Aprieto los dientes.
Acorto la distancia entre ambos en un par de rápidas zancadas, lo cojo por el cuello poniéndolo en pie de golpe y saco la pistola tras mis pantalones de nuevo, encañonando su barbilla una vez más.
—No me lo trago, y una mierda —gruño con los ojos anegados en lágrimas.
Negan contiene un quejido de dolor y cierra los ojos con fuerza unos segundos.
—Es la verdad, en el fondo me crees —responde casi sin aire—. Tenía que mantener las apariencias con el resto de mis hombres, por eso te retuve un tiempo y después pudiste marchar.
Frunzo el ceño y limpio rápidamente la lágrima que rueda por mi mejilla con el dorso de mi mano, con la que sostengo el arma.
—No —susurro sin despegar mis pupilas de las suyas—. Eso no entraba en tus planes.
Negan sonríe como puede.
—¿Quién crees que te soltó? —dice arqueando una ceja—. ¿Quién crees que te sacó de aquella jodida celda?
Le suelto con brusquedad y me aparto de un salto hasta que mi espalda topa con la pared frente a él.
—No —repito. Muerdo mis labios y le apunto con mi arma. Las lágrimas ruedan por mis mejillas—. ¡Fue Amber! ¡De qué coño hablas!
Negan agacha la cabeza unos segundos y pisa el cigarro que había caído al suelo tras agarrarle. Entonces me mira y sonríe de nuevo.
—¿Seguro? —duda entrecerrando los ojos—. Es difícil que fuera así... teniendo en cuenta que a ella la dejé marchar un día antes que a ti.
El arma cae de mi mano hasta el suelo y mis ojos se abren de par en par.
Mi cuerpo entero tiembla.
Mi respiración se detiene.
Y mis ojos son incapaces de despegarse de los suyos.
La extraña actitud de Amber.
Las incongruencias en esa historia.
Las dudas sembradas por Carl.
Y entonces comprendo una verdad irrefutable.
Solo Negan podría haber hecho que mis atacantes huyeran despavoridos.
Solo Negan pudo ser aquella gran figura que me llevara a cuestas a la enfermería de Harlan.
Solo Negan podía despejar los pasillos, la salida y preparar una moto para mi huida.
Y solo Negan podía ordenar que dejaran de buscarme tiempo después.
—Fuiste tú... —susurro con un hilo de voz entrecortada.
Las lágrimas descienden por mis mejillas y mi cuello de forma incontrolable.
Este me muestra una cansada sonrisa.
—«Huye. Los pasillos están despejados. El patio de coches está despejado. La moto de color rojo oscuro es la única que tiene la llave puesta. Vete. No pares. No mires atrás. Simplemente vete» —dice con la cabeza agachada de nuevo, entonces alza su mirada hacia la mía—. ¿Te suena?
Cierro los ojos.
—La nota era tuya... tú me abriste la puerta —afirmo, secundando mis pensamientos y sus palabras.
Negan.
Lo hizo.
Por mí.
El suelo bajo mis pies empieza a tambalearse.
Todo comienza a dar vueltas a mi alrededor.
Deslizo mi espalda por la pared hasta caer vencido al suelo.
Él me soltó.
Me liberó.
Todo era un puto juego.
Una vez más.
Una vez más yo era un peón en un juego más grande que el mío.
—Si te solté no era para que iniciaras una jodida guerra —dice exhausto, frotando su cara con ambas manos, incrédulo de que su propio plan haya escapado de su control.
Alzo mis ojos hasta él.
—Y qué cojones creías que ocurriría —gruño entre dientes—. ¿Qué narices querías que pasara?
—¡Que te aterraras y huyeras para no volver!
Me pongo en pie de un salto.
—¡Me conoces! ¡Eso jamás ocurriría, maldito imbécil!
La mano de un caminante, exacerbado por nuestros gritos, rompe una de las ventanas, atravesando las maderas que nos protegían.
Ambos miramos en su dirección.
—Mierda —gruñimos a la par.
Ya no había tiempo para reproches.
Nos miramos fijamente y después al caminante de nuevo, que intenta entrar a cualquier precio.
—O nos unimos, o morimos aquí —dice el hombre, arqueando una ceja hacia mí—. ¡Vamos, Áyax! ¡Somos un equipo! ¡Como en los viejos tiempos!
Hago una mueca de asco, cojo mi pistola y disparo al cráneo del caminante que asoma por el agujero. Este cuelga ya muerto por el mismo.
—No somos un equipo —siseo hacia él, apartándome del cadáver.
Negan farfulla un «aguafiestas» y observa al caminante.
—¿Has hecho alguna vez el truquito de las tripas?
Sonrío con suficiencia.
—No me hace falta —respondo mirándole.
Negan pone los ojos en blanco y se aproxima al caminante para tirar de él hasta que logra entrarlo. Con su bate, aporrea el cuerpo de este, dejando las entrañas al descubierto. Se arrodilla ante el cadáver y comienza a cubrir su preciada chaqueta de cuero con ellas. Me da un vistazo de reproche, viendo como me he apoyado en la pared y cruzado de brazos.
—¿Ni siquiera piensas ayudarme? —pregunta con incredulidad.
Me encojo de hombros.
—Te he salvado la vida —digo, asesinándole con la mirada—. No me pidas más que eso.
—Yo también te la salvé a ti al liberarte —me recuerda.
Todavía sigo procesándolo.
Si es que algún día logro hacerlo.
No sé cómo debo tratarle.
Me siento perdido.
Desconcertado.
Mareado.
Tenso la mandíbula y giro la cara bruscamente.
Negan gruñe enfadado al no obtener una respuesta por mi parte y retoma su tarea mientras que yo me aproximo hasta la mesa y me recoloco el chaleco, para después coger mi fusil. Observo al hombre ya en pie y me pongo a su altura.
Ambos asentimos.
El hombre del bate abre la puerta de golpe y nos quedamos como estatuas.
Los caminantes empiezan a entrar como una estampida en el interior de la caravana, pero nos ignoran por completo. Con sumo cuidado y pasos lentos, Negan y yo comenzamos a salir del lugar. Debido a su estado, el hombre cojea y en un momento dado ha de apoyarse en mi hombro para poder caminar con normalidad.
Pero lejos de quejarme, ni siquiera me inmuto.
No me reprocho serle de ayuda.
No después de haberle salvado la vida.
No después de que él te la salvara a ti.
Sacudo la cabeza y resoplo, enfadado conmigo mismo.
Haciéndonos paso entre los centenares de muertos, Negan logra llegar a la entrada de El Santuario. Y entonces se vuelve hacia mí.
—Nuestros caminos se separan aquí, supongo —dice, dándome un vistazo.
Sorprendentemente, parecía incómodo.
Alzo las cejas con asombro.
—¿No me vas a retener como prisionero? —pregunto, mitad en broma, mitad en serio.
El hombre sonríe y niega con la cabeza.
—Vete, antes de que alguien más te vea y sea tarde.
Trago saliva y mi ceño se frunce ante sus palabras.
Es la segunda vez que te deja en libertad.
Agacho la mirada.
Pero entonces una idea fugaz cruza mi mente, y le miro a los ojos.
—Espera. —Sonrío—. Hay algo más que quiero que hagas por mí.
Negan me mira extrañado.
Pero no hay ni punto de comparación a la sorpresa que se instala en sus ojos, cuando me adentro en el interior de El Santuario con él.
—Cubre mis espaldas.
Mis manos se aferran con fuerza en torno al volante, intentando así que dejen de temblar. Hacía escasos minutos que acababa de salir con vida de El Santuario, con un coche que Negan me había dado para facilitarme la huida entre los caminantes.
Negan.
Negan me lo había dado, igual que me dejó la moto aquella vez, para que pudiera huir.
Igual que me salvó.
Igual que me liberó.
Parpadeo, como si así fuera a comprender mucho mejor la situación.
¿Significaba eso que el Negan que yo conocí en El Santuario era real? ¿Existía de verdad?
Tenso la mandíbula y sacudo la cabeza.
Me da igual.
Me importa una gran mierda lo mucho que pueda existir.
Lo mucho que pueda ser real.
Llevábamos demasiado con esta guerra, y si hubiera querido pararla lo habría hecho, solo quiere que nos dobleguemos ante él.
Por mucho que me respete, por mucho que pueda apreciarme, es lo único que desea conseguir.
No importa que haya salvado mi vida.
No me lo creo.
Negan debe morir, estoy seguro de ello.
¿De verdad?
Resoplo y muerdo mis labios.
Mi mente se había vuelto un torbellino de emociones, pensamientos y recuerdos desde que había salido de allí. Me había adentrado en las entrañas de El Santuario con suma cautela y con el hombre del bate guardando mis espaldas. Gracias al espectáculo de fuera, todos los lugartenientes estaban reunidos en la sala superior y no había nadie recorriendo los pasillos que componían el sótano. Un escalofrío me recorrió el espinazo cuando vi aquella puerta de la que fue mi celda. Ese amargo y oscuro cubículo que a veces me seguía atrapando en sueños. En absoluto silencio, Negan tiró de mí hasta la habitación que necesitábamos, esa a la que yo le había pedido que me llevara. Una habitación donde se encontraban en cajas todos los objetos requisados.
Mi ropa antigua.
Mis armas.
Pero, sobre todo, y por lo que había arriesgado mi vida para llegar hasta ahí: la pulsera que Carl me regaló por mi cumpleaños, tras escapar de la prisión.
Esa que yo ahora llevaba de nuevo en mi muñeca izquierda, ocupando su lugar correspondiente al fin.
También había recuperado mi antiguo cuchillo y la daga de mi bota.
Eso último hace que un escalofrío me sacuda de nuevo.
Era extraño sentirme tranquilo al tener de vuelta mi daga, esa que llevaba conmigo desde el primer año de fin del mundo en el que estuve... solo.
Trago saliva, inspiro y espiro con profundidad al recordar mi confesión.
O, mejor dicho, al recordarle a él.
Al legítimo dueño de esa daga.
Piso a fondo el acelerador, ignorando esos pensamientos, puesto que si los había mantenido enterrados durante años no iba a sacarlos ahora.
En cuestión de diez minutos o menos, llego al cuartel de Los Salvadores, aquel donde encontraríamos sus armas. Los muy capullos las habían cambiado de sitio a sabiendas de que yo era conocedor de su guarida original.
Pero éramos mucho más listos que una simple estratagema.
Así que ahora empezaba la siguiente fase del plan.
El eco de los disparos y los gritos que envuelven el edificio me dan la bienvenida.
Salto del coche con el corazón a mil, aferrándome de nuevo al fusil y afianzando el agarre de mi chaleco ajustado a mi torso. Camino deprisa, medio agachado, adentrándome en el interior del edificio y sigo el sonido de los disparos.
Subo escaleras y cruzo largos pasillos, topándome con algunos de los míos a quienes, por suerte, veo sanos y salvos. Con el sudor cayendo por mis sienes y el pulso latiendo fervientemente en mi cuello, camino en extremado silencio por un oscuro pasillo. El sonido de las balas es lo único que se oye. Y cuando doblo la siguiente esquina, choco contra el cuerpo de alguien y caemos ambos de espaldas.
—¡Podría haberte matado, idiota! —brama Daryl asustado, extendiendo una mano para ayudarme a incorporarme.
Sonrío.
—Qué más quisieras —espeto, aliviado de que sea él con quien me he dado de bruces y no un Salvador.
—¡Áyax! —exclama la voz de Rick a mis espaldas. Acelera el paso para llegar a mi altura y pone una mano tras mi nuca, dándome un rápido vistazo—. ¿Estás bien? ¿Estás herido?
Niego con la cabeza y apoyo mi mano en su antebrazo.
—Estoy perfectamente, tranquilo. Todo está bien.
Los ojos de Rick se entrecierran. Ladea ligeramente la cabeza y sus pupilas me recorren de arriba abajo, deteniéndose en mis manos, cubiertas de sangre seca.
La sangre de Negan.
Pero, para mi suerte, ignora la repentina presencia de la pulsera.
—¿Seguro que estás bien? —pregunta, señalando con la mirada mis manos.
Tenso la mandíbula.
Asiento un par de veces y parpadeo.
—Sí —miento. Un frío sudor se desliza por mi columna—. Tuve que hacerme paso entre los caminantes para huir.
—Has tardado demasiado —añade Daryl, que me mira con esa desconfianza propia de un hermano que sabe que algo escondes.
Trago saliva y me encojo de hombros, frunciendo los labios en un gesto despreocupado.
—Tuve que esconderme. Los caminantes notaron mi presencia, y debía esperar.
Rick asiente y algo de mí me dice que se ha creído mis palabras.
Pero los ojos de Daryl siguen siendo los mismos.
—¿Y Negan? ¿Diste con él? —inquiere Rick casi en un susurro, asegurándose que nadie más pudiera oírnos.
Mi garganta se seca y niego con la cabeza.
—No —miento una vez más. Carraspeo bajo la inquisidora mirada de Daryl—. El muy cabrón se escabulliría. Pero Gabriel tiene razón, dudo que escape de allí.
Rick resopla ante mi respuesta, con algo de rabia, pues la incertidumbre le estaría matando.
—¿Cómo sabías que estábamos aquí arriba? —pregunta entonces observando el pasillo que nos rodea, preocupado de que alguien aparezca de forma repentina.
—No lo sabía —admito con naturalidad—. Pero si oyes el tiro, es que no es para ti.
Rick sonríe y palmea mi hombro.
—Está bien, hemos revisado todo el edificio mientras estabas allí. Si no aparecías para cuando hubiéramos terminado, volvería a por ti —reconoce. Asiento aliviado de que no haya tenido que ser así—. Solo quedan esta y las dos últimas plantas de arriba.
Muerdo mis labios y cojo aire, comprendiendo la situación.
—De acuerdo —murmuro rascando mi barba de pocos días—. Somos tres, separémonos entonces, que cada uno de nosotros cubra una planta. Subiré a la última.
Rick asiente decidido, alegando que subirá a la siguiente, dejando entonces a Daryl en esta, y en caso de que ocurriera cualquier cosa, disponíamos de los walkies que nos comunicaban con el resto de nuestro equipo.
Cuando el ex policía se pierde escaleras arriba, la mano de Daryl se aferra en mi hombro y estampa mi espalda contra la pared.
Le miro fijamente, sorprendido por su brusquedad.
—No nos estás mintiendo de nuevo, ¿verdad, Áyax? —sisea a escasos centímetros de mi rostro.
Trago saliva con dureza para aplacar la repentina sequedad de mi garganta y niego con lentitud.
Daryl me suelta.
—Más te vale —gruñe dándome un último vistazo.
Me da la espalda y se adentra en el largo y oscuro pasillo, dejándome estático en mi sitio.
Porque podría engañar a muchas personas.
Pero en lo que a Negan se refiere, a Daryl Dixon jamás podría mentirle frente a frente.
Cierro los ojos.
Estaba jodido.
Subo los escalones a toda prisa hasta llegar a la última planta. El lugar estaba en completo silencio, pero no era un silencio cualquiera.
Era un silencio provocado.
Un silencio que alguien quiere que creas que es real.
Me quedo erguido en mi sitio, caminando a pasos lentos y silenciosos, sosteniendo el fusil entre mis dedos.
Y sin tan si quiera poder darme cuenta, al llegar a la sala al final del pasillo, un hombre se abalanza contra mí.
Me empuja por las costillas con un placaje que nos derriba a los dos. Un alarido de dolor escapa de mi garganta cuando el impacto es directo contra la costilla que he debido fisurarme en El Santuario. Mi fusil va a parar a la otra esquina de la habitación.
Clavo mis pupilas en el Salvador que me retiene.
Uno de los hombres de Simon.
Uno de los que me propinó la paliza, es quien envuelve mi cuello con sus manos intentando estrangularme. Le asesto un puñetazo en el pómulo que lo desestabiliza por completo, y el que entonces le retiene contra el suelo, estrangulándole, soy yo.
—¿Dónde están las armas? —rujo antes de pegarle otro puñetazo. Y en vista de que se niega a responder, le doy otro más.
El hombre saca su cuchillo de su cinturón e intenta clavarlo en mi cuello.
Esquivo su puñalada y le disloco el hombro, haciéndome con el cuchillo.
Profiere un agónico grito de dolor. Le coloco boca abajo, retorciendo su brazo dislocado contra la espalda, con cada una de mis rodillas a un lado, aprisionándole, y estampo su cara contra el suelo en señal de advertencia.
—¡Responde, cabronazo! —rujo. Levanto su cabeza del suelo agarrando un puñado de su pelo y poso la hoja del cuchillo en su cuello—. ¿Dónde están las armas? ¡Habla!
El perro Salvador gimotea de dolor. Regueros de sangre descienden por su rostro y en sus ojos se acumulan las lágrimas. Niega con la cabeza.
—No... no lo sé —balbucea con los ojos clavados en la puerta entreabierta paralela a nosotros—. Por favor... ten piedad... por favor...
Así que, tras la puerta, ¿eh?
Sonrío.
Acerco mi boca a su oído.
—¿La misma que tuviste conmigo aquella vez? —siseo enarcando una ceja.
El tipo ni siquiera me mira, sus ojos no se apartan de la puerta.
Niego con la cabeza, y el hombre llora con desespero.
—Nos vemos en el infierno, hijo de puta.
Deslizo la hoja del cuchillo de un extremo a otro de su cuello con suavidad, como una caricia mortal.
La sangre sale con fuerza y salpica parte de mi rostro.
Mi corazón late frenético.
Desbocado.
La locura me consume al igual que su vida lo hace.
Así lo veo en sus ojos, abiertos de par en par con expresión aterrada.
Cubro su boca con mi mano izquierda, asfixiándole del todo, impidiéndole que grite.
La vida escapa de él por la herida de su cuello junto con la sangre, y puedo ver como su existencia se apaga por completo, con su mirada opaca todavía clavada en la puerta y una lágrima descendiendo por su mejilla.
Una ladeada y desquiciada sonrisa se dibuja en mi rostro, surcado por la sangre que cae en regueros hasta mi cuello.
Jadeo por el esfuerzo y lanzo el cuchillo a un lado.
Suspiro.
Y entonces sigo el recorrido de sus pupilas sin vida, hacia la puerta.
Algo, de lo que me arrepentiré toda mi vida.
Unos ojitos azules, abiertos de par en par, me observan sin comprender tras la obertura de la puerta.
Mi cuerpo se congela y mi corazón deja de latir al menos durante unos cuantos segundos.
Mis pulmones dejan de recibir oxígeno.
Y todo en mi fuero interno se desconecta.
Como un impulso, me aparto de golpe del cadáver que tengo debajo de mí hasta pegar mi espalda a la pared contraria a la puerta.
Me he quedado completamente petrificado en mi sitio.
Cubro mi boca con la mano derecha, temblando, sin apartar mis ojos de su mirada.
Esa mirada extrañada que no entiende nada de lo que pasa frente a ella.
No entiende que hace su padre en el suelo, inerte, bajo un charco de su propia sangre y sin dejar de mirarle a ella fijamente.
Ni tampoco por qué su asesino se ha quedado sentado, petrificado y con las pupilas clavadas en sus ojos.
Pero, por supuesto, nada de eso logra identificarlo.
Porque la pequeña debe de tener al menos unos tres años.
Puede que menos.
Puede que más.
Ella solo había gateado hasta la puerta, porque ha oído ruido.
Es una reacción completamente normal.
Lo que no lo es, es lo que está viendo.
Me pongo en pie, tambaleante.
El suelo se mueve bajo mis pies y todo comienza a dar vueltas.
Las arcadas me dejan sin aire.
Mi campo de visión empieza a oscurecerse.
A tientas y cómo puedo, logro llegar al baño al final de la sala, a la derecha, junto a la ventana por la que veo como los míos siguen aniquilando Salvadores.
Caigo de rodillas al suelo, y, casi sin ver, me arrastro hasta la taza del váter.
Vomito contra ella, vaciando todo el contenido de mi estómago, con la imagen de esos grandes ojos azules grabados en mi mente.
Es lo único que logro ver.
Porque es entonces cuando comprendo una única realidad.
Acabo de matar a un hombre, frente a su hija pequeña.
Acabo de matar a un hombre, frente a su hija pequeña.
Acabo de matar a un hombre, frente a su hija pequeña.
Acabo de matar a un hombre.
Frente a su hija pequeña.
Me apoyo en el lavabo para lograr levantarme, y mi mirada no se despega del reflejo que el espejo le devuelve.
Mi piel ha perdido cualquier rastro de color y vida.
Un hilo de saliva cae de mis labios y lo limpio perezosamente.
La sangre del Salvador cubre gran parte de mi rostro.
Mis ojos están rojos por las lágrimas, que no he dejado de derramar sin darme cuenta.
Abro el grifo y limpio mis manos, frotando con fuerza.
Agarro bruscamente la toalla a mi lado y una vez la he humedecido, limpio mi cara, frotando contra ella hasta dejarme la piel roja.
Asegurándome de haber eliminado cualquier rastro del líquido carmesí, todavía caliente.
Paso las manos por mi cara, refrescándome con el agua congelada.
Mojo mi nuca.
Mis manos.
Mi cuello.
Intento despejarme como sea.
Intento eliminar de mí todo lo que acabo de vivir.
Pero, aun así, la imagen del espejo no cambia.
Sí, ahora no hay sangre en ella, pero sigue habiendo un asesino en el reflejo.
Cierro los ojos con fuerza y lloro en silencio, pasando mis manos por mi pelo hasta mi nuca, aferrando con fuerza y rabia un par de mechones al final, apoyando mis codos en el lavabo.
Lloro.
Lloro de forma descontrolada.
Lloro tanto que mi cuerpo tiembla.
Qué cojones acabo de hacer.
Qué he hecho.
Qué mierda acabo de hacer.
Soy un puto asesino.
Un gruñido me despierta del letargo.
Alzo la cabeza bruscamente y me observo en el reflejo.
Un gruñido.
El hombre.
El hombre se está despertando como un caminante.
Y la niña.
La niña sigue en su habitación.
Despedido como una bala, salgo del cuarto de baño y arrastro al muerto hacia el pasillo, que empieza a revolverse en mi agarre y a lanzar mordiscos.
Clavo mi cuchillo en su sien y en seguida me envuelve el silencio de nuevo.
Jadeo cuando las lágrimas llegan otra vez a mis ojos.
Qué hago.
Qué hago.
Qué hago.
No puedo dejarla ahí.
No puedo abandonarla en mitad de esta guerra.
No puedo marcharme y dejarla después de haberle arrancado a su padre de su lado.
Las lágrimas caen por mis mejillas y las limpio con rabia.
Vuelvo al baño y cojo la toalla, cubriendo con ella la cabeza y parte del torso del hombre.
Me aproximo con cautela a la puerta de la habitación.
Tengo que inspirar profundamente al menos tres veces antes de abrir la puerta del todo.
Una habitación de paredes rosas me da la bienvenida, cubiertas con decoraciones infantiles y caseras. Lo primero con lo que mis ojos topan, es con un nombre pintado con bonita caligrafía en la pared.
Gracie.
Cierro los ojos con fuerza y una lágrima rueda silenciosa por mi mejilla.
El lugar huele a una mezcla de colonia de algodón de azúcar y ropa limpia, contrastando con el olor a sangre y pólvora de ahí fuera, e inconscientemente, dejo que ese suave aroma inunde mis pulmones. Como si eso otorgara un descanso a mi mente.
Algunos juguetes están esparcidos por el suelo, sobre la alfombra en la que estoy. Avanzo un paso en dirección a la pequeña cama, que está desecha. Me percato de que, a cada paso que doy, dejo una huella de sangre y barro en la suave y blanca alfombra de pelo. Cierro de nuevo los ojos con fuerza unos segundos y muerdo mis labios.
La pequeña no está por ningún lado.
Y por unos momentos, mi yo de cuatro años vuelve a mí.
Así que apuesto por lo que sé y lo que conozco.
Me agacho con lentitud y miro bajo la cama.
Ahí está.
Tengo que enderezarme momentáneamente para limpiar las lágrimas que brotan nuevamente de mis ojos.
Vuelvo ponerme a su altura.
Sus ojos azules me observan con la misma incomprensión de antes. Lleva un pijama estampado con diversos soles de colores y sus manitas se aferran con fuerza al peluche que pega a su pecho. Un peluche de un caballo negro, que irónicamente me recuerda a Sombra. Algunos de los lisos mechones de su pelo azabache y corto, dado también su corta edad, caen por su frente.
—Hola... ¿Gracie? —murmuro, captando su atención—. Es un caballo muy bonito.
La pequeña mira a su peluche y después a mí. Se aferra al muñeco y se lleva una de sus orejas a la boca, haciéndome sonreír ante un acto tan puro, después de lo que acababa de ocurrir.
Me tumbo y me meto bajo la cama, junto a ella.
—Me llamo Áyax —murmuro. Ambos nos quedamos en silencio por unos momentos—. Yo también me escondía bajo la cama cuando era pequeño —digo, viendo cómo, a pesar de probablemente no saber hablar todavía, puesto que no era la misma enseñanza en el mundo de antes que en el de ahora, parecía entenderme—. Cuando los... monstruos venían a por mí.
Trago saliva.
—Pero ya no hay monstruos fuera, me he asegurado bien —añado.
Mentira, tienes uno a tu lado.
Cierro los ojos, inspiro y espiro.
—¿Quieres salir de aquí? —le pregunto—. Tu padre... ha tenido que... marcharse. Y no podrá cuidar de ti.
Me doy asco.
Pero no tengo otra alternativa.
No puedo abandonarla a su suerte.
La pequeña se aferra a su peluche de nuevo. Sus mejillas, sonrosadas y regordetas, se hinchan ante su puchero aterrado.
—Yo también tengo un caballo como ese, pero es mucho más grande —explico, acariciando al peluche en un gesto de cariño—. Si salimos de aquí, te lo enseñaré, ¿vale?
La niña aparta la mirada, dudosa, balbuceando alguna palabra ininteligible.
—Nada va a pasarte mientras yo esté a tu lado, te lo prometo —afirmo. Tengo que carraspear cuando mi voz se rompe al final de la frase—. Voy a protegerte a ti y a él, ¿vale? —añado, señalando al peluche entre sus manos.
Por alguna razón que desconozco, eso parece surgir efecto a pesar de no saber siquiera si me ha entendido.
Salgo de la cama y ella hace lo mismo gateando. Me agacho frente a ella y la cojo entre mis brazos. La pequeña apoya su cabecita en mi hombro y de entre sus labios escapa un suave suspiro, probablemente de sueño o cansancio. Su calor corporal me envuelve como si de un cálido abrazo se tratara.
No ha dudado en confiar en mí, a pesar de lo que acaba de ocurrir frente a ella.
Probablemente nunca lo recuerde, es demasiado pequeña.
Mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas, pero lo ignoro.
Salgo de la habitación justo en el momento en el que unas pisadas, rápidas y firmes, resuenan por el pasillo.
No me hace falta temer que sea otro Salvador.
Las reconozco.
Sé de quién se trata.
—¿Áyax, qué...? —inquiere Rick, que ha detenido sus pasos de golpe al final del pasillo.
El pelo le cae por la frente, alborotado y empapado en sudor, su ceja derecha sangra y tiene el pómulo amoratado.
Él tampoco lo ha pasado precisamente bien.
Sus ojos se posan en el cadáver cubierto con la toalla en el suelo, después en la pequeña en mis brazos, y a continuación en mí.
Rick agacha la cabeza y suspira, frotando su barba y colocando la otra mano en su cadera, comprendiendo lo que ha sucedido frente a él.
—Siento que esto haya tenido que pasar —murmura con dolor. Da unos pasos en mi dirección y hace ademán de sostener a la pequeña, pero esta aferra su manita libre a mi chaleco y se aprieta contra mi pecho. De forma instintiva, la estrecho contra mí y doy un paso hacia atrás. Rick me observa con sorpresa—. ¿Áyax?
Mi corazón late con fuerza en mi pecho.
—No —musito con la mirada perdida y la voz rota.
La niña nos observa curiosa y con temor, con sus ojos grandes y brillantes, analizando a los extraños que acaban de aniquilar a toda su familia.
Rick traga saliva.
—Pero...
—No —repito, pero esta vez con más convicción, mirándole fijamente.
Rick me devuelve la mirada de la misma forma, intentando procesar lo que sucede.
Y lo que ello significa.
Ya no había vuelta atrás.
Cada acto tiene su consecuencia.
Y esta es la mía.
Y asumirla, mi decisión.
Cierra los ojos, exhala todo el aire que contiene en sus pulmones y asiente, poniendo ambas manos en su cadera.
—Está bien —susurra. Se aproxima y pone una mano en mi hombro, en un gesto paternal y protector. Sus ojos se llenan de lágrimas también, da un vistazo al techo intentando serenarse y luego posa la vista de nuevo en mi—. Lo entiendo. Te entiendo.
Trago saliva y agacho la cabeza.
Rick acaricia el pelo de la niña y deposita un suave beso en su cabeza.
—Bienvenida a la familia, pequeña.
En nuestro transcurso para salir del edificio, ignoro que he visto el cadáver de Morales en el suelo, justo en la planta en la que Rick se encontraba.
Suspiro.
Esta guerra se estaba llevando a demasiados.
Cuando salgo, escoltado por Rick, ambos en guardia para proteger a la pequeña que no se despegaba de mis brazos, el único que queda esperándonos es Daryl.
Sus ojos se abren de par en par, completamente sorprendido.
Creo que he visto pocas veces esa mueca en él.
Su rostro se contrae en un gesto de incomprensión.
La pequeña está empezando a dormitar con la cabeza apoyada en mi hombro y su carita escondida en mi cuello, haciéndome sentir su cálido aliento contra él. Me aproximo al coche en el que he venido, ese que Negan me ha dado, y la deposito con cuidado en los asientos traseros.
—Espera —dice Rick, acercándose al maletero del Jeep en el que iba. De este saca un par de mantas y me extiende una—. Toma.
Asiento y la acepto, para después arropar a la niña, que aun aferrada a su peluche, se remueve a gusto en cuanto el calor le envuelve.
Daryl no ha dejado de seguirnos con la mirada sin entender una jodida mierda de lo que ocurre frente a él.
Y le comprendo más que nadie.
Le miro fijamente, tragando saliva, intentando así arrancarme el nudo que se ha instalado en mi garganta desde que he salido del edificio. Apoyo mi mano en el Jeep de Rick.
—He matado a su padre —confieso, incapaz de mirarle—. Delante de ella.
El silencio se hace de forma sepulcral.
Puedo ver a Rick suspirar, y a Daryl cerrar los ojos unos segundos, como si se estremeciera en su sitio.
—¿Y cuál es tu plan, Áyax? —pregunta, mirándome asombrado—. ¿Convertirte en padre con apenas veintiún años?
Muerdo mis labios con rabia y resoplo, para después clavar mi vista en él.
—No tengo ni puta idea de cuál es mi plan, Daryl —siseo, dando un paso para quedarme a escasos centímetros de su rostro—. Lo único que sé es que he asesinado a su padre delante de ella, y que no voy a abandonarla ahí arriba, a merced de Los Salvadores, de los muertos y de los nuestros. Yo he cometido un error y yo voy a enmendarlo. Y si eso significa cuidar de ella hasta el último de mis días, que así sea.
Mi hermano ni siquiera parpadea, solo es capaz de observarme con asombro. Pasa sus manos por su rostro y camina de un lado a otro.
—¿Y Carl que va a opinar de esto?
Agacho la cabeza.
Porque tiene razón.
Esto no podía ser una decisión unilateral por mi parte.
Pero me doy cuenta de que eso ni siquiera me importa.
Si Carl no quisiera, que estaría en su pleno derecho, podría suponer un gran problema entre ambos.
Pinzo el puente de mi nariz y cierro los ojos con fuerza, sintiendo el peso caer sobre mis hombros.
—No es nuestro problema, Daryl —dice Rick, cruzado de brazos, apoyado en el coche donde la niña se encuentra—. Son adultos, es su vida, no la nuestra. Ellos deciden.
—¡Vamos, Rick! ¡Siguen siendo unos críos! —espeta incrédulo, señalándome—. Joder si el mundo siguiera siendo el de antes, ni siquiera tendrían edad para beber.
Resoplo con rabia y niego con la cabeza.
Pero no deja de tener razón.
Rick se aproxima hacia nosotros y pone ambas manos en sus caderas.
—Ya no lo son, Daryl. Por mucho que cueste creerlo —admite con pesar—. Sigue siendo su decisión, y tendremos que respetarla, sea cual sea. —Su mirada vuelve hacia el coche y después a nosotros—. Y no imagino un lugar mejor para esa niña, que nuestra familia.
Daryl exhala todo el aire que contiene en sus pulmones.
Pues si en algo coincidimos los dos, es que el ex policía tiene razón.
Esa niña acababa de perder a toda su familia.
Todo lo que conoce.
Toda su vida.
Lo único que podíamos hacer para enmendar eso, es proporcionarle una nueva.
Una adecuada.
Donde nunca le faltará nada.
Me sorprendo a mí mismo con la vista clavada en ese coche, y mi corazón latiendo con fuerza cuando me aferro a esa única realidad.
A que le he prometido protegerla.
Y así lo haré.
Mis pensamientos se esfuman en el momento en el que oímos un par de disparos impactando en el Jeep a nuestro lado. Con el corazón en un puño, me escondo tras el coche donde Gracie se encuentra, Daryl tras el muro al lado de su moto y Rick hace lo mismo en el Jeep.
Los tres hemos desenfundado nuestras armas a la vez.
Rick nos advierte que nos quedemos quietos con una señal, pero con una sola mirada le aseguro que, si ese cabrón le hace daño a la niña.
Si tan siquiera perturba su descanso.
Si tan solo un pelo de su cabeza se mueve.
Le arrancaré cada miembro de su cuerpo.
Frunzo el ceño unas milésimas de segundo, cuando me doy cuenta de lo que acabo de pensar.
¿Qué me pasa?
Doy un vistazo a la pequeña tras la ventana y veo que, por suerte, sigue dormida.
Vaya, sí que tiene el sueño profundo.
—¡Eh! ¡Eh! —vocifera Rick—. ¡Estás solo! ¡Estoy seguro! No hay sitio para dos en ese árbol. Y se acercan los muertos, para que lo sepas.
No obtiene una sola respuesta de nuestro atacante, y cada vez me impaciento más.
—¡Eh! ¡Escucha! —añade con ligero desespero—. Haremos un trato: si sueltas tu arma y sales aquí, y nos dices lo que queremos saber... sí lo haces... te daremos un coche, podrás irte y vivir. ¿Qué te parece?
Ante esa oferta, comprendo que no hemos obtenido lo que buscábamos.
Es decir, que las armas de Los Salvadores tampoco se encontraban aquí.
—¿Por qué voy a fiarme de ti? —exclama el hombre tras su escondite.
—Porque no tienes muchas más opciones —respondo, dando un vistazo en su dirección—. Somos tres contra uno. Él te ofrece la vida y tu otra alternativa es palmarla, elige bien.
Rick me observa y asiente agradecido.
—Te doy mi palabra —le asegura—. Hoy en día casi nada vale nada, pero la palabra... aún significa algo, ¿verdad?
Silencio.
—De... de acuerdo.
Suspiro aliviado.
Lentamente, los tres salimos de nuestros escondites. Daryl y yo apuntamos en su dirección mientras Rick, a mi espalda, camina hasta llegar a mi altura.
El hombre sale también con las manos en alto y un ligero temblor recorriéndole.
—¿Qué queréis saber? —dice, completamente dispuesto a colaborar.
Rick baja su arma tras ver el temor que desprenden los ojos del tipo.
—Las armas —murmuro encañonándole—. Dónde están.
—Las teníamos, pero ya no —confiesa, manteniéndose a una distancia prudencial.
—¡Dónde están! —gruñe Daryl, avanzando un paso hacia el tipo, logrando que este retroceda.
Le miro perplejo ante su brusquedad y bajo mi arma.
—¡Las trasladaron a otro puesto ayer!
—A cuál —inquiere Rick.
—¡Al de Gavin! Al oeste —responde. Empieza a enderezarse lentamente, observándonos aterrado—. ¿Puedo irme ya?
Y justo cuando vamos a contestar, sucede algo que no me espero y que hace que me sobrecoja en mi sitio.
Daryl le borra la cara de un disparo, y el hombre cae muerto de espaldas.
Doy un paso atrás, asustado y sorprendido por lo que acaba de hacer.
Y no soy el único.
Rick me mira de igual forma que yo a él.
Mi hermano se vuelve como si nada hacia nosotros, que parecemos estar convertidos en piedra.
—¿Qué equipo está allí? —pregunta, echando a andar hacia su moto sin más.
Como si no acabara de arrebatarle la vida a un hombre que se estaba rindiendo.
Como si eso no fuera nada.
Como si una vida humana no significara nada para él.
Trago saliva.
Y lo que más me sorprende, es que Rick también.
—Adelántate —ordena, carraspeando para recuperar la voz—. Ahora iremos.
Daryl obedece, ensimismado en su mundo de rabia y odio, y acelera hasta perderse por la carretera, dejando una nube de polvo tras su paso.
El silencio se hace entre Rick y yo.
No consigo despegar la vista del asfalto hasta pasados unos momentos.
—¿Qué...? ¿Qué coño acaba de pasar? —murmuro mirándole.
Rick suspira y agacha la cabeza ligeramente.
—No estoy seguro —responde.
—Ese tío... joder, se estaba rindiendo, ¿por qué le ha matado?
Mi cabeza funciona a mil por hora, intentando comprender todo lo que está sucediendo en cuestión de minutos.
Y una parte de mi me reprocha mis palabras, pues apenas momentos atrás, yo había degollado al padre de la niña que ahora dormía en mi coche, a pesar de que este me suplicaba que no lo hiciera.
—Está guerra nos está consumiendo la humanidad a todos —susurra el ex policía.
Ambos nos quedamos en silencio ante esa verdad.
Le miro fijamente a los ojos.
—Quizá Carl tenga razón y debamos hacer algo —digo casi en un murmullo.
El hombre traga saliva y dirige su vista al frente.
—A mí también me ha dicho algo parecido —reconoce para mi sorpresa.
Así que Carl estaba intentando abrirnos los ojos a los dos.
Creo que ya era demasiado tarde.
Muerdo mis labios.
—Os acompañaré a ese sitio —digo, cambiando radicalmente de tema para disipar la tensión del ambiente.
Rick me dedica una sonrisa ladeada y da un vistazo a la parte trasera de mi coche.
—Creo que eso se acabó para ti, Áyax —dice—. Al menos por ahora.
Sigo el recorrido de su mirada y entonces le comprendo.
Agacho la cabeza y resoplo.
—Creo que esto nunca se me dará bien —confieso, prácticamente en un susurro, rascando mi nuca en un gesto nervioso. Las lágrimas llegan a mis ojos—. Dudo que algún día yo pueda llegar a ser un buen padre. Quizá Daryl tenga razón, debería buscar a alguien mejor para ella.
De Rick escapa un bufido, similar a una risa incrédula. Pone ambas manos sobre mis hombros, obligándome a mirarle a los ojos.
—Acabas de aceptar una responsabilidad muy grande al hacerte cargo de ella. Te has comprometido —dice con obviedad. Sus pupilas se clavan con firmeza en las mías—. Y lo primero que has hecho al sentir los disparos, ha sido pegarte al coche en el que ella está, para protegerla. La has acomodado en los asientos traseros para que nada perturbe su sueño... ¿y después de todo eso, aun así, me dices que no crees que serás un buen padre?
Aparto la vista.
Las lágrimas, que acababan de llegar a mis ojos, tardan poco en rodar libremente por mis mejillas.
Y con la mayor de las delicadezas, Rick las limpia con sumo cuidado y una mirada cargada de orgullo.
De una forma u otra, la conversación que con un vistazo me prometió tener en nuestro punto de encuentro, había llegado de una forma que nunca imaginé.
—Mira, has añadido algo en tu vida por lo que ahora deberás pensar dos veces antes de actuar —empieza a decir—. Si tú mueres, esa niña te pierde también. Eso es lo que has aceptado, firmar un contrato invisible con aquello que será la causa de tus próximos desvelos. Cada decisión que tomes, cada paso que des... afectará su rumbo también.
Rick pone una mano bajo mi mentón y levanta con suavidad mi cabeza, para que vuelva a mirarle.
—Hoy debe empezar una nueva vida para ti, así lo has elegido, inconscientemente o no. Y no por ello está mal. Pero debes de ser consecuente —sentencia.
Sonrío con mi rostro surcado por las lágrimas.
—¿Eso es ser padre? —murmuro.
Rick asiente y sonríe también.
—Yo no nací sabiendo —admite. Entonces frota mi brazo con cariño—. Judith, Carl y tú me hacéis aprender día a día.
Muerdo mis labios.
Mi respiración se acelera.
Y esa sensación, conocida como felicidad, me embarga de nuevo gracias a él.
Mi sonrisa se amplía.
Y le doy un abrazo, que el hombre acepta encantado, estrechándome entre sus brazos.
—Hoy empieza una nueva etapa en tu vida —dice acariciando mi espalda para después separarse ligeramente, dejando una mano sobre mi hombro—. Ahora debes emprender camino de vuelta a Alexandria, y apartarte un tiempo del campo de batalla. Se lo debes a ella, y también a Carl. Me sentiré más seguro y tranquilo si Carl y tú estáis allí cuidando de todo, junto a Michonne y Judith —reconoce, algo más aliviado—. Ya has hecho suficiente por hoy, y debes descansar.
Río cuando señala mis costillas y asiento ante sus palabras.
Porque ahora me enfrentaban a una única verdad.
Debía proteger a esa niña, sí. Y por ello ya no podría permitirme estar en la acción siempre que quisiera, a menos que no quedara otra alternativa.
No por ahora.
Ahora, tenía otras prioridades.
Y la más principal de todas, era hablar con Carl.
En comparación, ser padre no daba miedo.
Hablar con Carl Grimes de ello, sí.
Tamborileo los dedos en el volante con nerviosismo, esperando que abran la verja de Alexandria. Mordisqueo la piel de mi labio inferior y alterno la mirada entre la valla y el retrovisor interior.
Gracie duerme ajena a todo, con un rostro descansado que me hace sonreír aliviado.
Al menos alguien puede dormir.
Arranco de nuevo cuando la puerta me es abierta y entro con el coche en el interior. Detengo el motor y me bajo, para después abrir la puerta trasera y sostener de nuevo a la pequeña entre mis brazos, que ya estaba despertando.
Bajo las sorprendidas miradas de todos los habitantes de Alexandria, camino a pasos lentos hacia mi casa, y a cada zancada que doy, me devano los sesos pensando en qué diantres debo decir.
Me detengo a los pies de la escalera del porche con la mirada fija en Michonne, que acaba de aparecer por la puerta. Su rostro evoca un terror palpable en su mueca horrorizada, pues mi presencia aquí le hace creer que debo de traer la peor de las noticias, pero cuando ve a la niña en mis brazos cambia por completo.
—Tranquila, Mich, todo está bien —aclaro—. Perdona si te he asustado.
Ella me da un vistazo de arriba abajo y sale al porche, bajando las escaleras con lentitud.
—Lo que verdaderamente me asusta es preguntar qué ha ocurrido —musita, pasando sus ojos de la pequeña a mí.
Trago saliva y asiento, prácticamente para mí mismo.
Pero la situación empeora cuando Judith sale al porche acompañada por su hermano.
Y mi garganta se seca.
Carl me observa con un gesto de sorpresa y una mirada indescifrable.
Sonrío en una mueca y mi piel se vuelve unos tres tonos más pálida.
—Os presento a Gracie —murmuro, dando un vistazo a la niña, que les observa con curiosidad. Señalo al peluche que sostiene entre sus manos—. Y este de aquí no tenía nombre, pero le he llamado Relinchitos.
A Judith se le escapa la risa.
Y dirijo una sincera sonrisa hacia Carl, que exhala todo el aire que contiene en sus pulmones en un rostro sin expresión alguna. Miro a Michonne y después a él.
—Tenemos que hablar —digo tras un suspiro.
Carl muerde el interior de su mejilla y abre la puerta de la entrada, indicándome que pasemos.
—Oh, y tanto que debemos hacerlo —responde, enarcando su ceja a la vista.
Michonne niega con la cabeza y acompaña a Judith al interior.
Miro a Gracie entre mis brazos.
—Me va a regañar —le aseguro en un susurro.
Y, por supuesto, ella no se entera de nada.
Sentado en el taburete frente a la isla central que separa el comedor de la cocina, apoyo mi codo izquierdo mientras que con la mano derecha aplico una compresa fría sobre mis costillas, observando como en el salón Judith le enseña algunos de sus juguetes y cuadernos para colorear a Gracie, ambas sentadas en el suelo. A pesar de que lo único que hace la pequeña es arrugar las hojas con sus manitas porque no es capaz de sostener los lápices, y porque difícilmente se mantiene erguida mucho tiempo.
Con la barbilla apoyada en sus manos, Carl vuelve a suspirar por decimoquinta vez. Se quita su sombrero, exasperado, y lo deja sobre mi chaleco antibalas, tapando con este el agujero de bala, bajo la atenta mirada de Michonne.
Casi parece que se hace un favor a sí mismo al no ver la señal que podría haberme matado.
—Vale, en primer lugar —dice la mujer antes de que nadie diga nada—. ¿Todos están bien?
Asiento.
Aunque por ahora... prefería guardarme para mí lo ocurrido con Negan.
—El plan va según lo establecido —respondo. Michonne exhala aliviada—. Rick me ha mandado de vuelta aquí por... por ella.
Mis ojos se posan en Gracie, que observa a Judith fascinada e intenta jugar con su trenza.
Sonrío.
Carl me mira como si no me reconociera, pero lejos de sentirme incómodo, eso me hace sorprenderme de mí mismo.
Porque me salía de forma natural, instintiva.
Quizá sería más capaz de sobrellevar esto de lo que yo creía.
—Vale, ¿y cuál es el plan? ¿Ser padres así de repente? —pregunta en voz baja, con la vista perdida en el salón.
Le miro y resoplo, presionando la compresa fría en mi costado.
—¿Te has puesto de acuerdo con mi hermano o qué?
El chico me observa sin comprender e ignora mis palabras, negando lentamente con la cabeza.
—Cualquiera sería mejor que nosotros para hacerse cargo de ella —dice, intentando hacerme entrar en razón.
Y entiendo su punto de vista.
Pero él debe comprender el mío.
—Yo maté a su padre, Carl —respondo en voz baja, evitando que ambas niñas puedan escucharnos, clavando mi mirada en la suya—. No fue cualquiera, fui yo. Delante de ella.
Su mandíbula se tensa y pasa una mano por su pelo.
Michonne se mantiene en silencio, procesando toda la información y quizá lo que esto vaya a conllevar ahora en nuestras vidas.
Porque esto cambiaba muchas cosas.
Lo cambiaba todo, realmente.
El chico, frustrado, se pone en pie y apoya ambas manos en el mármol.
—¡No podías saberlo! ¡Era un Salvador que intentaba matarte! —exclama incrédulo, señalando el mal del que me quejo en mi costado.
Me pongo en pie arrastrando el taburete y tiro la bolsa frente a mí.
—¡Y también su padre! —bramo iracundo.
Michonne nos obliga a sentarnos de nuevo, con los ojos desorbitados. Da un vistazo hacia las niñas, ajenas a nuestros problemas en el otro extremo del salón y después nos dedica una mirada de reproche.
—Primera norma como padres: nunca discutáis delante de los niños —sisea a modo de regaño.
Carl y yo suspiramos prácticamente a la vez. Ese simple gesto hace que de mis labios escape un quejido y el chico me mira, me devuelve la compresa fría y la coloca con cuidado sobre mis costillas. La sostengo con la mano izquierda y con la derecha acaricio la suya sobre la superficie de mármol cuando vuelve a ponerla ahí.
—Perdona, no quería gritarte —murmuro. Le miro fijamente y antes de que él diga lo mismo, sigo hablando—. Es solo que... sí, él era un Salvador, pero ella no tiene la culpa de eso. Y yo acabo de arrebatarle un padre a una niña. Dime entonces en qué clase de hombre me convierte eso.
El silencio se hace entre los tres.
Inspiro con profundidad.
—Es mi decisión, Carl, no la tuya. Tú puedes salirte de esto si así lo quieres, no te lo estoy imponiendo —afirmo con convicción y un gran esfuerzo porque la voz no me tiemble—. Pero esto es algo que yo voy a hacer... es algo que debo hacer.
Con absoluta frustración, Carl pasa una mano por su rostro y juega con el borde de su sombrero.
—Es tremendamente injusto que digas eso, porque si no acepto, el malo soy yo —responde sin mirarme. Su mandíbula se tensa y muerde sus labios—. No es solo tu decisión, somos un equipo, ¿recuerdas?
Sonrío algo entristecido y trago saliva.
—Lo sé —murmuro. Parpadeo para evitar que las lágrimas hagan acto de presencia una vez más en lo que va de día—. Y discúlpame si sientes que te estoy poniendo entre la espada y la pared.
Carl vuelve a suspirar, siendo él esta vez el que acaricia el dorso de mi mano.
—¡Mamá, mira ven! —exclama Judith en nuestra dirección, haciendo que nos giremos hacia ella—. ¡Le estoy enseñando a escribir!
Sonrío y Michonne se carcajea.
—Todavía es muy pequeña para eso, Judith —dice la mujer poniéndose en pie, para después dirigirse hacia ambas y sentarse en el suelo junto a ellas, acariciando la cabeza de Gracie con cariño y dejando un beso en ella.
Gesto que me recuerda al que ha hecho Rick, y que hace que mi sonrisa se vuelva más amplia.
Mis ojos se posan en el iris azul de Carl.
—¿Nunca has pensado en tener hijos? —le pregunto con curiosidad. Este me mira sorprendido ante mi pregunta—. Yo nunca me hubiera parado a pensarlo. Creía que eso no era para mí, que yo no... estoy hecho para eso. A mí no me trataron bien, y eso me hace pensar que yo tampoco podría lograrlo.
El gesto de Carl cambia a la compasión. Acerca su asiento hacia mí y entrelaza su brazo con el mío, depositando un beso en mi magullada mejilla, haciéndome sonreírle con cariño.
—Incluso aunque estuviera de esa forma con una mujer... cosa que dudo que algún día pueda pasar —aclaro ante su mirada.
Carl enarca su ceja visible y ríe.
—¿Dudas?
Me encojo de hombros y sonrío.
—Nunca digas nunca. —Me da un manotazo en el hombro y suelto una carcajada. Niego con la cabeza—. Sabes bien que no es lo mío, no, de eso nada. Aun así, dudo que por mi estado pueda tener hijos biológicos.
El ceño del chico se frunce y me mira en un gesto de incomprensión.
—¿A qué te refieres? —dice, empezando a examinar el orificio de la bala en el chaleco una vez aparta el sombrero, probablemente pensando en cómo mejorarlo.
Trago saliva y chasqueo la lengua.
—A que estoy infectado, Carl. Y muy probablemente, eso me haya dejado estéril —confieso, ganándome una mirada perpleja por su parte, pues probablemente nunca se hubiera planteado esa idea—. Así que, si mi orientación sexual ya me dificultaba tener hijos bilógicos, esto lo descarta por completo.
Carl rasca su barbilla al pensar en ello, en un gesto tan típico de su padre que ni siquiera me sorprende.
—No sé si he pensado en muchas ocasiones lo de tener un legado —admito, dejando la bolsa fría frente a mí de nuevo—. Porque cuando eres un crío y el fin del mundo se te echa encima, es en lo último que piensas. Pero ahora soy un adulto, y sé que eres la persona con la que quiero pasar el resto de mis días. Y si me dan la oportunidad de formar una familia contigo, voy a aprovecharla. Porque oportunidades así no se piensan, se atrapan. Sin dudar, sin mirar atrás. Este mundo me enseñó que así debía ser.
El chico me observa con su mirada anegada por las lágrimas, de tal forma que tiene que morder sus labios para evitar romperse junto a mí.
Tras unos segundos de silencio entre ambos, de un silencio cómodo y agradable, Carl me mira de esa forma que tanto amo.
Como si yo fuera lo mejor que le ha pasado.
—Solo con una condición —dice, carraspeando para que su voz no se rompa del todo. Le analizo curioso. Y el hijo de Rick Grimes sonríe de lado a lado—. Que el segundo nombre de Gracie sea Hannah.
Mi corazón late desbocado ante sus palabras que me atrapan con sorpresa.
Y a quien se le llenan los ojos de lágrimas, es a mí.
Coloco mi mano libre en su mejilla y poso mis labios en los suyos, sellando nuestra conversación y la promesa de un futuro, con un beso dulce y cargado de amor.
De ese amor que nunca me cansaría de tenerle.
—¡Eh! ¡Qué hay menores! —grita Judith, haciendo una fingida mueca de asco mientras que con sus manos tapa los ojos de Gracie y después los suyos propios.
Una carcajada escapa de mi garganta cuando dejamos de besarnos y Michonne se une a mis risas, mientras que Carl niega con la cabeza ante las ocurrencias de su hermana.
—¿Entonces nos la podemos quedar? ¿Porfi, porfi? —pregunta Judith, haciendo un puchero adorable y poniéndonos ojitos.
Carl ríe con fuerza y yo estampo mi mano libre en mi cara.
—¡Qué no es un perro! —exclamo riendo.
—¡Pero será como mi hermanita! —responde estrechándola entre sus brazos y pegando su mejilla a la de la pequeña, achuchándola en un abrazo opresor.
Respuesta, que se gana la mayor de mis sonrisas.
Michonne nos dedica una tierna mirada, miro a Carl arqueando las cejas repetidas veces y sonríe ante nuestras idioteces.
—Al final no hace falta que decidamos nosotros, Judith Grimes ha hablado —sentencio, sacándole una sonrisa.
Pinza el puente de su nariz y suspira con fingido hartazgo.
—¿Te das cuenta de que te he dejado solo una mañana... y has vuelto con un disparo, una costilla fisurada y un bebé? —dice, aguantándose la risa y mirándome fijamente.
Resoplo y cubro mi cara con ambas manos, ocultando una sonrisa.
—No vuelves a salir de casa, advertido quedas —afirma señalándome con su dedo índice y haciéndome reír con fuerza, para después besuquearle sonoramente la mejilla, por lo que termina apartándome entre quejas a modo de broma.
Este detiene su mirada en mi muñeca izquierda y en su iris se graba un gran interrogante al igual que en su rostro.
—Ya que iba a El Santuario de nuevo... tenía que recuperarla —respondo encogiéndome de hombros.
Me mira incrédulo.
—Has arriesgado tu vida entrando de nuevo a El Santuario... ¿solo por recuperar la pulsera que te regalé? —inquiere perplejo, acariciándola con suavidad.
Una ladeada sonrisa se dibuja en mis labios y uno mi frente a la suya, cerrando los ojos.
—Bajaría hasta el mismo infierno por ella, Carl —sentencio a milímetros de sus labios.
El chico sonríe ampliamente y me da un beso demasiado corto para mi gusto.
—Deberías dormir un rato, necesitas descansar—afirma poniéndose en pie.
Pongo los ojos en blanco y le atraigo hacia mí en un abrazo, asegurándole que eso es mentira y que lo único que necesito es estar con él. Y en respuesta por su parte, me hinca un dedo en las costillas que me hace saltar de mi asiento.
—¿Qué decías? —pregunta arqueando su ceja visible.
—Nada, nada —espeto casi sin aire y aferrando mi mano al borde de la isla central para no caerme de boca al suelo por culpa del repentino dolor, haciéndole reír.
Carl Grimes sonríe satisfecho de su hazaña, pasa tras mi espalda y deposita un beso en mi pelo, en mi sien y después en mi mejilla.
—Me marcho un rato para atender un asunto y luego vuelvo, ¿de acuerdo? —dice señalándome mientras camina hacia la puerta de la entrada—. Procura descansar.
Frunzo el ceño.
—¿Un asunto? ¿Qué asunto? —inquiero extrañado, volviéndome en mi taburete hacia él.
—Es una tontería, no te preocupes, estaré bien —dice poniendo su único ojo en blanco—. Gracie, procura que duerma y me haga caso, te quedas al mando.
Sus palabras me hacen reír.
—Gracie, dile adiós al papá gruñón —respondo aguantándome la risa.
Carl hace amago de lanzarme un libro que hay en la mesita al lado de la puerta de la entrada.
—¡Y el papá imbécil hoy va a dormir en el felpudo! —exclama antes de dar un portazo.
Estallo a carcajadas junto a Judith y Michonne, y observo a Gracie mirarnos expectantes, esbozando una pequeña sonrisa contagiada por las nuestras.
Mi corazón se hincha de orgullo y felicidad en ese preciso y bello instante, pequeño pero muy especial.
Una felicidad que en el último año y medio había ido creciendo cada vez más y más.
Y ver cómo, después de tanto temor, Carl aceptaba a Gracie en nuestras vidas, solo me hacía sentir más y más afortunado.
Alegre.
Vivo.
Y feliz.
Pero todo lo que sube, baja. Y el destino tenía preparada para mí la mayor de mis pesadillas, lista y a punto de empezar.
Abro los ojos lentamente, parpadeando al menos un par de veces para que mis pupilas se acostumbren a la luz que se filtra por las ventanas de nuestra habitación. Me siento a orillas de la cama y froto mis ojos, para después estirarme perezosamente, tragándome el quejido de dolor que casi escapa de mi boca. Palpo la venda compresiva en mi torso, que me había puesto antes de dormitar un rato mientras Carl se marchaba a no sé qué.
Me calzo nuevamente mis botas y me coloco una camiseta nueva, blanca y limpia, porque me he quedado sin camisetas negras que lo estén. Salgo del cuarto y me quedo estático cuando oigo el sonido de unas risas.
Bajo las escaleras siguiendo ese agradable sonido que me conduce hasta el porche.
Y sonrío ante la imagen con la que me topo.
Carl está sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con Gracie en su regazo y Judith frente a él. Los tres tienen las manos llenas de pintura, y se dedican a buscar la forma correcta en la que dejar la huella perfecta sobre los tablones de madera del porche.
—¿Qué estáis haciendo? —pregunto entre risas.
Carl me mira y sonríe al verme.
Sonríe como nunca lo había hecho.
Y eso me provoca un escalofrío.
—Hacer tiempo hasta que despertaras, marmota —contesta riendo.
Pongo los ojos en blanco y me acerco hasta ellos, agachándome a su lado.
—Podrías haberme despertado —le informo, ocultando un bostezo, que él se encarga de señalar alzando una ceja.
Río mientras juega con las manitas de Gracie.
—No quería molestarte, necesitabas descansar —recalca.
Frunzo el ceño al ver su aspecto.
Su pelo húmedo, su ropa limpia.
—¿Te has cambiado de ropa? —inquiero, señalando su camisa gris.
Carl traga saliva, enderezándose ligeramente.
—Me he llenado de barro en el bosque y quería darme una ducha —responde con tranquilidad.
¿En el bosque?
Asiento, no muy convencido.
Mis ojos observan el bote de pintura azul y sonrío.
—Entonces... ¿os disponéis a dejar vuestra huella en la eternidad?
Carl se carcajea y Judith asiente entusiasmada.
—¿Quieres acompañarnos? Sería todo un gran honor —dice el chico con solemnidad.
Rasco mi nuca con algo de nerviosismo y tuerzo el gesto en una mueca.
—Creo que debería ir a ver cómo le va a tu padre —reconozco con algo de inseguridad.
—No —dice rápidamente, clavando su mirada en mí.
Le observo con sorpresa.
—¿Qué ocurre? —pregunto, analizándole de arriba abajo.
Carl tensa la mandíbula y agacha la cabeza.
—Nada —musita quitándole importancia—. Solo quédate, solo por hoy. ¿Cuánto hace que no nos tomamos un descanso de todo?
Resoplo y chasqueo la lengua.
Judith me observa con un gesto apenado y doy un vistazo a la comunidad que me rodea.
—No puedo darme un descanso, no hoy. Ya he perdido algo de tiempo al dormir —digo en un murmullo—. Ya habrá tiempo para descansar.
La mirada de Carl destila enfado.
Y pena.
—¿Esto será siempre así? —espeta cabreado—. ¿Tú te marchas y yo me quedo aquí preocupado por si Gracie crecerá solo conmigo? Ya te lo dije una vez, yo no soy la princesa en el castillo.
Sus palabras son una bala directa al pecho.
A esto se refería Rick.
Trago saliva y agacho la cabeza.
Porque tiene razón.
—Solo por hoy —susurra casi en una súplica—. Por favor.
Le miro, ligeramente impactado.
Pero sonrío y asiento lentamente.
—Está bien —respondo, sentándome en el suelo junto a ellos—. Por hoy.
Su sonrisa no tarda en aparecer de nuevo. Un brillo especial se instala en su mirada y Judith lo celebra con saltitos de ilusión, haciendo reír a Gracie. Niego con la cabeza.
—Vale, vamos a ver cómo dejamos nuestro sello a la posteridad —digo frotándome las manos.
Carl ríe y me pongo de rodillas, para después impregnar mi mano con pintura tras hundirla en el cubo. Y al contar a la de tres, los cuatro pegamos nuestras manos a la madera, ayudando a Gracie en el proceso. Todos estallamos en exagerados gritos de júbilo, risas y aplausos que ensucian aún más nuestras manos.
Una sonrisa mezquina se esboza en los labios de Judith.
—Tu camiseta está demasiado blanca...
Abro los ojos de par en par.
—No... Judith, no... atrás —le advierto señalándole con un dedo mientras ella se acerca lentamente a mí—. Siéntate, Judith, sé buena chica... ni se te ocurra... ¡JUDITH! —bramo al ver cómo estampa sus dos manos en mi camiseta.
Me quedo estático en mi sitio y Judith se levanta de un salto, baja del porche y echa a correr calle abajo.
—¡Ven aquí, pequeño ser del mal! —exclamo intentando ponerme de pie sin mancharlo todo.
Carl ríe como nunca cuando me ve corriendo tras una niña de unos siete años como si me hubiera robado todo el oro del mundo.
Y esa risa la llevaré conmigo siempre.
Jadeando por la carrera, me siento en los escalones del porche, sentando a Gracie en mi regazo mientras me dispongo a quitarle toda la pintura de las manos con el trapo húmedo que Judith me extiende.
El resultado ha sido una camiseta destrozada por manazas de pintura, a la que Carl se había unido estampando su mano en el lado izquierdo de mi pecho, justo donde está mi corazón. Y, por supuesto, él también ha tenido que salir huyendo de mí.
Aunque me encanta ver que su mano había quedado grabada justo ahí.
Con las manos ya limpias y secas, Carl sale de casa con una cámara de fotos instantáneas entre sus manos.
Frunzo el ceño y sonrío cuando se sienta a mi lado, entre Judith y yo.
—¿Y esto? —inquiero observando como intenta encenderla.
—Un recuerdo —responde feliz y sonriente—. Hasta ahora nunca habíamos podido tener uno.
Carl estira el brazo y todos nos apretujamos contra él para salir en el encuadre. Judith muestra dos dedos en señal de victoria y una gran sonrisa. Yo uno mi cabeza a la de Carl y este pone su mano en mi mejilla para pegarme más a él, ambos sonriendo, mientras que alzo las manos de Gracie, haciendo que la pequeña ría.
Y Carl toma la foto.
La imagen sale de la cámara y el chico la sacude unos segundos antes de que la podamos ver.
Una gran sonrisa aparece en mi rostro.
—Es muy bonita —reconozco. Carl me mira de una forma que todavía no logro describir—. Es la primera foto que tenemos juntos.
Este sonríe feliz.
Y entonces enfoca de nuevo la cámara, pero esta vez hacia nosotros dos, y deposita un beso en mi mejilla a la vez que dispara la foto.
El acto me saca una sonrisa de sorpresa que se ve reflejada en la imagen.
Una imagen preciosa, que me parece increíble poder sostener en mis manos.
Un recuerdo perpetuo de nuestro amor en la palma de las mismas.
—Para ti, quédatela —dice sonriendo. Le miro frunciendo el ceño, sorprendido—. Así podrás recordar siempre lo mucho que te quiero.
Las lágrimas se acumulan en mis ojos y asiento agradecido, para después besar sus labios.
—¿Sabes? Podría acostumbrarme a esto de no estar siempre en el campo de batalla —admito, observando la fotografía, dejando otro beso en la cabeza de Gracie, que intenta coger la imagen y me hace reír—. Y pasar muchos más días así contigo.
Carl no deja de mirarme fijamente, su mirada se llena de lágrimas también.
Y traga saliva.
Asiente.
—Claro que sí —dice, esbozando una gran sonrisa.
Ojalá me hubiera dicho la verdad.
Arrodillados en el huerto, y con el sol de la tarde cayendo ya sobre nuestras cabezas, observo como Judith juega con Gracie, ambas sentadas sobre una manta extendida en el césped. Ayudo a Carl a cavar el agujero para el que pretende trasplantar una de las plantas del huerto, que parecía necesitar más espacio ahora que había crecido.
Sonrío y le miro.
—¿Sabes a qué me recuerda esto? —digo, ganándome su atención, haciendo que deje de cavar con las manos—. A la primera vez que te vi, tras la verja de la prisión.
Carl sonríe y asiente, como si empezara a recordar.
—Tienes razón —dice, sacando la planta de su maceta para después colocarla en el agujero—. Mi padre me estaba enseñando a diferenciar cuándo la fruta y la verdura podía arrancarse, o si todavía había que esperar. A él le enseñó Hershel.
Sonrío con cariño al recordar ese momento.
—Desde entonces nuestro mundo se ha hecho más grande —añade mientras devuelve la tierra a su origen, cubriendo la planta.
Esa frase me deja estático.
Porque sé de quién la he escuchado.
Y ahora sé de quién proviene.
—Y en ese mundo... deberíamos caber todos —sentencia, posando su mirada en mí. Suspiro—. He intentado hacer entrar en razón a mi padre. Ayer, cuando fuimos a la gasolinera, hablé con él.
Trago saliva.
—Lo sé —murmuro, ayudándole a alisar la superficie que rodea la planta—. Y quizá tengas razón... pero creo que ya es tarde para frenarlo. La bola de nieve se ha hecho demasiado grande.
Carl niega con la cabeza.
—Te lo dije una vez, es ahí donde te equivocas —dice, quitándose los guantes ahora que hemos terminado la tarea—. Si alguien puede parar esto, aparte de Negan, esos sois mi padre y tú.
Agacho la cabeza.
Porque en el fondo, sé que tiene razón.
Y con lo que he vivido con el hombre del bate, he terminado por confirmarlo.
Alzo la mirada hasta encontrarme con la suya.
—Tenías razón —confieso, quitándome mis guantes también. Carl me mira curioso—. Con lo de mi huida, tenías razón. Había algo que no encajaba, y Negan me lo ha reconocido.
El chico me observa sorprendido.
Y entonces su rostro cambia hacia el alivio.
—¿Lo ves ahora? —pregunta esperanzado.
Muerdo el interior de mi mejilla con ligera frustración.
Mi vista se vuelve momentáneamente hacia ambas pequeñas, que siguen alejadas en su mundo.
—No estoy seguro de que sea suficiente —admito, incapaz de mirarle.
Carl suspira cansado.
Ambos nos miramos fijamente.
—Espero que lo sea —sentencia—. Yo no puedo hacer mucho más.
Y su frase hace que me sacuda un escalofrío.
Frunzo el ceño.
En el momento no lo entendía.
Con una sudadera negra y sin mangas (y sin manchas de manos pintadas también) ya puesta y la espada en mi espalda, cierro la puerta de nuestra casa con la luna llena dándome la bienvenida a su noche. Michonne se había marchado en busca de Carl, pues la siguiente parte del plan estaba a punto de empezar y este había desaparecido nuevamente ante la excusa de sus asuntos, que cada vez me traían más escamado.
Para mi suerte y mi tranquilidad, Judith y Gracie se habían quedado junto con algunos vecinos.
Inspiro y espiro profundamente, inundándome de los olores que la noche lleva siempre consigo. Dejándome envolver por su agradable frescor.
Echo a andar en dirección a unos, apenas recién llegados, Daryl, Tara y Rosita, que se encargan de descargar las armas traídas hasta ahora.
Tras saludar a mi hermano con un fuerte abrazo, que parecía estar más tranquilo ante la repentina aparición de Gracie en nuestras vidas, observo como Carl y Michonne están a unos metros de nosotros, cerca de uno de los accesos a las cloacas de Alexandria.
Y entonces, justo cuando pretendo hablar, alguien inesperado lo hace por mí.
Y lo hace, con tres suaves pero contundentes golpes llamando a la verja de la entrada.
—Os preguntaréis por qué coño no han dado la alarma vuestros centinelas.
La voz de Negan se escucha como un eco fantasmagórico en mitad de la noche, rebotando por el interior de Alexandria desde su megáfono.
Me quedo congelado en mi sitio, completamente petrificado.
Y cada centímetro de mi piel se eriza por completo.
—Han escapado —sisea Daryl perplejo.
Mierda.
Aprieto los puños.
Mierda.
Cierro los ojos.
Mierda.
Y tenso la mandíbula.
Debí haberle matado.
Esto es por mi culpa.
—Nosotros somos corteses, y no sé cuándo despertarán de un disparo así, pero sé que lo harán —sigue diciendo el hombre del bate desde el exterior.
Su voz es el incansable tormento y recordatorio de lo que debí haber hecho y no hice.
Y ahora, Alexandria caerá por mi culpa.
Carl se vuelve hacia mí y me mira.
Y con una sola mirada inundada de rabia, esa que me acaba de embargar, le indico por qué Negan debe morir.
—¡Así que dejémonos de gilipolleces! Habéis perdido ¡Se acabó! —sentencia el hombre—. Vais a formar frente a vuestras casitas y vais a deshaceros en disculpas, y la persona que lo haga peor, será ejecutada. Mataré a Rick delante de todos y seguiremos como siempre. Tenéis tres, ¡y solo tres minutos! para abrir esta puerta o empezaremos a bombardearos.
Aprieto los puños hasta clavar las uñas en mis palmas.
Esto no debería estar pasando.
Tenía una sola misión.
Una sola oportunidad.
Y decidí desaprovecharla.
Soy un jodido imbécil.
El agónico silbido de Los Salvadores empieza a ser entonado como la más enfermiza de las bandas sonoras.
Y Carl y Michonne echan a correr hacia nosotros.
—Debe parecer que vamos por detrás —empieza a decir el chico mientras acomoda bombas de humo en una bolsa de tela que se echa al hombro—. Id camino de la carretera y apagad las luces. Atacad y largaos a pie. Os esperaremos. Cogeré las armas y a los que queden. Y nos veremos allí.
—¡Quedan dos minutos! —vocifera Negan desde el exterior. Otro escalofrío me sacude—. Pensad bien, quiero unas disculpas memorables. Doy puntos extras a la creatividad: recitar poemas, escribir una canción... esas cosas me encantan.
En un suspiro de frustración paso una mano por mi pelo.
—Te lo dije, Carl —gruño con hartazgo—. Ese hijo de puta no merece nada. El tiempo me da la razón.
Carl tensa la mandíbula y me mira.
—No hay tiempo —sisea. Una fina capa de sudor empieza a cubrir su piel. Su mirada se dirige a algunos de los vecinos que estaban con nosotros—. Hay gente en la enfermería, os necesitarán. Largaos.
Pues precisamente allí también se encontraban con el resto Judith y Gracie.
Así que lo primordial era sacarlos a todos de allí.
Empiezo a pasearme con nerviosismo de un lado a otro, vigilado por los ojos atentos de mi hermano.
—Tenemos armas, podemos luchar —asegura Tara, desesperada.
—Ahora no debemos, tiene razón —se adelanta a decir Rosita.
Le miro incrédulo.
—¿Vas a dejarles invadir esto? —inquiero sorprendido y con el rostro desencajado.
Carl clava su mirada en mí.
—Tranquilo, solo hay que sobrevivir esta noche. Ahora mando yo, tú lo dijiste —sentencia con firmeza, con esa voz del líder que yo siempre vi en él—. Este es mi plan y vas a seguirlo. Lo seguiremos todos. ¡Andando!
Mis ojos se abren de par en par ante su autoritaria respuesta y le observo ligeramente orgulloso.
Pero no por ello mucho menos enfadado.
—Ni de coña vayas a creer que voy a dejarte ir solo —siseo dando un paso hacia él.
—¡Áyax! —exclama poniendo una mano sobre mi hombro—. ¡Necesito tu ayuda! Ve con ellos y una vez estén todos seguros, vuelve conmigo. Haz esto por mí, por favor.
Me quedo estático ante su forma de actuar.
Muerdo mis labios con rabia y paso una mano por mi rostro con frustración.
—Está bien —gruño.
Todos echan a correr y cuando me quedo a solas con él, pone ambas manos en mis mejillas y deja un casto beso en mis labios.
—Te irá bien, ¿vale? Estarás bien —susurra casi más para sí mismo que para mí—. Te amo más que a nada, recuérdalo siempre.
Mi cuerpo entero tiembla ante sus palabras sin comprender nada de lo que está ocurriendo frente a mis ojos.
Porque todo va demasiado deprisa.
Me insta a echar a correr tras ellos sin darme tiempo a decir nada más, y le obedezco.
Con una muy mala sensación recorriendo mi columna.
Una sensación que nunca antes había sentido.
No era como en todas las ocasiones en las que tenemos esperanza de que nos volveremos a ver.
Aquí, Carl parecía estar muy seguro de que eso no va a suceder.
Eso, había sonado a una despedida.
A una despedida real.
Ayudo a nuestros vecinos y amigos a adentrarse en las cloacas bajo el suelo de Alexandria, un lugar espantoso y horrible, pero seguro por ahora. Era bastante metafórico para nuestra situación. Habíamos terminado huyendo de nuestro hogar para escondernos bajo este, como las ratas.
Aprieto los dientes con rabia, con Gracie entre mis brazos, aferrada a mi pecho con algo de temor porque no puede entender nada.
Y ojalá pudiera explicárselo.
Pero, ¿qué le diría?
Diviso a todos y cada uno de los vecinos en el interior del túnel, cerciorándome de que estemos todos aquí.
Excepto Carl.
Y ese pensamiento pone mi vello de punta.
—Somos demasiados y no tenemos tantos vehículos para transportarlos a todos —siseo con rabia.
Michonne se pasea de un lado a otro, devanándose los sesos en busca de un plan, al igual que Daryl, que permanece agachado con el rostro escondido entre sus manos, como si así intentara concentrarse.
Necesitábamos más medios de transporte.
Algo.
Lo que fuera.
Mis ojos se abren de par.
Y sonrío.
—Tengo una idea —murmuro ganándome sus atenciones. Miro a Michonne—. Acompáñame, necesito ayuda.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta Daryl poniéndose en pie, dispuesto a ayudar también.
Alzo el mentón con suficiencia y sonrío de nuevo.
—Ensillar unos cuantos caballos.
Todos me miran sorprendidos, pero nadie pone objeción alguna.
—Podría funcionar —afirma Tara convencida.
Daryl se aproxima a mí y coge a Gracie en brazos.
—Marchaos, yo me encargaré de ella y de Judith, tranquilos —sentencia con seguridad, sosteniendo a la pequeña con fuerza.
Mi sonrisa se ensancha y asiento agradecido. Dejo un beso en la mejilla de la niña y después en la de Daryl, que palmea mi espalda con cariño y me alienta a irme ya y darnos prisa. Michonne repite la operación con Judith y se despide de todos.
Solo por si acaso.
Ambos echamos a correr, medio agachados, adentrándonos de nuevo en Alexandria por la salida trasera y menos visible, pegados a sus vallas protectoras. En cuestión de escasos minutos llegamos a los establos, pues estaban en el extremo más alejado de la comunidad para proporcionarles un buen descanso a los animales.
Sonrío.
—Te he echado de menos, pequeña —murmuro acariciando el lomo de Sombra en cuanto la veo en su cuadra.
Esta cabecea contenta y resopla al verme, y Michonne sonríe.
Entre los dos tardamos poco en ensillar a los caballos que podemos, pues no había sillas de montar para todos, así que nos hacemos con algunas mantas que puedan servir para ello. Atamos sus riendas entre sí con la ayuda de algunas cuerdas, de forma que todos puedan caminar en fila india con espacio suficiente.
—Perfecto —dice Michonne desde el otro extremo de la hilera de caballos que hemos dispuesto en línea recta a la entrada del establo, con un total de ocho animales.
Asiento.
—Sí, esto debería servir —respondo, asegurando el nudo de la cuerda que sostiene a Sombra.
Pero antes de que podamos darnos cuenta, una fuerte explosión se hace eco por las calles de Alexandria.
Un estallido que retumba por todo el lugar.
Y los caballos relinchan nerviosos.
Sostengo con fuerza las riendas de Sombra, intentando calmarla, así como Michonne hace también con algunos de ellos.
Ambos miramos en dirección a las llamaradas que se alzan poderosas hacia el cielo oscuro, al principio de Alexandria.
Los ojos de Michonne se llenan de lágrimas y yo tenso la mandíbula con fuerza y rabia.
—Van a arrasar con nuestro hogar —susurra con la voz rota.
Me giro hacia ella y pongo una mano en su mejilla.
—No, de eso nada —siseo con las lágrimas rodando también por mis mejillas de forma inevitable. Muerdo mis labios y le miro fijamente—. No importa, Alexandria no es esto. Nosotros somos Alexandria. Y lo seguiremos siendo allá donde vayamos. Y siempre podremos reconstruirlo. —Michonne traga saliva y asiente—. Todo lo que cae, puede volver a levantarse. Eso hemos hecho, y eso haremos.
Asiente de nuevo y pone una mano en mi pecho, alejándome con cuidado.
—Vete a buscar a Carl, Áyax —dice, intentando que el llanto no la embargue. Y su voz pasa de la pena a la ira—. Ve a buscarlo. Yo me encargaré de llevar a los caballos —añade echando a andar con ellos—. ¡Corre! ¡Saca a Carl de este sitio!
Asiento con desespero, alejándome de ella a marchas forzadas.
Ambos nos miramos fijamente en la distancia.
Madre e hijo que se separan de nuevo.
Puede que para siempre.
Y apartamos la vista, antes de echar a correr en direcciones opuestas.
Las nubes de humo no me dejan ver con claridad. Y ni siquiera puedo respirar, porque este se cuela en mis pulmones inundándolo todo y sin dejar espacio al oxígeno. El calor de las llamas que me rodean abrasa mi piel, haciendo que el sudor caiga por mis sienes, mi cuello y mi espalda.
Es asfixiante.
Agónico.
Pero también lo es ver como consumen tu hogar.
Como las granadas caen disparadas en las casas y calles que prácticamente te han visto crecer.
A ti y a tu familia.
—¡Carl! —rujo hasta desgañitarme en busca del chico.
Porque no veo nada a unos metros de mí.
Solo las sombras y siluetas de las casas iluminadas por la luna, que, desde el punto más alto en el cielo, observa el grotesco espectáculo sin poder hacer nada.
—¡Carl! —vuelvo a gritar con la mano cerca del mango de mi espada enfundada, por si he de usarla.
Hasta que lo veo, apoyado en la puerta de una de las casas.
Corro hacia él.
Y lo hago todavía más cuando veo caer una de las granadas en nuestra dirección.
Nos apartamos de la puerta y la onda expansiva de la explosión nos empuja un par de metros más atrás.
Toso por el impacto y me retuerzo en el suelo, intentando aproximarme a Carl, que se arrastra como puede tirando de mí, intentando que nos alejemos de la zona.
—¿Estás bien? —pregunto exaltado y entre toses.
El chico asiente consumido por el cansancio.
Su rostro y su pelo están empapados en sudor, al igual que su camisa. Me pongo en pie como puedo y extiendo una mano hacia él, ayudando a levantarle.
Y es ahí cuando noto que su piel arde.
Todo su cuerpo rezuma calor.
—Carl, ¿qué te pasa? —pregunto alterado, caminando junto a él mientras paso su mano derecha por mi hombro y le ayudo a caminar porque está cojeando.
—Nada —gruñe con dolor—. El maldito fuego —sisea cerrando su único ojo con fuerza—. Y encima me he caído de la escalera de la entrada.
Río con nerviosismo.
—Siempre has sido muy torpe —respondo haciéndole reír.
Carl lanza otra bomba de humo tras nosotros para ocultar nuestro rastro.
—Por eso siempre he sido el cerebro y tú el músculo.
Me carcajeo ante sus palabras, que en parte son bastante ciertas.
Caminamos hasta la entrada de las cloacas.
Y entonces ambos nos detenemos.
Y nos detenemos, porque Negan y sus putos Salvadores derrumban la entrada, anunciando a pleno pulmón que van a adentrarse y que el primero va a preparar un buen plato de espaguetis para celebrarlo.
Me tenso en mi sitio y miro a Carl.
Este suspira cansado.
—No lo hagas —susurra en una súplica.
Trago saliva y niego con la cabeza.
—Debo hacerlo, ya cometí un error y mira lo que nos ha costado. No lo voy a volver a permitir.
La mirada de Carl se llena de lágrimas y muerde sus labios con hartazgo.
—Sí le matas no serás mejor que él —sentencia con obviedad—. Ven, por favor. Deja de estar cegado por la venganza —murmura—. O te arrepentirás de ello toda la vida.
Le miro sin comprender y con el ceño fruncido.
Su rostro expresa el mayor gesto de cansancio que jamás haya visto.
Como si ya estuviera harto de todo.
Como si ya no pudiera más.
Y con todo el dolor de mi corazón, doy un paso atrás y abro una de las entradas a la cloaca.
—Debo hacerlo —musito poniéndome en pie, indicándole que entre. Me alejo unos pasos de él y le miro con dolor—. Volveré pronto. Espero que puedas perdonarme.
Y Carl me mira con pena antes de que me dé la vuelta y eche a andar.
—Espero que puedas hacerlo tú.
Sus palabras detienen mi paso y hielan la sangre en mis venas.
Me giro lentamente hacia él.
Pero ya es tarde.
Carl ya se ha adentrado en la cloaca.
Sacudo la cabeza y cierro los ojos.
«Ya habrá tiempo para eso» me digo a mi mismo, antes de reanudar mi paso hacia el interior de la comunidad en busca de Negan.
Como un lobo en busca de su presa.
Camino con cautela hacia la que siempre ha sido nuestra casa, pues apostaría mi brazo mordido a que Negan se encuentra allí. Y cuando me pego a la pared exterior de esta, una mano tapa mi boca y me enderezo en mi sitio, completamente rígido.
Rick aparta su mano y aparece en mi campo de visión, llevándose el dedo índice a los labios, indicándome que guarde silencio. Respiro aliviado al ver que es él, y aparto la mano de mi cuchillo, pues mi intención era rebanarle el pescuezo a mi atacante hace escasos segundos.
Asiento y saco el arma tras mis pantalones, viéndole a él cargar con su rifle.
Nos adentramos por la puerta principal con la tensión y el silencio como únicos compañeros a nuestras espaldas.
A cada paso que doy, el aire se vuelve más asfixiante.
Una gota de frío sudor desciende sinuosa por mi sien derecha.
Y mi corazón se detiene cuando la sombra de un bate se mueve demasiado deprisa en la oscuridad y le atiza a Rick en la espalda, delante de mí.
El hombre cae al suelo y la figura de Negan se interpone entre ambos, dándome la espalda.
—¡Pero mira a quién tenemos aquí! —exclama, sin saber que estoy tras él.
Paso mi brazo por su cuello y lo reduzco contra mí, asfixiándole.
—Sorpresa, hijo de puta —gruño en su oído.
Su cuerpo se ha quedado rígido, de piedra.
Rick se pone en pie con una lobuna sonrisa mientras Negan da manotazos en mi brazo, intentando deshacerse de mi agarre que le consume el aire en sus pulmones. El ex policía aleja a Lucille de una patada y eso enfurece a Negan.
—¡No la toques! —brama como puede, asestándole otra patada al hombre frente a él y un codazo hacia mí.
Un codazo directo a mis costillas afectadas.
Grito de dolor y caigo de espaldas.
Negan le da un puñetazo a Rick, que se aferra a la isla central de la cocina para no caer. Me arrastro por el suelo, gruñendo de dolor, y agarro a Negan por la pierna herida, haciéndole gritar y caer de bruces al suelo. Gesto que Rick aprovecha para darle una patada en las costillas, y cuando pretendo darle un puñetazo, el hombre del bate me lo da antes.
Era todo un baile de patadas y puñetazos entre los tres, y aun siendo dos contra uno, Negan nos estaba dando una soberana paliza.
Era más rápido y ágil de lo que parecía.
—Malditos idiotas —jadea estirado en el suelo. Rick y yo estamos tumbados también, cada uno en un extremo. Los tres somos una mezcla de sangre, futuros hematomas y jadeos extenuados—. Tenías una oportunidad y la desperdiciasteis... ¡Doblegaos de una vez y todo acabará!
Aprieto los dientes con fuerza y le miro con rabia.
—Y una mierda —siseo entre dientes.
—Por encima de mi cadáver —añade Rick en un gruñido, intentando enderezarse sin demasiado resultado. Su pelo está empapado en sudor, de su ceja cae sangre al igual que de sus labios y mantiene una mano en su abdomen—. ¿Es que nunca cierras la boca?
Negan escupe sangre hacia un lado, tumbándose boca abajo, queriéndose levantar también.
—Qué tercos —bromea—. Esto ya está costando muchas pérdidas.
—Pues páralo —jadeo incorporándome, apretando mi mano contra mi costado, con una mueca de dolor grabado en mi rostro—. Puedes hacerlo y no lo haces. Sin embargo, estás aquí, destruyendo nuestro hogar.
—No fui yo quien empezó —dice, recostándose en la pared más cercana.
Rick le mira sin expresión en el rostro, incrédulo de estar hablando con él en lugar de estar matándole.
Sí, sé cómo te sientes.
Pero Negan tenía ese extraño magnetismo, que, en lugar de matarle, siempre terminabas conversando con él.
—Ya te lo dije una vez —respondo. Toso un par de veces antes de seguir hablando—. Hay muchas más formas de vivir en este mundo que la tuya.
—Nosotros íbamos a comerciar con Hilltop antes de que te mencionaran —sisea Rick intentando incorporarse.
Ambos hombres, apenas a dos metros de distancia entre ellos, se asesinan con la mirada en un amargo silencio.
—No podíamos comerciar con aquellos que matan y exigen, sin dar nada a cambio más que muerte y temor —sentencia el ex policía—. Hemos encontrado a muchos peligros como tú en el camino, y solo serás uno más.
Me tumbo en el suelo cuando soy incapaz de mantenerme sentado. El dolor me aguijonea las costillas cada vez que intento respirar y se me hace imposible mantenerme erguido.
La sonrisa burlona de Negan no tarda en aparecer.
—Le salvé la vida al chaval —dice, señalándome con un vistazo—. ¿Es que eso no cuenta?
Rick se carcajea antes de toser de dolor, su mano se aprieta nuevamente contra su abdomen.
—¿Torturar es salvar? ¿A eso le llamas salvar? —Vuelve a reír—. Claro, cierto, sois Los Salvadores, eso se supone que hacéis.
Negan posa su mirada en mí.
—No se lo has dicho —murmura asintiendo, con una cínica sonrisa—. El encuentro de esta mañana, no se lo has dicho.
La mirada de Rick se clava en mí, traspasándome por completo, y mis ojos se pegan al techo incapaces de devolverle el gesto.
—No serviría de nada, no iba a creerme —admito antes de tragar saliva, haciendo que el rostro de Rick se vuelva más confuso, pero no menos enfadado—. Y para entonces yo también quería matarte.
—¿Querías? —pregunta Negan sarcástico, apoyando su mano en la herida de bala en su pierna, que se ha abierto de nuevo y empieza a sangrar.
—Y querré siempre —gruño mirándole repentinamente, intentando ponerme en pie una vez más, sosteniéndome con una mano apoyada en el suelo.
—Das muerte, y muerte es lo único que a cambio tendrás —dice Rick en respuesta a mis palabras cuando logra sostenerse erguido de nuevo, apoyándose en la pared como ayuda, cogiendo nuevamente su rifle—. Eres lo que das, Negan. Y tu historia se zanja aquí.
Negan nos observa desde el suelo, sentado, derrotado. Con la espalda apoyada en la pared, observa a Lucille en la distancia, consciente de que no llegará a tiempo para alcanzarla. Agarro mi pistola de nuevo y la cargo.
El silencio se hace.
La tensión se vuelve palpable.
Sabe que va a morir.
Aquí.
Y ahora.
Este es su final.
Porque ya no hay vuelta atrás.
Así lo ha buscado y así lo ha querido.
Una sonrisa ladeada y triste se forma en sus labios.
La última.
Asiente de acuerdo, casi como si nos diera permiso para ello.
Rick le apunta con lentitud y manos temblorosas, porque no se puede creer que este sea el final y que el hombre frente a él lo esté permitiendo. En sus ojos puedo ver como su mente libra una batalla interna, porque él no quiere matar a este Negan, quiere acabar con la vida del asesino de Glenn y Abraham.
En sus ojos puedo verme a mí mismo.
A mí mismo, cuando presencié por primera vez al Negan real.
No al personaje.
No a la máscara que todos conocemos.
Al que está ahora sentado ante nosotros.
Triste.
Abatido.
Vencido.
El hombre y no el dios.
Mi corazón golpea con fuerza contra mi pecho.
Mis manos tiemblan, y poco a poco ese temblor se extiende por todo mi cuerpo.
Mis ojos se llenan de lágrimas y parpadeo para que se marchen.
Pero no lo hacen.
Negan me mira y sonríe.
—Adiós, chaval —musita con un brillo especial en su mirada—. Ha sido un placer.
Cierro los ojos y trago saliva cuando mi garganta se seca.
Inspiro.
Espiro.
Rick me mira.
Yo le miro a él.
Y su dedo se cierne lentamente sobre el gatillo, acariciándolo.
—¡Negan! —brama una voz desde el exterior.
—¿Dónde está, señor? —grita otra.
Mis ojos se abren como platos.
Rick baja el arma, sobrecogido por la interrupción repentina.
Ambos nos miramos fijamente.
Estamos jodidos.
Muy jodidos.
Negan nos dedica un rápido vistazo.
—Marchaos —susurra poniéndose en pie lentamente y como puede.
El ceño de Rick se frunce por milésimas de segundo, perplejo, observando de arriba abajo al hombre.
—De qué hablas —gruñe volviéndole apuntar.
Negan chasquea la lengua y resopla con hartazgo.
—Maldita sea, Ricky, largaos de una jodida vez. Yo me encargo —sisea mirándole. Sus ojos se posan en mí—. Llévatelo o se quedará aquí clavado como una estatua con una cara muy idiota y tendré que matarle delante de los míos. Largo.
Tiemblo.
Asiento repetidas veces y me acerco a Rick a zancadas, empujándole hacia fuera.
Me cuesta dios y ayuda moverlo de su sitio, pues sus músculos están tan tensos que apenas logro que ande y tengo que sacarlo prácticamente arrastrándole.
Porque su mirada no se despega del hombre al que dejamos atrás, en el interior de la casa.
Al hombre que nos ha salvado la vida.
Y por primera vez, no solo a mí.
Y eso es lo que más confundido me deja.
Porque sigo sin asimilar la única realidad que ahora hay ante nuestros ojos.
Negan acaba de salvarle la vida a Rick Grimes.
Con la luna a nuestra espalda en el punto más alto del cielo, lo que nos indica que será pasada la medianoche, Rick y yo caminamos envueltos en un angustiante silencio. La incredulidad nos rodea en un frío y distante abrazo, en el que ninguno de los dos se atreve a decir nada respecto a lo que acaba de pasar.
Porque todavía no somos capaces de creerlo, quizá.
Faltarían vidas para serlo.
Con el corazón encogido y un repentino escalofrío recorriendo mi columna que no me augura nada bueno, nos adentramos por la escalera de la alcantarilla, arrastrando con nosotros ese extraño pesar.
Que pronto se transforma en una asfixia aferrada a nuestro pecho.
El aire aquí abajo parece irrespirable.
Y debe haber una razón para ello, pues las personas apostadas a lo largo del túnel que compone la cloaca, se vuelven hacia nosotros dos.
Sus rostros se contraen en una mueca de repentina tristeza.
Y mi alma se hiela sin comprender.
Rick y yo caminamos el uno al lado del otro, con pasos lentos y pesados, bajo los atentos y apenados ojos de todos los presentes.
Mi corazón late cada vez más deprisa ante sus extraños comportamientos. Miro a Daryl, que, con la cabeza gacha, sostiene a Gracie con fuerza contra su pecho y es incapaz de mirarme.
—¿Qué pasa? —susurro casi sin voz.
La mirada de Rick se vuelve temblorosa cuando se posa en Michonne, agachada en el suelo. Cubre su rostro con ambas manos y rompe en un llanto ahogado que pretende acallar. Judith se mantiene a su lado, con las lágrimas cayendo por sus mejillas.
Qué coño está pasando.
Por qué nadie dice nada.
Mi latido cada vez es más fuerte.
—¿Quién es...? —murmura Rick.
Ambos observamos con sorpresa al extraño desconocido al final del túnel, sentado en el suelo, que nos mira ligeramente asustado.
—Lo he traído yo.
Como un autómata, mi cuerpo reacciona al dueño de esa voz, que ha pronunciado esa frase con su último hálito de vida.
Carl está sentado en el suelo con las piernas estiradas, totalmente abatido.
La luz blanquecina pronuncia aún más su deplorable aspecto.
Sus pómulos marcados, sus ojeras enrojecidas, su piel nívea y perlada en sudor, su vendaje manchado, su camisa empapada. Se mantiene con la espalda apoyada en la pared, como si esa misma postura le costara el esfuerzo físico de toda una vida.
Michonne se pone en pie con pasos tambaleantes y se aproxima a Rick, aferrándose a su brazo izquierdo.
La mano de Daryl, que ha dejado de sostener a Gracie, pues ahora esta ha pasado a estar en los brazos de Tara, se posa en mi hombro.
Carl sonríe, en una mueca casi cadavérica y consumida.
—Lo siento —susurra, como si cada palabra que dice le costara un poco más de vida—. Ha pasado.
Mi cuerpo entero tiembla.
Enarco una ceja sin comprender durante una fracción de segundo.
Y mis ojos se llenan de lágrimas.
Lo hacen, cuando Carl Grimes levanta su camisa y aparta el gran apósito que tenía pegado a su abdomen.
Mostrándonos a todos una grotesca y sangrienta mordedura.
Mi alma escapa de mi cuerpo en ese mismo instante.
No sé cómo ha pasado, pero sé que Daryl ha tenido que sujetarme para que me mantenga erguido.
Y no lo sé, porque he dejado de ver con claridad.
De sentir con claridad.
A mi alrededor todo ha empezado a perder su color.
Su forma.
Su verosimilitud.
Todo se ha vuelto un limbo irreal que me cuesta creer.
Una existencia falsa.
Una pantomima.
La luz.
Las sombras.
El suelo bajo mis pies.
El techo sobre mi cabeza.
La gente que me rodea.
Oigo mi nombre, pero no sé quién lo ha dicho.
Los sonidos se oyen lejanos, como en mitad de una ventisca.
Dejo de sentir el aire rozando mi piel.
El oxígeno que entra en mi cuerpo ha dejado de fluir con naturalidad.
El pulso en mis venas se ha acelerado, pues mi corazón late cada vez más deprisa.
—No —musito.
Y no estoy muy seguro de haber sido yo el que ha hablado.
Rick cae de rodillas a mi lado, seguido de Michonne.
Pero yo no, porque Daryl me está sosteniendo.
—No —repito, con la mirada vacía y perdida en Carl.
—Lo siento —dice este, con una lágrima descendiendo por su mejilla.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
No.
Mis piernas fallan y Daryl me acompaña en mi caída.
Las lágrimas caen de mis ojos al suelo cuando me apoyo en él con ambas manos.
No estoy muy seguro de cuando han empezado a brotar.
—No sabía si me daría tiempo a veros —admite Carl con la voz ronca. Mi mirada se alza hasta la suya y de su bolsillo trasero saca un puñado de cartas que le entrega a Michonne—. Pero, por si acaso... bueno, quería asegurarme de despedirme de vosotros.
Mi cuerpo entero tiembla, casi sacudiéndose en espasmos.
Las manos pintadas.
Solo quédate, solo por hoy.
La foto.
Así podrás recordar siempre lo mucho que te quiero.
La conversación en el huerto.
Yo no puedo hacer mucho más.
Todo el día juntos.
Te irá bien, ¿vale? Estarás bien. Te amo más que a nada, recuérdalo siempre.
—Te estabas despidiendo —susurro sin voz. Le miro fijamente, otra lágrima desciende por su mejilla—. Te estabas despidiendo.
Asiente, apenado y compungido, sin despegar la vista de mí.
Y yo siento que voy a vomitar.
—No... No —solloza Rick a mi lado, con la mano aferrada en la pierna de su hijo.
—Me han mordido —sentencia el chico hacia su padre.
Rick niega con la cabeza, ensimismado en su negación.
—No... No, han sido ellos...
—Quería traerle aquí... se llama Siddiq —explica el chico mirando al desconocido. Coge aire de nuevo—. Le vimos en la gasolinera... solo ha pasado. No han sido Los Salvadores.
Mis manos en el suelo se convierten en puños.
Giro mi cabeza bruscamente hacia el desconocido a unos metros.
—Es médico, como tú —afirma Carl, observándome con orgullo con su mirada cansada y moribunda—. Necesitarás más médicos, no podrás cargar con todo tú solo.
Necesitarás.
Podrás.
Palabras que esconden a plena vista un futuro en el que él no está.
Un futuro.
Mi futuro.
Sin él.
Cierro los ojos con fuerza y mantengo la cabeza agachada.
Mi garganta se cierra y mi estómago se revuelve.
En mi pecho se ha abierto un agujero negro que me consume sin piedad.
Que pretende devorar cada rincón de mis entrañas.
Consumiéndome.
Aniquilándome.
Y por Dios, ojalá así lo haga.
Mientras yo buscaba segar vidas, Carl buscaba la forma de salvarlas.
Y ahora, quien se muere es él y no yo.
Me pongo en pie de golpe.
—Has sido un puto egoísta irresponsable —escupo entre dientes, asesinándole con la mirada, señalándole—. ¡Debías quedarte en Alexandria! ¡Debías estar a salvo! ¡Esto no tenía que pasar! ¡Soy yo quién merece morir y no tú! ¡Por qué lo has hecho!
El silencio se hace en el interior del túnel.
Mis lágrimas caen.
—¡Cómo has podido hacerme esto! —bramo.
Cierro los puños con tanta fuerza, que noto la sangre fluir por mis palmas.
—¡Cómo voy a vivir sin ti, Carl! ¡Cómo me haces esto! —rujo culpándole de todas y cada una de mis desgracias.
Que yo me he buscado.
Este, era el mayor de mis castigos.
Este y ninguno más.
—¡Te odio, Carl Grimes! —grito hasta desgañitarme.
Mi llanto agónico es lo único que se oye en el interior del túnel, junto con el de Rick y Michonne.
Daryl me abraza con fuerza, intentando mitigar mi llanto imposible, pero me zafo de su agarre y echo a correr hasta salir al exterior del túnel.
Y lo último que oigo es un «lo siento» por parte del amor de mi vida.
Que ahora se muere sin que yo nada pueda hacer.
Salgo de las cloacas como si acabase de trepar por las paredes del infierno.
Camino tambaleándome por el bosque oscuro.
No veo.
No oigo.
Tengo que aferrarme a los árboles que me rodean, raspando mis dedos en su rugosa corteza, para seguir avanzando.
Avanzando hacia ningún lugar.
Los árboles a mi alrededor se me asemejan a figuras gigantes e imponentes que no logro ver con claridad.
Siluetas burlonas que se ríen de mis desgracias.
Que se ríen de mi condena eterna.
Que se ríen de que, con la solución en mi sangre, yo no pueda salvarle la vida a la única persona que hace que merezca la pena vivirla.
Eres la cura y no puedes hacer nada.
Eres la cura y no puedes hacer nada.
Eso es lo que repiten, en un cántico ensordecedor, cuando el viento mece sus hojas.
Caigo de bruces al suelo.
Y me quedo así.
Quieto.
Estático.
Hecho un ovillo.
Él va a morir.
Sí, lo va a hacer.
Y tú no puedes hacer nada.
Eres la cura y no puedes hacer nada.
Los árboles no se callan.
Unos gruñidos se oyen lejanos, pero sé que están cerca de mí.
Y con suerte, si saben que no soy uno de ellos, mi sufrimiento acabará.
Y podré esperar a Carl en la otra vida.
Me reuniré con él en un lugar donde el sufrimiento y el dolor no existan.
Y podremos vivir en la paz que él merece.
Le colmaré de atenciones, de mimos, de amor.
De todo aquello que ya no podré darle en esta mísera existencia sin sentido alguno si él ya no está. Porque él lo merece, merece otra vida sin penas ni castigos.
Pero yo no la merezco, y sé que por todo lo que he hecho, no iré con él.
Mi única vida para disfrutar de su compañía era esta.
Y la he desperdiciado.
Porque si no me hubiera cegado la venganza, Carl seguiría vivo.
No habría salido con su padre en busca de armas y gasolina.
No habría conocido al extraño.
Y no le habrían mordido.
Pero eso ya no era posible, no puedo volver atrás.
Solo aquí podíamos vivir juntos.
No existirá un más allá unidos, porque yo iré de cabeza al infierno y él descansará en el reino de los cielos.
Hasta que la muerte nos separe.
Y eso ya ha llegado.
Por mi culpa.
Porque no puedo hacer nada.
Y Gracie perderá a unos padres que acababa de ganar.
Varios pasos se arrastran hacia mí. Las hojas secas producen un crujido al ser pisadas y arrastradas, y ese sonido se oye cada vez más cerca.
Bien, solo he de dejar que pase.
Dolerá.
Pero solo serán unos segundos, puede que unos minutos.
Pero ya no importa.
No puede existir mayor dolor que el que destruye ahora cada rincón de mi ser.
No existe.
No ha sido concebido.
Lo he debido de inventar yo en este instante.
Como si desgarrarán una parte de tus entrañas desde dentro. Como si te arrancaran tus extremidades para lanzarlas lejos de ti. Como si te extraen el corazón y lo despedazan frente a tus pupilas.
No, ni siquiera puede ser descrito.
Una parte de mí muere hoy, muere ahora.
No, una parte de mí no.
Yo. Yo muero hoy. Yo muero ahora.
Y no puedes hacer nada.
Por eso, que vengan.
Y todo acabe.
No voy a tenerle en vida, qué más da no tenerle tampoco en la muerte.
Porque una vida sin él no existe.
No se le puede llamar vida.
Sin él, no existo.
No soy.
Y ya no quiero seguir siendo.
Entre las copas de los árboles perversos y burlones, se filtran suaves rayos de luz de luna, dándome en el rostro.
Y entonces oigo algo que no quiero oír.
El sonido de un par de saetas cortando el aire acaba con algunos gruñidos.
Un suave forcejeo. Un cuchillo que se clava. El sonido que hace cuando sale. Los cuerpos que caen.
Y el silencio se hace.
Unos brazos me levantan y me estrechan contra ellos.
Y lloro con fuerza contra el cuello de Daryl.
Un grito desgarrador rompe y desquebraja mi garganta, acabando con el silencio de la noche y haciendo eco por el bosque.
Estoy seguro de que, cuando muera esta noche por la pena y el dolor, justo después de Carl Grimes, en el futuro otras personas podrán escuchar mis gritos en este bosque en mitad de la noche.
Como un eco residual que vivirá eternamente en este lugar.
Al menos algo de mi perdurará.
Porque mi dolor es tan superior a mí, que ni siquiera podré llevármelo a la otra vida y quedará impregnado en esta tierra para siempre.
—No puedes dejar que muera con esas palabras en su mente —murmura mi hermano—. No puedes dejar que muera creyendo eso.
—El suero está en El Santuario —susurro.
Daryl se tensa en su sitio, con impotencia.
—Soy la cura, y nada puedo hacer.
Mi voz suena áspera.
Rota.
Daryl me estrecha con fuerza.
Él también llora abatido.
—Lo que no puedes hacer, es dejarle morir sin ti —dice en un suave murmullo—. Has de estar a su lado, por mucho que te duela.
Me doy cuenta de que estamos sentados en el suelo y yo estoy hecho un ovillo aferrado a su pecho, y Daryl me abraza contra él.
Y por unos momentos vuelve a tener veinticuatro años y yo cuatro, y estamos sentados a las orillas del río tras nuestra casa, esperando a que nuestro padre se duerma.
Mientras Merle lo distrae y emborracha para que no salga en nuestra busca.
Sonrío amargamente mientras las lágrimas surcan mi rostro.
Merle, a él tampoco le pude salvar.
¿Y a cuántos más no he podido?
Merle.
Noah.
Tyresse.
Bob.
Sasha.
¿Me dejo a alguien más?
Seguro que sí.
Oh, cierto, Deanna también.
Quise salvarla, lo intenté. Pero fue imposible.
«Sé que puedes hacerlo» dijo, «pero no será a mí, Áyax... no será a mí».
Ese amargo recuerdo viene a mí como un destello.
Un momento.
Esas dos palabras resuenan como un eco en mi mente.
Un momento.
Todo se detiene.
Mi respiración.
El tiempo.
La rotación de la Tierra.
Mis ojos se abren de par en par.
Miro a Daryl.
—La cura está en El Santuario —repito en un susurro—. Pero no hace falta. Yo soy la cura.
Mi hermano me observa sin comprender.
Y me pongo en pie de un salto.
—¿De qué hablas? —grita mientras echo a correr con él pegado a mis talones.
En cuestión de segundos he llegado al túnel de nuevo.
Mi corazón late con fuerza.
Respiro agitado, jadeante, envuelto en esa bruma de irrealidad que me persigue.
—¡Rick! —bramo con las lágrimas surcando mi rostro.
Mi voz hace eco por el interior del túnel.
El hombre llora, destrozado frente a su hijo.
El techo se remueve sobre nosotros, sacudido por otra explosión, y sus músculos se tensan.
Pero sus ojos se alzan para mirarme con sorpresa.
Y aterrizo prácticamente de rodillas ante Carl, Rick y Michonne.
—¡Yo soy la cura, Rick! —grito, con los ojos desorbitados. Este me mira sin comprender y aferro mis manos a sus hombros—. ¿Recuerdas que con Deanna quisimos hacerle una transfusión, pero fue imposible?
Su mirada me observa fija, confusa.
—Si... si —asiente en un susurro. Y entonces son sus manos las que se aferran a mis hombros—. Qué quieres decir.
Miro a Carl y las lágrimas surcan mis mejillas.
—Que voy a salvarte la vida —sentencio.
El chico me mira consternado. Me acerco a él y acuno su cara en mis manos. Observo sus pupilas, tomo su pulso y beso el dorso de su mano.
—Áyax... es tarde —murmura negando débilmente con la cabeza—. El Santuario está lejos.
—No —siseo—. No hablo de ir a por el suero, hablo de donarte mi sangre. Y todavía no es tarde, para Deanna lo fue porque empezó a delirar por la fiebre. Tu hace apenas una hora que has empezado a tenerla y llevas medio día con la mordedura.
Michonne nos observa perpleja.
—Si-siempre varía, depende de la persona —titubea ella.
Asiento.
—Y en Carl está tardando. Es nuestra oportunidad —sentencio.
El chico ríe sin fuerzas.
—Bueno... acabo de escuchar que me odias, quizá ya esté delirando.
Sonrío y las lágrimas vuelven a caer.
—Tienes razón, estás delirando, yo nunca diría algo así —murmuro, haciéndole emitir un quejido que se asemeja a una risa. Aproximo mi rostro al suyo—. Ahora lo sé, Carl. La razón de mi existencia, el motivo por el que estoy aquí, en este mundo, con vosotros... contigo —añado. Su mirada con los últimos momentos de vida, brilla—. Mi inmunidad ha de ser tu salvación, porque dejarte morir sería el mayor error jamás cometido.
Deposito un beso en sus labios blanquecinos, que arden por la fiebre.
Y esta vez, puede que sea el último de verdad.
Me pongo en pie y Rick también lo hace.
—Que necesitas —dice con voz ronca, dispuesto a acompañarme. De sus ojos rojizos no dejan de brotar lágrimas y su pelo está empapado en sudor. Posa la mano en la culata de su revólver, convencido de salir y hacer lo que sea necesario para salvar la vida de su hijo.
Pongo una mano sobre su hombro y sonrío.
—Que te quedes aquí y cuides de ellos lo mejor que puedas —respondo. Sus ojos me miran en una mezcla de orgullo, satisfacción, dolor y tristeza—. Eso es ser padre, ¿no?
Sonríe y pone una mano en mi nuca, pegando su frente a la mía.
—Nunca podré agradecerte esto lo suficiente —susurra.
Trago saliva.
—Agradécemelo si lo consigo.
El hombre asiente y nos miramos unos segundos.
Porque existe la posibilidad de que esto no funcione.
De que Carl siga su destino marcado.
Marcado, por una mordedura.
No, me niego.
Carl Grimes no puede morir así.
Carl Grimes no merece morir así.
Afianzo la espada en mi espalda y me vuelvo, dispuesto a salir del túnel.
—Voy contigo —afirma Daryl.
Y entonces pasa algo que no me espero.
—Yo también —sentencia Rosita, palmeando mi espada—. Cuantas más manos mejor. Cuando volvamos, sacaremos a toda esta gente de aquí y seguiremos con el plan.
Asiento con sorpresa.
—Iremos a la enfermería, a por el equipo de transfusión que Denisse usó con Merle y conmigo, y cogeremos algunas cosas más —informo a todos—. Proteged este sitio.
Los vecinos de Alexandria asienten con fervor, convenciéndome de que así será.
Y los tres salimos de la cloaca, directos a la comunidad infestada de Salvadores.
Porque si es por salvar la vida de Carl Grimes, les arrancaré el cuello con mis dientes a todos y cada uno de Los Salvadores que me lo impidan.
Que Dios se apiade de sus almas.
En mitad de la oscuridad y con el silencio como nuestro único compañero, Daryl, Rosita y yo nos adentramos en Alexandria con sumo cuidado de no ser vistos. O de no morir por el estallido de una granada.
A pasos rápidos, nos dirigimos hacia la enfermería, y extremamos las precauciones puesto que esta se encuentra cerca de la entrada principal.
Y antes de que nos demos cuenta, nos topamos con dos Salvadores en el interior.
Pero por nuestra suerte y para su desgracia, Rosita apuñala al primero y yo le rompo el cuello al segundo.
No han podido reaccionar siquiera.
Tan fácil como respirar.
Rosita vigila la entrada mientras que Daryl y yo nos hacemos con todo el arsenal médico necesario, moviéndonos deprisa.
—Mete todo lo que puedas en las cajas —murmuro en dirección a mi hermano—. Que esos cabrones no tengan nada que llevarse.
Daryl asiente convencido, pues tampoco necesita muchos incentivos para joder a esos imbéciles. Le sale de forma natural y es de las pocas cosas que le he visto hacer con ganas.
Cargando un par de cajas, salimos escoltados por Rosita y volvemos tras nuestros pasos sin perder más tiempo.
Porque juega en nuestra contra.
Porque ahora mismo, es mi enemigo principal.
El tiempo.
El que Carl no tiene.
El que se le acaba.
Nos adentramos nuevamente por la alcantarilla, a sabiendas de que los cuerpos muertos de Los Salvadores serán una señal nuestra indiscutible, pero no puede importarme menos ahora mismo.
Los ojos de Rick se iluminan cuando nos ve aparecer y suspira con gran alivio. Michonne sostiene la mano de Carl, e intenta hacer por todos los medios que no se duerma. Con un trapo, presiona la mordedura del chico, intentando fallidamente que esta deje de sangrar. Miro al desconocido.
Siddiq.
—Eras médico, ¿no? —pregunto con enfado.
El tipo asiente compungido, poniéndose en pie.
—Bien, haz que el sacrificio de mi novio merezca la pena y no muera por ello —gruño sin mirarle, quitándome la espada y dejándola a un lado. Una parte de mi le creía culpable de esto, pero lo cierto es que no podía culparle de nada.
Carl había hecho lo que había hecho por su cuenta y riesgo.
Y esto nos recordaba que no éramos especiales.
Que a cualquiera podía pasarle lo que a él.
Siddiq asiente.
—No le dejaré morir si está en mi mano hacerlo —sentencia con convicción.
—Eso es lo que esperaba escuchar —murmuro, agachándome al lado de Carl.
Este me sonríe con cansancio y yo le sonrío de vuelta, apartando su pelo húmedo de su rostro para que pueda verme. Siddiq se acerca a nosotros y se quita su chaqueta, comenzando a remangarse.
—¿Cuál es el plan? —pregunta, intentando seguir mis pasos.
Rick, Michonne y Daryl nos observan con atención. Al igual que la mayoría que alcanza a vernos en el túnel.
Comienzo a sacar el material de las cajas.
—Reconozco esa cosa —señala Rick, dándole un vistazo a la bomba que tenía dos tubos conectados a ella—. Hershel la utilizó conmigo cuando Carl era pequeño y recibió el disparo.
—Esto extraerá mi sangre y se la traspasará a él —le explico, recibiendo un asentimiento como respuesta por su parte.
Veo que Siddiq rebusca en la caja y encuentra una goma que envuelve alrededor del brazo del chico, empezando a palpar el brazo de Carl en busca de una vena que pueda servirnos. Cuando la tiene, coge la aguja y me mira.
Asiento.
—¿Estás bien? —pregunta el hombre a Carl cuando clava la aguja con sumo cuidado.
—Sí... tranquilo, no te matará si me haces daño —dice el chico con una débil sonrisa, mirándome.
Sonrío mientras anudo otra goma a mi brazo y busco mi propia vena.
—No las tengas todas contigo —respondo sin mirar. Presiono la vena cuando la encuentro—. Michonne, la aguja.
—¿Te lo vas a hacer a ti mismo?
—Michonne, la aguja —repito insistente.
Ella suspira.
—Está bien —dice, después de que ignore su pregunta, tendiéndome la aguja en mi dirección. La clavo y oprimo un quejido, que alerta a mi hermano, pero con una sola mirada le indico que estoy perfectamente—. De acuerdo, necesitaré que apretéis esto para bombear la sangre. Despacio y de forma rítmica. Tendréis que turnaros para no cansaros.
Rick asiente y empieza él. Siddiq coloca un esparadrapo resistente en el brazo de Carl, y después otro en el mío, para retener las agujas en sus lugares y yo quito ambas gomas.
El lugar se sacude de nuevo y protejo a Carl, pegándolo a mí, sentándome a su vera.
Daryl mira a Rick.
—No podemos esperar mucho más —dice el primero.
—Carl no aguantaría el viaje —responde Rick, mirándonos a los dos.
Michonne muerde sus labios y mira a nuestros vecinos.
—Pueden marcharse ellos, los caballos están apostados fuera, junto a los vehículos. A medio kilómetro de aquí —añade. Sus ojos se posan en Tara y Rosita—. Si nos dejan al menos un coche, bastará.
Tara asiente.
—Los llevaremos —asegura.
Trago saliva y miro a Daryl.
—Ve con ellas, tienes que encargarte de Gracie y de Judith —murmuro en respuesta, sintiendo como la sangre comienza a fluir por el pequeño tubo—. Sácalas de aquí.
Daryl aprieta los dientes y tensa la mandíbula, sentándose y negándose en redondo a ello.
—¿De verdad crees que te voy a dejar aquí? ¿Así?
Doy un vistazo hacia Rick, en busca de apoyo, pero el hombre agacha la mirada.
Porque sabe que él haría lo mismo.
Ni siquiera es seguro que Carl salga de esta.
—Tranquilos, nosotras nos encargamos —dice Rosita, dando un vistazo a Tara y sosteniendo a Gracie.
Sonrío en su dirección y mis ojos se llenan de lágrimas.
—Gracias —musito.
Ella sonríe con honestidad y mira a la pequeña entre sus brazos.
—De nada.
Extiende su puño y yo lo choco con una sonrisa, imitando el gesto de Tara. Y que esta no duda en hacer también, orgullosa de habernos pegado sus costumbres. Ambas se despiden de Carl intentando ocultar la pena y el pesar que les embarga.
Judith abraza a su hermano con fuerza y cuidado, limpiándose sus propias lágrimas.
El chico sonríe en una mueca cansada.
—Pórtate bien —dice—. Con Michonne... con papá. Respétale, hazle caso en lo que te diga... aunque no sea siempre.
Judith se traga un sollozo, apretando los dientes, sin dejar de mirar a su hermano.
Porque sabe que se está despidiendo de ella.
Solo por si acaso.
—A veces los hijos enseñan el camino a sus padres —añade Carl.
Rick le mira, con los ojos llenos de lágrimas, y Siddiq le observa con asombro, por algo que probablemente me esté perdiendo.
Carl toma su sombrero, que descansa a su lado. Desgastado y polvoriento, lo observa con cariño y melancolía, como si ya fuera ajeno a él.
Como si ya hubiera quedado en el pasado.
—Este sombrero antes era de papá —le explica. Las lágrimas surcan mis mejillas de forma silenciosa, y agacho momentáneamente la cabeza—. Ahora es tuyo, Judith. Te lo has ganado.
Muerdo mis labios con fuerza.
La pequeña limpia sus lágrimas y asiente, aceptando el regalo de su hermano.
—Solo llevándolo puesto... sentía a papá conmigo. Me sentía fuerte con él. Ahora te ayudará a ti —afirma con convicción—. Antes de morir... mamá me dijo que yo vencería este mundo. Quizá ya no lo haga, pero puede que tú sí. Estoy convencido.
Judith vuelve a abrazar y a besar a su hermano, en un abrazo que dura largos segundos.
Rick alza su vista al cielo y yo cierro los ojos con fuerza.
El ex policía deposita un beso en la mejilla de su hija y esta le da un abrazo en respuesta, llorando desconsolada. El hombre le asegura que va a cuidar de nosotros y hará todo lo posible por salvarnos, y ella añade que lo sabe y que no duda de ello. Michonne la abraza fuertemente y Daryl también, depositando un beso en su coronilla. Entonces se acerca a mí, para que yo pueda hacer lo mismo.
—¿Cuidarás de Sombra? —le digo, haciendo que sonría.
Asiente, volviendo a limpiar su rostro.
—Por supuesto —responde con suficiencia y los ojos enrojecidos por el llanto.
—No esperaba menos, por eso la dejo a tu cargo, como a Gracie. Ahora tienes otra hermanita de la que cuidar.
Ella sonríe orgullosa de su gran responsabilidad, y nos dedica una última mirada a su hermano y a mí.
A sus dos hermanos, tal vez.
Le da la mano a Tara, y sale junto a ella.
Rosita sostiene a Gracie y la pequeña nos mira, con sus ojos brillantes bañados por el miedo. Y aunque quizá no lo entienda, parece que en su interior algo le dice que cosas malas están sucediendo.
Ojalá poder lograr que no sintiera nada de eso.
Y así, liderados por Tara y Rosita, las gentes de Alexandria abandonan el angosto túnel, no sin antes mostrar sus respetos uno por uno ante nosotros.
Cosa que hincha mi pecho y mi corazón con orgullo.
Y no con superioridad ni con poder.
Si no con el más puro sentimiento de hermandad que nos unía.
La lúgubre luz del túnel titila exactamente cada veinte segundos.
Lo sé, porque llevo cerca de treinta minutos mirándola. Porque ese es el tiempo que ha pasado desde que los seis nos hemos quedado solos en el lugar. Y es que Los Salvadores parecían haberse marchado desde hacía ya un buen rato.
Porque el techo había dejado de temblar sobre nuestras cabezas.
Mi sangre seguía fluyendo por el tubo de forma lenta pero constante, llenando el recipiente casi a la mitad. Ahora era Michonne quien apretaba la pequeña pera de goma, extrayéndola. Siddiq no dejaba de medir las constantes vitales de Carl, que, acomodado en la camilla plegable del hombre, se había sumido en un sueño reparador a pesar de que quizá no era lo mejor.
Pero en parte lo necesitaba, y yo no podía negarle nada.
Rick se paseaba de un lado a otro del túnel de vez en cuando, para estirar las piernas.
Y porque los nervios le consumían.
Daryl se mantiene sentado frente a mí, observando como mi sangre se adentra en las venas de Carl, en un intento por insuflarle vida. Y de vez en cuando, sus ojos se clavan en mí, queriendo percatarse de cualquier cambio en mi estado.
Y eso, me hace mucho más difícil disimular lo mareado que estoy.
Esa es la razón por la que mantengo la vista en un punto fijo, para que el equilibro no desaparezca y todo siga dándome vueltas.
Mi garganta se seca y trago saliva.
Una gota de caliente sudor recorre mi sien derecha y suspiro, cerrando los ojos unos segundos.
Miro a Carl. Su pecho se mueve con su calmada y acompasada respiración. Con mi mano izquierda, acaricio la suya.
Y mis ojos se abren con sorpresa.
Michonne, que ve mi gesto, aproxima con cautela la mano a la frente del chico, apartando su pelo en el proceso, y la posa allí por unos segundos.
—La fiebre... —murmura, alternando su vista de Carl a mí.
Pero yo soy incapaz de verla a ella, porque no puedo despegar mis pupilas del chico.
—Está bajando —completo yo en un susurro. Rick acorta la distancia que nos separa en un par de rápidas zancadas y se arrodilla ante su hijo—. Sigue teniendo, pero su piel es tibia, ya no arde.
El ex policía me mira con incredulidad y sorpresa.
Como si lo que viera frente a él fuera un sueño.
Uno imposible.
Y le miro.
Porque yo lo siento igual.
—Está funcionando —musita el hombre en un sollozo. Agacha su cabeza y deja sus manos en regazo de su hijo—. Está funcionando...
Las lágrimas no tardan en recorrer su camino habitual por mis mejillas.
Porque, aunque queda camino que recorrer, parece estar funcionando.
Funciona.
Mi sangre le cura.
Mi sangre le salva.
Va a vivir.
Carl Grimes vivirá.
Mi corazón late con fuerza y llevo el dorso de la mano del chico a mis labios, dejando un beso en él. Y no puedo evitar seguir llorando.
Llorando de alivio.
Llorando de alegría.
Daryl se aproxima a nosotros y esboza una pequeña sonrisa.
Que se esfuma en cuanto sus ojos se clavan en un lugar en concreto.
Su rostro pierde todo color y se aferra al brazo de Rick, incapaz de hablar.
Entonces me mira.
—Áyax... tu brazo...
Frunzo el ceño unos segundos.
Alzo mi brazo derecho lentamente, donde la vía está puesta en la cara interna de mi codo.
Trago saliva y lo observo perplejo.
Rick se sienta de golpe, alejándose ligeramente sorprendido.
Michonne se lleva las manos a la boca.
Y Siddiq me observa con horror, sin comprender nada en absoluto.
—Oh, mierda —murmuro, observando la sangre recorriendo mi antebrazo, que sale sin parar de las ahora abiertas y antiguas mordeduras.
Deslizo mi mirada por las heridas recién abiertas. La carne se desgarra, separándose milímetro a milímetro, dejando fluir ríos de sangre a través de ella. Como si acabaran de morderme. Como si fuera una herida de escasos minutos.
Como si mi cuerpo quisiera expulsar el veneno de él.
—¿Qué cojones...? —susurro.
El calor me sofoca cuando otro mareo me atiza.
Mi mirada se pierde y mis ojos se entrecierran.
Mi cabeza cae de forma pesada.
Y Siddiq se pone en pie de un salto, aproximándose rápidamente hacia mí, empezando a tomar mis constantes.
—Tienes fiebre, Áyax —sentencia con preocupación—. Demasiada.
Daryl tensa la mandíbula.
—Eugene —sisea ganándose nuestra atención—. Él lo dijo. Si la cantidad de virus en tu cuerpo era superior a la de sangre inmune...
Sonrío amargamente y niego con la cabeza.
—Voy a entrar en el Record Guiness de las transformaciones más tardías —farfullo.
El silencio se hace.
Michonne revisa la herida de Carl, ya esta está limpia, impecable. En contradicción con las tres sangrantes heridas que envuelven mi antebrazo, haciendo que la sangre bañe a regueros las rosas plagadas de espinas.
Que bello y que mortal a la vez.
—Tienes que dejar de darle sangre, Áyax —advierte la mujer con lágrimas en los ojos—. O entonces el que morirá, serás tú.
Aprieto los dientes y apoyo la cabeza en la pared a mi espalda.
—Si este es mi final... que así sea.
Daryl se pone en pie.
—Esto no es lo que él querría —gruñe, señalando a Carl con la mirada—. Hoy has cargado con una responsabilidad de por vida, piensa también en ella y no pretendas dejarte morir.
Sus palabras son un real y certero puñetazo en el estómago.
Gracie.
Rick frota su rostro con ambas manos, agotado.
—Ya está funcionando, Áyax, ya no es necesario seguir —dice, intentando hacerme entrar en razón—. Carl está ganando la vida que tú estás perdiendo, debemos parar ahora que ya mejora.
Alzo una ceja.
El sudor empieza a descender por mi cuello y mi espalda, empapando mi sudadera sin mangas.
—Eso no lo sabemos —musito con voz ronca—. Podría ser insuficiente.
Daryl comienza a imitar los paseos de Rick con ambas manos tras su nuca, devanándose los sesos en una solución.
Porque saben que me voy a negar a una alternativa que implique dejar de donarle mi sangre.
—¿Y cuál es el plan? ¿Dejar que mueras y después darle la buena noticia? —dice con crueldad.
Al borde de sus ojos se acumulan las lágrimas de terror que no quiere derramar.
Cierro los míos con fuerza y me acomodo en mi sitio, ocultando el quejido de dolor que eso me provoca.
Todos y cada uno de mis músculos están entumecidos, agarrotados. El dolor es horrible, como si llevara semanas haciendo deporte sin parar. Mi piel arde, desprende e irradia calor. Y mis huesos parece que estén a punto de estallar en millones de frágiles fragmentos.
—Joder —farfullo—. Parece que mis huesos sean de cristal...
Rick me observa alarmado y se pone en pie. Con cuidado de no despertar a su hijo, se hace con uno de los cojines que el chico no usa y lo coloca con sumo cuidado tras mi espalda.
Contengo el aliento ante los pinchazos de dolor que me sacuden por ese gesto.
El hombre apoya ambas manos en mis ardientes mejillas y me observa con sus enrojecidos ojos por el continúo llanto. Desliza su pulgar con delicadeza y limpia una de mis lágrimas.
—No... no voy a poder soportar la pérdida de dos hijos, por favor, Áyax —sentencia en una súplica.
Sonrío con debilidad, incapaz de aguantarme erguido.
—Por eso —respondo con la boca seca—. Solo tendrás que perder a uno.
Rick agacha la cabeza y solloza con dolor, negando.
—Tiene que ser así —murmuro, intentando hacerle entender—. No puedes perderle, no a él.
Miro a Carl a mi lado y acaricio su rostro con cuidado.
—Te odio, Áyax Dixon.
El susurro escapa de sus blanquecinos labios, que muy lentamente, empiezan a ganar algo más de color. Mantiene sus ojos cerrados por el agotamiento.
Sonrío y todos le observan con algo de sorpresa.
—Pensé que dormías —digo.
Su única pupila se clava en mi antebrazo que no deja de sangrar.
—Y lo hacía... hasta que mi sexto sentido me ha avisado de que intentabas morir, otra vez.
Una pequeña risa me sacude y cierro los ojos por el dolor que me causa.
Su mano se aproxima a la vía con intención de arrancársela y le detengo.
—No puedes hacerme esto —dice, entonando mis propias palabras con la misma frialdad y dolor.
Trago saliva y muerdo mis labios.
—Esa es la diferencia, Carl Grimes, yo sí que puedo —sentencio—. Yo sí que debo.
Este era el gran problema.
Que ninguno de los dos iba a dejar morir al otro.
—Hay algo... debería haber algo que podamos hacer —dice Siddiq mirándonos a todos con impotencia—. No podemos aferrarnos únicamente a tu sangre.
Tenso la mandíbula.
—El suero podría ayudar —responde Michonne—. Pero dudo mucho que podamos entrar en El Santuario. Y está demasiado lejos.
Inhalo y exhalo.
Y entonces miro a Rick.
Este me observa sin comprender.
Saco el walkie de mi cinturón y vuelvo a tragar saliva.
Frecuencia seis punto seis.
—Quizá sí que haya algo que podamos hacer —murmuro. Todos me miran conteniendo el aliento y pulso el botón antes de hablar de nuevo—. Negan, soy yo, Áyax.
El silencio se hace en el interior del túnel.
Frecuencia seis punto seis, la única que conecta directamente con Negan.
Mi corazón late con fuerza.
Un suave y martilleante dolor de cabeza empieza a machacar mi frente y aguijonear mis ojos. De repente, la luz del túnel se vuelve muy molesta.
—Negan, ¿me oyes? —vuelvo a decir, pegándome el aparato a los labios.
El silencio se hace.
Y segundos después se rompe.
—¿Qué coño...? —exclama el hombre del bate sorprendido—. ¿Áyax? ¿Qué mierda estás haciendo?
Aprieto los dientes con rabia y una tos me sacude.
Daryl hace el ademán de acercarse, pero le indico que estoy bien.
Aunque sea mentira.
—No hay tiempo para explicaciones —respondo apresurado—. Necesito que me hagas un favor.
Negan se carcajea sorprendido desde el aparato.
—¿Estás de coña? —dice sarcástico—. ¿Otro más? ¿Cuántas veces voy a tener que salvarte la vida? ¿Es que esta vez Rick ha metido el pie en una trampa para osos?
Miro al mencionado y su mirada se clava en el suelo, como si reviviera ese extraño momento de hace unas horas en su cabeza.
Pero quienes con más sorpresa nos miran, son Daryl y Carl.
—No es a mí a quien has de salvarle la vida, ni a él —aclaro. Las lágrimas llegan a mis ojos de nuevo—. Han mordido a Carl.
Un silencio sepulcral se hace al otro lado de la línea.
—¿Qué? —susurra con dolor. Acto seguido, se oye como sus pasos se apresuran para salir de algún lugar, y cuando intuyo que se encuentra a solas de nuevo, habla otra vez—. ¿De qué estás hablando, Áyax?
Los ojos de Rick me observan con sorpresa ante el cambio de tono en la voz del hombre.
Un tono bañado de genuina preocupación.
—Va a morir, Negan —sollozo, sin importarme en absoluto que mi familia me vea llorar mientras hablo con él.
Porque si me iba a marchar de este mundo, sería matando dos pájaros de un tiro.
Convenciendo a Rick Grimes de que Negan no debe morir.
Porque esa es la única verdad.
Miro a Carl.
Su piel blanca como la nieve.
Sus ojeras pronunciadas.
Sus pómulos marcados.
La vida que casi se le escapa.
«Dime qué es lo que he de hacer para que entiendas mi punto de vista».
Ya lo he entendido.
—Estoy haciéndole una transfusión con mi sangre, pero no será suficiente —añado abatido.
El silencio vuelve como respuesta.
—Y te matará a ti también —sentencia, conocedor quizá de los estudios que hicimos Carson y yo en su día. Y de que no pararé hasta que le dé hasta la última gota en mis venas si es necesario.
Cojo aire de nuevo.
—Necesitamos el suero, por favor —ruego con dolor. Llevo el dorso de mi mano a mis labios para tragarme un sollozo. Coloco el aparato de nuevo y pulso el botón—. Hagamos una tregua, danos algo del suero, y después mátame si quieres.
Un suspiro de hartazgo se oye por el altavoz.
—No quiero matarte —responde cansado—. No quiero que nadie más muera, no quiero que me hagáis matar a nadie más y tampoco que luego me echéis la culpa por ello. Sois vosotros quienes no dejáis de luchar.
Daryl frunce el ceño, mirándome incrédulo.
—Pues... me doblegaré, haré que Rick se doblegue. Volveré a ser tu segundo al mando. Lo que sea —siseo tragándome un sollozo y el orgullo—. Conseguirás lo que quieres.
Rick me mira con los ojos desorbitados.
Del lado de Negan se oye una suave risa.
—Ambos sabemos que eso no será verdad —contesta con obviedad—. Nunca será así.
El silencio se hace durante unos momentos.
Unos momentos en los que yo creo haber perdido toda oportunidad.
Porque he jugado todas mis cartas.
—En su día me dijiste... que no te importaría vernos a Carl y a mí construir mi nuevo mundo —digo en un murmullo cansado—. Esta es tu oportunidad. Y en él hay sitio para todos —añado esperanzado. Unos segundos de largo silencio siguen a mis palabras.
Carl me mira con sorpresa.
Pero, sobre todo, con orgullo.
Rick agacha la cabeza y Daryl reanuda su continúo paseo por el túnel, como si no quisiera escucharme.
De nuevo, más silencio.
—En el cuartel que habéis asaltado está mañana... sí, las noticias vuelan, capullos. —No puedo evitar sonreír ante sus palabras—. Medio kilómetro a la derecha, hay una iglesia. Llevaré personalmente una nevera portátil con varias bolsas de suero. La tregua durará hasta que el sol salga de nuevo —sentencia con firmeza—. Envía a alguien e intenta no palmarla.
Miro a Rick y este me observa con asombro, a diferencia de mi hermano, que mantiene un rostro inexpresivo.
—Me prometes que... vaya quien vaya... ¿no le matarás? —susurro, cogiendo aire cuando el cansancio me consume.
Puedo imaginarlo tensando la mandíbula en estos momentos.
—Sí —gruñe a través del aparato—. Solo hasta que el sol salga de nuevo.
Cierro los ojos.
Inhalo y exhalo.
Asiento.
—De acuerdo —musito. Pulso el botón una última vez—. Y... Negan.
—Qué.
Miro a Rick.
A Michonne.
A Daryl.
Y a Carl.
—Gracias.
El hombre farfulla algo que no se entiende y después habla claro.
—Intenta no querer palmarla siempre, jodido suicida.
Río.
Y al otro lado, la línea muere en un eterno silencio.
Y en el túnel también.
Rick mantiene la mirada fija en el suelo y Michonne acaricia su mano, que el hombre mantiene en el regazo de Carl. Como si, por separarse, el chico fuera a desvanecerse frente a él.
Asiente.
—Está bien, iré yo —dice, observándome con ojos consternados, sumergido en su propio sueño surrealista en el que acaba de escuchar como Negan pretende salvar la vida de sus dos hijos.
—No —susurro, negando suavemente con la cabeza. Una lágrima desciende por mi mejilla—. No... tú... intentarás matarle, Rick. Y eso... eso no puede pasar. No debe pasar. —Miro a Carl—. Negan no debe morir.
Mis palabras resuenan en un eco hastiado por el interior de las cloacas. Como un débil susurro de una última petición. Como un último deseo.
—Dijiste... le dijiste que era lo que daba —añado con dolor. Mis ojos se aguan cuando le miro fijamente—. Te está dando algo a cambio Rick. Y... por más que pueda joderme reconocerlo... no debe morir.
La mirada del ex policía tiembla. Muerde sus labios con impotencia y la mano sobre su rodilla se convierte lentamente en un puño.
Carl nos observa con mirada casi agonizante, y estrecha delicadamente mi mano.
—Negan no debe morir —murmura mirando a su padre.
Michonne se mantiene en silencio. Sus ojos brillan y sus labios tiemblan. Quiere serenarse, pero no lo consigue, y posa la mirada en su compañero de vida. Le entrega las cartas que Carl le ha dado, en un intento porque, en su marcha, pueda ponerlas a salvo.
Este las acepta y nos mira. Pasea sus ojos por todos y cada uno de nosotros, incluido Siddiq, que guarda silencio a nuestra derecha.
Asiente.
—Negan no debe morir —sentencia el ex policía, abatido por la realidad.
Y por primera vez en año y medio, suelto un largo suspiro de alivio.
El peso sobre mis hombros se desvanece y me siento ligero.
Daryl resopla y se da media vuelta.
—Ahora lo primordial son sus vidas —dice Rick, consiguiendo que mi hermano detenga sus pasos—. Negan nos ha concedido una tregua, y no seré yo quien la rompa. Iremos con el coche que nos han dejado, seremos rápidos. No quería despegarme de vosotros dos, pero ahora mismo, no me fío de enviar a cualquiera a por la cura. Esto tengo que hacerlo yo, solo así estaré tranquilo.
Carl le mira y traga saliva con algo de angustia.
El hombre se pone en pie y nos mira con pesadumbre.
—Volveremos antes de que os deis cuenta —afirma.
Asiento.
Y el temor, junto con la fiebre, me recorre de pies a cabeza.
Veo al hombre partir a lo largo del túnel, con una mano en el hombro de mi hermano, ambos a pasos rápidos y decididos. Y soy consciente de que quizá esa sea la última imagen de ellos que vean mis pupilas.
Ambos hombres en busca de la cura.
Y con una cuenta atrás a sus espaldas.
El tiempo se agota.
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Mis manos se ciernen sobre el volante de la polvorienta y vieja Suburban cuando arranca al fin. El ronroneo del motor se hace eco por el bosque y los faros iluminan el asfalto en mitad de la noche. Piso con suavidad el acelerador y giro el volante, adentrándome en la carretera.
Daryl, hierático a mi lado, mantiene la vista fija en ella.
Un áspero y cortante silencio se hace en el interior del vehículo. Ninguno de los dos dice nada, y tampoco parece ser necesario. Pero sé que Daryl puede replicar su enfado de un momento a otro, así que me mantengo en silencio, sumido en mis propios pensamientos. Aunque solo logro ver a Carl y Áyax en ellos. A Carl y Áyax muriendo frente a Michonne, y sin que ella pueda hacer nada para evitarlo.
Rasco mi frente y acelero, posando mi vista en las cartas de Carl sobre el salpicadero. El Chevy ruge y nos impulsa suavemente contra los respaldos por ello. Paso una mano por mi pelo en un gesto tenso e incómodo, intentando apartarlo de mi frente, pero no lo consigo. Doy un vistazo al retrovisor central, cerciorándome de que seguimos solos en la carretera y no vayamos directamente a una emboscada. Aunque es probable que sí, porque no tengo por qué creer la palabra de un hombre como él.
Los hombres como él no valen nada. Sus palabras, mucho menos.
Pero, incluso así, he de reconocer que antes nos ha salvado la vida. Y no sé cómo eso debería hacerme sentir. No es un halago, ni siquiera se lo agradezco. A mi parecer, es un acto de desdén, de control. No nos ha dejado con vida, nos la ha perdonado. Eso no significa, ni garantiza, que lo vaya a volver a hacer.
Y, aun así, estoy de camino a él.
—La próxima a la derecha —me recuerda Daryl. Su voz suena ronca y en su tono se aprecia un ligero matiz de enfado, que solo notarías si le conoces lo suficiente.
Yo lo hago, le conozco lo suficiente para saber lo mucho que odia estar haciendo esto. Probablemente sienta que nos estamos arrodillando de nuevo, pero esta vez es por una razón. Hay una prioridad. Y tampoco significa que nos estemos doblegando ante él.
«Es una tregua» pienso, «solo eso».
Giro el volante con suavidad y tuerzo a la izquierda, tal y como Daryl me ha indicado. Y suspiro.
—Tenemos que hacerlo —murmuro. Mis palabras ganan su atención, pero no lo suficiente como para que me mire—. A mí tampoco me gusta, pero tenemos que hacerlo. Esto no es por nosotros.
Daryl resopla, escéptico, y entonces sí que me mira.
—¿Y lo de no matarle? —pregunta sarcástico—. ¿Qué me dices de eso?
Mantengo la vista en la carretera. El silencio es mi respuesta, pero, por supuesto, no le sirve. Porque es Daryl Dixon, y en eso, Áyax y él se parecen demasiado. Aun así, no dice nada, dejando que el interior de la Suburban se sumerja de nuevo en un sepulcral silencio, que sella nuestra escasa conversación.
Daryl coge las cartas frente a él. Intenta que sus manos no le tiemblen, pero se le hace difícil. Las pasa poco a poco, observando los nombres que hay en cada una de ellas.
Papá, Michonne, Judith, Daryl, Áyax...
Daryl levanta la vista y señala una en concreto, que, sin dudarlo un segundo, abre y comienza a leer. Durante unos momentos, pienso que es la suya, pero su mirada me sorprende, revelándome que no es así.
—Hay una para Negan.
Trago saliva, y acelero un poco más. Mis dedos se aferran al volante. Paso mi mano por la frente, llevándome algo de sudor con el vendaje que cubre mis nudillos.
—Le pide la paz —dice—. Os la pide a los dos.
A lo lejos, sobre una pequeña colina, diviso el campanario de una iglesia coronado por unas nubes negras que empiezan a opacar el cielo, anunciando una tormenta próxima. Lentamente y a medida que nos acercamos, su silueta comienza a dibujarse. El edificio de madera blanca y roída nos da la bienvenida a unos cincuenta metros de nosotros, rodeado por unas verjas que salvaguardan el cementerio a su entrada.
Detengo el coche y extiendo la mano hacia Daryl, que me cede la carta. La leo por encima, sin poder pasar más allá de las primeras líneas sin que las letras se junten y se vuelvan borrosas. Parpadeo hasta tres veces, borrando y haciendo desaparecer las lágrimas que se acumulan en mis ojos. Daryl pone una mano sobre mi hombro, y eso es más que suficiente. Observo como una camioneta negra y destartalada está aparcada en el lado derecho del lugar. Enciendo y apago las luces un par de veces, rompiendo el manto de oscuridad en medio de la madrugada. En respuesta, la camioneta hace lo mismo.
Miro a Daryl y asiento.
Ambos abrimos las puertas prácticamente a la vez y nos bajamos del coche. Doblo la carta y la meto en mi bolsillo trasero. El aire fresco azota mi rostro, trayéndome consigo el aroma a humedad previo a la lluvia. Entrecerrando los ojos, aventuro que quien se encuentra en el interior de la vieja camioneta es el propio Dwight. Cierro la puerta sin despegar mis ojos de la iglesia, y ambas puertas centrales se abren.
Postura inclinada. Chaqueta de cuero. Pantalones grises. Botas negras. Guante en una mano.
Es él.
Intento que no me sorprenda que su rostro carece de sonrisa alguna. Acostumbrado a ello, finjo que no me impresiona verle una mueca consternada y de ligera preocupación en su lugar. Así como que no reposa en su hombro su fiel compañera de madera.
Doy un vistazo a Daryl, pero este me ignora, demasiado inmerso en mirar fijamente al hombre frente a él.
Este, con un leve asentimiento de cabeza, vuelve al interior de la iglesia unos segundos y aparece de nuevo, con una pequeña nevera portátil en una mano. Ambos bandos nos quedamos quietos, pero se atreve a dar los primeros pasos.
Camina hasta el centro del camino de tierra que sale de la iglesia, y deja la pequeña nevera justo ahí. Su mirada se posa en mí durante unos segundos. En su rostro no hay nada. No hay sarcasmo. No hay ironía. Solo preocupación.
Y miedo.
No por mí. No por él. Solo por lo que ambos sabemos que ocurrirá si el contenido de esa nevera no llega a tiempo. Y durante estos momentos, puedo llegar a comprenderle.
Vuelvo a mirar a Daryl y asiento una vez más. Damos unos primeros pasos cautelosos cuando el hombre ha vuelto a los pies de la iglesia, probando que nada va a ocurrirnos en el camino, y para mi sorpresa, nada sucede. Seguimos caminando hasta llegar a la altura de la nevera. Cojo aire en profundidad y Daryl, a mi lado, se hace con ella. La abre con sumo cuidado y en su interior encuentra al menos cuatro bolsas de un suero traslúcido, espeso y grisáceo. Miro al hombre a unos metros de nosotros.
—Eso es —afirma mientras Daryl cierra la pequeña nevera—. La cura, eso es. —Su voz muestra lo mismo que su rostro: nada. Asiento, y cuando pretendo dar media vuelta, habla de nuevo—. Qué ha pasado. Cómo ha ocurrido.
Cojo aire y exhalo pausadamente por la nariz. Me vuelvo hacia él, manteniendo nuestra distancia prudencial.
—Carl salió a ayudar a alguien... y le mordieron.
Cierra los ojos y suspira. Le veo tragar saliva antes de ser capaz de volver a abrirlos.
—Lo lamento —responde con honestidad.
El silencio se hace entre ambos bandos. Solo se oye la brisa meciendo los árboles y nada más. Una suave llovizna comienza a caer sobre nosotros con lentitud. Agacho la cabeza y saco de mi bolsillo trasero la carta. Él me mira con atención.
—Escribió cartas —digo. Le miro fijamente—. Te escribió una a ti. Te pide... que pares. Y a mí me pide lo mismo.
Muerde sus labios y cierra los ojos por unos momentos más. Sus hombros se relajan sin dejar de llevar ese pesar sobre ellos.
—Nos pide... la paz —añado. Sin levantar el mentón, clavo mi mirada en la suya con fiereza—. Pero ya es tarde para eso, Negan.
Es la primera vez que digo su nombre desde que me he subido al coche cerca de Alexandria, y lo siento como una liberación tras llevar conteniendo el aliento durante horas. Alza la barbilla y tensa la mandíbula, puede que preparándose para lo peor.
—Aunque ahora quisiéramos un trato, daría igual —sigo diciendo—. Voy a matarte.
Daryl se yergue en su sitio y me mira de reojo. Después vuelve a posar su mirada en Negan, sin apartarla de él. El hombre ante ambos suspira cansado y niega con hartazgo.
—Qué coño haces, Rick —murmura sin dejar de mirarme—. Por qué peleas, por qué lo pones tan difícil. Carl y Áyax van a morir por tu culpa, porque no podías dejar las cosas en paz. Porque no estabas allí para impedirle hacer semejante estupidez. Y ahora, Áyax tiene que subsanar tus errores, y va a palmarla también —añade. El enfado crece en su voz a medida que anuncia cada frase—. Le arrastraste a esta guerra y ahora morirá salvando a tu hijo.
—Esta guerra no es solo cosa nuestra —sisea Daryl de forma sibilina.
Los ojos de Negan se entrecierran con cinismo. Su mirada brilla en mitad de la oscuridad.
—Pero la culpa por no estar con tu hermano y tu hijo, cuando debíais, sí lo será —sentencia—. Tú iniciaste esto, Rick. Quién va ahora.
Unas pequeñas gotas de lluvia caen por un mechón en mi frente, y a su vez, estas se deslizan por mi nariz y resbalan hasta la comisura de mis labios.
—Vas tú —gruño con lentitud, sin apartar la mirada. Estático en mi sitio, mantengo todas mis fuerzas en no desenfundar el revólver y poner fin a la tregua. Porque eso no serviría de nada.
—No, pero irá otro —asegura convencido—. No dejes que ninguna otra de tus malas decisiones, cuesten la vida del resto de tus seres queridos. Esa mierda... se te queda dentro, para siempre.
El silencio vuelve a instalarse entre ambos extremos del cementerio en el que nos hallamos. Solo se oye el repicar de las gotas de lluvia contra el suelo, sobre el tejado de la iglesia y en las lápidas que nos rodean, sin intención de detenerse. Mi pecho sube y baja paulatinamente.
—Has fallado como líder, y sobre todo Rick, has fallado como padre —replica con un matiz de enfado en su voz. Su gesto cambia a una mueca de rabia contenida— Así que puedes quedarte ahí parado repitiendo que vas a matarme no hoy ni mañana, pero en el fondo, sabes que ya has perdido.
Sus palabras me hacen tragar saliva, y en respuesta, clavo mi mirada en la suya.
—No, no hoy ni mañana —admito. Su ceño se frunce—. Será en la frontera, dentro de unos días. Recibiréis noticias nuestras. Disfruta del tiempo extra y despídete de tus seres queridos, si es que tienes alguno —añado, ganándome una mirada de desprecio por su parte—. Tú me has dado una tregua, yo te daré un final digno.
Dejo la carta de Carl en el suelo a mitad del camino. Doy media vuelta y empiezo a caminar de vuelta al coche, con Daryl tras mis pasos, dejando a Negan estático a los pies de la iglesia. Nos apresuramos a entrar en el coche y Daryl deja la nevera en el asiento trasero. Su rostro me observa en un gesto que no quiero comprender mientras arranco el coche y acelero, conduciendo el camino de vuelta a toda velocidad.
—¿Negan no debe morir? —dice con ironía, enarcando una ceja.
Muerdo el interior de mi mejilla y suspiro con pesadez, agachando ligeramente la cabeza.
—Ellos no tienen por qué enterarse —sentencio, sin despegar la vista del asfalto frente a mí.
Los labios de Daryl comienzan a curvarse en una pequeña sonrisa.
Y los míos, también.
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Se oye un constante pero suave goteo a mi lado, y sé que proviene de mis reabiertas heridas, pues la sangre sigue fluyendo por ellas de forma lenta y calmada. Un pequeño reguero se desliza por mi muñeca y la palma de mi mano, resaltando sobre mi piel cada vez más pálida y mezclándose con la fina capa de sudor que me recorre. Después cae al suelo, sobre un minúsculo charco.
De ahí el sonido.
Es en lo único que me concentro, porque no quiero mirar al fondo del túnel.
Parpadeo con demasiada lentitud, y, aun así, intento enfocar mi vista en quienes están a mi lado.
Michonne y Carl sostienen mis manos, entrelazadas con las suyas. La primera se mantiene firme, con actitud esperanzada y férrea, pero las lágrimas acumuladas al borde de sus ojos no logran ocultar demasiado bien su temor.
Carl hace rato que no habla, solo me observa con dulzura, como si intentara grabar cada centímetro de mi rostro en su memoria.
Ahora, los dos estamos tumbados el uno al lado del otro, porque mi cuerpo no aguantaba erguido más tiempo. El chico se había ofrecido a dejarme su camilla, pero me había negado en redondo, alegando que él la necesitaba para recuperarse y yo no la necesitaba para morir.
Una mirada de dolor había sido su respuesta.
Michonne acomoda el cojín tras mi cabeza, y me da un trago de agua, aplacando la sequedad de mi garganta y el febril dolor que la provoca.
Pero, por supuesto, no sirve de nada.
Carl acaricia mi mano derecha, sin importarle mancharse con mi sangre. Al fin y al cabo, es lo que ahora le salva la vida.
Pero ya no.
Y digo esto, porque me han arrancado la vía que le suministra la vida, para intentar no quitármela del todo a mí.
«Es en vano», he dicho, pero no me han hecho ni caso.
Unas fuertes y rápidas pisadas se hacen eco por el interior del túnel, consiguiendo que Siddiq y Michonne se pongan en pie para recibir una futura amenaza.
Que se esfuma, al ver a los dueños del sonido.
Rick y Daryl corren hacia nosotros con una pequeña nevera con ellos.
Se arrodillan a nuestro lado, entregándole el artefacto a Siddiq, que enseguida se dispone a inspeccionar el contenido.
—Lo ha hecho —musito en voz baja. Mi voz suena áspera, pero con un tinte asombrado—. Negan lo ha hecho.
Daryl aparta mi pelo pegado a la frente y deposita un beso en la misma, para después asentir con ligero resquemor.
Siento un suave y cariñoso apretón en mi mano derecha, viendo como Carl me observa con una mirada brillante.
Sonrío.
E intento que en mi rostro no se note que estoy fingiendo.
Siddiq clava de nuevo la aguja en mi antebrazo y conecta una de las bolsas en el tubo que había usado como vía, primero conmigo y después repite el proceso con el chico a mi lado. Mi hermano sostiene dicha bolsa en alto, al igual que Michonne hace con Carl, dejando a Rick en medio de ambos.
Los miro a todos.
Pasando mis ojos lentamente por cada uno de los miembros de mi familia.
Y el silencio se hace.
—Nunca os he dado las gracias —murmuro.
Rick frunce el ceño y me observa, estrechando mi mano izquierda sobre mi abdomen.
—¿Qué? No... no, Áyax —responde negando con la cabeza—. No tienes que agradecernos nada.
Áyax...
Sonrío con tristeza. Miro al fondo del túnel, trago saliva y después poso mi vista de nuevo en él.
—Sí, y tanto que debo hacerlo —añado, volviendo a tragar saliva con dificultad. Exhalo con pesadez—. Habéis hecho de mi vida algo que merezca la pena ser vivido. Y quiero daros las gracias por ello. Y pediros que... el día que Gracie sea mayor... decidle que yo maté a su padre. Solo cuando sea lo bastante adulta para comprenderlo, por favor.
—No te despidas, Áyax —gruñe Carl a mi lado, sin apartar su mirada de mí.
Solo ven...
Río amargamente y las lágrimas caen por mis sienes.
—Tengo que hacerlo, es mejor así.
Michonne me observa extrañada y muerde sus labios.
—Áyax, te estamos administrando el suero, funcionará —susurra esperanzada.
Vuelvo a reír, sin despegar la vista del techo sobre mí.
Áyax... Ven...
Niego con la cabeza.
—Ya es demasiado tarde —respondo en un sollozo.
—¿Cómo puedes saberlo? —inquiere Carl con terror.
Sonrío y doy un vistazo al final del túnel.
Mi padre me sonríe con crueldad y me saluda, sentado en el suelo al final de la cloaca. Mira el reloj de vez en cuando, esperando a que llegue mi hora.
Ironías de la vida, él hacía conmigo lo mismo que hice yo con él.
Y ya ni siquiera mi preocupa.
Ni me aterra.
Trago saliva y me carcajeo, cosa que hace que me duela cada hueso que me compone.
La mirada de Rick desprende miedo y sorpresa. Daryl se gira tras él, observando a la nada. Y Michonne acaricia mi mejilla, intentando que vuelva en mí.
—¿Qué ves, Áyax? —pregunta Carl con voz temblorosa. Veo como poco a poco se incorpora en la cama plegable, observándome con mejor perspectiva.
Mis ojos se cierran y se abren con extremada lentitud, como si saboreara cada último parpadeo. Relamo mis labios secos y cojo aire con dificultad.
—Muchas veces pienso en lo rápido que murió papá, ¿sabes? —balbuceo con la mirada perdida. Daryl traga saliva y mira a Rick, quien le devuelve el gesto—. En parte, él se lo buscó... Se lo merecía, y tanto que sí. Pero fue tan sencillo... tan insignificante... Pegó a Merle, te pego a ti... abusó de mí... Y se muere, sin más castigo que ese.
Michonne exhala de forma temblorosa cuando digo eso.
Porque ni siquiera lo sabía.
Siddiq se mantiene en silencio con la cabeza agachada. Carl se queda rígido en su sitio, una lágrima se desliza por la mejilla de Daryl y Rick frota su rostro con una mano que termina dejando sobre su boca, mientras vuelve a estrechar mi mano izquierda.
—Eso ya pasó, Áyax —susurra Rick, acariciando mi pelo ante mi perdida y entrecerrada mirada—. Estás a salvo, ya pasó.
Miro al final del túnel.
Mi padre ya no está.
—Sí... gracias a ti... gracias a mi padre de verdad... —murmuro en voz muy baja, con una pequeña sonrisa, mirando a Rick y después a la nada. Mis ojos se quedan en blanco unos segundos. Este llora y limpia sus lágrimas, dejando un beso en mi frente, para a continuación limpiar un hilo de saliva que cae de mis blanquecinos labios.
Suspiro con cansancio.
—Recuerdo a Zach... y pienso en lo sencillo que fue —añado con voz mortuoria. Carl se lleva el dorso de mi mano a la boca, dejando un beso ahí, llorando en silencio ante mis desvaríos—. En cómo... al apretar el gatillo todo acabó para él. Fue tan fácil...
Zach me saluda desde el fondo del túnel.
Del agujero en su frente mana sangre en regueros que recorren su rostro y descienden por su cuello.
Me dice que ya es hora.
Que he de acompañarle.
Daryl muerde sus labios, tragándose un sollozo. Limpia sus lágrimas con presteza y después vuelve a mirarme.
—No pienses en eso, no ahora —dice acariciando mi pelo con cariño.
Otro suspiro más.
Porque cada vez me cuesta más respirar.
Y a mi corazón cada vez le cuesta más latir.
—Y aquella gente... en la fábrica... Ni siquiera miré atrás...
Michonne frunce el ceño a la vez que más lágrimas caen por sus mejillas.
—¿Qué gente, Áyax? —susurra.
Mi cabeza cae hacia un lado.
Balbuceo algo ininteligible.
—No he sido una buena persona... lo sé... y lo siento. Hice lo que debía —murmuro—. Solo hacía lo que debía...
Carl muerde sus labios, baja de su camilla y se tumba a mi lado con cuidado de no arrancarse su propia vía, llorando sobre mi hombro, comenzando a rogarme que no me vaya.
Pero tienes que venir con nosotros...
—Eres buena persona, Áyax, siempre lo has sido —solloza. Apoya su frente en mi sien—. Tienes que quedarte aquí, no puedes irte todavía.
Trago saliva.
—Estoy cansado —susurro con la voz rota. Es Daryl quien ahora estrecha mi mano izquierda entre las suyas, dejando besos en ella con dedicación y cariño, llorando sin consuelo—. He luchado... pero ahora... estoy cansado... solo... solo quiero irme a casa... con vosotros... con mi familia.
—Y lo harás, tienes que aguantar —responde Michonne intentando ahogar un sollozo—. Por favor, no te duermas, por favor.
Una mujer rubia, alta y esbelta, con el rostro más hermoso que jamás haya visto y enfundada en un precioso y largo vestido negro, me observa con curiosidad y una sonrisa al fondo del túnel.
Reconozco sus ojos, los he visto antes. Grises como la ceniza, como el cielo encapotado. Fríos y cálidos, ajenos y hogareños, que te bendicen y maldicen a la vez.
Me has visto antes...
Sí, justo cuando Terry estuvo a punto de matarme.
Sonrío.
Y ella también.
—Ahora la tengo... a mi familia... toda la vida buscándola, y al fin la tengo. Debéis seguir adelante... sois mejores que una guerra... sois mi familia. —Rick muerde sus labios y pasa ambas manos por su rostro—. Solo... gracias.
Balbuceo.
—Todo lo que he hecho... Víctor... no lo sabía... no lo sabía... Negan... mi familia... espero que podáis perdonarme.
Mi voz se agota al final de la frase.
Mis ojos se quedan en blanco.
Mi cabeza cae por su propio peso.
Y siento que me hundo en el suelo hasta atravesarlo.
—¡ÁYAX! —exclama una voz que no logro identificar.
Mi cuerpo convulsiona.
No veo.
Solo oigo.
Pasos apresurados.
Voces.
Gritos.
Llantos.
Y, de repente, el mayor silencio que haya escuchado jamás.
Abro los ojos.
Un mullido y cómodo colchón me recibe, siento mi cuerpo abrazado por unas cálidas mantas que me arropan. Su aroma inunda mis pulmones de forma reconfortante, huelen a mi hogar en Alexandria. Frunzo el ceño cuando me doy cuenta de que es precisamente en mi habitación de Alexandria donde me encuentro.
Me levanto de la cama, sintiendo como las costillas han dejado de dolerme.
Abro los ojos de par en par cuando veo que las cicatrices de mi brazo han desaparecido.
No hay mordeduras, ni cortes. No hay nada de eso, solo una piel suave e impoluta, adornada con el intacto tatuaje.
—¿Qué...? —murmuro.
Mi voz suena agradable rasgando el calmado silencio.
Me calzo las deportivas blancas que se encuentran frente a mí, observando mi reflejo en el espejo. Unos vaqueros azules, una camiseta blanca e impecable. Y un rostro inmaculado sin cicatrices surcando mi barba y mis mejillas.
—¿Qué es esto? —susurro asustado, viendo mi rostro en el reflejo.
Pero pronto me embarga una sensación de calma, de un segundo a otro, dejándome incapaz de sentir cualquier tipo de dolor.
Salgo de mi cuarto y bajo las escaleras de dos en dos a toda prisa. El olor a beicon y huevos fritos recién hechos azota mi nariz. Sonrío cuando eso me transporta a épocas muy pasadas.
Me quedo de piedra al pie de la escalera, con los ojos fijos en la cocina.
Una lágrima desciende por mi mejilla hasta toparse con mi sonrisa.
—¿Merle? —sollozo.
Mi hermano mayor se gira con la sartén en su mano, mientras se echa un trapo de cocina al hombro con la otra.
Porque conserva ambas.
—¡Buenos días, Bella Durmiente! —responde con sarcasmo y una sonrisa—. Has llegado más pronto de lo que esperaba.
—¿Qué...? —susurro casi sin voz.
El hombre deja el huevo frito sobre el beicon y después coloca el pan tostado con mantequilla sobre estos, terminando el sándwich que parecía preparar.
—Te estaba haciendo el desayuno —dice, agarrando la jarra de zumo a su derecha y sirviéndome un vaso—. Vamos, siéntate o se te enfriará.
Mi sonrisa se amplía a medida que más lágrimas caen.
—¿Eso es...? —murmuro señalando el sándwich sobre el plato en la isla central de la cocina.
Merle sonríe y asiente.
—Efectivamente, mi famoso sándwich del primer domingo de mes —afirma orgulloso.
Me siento a toda prisa en el taburete y me hago con un pedazo del mismo, dándole un gran mordisco con el que me llevo a la boca medio sándwich.
—¡Madre mía, chico, qué estómago tienes! —exclama con sorpresa.
Sonrío con la boca llena, intentando que no se desmorone la comida en mis manos mientras que Merle me tiende una servilleta, pero él mismo opta por limpiar las comisuras de mis labios. Me revuelvo, intentando comer más.
—¡Vale, vale! Te dejo comer tranquilo antes de que me arranques un dedo.
Río.
—Perdona, estoy muerto de hambre —reconozco.
Merle alza las cejas.
—De hambre, precisamente, no —responde en una mueca que no logro descifrar. Frunzo el ceño a la vez que mastico—. Si estás aquí... si me estás viendo... es por una razón en concreto.
Trago el pedazo de sándwich en mi boca mientras dejo lentamente el resto en el plato.
Le miro fijamente.
—¿Estoy...?
Merle asiente antes de que acabe la frase.
—Si estás aquí, significa que sí —dice encogiéndose de hombros—. Es raro, porque es demasiado pronto y tu fecha marcada no...
—¿Qué? —le interrumpo sorprendido.
Hace un gesto de desdén, quitándole importancia.
—No importa, habrá sido un fallo mío —aclara—. Termínalo rápido, tienes cosas que ver y mucho de lo que hablar.
Devoro el sándwich en cuestión de segundos y pocos bocados, para después beber el vaso de zumo de un sorbo, bajo la asombrosa mirada de mi primer hermano.
Salimos juntos de la casa hacia las calles de una Alexandria que no está rodeada de vallas y muros de metal. El sol resplandece con fuerza en un cielo despejado y azul, sustituyendo la oscuridad de la noche y su inmensa luna. El aroma a comida recién hecha, a césped y al bosque que nos rodea sacude el ambiente, contrastando con el de la pólvora y las cenizas que invadía el lugar hace escasas horas. Una mesa larga y llena de gente está a unos cuantos metros de nosotros, parecen dispuestos a darse un gran festín para desayunar.
—¡Merle! ¡Te estábamos esperando! —grita una voz—. ¿Qué...?
Mi corazón se sacude con fuerza.
—¿Glenn? —murmuro. Alguien arrastra su silla por el césped, ganándose mi atención. Una sonrisa bajo un frondoso y pelirrojo bigote me recibe—. ¿Abraham?
—¡Pero bueno, muchacho! ¿Qué demonios haces tú aquí? —exclama palmeando su muslo con sorpresa.
Corro hacia ellos con mi hermano pisándome los talones y me estampo en un fuerte abrazo con mi pelirrojo favorito, que no duda en recibirme de la misma forma.
Huele igual que siempre.
Puedo sentir su calor bajo las palmas de mis manos.
El latir de su corazón.
Al igual que sucede cuando abrazo a Glenn.
—Hershel, tu hijo, es un niño increíble —empiezo a decir atropelladamente—. Está sano y feliz, y Maggie te echa de menos cada día. —Me giro hacia Abraham—. Y Rosita... bueno, tuve mis diferencias con ella, pero lo hemos arreglado, la estoy cuidando como te prometí. A las dos. Y a Hershel. A todos.
Una risa.
—Áyax... calma, lo sabemos. Podemos veros —dice Sasha frotando mi espalda con cariño.
Le observo con grata sorpresa, abrazándola también.
—¡Eh, eh! ¡Que me dejas sin hermana! —exclama Tyresse a mi espalda. Bob se une a sus risas.
Me vuelvo hacia ellos con los ojos desorbitados.
Las lágrimas no dejan de recorrer mis mejillas.
—Es una grata sorpresa verte aquí, aunque bueno, no tanto porque eso significa que... —Denisse se hace un lío—. Bueno, da igual.
No soy capaz de responderle, solo la estrecho entre mis brazos asegurándole que he cuidado de Tara. Y esta no deja de repetirme que lo sabe.
—Es un gusto verte de nuevo —reconoce Beth con una sincera sonrisa.
—¡Y qué lo digas! —exclama Noah alegre.
No puedo dejar de llorar.
Mi corazón late tan fuerte que parece que vaya a salir despedido de mi pecho.
—¿Y a mí no me vas a abrazar?
Esa voz.
Me giro hacia ella.
Su pelo rubio resplandece bajo el sol y extiende los brazos con alegría.
—¿Hannah? —sollozo con sorpresa.
La estrecho con fuerza entre mis brazos y ella me devuelve el gesto con cariño. Su pelo me hace cosquillas agradables en el rostro cuando escondo mi cara en su cuello, inspirando su agradable aroma a lavanda. Su esencia favorita.
—¡Dios mío! ¡Estás enorme! —exclama. Sus manos se posan en mis mejillas—. Has crecido tantísimo...
—Yo... lo siento, Hannah, debí subirte más deprisa. Debí...
Ella enarca una ceja y me mira.
—Eso ya pasó, pequeño —musita sonriente—. Ya estás aquí. No hay nada que disculpar, nunca lo hubo. En todo caso... bueno, nunca quise llamarte monstruo.
Niego con la cabeza repetidas veces.
—No, lo sé, eso está olvidado —sentencio limpiando mis lágrimas rápidamente. Ella sonríe y asiente—. Tenía muchas ganas de verte.
—Lo sé, y yo a ti, enano. Pero no tan pronto, la verdad —admite volviendo a abrazarme.
Frunzo al ceño.
—¿Qué os pasa a todos con mi llegada? —inquiero francamente sorprendido.
Veo a Hannah tragar saliva. Algunos de ellos se miran entre sí.
—Bueno... no te esperábamos aún —dice alguien tras de mí.
Alzo las cejas.
—¿Deanna?
La mujer sonríe y estrecha mi mano derecha entre las suyas, palmeándola con cariño.
—Al final lo has logrado, ¿no? —pregunta con orgullo.
Le observo cada vez más extrañado por momentos.
—¿El qué?
Una ráfaga de recuerdos atiza mi mente.
Carl.
La mordedura.
Mi sangre.
La cura.
Rick.
Daryl.
Michonne.
Negan.
La guerra.
Respiro agitado.
—Calma, no le agobiemos. Ha de acostumbrarse todavía —dice Hershel. Le miro sorprendido cuando aparece a mi lado y apoya su mano en mi hombro con cariño—. Creo que hay alguien a quien te gustaría conocer.
Trago saliva y le observo con el entrecejo fruncido, sin entenderle del todo.
Me guía a lo largo de la mesa.
Una mujer de pie al final de esta me observa con cariño. Su pelo castaño cae en suaves ondas por sus hombros, su vestido blanco, liso y bonito llega hasta sus pies. Inspecciono detenidamente sus facciones angulosas, porque me recuerdan a las de alguien.
—¿Te conozco? —pregunto extrañado entrecerrando los ojos—. Tu cara me es conocida.
Ella sonríe ampliamente y me tiende una mano.
—Lori —dice presentándose—. Lori Grimes.
Mis ojos se abren con sorpresa y trago saliva. Estrecho su mano con delicadeza y lentitud cuando me doy cuenta de que he enmudecido.
—La madre de Carl —susurro con aprecio.
Lori asiente algo compungida, como si lo hubiera dicho con grandeza.
Sonrío.
—Ven, demos un paseo —añade con voz suave.
Asiento, ligeramente asombrado por todo lo sucedido. La mujer se agarra a mi brazo izquierdo con cariño y ambos deambulamos con lentitud por las zonas verdes de Alexandria, cerca del pequeño estanque, observando como muchos de los conocidos vecinos de la comunidad que ya no se encontraban con nosotros, están aquí.
—Has hecho de Carl un gran hombre... y de Rick —señala con gratitud—. Y te estaré eternamente agradecida por ello. Les has mantenido con vida.
Niego con la cabeza.
—No negaré que ha sido recíproco —bromeo, ganándome sus risas.
—Me alegra ver en quiénes se han convertido —añade. Nos detenemos frente al estanque—. Ver cómo esa mujer hace feliz a Rick... no imaginas lo mucho que calma mi desazón. Lo mucho que me alivia y me llena, de verdad. Él lo merece, después de todo.
Sonrío de forma honesta y sincera.
—Lo merece de verdad —reconozco.
Lori sonríe también. Pasa una mano por mi pelo, acariciándolo con cariño, para después seguir el recorrido hasta mi mentón, alzándolo para mirarme a los ojos con orgullo.
—Y lo feliz que haces a Carl... nunca podré terminar de agradecértelo. Eres todo lo que una madre desearía para su hijo.
Río.
—Bueno, de eso no estoy tan seguro.
Ella ríe también, frotando mi brazo con cariño.
—Por supuesto que lo eres —insiste, asintiendo convencida—. Le haces más feliz que nadie... y eso debe seguir siendo así.
Parpadeo y le miro sin adivinar a qué se refiere.
Lori da un vistazo a las aguas negras del estanque.
Mi corazón se encoge.
Tras ellas puedo ver como Carl llora sobre mi cuerpo inerte, tendido en el suelo de las cloacas.
Sobre mi cadáver.
Su llanto es ensordecedor y agónico, retumbando a través de las aguas del estanque, creando suaves ondas en la superficie del mismo. Siddiq me practica un masaje de reanimación cardiopulmonar. Michonne llora sobre el hombro de Daryl, que se abraza a sí mismo con ambas manos tras la nuca, escondiendo su cara entre las rodillas, llorando sin consuelo. Rick circula sin parar, con el walkie cerca de su boca, gritándole a alguien que se dé prisa mientras las lágrimas recorren su rostro.
Observo perplejo y con asombro la escena que se desenvuelve frente a mí.
Pero, sobre todo, me observo a mí mismo.
Mi piel blanca.
Mi pelo opaco y sin brillo.
Mi aspecto cadavérico.
Mis pómulos marcados.
Mis ojos hundidos.
Mis labios secos.
Mi rostro consumido.
Mi cuerpo sin vida.
Miro a Lori.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, noqueado por las imágenes que acabo de ver, y que se siguen desarrollando frente a mí como si se tratase de una ventana al mundo de los vivos.
Ella me mira con sincera preocupación.
—Te necesitan... todavía te necesitan —dice, cogiendo mis manos con cariño—. Por eso sabemos que aún no es tu momento. Por eso no te esperábamos tan pronto.... Debes volver, Áyax.
—Pero... —murmuro atemorizado. Observo a todos con quienes me he reencontrado a unos metros de nosotros, observándome con esa extraña mezcla de pena y alegría con la que me han estado mirando hasta hora—. Aquí estáis vosotros.
Miro a Merle.
—Y de aquí no nos moveremos —asegura con humor.
Una gélida brisa me sacude, haciéndome volver hacia la dueña de la misma.
La rubia y espectacular mujer está a orillas del lago, paseándose descalza por este. Moja sus pies con gracia, moviéndose casi como si danzara, sin importarle empapar las faldas de su vestido. Sus ojos grises me analizan y su pelo largo hasta la cintura ondea a su espalda con el viento.
—No es tu momento, ya te lo advertí una vez —dice. Su voz suena melodiosa, como el sonido dulce y agradable de unos cascabeles. Arquea una de sus finas cejas—. Si sigues insistiendo, al final haré que sea tu momento de verdad.
Sus palabras me golpean con asombro.
—¿Y por qué estoy aquí? —pregunto con enfado—. ¿Por qué me haces esto?
La Muerte se carcajea.
—Porque necesitabas esto, Áyax Dixon —sentencia con firmeza. El eco de sus palabras resuena por las calles de la falsa y celestial Alexandria—. Necesitabas una razón por la que no morir. Una razón por la que valorar tu vida. Una razón por la que temerme.
Ladeo la cabeza, mirándole fijamente a los ojos.
—No te temo.
Ella sonríe.
—Por eso —dice con obviedad—. Necesitabas ver las dos perspectivas. Lo que tienes, y lo que tendrás.
Alzo la barbilla con suficiencia.
—No he sido una buena persona como para merecer este lugar.
Vuelve a reír.
—Esto no se gana únicamente con buenas acciones —responde. En cuestión de un segundo, la tengo frente a mí, trayendo consigo su brisa glacial. Posa uno de sus gélidos dedos sobre mi pecho y mi corazón late con fuerza—. Si no con lo que aquí siempre ha residido desde que naciste. Tu sino está marcado incluso antes de nacer.
Trago saliva.
Mis ojos brillan por las lágrimas que contengo.
—¿Soy buena persona?
Ella sonríe.
—No existe el mal, Áyax Dixon, el mal es solo la ausencia del bien. No hay Dios ni Diablo, pues ambos son, al fin y al cabo, lo mismo. No se trata de ser buena persona o no —aclara con la superioridad de quien tiene todas las respuestas—. Si no de ser merecedor de lo que tienes.
Alzo las cejas.
Parpadeo confuso ante semejante puñetazo de información que mi cerebro no está preparado para comprender.
Y muerdo mis labios.
—Lo soy —susurro.
La Muerte sonríe.
—Empieza a creértelo —sentencia.
El silencio se hace. Me aproximo lentamente a todos y cada uno de ellos, abrazándoles una última vez. En especial a Hannah.
Y a Merle.
—Cuídate, chico —dice con cariño, abrazándome una vez más—. Sé que me perdonaste por todo, Áyax. Estoy muy orgulloso de Daryl y de ti.
Las lágrimas recorren nuevamente mis mejillas.
Muerdo mis labios y asiento.
Vuelvo al lado de Lori, quien deposita un maternal beso en mi mejilla.
—Sigue siendo quien eres —dice—. Eso te es más que suficiente.
Asiento, agradecido de haber podido conocerla, y me despido de ella.
Me giro hacia La Muerte a mis espaldas.
—¿Y bien? ¿Ahora qué hago? —pregunto sonriente, encogiéndome de hombros.
Ella sonríe con algo de malicia, mostrando su blanca y perfecta dentadura.
—Procurar no tentarme demasiado —responde.
Y me da un grácil empujón que me hace caer de espaldas al estanque.
El agua tibia me acoge y me hunde con ella hasta el estanque sin fondo alguno.
Todo se vuelve negro.
Absoluta oscuridad.
No veo.
Solo oigo.
Pasos apresurados.
Voces.
Gritos.
Llantos.
Y, de repente, el mayor silencio que haya escuchado jamás.
Muevo ligeramente el dedo índice de mi mano derecha, sintiendo una suave sábana bajo este, comenzando a notar el entumecimiento de mi cuerpo y de todos los músculos que me componen.
Intento abrir los ojos, pero los párpados me pesan demasiado.
Noto una mano sobre la mía.
—¿Áyax...? —murmura una voz lejana que no consigo identificar.
Parpadeo con lentitud, queriendo enfocar mi vista en la habitación en la que estoy. Un fuerte pinchazo tras mis ojos por culpa de la luz del atardecer, que entra por las ventanas, me da la bienvenida. Relamo mis labios, queriendo eliminar la sequedad de los mismos.
—¿Qué...? —murmuro de forma áspera y pastosa.
—Ya despierta, iré a buscar a Siddiq —dice Tara antes de salir de la habitación, seguido de un suave portazo.
Mis ojos se mueven por la estancia, y entonces sé que estoy en Hilltop. Porque es la misma habitación en la que dormí con Jesús hace ya casi un par de años.
Una mano se posa en mi frente y Daryl aparece en mi campo de visión.
—¿Cómo te encuentras, Áyax? —susurra, con las lágrimas anegadas en sus ojos.
Le observo detenidamente, contemplando con cariño cada detalle de su rostro. Sus ojos rasgados de un iris tan claro como el cielo. Las tenues y suaves líneas de expresión que surcan su piel. Su siempre escasa barba.
Sonrío en una mueca débil.
—Tengo hambre —musito. Oigo a Rick reírse—. Quiero un sándwich de beicon y huevos fritos, con el pan tostado y untado en mantequilla.
Carl, sentado en un sillón a mi lado donde antaño se encontraban unas mesitas de noche que separaban ambas camas, se carcajea con fuerza.
Daryl me observa con sorpresa, entre risas, y limpia con rapidez sus lágrimas fugaces. Muerde sus labios hasta convertirlos en una fina línea, en ese gesto tan suyo que me provoca una sonrisa alegre al volver a verlo.
—El sándwich de Merle —dice asintiendo. Entonces sonríe—. Eso está hecho.
Sonrío aún más y miro al dueño de mi corazón a mi derecha.
Su rostro cansado y algo ojeroso, me observa sin rastro alguna de la decrepitud que le consumió hasta casi matarlo.
Casi.
Porque Carl Grimes vivirá.
Mis ojos se llenan de lágrimas.
—Estás vivo —susurro.
Él sonríe y concentra todas sus fuerzas en no romperse, pues ya parece haber llorado suficiente. Da un vistazo a la vía que está conectada a una bolsa de un simple suero normal, que se adentra por sus venas en el dorso de su codo.
—Lo mismo digo —responde con la mayor sonrisa de alegría que le he visto jamás.
Posa su mano en la mía, y me percato de que también tengo una vía conectada a una bolsa de suero similar.
—Mala hierba nunca muere —sentencio, sacándole otra sonrisa.
Carraspeo, intentando aclararme la garganta, pues el llevar tiempo sin hablar hace que mi voz suene más ronca de lo normal. Rick le tiende a Daryl un vaso de agua, acercándose a los pies de la cama, quedando frente a mí. Mi hermano me ayuda a dar un trago de la misma, aliviando el picor de mi garganta con su frescor.
—Nos has dado un buen susto, Áyax. Has estado en coma al menos tres días —reconoce el ex policía, apoyando ambas manos en la madera al final de la cama en la que estoy—. Tu corazón... tu corazón dejó de latir por unos momentos.
Trago saliva con dureza.
Así que había muerto de verdad.
Al menos por unos momentos.
—Hubo que hacerte una transfusión de sangre —añade Daryl—. Jesús era compatible, así que se ofreció voluntario para donar.
El mencionado me saluda levantando la mano, sentado en un sofá a lo lejos, puesto que ni siquiera había reparado en su presencia.
Alzo las cejas sorprendido.
—¿Es en serio? —pregunto.
Jesús me mira fingiendo una ofensa que es evidente que no siente.
—¿De verdad crees que te dejaría morir? —Río con ganas—. Eso causaría mi propia muerte —añade mirando a Carl.
Este ríe y niega con la cabeza.
—Lo ha hecho solo para ganar puntos y lograr caerme bien —dice con suficiencia, alzando el mentón, haciendo reír a su padre.
—Sí, lo de salvarle la vida a tu novio es cosa aparte —respondo sonriente.
Carl quiere darme un manotazo, pero se da cuenta de que no puede porque casi muero y se arrepiente al segundo, dejando que su rostro quede invadido por una mueca de frustración que me hace reír.
Miro a Jesús y sonrío.
—Gracias, de verdad.
Este me devuelve la sonrisa y se encoge de hombros.
—Oye, yo solo hice lo que había que hacer. No hay por qué darlas —responde alegremente, con su habitual carácter positivo.
Carl y Jesús se miran por unos momentos y el primero asiente levemente con gratitud, lo que parece ser más que suficiente conversación entre ambos.
Paul Rovia acababa de ganar tiempo extra de vida.
Siddiq entra por la puerta, seguido de Maggie y Michonne, consiguiendo la atención de todos los presentes. La última llega a la altura de mi cama en cuestión de unos pasos rápidos, sentándose en el lado izquierdo de la misma.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta felizmente, acariciando mi mejilla con cariño.
Doy un vistazo a todos los presentes y sonrío.
—Ahora mucho mejor.
—Me alegra oír eso —dice Siddiq—. Es prácticamente un milagro que estés vivo. Tuvimos suerte de administrarte la cura a tiempo, en otra circunstancia... bueno, no estarías aquí.
Asiento lentamente, empezando a comprender todo lo sucedido.
Michonne coloca un par de almohadas tras mi espalda, ayudándome a incorporarme ligeramente.
—¿Y él? —inquiero mirando a Carl momentáneamente.
Siddiq suspira aliviado.
—Está totalmente fuera de peligro —confiesa. Puedo sentir como todos en la sala nos volvemos algo más ligeros ante tan buenas noticias. Mira a Carl para dirigirse a él—. Ahora estás algo débil y necesitarás descansar al menos unos días más. Por eso te estoy administrando una de las bolsas de suero que han traído de la otra comunidad. Igual que a él.
Observo la bolsa conectada a mí cuando el hombre me mira. Siddiq me da un vistazo temeroso y rasca su nuca con inquietud.
Entrecierro los ojos.
—¿Qué ocurre?
Mira fijamente a todos los presentes en la habitación y suspira con profundidad.
—He... Bueno, he estado revisando algunos de los documentos relacionados a tu inmunidad que tenías en la enfermería, para entender todo lo sucedido algo mejor —admite bajo mi atenta mirada—. Ayer extraje una muestra de tu sangre y... está limpia, Áyax.
Frunzo el ceño y ladeo la cabeza, observándole sin atisbar nada de lo que pretende decirme.
—Eso es bueno, ¿no? —pregunto.
Siddiq tartamudea.
—Bueno, sí, claro. Ya estás fuera de peligro también, pero... —Siddiq coge aire y exhala con pesadez—. Sea lo que sea que te hacía inmune... ya no está.
Sus palabras son un golpe directo que no me espero.
El silencio se hace entre todos.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Michonne.
El hombre traga saliva ante la dificultad de lo que pretende explicar.
—Al administrarle la cura... su propia cura... los restos de virus que había en tu sangre, contenidos por esa especie de anticuerpos que estaban en ella... ya no están —explica.
Trago saliva.
—Y los anticuerpos tampoco —completo yo en un murmullo.
Siddiq muerde sus labios y suspira.
—Exacto.
Parpadeo un par de veces con cierta incredulidad.
Como si a una parte de mi le costara entender lo que dice.
Pero no es así, lo he comprendido a la perfección.
Es solo que difícilmente logro procesarlo.
—Ya no soy inmune —murmuro con la mirada perdida en las sábanas que me cubren.
Carl me mira, como si así intentara infundirme calma.
Porque me conoce demasiado.
—Es... es difícil saberlo —responde Siddiq con algo de nerviosismo—. Podrían volver a aparecer si te mordieran de nuevo, pero no hay una seguridad de que así sea. Por ahora... es mejor prevenir y pensar que ya no lo eres.
Trago saliva con dificultad cuando la reciente noticia me golpea cruelmente.
Ya no soy inmune.
Aquella característica mía que me había acompañado desde que todo empezó.
Aquello por lo que Negan me quería como un premio.
Aquello que me hacía diferente.
Había desaparecido.
Y no sabía cómo debía sentirme.
Ya no tienes nada de especial.
Sacudo la cabeza, alejando ese hecho hasta apartarlo al fondo de mi mente, evitando que mis pensamientos se pierdan por ese camino que se ha anclado en el centro de mi pecho. No podía, ni debía, centrarme en eso ahora.
—¿Qué ha ocurrido con la gente de Alexandria? ¿Están bien? ¿Y Gracie y Judith? —pregunto, cambiando radicalmente de tema.
Puedo ver como eso parece sorprenderles, e incluso Michonne quiere apreciar cierta madurez en ese gesto, como si le quitara importancia a la bomba de relojería que Siddiq acababa de soltar.
Pero lo cierto es que lo mío ha sido un acto de cobardía.
Un acto de puro terror.
Puro terror, ante la sensación de sentir mi identidad desmoronarse.
Porque hasta ahora, toda mi vida ha girado respecto a una inmunidad que ya no existe.
Y no solo la mía, si no las de todos.
Trago saliva e intento concentrarme en la gente que me rodea.
—Están bien, no debes preocuparte —responde Tara—. Mike se está encargando.
Asiento agradecido, ligeramente menos agobiado.
—El Reino... o lo que queda de él... se ofrecieron a prestar algo de ayuda, así como Hilltop —aclara Michonne.
—Es lo menos que podíamos hacer —añade Maggie asintiendo complacida.
Mi ceño se frunce, asombrado por sus enigmáticas respuestas.
—¿Qué me he perdido?
Daryl regaña a Michonne con una mirada que lleva grabado a fuego un «no le preocupes». Rick suspira, sentándose en la silla frente a mí.
—Alexandria no fue la única comunidad que Los Salvadores atacaron. —Ahora, esa mirada, Daryl se la dedica a Rick, pero este le ignora y sigue hablando—. Hilltop y El Reino también sufrieron, pero algo menos. Los habitantes de Alexandria nos hemos dividido en ambas comunidades hasta que... —Rick suspira y me mira—. Hasta que podamos reconstruir Alexandria.
Clavo mi vista en el techo y exhalo un largo suspiro.
—Pero —aclara Maggie— ahora no es momento de que pensemos en eso. Ahora solo debéis centraros en descansar.
Froto mis ojos con mi mano derecha, y cuando la aparto me doy cuenta de que un nuevo vendaje, esta vez blanco, envuelve mi antebrazo.
Qué recuerdos.
De cuando aún eras alguien.
Trago saliva.
Veo cómo Rick se pone en pie, esquivando mi mirada.
—Sí, nosotros nos encargaremos —murmura, intentando zanjar la conversación, como si quisiera salir rápidamente del cuarto.
Frunzo el ceño y Carl yo nos miramos fugazmente.
—¿Qué ocurre con la guerra? —pregunto, haciendo que detenga sus pasos en mitad de la habitación. Daryl le mira fijamente—. ¿Y con Negan?
Los hombros de Rick se tensan. Suspira y se vuelve hacia mí con lentitud.
—Nosotros nos encargaremos —dice una vez más, como si le pagarán por repetir la misma cantinela.
Me incorporo en la cama con intención de bajarme y Michonne me retiene con cuidado por el brazo izquierdo.
Mi rostro ha mutado en una mueca de crispación.
—Dijiste que...
—Sé muy bien lo que dije —sentencia interrumpiéndome, dándome la espalda de nuevo y mirándome por encima de su hombro—. Las personas decimos muchas cosas a lo largo de nuestra vida, no todas tienen por qué ser verdad.
Me quedo congelado en mi sitio.
Carl se inclina hacia adelante, incrédulo.
—¿De qué hablas? —pregunta con una mezcla de rabia y sorpresa.
Rick Grimes se cuadra ante nosotros con la firmeza y seriedad que nunca había visto en él. El silencio se hace entre todos los presentes de forma asfixiante.
No despego mi mirada de la suya.
Y él de la mía tampoco.
—Mañana, en la frontera, será nuestra última oportunidad. Es nuestra última carta —aclara—. Quizá Negan no deba morir... pero en un campo de batalla pueden suceder muchas cosas.
Mis ojos se abren de par en par.
Tenso la mandíbula y me pongo en pie con rapidez, ignorando el mareo que atiza mis sienes, haciendo que Michonne y Carl se incorporen también casi en un acto reflejo, para sostenerme.
Y para detenerme.
—Negan me salvó la vida ¡y también a ti! ¡Y a Carl! —exclamo señalándole acusatoriamente—. ¡Sé que viste lo mismo que yo! ¡Sé que no lo crees de verdad!
Rick alza la barbilla, impertérrito.
—Será mejor que les dejemos descansar y nos preparemos, mañana tenemos un largo día por delante —sentencia, ignorándome por completo, para después mirarnos—. En el que, por supuesto, no vais a participar.
Mis ojos casi se salen de las cuencas.
—¡Y una mierda! —bramo.
—¡Áyax! —me regaña Michonne, sorprendida.
Carl chasquea la lengua y resopla con hartazgo, frotando su rostro con ambas manos, más que cansado de toda esta situación.
Mi pecho se mueve agitado, sobresaltado.
La mirada de Rick se vuelve fiera cuando le desafío.
—No puedes impedirme estar ahí —gruño.
Rick me observa de forma altiva.
—Pues entonces ven, y observa por ti mismo lo que va a ocurrir —sisea.
Aprieto los dientes con rabia. Rick da un vistazo hacia Daryl y Maggie, ambos asienten, complacidos con la idea del hombre, y siguen sus pasos cuando este sale de la habitación. En su camino les siguen Jesús y Tara en silencio, movidos por las mismas ideas. Michonne nos observa apenada, pero termina saliendo de la habitación finalmente, acompañada de un compungido Siddiq.
Carl y yo nos sumimos en un amargo silencio.
Me siento lentamente en la cama, mirando mis propias rodillas como si fueran lo más interesante del mundo. Juego con el cordón de mi pantalón de pijama, simplemente por puro nerviosismo. Muerdo mis labios.
—Casi mueres... y aun así no lo comprende —murmuro sin mirar a Carl.
Le oigo tragar saliva.
—No me lo creo —responde, negando con la cabeza—. Lo dijo demasiado convencido para ser verdad. Pudo haberle matado tras entregarle la cura.
Arqueo las cejas.
—Pues ya le has visto.
Niega con la cabeza una vez más y suspira, frotando su único ojo con algo de sueño.
—La suerte está echada —dice, incrédulo de sus propias palabras. Me tumbo en la cama, haciéndole un hueco para que se recueste conmigo y ambos nos arropamos—. Honestamente, dudo que haya algo más que podamos hacer. Lo hemos intentado todo.
Le miro y asiento, apoyando mi cabeza en la suya.
Todo, todo...
Todavía existía algo que podíamos hacer.
Que yo podía hacer.
Deposito un beso en su sien.
—Duerme y descansa, céntrate en recuperarte y ya está. Es lo único que me importa —susurro.
Carl me mira con una sonrisa y muerde sus labios, temblorosos, intentando no romperse.
—Has muerto, Áyax —dice en voz baja—. Por unos momentos, te he perdido de verdad.
Niego con la cabeza.
—No vas a deshacerte tan fácil de mí, ¿quién te crees que soy? Ni muerto te dejaría en paz —confieso. Carl se carcajea. Le miro fijamente cuando el silencio nos envuelve cómodamente unos instantes, perdiendo mis dedos en su pelo, acariciándolo con suavidad—. Tu madre está muy orgullosa de ti.
Carl frunce el ceño y me mira confuso.
—¿Qué? —dice, separándose unos centímetros para observarme mejor.
Río.
Niego con la cabeza.
—Nada —murmuro, pegándolo a mí. Era algo incómodo, puesto que ambos estábamos conectados a nuestros respectivos goteros y eso no nos dejaba grandes márgenes de movimiento—. Duerme.
El chico resopla.
—A sus órdenes, señor Dixon.
Arqueo las cejas y esbozo una ladeada sonrisa.
—Joder, eso ha sonado muy bien —respondo, acariciando su mejilla con mi nariz.
Carl se carcajea de nuevo, golpea mi pecho suavemente y me manda a dormir.
—¡Oye! Que casi muero —añado haciendo un puchero.
Este pone su único ojo en blanco, sin poder evitar sonreír.
—¿Vas a usar eso como chantaje siempre que puedas? —dice, demostrando que no le doy pena en absoluto.
Sonrío inocentemente.
—La duda ofende. —Carl ríe ante mis ocurrencias y, por unos momentos, le miro fascinado—. No imaginas lo mucho que te quiero, Carl Grimes.
Esas palabras le sorprenden con la guardia baja y me observa sonrojado.
Y entonces su sonrisa se ensancha.
—Sí, sé lo que es querer de esa forma a alguien —responde, acariciando mi mejilla con cariño, como si todavía no creyera del todo que realmente estoy ahí.
Vivo.
Frente a él.
Me mira y analiza, sin querer perderse un solo detalle de mi rostro.
Ambos sonreímos, y Carl posa sus labios sobre los míos, besándome con delicadeza y suavidad.
Con todo el cariño del mundo.
Con todo el amor del universo.
Con ese que me tiene, con ese que me da.
Me besa, a partir de hoy y para siempre, como la primera vez.
Cuando me cercioro de que ha caído en un profundo sueño, me aparto cuidadosamente de él, salgo de la cama y me arranco la vía de mi antebrazo. Me coloco unos pantalones desgastados, una sudadera negra y una chaqueta de franela, de cuadros negros y blancos, del pequeño montón de ropa que nos habían dejado en la habitación. Me calzo las botas y salgo a hurtadillas del lugar.
Y de la casa principal de Hilltop, tras hacerme con mi walkie.
Escondido entre las sombras de esa fría y húmeda noche sin luna, me dirijo hacia las cuadras y sonrío gratamente cuando ahí se encuentra mi fiel amiga y compañera, traída por Rosita y Tara tres noches atrás.
Sombra cabecea y relincha cuando me ve, me llevo el dedo índice a los labios y le indico que guarde silencio. Y, evidentemente, no me entiende.
Ensillo a mi yegua y salgo de la cuadra subido en ella, colocándome la capucha, intentando pasar inadvertido en la oscuridad monótona que invade la tranquila comunidad a estas horas.
Todo lo desapercibido que puede pasar un tipo con capucha y a caballo.
Desde su puesto de guardia en la puerta, Mike me observa con sorpresa y su rostro se contrae en una mueca de incomprensión.
—Tío, qué haces aquí, esta mañana estabas medio muerto —sisea en voz baja, mirando a todos lados por si alguien más está viendo lo mismo que él.
—Y tú lo estarás como no me abras esa puerta y me dejes salir —respondo señalándole, aferrando las riendas de Sombra con una mano para mantenerla quieta.
Mike muerde sus labios y exhala con fuerza, negando con la cabeza.
—Ni de coña, ¿tú sabes lo que me haría Carl?
—¿Quieres saber lo que te haré yo? —replico desde abajo.
—Vuelve a meterme en problemas y te meteré esto por donde tanto te gusta —dice señalando la lanza en su mano.
Resoplo y le apunto con mi dedo índice, intentando no mostrar la sonrisa que me ha provocado su comentario.
—Otra broma como esa y te paso por encima con el caballo.
El chico chasquea la lengua.
—Áyax, en serio, no puedo hacer esto —contesta con sinceridad—. Ya no es por ellos, tío, es por mí. Casi mueres, y eres mi mejor amigo, no voy a perderte porque seas un jodido testarudo.
Sus palabras me sacuden con un escalofrío y me sacan una honesta sonrisa.
—Oye, lo sé. Y siento habértelo hecho pasar mal —aclaro mirándole a los ojos—. Eres el mejor amigo... y el primero que tengo en mi vida —confieso con timidez—. Pero tienes que dejarme hacer esto, es la única oportunidad de frenar lo de mañana. Si esto puede parar la guerra... o al menos evitar más muertes... he de intentarlo.
Mike suspira con pesadez, apoyando ambas manos en la barandilla del puesto de guardia. Muerde el interior de su mejilla y asiente con resignación.
—Me debes una, y bien grande —me advierte.
—Esas son mis favoritas —contesto guiñándole un ojo.
Mi mejor amigo y yo rompemos a reír a carcajadas.
Solo ambos nos permitíamos tener ese humor de mierda juntos.
Mike abre la puerta ligeramente y con cuidado de no hacer demasiado ruido, dejando tan solo la apertura justa para que Sombra y yo quepamos. Me despido del chico con un saludo militar y este me devuelve el gesto, seguido de un guiño.
Y con las fuerzas que no tengo, arreo a Sombra para que eche a correr dejando a Hilltop a mi espalda, y me llevo el walkie a los labios antes de pulsar el botón.
—Negan, tenemos que hablar.
Alumbrado por la luz de la luna, el gran claro que se encontraba en la frontera tiene un color especial. El verde del prado se vuelve de un azul tenue en mitad de la noche, y en lugar de césped, parece que Sombra y yo caminemos sobre las aguas del océano.
Lo vuelve un escenario casi irreal.
La brisa nocturna sacude el lugar a su paso, y me remuevo algo inquieto en mi chaqueta, intentando resguardarme del repentino frío que me invade y alegrándome de usar una prenda gruesa y de franela. Soy consciente de que debería estar descansando, pues mi cuerpo me alerta de que no estoy al cien por cien.
Pero no me importa, porque sé que Negan no va a hacerme daño.
Ya ha tenido demasiadas ocasiones para ello, y sigo vivo.
Entrecierro los ojos para divisarle mejor, pues ya he dado con el destartalado todo terreno aparcado en mitad de la colina. Me detengo a una distancia prudencial, ganándome su atención.
Sentado en el capó del vehículo, con ambos brazos apoyados en sus rodillas, el hombre me examina como si no creyera que realmente estoy ahí.
—¿Siempre tienes que hacer una entrada épica? —pregunta observando el bello animal en el que estoy subido.
Sonrío con la cabeza ligeramente agachada. Me bajo del lomo de Sombra y sostengo sus riendas con mi mano derecha.
—Gracias por venir —murmuro. Doy un breve vistazo a mi alrededor—. Solo.
Negan sonríe.
—Sabía que no me harías nada.
Y ahora, el que sonríe soy yo.
—He pensado lo mismo.
Camino lentamente hasta él, dejando a Sombra suelta cerca de mí, para que pueda pastar y pasear tranquila.
—No sabía que tuvieras un caballo —comenta mirando al animal.
—Se llama Sombra —digo algo orgulloso y me siento en el capó a su lado.
—¿Le has puesto nombre?
Arqueo una ceja.
—Tú se lo pusiste a un bate, yo a un caballo. Al menos lo mío tiene más sentido.
El hombre ríe.
Suspira cuando nos quedamos en silencio, durante largos segundos. Nada se escucha en mitad de esta madrugada, fría y húmeda.
—Pensé que no lo lograrías. No he tenido noticias sobre ti. Hasta ahora, te he creído muerto —confiesa casi en un susurro, incapaz de mirarme. Porque sus ojos están llenos de lágrimas que se niega a derramar. Mira al cielo, parpadea y coge aire—. Por eso no he dudado en venir cuando me has llamado, necesitaba comprobarlo por mí mismo.
Trago saliva, apoyando mis pies en el parachoques del todoterreno.
—Según me han dicho, he estado muerto por unos momentos —le informo con la vista clavada en el suelo—. Pero, después de tres días en coma, ya estoy fuera de peligro.
Negan me mira y alza las cejas. Exhala y después sonríe.
—¿Y qué se siente al volver a la vida? —pregunta, sarcástico.
Me encojo de hombros.
—Me hace ver las cosas más claras —admito mirándole fijamente—. Por eso estoy aquí. Aun a riesgo de que me vuelvan a tachar de traidor.
El hombre del bate, que curiosamente no va acompañado de él, me observa con interés.
—Rick va a matarte, Negan —le advierto con dolor—. Y no quiero que eso pase.
Negan inhala y después exhala con pesadez. De su bolsillo derecho del pantalón saca su cajetilla de tabaco y otra de cerillas. Se lleva un cigarro a la boca y lo enciende.
—Lo sé —dice expulsando el humo—. Me lo dejó bien clarito en nuestro encuentro.
Resoplo con hartazgo y niego con la cabeza, incrédulo de que Rick nos haya mentido hasta cuando estábamos a punto de morir. Muerdo el interior de mi mejilla con nerviosismo.
Le arrebato el cigarro de la mano y me lo llevo a los labios.
Negan frunce el ceño con sorpresa.
—¿No decías que ya no fumabas? —pregunta con ironía.
Doy una calada, cierro los ojos y exhalo el humo.
Mis hombros se relajan al instante y dejo caer la cabeza hacia adelante.
—A la mierda, solo por hoy —respondo. Negan se carcajea—. Las personas decimos muchas cosas a lo largo de nuestra vida, no todas tienen por qué ser verdad —gruño con un matiz de rabia.
El hombre me mira sin comprenderme, pero ignora mi comentario y acepta el cigarro cuando se lo devuelvo.
—Rick es demasiado terco cuando quiere, y ni siquiera nuestras casi muertes van a pararle —añado, observando como Sombra deambula tranquila a unos metros de mí—. Solo espero que reaccione, pero cómo no puedo saberlo... he venido a advertirte de que... mañana tengas cuidado. No quiero verte morir.
Negan suspira. En su rostro puedo ver lo mucho que le sorprenden mis palabras.
Porque he dejado de negarme a mí mismo el aprecio que sé que le tengo.
Cuando uno muere y vuelve a la vida, empieza a comprender que no sirve de nada dejarse cosas en el tintero.
—Yo también espero que lo haga, lo de reaccionar, digo —admite dándome un vistazo, para después posar de nuevo sus ojos en el gran claro que, en unas horas, sería testigo de nuestra batalla. La última—. Porque si vamos a la guerra, es porque él así lo ha querido.
Pongo los ojos en blanco.
—Y una mierda, esto no es solo su responsabilidad —replico molesto. Negan me tiende el cigarro y yo lo acepto—. Si tienes ocasión de detener esto... si la ves... simplemente hazlo. Sin matar a nadie más.
Doy otra calada bajo sus atentas pupilas.
—Yo no quería esto.
—Deja de excusarte en eso —gruño con el cigarro entre mis labios—. Si no lo quieres, hay una fácil solución para no tenerlo.
Le devuelvo el cigarro y Negan le da otra calada. Observa detenidamente la punta candente del mismo y espira.
—Rick no dejará que me vaya de rositas —responde sin mirarme.
Sombra se aproxima a mí por mi derecha y rasca su cabeza suavemente contra mi brazo. Le acaricio la barbilla y deposito un beso en su mejilla cuando apoya su cabeza en mi regazo. Negan nos observa con ligero asombro.
—De eso me encargaré yo —señalo cuando me devuelve el cigarrillo—. Has hecho muchas cosas en esta vida, Negan, pero no por eso mereces morir. No sé cuál será la solución, pero la muerte no es una de ellas. Ahora lo sé.
Su ceño se frunce con grata sorpresa.
—¿Y eso por qué?
Doy una calada, sonrío y le tiendo el cigarro ya casi consumido.
—Porque no somos tan diferentes —sentencio, expulsando el humo. Los ojos de Negan brillan con ligero orgullo en mitad de la tenue oscuridad, rota únicamente por la luna—. Porque en El Santuario hay gente que merece seguir viva, porque hay otra forma de hacer las cosas y porque la muerte debería dejar de ser una opción. La muerte solo debe servir para que aprendamos a valorar la vida, nada más. Esa debería ser su única función.
En algún rincón de este prado, del cielo, del mundo o del basto universo, puedo sentir como una mujer rubia y de ojos grises acaba de sonreír.
Y, por ende, lo hago yo también.
Negan traga saliva, asintiendo y mirando sus propias botas.
Da una última calada y me devuelve el cigarro para que yo haga lo mismo. Aplasto la colilla en la suela de mi bota mientras espiro el humo, y la lanzo frente a nosotros.
—Simon ha muerto —dice repentinamente, sin un ápice de alegría—. He tenido que matarle.
Casi me caigo del coche, de boca contra el césped.
Mi sorpresa hace que Sombra resople con nerviosismo y se aleje para seguir pastando.
Mis ojos, abiertos como platos, le observan sin despegarse. Boqueo como un pez fuera del agua, sin saber bien qué debería decir.
—¿Cómo...? ¿Qué...? ¿Por qué...?
Negan sonríe con algo de tristeza.
—Era el traidor, o eso me hizo creer Dwight. Que ahora lo tengo retenido, porque el traidor es él.
Miro al frente y paso mi mano derecha por mi rostro. Después le miro a él.
—Joder —susurro.
Ríe.
—¿De verdad crees que no me enteraría? —inquiere retóricamente—. Os ha estado ayudando a mis espaldas. Y ahora tendré que darle su merecido delante de todos, por imbécil.
Tenso la mandíbula, cierro los ojos unos segundos y exhalo.
—Deja de hacer las cosas por guardar las apariencias —replico con enfado.
Negan vuelve a reír y niega con la cabeza.
—Mantener a Los Salvadores implica hacer cosas que detesto. Si no lo hiciera, todo se iría a la mierda tarde o temprano —aclara mirándome a los ojos—. No me gusta matar gente, por mucho que así pueda parecer, pero dentro de nuestro orden he de mantener un equilibrio. Nuestro sistema funciona por razones como esta.
Rasco mi escasa barba y resoplo.
—Hay más forma de vivir.
Se encoge de hombros.
—Que Rick me lo demuestre.
Suspiro, porque ahí tiene razón.
Yo no podía hablarle de otras formas de vivir si lo único que quería el líder de nuestro sistema era matarle.
Veo como sonríe y niega con la cabeza, perdido en su propia mente.
—Rick y tú volvéis a empujarme en direcciones opuestas, y esto empieza a hacerme olvidar quién soy, como antes de que volvieras con los tuyos —confiesa.
Sus palabras me sorprenden.
Porque entonces comprendo la razón de que se encerrara en sí mismo durante aquellas dos semanas en las que trató de volverme loco.
De volverme un mártir a ojos de los míos.
Paso una mano por mi pelo y rasco mi nuca.
Ahora entendía la mente de Negan.
Todo aquello que amenazara su forma de vivir.
Su sistema.
Le hacía dudar de quién era él y de cuánto podría mantener lo que tenía. El liderazgo pasaba factura a cualquiera que estuviera en él.
Inquieta vive la cabeza que lleva una corona.
En cierta forma, Rick y yo habíamos llegado a su vida para desestructurar todo aquello que él creía.
O, en el caso de Rick y muy a mi pesar, para seguir perpetuándolo.
—Yo no te pido nada más allá de lo que ya he dicho —respondo, ganándome su atención—. Haz lo correcto. Sé quién Lucille querría que fueras, haz que ella esté orgullosa. Eso debería bastarte.
Sus ojos se abren ligeramente.
No sé si me la he jugado demasiado al mencionar a su esposa, pero por cómo me mira, creo que he dado en el clavo.
Le veo tragar saliva y volver la vista al frente, hacia el alba que empieza a despuntar en el horizonte poco a poco.
Me bajo del capó del coche y doy un silbido. Sombra alza la cabeza en mi dirección y trota a pasos rápidos hacia mí. Sostengo sus riendas para detenerla cuando llega a mi altura.
—Debo marcharme ya antes de que alguien note mi ausencia —anuncio, observando los escasos rayos de luz naranja que comienzan a teñir el inicio del horizonte.
—Y deberías descansar —dice, señalando mis pronunciadas ojeras—. Aun estás convaleciente.
Asiento.
—Dormiré unas horas antes de partir —contesto, como si quisiera dejarle tranquilo al respecto.
Negan se pone en pie.
—¿Cómo se encuentra Carl? —pregunta con un matiz de preocupación en su voz.
Suspiro aliviado.
—Estable. Fuera de peligro también —añado. Acaricio a Sombra y trago saliva cuando los recuerdos vividos en esa cloaca vuelven a mí por unos instantes—. Intentaré que no venga a lo de mañana... bueno, lo de hoy —matizo mirando al horizonte. Negan ríe—. Dudo que lo consiga, porque querrá estar al lado de su padre para hacerle entrar en razón, pero necesita recuperarse.
Negan arquea las cejas.
—Tú también lo necesitas.
Niego con la cabeza.
—Ni lo pienses —replico—. Por nada del mundo voy perderme eso. Menos aún sin saber qué es lo que ronda por la cabeza de Rick —añado. El hombre suspira—. Aún tenemos una oportunidad.
El silencio se hace en mitad de ese claro.
Negan agacha la cabeza unos segundos y después me mira.
—Pase lo que pase aquí dentro de unas horas... —murmura. Tiende una mano en mi dirección—. Habrá sido un verdadero honor conocerte y luchar a tu lado, y ahora contra ti, Áyax.
Sonrío.
Pero una parte de mí se llena de tristeza.
Veo la emotiva mirada que el hombre me dedica, y rezo porque las lágrimas no asomen por el borde de mis ojos.
Estrecho su mano con fuerza.
—Lo mismo digo, Negan —sentencio—. Te lo aseguro.
El hombre sonríe.
Y yo también.
Se da la vuelta, sacando las llaves de su bolsillo y abre la puerta del coche. Yo me dirijo hacia el lado derecho de Sombra y recoloco sus riendas sobre la silla de montar.
—Smith —dice a mis espaldas.
Giro la cabeza hacia él y le miro con el ceño fruncido.
—¿Qué?
Él sonríe.
—Negan Smith —aclara, apoyado en la puerta entreabierta—. Ese es mi nombre completo.
Alzo las cejas con sorpresa y sonrío. Pongo un pie en el estribo y me monto en Sombra. Me quedo mirando las riendas en mis manos y después alzo la vista hacia él, que está apunto de adentrarse en el coche.
—Eh, Negan Smith —digo llamándole la atención. Detiene sus movimientos y me mira sonriente. Una ladeada sonrisa estira mis labios y le miro—. William.
Su entrecejo se frunce y me mira sin entenderme.
—¿Qué? —pregunta imitándome.
Mi sonrisa se ensancha.
—Áyax William Dixon —sentencio. Sus cejas se arquean—. Ese es mi nombre completo.
Negan echa su cabeza hacia atrás y lanza una carcajada.
—¿En serio?
Muerdo el interior de mi mejilla algo avergonzado.
—Completamente —respondo mirándole—. Era el nombre de mi abuelo, y mi madre pensó que sería una buena idea ponérmelo a mí como segundo. Y por alguna razón que desconozco, ese viejo siempre me llamaba Billy. Lo odio a muerte.
Negan ríe a carcajadas.
—Pienso llamarte así —advierte antes de sentarse en el asiento del piloto.
Sonrío.
—Y yo pienso meterte tu preciado bate por el culo si lo haces. Alambre con pinchos incluido —respondo con una angelical sonrisa.
Ambos reímos.
Negan cierra la puerta del coche y me observa tras la ventana abierta.
—Nos vemos en unas horas, Billy El Niño.
Me carcajeo y le muestro el dedo de en medio.
—Nos vemos en unas horas, Negan Smith.
Él ríe y empieza a circular de nuevo en busca de la carretera de vuelta. Le veo perderse en el camino hasta que su coche deja de verse en este, seguido de una nube de polvo y humo.
Sonrío con algo de tristeza.
Ahora sí, la suerte está echada.
Para cuando la muralla de troncos de Hilltop me da la bienvenida, el sol ya asoma por el horizonte, bañando con sus primeros rayos la comunidad. Doy un silbido. Mike se asoma por su puesto de guardia, pues sé que su turno está a punto de terminar y al menos he tenido esa suerte.
Aunque el gesto del chico me dice lo contrario. Me observa con los ojos ligeramente desorbitados, desliza su pulgar por su cuello trazando una línea horizontal imaginaria.
Trago saliva.
Mike abre la puerta lentamente. Y muerdo mis labios.
Rick Grimes está tras ella, cruzado de brazos, recto como un palo y levantando el mentón, aniquilándome con sus fieros ojos azules.
Y Daryl Dixon, a su lado, tensa la mandíbula de tal forma que siento empatía por sus dientes.
Me bajo de Sombra con la cabeza ligeramente agachada, como si no les hubiera visto.
—Dónde demonios estabas —gruñe Daryl.
Aferro las riendas en mi mano derecha y echo a andar.
—Paseando con Sombra —respondo sin más, sin tan siquiera mirarles.
—¿Qué parte de «tienes que descansar» no has entendido exactamente? —replica Rick con severo enfado.
Sonrío cínicamente.
—¿Qué parte de «Negan no debe morir» no comprendiste del todo? —contesto pasando por su lado, chocando su hombro con el mío.
Rick cierra los ojos y resopla.
Dejo a Sombra en los establos, y cuando salgo, ambas personificaciones del enfado siguen ahí clavadas como estatuas.
—Me voy a dormir —digo.
Rick sonríe con el mismo cinismo que he usado antes.
—Oh, por supuesto —dice indicándome Barrington House con la mano—. Si es que puedes hacerlo.
Frunzo el ceño y le veo dar un vistazo hacia el edificio. Sigo el trayecto de sus ojos, hasta que los míos topan con la imponente figura de Carl Grimes apoyada en una de las columnas de la entrada.
Impasible.
Impertérrito.
Sin expresión alguna cruzando por su rostro.
Mi garganta se seca y trago saliva.
Camino hacia el chico a pasos lentos.
Y él lo hace a pasos más rápidos en mi dirección.
—Oye, Carl, tenía que...
El puñetazo que me da ni siquiera lo veo venir.
Me llevo la mano a la mandíbula y le miro impactado, pues me ha girado la cara con el golpe.
—No tienes... ni la menor idea... de la de años que llevo queriendo hacer eso —sentencia, suspirando de alivio. Su mirada me hiela hasta el alma. La rabia navega a su libre albedrío por sus pupilas. Su mano se cierne sobre el cuello de mi sudadera y la convierte en un puño, agarrando parte de la tela. Su cara está a centímetros de mí—. Y, como habrás visto, ya sé cerrar el puño sin hacerme daño.
Mi mirada no se despega de la suya.
—Lo... lo siento. Yo solo...
—Tú nada, Áyax Dixon —gruñe con hartazgo—. Estoy demasiado agotado como para tener fuerzas para esto.
Me suelta, dándome un empujón y se da media vuelta, adentrándose en la casa.
Me quedo ahí plantado con un pasmo de narices.
Y un creciente y enorme dolor en mi pómulo.
Pero no hay ni punto de comparación con el que se acaba de anclar en mi pecho.
Cierro los ojos.
Mierda.
Estirado como puedo en uno de los incómodos y ridículos sofás en el pasillo de la planta superior, en la casa central, pego a mi inflamado pómulo la compresa fría que Siddiq me ha facilitado con algo de sorpresa al respecto. Cierro los ojos, intentando patéticamente dormir de alguna forma, pero es más que imposible.
Carl no me deja entrar en la que ha sido nuestra habitación para recuperarnos, y ahora estoy aquí encogido, porque si estiro las piernas, no quepo en el estúpido sillón. Y para más humillación, he recibido las miradas y las risas quedas de Daryl y Michonne por ello.
Más que merecido castigo.
Podría haberme ido a nuestra caravana para dormir largo y tendido, pero en esta situación y sin Carl al otro lado de la cama, sería imposible.
Resoplo y me pongo en pie, lanzando la bolsa fría contra el sofá. Golpeo la puerta a mi lado con mis nudillos, de forma insistente.
—Carl, por favor, vamos a hablar las cosas —suplico—. Se supone que somos adultos.
Lo dice el que se ha marchado en mitad de la noche sin decir nada.
Cierro los ojos y suspiro.
—Que no me hables me está matando, por favor, Carl. No quiero que nos marchemos a la batalla estando así —ruego, apoyando la frente en el estúpido pedazo de madera que nos separa—. Yo solo quería intentar algo más... si te lo decía... no me dejarías marchar.
Vale, quizá eso no ha sido mi ocurrencia más brillante.
Paso ambas manos por mi rostro, demasiado cansado como para decir algo coherente. Así que decido hablar con sinceridad.
—Lo he hecho por ti, porque tenías razón —musito—. Y la sigues teniendo. Y quería intentar algo más en favor de tu creencia. Negan no debe morir y he tenido que casi perderte para comprenderlo. No quiero no tenerte ahora que lo sé. No me hagas esto —añado. El silencio es mi respuesta una vez más—. Me he pasado año y medio cegado por una venganza que no tenía sentido, sin querer escuchar y admitir que tú tenías razón. Y he estado a punto de... —Joder, ni siquiera puedo decirlo—. Cuando te vi en la cloaca... cuando vi la mordedura en tu abdomen... Mierda, Carl, pensé que yo tampoco pasaría de esa noche. Que el dolor me llevaría contigo. No quiero volver a pensar que no estarás ahí. No quiero volver a sentir eso nunca más.
Limpio la lágrima fugaz que rueda por mi mejilla.
—¿Lo entiendes ahora? —escucho decir a Carl tras la puerta.
Frunzo el ceño y me separo de esta.
—¿Qué?
La puerta se abre.
Su mirada, enrojecida por las lágrimas que ha estado derramando, me recibe apenada.
—¿Entiendes ahora lo que he sentido al despertarme en mitad de la noche y ver que no estabas a mi lado? —pregunta con rabia. Su cara está a centímetros de mí—. He tardado una hora en comprender que lo de ayer no había sido un sueño, que realmente no estabas muerto. Que de verdad estabas vivo y solo se te había ocurrido la genial idea de largarte sin decir nada. Sin saber si estarías por ahí perdido, vivo, muerto o inconsciente.
Un suspiro tembloroso escapa de mis labios y agacho la cabeza.
—Joder, Carl... yo... no, no lo he pensado. Lo siento muchísimo —sollozo.
Y lo único que atisbo a hacer es darle un abrazo.
Porque hasta ahora, no lo había hecho.
Porque en nuestro estado de ayer en el que todo realmente parecía algo onírico, no había pensado un solo segundo en cómo esto podría afectarle.
En la mala jugada que la mente podría pasarle con mi repentina ausencia.
En lo que podría pensar.
En lo que podría sentir.
—He sido un egoísta —murmuro sobre su hombro.
Carl me estrecha contra sus brazos y niega con la cabeza.
—No, solo estás desesperado por frenar la guerra como sea.
Y tiene razón.
—Perdóname —musito.
Él vuelve a negar con la cabeza. Acuna mi rostro en sus manos y acaricia con dulzura y cuidado mi pómulo. Su mirada se llena de lágrimas y culpabilidad.
—Mierda, ni en mil vidas podré lograr que me perdones por esto —susurra con dolor—. No sé cómo he podido hacer algo así.
Río.
—Bueno, en parte he de decir que llevo años ganándomelo a pulso. Y que probablemente lo hayas hecho en nombre de unas cuántas personas —señalo, quitándole importancia.
Pero su rostro no abandona la mueca de pena y culpa que había adquirido.
—Eso no es justificación. No debí hacerlo —murmura, intentando no romperse—. Una vez te dije que qué clase de monstruo sería si yo te tratara como tu padre, y ahora...
Abro los ojos de par en par.
—Eh, ni en broma digas eso —le advierto, señalándole con el dedo índice.
Él suspira y aparta la mirada. Pongo mi mano en su mejilla, sintiendo su calidez en mi palma. El chico cierra su único ojo ante el contacto y posa su mano sobre la mía. Uno mi frente a la suya.
—Oye, olvídalo, ¿vale? Nos hemos hecho daño de mil formas diferentes, ya está. Intentemos aprender algo de esto y mejoremos. Tenemos un futuro en común y ahora más que nunca, no pienso tirarlo por la borda por una estupidez —digo, ganándome su atención—. La vida nos ha dado otra oportunidad a ambos, y pienso aprovecharla.
Muerde sus labios con algo de nerviosismo, y sé que Carl Grimes va a torturarse con esto de por vida.
—¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor? —pregunto.
El chico arquea su ceja visible.
—Eso debería decirlo yo —matiza con obviedad.
Sonrío.
—Está bien —respondo feliz—. Pues me duele el pómulo... y un beso puede que ayude.
Y al fin escucho una carcajada feliz de Carl. Este posa con suavidad sus labios sobre la piel herida, y deposita allí un pequeño y cariñoso beso. Mi sonrisa se ensancha, pero finjo un apenado puchero.
—Los labios también están empezando a dolerme —murmuro con una ladeada sonrisa, uniendo mi frente a la suya nuevamente. Le oigo reír con fuerza.
—¿Tu no estabas cansado? —dice frunciendo el ceño, dedicándome una sarcástica mirada.
—Para esto siempre tengo fuerzas —ronroneo, acariciando su nariz con la mía.
Le beso de forma hambrienta, empujado por las ganas acumuladas que tengo de él. Doy un portazo tras mi espalda y aferro mis manos a su cintura, pegando su espalda contra la puerta con todo el cuidado y ternura que puedo.
Le he echado mucho de menos, y pienso demostrárselo.
Sus manos se enredan en mi pelo, tironeando de él con fuerza a medida que devora mis labios con ansia. Arranca mi chaqueta y mi sudadera, lanzándolas al otro extremo de la habitación. Una oleada de calor invade mi cuerpo de pies a cabeza. Un gemido escapa de su garganta cuando beso y mordisqueo todo su cuello y el perfil de su mandíbula, a la vez que me deshago de su abierta camisa.
—¿Algún sitio más que te duela? —comenta con ironía.
Deslizo mi lengua por sus labios y sonrío.
—Hay algún par de sitios más que me gustaría que besaras, desde luego —comento a modo de broma, guiñándole un ojo.
Su mano derecha se pierde entre ambos hasta llegar a mi abultada entrepierna por encima de los pantalones. Ahogo un jadeo escondiendo mi cara en su cuello. Su otra mano se aferra a mi pelo.
—Sí, estar así debe de ser doloroso, desde luego —susurra en mi oído antes de morder el lóbulo de mi oreja.
Una lobuna sonrisa estira sus labios, y ahora es él quien estampa mi espalda contra la puerta. Cierra el pestillo y se aleja hacia el montón de ropa. De este, saca mi preciada camisa a cuadros y sin mangas.
Y me la lanza.
—Póntela —gruñe.
Trago saliva, perdido en su mirada, y obedezco sin dudar un solo segundo.
—A mi hermano no le gustaría saber el uso que le estoy dando a la camisa que me regaló —mascullo con una ladeada sonrisa.
Acorta la distancia entre ambos y pega sus labios a mi oído.
—A tu hermano no le gustaría saber todo lo que voy a hacer —sentencia en un susurro.
Y sus palabras no me dejan otra opción que no sea besarle con voracidad y avaricia.
Nuestras bocas se unen y nuestras lenguas se enredan como si quisiera grabar su sabor en mi memoria. Sus labios y su lengua pasan a deslizarse por todo mi cuello y mi torso, sin cubrir por la abierta camisa, dejando cálidos y húmedos besos en mi piel, hasta que Carl se arrodilla ante mí.
Y sus manos se apoderan del cierre de mis vaqueros.
—Yo me encargo, señor Dixon —sisea sin despegar su oscura mirada de la mía.
Y lo último que logro hacer con coherencia, es pegar mi cabeza a la puerta a mis espaldas cuando mis ojos se quedan en blanco, y un largo gemido escapa de mi garganta.
Si yo le había echado de menos, no tenía punto de comparación con lo que él me había extrañado a mí.
Con el nerviosismo vibrando en mi interior y el recuerdo de los ojos azules de Gracie mirándonos apenada a Carl y a mí, en los brazos de Mike mientras nos marchábamos, camino a paso firme junto a las tres comunidades.
Alexandria.
El Reino.
Hilltop.
O lo que quedaba de todas ellas, reunido y armado, caminando hasta la frontera.
Carl, a mi lado, se aferra a su subfusil y mantiene la mirada fija en el suelo. Mordisquea su labio inferior, totalmente perdido en sus propios pensamientos.
Y es que, si tras nuestra increíble reconciliación de esta mañana habíamos podido descansar unas horas, no servía de mucho ahora que nos dirigíamos de nuevo hacia una muerte segura.
Eso ya me sonaba demasiado.
Le doy un vistazo, y como si leyera mi mente, no duda en responder.
—Solo quiero que no nos hayamos librado de la muerte para volver de nuevo a ella.
A escasos metros de distancia, Rick Grimes gira ligeramente la cabeza en nuestra dirección tras oír esas palabras, para después volver la vista al frente.
Suspiro, aferrando una mano al grueso tirante de mi chaleco antibalas.
La marcha se detiene, y cuando atisbo a saber por qué, mis ojos casi se salen del sitio.
Una gran marea de caminantes se deja ver en los claros del bosque, perdiéndose más adelante por la espesura del mismo.
—Oh, mierda —murmura Rosita impresionada—. ¿Alguna vez habíais visto tantos?
—No —responde Rick con ligero asombro—. Todo cambia —añade, casi para sí mismo—. Andando.
—¿Cuánto falta? —pregunta Daryl reanudando el paso.
—Nos acercamos —contesta el rey Ezekiel—. Es ahí, al otro lado.
Cuando llegamos al límite de la frontera, salimos de la arboleda y nuestros pasos se detienen al oír algo espeluznante que esperaba no volver a escuchar.
El silbido de Los Salvadores.
Como un eco residual y fantasmagórico, reverbera por todo el prado y la colina, dirigiéndose única y exclusivamente a nosotros. Por la fuerza con la que suena, es más que evidente que es emitido desde un megáfono o unos altavoces. Todos nos mantenemos tensos en nuestras posiciones. Bajo mi pistola, para intentar averiguar el punto concreto de dónde viene, pero desde nuestra posición es imposible. La subida de la colina ayuda a que el sonido se disperse y parezca que viene de todas direcciones.
—Tu pequeña emboscada ha caído... en mi pequeña emboscada —sentencia Negan.
Cierro los ojos y suspiro en profundidad cuando veo que ellos parecen haberse preparado mucho mejor al respecto. Y es que darles tiempo de ventaja había dado sus frutos.
—¡Y por qué no das la cara, cobarde! —brama Rick hacia la nada.
—Yo estoy en todas partes, Rick... hay más bocinas, más caminantes... por qué no corréis, ¿y a ver cómo os va? Puede que así nos divirtamos todos —responde su voz en la lejanía—. ¿Y sabes qué más he hecho? He traído a algunos de tus viejos amigos, ¿te acuerdas de tu compañero Eugene? Pues él es el hombre que ha hecho esto posible.
Tenso la mandíbula y exhalo con fuerza. Rick me da un breve vistazo, como si así insistiera en que el hombre del bate no nos deja muchas más opciones.
—Y también el amigo Dwight. —Trago saliva—. Por si quieres saberlo, él no te la jugó a propósito. No, él solo es un Don Nadie que se aferra a la vida y ahora tiene que estar aquí, y veros morir a todos. Deberá vivir con eso. —Negan hace una pequeña pausa en su discurso y a través de la megafonía se escucha como recarga un arma—. Gabriel... bueno, también va a morir. Hoy toca día de limpieza, Rick. Y luego, irás tú. No había por qué pelear, solo tenías que aceptar cómo son las cosas, pero... vamos allá. ¡Te felicito, Rick!
Cierro los ojos unos segundos y pinzo el puente de mi nariz.
Joder, Negan, por qué lo pones todo tan difícil.
—Tres... —empieza a decir.
Todos miramos en cualquier dirección.
Una gota de frío sudor se desliza por mi nuca, erizando mi piel.
—Dos...
Escruto el horizonte en busca de cualquier amenaza, pero no veo nada.
Rick nos da un último vistazo a Carl y a mí.
Y en parte, parece que se esté despidiendo.
Tal y como hace Daryl.
E incluso Michonne.
Una fila de Salvadores encañonándonos aparece al inicio de la colina y mis ojos se abren de par en par.
Mi corazón late con fuerza en el interior de mi pecho.
Miro a Carl.
Y él me mira a mí.
—No deberías estar aquí —susurro.
Carl traga saliva.
—Ni tú tampoco.
Cojo aire.
—¡Uno!
Cierro los ojos.
Un seguido de explosiones llama nuestra atención y observo con sorpresa como todas y cada una de las armas de Los Salvadores estallan en mil pedazos. Algunas de ellas, llevándose a sus dueños consigo al infierno.
Miro a Rick y este me observa con incredulidad.
Lentamente, en mis labios se dibuja una sonrisa.
—Eugene... ¡será bastardo! —gruño antes de reír.
Mi sonrisa contagia a Rick y asiente hacia todos nosotros.
—¡AHORA! —ruje con fuerza.
Enardecidos e impulsados por lo sucedido, Alexandria, Hilltop y El Reino corren y disparan en dirección a Los Salvadores, movidos con la intención de dar muerte al fin a esta maldita guerra que tanto tiempo y vidas nos ha costado.
—¡Se escapa! —grita Maggie.
En la lejanía observo como Negan se escabulle entre los vehículos.
Y cómo un despiadado y más que harto Rick corre tras él.
Miro a Carl.
—¡Haz que se rindan! ¡Yo me encargo de ellos! —le grito, echando a correr en dirección a ambos, que ya se han desvanecido colina abajo.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
Busco entre los coches a medida que avanzo, rezando por no encontrarme el cadáver de ninguno de los dos tras haber escuchado un par de disparos en el camino. Llego al borde de la colina y mis pies se detienen por el asombro de la imagen. Ambos hombres se enzarzan en una sangrienta pelea bajo el gran árbol. De este, cuelgan un par de marcos con cristales de colores, algunos rotos y esparcidos por el suelo.
Mi corazón se detiene cuando Negan golpea a Rick en su rodilla, rompiéndole la pierna.
El ex policía brama de dolor, retorciéndose en el suelo.
Y con la mirada desorbitada y manos temblorosas encañono a Negan.
Porque acababa de traspasar el último límite para conmigo.
Hacerle daño a Rick Grimes.
—¡Se acabó, Negan! —exclamo, acercándome a pasos lentos—. Suéltala.
El hombre tira el bate, lejos de él, jadeando agotado. Rick se aleja a rastras, como puede, y usa a Lucille como apoyo para ponerse en pie.
Tiemblo.
Y mi dedo se cierne sobre el gatillo, a unos cuantos metros de ellos en mitad de la descendiente colina.
—¡No! —grita Rick alzando su mano hacia mí, incorporándose como puede—. Aún hay futuro... aún puede haberlo.
Su mirada pasa de mi a Negan, acercándose cautelosamente a él. Le observo incrédulo, bajando el arma lentamente.
—Tú tenías que aparentar ante los tuyos... yo también —añade. Y entonces me mira, dedicándome una breve sonrisa. Una lágrima desciende por mi mejilla. «Cabronazo», pienso «nos ha estado engañando a todos». Y no puedo evitar suspirar aliviado—. Todavía podemos hacer algo... Carl creía... y cree... que debe haber más detrás de esto —dice, mirándole a los ojos. Negan me observa a mí y yo le devuelvo la mirada—. ¿Quieres que terminemos con esto? Terminemos con esto. Hagámoslo bien. Trabajemos juntos.
Negan se carcajea con cinismo y tristeza, consciente de que estamos podridos hasta la médula como para intentar solventarlo ahora.
—¿Propones que vayamos de la manita cantando cancioncillas por ahí? —inquiere con escepticismo y niega con la cabeza.
Rick cierra los ojos, probablemente por el dolor que ahora mismo debe estar sacudiéndole en su pierna.
—Propongo que empecemos a vivir de verdad —matiza, dando otro paso más en su dirección. Negan se mantiene estático, petrificado ante sus palabras—. ¿Por qué peleas tú? Nosotros nos enfrentamos a un tipo que amenaza con matarnos si no le entregamos la mitad de nuestras cosas. Luchamos por tener una forma de vida pacífica... Hemos sobrevivido a muchas cosas no tan pacíficas, y hemos averiguado cómo vivir en este mundo. Como hacer de él un nuevo mundo.
Trago saliva y más lágrimas llegan a mis ojos.
Rick se apoya en Lucille para no tambalearse, y doy un paso en su dirección, dispuesto a ayudarle, pero levanta la mano hacia mí, indicándome que me quede en mi sitio.
—Los muertos son un problema —sigue diciendo bajo la atenta mirada del hombre del bate, que se sostiene su mano herida en la que debía llevar una de las armas de Eugene—. Pero creemos haber resuelto, en la medida de lo posible, ese problema. Siempre será un peligro... siempre estarán aquí... pero somos capaces de encargarnos de ellos. Lo único que nos preocupa ahora, eres tú.
Negan tensa la mandíbula.
—Sé lo que hace falta para que la gente sobreviva —responde—. Y es alguien como yo. Alguien que mantenga a los demás a raya, que los mantenga preocupados para que no se concentren en lo condenadamente miserables que son. Salvo vidas.
Rick se carcajea. Niega con la cabeza. Algunos rizos alborotados caen por su frente y pinza el puente de su nariz. Contiene el aliento en una mueca de dolor, y observa al hombre frente a él.
—¿Y eres lo bastante estúpido como para creerte eso? —pregunta retóricamente— Ya no queda tanta gente, no hay razón alguna para luchar. Tenemos un enemigo en común... —Rick da un vistazo a la inmensa horda a al menos un par de kilómetros de nosotros—. Los que aparecen y nos matan en los respiros que nos tomamos después de matarnos unos a otros... lo que estamos haciendo, es ayudarles a ganar. Si seguimos haciendo esto durante más tiempo... no ganará ninguno de los dos.
Negan le contempla asombrado, completamente quieto.
—¿Quieres la mitad de nuestras cosas? —dice acercándose a él, señalándole—. Haz algo a cambio. Cultivad, criad ganado, extraed gasolina, cread ropa, mantas... Haz algo productivo.
Negan traga saliva, me mira y después a Rick.
—¿Un sistema de trueque? ¿Es eso?
—Si funciona entre otras comunidades, por qué tú has de ser la excepción —señala con obviedad—. Pero eso no es más que el principio.
Rick me observa y yo no soy capaz de hacer nada en respuesta, porque no puedo creer lo que mis ojos están viendo.
—¿El principio de qué? —pregunta Negan con duda y algo de temor.
—El principio de todo —sentencia el ex policía.
A mi espalda, siento como todos los habitantes de las comunidades van llegando al inicio de la colina. Me detengo a observarles, viendo como Los Salvadores, rendidos, levantan las manos. Carl observa con sorpresa a unos metros de él que Rick y Negan hablan con ligera tensión, y después me mira, acercándose a mi junto a Daryl. Todas las comunidades miran a ambos hombres frente a ellos.
—¿Acaso no te has percatado de lo que tenemos? ¿De lo que ya hemos construido? —exclama Rick, señalándonos a todos—. El potencial de lo que tenemos aquí... Podemos establecer un sistema de intercambio, podemos construir lugares más seguros para vivir, podemos construir granjas, podemos despejar carreteras... Entre todos tenemos mucha gente. Gente lista y competente que puede hacer cosas asombrosas... si trabajamos juntos. Podemos conseguir tantas cosas, Negan, podemos arreglarlo todo. Puede que jamás podamos conseguir que las cosas sean tal como fueron... pero podemos acercarnos mucho. Podemos reconstruir la civilización... puede que hasta hacer un mejor trabajo esta vez.
Los ojos de Negan se abren ligeramente de par en par. Su mirada está fija en los ojos de Rick.
—Podemos... podemos construir un nuevo mundo —susurra mirándome, para después devolver la vista a Rick.
Un tembloroso suspiro escapa de entre mis labios, en una exhalación del más puro alivio contenido.
La mirada de Negan está llena de lágrimas, de esas que nunca se atreve a derramar. Observa a Rick como si fuera su salvador, aquel que le ha librado de portar la pesada carga de la corona sobre su cabeza y sus hombros.
Rick Grimes suelta el bate, apoyándose en una sola pierna, y posa su mano sobre el hombro de Negan.
—Eso es —susurra, descansado al fin—. No más muertes, no más guerra... Un nuevo mundo.
Mis hombros se relajan.
Y, en una fracción de segundo, vislumbro en el rostro de Rick como pasa de la calma a la ira.
—Un nuevo mundo que tú no verás —sentencia, sacando un pedazo de cristal roto de su bolsillo.
Con el que raja el cuello de Negan.
La sangre mana de este con rapidez y Negan cae de rodillas al suelo, con su asombrada mirada puesta en Rick.
—¡NO! —rujo hasta desgañitar mi garganta.
Sorprendido e incrédulo, Daryl me abraza desde la espalda, reteniéndome en mi sitio justo cuando pretendía echar a correr hacia él.
—¡Qué coño te pasa, lo merece! —exclama mi hermano tras de mí.
Pero yo le ignoro, viendo como Negan se desmorona en el suelo, con una mano en su cuello, intentando no desangrarse.
—¡NO, RICK! —bramo. Las lágrimas caen por mis mejillas y mi corazón late desbocado—. ¡Carl casi habrá muerto por nada! ¡No lo hagas! ¡Rick, por favor! —grito una y otra vez, cayendo de rodillas al suelo, con Carl a mi lado. Me abraza, intentando reconfortarme, observando a su padre con decepción e incredulidad. Daryl se separa de mí, dando un par de pasos hacia atrás, impactado de verme así por Negan. Los ojos del hombre, moribundo sobre la hierba, se clavan en los míos y lloro sin consuelo—. ¡POR FAVOR! ¡Aún puedo salvarle, te lo suplico! ¡Por favor! ¡Haz que todo haya merecido la pena!
Rick nos observa consternado, alternando la mirada del pedazo de cristal sangriento en su mano a mí, y después a Negan. Y entonces nos observa a todos.
—Sálvalo —dice en un murmullo, rascando su frente. De repente, parece estar a punto de desplomarse. Michonne corre hacia él, pasando un brazo del hombre por sus propios hombros, ayudándole a sostenerse.
Alzo mis ojos hasta él y Rick asiente. Me pongo en pie y echo a correr en dirección a Negan, arrodillándome a su lado. Arranco ambas mangas de mi camiseta negra y con los pedazos de tela presiono la sangrante herida en su cuello.
—Joder, joder... —sollozo mirándole. Pongo una mano tras su cabeza para inclinarle y le miro a los ojos—. No te mueras, por favor... por favor...
Negan sonríe débilmente y como puede, posa su mano enfundada en un guante y herida, con cariño sobre la mía.
—Así que... en el fondo te caigo bien —afirma con voz ronca.
Sonrío brevemente mientras más y más lágrimas ruedan por mis mejillas. Su mirada se pierde hasta que sus ojos quedan prácticamente en blanco.
—No, no, no... —susurro llorando, abrazándole ahora que está medio erguido, palmeando su mejilla intentando despertarle—. ¡SIDDIQ! ¡VAMOS!
—¡NO! —grita Maggie estallando en llanto, siendo contenida esta vez por Daryl. Ambos me observan con profundo dolor, sin creerse la imagen que ven sus ojos.
Siddiq llega hasta mí y se quita la mochila de su espalda, empezando a sacar material médico.
—Se acabó —advierte Rick hacia la desconsolada mujer.
—¡NO! —exclama ella— ¡Él mató a Glenn!
—Hay que hacerlo —replica el hombre con dolor.
—¡Hay que acabar con él! —brama Maggie, intentando sacudirse del agarre de Daryl—. ¡Tiene que pagar por ello!
—No puede compensarlo, pero con esto se ha acabado —responde Michonne mirándola apenada—. Se ha acabado.
—¡No! ¡No se ha acabado! ¡No acabará hasta que esté muerto! ¡No acabará hasta que él muera!
Los ensordecedores gritos de Maggie, acompañados de su llanto desesperado, son la escalofriante banda sonora que reverbera por la colina.
Siddiq me ayuda a detener la hemorragia de Negan, que parece ir y venir en un limbo inconsciente. Limpio mis propias lágrimas para poder ayudar al hombre a mi lado, pero de nada sirve, porque en pocos segundos aparecen otra vez.
—Todo lo que hemos hecho... o perdido —balbucea Rick sostenido por Michonne—. Tiene que haber algo después.
Maggie cae al suelo, abrazada por Daryl.
—Los de los brazos arriba, podéis bajarlos —dice Rick hacia Los Salvadores, que no dudan en obedecer—. Ahora nos iremos a casa todos. Negan aún vive, pero se acabó su forma de hacer las cosas. —Le da un vistazo al mencionado y después a mí. Entonces vuelve la vista a todos los presentes—. Y el que no pueda aceptarlo, pagará un precio por ello ¡Eso lo prometo! Y cualquiera de los presentes que quiera vivir en paz y con justicia... y tenga intereses comunes... este mundo es vuestro por derecho. Hasta ahora nada nos distinguía de los muertos vivientes ¡Nosotros éramos los muertos vivientes! —exclama de forma solemne. El eco de sus palabras se oye por todo el claro. Señala la horda a su espalda—. ¡Somos la vida, eso es la muerte! ¡Y viene a por nosotros! A no ser que estemos unidos. Así que marchaos, y empezad el trabajo... nacerá un mundo nuevo. —Sus ojos se clavan en los míos—. Un nuevo mundo.
Sonríe en dirección a Carl, y este, totalmente aliviado, le sonríe a él.
—Todo esto... todo esto es solo pasado —añade mirándole—. Tiene que haber algo después.
Carl sonríe con orgullo, mirándonos, y entonces se acerca a nosotros para abrazar con fuerza a su padre.
Todas las comunidades, incluidos Los Salvadores, se miran entre ellos, asintiendo. Algunos empiezan a retomar el camino hacia sus respectivos vehículos, dispuestos a seguir las palabras de Rick.
Este, apoyado en Michonne, observa a un inconsciente Negan, y después a mí. Muerdo mis labios mientras presiono la herida del hombre, que empieza a dejar de sangrar.
—¿Podréis salvarle? —pregunta.
—Sí —murmuro entre lágrimas.
A lo lejos, observo como Daryl y Maggie nos observan perplejos a Rick y a mí.
Y en sus ojos puedo verlo. Como se dibujaba una línea invisible pero divisoria, que acababa de separarnos nuevamente, abriendo un abismo entre nosotros.
Miro a Rick.
Este agacha la cabeza, sus pupilas se clavan en el césped bajo sus pies y después en el horizonte. Pareciera que observa frente a él todo lo que hemos vivido desde que el hombre inconsciente en mis brazos apareció en nuestras vidas.
Cada tormento.
Cada muerte.
Sus ojos, consternados y vacíos, recorren toda la colina, viendo como su familia y las comunidades regresan de nuevo a casa.
—Libra... mi alma de la espada... —dice en un murmullo, absorto en sus propios pensamientos—. Del poder del perro mi vida. —Una mueca de dolor contrae su rostro, y su mano se posa en su pierna herida. Me mira y después a Negan—. El poder del perro —sentencia.
Asiento.
—El poder del perro —susurro, roto.
La guerra contra Los Salvadores ha terminado.
Tumbado en la camilla, Rick suspira con cansancio. Y es que, probablemente, el calmante que el gotero le administra de forma intravenosa, estaría empezando a hacerle efecto. Michonne acaricia el dorso de su mano con cuidado de no tocar su vía. Con Gracie en su regazo y sentado en la encimera de la caravana que hace de enfermería, Carl observa mi deambular en el que voy cargando la pequeña bandeja de gasas, vendas y ungüentos. Me siento en el lado derecho de la camilla y lo dejo todo en la mesa auxiliar.
Observo el aspecto de la rodilla fracturada de Rick.
—Joder —suspiro rascando mi nuca.
Rick arquea las cejas.
—Eso no suena muy alentador —dice.
Muerdo mis labios y niego con la cabeza.
—No pretendía serlo —respondo con honestidad. Me pongo un par de guantes de látex e inspecciono la zona con cuidado, viendo de reojo como Rick cierra los ojos y aprieta los dientes. Michonne tiene que soltarle la mano porque está a punto de romperle un par de dedos—. Está destrozada, Rick. No te aseguro poder hacer mucho más que desinfectar las heridas e inmovilizarla. —Trago saliva de forma amarga y muerdo el interior de mi mejilla. Le miro fijamente—. Estás... Te has...
—Me he quedado cojo —sentencia él, completando mi frase en un suspiro.
Exhalo con profundidad.
Y asiento.
—Lo lamento —digo de corazón. La mirada de Rick se pierde en su pierna herida, y suspira—. Preguntaré a los médicos de El Reino, a Siddiq y, ahora que ya es libre y volverá a aquí, a Harlan. Pero...
—Tranquilo —contesta, restándole importancia, aunque sea de forma fingida—. No siempre puedo salir ileso.
Cojo algo de ungüento casero y se lo aplico en la rodilla con sumo cuidado. En cierta forma, me hacía gracia ver al gran Rick Grimes en pantalones cortos deportivos y una simple camiseta de manga corta, puesto que estaba en la enfermería como paciente por primera vez.
—Si lo llego a saber, lo mato de verdad —bromea, dando un vistazo al fondo de la sala.
Todos dirigimos nuestras cabezas hacia Negan, que está tumbado en la camilla restante con un pantalón de algodón, una camiseta blanca de manga corta y unos vendajes rodeando su cuello. Y, por supuesto, esposado a los barrotes de la cama.
—¿Puede oírnos? —pregunta Michonne, señalándole.
Niego con la cabeza mientras coloco algunas gasas sobre la rodilla de Rick.
—Lo dudo mucho —contesto sin dejar de hacer mi labor—. Va de sedantes hasta las cejas.
—Tendremos que hablar con él cuando despierte, informarle de su situación —dice el ex policía, empezando a trazar sus siguientes movimientos.
Ni acabando de descubrir que una cojera le va a acompañar de por vida, Rick Grimes podía quedarse quieto y tomarse un respiro.
Le miro mientras empiezo a vendar su rodilla.
—Sí, pero eso puede esperar. Lo primero es que descanses, lo necesitas —le reprocho a modo de advertencia.
El hombre arquea una ceja hacia mí.
—¿Descansar de verdad o descansar como tú? —contraataca.
Carl sonríe y yo pongo los ojos en blanco.
—Prometo tomarme unos días de descanso si tú también lo haces —propongo sonriente.
Rick tuerce el gesto, sabedor de que no tiene escapatoria ante esa encrucijada. Exhala con profundidad y tiende una mano en mi dirección.
—Está bien, acepto.
Sonrío, me quito los guantes manchados y la estrecho.
—Que así sea —afirmo. El hombre ríe, pero su sonrisa se debilita cuando observa el vendaje que le reduce la movilidad y suspira algo consternado por la situación, consciente de que la vida tal y como la conoce, va a cambiar—. Oye, solo será aparatoso las primeras semanas. Iré reduciendo el vendaje a medida que las heridas mengüen. Pero, mientras tanto, deberá ser así. Por desgracia, la rodilla ya nunca soldará bien y terminarás llevando un vendaje más ligero, pero tú eres mucho más que una pierna herida o una cojera. Lo que hay ahí —añado señalando el lado izquierdo de su pecho— es lo que realmente vale la pena.
Rick sonríe. Un fulgor rezuma en su mirada orgullosa.
—Eso me suena.
Y yo también lo hago.
—Lo aprendí del mejor. —Le miro con afecto, intentando infundirle las mismas esperanzas que él me transmitió cuando yo solo era un adolescente herido, haciéndole saber que estaremos ahí. Suspiro y trago saliva, observando brevemente a Negan al fondo de la enfermería—. Creo que Daryl y Maggie no están muy contentos con nuestra decisión.
Michonne agacha ligeramente la cabeza.
—Lo comprenderán... con el tiempo, lo harán —dice, dando un vistazo a Rick.
Este parece sopesar nuestras palabras en su mente.
—Es lo mejor —contesta él—. Esto... haber tomado esta decisión, nos hace mejores. No quiero que nadie tenga que cargar con más muertes innecesarias a sus espaldas. Ni que matar se vuelva algo tan sencillo como respirar. Si queremos construir algo... son necesarios actos como este, aunque no nos gusten a todos.
Asiento.
Un suave balbuceo hace que nos giremos hacia los dos seres inquietos que hay en la enfermería. Carl le está colocando a Gracie el estetoscopio en sus orejas, mientras que ella intenta llevarse a la boca el otro extremo.
Me carcajeo.
—¡Oye! ¡Respetad el instrumental médico! —digo acercándome, quitándole el aparato—. ¿Es que ahora tengo que preocuparme por dos niños en vez de solo por una?
Carl sonríe y se encoje de hombros, haciendo reír a Michonne. Se baja de donde estaba sentado con la pequeña entre sus brazos y se acerca a la zona de armarios y vitrinas.
—¿Qué haces? —le pregunta su padre.
De estas, saca uno de los bastones de madera que hay en el interior y se lo entrega.
—Ahora lo vas a necesitar para caminar —afirma, recolocando a Gracie entre sus brazos para sostenerla mejor.
Rick resopla y pone los ojos en blanco. Muerdo mis labios para evitar sonreír al verle como un adolescente enfurruñado, pero en parte puedo entenderle perfectamente. Desconecto el suministro del gotero, y Michonne y yo le ayudamos a incorporarse en la camilla, quedando sentado. Cuando tiene el suficiente valor para enfrentarse al dolor que le espera, se pone en pie ayudado por el bastón. Da unos primeros pasos por la estancia por sí mismo, apoyado en él y en su pierna buena. Observo como la mujer le mira con algo de temor a que pueda hacerse daño, y paso mi brazo por sus hombros para tranquilizarla.
Tan solo unos segundos bastan para que Rick pueda caminar y desenvolverse por sí mismo con la ayuda del bastón.
—No está tan mal —admite orgulloso de sí mismo, observando que, gracias a eso, su vida no se verá tan limitada.
—¿Qué tal le sienta el bastón al abuelo, eh Gracie? —inquiere Carl con una sonrisilla algo malvada.
Los ojos de Rick se convierten en fuego.
—¿Cómo me has llamado? —gruñe.
Y a Carl casi se le sale su único ojo de su sitio. Me tapo la boca cuando se me escapa la risa.
—¿Qué? No lo decía por... —Carl señala el bastón y después a Gracie—. Me refería a qué... ¡Joder, papá!
Rompo a reír a carcajadas junto a Michonne.
—Aprovecha que él no puede y sal corriendo, Carl —le aconsejo.
Rick se gira hacia mí, arqueando una ceja, cogiendo su bastón de forma amenazante como si de un bate se tratase. Aprendido, supongo, del hombre sedado del fondo.
Mis ojos se abren de par en par.
—Mierda, Carl, creo que le hemos dado un arma —afirmo, escabulléndome a su lado, escondiéndome tras él.
—Muy valiente eso de esconderte detrás de mí y de una niña pequeña —replica este.
—Por eso mismo, porque a vosotros no os hará nada.
Michonne parece estar rezando por no largarse a llorar de la risa, limpiando las lágrimas que se le escapan de los ojos ante semejante escena.
—Ya podéis correr —afirma Rick fingiendo enfado y ocultando una sonrisa.
Carl ríe y sale de la enfermería con Gracie entre sus brazos, y conmigo tras él.
—¡A las escaleras, Carl! ¡Ahí no podrá alcanzarnos! —exclamo.
Y lo último que oigo antes de romper a carcajadas, es a Rick Grimes haciendo lo mismo.
Y entonces me doy cuenta, de lo mucho que había echado de menos escucharle reír.
Rick y yo cumplimos nuestra promesa de descansar como debíamos, y no mentiré al decir lo mucho que necesitaba dormir decentemente. Recuerdo dormirme a media noche y despertarme por la tarde del día siguiente. Carl llegó a creer que había vuelto a entrar en coma. Pero lo cierto es que no sabía cuánto necesitaba mi cuerpo descansar de verdad hasta que me tumbé en el colchón.
Lo bueno, era que había recargado la energía al cien por cien.
Lo malo, es que la estaba usando para afrontar una situación no muy grata.
Apoyado en una de las paredes de la enfermería, observo como Michonne y Rick, de brazos cruzados, analizan a Negan tumbado en la cama todavía. A quien ya le había quitado los sedantes y calmantes al menos hace un par de horas.
—Sabemos que estás despierto —dice Michonne.
Las comisuras de los labios de Negan se elevan ligeramente, mostrándonos una débil sonrisa.
—No he dicho que no lo esté —susurra, pues en su estado, dudo que ahora mismo pueda hablar correctamente.
—Bien —matiza la mujer a su lado—. Tenemos que decirte algunas cosas, y no hace falta que abras los ojos. Pero pronto los abrirás, porque vamos a verte mirar lo que pasa.
Y por llevar la contraria como siempre, Negan abre los ojos con lentitud.
Somete al escrutinio de sus pupilas a Rick, a Michonne y después a mí. Y, como si hubiera pasado por inadvertido cierto detalle, vuelve a mirar al hombre frente a él.
Más concretamente, al bastón con el que se sostiene.
—Vaya... estás jodido, amigo —murmura.
Rick le observa con la más pura neutralidad.
—De los dos, yo no soy el que está esposado a una camilla —responde con superioridad. Puedo ver como Negan se traga su propia bilis ante esas palabras—. No se trata de a quién has matado, nosotros también hemos matado. Se trata de lo que nos hiciste. Lo que le has hecho a tanta gente —continúa, dando un paso en su dirección—. Les obligabas a vivir para ti, los pisoteabas sin reparo.
Negan intenta incorporarse.
—Yo los salvaba —sisea entre dientes.
Pero no puede hacer mucho más, porque la mujer frente a él lo coge por el cuello y vuelve a tumbarle en la cama.
—¡Michonne! —replico como advertencia. Negan gruñe de dolor y me da un vistazo, logrando que aparte la mirada de él.
—Quiero que sepa que esto no es una discusión.
—Podemos abrirle un poco los puntos para recordárselo —asegura Rick, como si mantuviera una calmada conversación con su pareja.
Pongo los ojos en blanco y pinzo el puente de mi nariz, bufando con hastío.
Negan traga saliva con dificultad.
—Carl imaginó un mundo mejor —continúa diciendo el ex policía—. Casi muere por ese mundo. Tanto él como Áyax. Un mundo donde todos colaboráramos por algo más grande que nosotros, y tú tienes trabajo.
Rick rodea la cama poniéndose al lado de Michonne. Con lentitud, camino hasta quedar a los pies de la cama de Negan.
—Sí —afirma la mujer—. Formarás parte de eso. Serás un ejemplo de cómo va a ser.
Muerdo el interior de mi mejilla.
—No te mataremos, ni te haremos daño —aclara Rick. Su mirada se vuelve fiera y altiva—. Te pudrirás en una celda.
—Durante el resto de tu vida —completa Michonne en un siseo—. Día, tras día.
Negan les observa perplejo, y después posa sus ojos en mí. Me cruzo de brazos y agacho la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada.
—Serás la prueba de que estamos creando una civilización como la que teníamos. Volveremos a eso —añade Rick.
—Y tu verás como sucede. Verás lo mucho que te equivocabas sobre cómo puede ser la gente, sobre cómo puede ser la vida.
Michonne y Rick le someten a una tortura verbal que hace que Negan sea incapaz de hablar, dejándole sin palabras.
Probablemente, por primera vez en toda su vida.
—Tú, vivo, servirás para que todos vean que esto ha cambiado —sigue diciendo el ex policía—. Que aún vives porque habrá otra sociedad, una mejor. Ese será tu papel.
Rick sonríe con suficiencia cuando ve como Negan desvía la mirada, humillado, y se aleja de la cama.
—Con que después de todo... tal vez valgas para algo —sentencia la mujer.
Ambos salen de la habitación, dejándonos sumidos en un tenso e incómodo silencio en el que Negan solo consigue mirarme sin emitir sonido alguno.
—Lo siento —murmuro. Mis ojos se posan en los suyos—. Es lo mejor que he podido conseguirte.
Negan agacha la vista, y yo suspiro, para después encaminarme hacia la puerta.
—Es más de lo que merezco —susurra, haciendo que mis pasos se detengan. Negan me mira a los ojos. Una lágrima cae por su sien, la primera que se atreve a dejar caer—. Áyax... gracias, por todo.
Trago saliva.
Y asiento.
Es lo único que logro hacer, antes de salir de la enfermería.
Apoyado en una de las columnas del balcón de Barrington House, oteo en el horizonte el cautivador atardecer que baña la comunidad de Hilltop, y todo aquello que mis ojos alcanzan a ver. Cruzado de brazos, observo como las gentes de las comunidades empiezan a trabajar en reconstruirse, y lo más principal, en ayudarnos a reconstruir Alexandria. Aún nos quedaba un largo camino por delante, pero sé que podremos con ello, igual que hemos podido con cada piedra en el camino hasta ahora.
Eso me hace preguntarme si habrá algo, si existirá algo, contra lo que no podamos luchar.
Y sé que no es así.
Porque si algo he aprendido, es que todo puede intentar solventarse a excepción de la muerte.
Aunque yo mismo tenía mis propias dudas al respecto, después de todo.
Doy un breve vistazo a la enfermería, donde Negan descansaba y se reponía, hasta que llegase el momento de ser trasladado a su celda provisional en Hilltop. Y, más adelante, a la de Alexandria.
En parte, parecía el trofeo de Rick Grimes.
En parte, no lo parecía, lo era.
Pero es la única solución razonable, más allá de matarlo.
Si en el mundo anterior, las prisiones existían para encarcelar a aquellos que no sabían convivir con el resto y aprendieran de sus actos y errores, ¿por qué no funcionaría en el nuestro?
Quién sabe, quizá algún día se le otorgue la libertad condicional a Negan Smith.
Pero eso era pensar demasiado.
Suspiro y saco el papel doblado de mi bolsillo trasero.
La carta de Carl.
Hasta ahora, y desde que desperté, no había tenido tiempo de leerla. Y tampoco me había atrevido. El simple hecho de tener dicho papel entre manos, azotaba mi mente con recuerdos demasiado dolorosos. Pero una parte de mí, necesitaba saber qué palabras acallaba y escondía este papel y su tinta.
«Áyax».
Trago saliva al ver su letra, cojo aire y desdoblo la hoja.
«Sé que, probablemente, ahora estarás muy enfadado. Conmigo, con la vida, con el mundo... y es lógico, puedo entenderlo. No podía decírtelo antes, porque no te habrías mantenido concentrado y te necesitaba en tus cabales. Necesitarás tiempo para comprenderlo, lo sé».
Exhalo con fuerza.
Saber que, si lo de la transfusión no hubiera salido bien, estaría leyendo esta carta frente a su tumba, era como una patada directa al estómago. Saber que él la había escrito a conciencia, conocedor de lo que ocurriría, erizaba mi piel.
Calculador y protector hasta el final. Ese era Carl Grimes.
«En cientos de ocasiones yo he tenido el mismo miedo a perderte, y odio que hayas tenido que ser tú el que vaya a sufrirlo. No quiero decirte que mejorará, que dejarás de sentirte así, porque te conozco muy bien, Áyax».
A veces, me asusta pensar que incluso mejor que yo mismo.
Y, aun sabiendo de que iba a morir, Carl intentó consolarme, aunque tenga que ser a través de palabras escritas.
«Esto es algo que nunca vas a poder sacar de tu corazón, que vivirá siempre contigo. Y en parte me consuela que algo de mí viva siempre en ti y en cada uno de vosotros. Eso os hará el camino más llevadero.
Solo quiero que sepas que el tiempo te ayudará a sobrellevarlo. En este mundo de muertos que caminan, es algo que hemos aprendido. Que, por mucho que duela en el alma, hemos de seguir. Porque el mundo sigue girando, porque nuestra familia te necesita, porque Gracie va a necesitarte. Y sé que podrás con ello. Eres la persona más fuerte, valiente y tenaz que haya podido conocer. Te he amado cada minuto desde que te conocí, y aunque durara mil vidas, nunca dejaría de hacerlo».
Tengo que parpadear varias veces cuando las lágrimas aparecen. Muerdos mis labios y observo la comunidad a mis pies, ajena al futuro que podría haberme acaecido si la vida no se hubiera apiadado de mí, al menos por una vez.
La más importante de todas.
Con fuerzas algo renovadas, continúo leyendo este vistazo al amargo futuro que me habría esperado en otra situación. Era como ver un mundo paralelo a través de una ventana.
«Me enfada que la vida no nos dé más tiempo. Pero hasta ahora nos hemos creído demasiado especiales, demasiado invencibles. Que solo por el hecho de seguir en pie, creímos que ninguno de nosotros podría caer. Bueno, esto es un golpe de realidad. Uno muy duro, quizá. Pero servirá para manteneros alerta, y si es para que todos viváis, que así sea.
A mí ya no me quedará más tiempo, Áyax, pero a ti sí. Así que aprovéchalo. Vive cada segundo que puedas desde ahora. Con papá, con mamá, con tu hermano, con Judith... enséñale a Gracie todo aquello que yo ya no podré, haz que viva y sea feliz. No te tortures pensando en cómo llegó a tu vida o en lo que hiciste, al igual que con mi mordedura, simplemente pasó. Y ya está. Las cosas llegan a nuestra vida sin que lo esperemos, sin estar preparados, y solo nos queda saber jugar con las cartas que tenemos. Ahora, a mí me ha tocado la peor mano y tendré que retirarme de la partida, pero a ti aún te quedan muchas cartas en la baraja, Áyax. Aprovéchalas todas».
Durante unos instantes necesito apoyar ambos brazos en la barandilla y alejar la carta de mis ojos para poder ver más allá. Mi cabeza se vuelve un torbellino de emociones. De sensaciones que me recuerdan que cada línea es una pura realidad que debería haber afrontado.
Una que yo habría tenido que vivir sin Carl.
Y lo peor es que, con o sin él, esta era una realidad a la que nos enfrentábamos día tras día. En un mundo en el que la muerte se había vuelto demasiado común.
Un mundo en el que ahora estás, y después puede que ya no.
«Sé que he sido un poco duro con Jesús, pero también sé que es un buen hombre, y que, aunque por ahora te niegues, con el tiempo deberías darle una oportunidad».
Mis ojos casi se salen de las cuencas cuando leo esa frase, y me veo en la obligación de frotarlos para ver si he leído bien.
—¿Qué demonios...? —murmuro antes de seguir leyendo. Mi mandíbula debería estar tocando el suelo.
«No veo un mejor candidato que él, y es en quien más confiaría para cuidar de ti y de Gracie. Sé qué hará lo correcto, y tú también. Seguramente ya te estés negando al leer esto después de que yo ya no esté, pero no hablo de que sea ahora, ni mañana, y puede que pasado tampoco, pero deja pasar el tiempo y empieza a ver las cosas con perspectiva. Con la de una nueva oportunidad, la de una nueva vida.
Hazlo por mí. Jesús te quiere, y tú a él. Te hará feliz y te cuidará, y no imaginas lo mucho que eso me consuela».
Suspiro con profundidad y trago saliva cuando mi garganta se seca. Creo que tardaré años en procesar lo que acabo de leer.
Con la muerte en sus talones, Carl Grimes se había asegurado de empujarme a los brazos de otro hombre para que rehiciera mi vida.
Mi vida sin él.
Paso una mano por mi rostro y le doy la vuelta a la carta.
«Cuida de papá, ahora va a necesitarte más que nunca, y mamá también. No saques demasiado de las casillas a tu hermano y quiérele como solo tú sabes querer. Cuida de Judith y Gracie, y haz de ellas algo de lo que estén orgullosas. Cuida de todos, incluido de Negan. Quizá él lo merezca más que nadie, aunque ni siquiera sea consciente de ello.
Sé que lograrás poner punto y final a la guerra sin más derramamiento de sangre. Está en tu mano, aunque no lo creas. Siempre lo estuvo».
En este punto, las lágrimas han llegado de nuevo al borde de mis ojos.
«Y para ti, la luz y guía de mi camino, gracias por hacerme vivir todos y cada uno de los mejores momentos que he tenido, porque tú has sido origen y partícipe de ellos. Gracias por ser como eres. Por favor, nunca dejes de serlo. No prives al mundo de ti mismo, porque te necesita. Gracias por ser el amor de mi vida, por enseñarme lo que es amar de verdad y de corazón.
Gracias por haber hecho de mi vida algo digno de ser vivido. Sin ti, esto no habría tenido sentido.
Ni la muerte va a impedirme seguir amándote, tenlo por seguro.
En este, y en mil apocalipsis más, mi imbécil de dos espadas.
Te quiere eternamente,
Carl Grimes».
Un par de lágrimas caen sobre el papel y limpio rápidamente las restantes en mis mejillas. Observo como en el extremo superior, hay otras dos más que secas, de las que yo no soy el propietario.
Muerdo mis labios y agacho la cabeza.
No sé qué decir.
Ni siquiera qué pensar.
Solo me siento increíblemente afortunado.
De haberle conocido.
De amarle.
De que me ame.
Pero, sobre todo, de que siga vivo y en mi vida.
Y una parte de mí, se apiada del Áyax que hubiera tenido que vivir la vida sin la existencia de Carl junto a él.
Dudo que ese Áyax hubiera durado mucho.
Trago saliva y me enderezo, adentrándome en la casa de nuevo. Me aproximo a la habitación que habíamos compartido estos días, y que pronto dejaríamos para que Rick, Michonne, Daryl o algunos habitantes de Alexandria pudieran ocupar. Observo como Carl está sentado en el sillón junto a la ventana, ayudando a vestir a Gracie con la antigua ropa de Judith. La pequeña patalea cuando este intenta, sin mucho éxito, colocarle un par de calcetines.
Sonrío ante tan tierna escena.
—Usa a Relinchitos como chantaje, seguro que funciona —digo, apoyado desde el marco de la puerta.
Carl alza la vista y ríe cuando me ve ahí parado. Da un vistazo al animal de peluche al lado de la niña.
—Menos mal que no has tenido que ponerle tú el nombre a ella, viendo tu gusto horrible —señala.
Me carcajeo, acercándome a él. Su ceño se frunce cuando observa mis ojos, dándose cuenta de que he llorado.
—¿Qué ocurre? —pregunta preocupado.
Niego con la cabeza.
—Nada, solo que tienes un gran don para la palabra —matizo mostrando la carta antes de dejarla sobre el mueble a mí derecha.
Carl sonríe avergonzado y agacha la cabeza.
—No sabía que la fueras a leer finalmente —reconoce.
—Ni yo que fueras a concertar un matrimonio entre Jesús y yo —replico a modo de broma, haciéndole reír. Cojo a Gracie en brazos y la dejo en la cuna que Maggie nos había dejado, arropándola con sumo cuidado.
Él sonríe cuando ve mi gesto.
—Bueno, no se lo digas o se le subirá a la cabeza.
Río con fuerza y se pone en pie hasta llegar a mi altura, con el peluche en sus manos, que deja al lado de la pequeña. Ambos observamos a Gracie, que nos mira curiosa con sus grandes ojos azules, que paradójicamente me recuerdan a él.
—Ya está, todo ha terminado. Y lo ha hecho tal y como tú querías —digo, casi sin creerme que al fin mis palabras sean una realidad—. Negan vivirá, y nosotros seremos mejores por eso. Es el inicio de un mundo mejor.
—Un nuevo mundo —corrige él.
Sonrío.
—Y tú lo verás, Carl. Como siempre debió ser.
Todo había terminado.
Los Salvadores. Negan.
Eso se acabó.
Ahora era nuestro turno de crecer y ser mejores. De darle un futuro a todos.
A Judith.
Al pequeño Hershel.
Y a nuestra hija.
Nuestra hija.
Las comisuras de mis labios se elevan en una sonrisa cuando la veo.
Por ella tomaría mis decisiones. Por darle lo mejor. Por ser su consuelo en las noches que despierte llorando. Por espantar sus pesadillas. Por arroparla cada noche y besar sus sonrosadas mejillas cada día. Por darle el mundo entero, a sus pies.
Un lugar digno de ella, en el que se sienta a salvo.
Por Gracie, Negan debía vivir.
Pero cada decisión, ya sea por buena o mala, trae consigo unas consecuencias. Y ahora que saboreaba la paz, yo no sabía que a mis espaldas y a las de Rick, se gestaba una traición.
—¿En qué piensas? —me pregunta Carl cuando me ve absorto en mi mente.
Sacudo la cabeza.
—En algo que tengo claro desde hace ya mucho tiempo —respondo sonriente. Carl me mira extrañado—. Todo eso que dices en la carta... lo de aprovechar cada segundo... tienes razón. Siempre vivimos como si quedara más tiempo, y si algo he aprendido en estos últimos días... es que, en este mundo, nuestro mundo, no puede ser así.
Carl tuerce el gesto y se cruza de brazos.
—Es una pena, pero también una realidad. Una realidad de la que me tuve que dar cuenta cuando el caminante me mordió.
Sus palabras me hacen tragar saliva.
Observo el rostro de Gracie. Sus ojitos cansados se cierran poco a poco, hasta que se deja acoger por un profundo sueño.
—No quiero que... si el día de mañana, a alguno de los dos nos pasa algo... nos queden cosas por decirnos, o por hacer —confieso—. Te quiero, Carl, y pienso hacértelo saber cada día. Hasta que te canses de oírlo.
El chico sonríe ampliamente.
—Nunca podría cansarme de escuchar algo así —afirma con seguridad—. Eres lo mejor que me ha pasado.
Le miro fijamente.
Su mirada me cautiva. Profunda, limpia, azul como un cielo resplandeciente y despejado.
Él.
La razón por la que existo.
La razón de ser quien soy.
Mi corazón late con fuerza.
Estrecho sus manos entre las mías, temblorosas.
Y sonrío como nunca antes lo había hecho.
—Pues entonces cásate conmigo.
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Extra
Su corazón ha dejado de latir.
Su corazón ha dejado de latir.
Su corazón ha dejado de latir.
—No —murmuro alejándome de su pecho.
Una lágrima brota de mi único ojo, mojando su sudadera sin mangas.
—¡NO!
Y no sé si lo he gritado yo, o lo ha gritado Daryl.
Este se sienta en el suelo, escondiendo la cara entre las rodillas y con ambas manos tras su nuca, llorando desconsolado. Michonne se apoya en él, abrazándole con fuerza, sin evitar su propio llanto. Siddiq se arrodilla al lado de su cuerpo inerte y empieza a hundir las manos en su pecho, insuflando aire en sus pulmones a cada poco.
Uno.
Dos.
Tres.
Nada.
Uno.
Dos.
Tres.
Nada.
Y así durante al menos medio minuto.
Mientras tanto, mi padre se lleva el walkie talkie a los labios.
—¡Maggie! ¡Jesús! ¡Venid a buscarnos! ¡YA! —le grita al aparato. Pasa una mano por su pelo hasta aferrar varios mechones en su nuca—. ¡VAMOS! ¡No perdáis tiempo! ¡ÁYAX ESTÁ MUERTO!
Áyax está muerto.
Yo no me muevo. Estoy petrificado, así que es imposible que logre hacerlo.
Porque Áyax está muerto.
Y solo logro mirarle.
Mirar su rostro.
Antaño, su piel no era tan pálida. Su mandíbula angulosa y recta enmarca su rostro, su nariz proporcionada armónicamente con el resto de sus facciones, sus pómulos algo marcados, su barba de pocos días que le alejaba de la niñez, su mejilla marcada por las cicatrices. Sus labios, no muy gruesos ni muy finos, pero que me regalaban los mejores besos que jamás pudieran existir. Sus cejas delgadas, pero ligeramente espesas y expresivas. Su pelo negro azabache, todavía de punta, como siempre le había gustado peinarlo, pero ahora sin brillo ni vida. Era bastante minucioso con cortarse el pelo de tanto en tanto, porque a diferencia de mí, a él no le gustaba llevarlo demasiado largo. Y lo que más amaba de él, la intensidad de sus grandes ojos negros.
Negros como el carbón.
Negros como una noche sin luna.
Mirarle era ser atrapado por esos dos pozos sin fondo que bien podían desprender amor u odio en cuestión de momentos.
Una mirada de Áyax podía asesinarte, devorándote en su oscuridad hasta que te pierdas en ella.
Yo me dejaba guiar encantado siempre.
Por sus ojos.
Por esos que no volverán a abrirse jamás.
Esa realidad cae sobre mi como un yunque, de tal forma, que tengo que apoyar ambas manos en el suelo. No sé en qué momento he empezado a llorar.
Ni estoy seguro de en qué momento dejaré de hacerlo.
Siddiq resopla con cansancio, se quita su camiseta de manga larga, quedando en una de manga corta cuando el calor le sofoca. Porque está más que dispuesto a seguir reanimándole.
Reanimando su cuerpo sin vida.
Mi padre niega con la cabeza, pinza el puente de su nariz y un sollozo escapa de sus labios cuando desenfunda su revolver.
—Hay que hacerlo —susurra sin mirarnos, a unos metros de nosotros—. No podemos... no podemos dejarle que...
Daryl muerde sus labios y asiente, sin dejar de llorar, poniéndose en pie.
—No, Daryl, no puedes ser tú... —musita el hombre, abrazando al mediano de los Dixon. Ahora hijo único—. No puedes... tú no puedes hacerlo... no podemos hacerte vivir con eso.
Michonne está sumida en su propio llanto silencioso, escondiendo su cara en sus brazos, apoyados en sus rodillas.
—Lo haré yo —sollozo. Seco mi rostro con la manga de mi camisa e intento serenarme cuando un espasmo, provocado por llanto doloroso me sacude—. Debo ser yo.
—¡Ni hablar! —gruñe mi padre con las lágrimas cayendo por su rostro—. Ya lo hiciste una vez, y no volverás a hacerlo. No con él.
—Tengo que ser yo —siseo sin dejar de mirar a Áyax.
A su rostro, ahora pálido, consumido y demacrado.
El rostro de un cadáver.
Deposito un último beso en su mejilla, y su aroma característico inunda mis pulmones una vez más. Ese olor dulce que no empalagaba.
Áyax siempre olía a una extraña, pero agradable mezcla a vainilla y petricor. Ese olor tan característico que precede a las tormentas de verano.
No sé por qué, si por la ropa o el jabón casero que solíamos usar, pero cuando le abrazaba cada noche y dormía con mi cara escondida en su cuello, su piel siempre olía a esa peculiar fragancia que solo él podía tener.
Esa que ya jamás volvería a toparse con mis fosas nasales.
Aprieto los dientes con fuerza y cierro mi único ojo cuando el llanto y el dolor me sobrecogen de nuevo.
Intento ponerme de pie, pero Michonne se acerca a mi lado y me abraza, impidiéndomelo.
Y es en ese momento cuando todo se desmorona.
Porque mi padre tenía razón, yo no podía hacer esto. A duras penas había podido vivir con el recuerdo de haber disparado a mi madre, ¿cómo demonios lo harías con el de haber disparado a Áyax en la sien?
Era imposible.
La mujer que considero como a mi madre me abraza con fuerza y yo la abrazo también, ambos lloramos sin consuelo mientras que Daryl se aleja, porque es incapaz de ver lo que va a suceder. Y Siddiq, con lágrimas de incredulidad al borde de sus ojos, mira al chico.
O a lo que queda de él.
Mi padre se agacha momentáneamente para dejar un beso en la frente de Áyax.
—Adiós, hijo —susurra sollozando, cerrando los ojos con dolor unos segundos.
Se pone en pie.
Y le apunta.
Michonne y yo apartamos la mirada, escondidos en nuestro respectivo abrazo. Me encojo en mí mismo y mis músculos se tensan a la espera de escuchar el sonido del disparo que acabará con todo para siempre.
—¡Espera! —brama Siddiq alzando una mano hacia mi padre.
Todos miramos en su dirección.
El pecho de Áyax sube y baja de forma extremadamente lenta y suave, siendo casi imperceptible.
Y todos nos miramos con una mueca de terror.
Porque está pasando justo lo que no queríamos que pasara.
—No... —musito cuando una lágrima recorre mi mejilla.
Ninguno de nosotros estaba preparado para dispararle en la cabeza a Áyax.
Pero mucho menos lo estaba para hacerlo contra su versión caminante, mientras intenta devorarnos.
Jamás podría borrarme de la cabeza la imagen de sus pupilas opacas y sin vida, grisáceas, cuando abriera los ojos.
—No, esperad... —Siddiq pega la oreja derecha al pecho de Áyax.
Daryl da un par de pasos lentos en nuestra dirección.
Los ojos de Siddiq se abren de par en par.
—Su corazón... su corazón late —murmura, pasando su vista por todos y cada uno de nosotros rápidamente—. Su corazón vuelve a latir... Está vivo ¡Está vivo!
En cuestión de dos movimientos me he acercado hasta él y he imitado el gesto de Siddiq.
Donde antes no se escuchaba nada más allá de un frío y sepulcral silencio, un débil, pero rítmico latido retumbaba en el interior de su caja torácica.
—Está vivo —afirmo en un murmullo.
Daryl y mi padre dan un paso hacia nosotros a la vez.
Michonne cubre su cara con ambas manos, negando con la cabeza y llorando.
Esta vez de emoción, alegría e incredulidad.
Una pequeña sonrisa curva mis labios.
—Está vivo —sentencio.
El walkie de mi padre suena.
—¡Rick! ¡Estamos aquí! —brama Maggie a través del aparato.
Mi padre se arrodilla al lado de Áyax, lo coge en brazos y Daryl le ayuda a colocarlo en mi camilla con sumo cuidado, sosteniendo su bolsa de suero.
—Vamos, no hay tiempo que perder —apremia su hermano, sin evitar que la ilusión y las lágrimas bañen sus ojos.
Mi sonrisa se ensancha y Michonne me ayuda a ponerme en pie, observando como Siddiq recoge en segundos todo el material médico.
Y todos, incluido el hombre que le ha salvado la vida sin apenas conocerle, nos dedicamos una última mirada cargada de lágrimas.
Y una gran sonrisa.
Porque Áyax Dixon vivirá.
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