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Capítulo 32. Tenías razón.


'Cause the world is 'bout a treat

When you're on easy street

'Cause the world is 'bout a treat

When you're on easy street...

Cierro los ojos y exhalo el aire en mis pulmones.

Otra vez no, por favor.

Va a volver a sonar, lo sabes.

Lo sé.

Tenía razón.

También lo sé.

Y efectivamente, la melodía empieza a entonarse de nuevo, desde el principio.

Era la vigesimotercera vez que sonaba durante el día de hoy.

La voz llevaba la cuenta.

Sí, la llevo.

Ya lo sé, lo acabo de afirmar.

Vuelvo a suspirar de forma temblorosa mientras seco el incesante sudor que cae por mi frente con la manga de la raída sudadera sucia que Dwight me ha obligado a ponerme.

La gran "B" roja que llevaba mal pintada en el pecho me recordaba que estaba marcado.

Y no solo a mi, sino también al resto.

Así que el trato hacia mi por parte de todo El Santuario no me hacía falta imaginar cuál sería.

Me hago un ovillo en el suelo cuando siento que el aire empieza a faltarme. Apenas puedo estirar las piernas en este cubículo en el que estoy metido.

Recibo el frescor de la superficie cuando pongo la mejilla en esta, en un ridículo intento por sofocar el calor del pequeño espacio.

La única luz que ilumina el lugar es la que se cuela por la ranura de la puerta, y es eso lo poco que alcanzo a ver, como algunas botas van y vienen por los pasillos del sótano, pero nada más.

Había perdido la cuenta de cuántos días llevaba aquí.

De cuántas semanas quizá.

Era curioso que de eso no se hubiera encargado la voz, pero de torturarme recordándome las veces que la infernal música había sonado, sí.

¿Me lo estás reprochando?

- Cállate. – murmuro.

Mi voz suena rasgada.

Áspera.

Inhumana. 

El agrio olor de la escasa y caducada comida que Simon me había traído hacía ya unas horas, llegaba a mis fosas nasales desde la esquina en la que el plato de plástico estaba.

Comida.

Un pedazo de pan mustio con comida.

Con comida para perros.

Había venido en un par de ocasiones a traerme esto.

Era su forma de burlarse.

De reírse de mi.

De recordarme sin necesidad de palabras como había sido capaz de pasar por encima de mi sin que yo lo hubiera visto venir.

Como había puesto a todo el mundo en mi contra a mis espaldas.

Como había creado un plan sin que pudiera anticiparme.

Sin capacidad de contraataque.

Cual cobarde.

Porque Simon sabía que no podía enfrentarse a mi como un adversario normal.

Sabía que yo podría haberle aplastado como a una pequeña e indefensa hormiga.

Con la suela de mis botas, esas de las cuales me habían despojado, podría haberle apretado su débil cuello hasta quitármelo de en medio.

Y eso él lo sabía.

Así que su única opción era pillarme por sorpresa.

Atraparme desprevenido.

Y actuar con malicia ganándose aliados sembrando mentiras.

En todo El Santuario.

En cada miembro de Los Salvadores.

Y, sobre todo, en Negan.

Él me había llevado a esto.

Este había sido mi fin, por su culpa.

Era su culpa.

Sí, lo era.

Y yo nada podía hacer para remediarlo.

Trago saliva para bajar la bilis que amenaza con subir por mi garganta de nuevo.

Una pequeña lágrima se desliza por mi sien izquierda hasta tocar el suelo en el que está apoyada.

El dolor de estómago se hace cada vez más y más grande cuando soy consciente de que llevo tiempo sin comer.

Solo bebo la poca agua que Dwight me trae junto con algo de comida.

Pero no la como.

No puedo.

Me es imposible.

Mi mente me lo impide por más que yo quiera.

Era una falsa sensación de saciedad que no existía.

Solo en mi cabeza.

Pero ahí estaba.

Matándome.

El hambre que sí percibo como real en mi estómago me está matando.

Es un dolor intenso en el centro de mi abdomen, que me devora lentamente hasta el rincón más inhóspito de mis entrañas.

Que me consume.

Que parece atravesar mi espalda.

Como una burbuja de aire que se expande en mi interior hacia afuera, intentando abrirse paso, como si quisiera llevarse todo lo que tenga por delante.

Aunque eso sea yo.

Aunque eso sea mi vida.

Aunque ni siquiera me importe.

No te importa.

No, no lo hace.

Pareciera que mi garganta se fuera cerrando a cada segundo que pasa, secando mi boca en el proceso.

Demasiado dolor.

Sí, demasiado.

Mis ojos vuelan al plato de aspecto poco apetecible.

Me aproximo a él semi incorporándome en el suelo y lo cojo, apartando la comida. 

Vuelvo a sentarme apoyando la espalda en el mismo lugar que antes, en la esquina frente a la puerta, con las rodillas cercanas a mi pecho, sintiendo el frescor del suelo en la planta de mis pies descalzos.

Observo el plato entre mis manos.

Y cuando empiezo a romperlo a trozos lentamente, siento las lágrimas surcar mis mejillas.

Que extraño se me hacía llorar sin vida.

Llorar sin emoción alguna.

Llorar sin saber por qué.

Llorar por llorar.

Como una fuente de liberación de algo que no logro identificar y que poco me importa.

Tan necesario como respirar.

Me hago con un pedazo del plástico, lo suficientemente grande como para sujetarlo con la mano izquierda y lo inspecciono con algo de curiosidad.

Su punta irregular y los extremos son cortantes, no era como el pequeño trozo de madera astillada que la última vez arranqué del marco de la puerta.

Servirá.

Yo también lo creo.

Remango la manga derecha de la más que usada prenda de ropa y dejo a la vista las cicatrices de las mordeduras.

Tiemblo.

Trago saliva.

Y acerco el pedazo a la maltratada piel expuesta.

Los pequeños y recientes cortes ya parecían haber cicatrizado lo suficiente desde la última vez.

Inhalo y exhalo de forma temblorosa.

- No hagas eso otra vez, cielo... - dice Hannah en la esquina frente a mi.

- Soy un monstruo ¿No? – murmuro clavando mi mirada en la suya.

Ella niega y sonríe apenada.

- Tú te quedaste con ese mensaje de mi, ignorando lo mucho que siempre te he querido y cuidado. Eras como mi hermano pequeño. – responde. – Pero tu decidiste quedarte con eso, porque es como te veías a ti mismo. Y como te sigues viendo. Pero no es malo serlo, ya lo sabes. – añade. – Te quiero, Áyax.

Otra lágrima.

Demasiado dolor.

Vuelvo la vista a mi brazo.

Y deslizo el plástico por unos centímetros de piel que cortan la cicatriz de la primera mordedura.

Hannah emite un quejido, ladea la cabeza apartando la vista y desaparece frente a mis ojos.

Sonrío cuando más lágrimas caen.

Contengo la respiración ante el dolor del segundo corte.

Mi sonrisa se ensancha con el tercero.

Más lágrimas caen con el cuarto.

Contengo un jadeo provocado por el creciente dolor con el quinto.

El sudor frío aparece en el sexto.

Y el gesto nervioso de sacudir la cabeza, vuelve con el séptimo.

Empiezo a reír.

Era casi placentero como todo el dolor extendido por mi mente y cuerpo, se concentraba en un solo punto.

Ahora entendía por qué lo hacía Daryl.

El dolor que la voz me provocaba.

El dolor de cabeza por culpa de la incesante canción.

El dolor de los golpes.

El dolor de estómago.

El dolor de las muertes.

El dolor de la soledad.

Todos ellos reducidos en mi antebrazo derecho, me hacían la situación más llevadera.

Todos desaparecían, para quedarse en un único lugar.

Era lo más cercano a poder descansar y desconectar durante unos momentos.

Era lo único que podía hacer.

Lo que necesitaba hacer.

El sonido de unas fuertes y firmes pisadas haciendo eco por los pasillos, me sacan de mi ensimismamiento y aceleran el latir de mi corazón cuando me doy cuenta de que la aberrante música ha cesado y de que esos pasos, se dirigen hacia mi.

Tiro el trozo de plástico ensangrentado al otro extremo de la minúscula habitación, alejándolo de mi, y cubro las heridas con la manga de nuevo antes de que la puerta se abra.

Pero no sirve de nada, pues la sucia tela empieza a mancharse en sangre poco a poco.

Los ojos de Dwight pasan de la comida por el suelo al plato roto, y posteriormente hasta mi.

Y más concretamente, hasta mi brazo. 

Inhala aire con enfado y pasa la mano derecha por su cara mientras que con la otra sujeta la puerta.

- ¿¡Otra vez!? – brama.

Clavo la vista en el suelo.

Me agarra con fuerza de la sudadera y me pone en pie, para después estampar mi espalda contra la pared.

- Deja de ponerme las cosas tan difíciles. – gruñe a escasos centímetros de mi rostro. – Si quieres matarte a ti mismo de la forma que sea, me da igual. Pero a Negan no.

Tiemblo.

Y sigo sin alzar la vista.

- Él no te quiere muerto. – sentencia en un murmullo. – Te va a mantener vivo hasta que acabe con todos y cada uno de tus seres queridos, reducirá Alexandria a escombros y cenizas, y después, cuando pasen los años, quizá y solo quizá... Se replanteé matarte.

Escombros y cenizas.

Escombros y cenizas.

Una mueca parecida a una sonrisa emerge en mis labios durante milésimas de segundo.

Y otra lágrima más surca mi cicatrizada mejilla.

- Tenías razón... - susurro.

Dwight se aleja ligeramente de mi con confusión y frunciendo el ceño.

- ¿Qué? – dice mirándome.

Silencio.

- ¿Sabes qué? Me importa una mierda. – añade para sí mismo.

Y entonces me estampa un puñetazo que me derriba contra el suelo.

Un quejido brota de mi por el impacto y froto mis costillas.

El hombre de la cara quemada me observa con algo de rabia.

Y no sé si es hacia mi, o hacia él mismo.

- Ha llegado el momento de imponerte tu castigo. – gruñe. – Mataste a cinco de los nuestros. Y no van a permitir que eso quede así como así.

Cinco de los nuestros.

Cinco de los suyos.

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Supongo que no lo pensé mucho.

No lo pensé una mierda, más bien.

¿Quién me iba a decir a mi que doliera como un jodido grano en el culo escuchar como el chico era torturado por un poco compasivo Dwight que lo único que quiere es volver a ganarse mi confianza?

Ah... Ese maldito crío y sus ganas de cambiar el mundo.

Su nuevo mundo.

Tampoco pensé jamás que llegaría a encontrarme gente con tantas pelotas como Rick y su grupito, pero lo de ese niño... Lo de Áyax es harina de otro puñetero costal.

Ese chaval llegará lejos, estoy seguro.

Si es que el bueno de Dwightie no se lo carga antes.

Y por como contiene el chico sus gritos por orgullo, el jodido rubio quemado parecía estar haciendo más que bien su trabajo.

Cinco.

Cinco eran los latigazos que mi buen amigo y secuaz le iba a dar, y le estaba dando.

Uno por cada hombre que cayó en Alexandria en manos de Áyax.

Hombres y una mujer, en el caso de Arat.

- La echaré de menos. – murmuro tras suspirar cruzándome de brazos, apoyado en la pared del pasillo contiguo a la sala en la que ambos se encontraban.

Arat era de las mejores en su trabajo, y una buena amiga del chico, cosa que no me ayudaba a comprender porque este había hecho lo que había hecho.

Pero no soy un completo imbécil, sé que se le ha ido la cabeza.

Y bastante ha aguantado, debo decir.

Es curioso que se esforzase tanto en disuadirme y hacerme creer que Rick puede que nunca se alce en mi contra, para que al final termine haciéndolo él.

Puede que quizá le haya apretado demasiado.

Quizá le he exprimido tanto la sesera que he terminado por dejarlo seco.

Pero mejor loco que muerto.

Y Simon no parará hasta que lo vea como lo último.

Así que no me queda otra opción.

- ¿¡Por qué coño sigue vivo, Negan!? – exclama la voz de Laura a mis espaldas interrumpiendo mis pensamientos, quien se dirige a mi a toda prisa.

Me giro hacia ella.

- Baja la voz, no estoy sordo, puedo escucharte perfectamente y ellos también. – respondo con tranquilidad.

- Por qué coño... Sigue vivo. – sisea mirándome fijamente. Sus enrojecidos ojos me demuestran que aún semanas después, sigue llorando la pérdida de su amiga.

Alzo las cejas.

Laura inhala y exhala un par de veces para calmarse, y es que, aunque ella es de las pocas personas que podía tratarme así, no debía olvidar ni la compostura ni las apariencias.

- Laura... De entre todos y cada uno de los que están aquí, tú eres la que más tiempo lleva conmigo.

- Desde el principio. – vuelve a interrumpirme. – Yo y mi padre te salvamos la vida. Recuerda lo que me pasó.

Cierro los ojos y suspiro.

- Eres retorcida, mi querida y vieja amiga. – respondo chocando mi puño en su hombro con una cínica sonrisa. – Pero no hay día de mi vida en este maldito mundo desde que los muertos se alzaron, que no recuerde que, si sigo vivo, es gracias a ti. Y, sobre todo, lo que te pasó. – añado. – Lo que quiero decir, es que tú, más que nadie, me conoces. Así que ya deberías saber que, si le mantengo con vida, es por alguna razón.

La chica frente a mi suelta todo el aire que retiene en sus pulmones y después frota sus ojos con cansancio.

- La cura, ya lo sé.

Y eso le había hecho creer.

- Exacto. – miento. – Matarle no tendría ningún sentido. Ya tenemos la cura, pero le necesitamos vivo para producir más. – según los estudios de Carson y el raro de Eugene, eso no era necesario, el chico podría morir y con las bolsas de suero que existen, podría seguir produciéndose más del mismo, pero eso Laura no tiene por qué saberlo. – Así que ya hemos hecho los deberes ¡Ahora divirtámonos un rato con él y ya volveremos al trabajo más tarde!

Laura vuelve a suspirar, puede que no muy convencida pero satisfecha.

- Que sufra. – sentencia señalándome con su dedo índice acusador.

- Así será. – afirmo con una falsa sonrisa. Y es que, haciendo tanto tiempo que me conoce, no entiendo cómo puede seguir sin saber cuándo le estoy mintiendo a la maldita cara y cuando no. O quizá lo sabe y simplemente finge. – Ahora vete y descansa. – digo poniendo las manos sobre sus hombros y dándole la vuelta. – Vamos, vete, vete, vete...

La mujer se esfuma por el pasillo con el cansancio sobre sus hombros, y cuando desaparece, la pesadez vuelve a los míos.

Un grito de dolor rompe el silencio que había inundado el ambiente.

- Oh, joder... - resoplo cuando me doy cuenta de que el maldito Dwight o se estaba propasando o bien había decidido por su cuenta espaciar los latigazos entre ellos para alargar la tortura. Ese cabrón sabe hacer bien su trabajo.

Demasiado bien.

- ¿En serio, Negan? ¿A un maldito niño?

No.

Joder.

Ella otra vez no.

Me giro hacia su voz y mi corazón se encoge.

El rostro de una indignada Lucille me impacta de frente.

- No soy yo quién lo hace. – murmuro en respuesta abriendo los brazos. Una pequeña sonrisa estira mis labios cuando las lágrimas llegan al borde de mis ojos. – Estás preciosa. – susurro. – La peluca rosa siempre fue mi favorita, era la que mejor te quedaba. – intento acercarme para acariciar el pelo sintético, pero su imagen se aleja de mi.

Lo que daría por volver a sentir ese áspero contacto en las yemas de mis dedos.

- No me vengas con esas mierdas, Negan Smith. – dice con firmeza.

Muerdo mis labios.

Como odiaba esta jodida mierda.

- No será tu mano la que ejecuta TU orden, pero no por ello no está manchada. – añade con enfado y desdén. – Aprecias a ese chico, y sabes que hay más formas de hacer lo que quieres hacer.

- No es tan sencillo. – contesto cuando me atrevo a mirarle fijamente.

Sus acusadores ojos, cadavéricos y mortuorios, consumidos por la quimioterapia, me observan dándome una muda reprimenda.

Los huesudos dedos de su mano derecha se aferran con debilidad al porta-sueros y suspira.

- Sí que lo es. Siempre lo es.

Un alarido de dolor por parte de Áyax sella su afirmación.

Lucille vuelve sus ojos en dirección al grito del chico, y después clava su vista en mi.

Limpia la lágrima que apenas ha empezado a descender por su mejilla y niega con la cabeza.

Y entonces desaparece frente a mis ojos.

Una vez más.

Dejándome esa asquerosa sensación de impotencia.

Otra vez más.

Suspiro con pesadez.

- Mierda... - murmuro pinzando el puente de mi nariz. – Tienes razón, nena... Tienes razón. – reconozco con la vista perdida en el largo pasillo, como si ella siguiera ahí.

Ojalá siguiera ahí.

Vuelvo mi cabeza hacia la puerta.

- Está bien. – sentencio agarrando con firmeza a la otra Lucille y colocándola sobre mi hombro derecho, en un movimiento más que conocido para mi. Sonrío sintiéndome algo más libre y ligero. – Aguanta, chaval... Es hora de actuar.

__________________________________________________

Tenso la mandíbula con la poca fuerza que me queda, esa con la que consigo mantener mi agarre a las cadenas que me atan.

Siento los pequeños regueros e hilos de sangre caer hasta mi baja espalda, recorriéndome la columna, dejando una húmeda y tibia sensación a su paso, uniéndose al sudor que ya me recubre completamente.

Escuece.

Arde.

Duele.

Duele horrores.

He sufrido muchos dolores en esta vida.

Todos ellos diferentes y variados, un amplio abanico, pero este tenía algo especial y macabro que hacía que doliera mucho más.

El sabor del castigo.

De la venganza.

Estoy seguro de que Dwight había puesto en cada latigazo la fuerza y rabia que debe navegar por sus venas.

Eso explicaría la perfección de cada golpe.

Pero si algo volvía esto más amargo, era el hecho de reconocer que esta situación no era la primera vez que la vivía.

Merle y Daryl también darían fe de ello.

El atronador chillido que la puerta metálica hace al abrirse reverbera por toda la sala.

Acomodo mi vista a la poca luz que entra tras un parpadeo.

- Bueno, bueno... ¿Qué tenemos aquí?

Negan.

Trago saliva.

Apoyo mi frente en la tensa cadena que sostiene mis manos frente a mi cara.

Aún no sé cómo consigo mantenerme en pie.

- ¿Se ha portado bien, Dwight?

- Algo así.

La suela de sus botas se raspa cuando Negan arrastra los pies con calma, caminando hacia mi.

Y ese sonido me provoca un escalofrío.

Su cercanía me lo provoca.

Su voz me lo provoca.

Su mera presencia me lo provoca.

Tiemblo.

Sacudo la cabeza.

El gesto nervioso.

Su rostro aparece en mi campo de visión.

- Hola. – dice con una amplia y espléndida sonrisa. - ¿Cómo te encuentras?

Una muda respuesta es lo que recibe por mi parte.

Pero no porque así yo lo haya decidido.

Si no por qué cada vez me cuesta más hablar.

Cada vez mi mente absorbe más y más de mi mismo en un infinito agujero negro.

Quiero gritar, pero no puedo.

Como si me faltara el aire.

Como si estuviera atrapado en una pequeña habitación negra con una losa en el pecho que me aplasta sin piedad.

Así me siento.

¿Así te sientes?

Sí.

Es que así estás.

Es que así estoy.

Tenía razón.

La tiene.

- Tenía... razón. – balbuceo con la mirada perdida. – Tiene... razón... Tiene razón.

Tienes que decírselo.

Tengo que hacerlo.

Una lágrima cae por mi mejilla.

El ceño de Negan se frunce durante milésimas de segundo, y entonces se vuelve hacia Dwight.

- No sé por qué lo dice. – responde este ante la muda pregunta de su jefe. – Pero es lo único que repite – sentencia.

La teatral sonrisa del hombre del bate se ensancha. 

- ¡Vaya! – exclama con sorpresa. - ¡Le hemos jodido la cabeza pero bien!

Aprieto el agarre de las cadenas sintiendo el frío hierro entre mis dedos.

Los ojos de Negan se clavan en la sangre seca de mi antebrazo por unos momentos.

- Llévale a su celda. – dice volviendo la vista a su secuaz.

- Pero... Todavía no he acabado. – la mirada de Negan pasa de mi maltrecha espalda al hombre tras de mi.

- Yo diría que sí lo has hecho. – responde entre dientes. – Iré a avisar a Carson, lo va a necesitar. – añade antes de marcharse.

El secuaz se deshace con facilidad de mis cadenas, dejándome ver lo maltratadas que estas han dejado mis muñecas, y de un seco empujón me saca de la sala.

Con poco cuidado, tira de mi hasta conseguir meterme en el agujero de nuevo, sin mucha dificultad.

Y antes de sumirme en la oscuridad, tira la sudadera contra mi pecho.

- Qué hijo de perra... – gruñe para sí mismo tras dar un rápido vistazo el trozo de pan y el alimento para perros que Simon había tenido el detalle de traerme. – Te traeré algo de comida de verdad. Y te la comerás, o caerás enfermo.

Ante mi incapacidad para responder, Dwight parece sumirse en su propio enfado.

- ¡No quiero tener que enterrar tu cadáver! ¡No quiero cargar con eso! – brama a centímetros de mi cara, casi como si yo le importara. Mi mirada perdida hacia el largo pasillo y mi silencio, le hacen exhalar con rabia. – Haz lo que te dé la gana. – murmura antes de cerrar de un fuerte portazo, generando un atronador estruendo en el pequeño cubículo.

El hombre se aleja del lugar con rapidez, casi como si le repeliera estar demasiado en el interior de El Santuario.

Cuando la oscuridad se hace presente de forma abrumadora, el dolor de mi espalda se incrementa.

Mis párpados ceden a la agonía y al cansancio.

Y es que, el privarme de uno de mis sentidos, hace que las sensaciones se incrementen.

El dolor.

El caos.

El vacío.

Se unen de nuevo en una bruma aniquiladora, dispuesta a acabar conmigo.

Y sé que va a conseguirlo, pues no parece quedar mucho más de mi.

No hay nada más allá de la espesa niebla que colapsa mi cabeza.

Una mezcla de voces, recuerdos, y vivencias que me torturan sin compasión, yendo y viniendo sin sentido de un lugar a otro.

No tienen sentido, pero ahí están.

Lo están.

Déjame en paz.

Un momento.

¿Qué...?

Abro los ojos cuando caigo en algo.

En una única cosa que no ha pasado.

En algo que no había reparado.

En algo que me había acostumbrado a oír.

El sonido de las llaves atrancando mi puerta.

Mi respiración se corta unos segundos.

Parpadeo.

Dwight no había cerrado la puerta con llave.

Un suspiro tembloroso sale de mi.

Intento acallar mi mente durante unos segundos, pues el suelo bajo mis pies empieza a tambalearse.

Trago saliva y me incorporo con lentitud.

Ahogo un quejido de dolor cuando estiro el brazo hacia el pomo de la puerta y, por consecuencia, un pinchazo tortura a mi espalda.

Mis dedos tiemblan al rozar el metal redondo, y con las fuerzas que no logro concentrar del todo, giro el pomo.

Y la puerta se abre ligeramente.

Dwight no ha cerrado la puerta con llave.

No, no lo ha hecho.

Vuelvo a sentarme de golpe en el suelo, dejándome caer ante la impresión del momento.

Y el dolor me sacude de nuevo, haciéndome apretar los dientes.

El latido de mi corazón se acelera.

El temblor en mis manos, que parece volverse perpetuo, aparece de nuevo.

Es ahora, o nunca.

Ahora o nunca.

Ahora o nunca.

Entonces, elijamos ahora.

Algo en mi interior sonríe.

Elijamos ahora.

Me pongo en pie con dificultad y, semi agachado, observo a través de la ranura de la puerta para comprobar que no haya nadie cerca. 

Me coloco la destrozada sudadera, sintiendo como cada centímetro de la sucia tela roza mis sangrientas heridas, y me pongo en pie.

Inhalo y exhalo, temblando, y me atrevo a poner un pie fuera de mi jaula personal.

He de coger aire al menos un par de veces más una vez estoy fuera para poder serenarme.

La luz artificial de los fluorescentes me molesta a la vista después de estar acostumbrado a tanta oscuridad.

Y con el corazón a mil, empiezo a caminar a toda prisa casi sin rumbo fijo.

La tensión late con fuerza en mis sienes y el sudor no tarda en bañar mi frente.

Un sonido similar a una risa escapa de mi cuando logro divisar una de las puertas que lleva al patio trasero.

Me detengo unos segundos para regular de nuevo mi respiración y conseguir algo de calma.

Y no lo pienso cuando me abalanzo a cruzar la puerta.

Exhalo con alivio el aire que mantenía en mis pulmones cuando descubro que el patio está vacío.

El sol.

El aire.

El olor del bosque.

Los gruñidos de los caminantes apresados en las verjas.

Lo había echado de menos.

Casi logro sonreír.

Pero he olvidado cómo se hace.

Paseo mi mirada por los alrededores con la presión de mi pecho acrecentándose a cada segundo que pasa.

No parece que haya nadie.

- ¡Vaya! ¡Pero menuda sorpresa!

Parecía.

Mi cuerpo se congela ante esa voz a mis espaldas.

Cierro los ojos.

Una lágrima más recorre mi mejilla.

Y con el valor que no tengo, me doy la vuelta para encarar a Simon.

Acompañado de parte de su séquito, un total de seis hombres.

Dwight, al lado de estos, clava sus ojos en mi y niega con la cabeza.

Y entonces se marcha.

E inexplicablemente, su abandono hace que el terror aumente en mi.

- ¿Qué tal te encuentras, chaval? Veo que no muy bien. – dice poniendo las manos en su cinturón mientras se acerca a mi con calma y lentitud. – Es lo que pasa con los traidores, que no suelen ser bienvenidos.

Yo no he traicionado a nadie.

Quiero gritarlo, pero no puedo.

No has traicionado a nadie.

No, no lo he hecho. Ha sido él.

Ha sido él.

Tenso la mandíbula cuando le veo caminar alrededor.

- Has matado a muchos de los nuestros.

Vosotros me obligasteis a apretar el gatillo.

- ¿Y ahora pretendes escapar?

Sí, porque tengo algo que decir.

Tienes algo que decir.

Tengo que hacerlo.

Hazlo.

- No hagas ninguna estupidez. – me quedo estático y mis ojos se abren de par en par durante unos segundos. Abraham, apoyado en la pared del edificio, cerca de los hombres que me miran con odio y rencor, me observa detenidamente. – Ni se te ocurra intentar huir. Estos tipos no te van a hacer precisamente cosquillas, así que no les cabrees más.

Pero.

- A callar. – replica a mi muda respuesta. – Aguanta esto lo mejor que puedas. Ya volverás a intentarlo.

Pero esta es mi única oportunidad, no sé si habrá otras.

- Las habrá, es de ti de quién hablamos.

Ya no soy el mismo.

- No por ahora.

Mis ojos vuelven a él cuando las lágrimas llegan.

Abraham ha desaparecido.

El sollozo que contengo escapa de mi.

- ¿Te quedas mudo y ahora lloras? – inquiere Simon con la interrogación grabada en su rostro.

- Joder, no sé como pudimos permitir que un crío de diecisiete años fuera nuestro jefe. – murmura uno.

Dieciocho.

¿Ya?

- Este crío... Nos ha pisoteado. – empieza a decir Simon mirándolos fijamente. – Ha pasado por encima de nosotros, se ha reído en nuestras caras y nos ha clavado un puñal por la espalda.

Mi garganta se seca.

Es todo mentira.

El hombre se coloca tras de mi.

- Cobraos lo que es vuestro. – gruñe.

Y entonces me empuja de bruces contra el suelo.

El temor se apodera de mi debilitado cuerpo y mente cuando el dolor de espalda se agudiza, siendo casi premonitorio de lo que está por venir.

Alzo la vista de forma temblorosa, viendo como Los Salvadores, en su máximo apogeo, se acercan paulatinamente a mi hasta rodearme completamente.

Y antes si quiera de que pueda pestañear, el primer hombre me atiza una patada en las costillas.

Ni siquiera tengo fuerzas para contener el grito que rompe mi garganta.

Soltadme.

Otra patada.

Dejadme.

Otro golpe.

Haz algo.

Un puñetazo.

No puedo.

Más golpes.

Pide ayuda.

Más patadas.

Tú me lo impides.

Basta.

Todo se detiene.

Se congela.

Se paraliza.

Se va a la completa mierda.

Cuando uno de ellos me coge por el pelo y estampa mi cabeza contra el suelo.

Una.

Dos.

Y tres veces.

Si sus intenciones son matarme, ojalá lo consiga.

Ojalá.

La sangre baña mi rostro.

Todo da vueltas.

No estoy seguro de qué es abajo y qué arriba.

La boca me sabe a hierro y óxido.

Es ese olor el que inunda mis fosas nasales sin dejarme respirar cualquier otra cosa que no sea eso.

Y me doy cuenta de que apenas veo.

La claridad escapa de mis ojos con una facilidad abrumadora.

El mundo se vuelve borroso.

¿Te importa?

Nunca lo ha hecho.

No consigo ver.

No consigo oír.

No consigo respirar.

Pero si algo consigo, y no sé cómo, es que dejen de pegarme.

En segundos, todos han desaparecido.

La difusa puerta por donde he salido, vuelve a abrirse.

Una figura negra se cierne sobre mi.

Me observa.

Grande.

Poderosa.

Imponente.

Balbucea sonidos guturales imposibles de descifrar.

Me sostiene entre sus brazos, atrapándome en su oscuridad desfigurada que no consigo definir.

Y, rogando por mi fin, me acomodo en el hombro de la muerte, cayendo en la más pura inconsciencia.

Deseando que esta sea la última.

Suplicando el sueño eterno.

Tenía razón.

Ya nunca podré decírselo. 

______________________________________________________

Camino con rapidez por los pasillos que llevan al patio con las palabras de un redimido Dwight aun rebotando por mi cerebro.

Se lo van a cargar. Tienes que hacer algo.

Ya, bueno, se te veía muy complacido torturándolo, cabronazo.

Pero sé que en parte tiene razón.

No puedo decir nada, yo le encargué su castigo.

Y por eso estoy deambulando como un energúmeno por estos malditamente interminables pasillos hasta encontrar la salida.

Y cuando lo hago no dudo un segundo en abrir la puerta.

No voy a mentir, tengo que contener la sorpresa cuando semejante imagen me aporrea con dureza.

Con más de la que jamás me atreveré a admitir.

Su cuerpo, tendido en el suelo, parece el de alguien que haya sido cruelmente ejecutado.

Su cara emborronada en sangre me impide ver siquiera si sigue consciente.

Si lo siguiera, sería un puto milagro.

- Oh, joder... - murmuro pasando la mano derecha por mi cara. – Qué cojones te han hecho esos desgraciados.

Esto se me había escapado completamente de las manos.

Había dejado que un jodido crío pague por una traición que no ha cometido.

Y ahora esto.

- Joder, joder, joder...

Y lo peor, es que no podía castigar a nadie por lo que le habían hecho, porque yo mismo les había estado alentando a ello durante demasiado tiempo.

Yo había apuntado.

Y ellos han apretado el gatillo.

- Santa mierda. – gruño con rabia.

Me acerco al chaval a toda prisa y lo cargo entre mis brazos.

Está tan delgado y escuálido que apenas me cuesta esfuerzo hacerlo.

Su cabeza cae sobre mi hombro casi como si buscase de forma inconsciente algo de comodidad entre tanto dolor.

Apresuro mi paso por los pasillos, rezando a cualquier Dios inexistente que no me encuentre con ninguno de esos capullos y puedan verme.

Pateo la puerta de la enfermería donde, para mi suerte, solo Carson está en ella.

El hombre se asusta ante mi repentina aparición. Sus ojos escrutan la escena frente a ellos.

Y es que Harlan Carson todavía se estaba habituando a ocupar el lugar de su hermano fallecido en no muy agradables circunstancias.

Quizá tampoco fue mi mejor idea cargarme al médico de este sitio.

He tomado muchas decisiones de mierda.

- ¿Qué...? – dice este observándonos con detenimiento. - ¿Ese no es...?

- Sálvelo. – le interrumpo en un gruñido. – Y ni una maldita palabra a nadie de que he sido yo quien le ha traído aquí. O te juro que te reunirás con tu hermano.

El nuevo doctor parpadea un par de veces antes de asentir repetidamente.

- Déjalo en la camilla. – murmura después de tragar saliva. – Veré qué puedo hacer.

Y con esas no muy convincentes palabras, cierro la puerta de la enfermería tras salir de ella, para dejar al hombre trabajar.

Suspiro.

Joder.


Había pasado casi una hora.

El tiempo siempre parecía más lento cuando te sientes culpable.

- Es que lo eres.

- ¿Otra vez? – digo encarando su apagada mirada. - ¿Hasta cuando vas a estar torturándome?

- Eso mismo debería decirte el chico. – sentencia ella con una pequeña y para nada cínica sonrisa.

Río.

- Buen punto. – respondo antes de llevarme a la boca el recién encendido cigarro.

- ¿Has vuelto a fumar? – inquiere cruzándose de brazos, apoyándose en la pared contraria a mi. – Con lo que te costó dejarlo.

- No realmente... - suspiro algo agotado. – Era de una amiga que... Se ha marchado. – murmuro, observando el paquete de tabaco en mi mano izquierda que Sherry había olvidado en su estancia tras recoger todas sus cosas y marcharse sin dejar rastro. Considerarla amiga me parece imbécil por mi parte. – Ni siquiera sé por qué lo estoy haciendo.

- ¿Lo de retener a mujeres o lo de fumar?

Alzo la mirada hacia ella.

Lucille ya se ha ido.

- Mierda. – gruño tirando el puto cigarro.

Exhalo con rabia el humo y froto mis ojos con cansancio.

Carson abre la puerta a mi izquierda.

- Ya está, he... he hecho lo que he podido. – dice desde el marco de esta.

- ¿Y eso que significa? – pregunto con seriedad y verdadera preocupación, cosa que parece descolocar al hombre.

- Está... Estable. Se recuperará. Es joven y fuerte, podrá con ello. – admite con optimismo. De forma involuntaria, relajo mis hombros. - ¿Quiere pasar a verlo?

Alzo una ceja.

- Disculpe... Yo... Yo solo... Como le ha traído pensé que...

- Sí. – sentencio. – Quiero verlo.

El hombre vuelve a asentir varias veces.

Empezaba a cogerle asco a eso de ver tanta sumisión y respeto por alguien como yo.

Aprieto la mandíbula y entro en la sala.

La imagen no es mucho menos devastadora que la de antes, pero no por ello impacta menos tampoco.

El chico, tumbado boca abajo en la camilla, tiene la espalda cubierta de grandes apósitos que tapan sus heridas.

Lo que me sorprende, es que se pueden apreciar algunas cicatrices que parecían llevar años acompañando al chico, saliendo de los vendajes.

Y eso me hace fruncir el ceño, dejándome un tanto confundido.

Pero, por primera vez en mi vida, trago saliva al verle la cara hecha un maldito cuadro.

- El resultado han sido un par de costillas fisuradas, labio y nariz rotos, ceja derecha... brutalmente partida. – dice Carson empezando a enumerar mientras observa la carpeta en sus manos. – Le han golpeado la cabeza, eso seguro. No parece haber ninguna hemorragia interna, pero no tenemos forma de saberlo hasta que despierte. Muy probablemente tenga migraña crónica, quizá hasta problemas de visión con el tiempo... – matiza el hombre. – Es algo difícil saber las consecuencias de esas heridas. Su futuro es incierto por el momento.

Suspiro, como si así liberase cualquier tensión acumulada.

- Le he puesto un gotero. – añade. – Estaba bastante deshidratado y... ¿Sabría decirme si ha comido adecuadamente en los últimos días?

Le miro.

- Ya... Ya sé que es un prisionero, pero... - balbucea.

- No. – respondo con sequedad. – No come desde hace días. Se niega.

- ¿Dwight ha probado a llevarle algo más aparte de la comida de perro que Simon le ha dado? – comenta con humor.

Qué coño.

Vuelvo a mirar al hombre a mi lado.

- ¿Qué Simon le ha llevado qué?

Carson traga saliva.

- Va... Simon va vanagloriándose por ahí de ello. – responde con temor. – Diciendo que a los perros hay que educarlos y recordarles lo que son cuando se rebelan. – añade. – Que usted le enseñó eso a Áyax y a Rick hace ya un tiempo y que... bueno... que al chico aún no parecía haberle quedado claro.

Inspiro con lentitud y cierro los ojos con fuerza.

Mierda.

- Y... Negan, hay algo más que debería comentarte... comentarle. – corrige.

- Déjate de formalismos.

- Está bien. – responde. Entonces se aproxima al chico y levanta ligeramente su brazo derecho para que pueda ver su antebrazo vendado. – Esto es lo que me preocupa. Estas heridas no se las ha hecho nadie. Y tampoco es un intento de suicidio.

- Cómo puedes saberlo.

- Porque soy médico. – contesta con obviedad. – Y Áyax está en proceso de serlo, así que no es estúpido. Si se hubiera querido quitar de en medio, lo habría hecho.

- Entonces qué es. – inquiero de nuevo.

Harlan suspira.

- Parece un comportamiento autolesivo.

Mi ceño vuelve a fruncirse.

- He inspeccionado si tenía algunas marcas de antes en algún otro lugar, pero nada más allá de cicatrices que ya había visto en otras personas en estos tiempos. – sigue explicando el doctor. – Yo vi su brazo cuando aún llevaba vendaje, y te puedo asegurar que no tenía estas marcas.

- Ya, yo también lo vi. - froto mis ojos de manera frustrante. – Pero qué me estás queriendo decir con esto, Carson.

El hombre frente a mi suspira y enmudece unos segundos.

Cuando reúne las fuerzas suficientes, vuelve a hablar.

- Que Áyax no está bien, Negan. – se atreve a decir al fin. – Sea lo que sea lo que le está pasando en su cabeza, lo está consumiendo. Y terminará perdiéndose en sí mismo hasta... - Harlan traga saliva. – Hasta enloquecer completamente, quién sabe.

Muerdo mis labios y, con hartazgo, me siento en la butaca al lado de la camilla del chico.

- Nunca estuvo muy cuerdo. – murmuro con una ladeada sonrisa.

- Pero esto será muy diferente.

- Lo sé. – respondo con la mirada perdida. – Apenas habla. Solo repite una única cosa.

- ¿El qué? – pregunta el doctor con curiosidad.

- "Tenías razón".

Las palabras escapan de mi con pesadez, casi como si recitara algún tipo de conjuro antiguo que no debía decir frente a un espejo mientras sostenía una vela a las tres de la madrugada, por si acaso un señor con un garfio aparecía y me destripaba.

Apoyo mi codo izquierdo en el reposabrazos y rasco mi frente.

- ¿Por qué lo dice? ¿Y a quién?

- Ni idea. – musito. – Tras nuestra última visita a Alexandria... Simplemente estalló. – murmuro con los ojos clavados en la camilla. – Su mirada... Tenía algo diferente, estaba apagada, casi sin vida. No parecía él. – añado. Alzo mi vista hasta Carson. – Era como si alguien a sus espaldas le hablara, pero ahí no había nada. Hablaba solo. Hasta se tapó los oídos, abrumado. Sus ojos iban y venían. Se apuntó a sí mismo con el arma durante unos segundos y... Por unos momentos le vi capaz de apretar el gatillo. – reconozco.

Es en ese instante cuando me arrepiento de haberme abierto tanto ante el nuevo doctor, quien enmudece ante mi confusión.

No sé si por suerte o por desgracia, la aparición de la joven Amber que justo entra por la puerta, rompe el extraño ambiente.

Cambiando la rareza, por tensión.

La pobre se queda en silencio mientras sus grandes ojos se pasean entre el doctor, Áyax y yo.

- Yo... Solo... Lo siento, volveré más tarde. – dice dispuesta a marcharse.

- No. – mascullo en su dirección. – No es necesario. Ven a por lo que sea que has venido.

Amber balbucea algo inteligible y después juega con sus dedos con nerviosismo.

Entonces contiene un sollozo.

Giro mi cabeza en su dirección.

- Venía a por... - traga saliva y mantiene su mirada fija en el suelo. – Necesito la píldora del día después. – confiesa al fin.

Cierro los ojos.

Me aferro al reposabrazos cuando el suelo en mis pies comienza a parecerme inestable.

Me cago en la puta.

Oh, joder.

Mierda.

Trago saliva.

Abro los ojos y miro a Harlan, dándole un leve asentimiento de cabeza.

Y a juzgar por como me mira, mi piel debe haberse vuelto tres tonos más blanca.

Tengo que inspirar unas cuantas veces para menguar las náuseas que repentinamente han aparecido.

El doctor le tiende la pastilla a la muchacha cuando la encuentra en sus estantes, junto con una botella de agua.

La chica asiente agradecida y, tras dedicarme una aterrada mirada, se la toma.

El nudo en mi garganta se aprieta.

Carraspeo.

- Amber, espera. – digo cuando la veo con intención de salir lo antes posible por la puerta. La chica se congela de espaldas a mi. – Harlan, déjanos un momento a solas, por favor.

Carson asiente y, tras poner una mano sobre el hombro de la chica, sale de la enfermería.

Un terrible e incómodo silencio se hace al momento.

- Siéntate, vamos. – le indico a la asustada joven ante mis ojos. Y esta, temblorosa, accede a sentarse en la silla frente al escritorio del doctor. El silencio aumenta la tensión a cada segundo que pasa. - ¿Cómo estás? – pregunto con intención de romper esa asquerosa sensación.

Ella traga saliva.

- Bien.

Asiento.

Inhalo y exhalo de nuevo.

Está bien... Lucille, cariño, esto va por ti.

- Amber. – la llamo. – Mírame a los ojos. – la chica, aún temblando, obedece. Su enrojecida mirada me hace asquearme de mi mismo. – Lo siento.

La joven frunce el ceño, conmocionada, sin entender una jodida mierda de lo que está pasando.

- ¿Qué?

Suspiro.

- Coge a tu familia y a Mark, y largaos de aquí. Hay un par de comunidades cercanas donde os acogerán sin problema en cualquiera de ellas. – sentencio. – Os despejaré la salida oeste.

Amber parpadea un seguido de veces y empiezo a preocuparme por que no le esté dando algún tipo de problema cerebral.

- ¿Me has entendido?

- Si... No. Es decir... No, realmente no.

Cojo aire y muerdo mis labios para evitar reírme ante el colapso mental de la chica.

- Eres libre, Amber. Sois libres.

Su labio inferior tiembla.

- Es... ¿Es enserio?

Vuelvo a asentir.

Y entonces mis ojos se clavan en Áyax, quien dormía plácidamente gracias a los sedantes de Carson, y parecía descansar por primera vez en meses.

- Pero antes necesito que hagas algo. – murmuro. Mis ojos vuelven a la joven frente a mi, quien me observa con atención. – Un último favor.

La interrogación se graba en el rostro de Amber.

Y es que había llegado el momento de actuar de nuevo.

El momento de adelantar el final de mi plan.

Ese con el que mi imagen mental de Lucille tanto me había insistido.

Ese que debería haber hecho mucho antes.

Porque yo en este lugar ya no podía protegerle, así que la estancia de Áyax en Los Salvadores debía terminar.

Y así iba a ser.

___________________________________________________

Los parpados me pesan toneladas.

No puedo sentir más que un abrumador dolor que me recorre por completo.

Abro los ojos en un espasmo de dolor recibido cuando alguien me quita la vía que por lo visto tengo en mi mano izquierda.

Y lo primero que veo es a Harlan.

Frunzo el ceño.

¿Harlan?

- Hola. – dice una voz femenina tras él.

¿Amber?

Les observo fijamente, alternando la mirada de uno a otro.

- Te... Te encontré medio inconsciente en el suelo del patio. – empieza a decir Amber. – Esos cerdos se han pasado.

Trago saliva.

Nunca había visto a la chica enfadada.

- Tienes un largo historial de heridas... - comenta el hermano de Carson con humor. – Pero por el momento solo necesitas empezar a comer sólido, beber mucha agua y descansar todo lo que sea posible.

Le miro.

- Ya... Ya sé cual es tu estatus ahora mismo, pero... Si te quieren con vida no les queda otra.

Suspiro, intentando así empezar a asumir lo que había pasado y lo que estaba pasando.

Queriendo procesar a pasos agigantados una información que más bien debía de ser digerida poco a poco.

- Yo... Bueno, tengo orden de llevarte de nuevo a tu celda. – trago saliva ante la confesión de la chica. – Pero tranquilo, Harlan dice que se encargará de que te consigan al menos una celda con cama así que... Tan solo estarás ahí por el momento hasta que te trasladen.

Alzo las cejas.

Supongo que gracias.

Con la ayuda de ambos consigo sentarme en la camilla, ya que estaba tumbado boca abajo y, en mi estado me era algo difícil moverme solo.

Un suspiro tembloroso escapa de entre mis labios cuando un mareo me atiza al quedarme quieto después del esfuerzo.

- ¿Estás bien? ¿Notas algo? ¿Mareos, dolor de cabeza...? – pregunta Carson mientras me sostiene por el brazo izquierdo.

Asiento.

- De acuerdo, iremos poco a poco.

- Mira, te he traído unas botas. – comenta Amber con una pequeña sonrisa.

Se le veía inusualmente contenta.

La chica me ayuda a colocarme la destrozada prenda que me seguía marcando con una gran B roja, para después seguir el mismo proceso con el calzado y, de nuevo con ayuda de ambos, me pongo en pie.

- ¿Cuánto tiempo necesitará descansar? – pregunta hacia Carson.

Frunzo el ceño brevemente.

¿Por qué quiere saber eso?

- Al menos un día, puede que dos. Pero mínimo uno, eso seguro. – responde este.

Asiente antes de ayudarme de nuevo para empezar a andar hacia la salida.

Caminamos con exasperante lentitud por mi culpa por los eternos y cada vez más insoportables pasillos.

Me veo obligado a parar al menos un par de veces en el camino para poder retomar fuerzas.

Pero mi corazón se encoge cuando veo la infame puerta de mi cubículo.

Inhalo y exhalo un par de veces después de que Amber la abra con la llave que ahora ella parece tener.

Y entro en esa pequeña y opresora oscuridad.

La chica saca algo envuelto del bolsillo de su chaqueta.

- Te he traído algo de pan con una chocolatina. – dice sonriente. – Puedo conseguirte algunas cosas más. Un poco de fruta quizá...

No quiero que te pongas en peligro por mi.

- Creo que podría traerte algo de beber, puede que agua o un zumo... ¿Quieres?

Las lágrimas llegan al borde de mis ojos.

Muerdo mis labios.

Asiento.

Está cuidando de nosotros.

Sí, lo está haciendo. 

- Eh, tranquilo. – dice poniendo sus cálidas manos en mis mejillas. – Nada más va a pasarte ¿Vale? Todo acabará pronto, confía en mi.

Vuelvo a asentir.

Ella me abraza y apenas tengo fuerzas para devolvérselo.

- Ahora he de irme antes de que alguien pueda vernos. Procura descansar ¿De acuerdo? Prométeme que comerás. – asiento una vez más. - Volveré en cuanto pueda. – dice. Y antes de marcharse, deja un beso en mi mejilla y cierra la puerta con llave.

Cuando la completa oscuridad se hace, mis manos vuelven a temblar al sentirme solo de nuevo.

Y el dolor crece otra vez.

Me tumbo de lado en el suelo, apoyando la cabeza en mi antebrazo izquierdo, y me hago un ovillo casi en un acto reflejo de protegerme a mi mismo de cualquier peligro que me aceche.

Y es que ahora mismo, todo parecía serlo.

Así que me obligaba a mantenerme en guardia solo por si acaso.

Pero, con los efectos de los calmantes aún en misvenas, el cansancio y la tensión acumuladas, es cuestión de minutos que vuelvaa caer rendido en un profundo sueño.


No estoy muy seguro de cuántas horas han pasado, pero a juzgar por que me siento sorprendentemente descansado, sé que han sido bastantes.

Puede que casi un día, pero eso no tengo forma de saberlo.

Lo que verdaderamente me atrapa desprevenido, no es lo mucho que he dormido, si no lo que me ha despertado.

Unos nudillos tocan con suavidad la puerta, dando unos leves golpecitos que me hacen ser consciente de donde estoy y lo que está pasando, terminando por despertarme del todo.

Una pequeña notita doblada pasa por debajo de la puerta.

Frunzo el ceño con incredulidad.

Y mi corazón late con fuerza cuando algo que no esperaba, sucede.

Alguien mete la llave en el pomo y quita el seguro de la puerta.

Y entonces, se marcha.

¿Qué?

¿Qué?

Sus apresurados pasos son lo único que se oye alejándose por el pasillo.

Pego mi cabeza al suelo con intención de ver de quién se trata, pero sea quién sea, ya se ha ido.

Con el miedo y la incógnita recorriéndome de pies a cabeza, tomo el pedazo de papel entre mis manos y lo desdoblo.

"Huye. Los pasillos están despejados. El patio de coches está despejado. La moto de color rojo oscuro es la única que tiene la llave puesta. Vete. No te pares. No mires atrás. Simplemente vete."

Alzo la vista.

Amber.

Una lágrima desciende por mi mejilla.

Trago saliva con dificultad.

Y mi respiración se acelera.

Huye.

Vete.

No te pares.

No mires atrás.

Simplemente vete.

Hazlo.

Me pongo en pie como un resorte, ignorando el mareo que eso me conlleva, movido por una adrenalina que no sé muy bien de donde ha salido.

No pienso.

No espero.

Simplemente actúo.

Simplemente vete.

Y eso voy a hacer.

¿A esto se refería Abraham?

Abro la puerta despacio, asegurándome que lo que dice la nota es real y no una trampa.

¿Y si lo es?

¿Y si estoy yendo de cabeza a la boca del lobo?

No te importa.

No lo hace.

Si muero, que sea matando.

Si mueres, que sea matando.

Cierro los ojos.

Inspiro y espiro.

Inspiro y espiro.

Inspiro y espiro.

Abro los ojos.

Ese conocido y olvidado pitido que hacía tiempo que no se instalaba en mis oídos, vuelve a aparecer de forma lejana, casi como un hilo musical de la tensa y agonizante situación.

Viejo amigo.

Avanzo por el pasillo con paso firme aparentando una fortaleza que no es real pero que es fruto de la adrenalina.

Y si eso sirve para que logre salir de aquí, me vale.

Te vale.

Con el corazón en un puño e ignorando los mandatos de la nota que había dejado abandonada en la celda de la que me había liberado, me detengo unos momentos frente a una de las habitaciones de Los Salvadores.

Pero no frente a la de cualquiera.

Si no frente a la de Dwight. 

Por supuesto, este no está, pues la estancia tiene la puerta abierta y no hay nadie dentro.

Entro y cierro tras de mi.

A toda prisa y con movimientos frenéticos, busco por toda la habitación algo de ropa con la que cambiarme estos harapos para poder pasar inadvertido en la distancia.

Me hago con una vieja y polvorienta camiseta gris de manga corta y con unos más que desgastados vaqueros, cojo un pañuelo negro que había quedado esparcido por el suelo y me lo coloco hasta encima de la nariz de forma que cubra parte de mi malherida cara. Después logro encontrar una gorra verde militar que me pongo hacia atrás, tratando de estar lo menos irreconocible posible.

Y para prevenir, me hago con uno de los cuchillos enfundados que el hombre parecía guardar en sus cajones.

Pero todo mi mundo se detiene en cuestión de segundos.

No sé qué clase de fuerza sobrenatural me sostiene, pero lo hace.

Y lo hace con más ahínco, cuando en el perchero tras la puerta, veo colgado el chaleco de Daryl.

Las lágrimas llegan a mis ojos.

Pero se atreven a brotar cuando, en una olvidada caja de cartón que parecía contener diversos objetos, entre ellos reluce el revolver de Rick.

La rabia y el rencor anidan en mi corazón hasta emponzoñarlo de una forma irreversible.

Lloro en silencio y, con furia, me coloco el chaleco de mi hermano y guardo en la parte trasera de mis pantalones el arma de mi padre.

Mis sienes laten con un ritmo casi doloroso y froto mis ojos en señal de la más absoluta frustración.

Así que vuelco mi ira en la forma en la que destrozo el televisor del rubio secuaz.

Saco mi odio rompiendo el escritorio del hombre.

Destrozando sus estanterías.

Su cama.

Su ropa.

Y si pudiera, consumiría hasta su desgraciada alma.

Jadeando agotado, observo el caos a mi alrededor.

Pero es cuando siento como algunas de las heridas de mi espalda se abren, que la mecha en mi se enciende de nuevo.

Así que decido que eso se vuelva literal.

Busco con la mirada algo que pueda ayudarme a cumplir mi propósito, y una mueca que emula una sonrisa se esboza en mis labios bajo el pañuelo cuando lo encuentro.

Una caja de cerillas.

Tomo una y la enciendo rascando el extremo de la misma contra la suela de mi bota.

Y puedo sentir como, a más se acerca la cerilla prendida hacia el suelo, más libre me siento.

Más capaz.

Más vivo.

A más aumenta el tamaño de las llamas que prenden los papeles esparcidos por el suelo, mi magullada alma más se reconforta.

Y cuando el fuego comienza a devorar los muebles, salgo al pasillo y cierro la puerta a mis espaldas.

Tenía razón.

Se lo voy a demostrar.

Pero primero, que las entrañas de El Santuario ardan.

Acelero mis pasos por el lugar que, tal y como decía la nota, verdaderamente estaba despejado, hasta llegar al patio donde Los Salvadores guardaban sus vehículos.

Mis ojos divisan la moto de la que el mensaje hablaba, y cuando me aproximo hasta ella, compruebo que verdaderamente tiene la llave puesta, lista para ser arrancada y poder largarme de aquí.

Pero parece ser que Dios, si es que existe, decide que no sea así.

- ¿Qué cojones...? – escucho a mis espaldas.

Alzo la vista y me vuelvo lentamente hacia el dueño de la voz hasta mirarlo por encima de mi hombro.

Un secuaz de Simon.

El que no se podía creer como un crío como yo le había podido dar órdenes.

El primero en decidir golpearme.

Me bajo el pañuelo con una lentitud que parece aturdirle.

El tipo se queda perplejo en su sitio y sus ojos casi se salen de las cuencas.

Y por primera vez en mucho tiempo, una real y aterradora sonrisa se estira en mis labios.

Que Dios se vaya al infierno.

Me acerco a él en tan solo dos zancadas y sin que tan siquiera se lo espere, le rebano el cuello con el cuchillo de Dwight.

Sujeto al hombre y acompaño su cuerpo en la caída, viendo como se ahoga en su propia sangre, mirándome fijamente a los ojos.

Y antes de que exhale su último aliento, acerco mi boca a su oído y siseo las únicas palabras que soy capaz de pronunciar.

- Tenía razón.

Y el secuaz sin nombre muere ante mi con la confusión grabada en sus ya pupilas sin vida.

Me coloco de nuevo el pañuelo y corro hacia la moto, casi montándome de un salto en ella.

Vuelvo mi cabeza hacia el edificio central de la destartalada y abandonada fábrica, adornado con las más que destrozadas cristaleras, dedicándole un último vistazo.

Con una sonrisa movida por la propia locura, arranco la moto.

Y, obedeciendo las órdenes de la nota, acelero sin mirar atrás.

_____________________________________________________________

Cuento mentalmente el tiempo que debería llevarle exactamente caminar desde su celda hasta la salida indicada.

Menos de tres minutos a un paso algo apurado, pero estando herido como estaba, puede que algo más.

Así que se estaba retrasando.

Y eso empezaba a ponerme de los jodidos nervios.

Por suerte, parte de mis nervios se habían esfumado cuando la tranquilidad me había embargado al ver que Amber pudo marchar con los suyos esta madrugada sin ningún tipo de problema.

Pero eso no hacía que estuviera menos intranquilo por lo que tenía que estar a punto de pasar.

¿Qué coño estaba haciendo? Me preguntaba una y otra vez.

Ja.

Qué no había estado haciendo hubiera sido una mejor pregunta.

Esbozo una ladeada sonrisa y niego con la cabeza.

Pongo las manos tras mi espalda, observando el difuso paisaje que las polvorientas vidrieras de mi despacho me permiten ver.

Y ese paisaje, es el ahora muy despejado patio de coches.

Y no es para nada una casualidad.

Sonrío cuando veo a Áyax cortar el cuello del no tan bueno de Bob.

Nadie lo echará de menos.

Joder, ese chico era increíblemente especial.

Aún en estado moribundo y con una dudosa estabilidad mental que va cuesta abajo y sin frenos hacia la más maldita locura, se había permitido el lujo de cambiarse de ropa y acababa de cargarse a otro de mis hombres.

Y van seis.

Jodido cabronazo.

Veo como se sube a la moto señalada como alma que lleva el diablo y entonces clava su mirada en este edificio.

Y durante unos segundos, temo que pueda verme.

Si me ha visto, me ha ignorado completamente, pues no duda en arrancar la moto y acelerar cumpliendo las indicaciones que había recibido en la pequeña nota.

Marchándose sin mirar atrás.

Observo como la moto se aleja a toda velocidad dejando una nube de polvo tras de sí, hasta que se pierde en la distancia.

Buena suerte, chaval.

Y entonces frunzo ligeramente el ceño.

¿Que qué coño había estado haciendo ese maldito crío para tardar tanto en salir?

Bueno, la respuesta llega a mi en el lejano olor a humo que empieza a invadir el ambiente.

Pequeño hijo de puta.

Río y muerdo mi labio inferior.

- ¡Señor! – exclama uno de mis hombres entrando apresurado en el despacho. - ¡El prisionero...! – el hombre retoma el aire que parece escapar de sus pulmones a cada jadeo por el esfuerzo de haber venido corriendo. – Es Áyax señor... Ha escapado.

Alzo las cejas.

- ¿Cómo dices? – inquiero con sorpresa.

- Ha incendiado algún lugar del sótano, señor... Y entonces ha escapado.

Me llevo la mano al pecho con fingido asombro.

- ¡Oh, Dios! – respondo. – Ese maldito crío ha escapado...

- Así es, señor... - dice recobrando el aliento. – No sabemos donde puede estar ¿Usted ha visto algo?

Vuelvo a enarcar las cejas.

- ¿Yo? – pregunto señalándome a mi mismo.

Mi leal Salvador asiente.

Chasqueo la lengua.

- En absoluto, mi querido amigo. – sentencio. Una ladeada sonrisa estira mis labios. – No he visto una mierda. 

____________________________________________________________

Contengo el aire en mis pulmones cuando el creciente dolor en mi espalda se hace más y más presente. Con el efecto de los calmantes ya pasado, no me quedaba otra que apretar los dientes para tolerar el sufrimiento que me provocan las malditas heridas.

Un suspiro de alivio sale de mi cuando, tras recorrer decenas de kilómetros entre carreteras principales y secundarias, la comunidad relativamente más cercana a El Santuario aparece al fin ante mi vista, bañada por la luz de los últimos rayos de sol de la tarde.

Las murallas formadas por troncos que cuidan de Hilltop se hacen cada vez más visibles a medida que me acerco a ellas.

Seco el sudor de mi frente que la tensión y el dolor me provocan con el vendaje médico de mi antebrazo derecho.

Ese gesto se me hace extraño y conocido al mismo tiempo.

Llego a las puertas de la comunidad casi al límite de mi mismo y detengo la moto derrapando al frenar abruptamente cuando varias lanzas se asoman en las torres vigía.

- ¿¡Quién anda ahí!? – grita uno de los tipos.

- ¿Es un Salvador?

Y una mierda.

Me bajo del vehículo y levanto las manos.

Caigo de rodillas extenuado por el agotamiento.

Demasiado movimiento.

Demasiado esfuerzo.

Demasiado nerviosismo.

Respira.

Y así lo hago.

- ¿¡Quién eres!?

Joder.

Bajo el pañuelo descubriendo mi rostro.

- ¡Dinos quién demonios eres o pienso clavarte esto en el estómago! – brama el otro tipo agitando con énfasis su lanza.

Mierda.

Mi corazón se acelera.

Y tras unos momentos, las puertas se abren y alguien sale corriendo en mi dirección.

- ¡Es Áyax, idiotas! – grita Jesús hacia ellos antes de llegar a mi. - ¿Estás bien? – pregunta exaltado, observando mi demacrado rostro.

Asiento.

El hombre me ayuda a levantarme sujetándome por el brazo derecho.

- Pues no lo parece. En absoluto. – matiza. Me pongo en pie y emito un quejido. - ¿Qué...? ¿Qué pasa? – me quito con cuidado y molestia el chaleco de mi hermano, una mueca de dolor contrae mi cara. – Joder... Dios, Áyax ¿Qué...?

Sus ojos se clavan en mi espalda, pues empezaba a notar como parte de la tela de la camiseta se humedecía.

Jesús sostiene la prenda de Daryl por mi.

- Estás... Estás sangrando. – los ojos de Paul Rovia se vuelven hacia la entrada de Hilltop. - ¡Llamad a Maggie! ¡Rápido, vamos! ¡Que alguien entre la moto!

No, mierda, Maggie no.

El hombre pasa mi brazo derecho por sus hombros y me ayuda a caminar.

Empleo parte de mis fuerzas en mantener la cabeza erguida cuando las puertas de la comunidad se cierran tras nuestra entrada.

- ¡Jesús! ¿¡Qué ocurre!? – brama la hija de Hershel corriendo hacia nosotros, pero su camino se detiene cuando me reconoce. Lleva las manos a mis mejillas después de reanudar su carrera y me observa con detenimiento. – Dios mío... Qué te ha ocurrido... - dice viendo las recientes heridas que debían adornar mi cara.

Desvío la mirada, incapaz de poder sostenerla en sus ojos.

No podía.

Me era imposible mirarle a la cara.

- Está sangrando...

La voz de Sasha llega tras Jesús.

Mierda, ella también no, por favor.

- Vamos, entremos. – responde Maggie apresurada, dirigiéndose a la entrada de la gran casa principal.

La agilidad en los movimientos de los tres hace que todo pase muy deprisa.

Me ayudan a subir las escaleras.

Me hacen entrar en una habitación.

Sasha me ayuda a subirme en la cama y sentarme en esta.

Maggie me quita la gorra, el pañuelo y la manchada camiseta.

Y Jesús desaparece de la habitación a toda prisa en busca de agua, una esponja y vendajes.

Dejo el revolver de Rick frente a mi, siendo incapaz de despegar la vista de él.

El silencio se hace después de que Jesús vuelva, cuando Maggie me ha quitado los angostos apósitos que Harlan perfectamente me colocó y que ahora parecían estar bastante destrozados.

Silencio.

Un incómodo y atronador silencio.

- Joder... - exclama Sasha al ver mi espalda.

Los tres observaban el cuadro de horrendas heridas que parecía haberles hipnotizado.

- Voy lavarlas ¿Vale? Quizá te duela un poco... - murmura Maggie.

Glenn, sentado en la silla anexa al armario a mi derecha, sonríe.

- La cuidarás ¿Verdad? – dice mientras ve como su mujer moja la esponja en el cuenco y la pasa por mi espalda con delicadeza.

Contengo un sollozo y doblo las rodillas, apoyando mis codos en ellas, apretando entre mis manos una pequeña toalla que Jesús me ha extendido.

- Lo siento. – murmura Maggie con amabilidad, creyendo que mi queja se debe a que está trasteando mi destrozada piel, y no porque estoy viendo a su marido muerto observarla con todo el amor que ya no le podrá dar.

Las lágrimas no tardan en rodar por mis mejillas.

- Sasha, organiza una partida que ponga en aviso a Alexandria. – dice la mujer tras de mi. – Que no les digan nada, simplemente que vengan con extrema urgencia, no quiero alterarlos o ponerlos nerviosos para que cometan alguna locura.

- Está bien. – dice la hermana de Tyresse, que estaba sentada a los pies de la cama a mi izquierda. La mujer frota mi pierna con cariño y se pone en pie, y cuando lo hace, Abraham sonríe a su espalda, apoyado en la pared paralela a la cama.

- A ella también, por favor. – añade a la petición de Glenn. – Y a Rosita. – ruega dedicándome una pequeña sonrisa.

Apoyo me frente en mis manos, estrujando la toalla con fuerza entre mis dedos.

Inhalo y exhalo.

Más lágrimas caen. 

- Jesús, ve a por algo de yodo, por favor. – ordena Maggie al hombre que observaba la escena con el dolor grabado en sus ojos, casi como si las heridas las tuviera él.

Cuando este marcha raudo a por la petición de la chica y ambos nos quedamos asolas, un silencio asfixiante para mi se hace presente.

Por suerte, ella parecía ajena a mi estado mental.

- Harlan dejó algo de utensilios médicos escondidos cuando se lo llevaron, podremos hacerte las curas sin problema. – dice antes de frotar mi hombro con cariño.

Cierro los ojos unos segundos.

El silencio vuelve a hacerse.

Maggie se acomoda en la cama tras de mi, acercándose para poder verme mejor, y pone sus dedos índice y pulgar en mi barbilla, obligándome a mirarla.

- Áyax... ¿Qué ha pasado? Puedes contármelo. Confía en mi, sabes que te aprecio. – entonces me dedica una sonrisa y limpia la lágrima que apenas termina de brotar de mis ojos.

Bajo la mirada.

Muerdo mis labios.

Confía en mi.

Y yo del lado del asesino de su marido.

Sabes que te aprecio.

Y yo del lado del asesino de su marido.

Cierro los ojos de nuevo a la vez que dos lágrimas escapan de ellos.

Pego mis rodillas a mi pecho y agacho la cabeza hasta pegar la frente en mis brazos, que mantengo apoyados en ellas.

Y lloro en silencio.

- Tenía razón. – murmuro.

Maggie se queda estática, pero ante mi mutismo, no se atreve a decir nada más.

El resto de la cura pasa en silencio.

Puede que agradable para ellos.

Agónico para mi.

Según Sasha ha dicho tras volver, un par de hombres han salido camino a Alexandria, asegurándose traerlos mañana a toda prisa.

No sé si estaba preparado para eso.

No sé si estaba preparado para nada, en general.

Maggie termina de curar nuevamente mis heridas y de colocarme nuevos vendajes, no solo en la espalda si no también en mi antebrazo.

Y si por la espalda ya había sido una extraña situación, el sepulcral silencio que embarga la habitación al verme el antebrazo no es en absoluto de los momentos más cómodos de mi vida.

Mi mirada se mantiene ahora clavada en mis pies en el suelo, pues he cambiado mi postura para comodidad de Maggie, mientras acaba de colocar un nuevo vendaje en mi brazo.

- Esto ya está. – dice satisfecha observando su trabajo. – Mañana volveré a hacértelo, creo que siguiendo el proceso algunos días más mejorará. – añade. Asiento en silencio. – Ahora descansa, te traeremos algo de ropa y comida.

- Y yo me encargaré del capullo de Greggory, que ya está amenazando con poner a Los Salvadores en aviso si Áyax no se marcha de aquí de inmediato. – dice Jesús.

Alzo mi vista hasta él.

- Tranquilo, eso no pasará. – me asegura con convicción.

Y sé que puedo creerle.

- Dios, ese tío es idiota. – farfulla Sasha poniéndose en pie, echando a caminar junto al hombre.

- Y que lo digas. – secunda este.

- Vamos, dejémosle descansar. – dice Maggie sonriendo, poniendo una mano en la espalda de cada uno, como una madre que regaña a sus niños.

Cuando la puerta se cierra, soy consciente de que me he quedado completamente solo.

Solo.

De nuevo.

Y es cuestión de milisegundos que la opresión en mi pecho crezca.

Asfixiándome.

Haciéndome sentir como me ahogo en mi propia ansiedad.

Como si la habitación empezase a llenarse lentamente de agua, dejándome sin posibilidad alguna de escapar.

Sepultándome.

Recordándome que voy a morir aquí.

Que ese era mi fin.

Mis ojos no se despegan del pomo de la puerta, y por momentos, no sé de qué puerta se trata, si de la casa de Hilltop, o de la de mi celda en El Santuario.

Empiezo a hiperventilar.

La noche empezaba a caer sobre la comunidad, y eso hacía que mi habitación comenzase a sumirse en la más absoluta oscuridad.

Mierda.

Inhalo y exhalo otra vez más, de forma repetida.

De forma acelerada.

Acercándome así al ataque de pánico.

Y como una bendición del cielo, Jesús rompe mi estado de nerviosismo cuando entra por la puerta.

Me analiza expectante.

- ¿Estás bien?

No respondo, no soy capaz. 

- Maggie me ha dicho que te trajera algo de ropa – dice señalando el suéter marrón claro entre sus manos junto con algunas prendas más. – Es mía, he supuesto que sería más o menos de la misma talla. No estaba seguro de que Greggory quisiera prestarte alguno de sus trajes. – comenta a modo de broma.

Hago una mueca similar a una sonrisa cuando toda sensación agónica se esfuma de mi cuerpo, dejando únicamente un temblor extendido.

- Aquí lo tienes todo. – añade mientras deja la ropa sobre el sofá que esta frente a la otra cama paralela a la mía. – Me marcharé ya.

Hago el amago de ponerme en pie cuando dice eso.

Y es que ha sido casi por acto reflejo.

- ¿Qué ocurre? – inquiere mirándome.

Me acerco al suéter marrón y me lo pongo para cubrir la desnudez de mi torso, entonces le miro.

Muerdo mis labios, agobiado.

Paso mis manos por mi pelo, resoplando con frustración.

Habla.

Deja de impedírmelo.

- Espera... - dice antes de acercarse a un escritorio. Entonces coge una pequeña libreta y un lápiz y me los entrega.

Bufo.

Escribo en la primera hoja para después entregársela, resignado.

- ¿No quieres dormir solo? – me pregunta después de leer.

Trago saliva y bajo la mirada.

Niego algo avergonzado.

- Te da miedo ¿verdad?

Suspiro.

Asiento.

- Ah... Está bien. – dice tras observar unos breves segundos a su alrededor. Entonces se acerca a la cama libre y se acomoda en ella. – Me quedaré. – añade con su usual amabilidad.

Aliviado, me siento en mi cama.

Un recuerdo aparece en mi mente, mostrándome las similitudes de este momento con el que Carl me proporcionó en mi reciente llegada a la prisión cuando éramos unos niños, sacando un colchón de la celda contigua y colocándolo en el pasillo, todo para que yo no durmiera asolas.

Una pequeña sonrisa aparece en mis labios y niego con la cabeza.

Dejo la libreta y el lápiz en la mesa contigua y me tumbo de lado para no presionar mis heridas, quedando prácticamente frente a frente con Jesús.

Este me mira fijamente.

Y yo le miro a él.

El azul de sus ojos era parecido al de Carl.

Trago saliva.

- Que conste... - empieza a decir rompiendo el incómodo y tenso silencio. – ... que mañana escribes en esa libreta que esto ha sido idea tuya cuando haya que explicárselo a Carl, no quiero morir. – añade con fingido enfado.

Y por primera vez en muchos y muchos días, la carcajada que emana de mi garganta es un sonido real.

Vuelvo a coger la libreta y escribo.

"Yo te protejo, Paul Rovia"

Y le entrego el pedazo de papel.

Esta vez, la carcajada viene de él. 


Abro los ojos para escapar de la pesadilla que parecía llevar horas torturándome.

Mi rostro está bañado en lágrimas.

Mi respiración se ha vuelto igual de errática que el desacompasado latir de mi corazón.

Trago saliva y seco el incesante sudor que el miedo me ha provocado.

El miedo no.

Los Salvadores.

El Santuario.

Y Negan.

Por unos momentos parecía real que me habían encontrado.

Que habían matado a Jesús a mi lado cuando este trataba de defenderme.

Que me habían llevado de vuelta a rastras, dejándome ver en el camino los cadáveres de Maggie y Sasha.

Que me habían encerrado.

Y que habían ejecutado a toda mi familia frente a mi.

Cierro los ojos y los froto con fuerza intentando despejarme.

Observo a Jesús en la cama contigua, que duerme plácidamente ajeno a su ficticia muerte que mi inconsciente me acababa de mostrar.

Me alegra que no se haya despertado, no quería que nadie me viera ahora mismo.

Una agónica pena se había instalado en mi pecho, presionándolo.

Había visto a todos morir ante mis ojos.

En sueños.

Pero lo había visto.

Toda mi familia, por mi culpa.

Todos mis amigos, por mi culpa.

Todos muertos, por mi culpa.

Pinzo el puente de mi nariz.

Me levanto con cuidado de no despertar a Jesús y me hago con el revolver de Rick de nuevo, colocándolo en la parte trasera de mis pantalones, embriagándome así una falsa sensación de seguridad, casi como si este fuera para mi un talismán sagrado y protector.

Cerca de él, todo estaría bien.

Bajo las escaleras de la casa con lentitud para evitar hacer ruidos una vez he salido de la habitación.

El frescor de la noche me embarga cuando cruzo la puerta principal, tanto, que he de frotar mis brazos para entrar ligeramente en calor.

No sé si lo de abrazarme a mi mismo era un mecanismo de defensa contra el frío o un intento de consolación hacia mi mismo.

Qué importa.

Cierto.

Deambulo por la silenciosa comunidad que descansa en la entrada noche, ignorando mi paseo nocturno.

Mis pies se detienen tras llevarme a un lugar que desconocía.

Dos tumbas.

Dos cruces.

Una con un reloj de bolsillo.

La otra con un puro.

Cierro los ojos.

Acababa de entender a quienes pertenecían.

Una punzada de dolor directa al pecho me sacude y oprime cuando soy consciente de que nunca me importó dónde acabaron sus cuerpos.

Nunca me lo pregunté.

Qué hicieron con ellos.

Dónde los enterraron.

Dónde descansaban en paz.

Ahora lo sabía.

Ahora sabía, que estaban en el lugar correcto.

Cerca de a quienes pertenecieron en vida.

Nuevas lágrimas se agolpan al borde de mis ojos.

Estaba harto de llorar, pero últimamente era lo que más fácil me resultaba.

Quizá porque era lo más necesario para mi en este momento.

Quizá siempre lo fue y nunca quise permitirme hacerlo.

Y toda esa presión ha terminado en esto.

En lo que soy.

En lo que mi mente es ahora.

Las lágrimas habían vuelto a descender su trayectoria favorita.

La luna creciente bañaba con su luz las tumbas de dos de los mejores hombres que he conocido en mi vida.

Con la ansiedad consumiendo cada rincón de mi sistema, me siento entre ambas tumbas, hasta estirarme de lado.

Lloro sin consuelo todo lo que no había expresado tras la pérdida de dos grandes amigos.

Lloro sin control lo mucho que me había dolido la muerte de ambos.

Lloro, porque lo necesito.

Sin excusas.

Sin peros.

Sin porqués.

Lloro, porque he de hacerlo.

Porque he de llorarles.

Porque he de pasar el luto que en su día no pude pasar.

Por haberme equivocado de bando.

Por haberme puesto del lado de sus asesinos.

Por todo y por mucho más, lloro hasta sentir que no queda nada más de mi.

Cojo aire repetidas veces, y con un esfuerzo sobrehumano, hablo hacia las dos tumbas.

- Lo... Lo... siento. – sollozo. – ... Lo siento.

Y tras sentirme preso de mi mutismo de nuevo, rompo a llorar en un llanto desesperanzador hasta que mi alma muere un poco más en el proceso.

Hasta no sentir más.

Hasta no poder más.

Hasta caer rendido.

Porque no puedes más.

No, no puedo más.


El sol de la mañana empieza a serme molesto, pero no mucho más que el brazo que me mueve con lentitud para despertarme.

- Eh... - oigo a Sasha decir. – Oye... qué haces aquí. – susurra con suavidad.

Abro los ojos lentamente.

La mujer está agachada frente a mi.

Observo mi alrededor hasta ser consciente de dónde me encuentro.

Las tumbas de Glenn y Abraham me dan los buenos días.

Muerdo mis labios y agacho la cabeza.

Sasha limpia la lágrima que está apunto de brotar de su ojo derecho.

- Me has dado un susto de muerte. – reconoce Jesús de pie al lado de la chica, y entonces le dedico una mirada cargada de unas mudas disculpas, que para mi suerte él parece comprender.

La hermana de Tyresse extiende una mano en mi dirección cuando ya se ha puesto en pie.

- Vamos, hay un grupo recién llegado al que seguro que le encantará verte.

Mi corazón se acelera ante esa frase.

Yo no estaba tan seguro de ello.

Gracias a ambos me pongo en pie.

Sasha me ayuda a caminar agarrada a mi brazo izquierdo.

Y a cada paso que damos hacia la gran puerta de la amurallada comunidad, más se aceleran mis latidos.

Relamo mis labios cuando mi boca se seca.

Detengo mis pasos al llegar a la entrada y escuchar a Maggie hablar con alguien tras la muralla.

- ... está débil, asustado y se niega a hablar. – parece advertir. - Así que, por favor, mantened la calma ¿De acuerdo?

- ¿Quién?

Rick.

Un suspiro tembloroso escapa de entre mis labios.

- Maggie ¿Qué ocurre? ¿A qué tanta urgencia?

Michonne.

De forma casi involuntaria y mecánica, me deshago del agarre de Sasha y avanzo lentamente hacia la puerta.

El mundo empieza a tambalearse bajo mis pies y he de hacer acopio de todas mis fuerzas para mantenerme estable.

Y antes de que logre asumirlo, he cruzado la puerta.

Todas las miradas recaen en mi.

La de Rosita.

La de Tara.

La de Sasha.

La de Jesús.

La de Maggie.

La de Daryl.

La de Carl.

La de Michonne.

Y la de Rick.

Silencio.

- ¿Qué...?

La voz de Michonne se rompe casi al inicio de su frase antes de llevarse las manos a la boca tras ver mi rostro brutalmente malherido.

Mis ojos pasan por los de todos.

Una y otra vez.

Pero cuando mi mirada encuentra la de Rick, todo parece detenerse.

El tiempo.

El mundo.

Todo.

Y nada.

Sus rojizos ojos anegados por las repentinas lágrimas son lo único que logro ver con claridad, por la visión borrosa que las mías me provocan. 

Y es entonces cuando todo el peso de mis acciones cae sobre mi.

Todo lo que he hecho.

Mis palabras.

Mis actos.

Mis gestos.

Cada desprecio.

Cada mala mirada.

Cada horrible palabra.

Un sollozo brota de mi garganta sin que pueda hacer nada para retenerlo.

Aparto la vista.

Muerdo mis labios.

Y vuelvo a mirarle.

No dudo.

Ni un solo segundo.

No lo pienso.

Simplemente actúo.

Una vez más.

Me lanzo a abrazarle casi como si mi vida dependiera de ello.

El hombre entre mis brazos se congela ante mis acciones, pero no tarda ni dos segundos en devolverme el abrazo.

Provocándome un llanto desgarrador.

Obligándome a esconder mi cara en su hombro.

- Tranquilo... - susurra el hombre, impactado, acariciando mi espalda para calmar mi abrumadora ansiedad que había dejado a todos quietos como estatuas. Ignoro el dolor que eso pueda provocarme en mis heridas. – Tranquilo, hijo... Tranquilo...

Más lágrimas llegan a mi ante esa palabra.

Hijo.

Y yo del lado de su torturador.

Hijo.

Y yo del lado de su torturador.

- Áyax... Calma. - titubea Rick aún sobrepasado por la situación, intentando controlar también sus propias lágrimas en el proceso.

Mi respiración se acelera más todavía.

Y la tristeza pasa lentamente a otro estado que conocía demasiado bien.

La rabia.

Muerdo mis labios y me separo ligeramente del hombre.

Alzo la vista hasta clavar mis ojos en los de Rick Grimes.

Cojo aire, y con ello también la fuerza que había estado reservando para esto.

Todo lo que había aguantado.

Todo lo que había vivido.

Todo lo que había superado.

Había sido única y enteramente para este momento.

- Tenías razón. – sentencio. – Desde el principio... Tenías razón.

Al fin.

Rick frunce el ceño unos breves segundos.

Y entonces me mira.

Me mira como antes de que todo esto hubiera pasado.

Me mira como me miró en el tejado de la caravana con Negan bajo nosotros.

Me mira como siempre debería haberlo hecho si yo no le hubiera decepcionado.

Me mira, como si yo acabase de revelar la verdad más absoluta.

Y es que lo era.

- Tenías razón, Rick Grimes. Me equivoqué. Estaba en el bando equivocado. – digo con una firmeza que no sé de dónde parece haber salido, pero que estoy seguro de que ha venido para quedarse. – No tienen salvación. No la merecen. – gruño cuando más lágrimas descienden por mis mejillas. – Todos y cada uno de Los Salvadores han de morir. Hasta que no quede ninguno en pie. Por Abraham... por Glenn. – sentencio.

Entonces saco su revolver de la parte trasera de mis pantalones y se lo entrego.

El expolicía abre sus ojos de par en par.

Y lo coge delicadamente entre sus temblorosas manos.

Inhalo y exhalo con furia.

Jadeo debido al llanto y al esfuerzo que me supone poder pronunciar tantas frases juntas.

Pero merecía la pena.

La ira navega a su libre albedrío como fuego consumiendo mis entrañas.

Dándome el calor que necesito.

Dándome el valor que necesito.

El que buscaba.

El que tenía y no lo sabía.

El que había vuelto, para siempre.

– No será hoy... Ni tampoco mañana... - siseo.

Rick me mira fijamente.

Una ladeada sonrisa empieza a crecer en él.

Y enfunda su revolver en el lugar que le corresponde.

- Pero nadie salvará a Los Salvadores. – sentencia.

Más y más lágrimas brotan de mis ojos.

Y, por primera vez en mucho tiempo, una sincera y visceral sonrisa estira de las comisuras de mis labios.

- No. – respondo entre dientes. - Tenías razón... Hay que matar a Negan.

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