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X. Plegarias Escritas

    Bien dicen que los cambios no ocurren de un día para otro. Que las costumbres son peligrosas cuando llevas demasiado tiempo reproduciendo los mismos patrones dañinos para tu cuerpo, tu mente y tu espíritu; y que decidir cambiar de un día para otro, no significaba que el inicio de esa nueva vida fuese a pasar en un sendero de flores, despejado para el alma arrepentida.

    Quien haya dicho que los cambios ocurrían de esa forma, también debió agregar, entre risas de mofa y notable altanería, que dolían como los mil demonios; como los propios huesos estirándose hasta quebrarse. Cambiar de bien para mal es un dolor paulatino y constante, quizá porque cuando nos hundimos en la miseria, lo hacemos poco a poco, sin saber que nos herimos rauda y profundamente, sin ser conscientes de que nos estamos perdiendo.

    Por el contrario, cambiar de mal para bien, era otro cuento. Porque era fácil hundirse en la autocompasión, pero difícil salir de ella. Y ahora le quedaba claro: Perderse era más fácil que encontrarse.

    Tae Hyung se había encontrado la noche en que Madame le dio su ultimátum, con un nerviosismo increíble en medio del pecho. Con un deseo eufórico de ser otra persona, de dormir y que al día siguiente esas pieles no fueran las suyas, que por arte de magia pudiese conciliar el sueño a una hora prudente y amanecer con mayor color en el rostro, y sin el cansancio insoportable en la espalda. Quería dormir con la esperanza de amanecer vivo al día siguiente, estaba seguro.

    Entonces quizá y solo quizá, iría donde sir Jeon, y le invitaría a una tarde de charlas. Y de música. Tendría entonces... Un amigo de verdad. Una persona con la que podría compartir la vida de una manera un poco menos sombría, pues si lo pensaba con detenimiento, Sir Jeon... Es decir, Sir Min Jung Kook, parecía tener toda la luz que a él le hacía sentir cálido. Esa fue la imagen que guardaba en su memoria, la de la enorme sonrisa en medio del barco, con el viento del océano revolviendo sus cabellos cobrizos y esas mejillas picadas en rojizo; entonces, sin pensarlo realmente, sintió que aquella era una imagen que le gustaría ver en sueños, (a pesar de que habían pasado años en que no soñaba algo precisamente agradable).

    Sí... Quería soñar con Sir Min Jung Kook.

    Con su sonrisa agradable, con sus enormes ojos claros que le miran con expectación, con admiración, sin miedo, sin lástima.

    Por el contrario, se vio a sí mismo envuelto en su edredón, observando fijamente los adornos del dosel, incapaz de conciliar el sueño. Cerraba los ojos pero no dormía, no podía dormir. Su corazón latía muy rápido, los pensamientos volaban todavía más raudos, y por más cansado que se sintiese, no podía perder la consciencia. Dio un par de vueltas en el camastro sin llegar a nada, y entonces comenzaba a desesperarse, y a su consecuencia, las manos se le comenzaban a entumecer. Ni siquiera dormir era algo que pudiera hacer bien. ¿Y así esperaban que no se sintiese miserable?

    Maldición, pensó en ese instante.

    Sus músculos se tensaron y cerraron en contra de su voluntad en un puño tan duro y doloroso que fue a penas soportable. Entonces solo le quedó respirar con la esperanza de que el malestar desapareciera y le permitiera vivir otro día más sin sentir que enloquecía. Inhalaba profundamente y después de unos segundos, exhalaba con amplitud. Sí podía, claro que podía. Tenía qué.

    «No es real, no es real, no es real» se repetía con rapidez en medio de su silencio.

    Al esconderse el sol tras el horizonte, solía sentarse en su escritorio, tomando papel y tinta en sus manos. Pero no pensaba en notas precisamente, no pensaba en melodías, ni en emociones que sintiese deseos de compartir. Los tambores dentro de su mente eran severos. Y cuando por fin podía poner una nota con la tinta, observaba a su mano ser tomada por otra más grande y más huesuda... Y el solo hecho de recordar la sensación era vomitivo.

    Pero no se dejaría vencer. Quizá por eso apartaba los edredones y arrastraba la silla hasta su escritorio, dispuesto a escribir algo para distraerse.

    «No es real, no es real, no es real».

    Y entonces ya no podría conciliar el sueño. Porque habría compuesto alguna melodía de cuarta para algún concertista principiante, pero su corazón no olvidaría jamás al terror que sus alucinaciones le causaban. Y a pesar de que al principio se aseguraba a sí mismo que esas solo eran fantasías producto del trauma, con el tiempo le fue difícil diferenciar a la realidad de la fantasía. ¿Realmente se había entregado al demonio, no es así?, ¿realmente había perdido a su familia por culpa de la avaricia?, ¿cuál era la realidad?, ¿cuál era la mentira?; ¿había hablado con el diablo?

    Y si lo había hecho... ¿había entregado el alma de su hija y de su esposa a cambio...?, ¿a cambio de qué?

    No.

    —No las entregué a ellas —susurró, preso del pánico mientras tomaba asiento y preparaba uno de los papeles, dispuesto a escribir su verdad. Nadie le acompañaba esta noche en la habitación porque le había jurado a Seok Jin que estaría bien y que por primera vez no tenía de qué preocuparse. Se había sentido tan aliviado cuando él solo sonrío con suavidad y mucha amabilidad, antes de darle un cálido abrazo y susurrarle un «confío en ti» que le supo a gloria—. Me entregué a mí mismo, lo juro. Y no por fama, lo sabes bien. Es por eso que tú regresas a mis pesadillas, porque soy tuyo, ¿no lo recuerdas? —exclamó mientras trataba de pensar con claridad.

    Su cuerpo pesado no pudo moverse más cuando logró sentarse al frente del escritorio. Y comenzó a garabatear sinsentidos en las partituras como si la vida se le fuera en ello. Pensando en que quizá no podría ofrecer una amistad saludable a nadie si continuaba en este estado. No podría mirar a la cara a Jung Kook y decirle que todo dentro de su mente y su cuerpo estaba destrozado. No... Un muchachillo tan consentido, tan puro, tan... saludable, no podría permanecer a su lado por más que lo deseara.

    Ah... Y cómo dolía esa realidad.

    —Yo, fui yo. Me entregué a mí mismo. Jamás les habría hecho daño a ellas, lo eran todo para mí. Te rogué por su cura, no por talentos de mierda.  —susurró—. Si sé tocar fue por mí mismo, porque practiqué hasta que me sangraron las manos, ¡no por ti!

    «Mientes» susurra esa horrible voz a su espalda, mientras se inclina sobre su cuerpo y presiona con más fuerza los delicados huesos de sus manos, lo que solo hacen aumentar el dolor que de por sí es perpetuo y sofocante. Tae Hyung soltó un sonoro gemido, sin saber qué hacer con su propio cuerpo, doblando su espalda sobre el escritorio, rogando porque el dolor se acabase. Soltó la pluma por inercia. Pegó una de sus mejillas a la tabla del escritorio y observó a su mano tendida sobre la madera siendo aplastada por esa criatura temible y aterradora. «Eres un ser egocéntrico y despreciable, Tae Hyung. Querías la fama que ahora tienes y por eso entregaste lo primero que se cruzó por tu mente».

    —Eso no es cierto —susurró, casi rogando benevolencia— ¡No es cierto! —exclamó al borde de las lágrimas. Pudo jurar que sentía a sus huesos romperse ante la presión. Y lloró tanto. Lloró muchísimo. Todo lo que no se permitía llorar cuando estaba en frente de sus familiares, incluso más de lo que había demostrado frente a Madame sobre lo que era su dolor y cómo es que lidiaba con él—, ¡eso es lo que ellos juran y perjuran!, ¡LO HAN REPETIDO TANTAS VECES QUE ME HAN HECHO DUDAR SOBRE QUIÉN SOY! — «Pero no lo hice. No por las razones que me adjudican» fracasó en clamar. Y se retorció en el escritorio, incapaz de mover su cuerpo. Dio una rápida mirada al estuche de su violín, acomodado con suavidad en una esquina de la habitación y deseó tanto tenerlo entre las manos para distraer su mente. Pero por más que lo pensaba, era imposible llegar hasta él.

    Y ya no pudo soportarlo. Si ese demonio le estaba tomando de las manos para escribir perversidades y para lastimarlo en el proceso, lo único que debía hacer era acabar con él, ¿no es así? Enfrentarlo como se enfrentan los hombres a sus temores. Y destrozarlo como destrozaban los caballeros a los monstruos.

    Por eso tomó la punta de la pluma que había soltado, entre los dedos de su mano izquierda y divisó los huesos ajenos, esa mano que no era la suya y que le controlaba a su antojo como si fuese una marioneta. Era sacudida de carnes, mucho más delgada y alargada que la suya, y también mucho más pálida. No iba a ganarle. No esta vez. No cuando quizá había pensado en la posibilidad de vivir. No cuando quería sentirse vivo por al menos una vez antes de saberse vencido.

    «Debes desaparecer para dejar de sentir este dolor. Solo así te dejaré libre».

    —¡NO!, ¡me niego, maldito demonio de mierda!

    Así que tomó la pluma de donde había rodado y la levantó en el aire respirando con mucha fuerza, mientras abría los ojos de par en par, incapaz de separar su mano de la mesa, como lo había logrado con la mitad de su cuerpo; y así, con un violento ademán... Dejó caer todo el peso de la pluma sobre el dorso de su mano.

    —¡Tae Hyung, qué demonios estás haciendo! —exclamó el Señor Seok Jin con la bata de dormir a medio cerrar y los pijamas arrugados—. ¡Tae Hyung! —gritó al tiempo en que tomaba de los brazos al músico para impedir que conectara la afilada pluma con sus preciadas manos, con su única herramienta de trabajo, con lo único que le permitía seguir más o menos en pie. Lo había impedido por tan solo un milímetro de distancia y Tae Hyung gruñó en el proceso—. ¡Maestro! Tiene que despertar —jadeó Seok Jin con el sueño espantado por completo. Había escuchado sus mascullos y se apresuró a colocarse la bata lo más rápido que pudo para verificar qué era lo que pasaba—. No es real, ¿lo recuerda?, es una trampa, su mente quiere ponerle una trampa, pero usted es mucho más fuerte.

    —¡Me está lastimando, Seok Jin! —balbuceó él con el rostro bañado en llanto—. Me lastima y no sé cómo hacer que me suelte... ¡No sé cómo! —Tae Hyung gritaba y susurraba por ratos, incapaz de controlar el frenesí al que lo inducía el intenso dolor que se recorre desde los nudillos, a través de los brazos, los hombros y la espalda. Seok Jin chasqueó los dientes con desagrado y preocupación cuando se vio a sí mismo presionando con demasiada fuerza los brazos de su maestro. Lo estaba lastimando. Pero él intentaba apuñalarse todavía con la pluma, y entonces no podía soltarlo.

    ¿No era irónico? Lo hería al intentar evitar que él se hiriese a sí mismo.

    Y entonces solo quedaba esa temible posibilidad. Para Tae Hyung solo había la opción del dolor.

    La cabellera rubia y despeinada de Ji Min asomó por la puerta de la habitación y el niño abrió su boquita con total preocupación; y sin esperar instrucciones del señor Seok Jin, se apresuró a correr hacia el tocador a un lado de la cama y extrajo el pequeño frasco color marrón, cuyas etiquetas prohibían su consumo sin supervisión. El láudano era una substancia alcohólica proveniente del opio, mezclada con azafrán, clavo, canela y vino blanco. No era algo que se llevara por allí para una tarde de copas, y tampoco era popular en su consumo recreativo, solo medicinal.

    Seok Jin tomó el frasco cuando Ji Min se lo extendió, sintiendo que tan solo tenía la mitad, puesto que ya habían usado la primera dosis hacía un mes, en su última crisis. Había pasado un mes sin dolores, un bendito mes. ¿Qué lo había hecho recaer? Tomó a su maestro en brazos, esforzándose por que sacara la cabeza de su encorvamiento y ambos se acuclillaron en el piso.

    —Maestro, guarde la calma, ¿sí? —exclamó Seok Jin con suavidad y al mismo tiempo, firmeza. Todo lo que necesitara para dar confort al alma de su amigo—. Tengo la medicina, pero debe calmarse para poder beberla—. Tae Hyung no parecía escuchar. Se limitaba a gemir en su ensoñación mientras a ratos trataba de soltarse de su agarre mientras se retorcía de dolor. Entonces supo que no respondería y que estaba demasiado perdido en sí mismo—. Ji Min, corazón, muchas gracias. Puedes ir a la cama.

    —P-pero... —exclamó el niño, lleno de preocupación—. El maestro...

    —¡Que te vayas ahora mismo! —reprendió el adulto con severidad, sabiendo que Tae Hyung odiaba que Ji Min le viese en tan deplorables condiciones—. El maestro estará bien, pero necesito concentrarme. ¡Largo de aquí! —Ji Min armó un puchero y con los ojos brillosos salió corriendo de la habitación para esconderse en la suya con Madame, quien no había despertado por gracia divina. Cuando se vio solo, entonces usó la fuerza bruta para atraer el rostro de Tae Hyung hacia sí mismo—. Discúlpame por esto, por favor. —Tomó su cara por la fuerza, enterrando los dedos en sus mejillas mientras lo obligaba a abrir la boca desplazando sus quijadas y forzó la botellita dentro de sus labios. Tae Hyung trataba de empujarlo lejos de sí mismo con fuerzas escuetas, y tampoco parecía ser capaz de mantener el rostro levantado. Parecía ahogarse con la medicina. Sus ojos opacos y empañados en lágrimas parecían perdidos en algún punto de la habitación, y sus cejas yacían torcidas de puro dolor. El mayor de los Kim retiró la botella y tapó su boca por la fuerza para evitar que la escupiera, esperando a que tragara para que aquella fuese una noche como las demás, una en la que podía fingir que esta vida no era lo que era, y que su amado amigo no estaba tan destruido como lo estaba—. Solo unos minutos, ¿bien? Dejará de doler, lo prometo, lo prometo, lo prometo —exclamó Kim, incapaz de filtrar la preocupación y la tristeza de su voz.

    Lo escuchó tragar con dificultad. Y sin soltar su agarre, calculaba de a poco cómo disminuían sus fuerzas, hasta dejar de luchar por completo.

    Al cabo de un rato, Tae Hyung dejó de llorar. Su cabeza caía flácida hacia los costados cuando le removía un poco, a pesar de que estaba mínimamente despierto, aletargado por la droga. Aprovechó Seok Jin entonces para acomodar sus piernas y poderlo tomar cómodamente. Y cuando el joven músico cerró los ojos por completo, Kim se permitió respirar de nuevo. Lo escuchaba dormir, quizá por el esfuerzo, el cansancio, no estaba seguro. Y lo tomó en brazos, viendo su rostro triste descansar. No podía drogarlo para dormir todas las noches, lo sabía muy bien, pero esa había sido una emergencia y no había otra opción. Madame tendría que entender cuando le explicase la situación al día siguiente.

    —¿Qué pasó, Tae...? —preguntó, incapaz de entender por qué había caído en una crisis cuando había pasado tanto sin una. ¿Qué la había detonado?—. ¿Qué estabas haciendo, eh? —Hacía sus preguntas al vacío, al aire, con la esperanza de que las motas de polvo le dieran una explicación coherente—, ¿por qué tienes que encerrarte en el pasado? —preguntó con una pizca de reproche entre tanta preocupación y amor—, ¿por qué escuchas de las malas lenguas todo lo que tienen para decirte, pero de mí no escuchas ni la más mínima oración? —exclamó con suma tristeza, incapaz de evitar el quiebre de su voz, al tiempo en que se inclinaba solo un poco y, apartando por un momento los cabellos húmedos de su cara, daba un suave beso en su frente.

    Suspiró tan ampliamente como en mucho tiempo no se veía a sí mismo suspirar y lo abrazó muy fuerte, provocando que sus brazos se levantaran un poco, pese a yacer laxos a los costados. Y frunció las cejas con dolor, pues a pesar de no compartir sangre directa, Tae Hyung era su hermanito. A quien había visto crecer con el tiempo, y quien había sido de las pocas personas que lo había apoyado cuando decidió dejar atrás todo lo que pertenecer a su familia significaba. Porque Seok Jin quería viajar por el mundo, y un Kim no debe rebajarse a deambular como mundano. Porque él quería servir a su hermana y a su dulce y alegre cuñado, ese que tenía talento con el violín... Pero un Kim no puede rebajarse a ser un simple sirviente, mucho menos cuando su hermana menor había contraído nupcias con él.

    No... Seok Jin no era un sirviente. Seok Jin era un hombre que había tenido el valor suficiente para mirar a su padre a la cara y decirle «Seguiré a mi cuñado y a mi hermana y les serviré, porque siento que esa es mi genuina felicidad». Por supuesto que su padre no estuvo de acuerdo. Mucho menos al enterarse que su hermana estuvo de acuerdo desde el principio. Y aunque el padre de Seok Jin asistió a la boda de su hija menor con Sir Kim, no miró a su hijo mayor a la cara, pero ni por un segundo. Es más, negó siquiera tener un hijo varón. Desde ese momento, el padre de Seok Jin había decidido que solo tuvo una hija.

    Su hija se casó con un noble, un rico con buen apellido y una prometedora carrera como virtuoso. ¿El muchacho delgado con quien compartía apellido? A ese no lo conocía.

    Y por supuesto que no se arrepintió en lo más mínimo. Es más, disfrutó con genuino regocijo el enojo de su padre cuando hizo sus maletas y se mudó a la Casona de su hermana con su nuevo esposo. Pues si ese hombre había sacado a su dulce hermanita de la más profunda de las desdichas al lado de su padre, (quien se habría encargado de hacerla infeliz en los dieciséis años que vivió con él), entonces Seok Jin no querría hacer más con su vida que agradecerle por el final de los tiempos.

    Para los demás, a Seok Jin no se le podía ver más que como a un sirviente.

    Pero Seok Jin sabía la verdad, y no se arrepentía de nada. No, no era solo un sirviente. Era un hombre libre, libre de apellidos, libre de mandatos, libre de imposiciones externas y también libre de malditos testamentos. Si esta era la vida que tenía, era porque la había escogido con sus propias manos y no se arrepentía en lo más mínimo. ¿Cómo arrepentirte de una acción que haces por el más puro amor? Amor a una hermanita. Y agradecimiento al hombre que la salvó.

    ¿Y cómo podía abandonarlo en esta situación tan difícil?, cuando fue ese mismo amor que tenía a su hermana quien le orilló a decir demasiadas cosas de las que quizá hoy se arrepiente.

    Seok Jin suspiró sacudiéndose de los recuerdos, y entonces se decidió a cargar el cuerpo dormido de Tae Hyung para acomodarlo en la cama. El tramo fue corto, y el muchacho estaba tan famélico que no tuvo que hacer muchos esfuerzos para cargarlo.

    Lo arropó y rezó también por su sueño.

    Debía haber algo más que pudiese hacer, pero... ¿Qué?

    Al caminar hacia la mesa de estudio, en donde el músico solía sentarse a componer sus melodías, divisó una partitura con tan solo dos compases empezados y la tinta escurriéndose por una esquina, gracias al tintero caído. Y no pudo sentirse más desconcertado cuando leyó en la parte superior de esa hoja el título:

    «Quiero vivir».

    Y abajo como anotación:

    «Déjame hacerlo».

    La tomó entre las manos sintiéndolas temblar, sin saber con exactitud qué pensar acerca de ellas. Y, de alguna manera, se supo esperanzado. Porque quizá esa crisis había sido la primera lucha de muchas, una en la que por fin lo que sea que le hiciera maldad a Tae Hyung, lo veía con el peligro de perder su control sobre él. Seok Jin no cree en los tratos con el demonio, ni tampoco cree en el diablo que custodia los infiernos. Pero quizá y solo quizá, ese malestar tan terrible que no le había visto en meses, era el comienzo de una larga lucha. Una que por fin, por primera vez en años, quizá... Tae Hyung tenía deseos de ganar.

14032022 | Love, Sam 🌷

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