Devil
La casualidad y el destino se hacen
Año 1592
—¿Oficial Shin?
La pálida mano se cerró en un apretado puño con el brazo en alto y el resto de los soldados guardaron silencio. Más de uno contuvo la respiración.
El viento silbó.
De nueva cuenta, un crujido y el oficial movió la cara buscando el origen del extraño ruido. Por más de un minuto ninguno de los veinte soldados que lo acompañaban se movió y él tampoco lo hizo.
Finalmente, descubrió otra pista. Las hojas parcialmente verdes se sacudieron en un punto específico. Algo o alguien se escondía ahí y no pasaría mucho para descubrirlo.
—Jeong —susurró. El brazo musculoso y pálido, protegido por la tela azul de cáñamo, se extendió y en un segundo tuvo el arco sobre la mano.
—¿Señor?
—Shh.
El soldado asintió apretando las correas del caballo castaño claro.
Shin tomó una de las flechas que guardaba en su espalda y la acomodó en el arco sin perder de vista su objetivo. Los ojos marrones se entrecerraron mientras su respiración disminuía en intensidad. Corrigió la línea de la flecha esperando por otro movimiento del animal. Las hojas volvieron a moverse pero esta vez con violencia, Shin sonrió. Ya lo tenía.
—¡NO!
Quitó los dedos soltando la flecha. Sin embargo, no dio en el blanco. Había fallado. Veinticinco años entrenando, practicando y perfeccionando su puntería, más de cien hombres asesinados a cuenta de su perfecta destreza para que al final terminara desviando la flecha. Absurdo.
¿Merecía ser llamado Oficial?
Si. Había fallado pero no por cuenta propia y de ser así, seguía siendo mejor que todos esos soldados de carácter débil.
Sus ojos se clavaron en el árbol dónde ahora descansaba una de sus tan apreciadas flechas. Tensó la mandíbula bajando poco a poco el arma de madera.
—L-lo siento —Jeong tragó saliva mirando sobre su hombro a su compañero soldado más cercano. El hombre junto a él bajó la cabeza fingiendo no sentir la penetrante mirada. —E-es un niño.
—¿Qué?
El soldado aclaró la garganta.
—Es un niño, oficial Shin —exclamó con la voz más clara que pudo. Saltó del caballo corriendo al encuentro con el infante.
Shin regresó la vista al frente. Dejó que uno de los soldados tomara el arco y sujetó las correas del caballo negro.
—Andando —gruñó.
Con la misma mirada fría que atravesaba la carne caliente de sus enemigos con su espada, avanzó por el camino empedrado ignorando la presencia del niño al que instantes antes estaba por arrebatarle la vida. Las pisadas del caballo oscuro fueron pesadas y fuertes como la voz de su amo.
Nadie se atrevió a contradecirlo y a pesar de sentir pena por el niño, cogieron las correas de sus caballos y siguieron fielmente a su líder. Sus opciones de vida eran pocas, morir como un miserable entre la pobreza y el hambre o morir con honor codo a codo al poderoso oficial Shin.
Shin.
Un apellido que helaba la sangre de sus contrincantes. Conocido por el número de vidas arrebatadas con su arco y espada. Habían sido pocas las veces que usó las manos directamente para matar a un soldado japonés. Solía decir que la sangre de los japoneses no valía lo suficiente para ensuciar la palidez de su piel, más nunca se negó a un combate cuerpo a cuerpo. Cada cierto tiempo viajaba en compañía de sus propios reclutas entre los pueblos de la frontera para mantener los límites a salvo y nadie le impedía el paso. Y aunque así fuera. El oficial Shin no obedecía otras reglas que no fueran las mismas impuestas por él.
—Hemos llegando, oficial —habló uno de sus soldados más obedientes. Hoseok lo relacionaba con un enorme oso. —Haeju.
El hombre de imponente presencia miró a los pocos habitantes que llenaban la plaza. No hubo nada que llamara su atención en primera instancia. De un salto bajó del caballo y con el rostro ilegible jaló la soja que controla a su cabello.
—Guíame a la posada —le ordenó a un muchachito de ropas roídas y amarillentas.
Asustado, el chico asintió y luego de sacudir sus manos en el viejo pantalón, salió corriendo en dirección a la posada más cercana.
—Caminen. Ya me he atrasado demasiado por ustedes —El oficial no olvidaba el atrevimiento de uno de sus soldados. Interferir en sus decisiones merecía un castigo mayor, pero el soldado era lo bastante competente para mantenerse a su lado.
Las potentes pisadas de los caballos alertaban a los habitantes que se cruzaban por su paso. El reducido ejército era capaz de infundir más terror que los mismos japoneses que buscaban apoderarse del país. Respeto, miedo y odio. Tres poderosos sentimientos que transmitían las miradas de aquellos que se escondían entre las sombras, ningún valiente para enfrentarlos.
—Un cubo de agua y alcohol —espetó abriendo las puertas dobles de la humilde vivienda. Comparada con los campamentos en territorio de guerra, era un palacio.
—¿Partiremos mañana?
Shin negó, soltándose las dagas que resguardaba entre sus pesadas ropas. Un sonido áspero llenó las paredes de papel e hizo saltar a la mujer que observaba de pie detrás del soldado.
—Esperaremos.
Son entró a la pequeña habitación y cerró las puertas. Todavía podía escuchar a los quejidos de cansancio de sus hombres, cansancio que no se atrevían a expresar delante de él.
—¿Qué le dijo el mensajero?
Él lo miró. —¿Por qué insinúas que recibí noticias?
—Nunca toma antes de viajar.
Son era el soldado más fiel. Atento a cualquier minúsculo detalle, siempre listo para actuar.
—Se acercan por la frontera este. Cuarenta o cincuenta de ellos —murmuró, sentándose en el polvoroso suelo —Gyeonggi-do es la entrada más vulnerable a la ciudad principal. Si logran entrar a Haeju, no será difícil atravesar Gyeonggi-do.
El moreno asintió. Cruzó las manos tras su espalda y frunció el ceño.
—No es un pueblo preparado para guerra. La mayoría de los habitantes son campesinos y el resto mercaderes.
Shin sonrió. Llenó su copa de cobre con vino hasta hacerla derramar sobre la mesa. La mirada oscura se mantuvo sobre el líquido goteante.
—Por eso estamos aquí.
Una semana después de su llegada al pueblo los piratas japoneses aparecieron entre las montañas, tras los campos de siembra de Haeju. La tropa del oficial Shin los esperaba escondidos entre las sombras de los árboles. Moviéndose como espectros, fluyendo con el aire sin ningún limitante. Con destreza y precisión derrotaron al ejército contrario antes de siquiera avanzar un metro.
—¿Cómo sabían que vendrían? —preguntó un vendedor de pieles a su empleado, un chico que no rondaba ni los quince años.
—Con ellos aquí, la guerra es segura —comentó una mujer, sorprendida por sus trajes cubiertos de sangre.
El oficial Shin entró al pueblo con la cabeza en alto y sin una sola expresión. Los halagos y comentarios de agradecimiento no causaron ni una sola emoción en él. La guerra continuaba, él y sus hombros solo habían aplacado una llama del fuego que estaba por cubrir su nación.
—Debería celebrar, oficial.
Son le ofreció una copa que no rechazó. —Celebraré cuando nuestras tierras estén limpias de esa molesta plaga —gruñó.
—Y mientras eso sucede, ¿se quedará ahí sentado contemplado a sus soldados disfrutar?
Shin hizo una mueca semejante a una sonrisa.
—Están cansados. Se lo han ganado.
—Todos.
Inclinó su torso en reposo y se alejó en silencio hacia el grupo de compañeros que lo invitaban a una ronda más de cerveza.
Shin abandonó su puesto en la esquina más oscura del bar y caminó entre las penumbras hasta llegar a la salida sin ser visto. El aire frío de la noche acarició su piel blanca, que constantemente se manchaba de sangre. No era un asesino. No. Sus acciones tenían un por qué. Todos y cada uno de los hombres que había atravesado con su espada en algún momento acabaron una vida inocente. La primera noche que usó sus manos para matar, el frío calaba los huesos, el viento permanecía quieto y la luna brillaba mínimamente. Su madre y hermano, con los ojos cerrados sobre un enorme charco de sangre y una daga en sus pechos. La pequeña casa donde fue criado se consumía lentamente por las llamas y la sonrisa del responsable, muy cerca de él.
Abrió los ojos ajeno al momento en que los cerró. Caminó sin especifico con la sola intención de alejarse de sus recuerdos. Sus manos se mantuvieron en su espalda y sus hombros alineados en todo momento, con los sentidos alerta. Un juego de voces con un acento, ajeno al pueblo, captó su atención.
Viajeros.
Sus vestidos coloridos y la alegría en sus rostros lo confirmó.
Hoseok observó a los recién llegados un par de minutos solo para confirmar que eran compatriotas y al hacer quiso apartar su mirada, sin embargo, quedó atrapado en un profundo abismo. Una oscuridad hermosa que inmovilizaba sus sentidos. El lado humado que había creído desaparecido renació por una sonrisa. La razón para continuar defendiendo a Joseon estaba ahí, a unos cuantos metros de distancia. Cabello largo azabache recogido en un rodete apretado, piel abrazada por los rayos del sol, complexión perfecta para encajar en los brazos fuertes del oficial, labios coloreados de un rojo opaco y los ojos más bellos de todo el reino.
—Buenas noches —él lo saludó al verlo pasar por los limites de la vivienda.
Sus ojos fríos sumados a su monumental cuerpo, enfundado en el uniforme que lo distinguía como como oficial, ponían a temblar a cualquiera, bastaba con mirar sobre su hombro para volver cenizas a su oponente. Pero no a él. Pocas veces había presenciado un valiente, como lo era aquel joven que continuaba sonriendo con toda su cara, aun cuando Shin no le correspondía.
Inclinó la cabeza marchando de vuelta a la posada. No miró hacia atrás, pero sentía los ojos caramelos en su espalda y un par más.
La llegada de la nueva familia suavizó el ambiente, que se tensó cuando los soldados del oficial Shin se concentraron en el pueblo. Una belleza escritora y un experto astrónomo, la pareja perfecta para llenar las plazas con gente curiosa por sus variadas anécdotas de viajes.
Al oficial Shin poco le importaban esas historia, él también había viajado y para fortuna de pocos, él si conocía la realidad de todas esas "mágicas tierras". La estadía en Haeju se extendió más de lo esperado, un mensajero de la tropa del norte avisaban un nuevo desplazamiento de piratas japoneses.
—Han pasado tres días desde que los piratas debieron haber atacado y todavía no tenemos señales de ellos.
Shin lo ignoró. Movió el paño a través de la hoja afilada de su flecha, sintió la piel hundirse en un delgado camino por donde el filo pasaba. No hubo daños. Sabía lo que hacía. Un poco más de fuerza y los callos en sus dedos cederían liberando el espeso líquido rojo que le recordaba su naturalidad.
—Buenas tardes. —La voz ronca paralizó su respiración por un segundo. Los vellos invisibles en sus brazos se crisparon y sus manos empuñaron con verdadera fuerza el objeto filoso.
—No debería estar aquí —bramó el moreno, inquiero con la presencia del joven —. Si me permite, lo puedo acompañar de vuelta al grupo.
El joven sonrió.
—No hace falta —dirigió su mirada hacia el oficial, quién se mantenía ajeno a su presencia —. Mi madre y yo hemos preparado panes esta mañana y tomé unos para traérselos. Todos en el pueblo están agradecidos por la protección que nos han brindado y yo también quiero agradecerles.
La canasta que había estado sosteniendo con delicadeza desde que salió de su hogar, quedó en manos del gigantesco hombre de piel canela. Su cuerpo se dobló en una reverencia perfecta y al volver a su altura, una sonrisa cubría su rostro inmaculado.
—Mi nombre es Chae Hyungwon, estoy a su servicio. —Su voz rasposa fue una delicia para los odios de Hoseok. Por primera vez, los ojos de ambos se conectaron y el hielo que encerraba su pecho se quebró. El calor inundó su alma, como una llamarada opacó la oscuridad que lo rodeaba.
Luego de vengar la muerte de su madre y hermano no tuvo otro deseo que no implicara la libertad de su nación. Hasta ese momento. Lo quería. Quería todo de ese hombre que sonreía delante suyo como la estrella más brillante. Los siguientes días dedicó su tiempo libre a apreciarlo desde la lejanía, estudiando su rutina, sus hábitos y descubriendo lo mucho que lo necesitaba.
Hyungwon no era como esas mujeres con las que se acostaba para mantener a raya sus demonios. No. Hyungwon era ideal para liberarlos. En el campo de batalla era semejante a una pantera, actuando en forma lenta, cauta y sigilosa, pero con Hyungwon sus acciones diferían. El deseo de poseer esa alma pura, bondadosa, blanca incrementaba con el pasar de los días. Verlo a la distancia, imaginar su voz suplicando y el sabor de su piel, se volvió insuficiente aquella tarde cuando lo descubrió bañándose en el lago.
Una noche tragada por la luna, una habitación sin luz
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