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| ❂ | Capítulo 12.


A pesar de quedar pendiente una última prueba, el rey Oberón no perdió oportunidad de alardear de su habilidad como anfitrión. Decidió celebrar un par de ostentosas fiestas con la excusa de evitar que el ánimo de todos sus invitados decayera hasta la llegada de la última prueba, que seguía siendo un misterio; Sinéad me comentó en voz baja que todo aquello se trataba de una cortina de humo: el rey de Verano estaba allanando el camino para cuando su hijo ganara el Torneo.

Todo el mundo parecía haber dado por supuesto que el Campeón sería Keiran, pues sus resultados en las anteriores pruebas le avalaban como el candidato con más posibilidades. Y eso enorgullecía hasta límites insospechados a su padre.

El príncipe, por el contrario...

Había podido comprobar cómo el estado de Keiran no mejoraba. Su tez permanecía de un enfermizo color ceniciento a conjunto con unas profundas ojeras; las sonrisas que dedicaba a su público solían ser tensas o demasiado forzadas. Nunca se quedaba mucho tiempo cuando las jovencitas le salían a su paso para intentar interceptarlo y llamar su atención.

Incluso tenía la sospecha de que había empezado a evitar a la gente.

El humor de Atticus también se vio afectado por el repentino cambio de comportamiento de su hermano mayor. Nos veíamos la mayor parte del tiempo en la biblioteca y yo dejaba a mi prometido con la cabeza metida entre sus libros —el único consuelo que parecía encontrar tras ver el lamentable estado en el que se encontraba Keiran— para poder conocer mejor los rincones de aquel lugar y, aunque no quisiera reconocerlo en voz alta, para investigar más de cerca el misterioso tapiz. La pequeña anécdota que había contado Keiran sobre su abuela y las historias prohibidas que solía contarle de niño me habían llamado mucho la atención.

Aquella misma mañana, siguiendo nuestra habitual rutina, dejé a Atticus en la mesa, enfrascado en otro voluminoso libro, para proseguir con mi infructuosa investigación del tapiz; en mis anteriores intentos había tratado de repetir lo sucedido la primera vez que lo vi, pero la cara oculta no había vuelto a mostrárseme.

Respiré hondo cuando me situé frente al tapiz, contemplándolo con el ceño fruncido. El mapa que mostraba me resultaba familiar, pues había crecido estudiando copias exactas junto a los profesores que la reina Mab había designado; sin embargo, había uno distinto. Ese tapiz escondía un mapa secreto.

Y yo quería volver a verlo.

Apuntalé bien mis pies en la alfombra que había bajo ellos y tomé aire con cuidado. Alcé las palmas con claras intenciones: las apoyé sobre la tela, notando la aspereza contra mi piel; recorrí con mi mirada los trazos que delimitaban las distintas cortes y mi mirada se quedó clavada más tiempo de lo normal en la parte que pertenecía a la Corte de Invierno.

Inspiré hondo y cerré los ojos, intentando concentrarme. Sentí la magia que rodeaba el tapiz... una magia que me cosquilleó en la yema de los dedos, despertando mi propia magia; apreté los dientes para contener el gemido que pugnaba por escapárseme ante el terror de perder el control de nuevo.

Había seguido el consejo de Sinéad y no había usado la otra magia. Sin embargo, el tapiz estaba consiguiendo hacerla emerger, como si fueran dos viejas amigas que se reunieran después de mucho tiempo.

El cosquilleo aumentó, además de una extraña calidez que parecía proceder de mis propias palmas.

Apreté con más fuerza mis mandíbulas al abrir los ojos y toparme con el otro mapa, el que se mantenía escondido bajo una capa de magia. Aparté mis manos del tejido, contemplando boquiabierta el tapiz secreto; recorrí las líneas de texto que no podía entender y estudié la disposición que mostraba el mapa.

Tal y como había visto la primera vez, podía apreciarse que existían dos grandes cortes mientras que las otras tenían un tamaño más reducido... como si dependieran de las otras dos desconocidas; estudié las zonas que debían pertenecer a la Corte de Verano y a la Corte de Invierno respectivamente.

Acaricié con cuidado el pequeño escudo del guiverno.

Luego desvié la mirada hacia los otros dos escudos que no conocía. Uno de ellos tenía la cabeza de un unicornio rodeada de un halo que parecía estar hecho de luz; el otro, por el contrario, era un cuervo con las alas extendidas y el pico abierto.

Me recorrió un escalofrío de pavor al contemplar el segundo escudo, el ave tenía los ojos rojos y parecía estar contemplándome.

—Maeve.

La voz de Atticus había sonado demasiado cerca de donde yo me encontraba. De manera inconsciente me aparté del tapiz y el pequeño hilo que nos había conectado se rompió abruptamente, devolviendo al mapa su antigua apariencia; fui hacia una de las estanterías —procurando alejarme lo suficiente de la que tenía libros dedicados a la geografía— mientras escuchaba los pasos de mi prometido. Me puse de puntillas frente una de las estanterías que más lejos se encontraba del tapiz y fingí que intentaba alcanzar uno de los volúmenes que estaban en los últimos estantes.

—Aquí estás. —El suspiro de Atticus resonó con claridad en aquel pasillo.

Ladeé la cabeza en su dirección, consciente del desembocado latir de mi corazón y las palmas sudorosas. La imagen del mapa secreto se había quedado grabada en mi cabeza, aumentando los nervios y la emoción de haber conseguido revertir el sortilegio del tapiz por segunda vez.

Atticus se acercó hasta donde yo me encontraba de puntillas, con una media sonrisa y su mirada color miel dulcificada por haberme encontrando en semejante apuro. Yo le devolví la sonrisa, permitiéndole que se situara a mi lado; nuestra relación estaba volviendo a su cauce y mi incomodidad estaba desapareciendo a cada momento que pasaba en su compañía.

Me ayudaba a mantener a raya los malos recuerdos y a que Cathima no tuviera que proporcionarme el bebedizo de la noche de la tercera prueba.

—¿Has terminado ya? —pregunté.

A las puertas de la clausura del Torneo, el rey Oberón parecía haber pedido a Atticus que se pusiera al día con sus deberes como diplomático. Después de nuestra boda, él sería enviado a que viajara por las cortes; mi hermano había tenido que pasar largos períodos lejos de casa, yendo de un lado a otro.

La Corte de Verano se convertiría en mi nueva prisión.

Y luego mi madre empezaría su venganza.

—Hagamos algo divertido, entonces.

Al anochecer alcanzamos de nuevo las caballerizas reales. Atticus me había llevado hacia el claro con el pequeño lago donde su hermano mayor me había conducido en una única ocasión; los bajos empapados de mi vestido hacían sonidos húmedos a cada paso que dábamos. En la orilla habíamos terminado sumidos en una divertida guerra de agua, donde nuestras ropas se habían llevado la peor parte.

Atticus sacudió sus cabellos mojados, salpicándome con diminutas gotas de agua fría; me recogí las pesadas faldas llenas de agua, aferrando en mi otra mano las riendas de mi caballo. Los mozos no tardaron en aparecer en nuestro camino, deshaciéndose en reverencias y palabras de alabanza.

Una vez dejamos los caballos en buenas manos, despedí a mi prometido mientras se dirigía hacia el ala privada de la familia real en el palacio. Me quedé en los jardines, observando cómo Atticus desaparecía en la oscuridad; cuando me quedé sola, bajé la mirada hacia mis faldas húmedas. Durante el tiempo que habíamos estado en la orilla jugando, había podido sentir cómo hubiera sido mi vida de no haberme convertido en la prisionera de mi propia madre.

Di media vuelta, con intenciones de subir a mi habitación, cuando me topé con un cuerpo obstaculizándome el camino; se me escapó un gritito al subir la mirada hasta su rostro. Keiran me observaba con una expresión sombría, con sus ojos de color ámbar reluciendo en la oscuridad.

—¿Con la cabeza en otra parte? —preguntó, aunque no aprecié ningún tono burlón en sus palabras.

Abrí la boca para responder, pero entonces capté que su brazo izquierdo estaba doblado, como si quisiera ocultar...

—¡Tu mano! —exclamé, incapaz de ocultar la impresión de ver la sangre que la recubría.

Keiran se removió con incomodidad, permitiéndome ver con mayor claridad su mano izquierda ensangrentada y con aspecto de necesitar ayuda inmediatamente. Bajo la luz de la luna su palidez le dio un escalofriante aire cadavérico, empeorado por las profundas ojeras de las noches en vela.

—No es nada —masculló.

Le fulminé con la mirada y aferré su muñeca con decisión.

Keiran trató de que yo la soltara, estableciéndose entre nosotros un absurdo tira y afloja un tanto pueril.

—¿Has decidido que sería una buena idea pegar a alguien? —pregunté con sorna.

—¿Por quién me tomas?

En aquella ocasión fue él quien me fulminó a mí con la mirada. Yo aún mantenía su muñeca entre mis manos, notando su pulso bajo mis pulgares; la calidez de su piel y su magia me provocó un vuelco en el estómago. Su cercanía y contacto me agitaron hasta puntos insospechados.

Carraspeé para intentar deshacerme de la incomodidad que había aparecido al ser consciente de la cercanía que había entre nosotros.

—Necesitas que alguien te cure esa mano —insistí.

El rey Oberón tendría a su servicio un numeroso equipo de sanadores a su disposición. Aferré con más energía la muñeca de la mano herida del príncipe, con la convicción de ayudar a Keiran y luego marcharme a mi habitación; el rostro de Keiran no mudó de expresión, aunque no parecía estar dispuesto a permitir que nadie se acercara a su mano casi destrozada.

—Keiran —presioné.

Sacudió el brazo para que soltara su muñeca y yo lo permití a regañadientes. Observé cómo pegaba su mano al pecho, provocando que su rostro se contrajera en una ligera mueca de malestar por el dolor que debía producirle el estado en el que se encontraba.

—No quiero que ningún sanador me cure la mano —dijo con obstinación.

—¿Qué? —Exhalé, desconcertada.

Keiran me miró, entrecerrando los ojos.

—No quiero ningún hechizo de curación —repitió con lentitud.

Mi mirada alternaba entre su rostro y su mano herida. No entendía la reticencia que estaba poniendo Keiran a que alguno de sus sanadores privados usara su magia para curar su mano; tampoco entendía qué había sucedido para que el príncipe heredero hubiera terminado con una mano casi destrozada.

Pensé en Atticus, en el horror que le embargaría si se encontrara allí en ese instante. Quizá él ya hubiera logrado convencerle.

—Pero... tu mano... Keiran —balbuceé—. Por favor.

Mis mejillas ardieron cuando me escuché casi suplicando. Suplicándole para que alguien se hiciera cargo de su mano sangrante.

Me recordé que teníamos una tregua y que lo había hecho porque estaba pensando en Atticus, en lo preocupado que estaría si supiera el estado en el que me había encontrado a su hermano mayor.

Keiran me estudió en silencio, con los labios fruncidos.

—¿Sabes curar sin... magia? —preguntó.

—Eh... —Dudé unos segundos antes de responder—. Sí.

Marmaduc me había enseñado poco tiempo después de que empezáramos nuestras clases. Mis conocimientos eran básicos, pues el viejo capitán de la guardia se había limitado a enseñarme lo menos complicado para cuando me hiriera a mí misma; esperé que fuera suficiente para encargarme de la mano herida de Keiran.

Keiran resopló y me hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera. Eché un rápido vistazo a nuestro alrededor antes de echar a andar tras el príncipe, quien había tratado de ocultar su mano herida por si acaso se veía sorprendido de nuevo; fruncí el ceño cuando vi el edificio de armas.

Sin embargo, Keiran torció antes de alcanzar la puerta que conducía a su interior. En su lugar, eligió otra mucho más discreta; ralenticé mis pasos y traté de ver lo que había tras esa puerta por encima del hombro del príncipe.

Keiran empujó con el hombro la puerta para abrirla para que pudiésemos acceder al interior de aquel sitio. Respiré hondo cuando supe que se trataba de una improvisada enfermería, seguramente la que usaban los jóvenes que se preparaban para entrar en el ejército cuando resultaban heridos en alguna práctica.

Observé aquel cubículo mientras Keiran se encargaba de buscar lo necesario para llevar a cabo las curas. Lo dejó todo sobre una camilla y se subió de un brinco, lanzándome una mirada especulativa.

—¿Realmente sabes hacerlo? —quiso asegurarse, demostrando que tenía sus dudas al respecto.

Me acerqué en silencio, escuchando los sonidos pegajosos que producían mis faldas contra el suelo de piedra. Keiran había desviado la mirada para hacer inventario de todo lo que había cogido de los armarios.

—Necesitaré agua caliente para poder retirar la sangre —contesté en su lugar.

Keiran enarcó una ceja.

—Tú pones el agua —dijo, señalándome con la mano sana; luego se señaló a sí mismo—. Yo la caliento.

Cogí la palangana que Keiran había usado a modo de cesta y saqué su contenido con cuidado. La piedra de energía que llevaba escondida bajo el escote de mi vestido palpitó cuando hice emerger mi magia; cogí aire y procedí a llenar un poco la palangana con ella.

Ignoré la mirada de interés de Keiran ante mis movimientos y traté de centrar en seguir con mi intención inicial. Una vez tuve una cantidad suficiente, le cedí el paso a Keiran para que se encargara de su parte; me crucé de brazos mientras contemplaba al príncipe hacer uso de su propia magia para subir la temperatura del agua. De manera inconsciente empecé a intentar encontrar la respuesta a la mano herida de Keiran.

Y si aquello —el hecho de regresar a palacio a esas horas con heridas de esa índole— era algo habitual en el príncipe heredero.

Keiran retiró la mano del agua cuando creyó que había alcanzado la temperatura idónea y me lanzó una mirada elocuente. Fruncí los labios ante las dudas que parecían seguir ocupando su mente sobre mis aptitudes para poder curar su mano sin necesidad de usar la magia.

—Dame tu mano —le pedí, alzando la mía.

La sangre seguía cubriendo cada palmo de su mano, aunque parecía haberse detenido su flujo. El estómago se me agitó ante la visión más cerca de lo destrozada, trayendo a mi memoria la noche que huí de la playa, cuando Atticus y yo decidimos desobedecer las órdenes para ir a celebrar el Dúlamán lejos de palacio, y me topé con los mercenarios que Puck había enviado tras mi pista para acabar conmigo.

Contuve el aliento, empujando esas imágenes al fondo de mi mente. La mirada de Keiran seguía con atención cada uno de mis movimientos, aumentando el nudo de nervios que había empezado a formárseme en la boca de mi estómago.

—Tengo que limpiar la mano y retirar la sangre —le expliqué, sin desviar la mirada de ella.

Empecé a sumergirla con sumo cuidado dentro de la palangana de agua caliente. Mi mirada se desvió de manera apresurada hacia el rostro de Keiran nada más escuchar el siseo de dolor que emitió cuando el agua cubrió la mano herida; el rostro del príncipe estaba tenso, con la mirada clavada en mis manos sosteniendo la suya dentro de la palangana. Dudé unos segundos antes de empezar a frotar la mano herida con mis pulgares, eliminando la sangre y permitiéndome ver que Keiran había terminado con los nudillos destrozados; tragué saliva de nuevo ante la impresión de contemplar el aspecto que presentaba la mano, ahora libre de sangre.

Se me escapó un respingo cuando apreté uno de sus nudillos heridos y él trató de retirar la mano a causa del dolor.

Murmuré una disculpa mientras procedía con mucho más cuidado.

—Sé lo que estás pensando —la tensa voz de Keiran me sobresaltó.

Alcé mi mirada hasta su rostro. Su mirada ya se encontraba clavada en mí, con una intensidad que me resultó casi intimidatoria.

—Crees que he ido a la ciudad, a cualquier antro de mala muerte, para beber sin control y meterme en disputas con otros borrachos —continuó hablando, manteniéndome la mirada para intentar comprobar si mi reacción me delataba—. Quizá creas que estoy ebrio en estos mismos instantes.

Me obligué a sostenerle la mirada.

—No hueles a alcohol —apunté con cautela—. Y pareces bastante lúcido para afirmar estar borracho.

Keiran esbozó una media sonrisa, satisfecho con mis observaciones sobre su estado.

Bajé la mirada de nuevo hacia su mano herida y cogí una toalla para poder secar la mano de Keiran antes de proceder al siguiente paso en su cura. Noté la rigidez cuando la tela de la toalla tocó sus nudillos heridos, además del esfuerzo que estaba haciendo para no maldecir en voz alta a causa de la molestia.

Ignoré las manchas rosadas de la tela y tomé uno de los frascos de cristal que Keiran había cogido prestados de los armarios de la enfermería. Si el contacto con el agua caliente —y luego con la toalla— le había resultado molesto, cuando usara los ungüentos sería peor.

Descorché con los dientes el frasco y sacudí con precaución su contenido, agitándolo antes de aplicarlo sobre los nudillos. Mi nariz se frunció cuando el potente aroma que desprendía el líquido alcanzó mis fosas nasales; Keiran seguía estando rígido, casi conteniendo la respiración. Como si supiera lo que venía a continuación.

Volqué el frasco para que unas gotas cayeran sobre la carne desgarrada de los primeros nudillos. Se escuchó un chisporroteo cuando el líquido entró en contacto con la piel de su mano, además de que empezara a formarse una ligera espuma blanquecina. Indicativo de que estaba surtiendo efecto.

—Fue una pared —masculló entre dientes Keiran, con evidente esfuerzo.

Lo miré con el ceño fruncido, con el frasco inclinado levemente para repetir la acción.

—Golpeé una pared —especificó y sonó algo avergonzado, como si no le gustara haber tenido que reconocerlo en voz alta—. La golpeé hasta... hasta que el dolor me cegó y no sentí la carne abierta de mis nudillos... toda esa sangre cubriendo mi mano...

Me impresionó la declaración de Keiran y bajé mis ojos hacia el dorso de su mano, dispuesta a continuar con la cura. El ambiente de aquella diminuta enfermería parecía haberse enrarecido tras su confesión; si ya nos sentíamos incómodos antes, ahora la sensación parecía haber empeorado.

La tregua que habíamos alcanzado por el bien de Atticus se estaba tornando en algo... distinto.

Continué aplicándole el ungüento sobre los nudillos machacados de Keiran, que ahora sabía que habían sido producto de haber estado golpeando una pared de piedra una y otra vez.

—¿Por qué? —me escuché preguntando.

Un instante después volví a levantar la mirada de mi tarea para comprobar si mi pregunta había molestado a Keiran, por haber sido, quizá, demasiado intrusiva. El príncipe parecía pensativo, con sus ojos de color ámbar clavados en los nudillos que estaba curándole; la palidez de su rostro y sus ojeras me resultaron preocupantes. Quizá Atticus mantenía aún sus motivos para tener controlado a su hermano mayor.

Quizá debía informarle de ello, de lo que había sucedido.

—El dolor me ayuda a mantener a raya la oscuridad —murmuró.

La oscuridad. Sus miedos. Los terribles recuerdos que la Niebla había creado en la arena y que habían dejado cicatrices invisibles en Keiran.

Miré al príncipe fijamente, sintiendo un ramalazo de tristeza por el estado en el que se encontraba. Había terminado de aplicar el ungüento en sus nudillos y ahora solamente restaba vendar su mano.

Pero fui incapaz de moverme.

—Keiran...

Desvió la mirada hacia mí.

Moví mi mano hasta su muñeca, dándole un ligero apretón en el que pretendía transmitirle que le entendía. Que sabía a qué enemigo estaba enfrentándose, ya que era un enemigo común: nuestros propios demonios.

Las secuelas de haber sobrevivido a la Niebla.

Me fijé en que su mirada había vuelto a ser intensa.

—Las pesadillas tienen que desaparecer. —Su voz salió casi desgarrada—. No puedo permitirme depender de los brebajes que tomo para poder dormir sin sueños, Maeve. No puedo depender de mis propios miedos. Cada noche es... es horrible, las pesadillas son tan nítidas que temo enloquecer.

Mi corazón se encogió, pues yo también tenía que hacer uso de esos poderosos somníferos para poder pasar algunas noches, cuando el cansancio no me arrastraba de lleno al mundo onírico; para Keiran toda aquella situación debía estar resultándole complicada, haciéndole creer que era débil.

Y la debilidad no era una cualidad digna de un futuro rey.

—El dolor me permite recordar lo que es real —continuó Keiran—. El dolor es real y mantiene alejadas las pesadillas... la oscuridad.

Miré de soslayo sus nudillos destrozados y lo que significaba que usara el dolor como un ancla para mantenerlo protegido frente a los recuerdos de la Niebla.

Me mantuve en un preocupado silencio, de nuevo valorando la posibilidad de hacer partícipe a Atticus de los problemas que asolaban a su hermano mayor; quizá él sabría qué hacer en esta delicada situación.

—El dolor no es una buena salida —musité.

Recordé a mi madre... a mi hermano... a mí misma.

El dolor nos había transformado en personas distintas, había apagado una parte de nosotros que no sabía si la recuperaríamos algún día. Keiran no merecía seguir ese camino de autodestrucción.

Cogí un par de vendas y procedí al último paso, sintiendo una extraña opresión en el pecho.

La prueba de la reina Mab nos había afectado a todos nosotros, dejándonos unas secuelas difíciles de superar. Sinéad me había asegurado que sus intenciones nunca habían sido inducir al príncipe heredero a un suicidio, pero quizá sí debilitarlo para que fuera mucho más fácil de eliminar.

Por unos segundos deseé no formar parte de la venganza de la reina Mab.

Anudé la venda a la altura de su muñeca y la mano de Keiran atrapó la mía, arrancándome un respingo por la impresión. Alcé la mirada tímidamente hacia sus ojos, consciente de la presión de sus dedos contra mi piel; de la calidez que se había instalado en mi estómago y había hecho aumentar el ritmo de mis latidos.

—Jamás podré arrepentirme de haberte salvado la vida en la segunda prueba, ni de haber roto las normas para hacerlo —dijo con la voz ronca—. Y no quiero que sigas pensando que tienes una deuda conmigo por ello porque nunca la hubo.

Estreché su mano de manera inconsciente, mirándole fijamente y con un extraño cosquilleo por todo mi cuerpo. Durante la espera de la tercera prueba, y delante de Morgan, había acusado a Keiran de utilizar en su favor siempre que tenía oportunidad el hecho de que hubiera decidido arrancarse las pulseras de hierro para poder recuperar su magia y salvarme.

—Solamente quería hacerte daño con mis palabras —reconocí en voz baja, avergonzada por aquel comportamiento tan pueril.

Keiran me contempló unos instantes y tuve la sensación de que sus pensamientos se encontraban muy lejos de allí. Nos quedamos en silencio, mirándonos el uno al otro, hasta que él rompió el contacto visual y sacudió la cabeza, saliendo de lo que fuera que hubiera dentro de su mente.

—Te acompañaré hasta el vestíbulo —decidió, poniéndose en pie y soltando mi mano con cuidado.

Me apresuré a imitarlo, intentando ocultar los burbujeantes sentimientos que bullían en mi interior. Entre ambos recogimos todo lo que había usado para encargarme de su mano y lo dejamos todo limpio; salimos de nuevo al patio, sumidos en un extraño silencio que solamente Keiran había roto para indicarme que me escoltaría un trecho del camino de regreso. Notaba mis pantorrillas frías debido a las faldas mojadas de mi vestido, que seguía siendo una molestia a la hora de moverme.

Vi que Keiran desviaba la mirada hacia los bajos de mi vestido, descubriendo que estaban húmedos y llenos de barro. Me preparé mentalmente para su interrogatorio, pero el príncipe no pronunció palabra alguna; había alzado su mano vendada para contemplarla a la luz de las antorchas del patio, valorando mi trabajo.

El camino de regreso a palacio me resultó eterno, pues el hecho de que Keiran no hubiera dicho nada me hacía sentir inquieta. Le miré de reojo, comprobando que su aspecto era exhausto y que quizá su silencio se debía a que se arrepentía de haber hablado más de la cuenta sobre su estado.

Nos detuvimos el uno frente al otro en las puertas que conducían al vestíbulo, Keiran tendría que dar un rodeo para alcanzar las acristaladas puertas que llevaban al ala privada de la familia real. Mi mirada se desvió de nuevo hacia su mano vendada, que asomaba tímidamente bajo la manga de su camisa; luego contemplé mi alrededor, con miedo de que alguien pudiera vernos y hacerse una idea equivocada, expandiendo rumores infundados y que podrían perjudicarnos a ambos seriamente.

Me tensé cuando Keiran dio un paso, inclinándose en mi dirección.

—Estaré muy agradecido si me guardas el secreto. —Su voz baja me hizo cosquillas en el oído.

Su repentina cercanía y su susurro me dejaron paralizada en el sitio, sin oportunidad de replicarle. Lo único que pude hacer fue seguirle con la mirada mientras se apartaba de mi lado y daba media vuelta, marchándose con los hombros encorvados y procurando mantener escondida la mano que se había herido.

Una oleada de decepción me sacudió de pies a cabeza cuando la silueta del príncipe heredero se fundió con la oscuridad.

Decepción al creer, durante unos segundos, que Keiran iba a besarme.


* * *

La última prueba está a la vuelta de la esquina... se admiten sugerencias y teorías (?)

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