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Ella. 9

Confirmó por segunda vez que le iba bien el lugar y tuve que tragar saliva un par de veces, asumiéndolo.

—¿M-motos? —le miré al principio desorientada, porque estaba dentro de un tal shock que parecía no desaparecer.

Entonces caí en la cuenta: era verdad; Steve solía conducir una motocicleta, de hecho, había visto fotos de ello y resultaba bastante... atractivo. Ese conjunto ligado a la acción misma de imaginarme subida en la moto con él, me alteraron el aliento. Sacudí levemente la cabeza y traté de disimular mi grado de sonrojo por culpa de mi lanzada imaginación.

—Claro que sí, me gustan mucho las motocicletas y, según dicen, la suya es toda una reliquia —alabé, le miré tratando de recuperar mi confianza, de controlar mis nervios—. Hace unos años, yo misma conducía una pequeña, pero tuve un leve accidente y, bueno, puede imaginar el estado en que quedó la moto, ya que la sacaron de debajo de un autobús... Tuve suerte y salí bastante ilesa para lo que fue, de algún modo salté de la moto antes de que ocurriera. Sí yo... —empecé a reir recordando el suceso—, cómo sería que verdaderamente creía que era ninja o algo así, porque pensaba que iba a caer de pie. ¡Me rompí el hombro y una pierna! —exclamé con voz aguda porque seguía riendo, burlándome de mí misma—. Pero, al menos, no quedé aplastada por aquel autobús.

Ya parecía volver a ser la real yo de nuevo, porque no dejaba de hablar y eso tampoco es que fuera tan bueno, ¿qué iba a interesarle a él mi suertudo accidente?

Desvié la mirada nuevamente. Le tenía allí, tan cerca, casi encasillados en aquel pasillo, que decidí que quizás era prudente poner más espacio entre nosotros. Antes de poder decir nada, le vi meter la mano en su pantalón y sacar su teléfono móvil, y no pareciendo muy seguro de lo que tenía en sus manos, me lo ofreció.

Me resultó entrañable. Era obvio que le tendría que resultar difícil familiarizarse con tanta tecnología del siglo XXI. Me puse a pensar en lo que habría tenido que suponer para él adaptarse a este siglo, dar ese salto tan gigantesco de los años 40 hasta ahora.
Cuando lo tuve en mis manos le miré sonriendo:

—Bonito móvil —adulé sin dejar de sentir cierta curiosidad por saber cómo se estaba desenvolviendo con todo aquello que era nuevo para él.

Apunté mi número en su agenda con mi nombre e hice un amago de llamada para aparecerle la primera en la lista de llamadas:

—Ya está. Para que no tenga que buscarme en la agenda de su teléfono -expliqué y di un paso hacia él, para enseñarle cómo hacerlo—. Ya le aparezco en el buzón de llamadas, ahora no tiene más que pulsar aquí y, ¿ve? Ahí estoy, ya podrá llamarme con facilidad.

Estando mirando sólo el móvil, no me di cuenta de que ya habíamos traspasado la línea límite de acercamiento y cosas que no había percibido antes. Ahora me estaban atacando, casi de forma inmediata, su olor, embriagador y masculino, y no lo adjudicaríA sólo a su perfume, porque, es más, no olía demasiado a perfume, parecía su propio olor, agradable y muy atrayente. Mi escaso metro sesenta me dejaba a la media altura de su torso, a orillas de su pecho y, simplemente, alzar la mirada era un desafio, ya que vestía una camiseta muy ajustada blanca sobre la que llevaba una chaqueta. El espacio entre cada extremo abierto de la chaqueta desvelaba la imponente forma física, por la que se le solía caracterizar, marcada en la fina tela de su camiseta. Sin embargo, era aún más impresionante de lo que pensaba, era casi irreal que un cuerpo pudiera modelarse de tal modo. Nunca había sentido interés hacia los hombres musculado o tan curtidos. Pero el cuerpo de Steve parecía diferente, no era tan rudo como esos de los chicos de gimnasio, marcados de forma hasta desagradable. El del hombre que tenía delante, parecía suavemente esculpido y...

—¡Dios! —exclamación que debía haberla pronunciado para mis adentros, pero salió de mi boca al darme cuenta de que no paraba de observar su cuerpo.

Me estaba comportando tan ridículamente que sólo deseaba que él no se hubiese dado cuenta. El color rojo regresó a la piel que cubría mis pómulos y, automáticamente, me retiré, entregándole el móvil.

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