Con su afirmación, llevé la moto hasta un espacio que creí conveniente para dejarla aparcada y que nadie pudiera lastimarla de ningún modo. Con el motor ya apagado y todo en su lugar, esperé a que ella bajase primero. Sin embargo, sólo noté que dejó de rodearme con sus delgados brazos, haciéndome sentir, de alguna forma, desprotegido. Por lo visto, llamó a su amigo que, al parecer, se llamaba Kevin. Supuse que, tras prestarnos su pequeño navío y junto a lo que escuché inevitablemente de la conversación, Kevin era un buen amigo de Betty, un individuo en quien confiar. Ella se bajó, seguido de mí y, tal y como había hecho kilómetros atrás, la ofrecí mi brazo, al cual ella se agarró.

Con paso ligero y tranquilo llegamos a ver el muelle número once. Me sorprendió sentir cómo me agarraba sensiblemente con más fuerza, parecía casi evitar avanzar. La observé curioso, sin entender ese comportamiento. Su rostro mostraba algún tipo de ¿preocupación? ¿Miedo? ¿Enfado, quizás? Me resultó complicado descifrar con previsión su expresión facial. Entonces caí en la cuenta de que eran nervios, razonablemente. Me cercioré de ello porque los míos luchaban por salir a flor de piel.

—¿Te encuentras bien, Betty? —la pregunté, a lo que ella me dedico una mirada directa a los ojos por unos segundos que, inmediatamente después, deshizo junto a un movimiento de cabeza, para indicar una contestación positiva.

Reanudamos el paso hasta parar de nuevo, ésta vez justo frente al muelle. Un bulto se movió, acercándose. La lógica indicaba que parecía ser el tal Kevin.