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✺Capítulo 24

—Último capítulo, ¿listo?

—Listo.

—Bien. Capítulo doce, el testimonio de Alicia. —¡Presente! —gritó Alicia, sin acordarse, en la confusión del momento, de lo mucho que había crecido en los últimos minutos, y se puso de pie de un salto tan brusco que volcó el estrado del jurado con el borde de la pollera, derramando a todos sus miembros de cabeza sobre el público reunido abajo. Y allá quedaron todos tirados; al verlos Alicia no pudo menos que recordar esa pecera de pececitos dorados que había volcado sin querer la semana anterior.
—¡Oh! Disculpen, por favor —exclamó desolada, y empezó a recogerlos lo más rápidamente que pudo, ya que el incidente de la pecera seguía dándole vueltas en la cabeza, y tenía la vaga sensación de que había que recogerlos cuanto antes y volver a ponerlos en el estrado porque si no morirían.
—El juicio no puede continuar —dijo el Rey con voz grave—, hasta tanto los jurados no vuelvan a sus lugares… todos los jurados —repitió con gran énfasis clavando los ojos en Alicia.
Alicia miró hacia el estrado y vio que, con el apuro, había colocado a la Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito estaba balanceando la cola melancólicamente, sin poder moverse.
Lo sacó de inmediato y lo colocó correctamente.
«No creo que tenga tanta importancia —se dijo—. Me temo que es tan útil en este juicio cabeza arriba como cabeza abajo».
En cuanto los miembros del jurado se repusieron de la conmoción que les produjo el que los derramaran por el suelo y recuperaron sus pizarras y sus tizas, se pusieron a trabajar con gran diligencia, escribiendo una historia del accidente, salvo Bill, la Lagartija, que parecía estar demasiado sobrecogido como para hacer nada que no fuese quedarse sentado con la boca abierta y con los ojos fijos en el cielorraso de la corte.
—¿Qué sabes tú de este asunto? —le preguntó el Rey a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Nada en absoluto? —insistió el Rey.
—Nada en absoluto —dijo Alicia.
—Eso es muy importante —dijo el Rey volviéndose hacia el jurado.
Los miembros del jurado estaban comenzando apenas a escribir esto en las pizarras cuando el Conejo Blanco los interrumpió:
—Su Majestad quiere decir que es muy poco importante —dijo con tono respetuoso pero frunciendo el ceño y haciéndole gestos al Rey mientras hablaba.
—Claro, poco importante, eso es lo que quise decir —se apresuró a confirmar el Rey, y siguió diciéndose en voz baja—:… importante… poco importante… poco importante… importante —como si quisiese decidirse por la fórmula que sonase mejor.
Algunos miembros del jurado anotaron «importante» y otros «poco importante».
Alicia lo notó porque estaba lo suficientemente cerca de ellos como para espiar sus pizarras.
«Pero lo mismo da», pensó.
En ese momento el Rey, que había estado atareado escribiendo algo en su cuaderno, gritó:
—¡Silencio!
Y leyó del cuaderno:
—Regla cuarenta y dos. Todas las personas de más de una milla de alto deben abandonar la corte.
Todo el mundo miró a Alicia.
—Yo no mido una milla —dijo Alicia.
—Sí —dijo el Rey.
—Casi dos —agregó la Reina.
—Bueno, sea como sea, no me voy —dijo Alicia—; y además esa regla no vale: la acaba de inventar en este momento.
—Es la regla más antigua del cuaderno —dijo el Rey.
—Entonces debería ser la número uno —dijo Alicia.
El Rey se puso pálido y se apresuró a cerrar el cuaderno.
—Consideren su veredicto —dijo al jurado en voz baja y temblorosa.
—Por favor, Su Majestad, faltan algunas pruebas —dijo el Conejo Blanco poniéndose de pie muy apurado—: acaba de encontrarse este papel.
—¿Qué dice? —preguntó la Reina.
—Todavía no lo abrí —dijo el Conejo Blanco—, pero parece una carta escrita por el prisionero a… a alguien.
—Eso debe de ser —dijo el Rey—, salvo que se la haya escrito a nadie, lo que no es muy usual, como bien se sabe.
—¿A quién está dirigida? —preguntó uno de los miembros del jurado.
—No está dirigida a nadie —dijo el Conejo Blanco—; en realidad no hay nada escrito del lado de afuera.
Desplegó el papel mientras hablaba y agregó:
—No es una carta, a fin de cuentas. Son unos versos.
—¿Letra del prisionero? —preguntó otro miembro del jurado.
—No —dijo el Conejo Blanco—, y eso es lo más raro de todo.
(Todos los miembros del jurado se mostraron desconcertados).
—Debe de haber imitado la letra de otro —dijo el Rey.
(Los miembros del jurado aclararon su expresión).
—Por favor, Su Majestad —dijo la Sota—, yo no lo escribí y no pueden probar que lo haya hecho: no tiene firma.
—Si no lo firmaste —dijo el Rey—, eso no hace más que empeorar tu situación. Seguramente estabas planeando algún daño. De lo contrario habrías estampado tu firma como un hombre honrado.
Hubo un aplauso general: era la primera cosa inteligente que había dicho el Rey en todo el día.
—Eso demuestra su culpa, claro está —dijo la Reina—, así que, que le corten…

—¡La cabeza!

—¡No prueba nada de eso! —dijo Alicia—. ¡Si ni siquiera saben qué dice!
—Léalo —dijo el Rey.
El Conejo Blanco se puso los anteojos.
—¿Por dónde empiezo. Majestad? —preguntó.
—Empiece por el comienzo —dijo el Rey muy solemne— y siga hasta llegar al final; allí para.
Hubo silencio total en la corte mientras el Conejo Blanco leyó estos versos:
 
Me dijeron que tú fuiste a verla
y que a él le contaste de mí:
aunque ella habló de mi buen carácter
admitió que a nadar no aprendí.
Avisó él que yo no había ido (la verdad sabemos que fue así): pero si ella sigue con el tema
me pregunto qué va a ser de ti. A ella le di una, a él le dieron dos,
y tú nos diste tres o más de tres,
y de él pasaron de vuelta a ti,
aunque ya antes yo las detenté. Y si acaso todos estos líos
nos afectan a ella o a mí,
él espera que tú los liberes,
como libre tú fuiste y yo fui.
Lo que a mí me parece es que fuiste (antes que a ella le diera el acceso)
la barrera que se levantaba
entre él y nosotros y eso.
No permitas que él vaya a enterarse de que a ella le gustaban más,
es algo que tú y yo compartimos,
y un secreto para los demás.
—Se trata de la prueba más importante que hayamos oído —dijo el Rey frotándose las manos—, de modo que ahora el jurado…
—Si es que alguien puede explicarlo —dijo Alicia (había crecido tanto en ese último rato que no tenía el menor miedo de interrumpirlo)—. Le doy seis peniques al que me lo explique. No creo que haya ni un átomo de sentido en todo eso.
Todos los miembros del jurado anotaron en sus pizarras: «Ella no cree que haya ni un átomo de sentido en todo eso», pero ninguno trató de explicar lo que decía el papel.
—Si no tiene sentido —dijo el Rey—, tanto mejor, nos ahorramos mucho trabajo, ya que no tenemos que tratar de encontrárselo. Y sin embargo… —siguió diciendo mientras desplegaba el papel sobre sus rodillas y lo miraba con un ojo—… a fin de cuentas me parece ver cierto sentido… «admitió que a nadar no aprendí…». ¿Tú no sabes nadar, no es cierto? —preguntó volviéndose hacia la Sota.
La Sota sacudió la cabeza tristemente.
—¿Tengo aspecto de saber nadar? —dijo. (Y por cierto que no, dado que su cuerpo estaba hecho totalmente de cartulina).
—Hasta aquí vamos bien —dijo el Rey, y siguió repitiéndose los versos en un murmullo—:… «la verdad sabemos que fue así»… Se refiere al jurado, claro… «pero si ella sigue con el tema…», esto debe de referirse a la Reina… «me pregunto qué va a ser de ti…», sí, eso me pregunto yo. «A ella le di una, a él le dieron dos…», pero ¡claro!, eso debe de ser lo que hicieron con las tartas…
—Pero sigue diciendo «y de él pasaron de vuelta a ti» —dijo Alicia.
—¡Y bueno, aquí están! —dijo el Rey triunfante, señalando las tartas que estaban sobre la mesa—. Más claro imposible. Y leyó «… antes que a ella le venga el acceso…». ¿A ti nunca te vienen accesos, no es cierto, querida? —le preguntó a la Reina.
—¡Nunca! —gritó la Reina furiosa, y le arrojó un tintero a la Lagartija mientras hablaba.
(El desdichado Bill, que había dejado de escribir con el dedo porque no dejaba huella en la pizarra, se apresuró a retomar su tarea, utilizando, mientras durara, la tinta que le corría por la cara).
—Si los accesos no le vienen, estos versos no convienen —dijo el Rey mirando al público con una sonrisa.
Hubo un silencio sepulcral.
—¡Es un juego de palabras! —agregó el Rey con voz enojada, y todo el mundo se rió.
—¡Que el jurado considere el veredicto! —dijo el Rey por vigésima vez en el día.
—¡No, no! —exclamó la Reina—. Primero la sentencia…, después el veredicto.
—¡Pavadas y disparates! —gritó Alicia en voz bien alta—. ¿A quién se le ocurre dictar primero la sentencia?
—¡Cállate la boca! —gritó la Reina poniéndose púrpura.

—¿Y el "que le corten la cabeza"?

—¡No! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —gritó la Reina con voz agudísima.

Ahí está—Rió.

Nadie se movió.
—¿A quién le importa lo que ustedes digan? —dijo Alicia (que para entonces ya había terminado de crecer a su tamaño normal)—. ¡Si no son más que un mazo de cartas!
Cuando dijo eso el mazo en pleno se elevó en el aire y voló en dirección a su cara. Alicia dio un chillido, mezcla de temor y de furia, y trató de sacárselo de encima. Fue entonces que se encontró acostada junto a la orilla del río, con la cabeza apoyada en la falda de su hermana, que le apartaba suavemente las hojas secas que bajaban dando volteretas de los árboles y se le posaban en la cara.
—¡Despiértate, Alicita! —le decía—. ¡Qué siesta más larga que te hiciste!

—¿¡Qué cosa!?

—¡Tuve un sueño tan raro! —dijo Alicia.
Y le contó a su hermana, lo mejor que pudo, todas esas extrañas aventuras por las que había pasado y que ustedes acaban de leer.

—Escuchar en realidad, pero... ¿¡Todo fué un sueño!?

Cuando terminó, la hermana le dio un beso y le dijo:
—Ya lo creo que fue un sueño raro, amorcito, pero, ahora a correr, que ya es la hora del té. Se está haciendo tarde.
De modo que Alicia se puso de pie y salió corriendo pensando mientras corría, como era de esperar, en el maravilloso sueño que había tenido.
Pero su hermana se quedó sentada con la cabeza apoyada en la mano, contemplando la puesta del sol y pensando en Alicia y en sus maravillosas Aventuras, hasta que, igual que Alicia, también ella se puso a soñar. Y este fue el sueño que tuvo:
Primero soñó con Alicita en persona: tenía una vez más las manitos sobre las rodillas y los ojos brillantes y serios clavados en los de ella… podía escuchar hasta la mínima inflexión de su voz y observar ese gesto tan suyo de sacudir apenas la cabeza para echar hacia atrás el cabello que siempre se le caía sobre los ojos… y, sin dejar de escuchar, o de parecer escuchar, todo lo que la rodeaba cobraba vida y se poblaba con las extrañas criaturas del sueño de su hermanita.
La larga hierba crujió a sus pies cuando el Conejo Blanco pasó corriendo… el Ratón asustado agitaba el agua del estanque vecino… se oía el tintineo de las tazas de té de la Liebre de Marzo y sus amigos, que compartían la eterna merienda, y la voz chillona de la Reina, que sentenciaba a muerte a sus desdichados huéspedes… el bebé-marrano volvía a estornudar en la falda de la Duquesa, mientras alrededor de él se hacían añicos fuentes y platos… el aire se pobló otra vez con el chillido del Grifo, el chirrido de la tiza de la Lagartija y el sofocón de los cobayos reprimidos, todo mezclado con el lejano sollozar de la Símil Tortuga.
De modo que se quedó sentada, con los ojos cerrados, y casi se sintió en el País de las Maravillas, aunque sabía que no tenía más que volver a abrirlos y todo retornaría a la opaca realidad: solo la hierba agitada por el viento, y el agua murmurando entre los juncos bamboleantes… El tintineo de las tazas de té se convertiría en el repicar de los cencerros de las ovejas, y los agudos chillidos de la Reina en la voz del pastor… y el estornudo del bebé y el chillido del Grifo y todos los otros ruidos extraños se convertirían (lo sabía muy bien) en el abigarrado clamor de la granja atareada, mientras el mugido del ganado distante reemplazaría el profundo sollozar de la Símil Tortuga.
Por último se imaginó cómo esa misma hermanita suya se convertiría, con el tiempo, en una mujer grande, y cómo mantendría, a lo largo de sus años adultos, ese corazón sencillo y cálido de la niñez; y cómo reuniría alrededor de ella a otros niños, y cómo los ojos de esos niños brillarían ansiosos al oír algún cuento extraño, tal vez incluso ese sueño del País de las Maravillas de tanto tiempo atrás; y cómo ella compartiría con esos niños todas sus penas sencillas y encontraría placer en todas sus alegrías sencillas, al recordar su propia niñez y los felices días del verano.

Remus cerró el libro.

—Fin.

—¡Todo era un sueño! —Exclamó aún asombrado Sirius.

Remus rió.

—Quedé igual la primera vez que lo leí, tenía cuatro.

—Yo a los cuatro comía tierra.

Remus comenzó a reír.

—No es broma—Sonrió.

—Bueno, me voy a dormir—Sonrió—. Buenas noches Sirius—lo besó.

—Buenas noches Remus.

Segundo capítulo ;)

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