✺Capítulo 23
Al otro día, Viernes al fin, comenzaban con clases de encantamientos.
Remus se levantó y preparó como todas las mañanas.
Sirius... También hizo lo de todas las mañanas.
-¿Y si falto a la clase? -Preguntó.
-No puedes faltar-Respondía Remus como siempre.
-Porfis-Hizo puchero.
-Bueno, falta si quieres-Sirius sonrió- pero no te besaré en todo el día- La sonrisa se borró del rostro de Sirius.
-Eso es chantaje. No seas malo-Hizo puchero nuevamente.
-Debes levantarte-Tiró de su brazo el licántropo.
—Peter ¡Peter! —Exclamó Sirius al ver a su amigo— ¿Viste a..? —Se percató de que Peter tenía sangre en su camisa — ¿De quién es esa sangre? ¿¡Peter de quién es esa sangre!?
—Tuve que hacerlo—lloró Pettigrew.
—Al fin llegas Sirius, mira —Sonrió Peter y le mostró al señor Whiskers, quien estaba vestido de policía—. El señor Whiskers combate a los maleantes y ladrones.
Sirius sonrió y se sentó junto su novio.
—Anteúltimo capítulo—Sonrió Remus—. ¿Quién se robó las tartas? Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en su trono y los rodeaba una gran multitud: todo tipo de pajaritos y animalitos, además del mazo de cartas en pleno. La Sota estaba de pie delante de ellos, encadenada, con un soldado a cada lado para custodiarla.
Cerca del Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra.
Justo en el centro del tribunal había una mesa, con una gran fuente de tartas encima.
Parecían tan ricas que Alicia no pudo menos que sentir apetito al verlas.
«¡Ojalá termine pronto el juicio —pensó—, así sirven el refrigerio!».
Pero no parecía haber esperanzas de que sucediese eso, de modo que Alicia empezó a mirar todo lo que la rodeaba para pasar el tiempo.
Alicia no había estado nunca antes en un tribunal pero había leído acerca de ellos en los libros, y se sintió complacida cuando se dio cuenta de que sabía el nombre de casi todas las cosas.
«Ese es el juez —se dijo—, porque tiene esa enorme peluca».
El juez, entre paréntesis, no era otro que el Rey, y como se había puesto la corona arriba de la peluca (observen la página XII si desean saber cómo se las ingeniaba) no parecía sentirse nada cómodo y tampoco estaba muy elegante que digamos.
«Y ese es el estrado del jurado —pensó Alicia—; y esas doce criaturas (tenía que decir “criaturas” ¿saben?, porque algunos eran mamíferos y otros eran pájaros) supongo que serán los juramentados».
Se repitió dos o tres veces esta última palabra, ya que consideraba —con todo derecho— que muy pocas niñas de su edad conocían su significado. Sin embargo habría alcanzado con llamarlos «miembros del jurado».
Los doce jurados sin excepción estaban muy atareados escribiendo en sus pizarras.
—¿Qué están haciendo? —le preguntó Alicia al Grifo en un susurro—. No tienen nada que escribir, si el juicio no empezó todavía.
—Están escribiendo sus nombres —respondió el Grifo en el mismo tono—, no vaya a ser que se los olviden antes de que termine el juicio.
Sirius rió.
——¡Qué estúpidos! —empezó a decir Alicia en voz alta e indignada; pero se detuvo bruscamente porque el Conejo Blanco gritó:
—¡Silencio en la corte!
Y el Rey se calzó los anteojos y miró ansiosamente a su alrededor para averiguar quién había hablado.
Alicia notó con toda claridad, como si estuviese espiando por encima de sus hombros, que todos los miembros del jurado estaban escribiendo «¡Qué estúpidos!», en sus pizarras, y notó incluso que uno de ellos no sabía cómo se escribía «estúpidos» y le pedía información a su vecino de banco.
«¡Lindo lío van a armar en esas pizarras antes de que termine el juicio!», pensó Alicia.
Uno de los jurados tenía una tiza que chirriaba. Y eso, por supuesto, era algo que Alicia no podía tolerar, de modo que dio vuelta a la sala hasta quedar detrás de él y pronto encontró la oportunidad de sacársela. Lo hizo tan velozmente que el pobrecito jurado (se trataba de Bill, la lagartija) no pudo establecer qué se había hecho de ella; de modo que después de buscarla un buen rato se vio obligado a escribir con el dedo por el resto del día, y eso resultaba poco práctico ya que no quedaban huellas del trazo en la pizarra.
—¡Heraldo! ¡Lea la acusación! —gritó el Rey.
Al oír eso el Conejo Blanco sopló tres veces la trompeta, luego desplegó el pergamino y leyó:
La Reina de Corazones
cocinó las ricas tartas
en un día de verano. La Sota de Corazones
se robó las ricas tartas,
muy lejos las ha llevado.
—Consideren su veredicto —le dijo el Rey al Jurado.
—¡Todavía no! ¡Todavía no! —lo interrumpió apresuradamente el Conejo Blanco—. ¡Falta mucho para eso!
—Que comparezca el primer testigo —dijo el Rey.
Y el Conejo Blanco sopló tres veces la trompeta y llamó:
—¡El primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Entró con una taza de té en una mano y un pedazo de pan con manteca en la otra.
—Pido mil disculpas por traer esto, Su Majestad —empezó a decir—; pero no había terminado de tomar el té cuando me mandaron llamar.
—Ya debería haber terminado —dijo el Rey—. ¿Cuándo empezó?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que lo había seguido hasta la corte del bracete con el Lirón.
—Creo que fue el catorce de marzo —dijo.
—El quince —replicó la Liebre de Marzo.
—El dieciséis —dijo el Lirón.
—Anoten eso —dijo el Rey dirigiéndose al jurado, y los jurados anotaron enérgicamente las tres fechas en sus pizarras, las sumaron y redujeron el resultado a chelines y peniques —¡Sáquese su sombrero! —le dijo el Rey al Sombrerero.
—No es mío —respondió el Sombrerero.
—¡Robado! —exclamó el Rey volviéndose hacia el jurado, que de inmediato redactó un memorándum para registrar ese hecho.
—Lo tengo en venta —agregó el Sombrerero para explicarse—; no tengo sombrero propio, soy un sombrerero.
Al llegar a ese punto la Reina se puso sus anteojos y clavó la vista en el Sombrerero, que se puso pálido y empezó a moverse de un lado a otro intranquilo.
—Presente su testimonio —dijo el Rey—, y no se ponga nervioso o lo mando ejecutar de inmediato.
Esas palabras no parecían las más apropiadas para darle ánimo al testigo, que no cesaba ni por un momento de pasar el peso del cuerpo de uno al otro pie, mientras miraba con recelo a la Reina. Tan confuso estaba que le dio un mordisco a la taza en vez de dárselo a la rebanada de pan con manteca.
Y fue precisamente en ese momento que Alicia experimentó una extraña sensación, que al principio la desconcertó bastante hasta que por fin se dio cuenta de que estaba empezando a crecer nuevamente. Primero pensó en levantarse y abandonar la corte, pero luego decidió quedarse donde estaba mientras hubiese sitio para ella.
—Por favor, ¿sería tan amable de no apretujarme tanto? —dijo el Lirón, que estaba sentado junto a ella—. Casi no puedo respirar.
—No puedo evitarlo —dijo Alicia con gran humildad—. Estoy creciendo.
—No tiene ningún derecho a crecer aquí —dijo el Lirón.
—¡No diga disparates! —dijo Alicia con más atrevimiento—, usted bien sabe que también usted está creciendo.
—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable —dijo el Lirón—, y no de ese modo ridículo.
Y se puso de pie enfurruñado y se mudó al otro extremo de la corte.
La Reina no había cesado ni por un momento de mirar fijamente al Sombrerero y, precisamente cuando el Lirón cruzó el salón, le dijo a uno de los oficiales de la corte.
—¡Tráigame la lista de los cantantes del último concierto!
Y esas palabras hicieron temblar tanto al desdichado Sombrerero que se le salieron los dos zapatos.
—¡Su testimonio! —repitió el Rey enojado—, o lo mando ejecutar, se ponga o no nervioso.
—Soy un pobre hombre, Su Majestad —empezó a decir el Sombrerero con voz temblorosa—, y ni siquiera había empezado a tomar el té… hace apenas una semana o algo así… y para colmo las rebanadas de pan con manteca que cada vez son más delgadas… y brilla, brilla mi tecito, y ese titilar…
—¿Qué titilar? —lo interrumpió el Rey.
—Bueno, empezó con mi té… —dijo el Sombrerero.
—¡Claro que «titilar» empieza con T, su T o cualquier otra T! —lo interrumpió el Rey muy cortante—. ¿Me está tomando por idiota? ¡Vamos, siga!
—Soy un pobre hombre —siguió diciendo el Sombrerero—, y después del tecito empezaron a brillar casi todas las cosas… pero la Liebre de Marzo dijo:
—No es cierto —se apuró a interrumpirlo la Liebre de Marzo.
—¡Sí! —dijo el Sombrerero.
—Lo desmiento —dijo la Liebre de Marzo.
—Lo desmiente —dijo el Rey—, borren eso último.
—Bueno, como sea, el Lirón dijo… —siguió el Sombrerero mirando ansioso a su alrededor para ver si el Lirón también pensaba desmentirlo; pero el Lirón no estaba en condiciones de desmentir a nadie, puesto que estaba profundamente dormido.
—Después —siguió el Sombrerero— corté otra rebanada de pan… —Pero ¿qué fue lo que dijo el Lirón? —preguntó uno de los jurados.
—De eso no me acuerdo —dijo el Sombrerero.
—Tiene que acordarse —señaló el Rey—, o lo mando ejecutar.
—Les encanta mandar a ejecutar.
—El pobre Sombrerero dejó caer su taza de té y su rebanada de pan con manteca e hincó una rodilla en el suelo.
—Soy un pobre hombre, Su Majestad —empezó a decir.
—Es un pobrísimo orador, eso sí —dijo el Rey.
Uno de los cobayos intentó festejar con aplausos esas palabras, pero su intento fue reprimido de inmediato por los oficiales de la corte. (Como «reprimir» es un término bastante fuerte, voy a explicarles cómo se llevó a cabo este acto. Tenían una gran bolsa de lona, que se cerraba con cordones; y bien, adentro de esa bolsa colocaron al cobayo, cabeza abajo. Luego se le sentaron encima).
«Me alegro de haber visto exactamente cómo se hace —pensó Alicia—. Tantas veces leí en el diario que al terminar un juicio hubo amagos de aplausos, reprimidos de inmediato por los oficiales de la corte y hasta hoy no sabía a qué se referían».
—Si eso es todo lo que sabe puede bajar del estrado —dijo el Rey.
—No puedo bajar más —dijo el Sombrerero—, ya estoy en el suelo.
—Entonces siéntese —dijo el Rey.
Al oír esto el otro cobayo aplaudió y también fue reprimido.
«¡Bueno, se acabaron los cobayos! —pensó Alicia—. Ahora todo va a andar mejor».
—Preferiría terminar mi té —dijo el Sombrerero, mirando ansioso a la Reina, que estaba leyendo la lista de los cantantes.
—Puede retirarse —dijo el Rey, y el Sombrerero abandonó la corte apresuradamente, sin siquiera aguardar a calzarse los zapatos.
—… y que le corten la cabeza cuando salga —agregó la Reina, dirigiéndose a uno de los oficiales.
Pero el Sombrerero ya se había perdido de vista antes de que el oficial hubiese llegado a la puerta.
—¿Hay alguien a quien no quiera cortarle la cabeza?
——¡Que comparezca el testigo siguiente! —ordenó el Rey.
El testigo siguiente era la cocinera de la Duquesa. Elevaba una caja de pimienta en la mano y Alicia pudo adivinar de quién se trataba aun antes de que entrase en la sala por el modo en que empezaron a estornudar al unísono todos los que estaban cerca de la puerta.
—Presente su testimonio —dijo el Rey.
—Ni pienso —dijo la cocinera.
El Rey miró interrogativamente al Conejo Blanco y este musitó:
—Su Majestad debe interrogar con todo detenimiento a este testigo.
—Bueno, si hay que hacerlo hay que hacerlo —dijo el Rey con aíre melancólico y, después de cruzarse de brazos y fruncirle tanto el ceño a la cocinera que hizo desaparecer prácticamente los ojos detrás de las cejas, dijo con voz profunda. —¿De qué están hechas las tartas?
—De pimienta, sobre todo —dijo la cocinera.
—Melaza —dijo una voz soñolienta a sus espaldas.
—¡Que ahorquen a ese Lirón! —chilló la Reina—. ¡Que le corten la cabeza! ¡Que lo echen de la corte! ¡Que lo supriman! ¡Que lo pellizquen! ¡Que le arranquen los bigotes!
Durante algunos minutos la corte en pleno quedó sumida en la confusión, mientras echaban fuera al Lirón, y cuando volvió a reinar la calma la cocinera ya había desaparecido.
—¡No importa! —dijo el Rey con tono aliviado—. ¡Que comparezca el próximo testigo!
Y agregó en voz baja a la Reina:
—Querida, por favor, interroga tú al próximo testigo. ¡Me da dolor de cabeza!
Alicia miró al Conejo Blanco, que examinaba muy nervioso la lista; sentía gran curiosidad por saber qué tal sería el próximo testigo.
«Por ahora no atestiguaron mucho que digamos», pensó.
Imaginen, pues, su sorpresa cuando el Conejo Blanco leyó, forzando al máximo su vocecita chillona:
—¡Alicia!
Primer capítulo de la mini-maratón por el cumple de Sirius.
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