9. Una charla pendiente
Noveno capítulo.
UNA CHARLA PENDIENTE
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❝ no voy a seguir pidiéndote que confíes en mí ❞
Siempre había sabido buscar la calma dentro del caos de la lucha. Desde su primera batalla. Recordaba el terror, los rápidos latidos de su corazón, su respiración agitada, el entrechocar de espadas, los gritos, la desesperación...
No había sabido qué hacer. Había temido quedarse inmóvil, demasiado asustada como para reaccionar, convirtiéndose en presa fácil para todos los enemigos que iban a por ella, que estaban decididos a matarla. Entonces, el primero de ellos le había atacado.
Y Elinor, que tenía los nudillos blancos en torno a las empuñaduras de sus sables, había respondido. Había practicado, había tenido duelos con Peter, con Caire, con Edmund. Pero aquello poco tenía que ver con todo lo que se jugaba en aquel momento. En un momento de pánico, casi había olvidado toda la técnica que Oreius había tratado de instruirle en las escasas lecciones que había podido recibir. Pero no había dejado que eso la dejara indefensa.
De un modo u otro, se había encontrado participando en la batalla junto al resto del ejército y haciendo algo de verdadera utilidad. Había respondido con estocadas, había esquivado golpes y había tumbado enemigos. Y había comprendido que, aunque aún no era una soldado experta, llegaría a serlo.
Podía no siempre disfrutar del derramamiento de sangre, pero tenía una cosa por seguro y era que adoraba el arte de la lucha de espadas. La danza que los espadachines compartían. La precisión y concentración necesarias para ello. Aquel era el motivo por el que había continuado con la esgrima al regresar a Inglaterra, para no olvidar aquel sentimiento, para que la llevara de vuelta a tiempos mejores.
Allí, con Malika enfrente, con sus espadas encontrándose y separándose, solo para volver a unirse instantes después, podía dejar a un lado todo. Podía simplemente entregarse en cuerpo y alma al vals de las espadas. Y podía ser algo más que Elinor Ralston, podía ser la reina Elinor, la Tenaz.
Sus sables detuvieron la cimitarra de Malika y, empujando con ellas hacia la calormena, la hizo retroceder unos pasos. Ésta contraatacó, apuntando a las piernas, pero Elinor saltó para evitarlo, agradeciendo haberse cambiado de ropa y llevar ahora unos prácticos pantalones que, aunque le quedaban grandes en la cintura, le servían mejor para aquello.
Se alejó de su adversaria unos metros, evaluando su postura, sus jadeos, tratando de adelantarse a su siguiente movimiento. Malika era buena, indudablemente, pero carecía de la experiencia de Elinor. Ella había combatido en innumerables batallas y tenía más de una década de experiencia de combate, cuyos recuerdos habían regresado a su vuelta a Narnia. Sus estilos de combate eran completamente distintos, pero ambas conocían bien los de la otra. Elinor ya había luchado contra calormenos en la batalla de Anvard, Malika había aprendido luchando contra telmarinos. El duelo estaba realmente igualado.
Entonces, justo antes de que Elinor decidiera lanzarse de nuevo contra la telmarina, alguien carraspeó y las interrumpió.
El rostro de la Tenaz se ensombreció al ver a Edmund a pocos metros de ambas, ya vestido con la cota de malla. Una de sus manos descansaba sobre la empuñadura de su espada. Había fijado la mirada en Elinor y ella, solo por unos segundos, no pudo evitar verse arrastrada por un recuerdo.
Porque su mirada reflejaba lo mismo que había reflejado antes de todo. Antes de olvidarla, de olvidar todo lo que ellos habían sido. Y no pudo evitar recordarse a sí misma en medio de la batalla de Anvard, justo tras derribar a uno de los soldados calormenos, cuando había escuchado un grito y había buscado con la mirada a Edmund, porque había reconocido su voz al momento. Su mirada se había encontrado con la de su esposo y ambos habían compartido ese instante, solo entre ellos, pese a estar rodeados del caos de la lucha. Tras solo unas milésimas de segundo que se habían sentido a muchísimos kilómetros de allí, juntos. Aquellas miradas en medio de las batallas eran uno de sus modos de decir «te quiero» en silencio, de prometerse que saldrían de aquello juntos.
Realmente parecía que Edmund la miraba de ese modo en aquel instante, pero Elinor sabía que no. Porque no la recordaba, porque no confiaba en ella. Y no pudo evitar sentirse muy sola al permitirse pensar que, tal vez, Edmund jamás volvería a mirarla de aquel modo.
—¿Quieres algo? —espetó, en un tono que en nada demostraba la tristeza que sentía. Bajó los sables, al tiempo que Malika envainaba la cimitarra—. Estamos practicando.
—Venía a decirte que ya tenemos una cota de malla para ti —explicó Edmund, sin mudar la expresión. Elinor agachó la cabeza para colgarse sus armas y evitar seguir mirándole a los ojos—. Me han pedido que te lleve hasta allí. Pero si no habéis terminado...
A Elinor le hubiera gustado decirle que así era, que podía marcharse y ya iría ella luego. Podría haber dicho muchas cosas además de eso, dejar salir toda la rabia que estaba conteniendo poco a poco en su interior y que, pese a haberla dejado ir durante unos minutos mientras se concentraba en pelear con Malika, ahora había regresado con la misma o incluso más fuerza.
—No, no os preocupéis. —La calormena habló antes, aprovechando el silencio momentáneo de Elinor—. Es importante asegurarse de que la armadura tiene las medidas correctas. Podemos continuar luego —añadió, dirigiendo la mirada a la reina. Ésta no tuvo más remedio que suspirar y asentir.
Edmund y Elinor salieron juntos de la sala, en medio de un silencio tenso que hasta Malika debía de notar. La Tenaz se cruzó de brazos y evitó mirar al azabache, ni aunque fuera de reojo, haciéndose a la idea de que el camino transcurriría en silencio. Y así fue durante un par de minutos. No esperaba que de pronto él dijera:
—Te debo una disculpa.
Se detuvo con brusquedad. No pudo evitarlo. Elinor le dirigió una mirada cargada de incredulidad al Justo, que se había parado al verla a ella hacerlo. Edmund asintió lentamente, apretando los labios. Y Elinor no pudo evitar soltar un «¿Qué» cargado de confusión.
—No me digas que no es verdad —dijo él, encogiéndose de hombros.
—No estoy diciendo eso —respondió Elinor, frunciendo el ceño—. Es obvio que me la debes. Lo que no creía era que fueras a decírmelo.
Era lo último que esperaba, si debía ser sincera. No había podido sacarse la breve discusión que habían mantenido la noche anterior de la cabeza. Pero jamás hubiera imaginado que Edmund fuera a disculparse, menos tan rápido.
Todo había sido, en realidad, culpa suya. Al menos, que comenzara.
—Hay algo que no entiendo —había dicho, después de varios minutos en silencio, mientras ambos esperaban el momento idóneo para que Edmund y Caire se intercambiaran.
El Justo le había mirado, a la espera de que continuara hablando.
—¿Y eso es? —había terminado por preguntar, viendo que no lo hacía.
—Por qué antes me llamaste «Elle».
Edmund le miró, sin comprender. O eso deseaba aparentar.
—Creí que te gustaría. ¿Acaso no te llamaba así antes?
Elinor no pudo evitar fruncir el ceño.
—Antes —asintió—. Pero ahora ni siquiera me conoces. Ni confías en mí. Así que no entiendo el motivo de por qué lo hiciste.
El Justo se encogió de hombros tras unos segundos.
—No lo sé —admitió.
—Yo sí —replicó Elinor, negando con la cabeza—. Para provocarme. Para enfadarme. Es más que obvio. Porque lo hiciste para eso, ¿verdad? O, por lo menos, para descolocarme.
Edmund guardó silencio y la Tenaz supo que había acertado. Negó con la cabeza, súbitamente furiosa.
—Entiendo que no quieras fiarte de mí. Haz lo que prefieras. Pero, si eliges eso, no me busques. No te va a gustar. Te conozco lo suficiente como para saber qué intenciones tienes. —Volvió a negar y añadió—: Hiciste lo mismo con el príncipe Rabadash. Te gustaba provocarle para ver cómo era, cómo reaccionaba, cuánto tardaba en enfadarse. Abstente de hacer lo mismo conmigo, porque yo no voy a caer en la trampa. Voy a ignorarte. —Le miró con fijeza y advirtió—: No confíes en mí. Pero no olvides una cosa muy importante: tú no me conoces, pero yo a ti sí. Y muy bien. No juegues conmigo, Ed.
Edmund apartó la mirada. Y ella sabía que era porque había acertado y porque le molestaba haber sido descubierto.
—No puedo evitarlo —respondió, encogiéndose de hombros, sin mirarla—. Si tanto me conoces, sabrás que así es como actúo cuando desconfío de alguien.
—Sí, lo sé —asintió ella—. Del mismo modo en que sé que no va a cambiar nada lo que te estoy diciendo y vas a seguir siendo un imbécil. No importa. Podría demostrarte que digo la verdad de muchas más maneras, aunque creo que ya han sido las suficientes. No entiendo a qué vienen esos sueños, pero créeme que no tengo nada que ver. Aunque tampoco vas a creerme cuando te digo eso. —Soltó un suspiro cargado de frustración—. A estas alturas, Edmund, ya da igual. Por ahora, lo importante es ayudar a Caspian. Haz lo que creas mejor, porque siempre lo haces. Incluso cuando estás equivocado. No voy a seguir pidiéndote que confíes en mí.
—Mejor, porque no voy a hacerlo —soltó él. Elinor ni se sorprendió. Se limitó a asentir y darle la espalda.
—Haz lo que quieras, Ed —se limitó a decir, consiguiendo que no se le rompiera la voz.
Estaba furiosa. Se había pasado furiosa todo el día. No había hablado de ello con nadie, ni siquiera con Caire, pese a que ella le había preguntado. Y, por debajo de la ira, también había una profunda tristeza.
—No debí haber actuado así. —Elinor no podía creer que el orgulloso y tozudo Edmund estuviera diciendo eso. No tenía sentido—. Es... No sé explicártelo.
«Antes hubieras sabido», pensó amargamente la Tenaz. Pero no lo dijo. Se limitó a ladear la cabeza, manteniendo los brazos cruzados.
—Inténtalo. No eres precisamente de los que no saben usar las palabras.
Edmund guardó silencio, pensativo. Elinor veía por el modo en que fruncía el ceño, por cómo torcía la boca, que realmente estaba tratando de encontrar las palabras correctas. Y no era como cuando lo hacía en las reuniones del consejo, no.
Por unos instantes, Elinor se sintió transportada a aquella noche mágica en la que Edmund y ella habían salido a dar un paseo por los jardines de Cair. Cuando él había tomado sus manos entre las suyas, vacilante, y ella había sentido que se quedaba sin respiración. Cuando todo en su vida, en sus vidas, había cambiado.
Elinor se encontró extrañando con fuerza aquellos momentos en los que había creído que jamás volvería a ser tan feliz en su vida.
—Lo que dijo Lucy, en la playa... —Edmund titubeó. Elinor no quería emocionarse. De verdad que no. No pensaba hacerse ilusiones. Pero los recuerdos que le llegaban se lo hacían difícil—. Recuerdo haber estado allí contigo. O eso creo. Es confuso, pero... —El Justo chasqueó la lengua, frustrado—. Es como si la sensación que he tenido desde el principio fuera a más, pero eso significa más conflicto con...
—Edmund —cortó Elinor, negando con la cabeza—. No te sigo.
—Lo sé, me estoy dando cuenta —masculló él. Realmente parecía estar luchando por verbalizar todo lo que le pasaba por la cabeza, pero no parecía ser tarea fácil—. Lo que quiero decir, Elinor, es que... Sí, te conozco. Me voy dando cuenta poco a poco, aunque puede que lo supiera desde el principio. Y sé que lo de ayer estuvo mal. Pero realmente no sé cómo actuar contigo, porque una parte de mí me dice que no confíe en ti, en absoluto. Es complicado. Y no sé qué hacer, pero sí sé que no quiero hacerte daño, Elinor. Y lo he hecho y lo siento. Es... Es como un impulso que tengo, el de querer que estés bien, ¿sabes? Pero... —Negó con la cabeza y se le veía tan enfadado consigo mismo que Elinor sintió su corazón ablandarse—. De verdad que no sé qué hacer.
La Tenaz luchó contra el deseo de tomar su mano, acercarle a ella, abrazarle y prometerle que encontrarían la solución. No podía, era demasiado. Sabía que una disculpa como aquella era mucho más de lo que podía esperar, teniendo en cuenta cómo estaban las cosas.
—Yo tampoco, Edmund —admitió ella, llevando la mirada a los ojos oscuros del azabache—. Llevo sin saber qué hacer desde que Caire y yo llegamos a Cair Paravel y tu hermano nos preguntó si nos conocíamos. —Soltó un profundo suspiro. Aquel momento seguía bien fresco en su memoria—. Pero aquí estoy. Poco a poco. Lu ha recordado, Caire también, y Peter... Y ahora tú, más o menos. —Agachó la cabeza—. No quiero darme por vencida. Y quiero creer que Aslan sabe cómo arreglar esto, si nosotros no somos capaces de conseguirlo, pero... Créeme, sé mejor que nadie lo frustrante que esto puede llegar a ser todo esto, aunque sea por motivos distintos.
Edmund la miró en silencio unos segundos, antes de asentir. Elinor sonrió débilmente y, tras unos instantes, el Justo imitó su gesto. Ninguno se movió ni un centímetro durante lo que a Elinor le parecieron horas. Y deseó, con toda su alma, permanecer en ese momento, alargarlo todo lo posible. Porque le hizo sentir como si el último año no hubiera existido, como si jamás hubieran abandonado Narnia. Como si las cosas continuaran siendo tal y como deberían haber sido.
Entonces, Edmund carraspeó y dijo:
—Si realmente se puede... Me encantaría recordarte —admitió.
Y Elinor no pudo evitar preguntar, con el corazón desbocado:
—Ed, has recordado algo más, ¿no es así?
El Justo asintió muy despacio.
—O algo así —admitió—. Ha sido hablando con Niobe sobre... —Parecía incluso cohibido, para sorpresa de Elinor. Bajó un poco la voz, probablemente sin pretenderlo—. Sobre, bueno, nuestra boda.
Elinor parpadeó. No esperaba aquello. En absoluto. ¿Qué podría haber dicho Niobe sobre su boda...?
—No fue exactamente nuestra boda, sino sobre las bodas narnianas de nuestra época —aclaró Edmund—. Y no pude evitar acordarme de tu anillo. El que llevas colgado al cuello. Porque ese es tu anillo de boda, ¿verdad?
Lo había recordado. Elinor no pudo contener una sonrisa cuando asintió y se sacó de bajo la camisa la cadena de la que colgaba el anillo. Su anillo de boda, de oro entrelazado, con diminutos brillantes incrustados. Y, en su interior, como le enseñó a Edmund, las iniciales de ambos entrelazadas. Contempló con una sonrisa las dos pequeñas «E», cada una con distinta caligrafía. Elinor aún recordaba cuando se la había escrito en un pergamino al enano encargado de elaborar las dos alianzas. Edmund la había escrito junto a la suya y el enano les había asegurado que se encargaría de que ambas quedaran grabadas en el interior de los anillos. Y así había sido.
—No sé dónde puede estar el tuyo, el mío apareció...
—Yo sí sé dónde está —la interrumpió Edmund, con la mirada fija en el aro de oro que Elinor sostenía—. Estaba atado a la empuñadura de mi espada. Lo traje hasta aquí.
La Tenaz tragó saliva y contuvo un suspiro. Se atrevió a levantar la mirada y dirigirla al rostro de Edmund, cuyos ojos seguían fijos en el anillo de Elinor.
—¿Y qué va a pasar ahora? —se atrevió a preguntar, al tiempo que cerraba la mano en torno a la alianza, ocultándola de la vista de Edmund. El Justo vaciló—. Aún no confías en mí, ¿no es así?
—No lo sé, Elinor —suspiró él, levantando la cabeza. Ella asintió despacio—. Es todo demasiado confuso. Estoy dividido. Y mientras que hay una parte de mí que quiere confiar en ti, otra me lo impide. Y no puedo hacer nada para acallar ninguna de las dos.
Elinor le contempló con ojos tristes.
—No hay ninguna manera de que yo cambie eso, ¿no es así?
Edmund tardó varios segundos en negar con la cabeza. La Tenaz suspiró y asintió lentamente.
—Comprendo.
—Realmente desearía que todo esto fuera más fácil —confesó Edmund, aunque ella apartó la mirada—. Pero, Elinor, no sé qué puedo hacer para...
—Lo sé. No te preocupes. —Pero eso no lo hacía menos difícil. Ni menos doloroso.
El silencio se instauró entre ambos. Ninguno se atrevía a mantener la mirada del otro durante más de unos segundos. Finalmente, Edmund suspiró y le tendió un cordón. Al extender Elinor la mano, Edmund abrió el puño y el cordel cayó sobre la mano de la Tenaz, revelando que de él colgaba el anillo de bodas del Justo. Elinor tragó saliva.
—Quiero que lo tengas tú —dijo lentamente Edmund, y ella creyó que se quedaba sin aire. Le estaba devolviendo la alianza que había sellado su matrimonio. Toda su confusión e incredulidad debieron abrirse paso hasta su rostro, porque él se apresuró a decir—: Quiero que lo tengas hasta que sea capaz de recordar, Elle. Porque no creo que sea lo correcto que lo conserve yo hasta entonces. Devuélvemelo cuando suceda, ¿vale?
—Si es que sucede —masculló Elinor, con voz ronca. Edmund agachó la cabeza.
—Has conseguido que Lu recuerde. Gracias a eso, Caire y Peter han podido también. Y yo tengo algo, aunque sea poco. —Se encogió de hombros—. Mira, Elinor, no sé qué hubiera hecho yo en tu situación, pero queda claro que tú aún sigues intentando que todo esto se arregle. Y creo que puedes hacerlo. No te llaman la Tenaz por nada, ¿no?
Y ahí estaba esa sonrisa. Esa maldita sonrisa que hacía las rodillas de Elinor flaquear y que hundía más el cuchillo que sentía sobre su corazón. Había bromeado tantas veces con Edmund, diciendo que era aquella sonrisa la que le había enamorado... Pero solo ella las recordaba ahora.
Se tragó todo su dolor y arqueó las cejas.
—¿Significa eso que estás confiando en mí para que arregle esto? —preguntó, burlona.
Una débil carcajada escapó de entre los labios de Edmund.
—No espero que lo hagas todo tú sola, tendremos que poner de nuestra parte. —Y aquello le dejó claro que Edmund iba a intentarlo. Casi sentía el picor de las lágrimas en sus ojos, el alivio inundándola—. Y en cuanto a lo de confiar... —Le miró directamente a los ojos, con los labios curvados hacia arriba—. Voy a hacer lo que pueda, Elinor. No puedo prometerte que vaya a hacerlo desde ya, pero...
—Es suficiente —interrumpió ella, asintiendo. Cerró el puño en torno al anillo de Edmund—. Después de todo cuanto ha sucedido hasta ahora, supongo que tendré que conformarme con eso.
—Lo siento. Por todo —susurró Edmund. Ella volvió a asentir. Señaló el puño cerrado de la Tenaz—. Cuídamelo, ¿vale?
Una débil sonrisa se formó en los labios de Elinor. Trató de aferrarse a la diminuta esperanza que había aparecido ante ella y asintió nuevamente.
—Lo haré.
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