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5. Compañeros de viaje










Quinto capítulo.
COMPAÑEROS DE VIAJE

➶ ❁۪ 。˚ ✧

❝ ni siquiera eres capaz de mirarme a la cara ❞









El rencor iba acumulándose poco a poco en el pecho de Elinor, sin que ésta pudiera hacer nada por evitarlo. Había empezado sin darle demasiada importancia, tratando de ser comprensiva a la situación: no debía de ser fácil que una desconocida apareciera diciendo ser tu esposa y, poco después, encontraras un cuadro que probaba que ella tenía razón, pese a que tú no recordaras nada.

Había hecho lo posible por ser paciente con Edmund, mientras ella misma trataba de ignorar el dolor que sentía en el pecho al verse como una desconocida para las cinco personas que más amaba en el mundo.

Pero cada vez que él rehuía su mirada o se negaba a dirigirle la palabra, Elinor sentía el enfado crecer en su interior. Y solo había empeorado la situación que, durante el tiempo que ella y Edmund habían pasado hombro con hombro, remando en la embarcación que les permitiría cruzar el Mar de Cristal en dirección al Altozano de Aslan, él ni siquiera se había dignado a mirarla.

¿Quién se creía? Elinor había creído que, cuando le había devuelto su espada, tras su duelo con Trumpkin, había decidido dejar a un lado el hecho de pretender que no estaba allí. Tal vez así podrían tratar de encontrar una solución a sus recuerdos perdidos. Pero, al parecer, no había sido así.

El cansancio y el sol volvía todo peor. Cuando desembarcaron, Elinor fue la primera en bajar de la embarcación y tambalearse en suelo firme. Sentía los músculos agarrotados y le dolía la cabeza. Los demás no estaban mucho mejor; con excepción de Lucy y Trumpkin, todos habían llevado los remos durante largos periodos y estaban agotados. El enano, que había dirigido la barca desde una posición bastante incómoda, también parecía exhausto.

Cenaron a base de manzanas, sin hablar siquiera. Tampoco tenían fuerzas para encender una fogata, de modo que ni se molestaron en recolectar leña. Caire cayó dormida cuando aún ni siquiera habían terminado de cenar. La cubrieron con su capa y la dejaron descansar, congregándose el resto en torno a ella para dormir. Elinor terminó entre Edmund y Peter, ambos dándole la espalda. Tumbada bocarriba, se permitió unos momentos para observar las estrellas y su amado firmamento narniano, antes de caer profundamente dormida.

La mañana siguiente les ofreció un despertar frío y melancólico, con una media luz gris y todo a su alrededor húmedo y sucio. Elinor hizo una mueca al incorporarse, sintiendo cada músculo de su cuerpo tirante. Desayunar nuevamente manzanas no contribuyó a mejorar su humor.

Se levantaron, se sacudieron la ropa y miraron a su alrededor. Los árboles estaban muy pegados y no veían más allá de unos metros en cualquier dirección.

—¿Supongo que Sus Majestades conocen el camino perfectamente? —observó el enano.

—Yo no —admitió Susan—. Nunca antes había visto estos bosques. En realidad yo creía que lo mejor era ir por el río.

—¡Pues haberlo dicho antes! —replicó Peter, con disculpable rudeza.

—Vamos, no le hagas ni caso —dijo Edmund—. Siempre ha sido una aguafiestas. —Susan le miró, ofendida—. Tienes esa brújula de bolsillo, ¿verdad, Peter? Bien, pues no hay de qué preocuparse. Sólo tenemos que seguir en dirección noroeste... cruzar ese río pequeño, el ¿cómo lo llamas? El Torrente...

Elinor frunció el ceño. Aquella ruta no le parecía la más convincente.

—Ya lo sé —respondió su hermano—, es el que se une al gran río en los Vados de Beruna o el Puente de Beruna, como lo llama nuestro QA.

—Es cierto. Lo cruzamos y marchamos colina arriba, y estaremos en la Mesa de Piedra, en el Altozano de Aslan, imagino, entre las ocho y las nueve. ¡Espero que el príncipe Caspian nos ofrezca un buen desayuno!

—Confío en que tengas razón —dijo Susan—. Esto no me suena nada.

—Eso es lo peor de las chicas —comentó Edmund a Peter y al enano—; jamás llevan un mapa en la cabeza.

Elinor sintió la furia invadirla.

—Eso se debe a que tenemos algo más dentro de ella —replicó Lucy.

—Además —añadió la de cabellos rojizos, en tono mordaz—, tu mapa en la cabeza parece estar fallando, Edmund. No estamos lo suficientemente al sur como para ir en dirección noroeste, nos alejaríamos demasiado. En todo caso, oeste, puede que incluso suroeste.

Los demás guardaron silencio ante aquello. El azabache la miró, indignado.

—No me equivoco. No hemos desembarcado tan al norte como crees.

—No es que crea, es lo sé —replicó ella—. Estamos aproximadamente a la altura de la Mesa de Piedra, pero al este. Si nos dirigimos al oeste, llegaremos bien. He explorado estos bosques miles de veces, sé lo que digo.

—Yo también —respondió Edmund, apretando la mandíbula—. Los conozco como la palma de mi mano.

—Y, aún así, la mayoría de las veces, te acompañaba e indicaba el camino yo —bufó Elinor—. Confiabas en mí entonces, hazlo ahora.

—¿Cómo voy a confiar en alguien a quien no conozco?

Aquellas palabras dolieron más de lo que hubiera esperado. Elinor se quedó totalmente muda, contemplando a Edmund como si no creyera lo que acababa de escuchar. La expresión furiosa del Justo dio paso a una levemente avergonzada, pero no pronunció ni una disculpa. Elinor tragó saliva y asintió, apartando la mirada.

—No me equivoco —se limitó a decir—. De todos modos, mi brújula dirá hacia donde debemos ir.

La aguja mágica apuntaba en dirección oeste, levemente suroeste, tal como ella había indicado. Edmund puso mala cara cuando lo vio, pero se limitó a decir algo como: «Vamos, entonces.»

Elinor no abandonó la cola del grupo en todo el trayecto, tratando de poner la mayor distancia posible entre ella y Edmund, que se mantuvo al frente. No le gustaba en absoluto la sensación que le producía el estar junto a él.

—¿Te encuentras bien?

Elinor asintió mecánicamente ante la pregunta de Caire.

—¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?

La rubia se encogió de hombros. Elinor suspiró.

—Siento no habértelo preguntado antes, es que...

—Tienes tus propios problemas, lo entiendo —la tranquilizó la Prudente—. No te angusties por eso.

La de cabellos rojizos asintió, apretando los labios.

—Te vi hablando con Peter antes. ¿Vas recordando algo? —preguntó, esperanzada. Caire negó tras unos instantes.

—Pero creo que él sí —admitió, y Elinor se apresuró a volver la cabeza hacia ella, sintiendo su pecho llenarse de esperanza en tan solo unos instantes—. No estamos seguros. Ayer, me llamó Cay.

—Solo él te llamaba así —respondió al momento Elinor, tan aliviaba que sintió incluso mareo—. Muy de vez en cuando. ¡Eso significa que pueden recordar!

—No... —empezó Caire, pero terminó negando y sonriendo tímidamente—. Bueno, puede ser. ¿Edmund...?

La sonrisa de Elinor decayó al instante.

—¿Qué pasa con él?

—Apenas os miráis, habéis discutido antes... Solo quiero saber si estás bien. Esto tiene que ser mucho más difícil para ti que para el resto de nosotros.

La Tenaz se encogió de hombros una única vez.

—Ya descubriremos lo que ha pasado y lo solucionaremos. —«Por favor, por favor, por favor»—. No te preocupes.

Al principio, las cosas parecían ir bastante bien. Llevaban una media hora de lento avance —cinco de ellos estaban totalmente entumecidos por haber tenido que remar el día anterior— cuando Trumpkin susurró de improviso:

—Deteneos. —Todos obedecieron—. Nos sigue algo —anunció en voz baja—. O más bien nos acompaña; por allí a la izquierda.

Se quedaron muy quietos, escuchando y mirando con atención hasta que les dolieron las orejas y los ojos.

—Será mejor que tú y yo coloquemos una flecha en el arco —indicó Susan a Trumpkin, aunque Elinor captó a la perfección la mueca de la azabache al decir aquello.

El enano asintió y, en cuanto los dos arcos estuvieron preparados para entrar en acción, el grupo reanudó la marcha. Recorrieron con ojo avizor unas cuantas docenas de metros por un terreno con árboles bastante despejado. Luego llegaron a un lugar en el que el monte bajo se espesaba y tenían que pasar más cerca de él. Justo cuando cruzaban por allí, algo apareció de improviso como una rugiente exhalación, surgiendo como un rayo de entre las ramas que se quebraban. Elinor tuvo los suficientes reflejos para apartar a Lucy, que se había quedado a su lado. Cayó al suelo sin aliento, escuchando el chasquido de la cuerda de un arco mientras caía. Cuando volvió a ser consciente de lo que la rodeaba, vio a un enorme oso gris de aspecto feroz que yacía muerto con la flecha de Trumpkin clavada en el flanco.

El silencio cayó sobre el grupo durante varios segundos. Elinor, jadeante por la impresión, se arrastró lo más lejos posible del animal abatido, muy pálida. Sus ojos fueron hasta sus compañeros; con la excepción de Trumpkin, todos tenían la misma expresión impactada que ella. Lucy se había puesto de pie despacio; Edmund le tendió la mano a la Tenaz, que la aceptó sin pensar mucho en ello. La invadió el desasosiego al ver cómo el Justo apenas le dirigía una mirada.

—El QA te ha vencido en ese disparo, Su —dijo Peter con una sonrisa ligeramente forzada.

—He... he esperado demasiado —respondió Susan, en tono avergonzado—. Tenía tanto miedo de que se tratara de, ya sabes, uno de nuestros queridos osos, un oso parlante.

—Ése es el problema —indicó Trumpkin—, pues aunque la mayoría de osos se han vuelto enemigos y mudos, aún quedan algunos de los otros. Nunca se sabe, pero uno no puede arriesgarse a esperar para comprobarlo.

—Pobre Bruin —murmuró Susan, con labios temblorosos—. ¿No creerás que era él?

—No era él —declaró el enano—. Vi el rostro y oí el rugido. Sólo quería a la pequeña como desayuno.

Reanudaron la penosa marcha hasta que salió el sol y los pájaros empezaron a cantar. La rigidez producto del manejo de los remos del día anterior empezó a disiparse y a todos se les levantó el ánimo. El sol empezó a calentar de un modo verdaderamente agradable.

—Supongo que vamos bien, ¿no? —inquirió Edmund una hora más tarde. Le dirigió una rápida mirada a Elinor, que se limitó a asentir; de haberse desviado, hubiera avisado a los otros de inmediato.

—No veo cómo podemos ir mal mientras no nos desviemos demasiado a la izquierda —declaró Peter—. Si nos dirigimos demasiado a la derecha, lo peor que puede suceder es que perdamos un poco de tiempo al tropezar con el Gran Río demasiado pronto y que no podamos tomar el atajo.

Y de nuevo siguieron avanzando lentamente sin oír otro sonido que el golpear de sus pies en el suelo.

—¿Adónde ha ido a parar ese condenado Torrente? —inquirió Edmund al cabo de un buen rato.

—Desde luego pensaba que habríamos dado con él ya —dijo su hermano—. Pero no podemos hacer otra cosa que seguir adelante.

—Es imposible que no hayamos llegado ya —comentó Elinor, preocupada, desde el final del grupo—. No nos hemos desviado en ningún momento. Deberíamos haberlo encontrado hace rato.

Pero no podían hacer otra cosa que seguir caminando.

—Elinor, conoces estos bosques tan bien como nosotros —llamó Peter—. Ponte también adelante. Puede que, entre los tres, nos demos cuenta de lo que ha podido pasar.

—Está bien —aceptó ésta.

El sol, que tan reconfortante había resultado en un principio, comenzaba a resultarle pesado. Hacía demasiado calor y Elinor tuvo que hacerse un recogido que le permitiera quitarse el pelo del cuello. Seguía sin haber señal del Torrente y se sentía cada vez más desconcertada. Entonces...

—¿Qué diablos...? —exclamó Peter de repente, al tiempo que Elinor le tomaba del brazo y tiraba de él a toda prisa hacia atrás.

Habían ido a parar, sin darse cuenta, casi al borde de un pequeño precipicio desde el que se podía contemplar una garganta con un río en el fondo. En el otro extremo, el precipicio era mucho más alto. Ningún miembro del grupo, excepto Edmund y tal vez Trumpkin, sabía nada sobre escalar.

—Lo siento —se disculpó Peter al cabo de unos segundos—, es culpa mía por venir por aquí. Nos hemos perdido. Jamás en la vida había visto este lugar.

El enano emitió un sordo silbido por entre los dientes.

—Demos media vuelta y vayamos por el otro camino —propuso Susan—. Desde el principio sabía que nos perderíamos en estos bosques.

—¡Susan! —reprendió Lucy—. No sermonees a Peter de ese modo. Es odioso y, además, él hace lo que puede.

—Y tú no regañes tampoco a Su de ese modo —intervino Edmund—. Creo que tiene toda la razón.

—Tú no has dicho en ningún momento que fuéramos por otro camino —saltó Elinor, indignada—. Ella, al menos, sugirió ir por el río.

Edmund abrió la boca para replicar.

—¡No discutáis ahora! —exclamó Caire, frunciendo el ceño—. No hay tiempo para eso.

Para ser la única que no recordaba nada de Narnia ni, por extensión, de aquellos bosques en los que estaban irremediablemente perdidos, parecía ser la que más tranquila estaba.

—¡Tinas y tinajas! —exclamó Trumpkin—. Si nos hemos perdido en el camino de ida, ¿qué posibilidades tenemos de encontrar el camino de vuelta? Y si hemos de regresar a la isla y empezar de nuevo desde el principio... incluso suponiendo que pudiéramos... más nos valdría dejarlo así. Miraz habrá acabado con Caspian antes de que consigamos llegar si seguimos como hasta ahora.

—¿Crees que deberíamos seguir adelante? —preguntó Lucy.

—No estoy seguro de que nos hayamos perdido —respondió Edmund, pensativo—. ¿Qué impide que este río sea el Torrente?

—Pues que el Torrente no está en una garganta —dijo Peter, conteniéndose con cierta dificultad. Casi parecía querer añadir algún insulto más.

—Su Majestad dice «está» —replicó el enano—, pero ¿no debería decir «estaba»? Conocisteis este país hace cientos, tal vez miles, de años. ¿No podría haber cambiado? Un desprendimiento de tierras podría haber arrancado la mitad de la ladera de esa colina, dejando roca viva, y eso habría creado los precipicios que hay más allá de la garganta. Luego el Torrente habría ido hundiendo su curso año tras año hasta formar los precipicios pequeños de este lado. También podría haber habido un terremoto o algo parecido.

—Tiene sentido —masculló Elinor, disgustada—. ¿Significa eso que todo nuestro conocimiento sobre el territorio narniano es inútil ahora?

—No se me había ocurrido —admitió Peter, chasqueando la lengua.

—Y, de todos modos —siguió Trumpkin—, incluso aunque no sea el Torrente, fluye más o menos hacia el norte y, por lo tanto, tiene que ir a parar al Gran Río igualmente. Creo que pasé junto a algo que podría haber sido él cuando me dirigía al mar. Así pues, si seguimos río abajo, por nuestra derecha, daremos con el Gran Río. Tal vez no tan arriba como esperábamos, pero al menos no estaremos peor que si hubiéramos ido por el camino que utilicé.

Lo consideraron unos momentos. A Elinor no le parecía mala idea del todo, aunque no estaba segura de que ir hacia abajo fuera la mejor opción. Si ya no estaba el Torrente, ¿qué quedaba hacia arriba de dónde estaban? El hecho de estar perdida la ponía tan nerviosa que se le complicaba el hacer memoria.

No, puede que ir hacia abajo fuera lo mejor. Allí estaba el Gran Río, eso lo tenía seguro. Para Elinor, que recordar mapas nunca había sido un problema, aquello resultaba incomprensible. Disgustada, agachó la cabeza y palpó su brújula, sacándola a toda prisa, solo para ver que su aguja giraba sin control ni sentido alguno. Molesta, volvió a guardarla.

—Trumpkin, eres un gran tipo —exclamó Peter, sonriendo—. Vamos, pues. Bajemos por este lado de la garganta.

—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad! —gritó Lucy de pronto, poniendo a todos sobre alerta.

—¿Dónde? ¿Qué? —dijeron todos, Elinor incluida.

—El león —respondió ella—. El mismo Aslan. ¿No lo habéis visto? —Su rostro había cambiado por completo y sus ojos brillaban. Caire, a su lado, estaba inmóvil y muda por la impresión.

—¿Realmente quieres decir que...? —empezó Peter.

—¿Dónde te ha parecido verlo? —inquirió Susan rápidamente. Su hermana menor frunció el ceño.

—No hables igual que un adulto —dijo Lucy, golpeando el suelo con el pie—. No me «ha parecido» verlo. Lo he visto. Caire también, ¿verdad?

Un único asentimiento por parte de la Prudente fue la respuesta de ésta.

—¿Dónde, Lu? —quiso saber Peter.

—Justo allí arriba, entre aquellos serbales. No, a este lado de la garganta. Y arriba, no abajo. Justo en la dirección opuesta a la que queréis tomar. Y quería que fuéramos hacia donde estaba él: ahí arriba.

—¿Cómo sabes que era eso lo que quería? —cuestionó Edmund, dudoso.

—Él... yo... simplemente lo sé por su rostro.

Sus compañeros intercambiaron miradas en medio de un perplejo silencio.

—Es muy probable que Su Majestad haya visto un león —intervino Trumpkin—. Hay leones en estos bosques, según me han contado. Pero no tendría por qué haber sido un león amistoso y parlante, como tampoco lo era el oso.

Elinor frunció el ceño ante el tono de voz del enano.

—Vamos, no seas tan estúpido —espetó Lucy, disgustada—. ¿Crees que no reconozco a Aslan cuando lo veo?

—¡Sería un león bastante anciano a estas alturas —observó Trumpkin—, si lo conocisteis la otra vez que estuvisteis aquí!

—¿Qué estás diciendo? —exclamó Elinor al momento, indignada—. Aslan es más viejo que la propia Narnia, por el León. Estuvo presente en su nacimiento. ¡Y eso fue mucho antes de nuestro reinado!

—Y si pudiera ser el mismo, ¿qué le habría impedido volverse salvaje y necio como tantos otros? —insistió el enano, negando con la cabeza.

Lucy enrojeció violentamente y Elinor creyó que se habría arrojado sobre el enano, si Peter no hubiera posado la mano sobre su brazo.

—El QA no lo entiende —dijo, en tono conciliador—. ¿Cómo iba a hacerlo? Debes aceptar, Trumpkin, que realmente conocemos a Aslan; sabernos ciertas cosas sobre él, quiero decir. Y no debes hablar de él de ese modo. No trae buena suerte, para empezar: y no son más que disparates, por otra parte. La única cuestión es si Aslan estaba realmente allí.

—Pero yo sé que sí estaba —insistió Lucy mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Sí, Lu, pero nosotros no lo sabernos, ¿comprendes? —dijo Peter.

—¡Caire sí que lo sabe!

Fue como si ésta hubiera despertado de un sueño. Parpadeó, volvió la cabeza hacia los demás, muy pálida, y asintió con la cabeza.

—L-le he visto. Al león, quiero decir. Y... No era un león normal. No sé si es el Aslan del que tanto habláis, pero... Indudablemente, tiene algo especial. —Titubeó—. Y creo que Lucy está en lo correcto al decir que quería que fuéramos hacia arriba.

—No se puede hacer otra cosa que votar —indicó Edmund.

—De acuerdo —repuso Peter, descontento—. Tú eres el mayor, QA. ¿Por qué votas? ¿Subimos o bajamos?

—Bajamos —contestó el enano, sin dudar un instante—. No sé nada sobre Aslan. Pero sí sé que si girarnos a la izquierda y seguimos la garganta hacia arriba, podríamos andar todo el día antes de encontrar un lugar por donde cruzarla. Mientras que si giramos a la derecha y descendemos, acabaremos por llegar al Gran Río en un par de horas. Y si hay leones auténticos por ahí, lo que debemos hacer es alejarnos de ellos, no ir a su encuentro.

—¿Qué dices tú, Susan?

—No te enojes, Lu —respondió ésta, algo apenada—. pero realmente creo que debernos bajar. Estoy muerta de cansancio. Salgamos de este espantoso bosque y vayamos a campo abierto tan rápido como podamos. Y ninguno de nosotros excepto tú y Caire ha visto nada.

—¿Edmund? —preguntó Peter.

Elinor dirigió su mirada hacia él, expectante. Tenía la misma expresión en el rostro que la que ponía mientras meditaba una respuesta complicada que dar ante el Consejo Real.

—Bueno, lo que sucede es esto —dijo él, hablando muy de prisa a la vez que enrojecía ligeramente—; cuando descubrimos Narnia hace un año, o mil años, da lo mismo, fue Lucy quien llegó primero y ninguno de nosotros quiso creerla. Yo menos que nadie, ya lo sé. Sin embargo, ella tenía razón. ¿No sería justo creerla ahora? Yo voto por subir.

Elinor casi se sintió conmovida.

—¡Gracias, Edmund! —dijo Lucy y le oprimió la mano.

—¿Caire?

—Subir —se limitó a decir ella. No dio más explicaciones y nadie se las pidió; Peter se volvió hacia Elinor.

—¿Qué dices tú?

La Tenaz vaciló. Por una parte, quería creer a Lucy. De hecho, lo hacía. Pero si Aslan realmente había estado allí, ¿por qué no hablarles? ¿Por qué no ayudarles de un modo más directo, mostrándose ante ellos, ayudando a resolver las dudas que inundaban el corazón de Elinor al no saber qué hacer con las memorias perdidas de los otros monarcas?

Y, por otro lado, estaba el hecho de que parecía ser incapaz de recordar lo que había subiendo en dirección contraria a la que les llevaría al Gran Río. Era como si hubiera un gran vacío en sus recuerdos: jamás le había sucedido. ¿Desde cuándo Elinor, quien se había recorrido los bosques completos de Narnia, llegando a memorizar todos y cada uno de ellos, olvidaba algo así? Aquel descuido le producía algo cercano al pánico.

—Bajar —dijo finalmente, en voz baja. La decepción en los rostros de Lucy y Caire fue notable; Edmund apretó los labios—. Yo... No sé qué hacer, no sé por qué Aslan no se ha dejado ver y soy incapaz de orientarme ahora mismo. Si sabemos con seguridad que abajo tenemos el Gran Río... Prefiero no arriesgarme.

—Y ahora te toca a ti, Peter —dijo Susan, asintiendo—. Y realmente confío en que...

—Vamos, callaos, callaos y dejad que piense —la interrumpió él—. Preferiría no tener que votar.

—Eres el Sumo Monarca —observó Trumpkin con voz severa.

—¿Y eso no le daría más derecho a elegir no votar? —masculló Caire, dudosa.

Se produjo una larga pausa en la que Peter, pensativo, consideró las opciones. Finalmente, negó con la cabeza.

—Abajo —declaró Peter con firmeza—. Sé que Lucy y Caire pueden tener razón después de todo, pero no puedo evitarlo. Debemos hacer una cosa u otra.

Así pues, giraron hacia la derecha siguiendo el borde, río abajo. Elinor quiso retroceder hasta el final del grupo nuevamente, pero se detuvo a mitad de camino al ver que Lucy, la última, iba llorando amargamente. Edmund dirigió a la Tenaz una mirada cargada de rencor.

—¿Por qué has elegido abajo? Después de todo lo que has dicho de recuerdos y eso, creí que tú, por encima de todos...

—Ah, ¿ahora me hablas? —espetó ella, disgustada—. ¿Y vas a recriminarme, además? Ni siquiera eres capaz de mirarme a la cara, Ed, ¿y pretendes que te dé explicaciones? No, ni hablar. Antes que nada, deberías decirme tú por qué pareces empeñado en ignorar mi existencia.

Edmund apretó los labios y tragó saliva. Elinor clavó sus ojos en él, pero Edmund desvió la mirada. La Tenaz chasqueó la lengua, disgustada.

—¿Vas a explicarme de qué va esto? Entiendo que no me recuerdes, pero...

—Sí que te recuerdo —interrumpió él. Elinor calló al instante y se le quedó mirando, sin dar crédito. ¿La recordaba? Entonces...—. O, al menos, reconozco tu cara. No sabía tu nombre ni nada de la boda, pero... Sí, conozco tu cara.

—¿Y por qué parece que eso es malo?

Edmund titubeó.

—Hum, bueno...

—¿Sí?

—Digamos que llevo un año soñando contigo.

Elinor le miró y casi se le escapó una sonrisa, pero la cara del azabache le hizo descartar aquella idea al momento.

—Ed...

—No, no es como crees —cortó él, bajando la mirada—. Llevo un año teniendo pesadillas. Pesadillas con la Bruja Blanca. —Negó con la cabeza—. Y tú, Elinor, sales en todas ellas.


















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