4. En auxilio del príncipe
Cuarto capítulo.
EN AUXILIO DEL PRÍNCIPE
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❝ lo siento, cay ❞
Caire no se atrevía a mirar a nadie a la cara. No aún, al menos.
Los Pevensie parecían perdidos en sus pensamientos. Elinor permanecía apartada de todos ellos. Desde que los seis habían dejado la cámara del tesoro, donde se conservaban aquellos preciosos retratos de momentos olvidados para todos ellos —excepto para la Tenaz—, ninguno había pronunciado palabra.
Caire agradecía, al menos, no tener que cargar con el peso de saber que su esposo la recordaba y ella a él no. Por las miradas furtivas que Edmund dirigía en ocasiones a Elinor, imaginaba que no era una situación agradable.
Peter también le observaba a ella en ocasiones. Pero no era del mismo modo que Edmund lo hacía; había casi culpa en los ojos del azabache, mientras que el Magnífico solo parecía mirarla con incomprensión, la misma que la propia Caire sentía.
La noche ya caía sobre las ruinas de Cair Paravel. La Prudente había dejado de tratar de imaginar el antiguo esplendor del castillo horas atrás. Era innegable que no conocía aquel lugar y, si lo hacía, era incapaz de recordarlo.
—Y... —Se aclaró la garganta. Tres pares de ojos se volvieron al momento hacia ella; los dos restantes no tuvieron que moverse, puesto que Peter ya la estaba mirando antes de que abriera la boca y Elinor no levantó siquiera la cabeza—. ¿No tenéis idea de cómo regresar a casa?
—¿Por qué querrías regresar a Inglaterra? —exclamó Edmund, sorprendido; su hermano mayor le puso la mano en el hombro para hacerle callar. El Justo pareció ligeramente avergonzado por su reacción—. Es decir, estamos en Narnia. Soy incapaz de imaginar un lugar mejor que este para vivir, sea lo que sea que haya podido suceder aquí. Ha transcurrido un año y no hay un día en el que ninguno de nosotros...
—Sí, pero vosotros conocéis este lugar —replicó Caire—. Recordáis haber reinado aquí, haber vivido en este castillo durante más de una década. Puede que no nos recordéis a nosotras, pero sabéis dónde estáis. Para mí, es como... Aparecer en un lugar completamente desconocido.
Se aseguró de que no le temblara la voz. Pese a que al inicio de aquella disparatada aventura había sentido cierta calma, viajando junto a Elinor, éste se había disipado por completo horas atrás. Estaba cansada y completamente desorientada. No tenía ni idea de dónde estaba ni conocía a sus acompañantes. Si se le ofreciera en ese mismo instante la oportunidad de regresar a St. Malory, aceptaría sin pensárselo dos veces.
Pero quedaba a la vista que aquella opción no iba a presentársele y que, incluso aunque existiera, los otros cinco no estaban dispuestos a buscarla.
Si ella recordara algo de aquel sitio, puede que quisiera permanecer allí. Sería lo más probable, de hecho. Pero no era así. Solo quería marcharse o, al menos, encontrar algo de sentido a la situación en la que se había metido.
—Ya que tendremos que estar juntos un tiempo —empezó Lucy, irguiéndose y dirigiendo una tenue sonrisa a las dos alumnas de St. Malory—, podríamos tratar de conocernos un poco mejor, otra vez, para tratar de ver si, así, recordamos algo. Ha quedado claro que Elinor dice la verdad y que, por algún motivo, ella recuerda cosas que nosotros no. Puede que, con su ayuda, podamos recuperar esas memorias.
Elinor apretó los labios con fuerza, quedándose éstos blancos, pero dio un único asentimiento de cabeza. Caire trató de encontrar una postura cómoda contra la pared.
—¿Qué puedo contaros? —preguntó la Tenaz, en voz baja.
—Podemos empezar por lo más simple —propuso Susan, dirigiéndole una sonrisa tensa—. ¿Cuántos años tienes? Debes de tener aproximadamente la misma edad que Ed, pero...
—De hecho, soy quince meses mayor que Edmund —rio ella. De un momento a otro, parecía incluso divertida—. Ni siquiera me sacas dos meses completos, Su.
—¿En serio? —se sorprendió ésta, tanto que a Elinor se le escapó una carcajada—. Vaya, cualquiera lo diría.
—¿Tan niña parezco? —protestó Elinor, esbozando una mueca. Susan, riendo, se encogió de hombros.
—¿Cómo llegasteis hasta aquí? —preguntó entonces Peter. Miraba a Caire, pero ante el silencio sepulcral de ésta, que mantenía la mirada fija en Elinor, fue la Tenaz la que terminó respondiendo.
—Simplemente estábamos en el pasillo del colegio y, de un momento a otro, aparecimos en la frontera con Archenland. —Elinor aguardó unos segundos antes de añadir—: Justo acababa de encontrar a Caire. No sabía que estudiaba en St. Malory. Me acerqué a hablar con ella y fue entonces cuando llegamos aquí.
—¡En St. Malory estudia nuestra prima! —exclamó Lucy, sonriendo, como si aquella pequeña conexión le sirviera de algo para conocer a Elinor—. Se llama Sally-Anne Scrubb. ¿La conocéis?
—Conozco a una Sally en mi curso —se limitó a decir Elinor. Caire, a quien el nombre le sonaba por las listas de alumnas, asintió para dar veracidad a sus palabras—. Puede que sea ella.
La conversación murió poco después, pese a los intentos de Lucy y Peter por mantenerla viva. Poco a poco, los seis reyes fueron quedándose dormidos; primero, Susan, seguida poco después por Elinor. Edmund las siguió y Lucy fue la cuarta en caer. Al cabo de media hora, únicamente quedaban despiertos Caire y Peter.
Fue éste último el primero en hablar, tras aclararse la garganta para atraer la atención de la joven. Caire se volvió hacia él, con ojos interrogativos, aunque podía suponer hacia dónde iría el diálogo.
—De modo que... ¿estuvimos casados? —preguntó él, frunciendo el ceño. La Prudente suspiró.
—Eso parece. —Se encogió de hombros—. Sé tanto como tú, puede incluso que menos.
Peter negó con la cabeza.
—Es solo que me resulta absurdo. —Rio suavemente—. Es decir, creo que recordaría si hubiera estado casado, ¿no?
—Y yo recordaría haber reinado en este lugar —masculló Caire, contemplando las ruinas que les rodeaban—. Elinor creía que, al verlas, pudiera recordar algo. Pero lo cierto es que no. Y esto... —Tomó entre sus manos la vaina de la espada que había recogido de la cámara del tesoro. No se había atrevido a colgársela, pero la había llevado con ella por insistencia de Elinor. Del mismo modo que Espejismo, era un regalo de Papá Noel—. Estoy totalmente segura de que recordaría el haber usado alguna vez una espada.
Peter volvió a reír, con ademán cansado.
—¿Quién sabe? Puede que lo recuerdes. —Ante la mirada escéptica de Caire, se encogió de hombros—. Tal vez. Puede ser por el mismo motivo por el que yo recuerdo el espejo.
Caire lo había guardado en una pequeña bolsa de cuero que colgaba de su cintura. Ante aquellas palabras, la aferró con suavidad, como si aquello pudiera ayudarle a comprender aquella situación.
—Es que... ¿Realmente esperas que crea que pasé quince años de mi vida en este lugar pero no soy capaz de recordarlo ni reconocer a ninguno de vosotros?
Le contempló con fijeza. Peter se encogió de hombros.
—No espero nada —respondió, negando—. Sé tanto como tú.
—No lo comprendo —admitió, pensativa—. Pero, si tu hermana tiene razón, esas memorias podrían regresar, ¿no? Elinor me habló de que, durante el tiempo que pasasteis... pasamos aquí, apenas era capaz de recordar Inglaterra. ¿Podría haber sucedido a la inversa?
—Tal vez. No entiendo demasiado de magia entre mundos, si te soy sincero. —Peter la observó con ojos entrecerrados—. Puede que, simplemente, despertemos recordando. Uno nunca sabe cómo funcionan estas cosas. Si Aslan...
—El león, ¿no? —cuestionó Caire. Una sonrisa divertida apareció en los labios de Peter.
—Sí, el león —se limitó a decir—. Puede que él sepa de qué va esto.
—¿Y sabrá solucionarlo?
—No lo sé.
Caire apretó los labios. Una duda le asaltó. ¿Quería recordar? Ella había vivido su vida, placentera y feliz, en Inglaterra, sin la más leve memoria de Narnia. Si ella realmente había reinado allí —y debía admitir que le parecía difícil negarlo—, no había influido en cómo era ella, porque no lo recordaba. ¿Y si al recuperar sus recuerdos ella cambiaba, o su vida? ¿Y si dejaba de ser como era hasta el momento?
—¿Tú querrías recordar? —le preguntó a Peter.
—¿Recordar a mi esposa? Sí, la verdad.
Y clavó sus ojos azules en ella. Caire podía ver la mezcla entre curiosidad y desconfianza que había en ellos. Se limitó a asentir.
—Supongo que descubriremos si es posible más adelante —añadió Peter, desviando la mirada y acomodándose en su lugar—. Por el momento, lo mejor será que descansemos. Mañana no será un día fácil. Buenas noches, Caire.
Conteniendo un suspiro, la Prudente le imitó, tumbándose y tratando de encontrar una postura cómoda en el duro suelo.
—Buenas noches, Peter.
Los seis se despertaron adoloridos y cansados, sin haber podido descansar correctamente. Sin hablar demasiado, desayunaron manzanas, recogidas de los árboles que rodeaban las ruinas. No era un desayuno en condiciones, mucho menos cuando habían cenado lo mismo el día anterior. Todos trataron de no protestar, pero se les hizo difícil la tarea.
—Tenemos que salir de esta isla —dijo Edmund, expresando en voz alta lo que todos ellos sentían.
—Sí —asintió Elinor, echando un vistazo a su alrededor—. Pero no así vestidos.
Tuvieron que bajar nuevamente a la cámara para buscar ropas nuevas: antiguos trajes que hubieran llevado durante su reinado, conservados perfectamente pese al tiempo que había transcurrido. Caire vaciló, contemplando un hermoso vestido celeste que había sacado de su arcón. Le quedaría bien; si realmente ella había vestido aquello como adulta, no debía de haber medido mucho más de lo que medía en aquel momento.
Terminó por cambiar su uniforme, arrugado y sucio, por el hermoso vestido, sin darle muchas más vueltas al asunto. Los Pevensie y Elinor también se pusieron aquellos ropajes, de aspecto medieval, pero, para sorpresa de Caire, más cómodos que cualquier otra cosa que hubiera vestido jamás en Inglaterra.
Después de que hubieran bebido en el pozo y se hubieran lavado la cara, volvieron a bajar hasta la playa siguiendo el arroyo, y una vez allí contemplaron fijamente el canal que los separaba del continente.
—Tendremos que nadar —declaró Edmund.
—Eso no será un problema para Su —comentó Peter—. Pero no sé cómo nos irá al resto.
Dirigió una mirada elocuente a Elinor y Caire. La primera apretó los labios.
—Aprendí a nadar en Narnia. No he vuelto a intentarlo desde que volvimos. ¿Tú sabes, Caire?
—Sí, enseñan en la escuela —respondió ésta, contemplando el canal con aspecto pensativo—. Pero ¿por qué no cruzamos por donde vinimos Elinor y yo la primera vez? Apenas tuvimos que vadear el agua.
—Ha subido la marea —aclaró Peter, chasqueando la lengua—. Tardará horas en volver a bajar lo suficiente como para eso. Sería más rápido nadar, pero no creo que todos podamos.
—De todos modos —repuso Susan—, podría haber corrientes. Papá dice que no es sensato bañarse en lugares que uno no conoce.
—Pero, oye, Peter —intervino Lucy—. Ya sé que soy incapaz de nadar en casa; en Inglaterra, quiero decir. Pero ¿acaso no sabíamos nadar hace mucho tiempo, si es que eso fue hace mucho tiempo, cuando éramos reyes y reinas en Narnia? Es lo que ha dicho Elinor. Entonces sabíamos montar a caballo también, y hacer toda clase de cosas. ¿No crees que...?
—Ah, pero entonces era como si fuéramos adultos —contestó Peter—. Reinamos durante años y años y aprendimos a hacer cosas. Sin embargo, ¿acaso no hemos regresado ya a nuestras edades reales de verdad?
—Pero ¿olvidaríamos entonces lo que sabíamos hacer antes? —cuestionó Elinor, frunciendo el ceño y negando con la cabeza—. Por el león, todo este asunto me está dando dolor de cabeza. No comprendo...
Pero en ese mismo instante todos los demás dijeron: «¡Silencio!» o «¡Cuidado!», pues algo sucedía en aquel momento.
Rodeando el cabo, apareció un bote. Los seis guardaron silencio al momento y observaron con cautela la pequeña embarcación. Había dos personas a bordo; una remaba, la otra estaba sentada en la popa y sujetaba un bulto que se retorcía y movía corno si estuviera vivo. Las dos personas parecían soldados. Llevaban cascos de metal y ligeras cotas de malla. Ambos soldados tenían barba y mostraban una expresión torva. Los niños retrocedieron desde la playa al interior del bosque y observaron totalmente inmóviles.
—Esto servirá —dijo el soldado situado en la popa cuando el bote quedó aproximadamente frente a ellos.
—¿Y si le atamos una piedra a los pies, cabo? —preguntó el otro, descansando sobre los remos.
—¡Bah! —gruñó el aludido—. No es necesario, además, no hemos traído piedras. Se ahogará igualmente sin una piedra, siempre y cuando hayamos atado bien las cuerdas.
Dicho aquello se levantó y alzó el fardo. Por el grito que ahogó Elinor, Caire supo que algo iba mal. Era algo vivo; se trataba de un enano, atado de pies y manos, pero que forcejeaba con todas sus fuerzas. Al cabo de un instante sonó un chasquido junto a su oreja, y de repente el soldado alzó los brazos, soltando al enano sobre el suelo del bote, y cayó al agua. El hombre vadeó como pudo hasta la orilla opuesta y Caire comprendió que la flecha de Susan le había dado en el casco.
—¡Soltadlo! —gritó la Benévola.
Volvió la cabeza y vio que la chica estaba muy pálida pero colocando ya una segunda flecha en la cuerda. Algo le dijo que a Susan no le agradaba en absoluto aquello. Sin embargo, no llegó a usarla. En cuanto vio caer a su compañero, el otro soldado, con un fuerte grito, dejó caer al enano al agua, saltó del bote por el lado opuesto, y también vadeó hasta la orilla, desapareciendo entre los árboles de tierra firme.
—¡Rápido! ¡Antes de que se marche a la deriva! —gritó Peter.
Él y Susan, vestidos como estaban, se zambulleron en el canal. Tras un segundo de enorme duda, Caire les imitó. Antes de que el agua les llegara a los hombros, sus manos sujetaron el borde de la embarcación. En unos segundos ya habían conseguido arrastrarla hasta la orilla y sacar al enano, y Lucy se hallaba ocupada en cortar las ligaduras con su puñal. Cuando el enano quedó por fin libre, tosió, se incorporó, se frotó brazos y piernas, y exclamó:
—¡Soltadlo! —La indignación en su voz dejó a Susan algo desconcertada—. ¿No se te ha ocurrido nada mejor, jovencita?
—Un simple «gracias» sería suficiente —respondió ésta, alzando la cabeza.
—No hacía falta que ayudaras a esos hombres a ahogarme —replicó el enano, señalando hacia el bote, ahora varado en la arena. Caire, frunciendo el ceño, se echó el pelo mojado hacia atrás.
—Deberíamos haberlos dejado —dijo Peter, a quien saltaba a la vista que no le había gustado el tono del enano.
—No resulta muy correcto ser irrespetuoso con quienes acaban de evitar que te ahoguen —comentó Elinor, con la mano derecha sobre la empuñadura de uno de sus sables.
El enano no respondió. Los reyes se miraron entre sí.
—¿Por qué querían matarte esos hombres? —preguntó Lucy entonces.
—Son telmarinos —dijo el enano. Caire no comprendía si aquello tenía importancia o no, pero vio el ceño fruncido de Elinor acentuarse—. Es lo que saben hacer.
—¿Telmarinos? —La Tenaz y el Justo hablaron al mismo tiempo. Ambos intercambiaron una mirada, tan solo unos segundos, cargada de incomodidad.
Edmund carraspeó, aclarándose la garganta.
—¿En Narnia? —dijo, pretendiendo que lo que acababa de suceder no había tenido lugar.
—¿Dónde habéis estado los últimos siglos? —espetó el enano, malhumorado.
—Es muy largo de contar —comentó Lucy, divertida.
Elinor tendió a Caire su espada y la bolsa donde llevaba a Espejismo, que había dejado en sus manos a toda prisa antes de lanzarse al agua. La Prudente se los colgó con cierta incomodidad; se sentía como una usurpadora, porque aquello había pertenecido a una reina que definitivamente no era ella.
Al volver la mirada al enano, vio cómo éste les observaba de un modo distinto a cómo lo había hecho unos segundos atrás. Poco a poco, la sorpresa fue cubriendo sus facciones.
—Decidme que no me estáis tomando el pelo —dijo, con un tono diferente al anterior. Les contemplaba, incrédulo. Y Caire supo que les había reconocido como los monarcas que, en algún momento, habían sido—. ¿Sois vosotros? ¿Los reyes y reinas del pasado?
Peter asintió una sola vez, tendiendo la mano al enano para ayudarle a ponerse en pie, al tiempo que decía:
—Sumo Monarca Peter, el Magnífico —se presentó. Caire percibió un cambio en su expresión; era leve, pero estaba claro que ahí estaba. Le hacía parecer mayor, más serio. Un rey a la altura de los relatos que los narnianos debían de conocer.
Los ojos del enano fueron hasta Caire, que tragó saliva, incómoda.
—Entonces, tú...
—Suma Monarca Caire, la Prudente. —Fue Elinor quien habló por ella, dando un paso al frente y poniéndole la mano en el hombro—. Así es.
—¡Gigantes y jamelgos! —exclamó el enano, negando con la cabeza—. Si Buscatrufas y Nikabrik vieran esto...
—¿Cómo es que has llegado hasta aquí? —preguntó Elinor, entrecerrando los ojos. El enano soltó una risita.
—Podría haceros la misma pregunta, jovencita.
—Cuéntanos tu historia primero —intervino Peter—. Y luego te contaremos la nuestra.
—Bien —repuso él—, puesto que me habéis salvado la vida, es justo que se haga a vuestro modo. Pero apenas sé por dónde empezar. En primer lugar soy un mensajero del príncipe Caspian.
—¿Quién es? —preguntaron seis voces a la vez. Caire se sintió algo más arropada al ver que, por una vez, no era la única que no tenía ni idea.
—Caspian X, futuro rey de Narnia, ¡y que por muchos años reine! —respondió el enano—. Es decir, debería ser el rey de Narnia y confiamos en que algún día lo sea. En la actualidad sólo es rey de todos nosotros, los viejos narnianos...
—¿Qué quieres decir con «viejos» narnianos, por favor? —preguntó Lucy.
—Bueno, pues lo que somos —contestó el enano—. Somos una especie de sublevación, supongo.
—Entiendo —dijo Peter, pensativo—. Y Caspian es el viejo narniano en jefe.
—Bueno, si es que se le puede llamar así —respondió el enano, rascándose la cabeza—. Pero él es en realidad un nuevo narniano, un telmarino, no sé si me comprendéis.
—Yo no —dijo Edmund. Caire sintió alivio nuevamente. Ella tampoco estaba entendiendo nada.
—Es peor que la guerra de las Dos Rosas —se quejó Lucy.
—Ah, no, no hay nada peor que eso —replicó Elinor.
—Cielos —dijo el enano—, lo estoy haciendo muy mal. Mirad: creo que tendré que retroceder hasta el principio y contaros cómo el príncipe Caspian se crió en la corte de su tío y cómo se puso de nuestro lado. Pero será una larga historia.
—Mucho mejor —dijo Lucy, sonriendo levemente—. Nos encantan las historias.
Había sido largo para Trumpkin, pues así se llamaba el enano, compartir con los seis reyes la historia del príncipe Caspian. Las interrupciones de los niños, unidas a las dudas ocasionales que tenían que aclarar para Caire y a los momentos en los que el enano se quedaba pensativo, tratando de encontrar la mejor manera de seguir el hilo de la historia, contribuyeron a que el relato se alargara y se alargara.
Sin embargo, consiguieron, no sin cierto esfuerzo, comprender finalmente la situación que se vivía en Narnia en aquellos momentos. La invasión telmarina, la usurpación de Miraz, el fallido asesinato y huida de Caspian, los intentos del príncipe por reunir un ejército para hacer frente a su tío y liberar a la conocida como Vieja Narnia... Poco a poco, Caire fue entendido lo que sucedía y cómo les afectaba a ellos.
El príncipe, necesitado de ayuda, había soplado el cuerno mágico de la reina Susan y eso era lo que había llevado a que ellos seis acabaran allí, en Narnia.
—¡De modo que fue el cuerno, tu propio cuerno, Su, el que nos arrancó de aquel asiento en el andén ayer por la mañana! —Peter negó con la cabeza—. Casi no puedo creerlo; sin embargo, todo encaja.
—No sé por qué no ibas a creerlo —intervino Lucy—, si crees en la magia realmente. ¿No existen gran cantidad de historias sobre la magia que saca a la gente de un lugar, de un mundo, y lo lleva a otro? Quiero decir, cuando un mago en Las mil y una noches invoca a un genio, éste tiene que aparecer. Nosotros hemos venido, justamente igual.
—Sí —respondió Peter—, supongo que lo que lo convierte en algo tan curioso es que en los relatos es siempre alguien de nuestro mundo quien efectúa la llamada. Uno no piensa realmente en el lugar del que viene el genio.
—Y ahora ya sabemos lo que siente el genio —indicó Edmund con una risita ahogada—. ¡Cáspita! Resulta un poco incómodo saber que se nos puede llamar con un silbido de ese modo. Es peor que lo que dice nuestro padre sobre vivir a merced del teléfono.
—Pero si Aslan nos necesita, deseamos estar aquí, ¿no es cierto? —dijo Lucy.
—Nos necesitaran o no, yo creo que lo desearía —admitió Elinor, riendo—. Aunque ha sido una manera algo curiosa de venir. ¿Cómo se habrá podido recuperar el cuerno...? Sin duda, ni habrá sido tarea fácil.
—Entretanto —dijo el enano—, ¿qué vamos a hacer? Supongo que será mejor que regrese junto al príncipe Caspian y le diga que aquí no ha llegado ninguna ayuda.
—¿Ninguna ayuda? —repitió Susan, sin entender—. Pero sí que ha funcionado. Y aquí estamos.
A Caire no le gustó la mirada desconfiada del enano.
—Hum, hum, sí, sin duda. Ya lo veo —repuso el enano—. Pero... bien... quiero decir...
—Pero ¿es qué no comprendes aún quiénes somos? —gritó Lucy—. Nos hemos presentado ya incluso. Eres tonto.
A Elinor se le escapó una risita ante la expresión de la menor.
—Sois los seis niños salidos de los viejos relatos —dijo Trumpkin-. Y me alegro mucho de conoceros, desde luego. Y resulta muy interesante, sin duda. Pero... ¿no os ofenderéis? —Y volvió a vacilar.
—Haz el favor de seguir y decir lo que quieras decir —pidió Edmund, que parecía levemente molesto.
—Bueno, pues... sin ánimo de ofender —siguió el enano—; pero, como ya sabéis, el príncipe y Buscatrufas esperan... bueno, si comprendéis lo que quiero decir, ayuda. Para expresarlo de otro modo, creo que os han estado imaginando como grandes guerreros. Tal como están las cosas... Nos encantan los niños y todo eso, pero justo en este momento, en mitad de una guerra... Bueno, estoy seguro de que me comprendéis.
«¿Guerra?» Caire tragó saliva.
—Quieres decir que crees que no servimos de nada —completó Edmund, enrojeciendo.
—No es la primera vez que nos vemos envueltos en una guerra siendo niños, ¿sabes? —preguntó Elinor, frunciendo el ceño—. Si conoces las historias, sabrás que éramos poco más jóvenes que ahora cuando derrotamos a la Bruja Blanca en la batalla de Beruna. Y que hemos luchado en incontables batallas. Sabemos pelear, independientemente de nuestra edad. Por eso estamos aquí, nos habéis pedido ayuda. Y ¿ahora no la queréis?
Parecía realmente molesta.
—Os lo ruego, no os ofendáis —pidió el enano—. Os aseguro, mis queridos y pequeños amigos...
—Que tú nos llames «pequeños» realmente es pasarte de la raya —dijo Edmund, poniéndose en pie de un salto—. ¿Supongo que no crees que ganáramos la batalla de Beruna, como ella ha dicho? Bueno, pues puedes decir lo que quieras sobre mí porque yo sé...
—De nada sirve perder los estribos —cortó Peter—. ¿Por qué no comemos un poco y luego seguimos con la charla? Nuestro invitado debe de estar hambriento y, aunque no tengamos nada mejor que manzanas que ofrecerle, al menos servirán de algo.
—No veo por qué tenemos que... —empezó Edmund, pero Elinor se inclinó hacia él y le susurró algo. El Justo se quedó inmóvil ante el gesto.
Caire, que había permanecido justo al lado de ambos, fue capaz de escuchar a la de cabellos rojizos decir:
—¿No sería mejor que hiciéramos lo que dice Peter? Es el Sumo Monarca, ya sabes. Y creo que tiene una idea.
Edmund no opuso resistencia tras aquello y Elinor se apartó, manteniendo una expresión imperturbable. De modo que los siete hicieron lo que Peter proponía, yendo hasta el patio y recogiendo aún más manzanas, pese a que ninguno de ellos tenía realmente mucha hambre.
Caire se quedó junto a Peter y Edmund recogiendo los frutos más bajos de uno de los árboles, siendo capaz de escuchar al menos de ambos decir:
—No, deja que lo haga. Le fastidiará más si yo gano, y no será una decepción tan grande para todos nosotros si fracaso.
—De acuerdo, Ed —respondió Peter. Ante la mirada de Caire, sonrió débilmente y dijo—: No recordarás lo buen espadachín que es Edmund, así que esto te sorprenderá.
Tras terminar su merienda, en el que principalmente fue Trumpkin quien comió, Edmund se volvió hacia el enano con suma educación y dijo:
—Tengo algo que pedirte. Los chicos como nosotros no tienen a menudo la oportunidad de conocer a un gran guerrero como tú. ¿Querrías celebrar una pequeña competición de esgrima conmigo? Sería algo muy decente por tu parte.
A Caire se le escapó una sonrisita ante el tono de voz del azabache: sonaba completamente falso para ella, pese a que le conociera desde hacía menos de un día.
—Suena interesante. —Elinor habló y Caire tuvo la rapidez suficiente para captar el brazo de Peter apartarse de ella. Le había propinado un codazo, comprendió, para que interviniera—. ¿Por qué no usas una de mis armas?
—Pero, muchacho —dijo Trumpkin, casi alarmado—, estas espadas están afiladas.
—Lo sé. —Edmund sonrió inocentemente—. Pero yo no conseguiré acercarme a ti y tú serás tan hábil que me desarmarás sin hacerme ningún daño.
—Es un juego peligroso. —El enano se lo pensó durante unos segundos—. Pero puesto que te importa tanto, probaré un pase o dos.
En un instante estuvieron desenvainadas las espadas, y los otros cinco saltaron de la tarima y se pusieron a observar.
Valió la pena. Como Peter le había dicho, Caire se llevó una buena impresión al ver la habilidad del menor de los varones Pevensie con la espada.
Fue un auténtico combate, como aquellos que parecían solo existir en los libros medievales. El enano contaba con cierta ventaja, ya que Edmund, al ser mucho más alto, tenía que agacharse todo el tiempo para evitar sus mandobles. Caire se dijo que Edmund debía de tener una gran reputación como espadachín en sus años como rey, porque, a su juicio, resultaba impresionante.
Los dos combatientes describieron círculos sin cesar, mientras asestaban un golpe tras otro, y Susan, a quien jamás había gustado aquello, gritó:
—¡Tened cuidado!
—Va a usar su truco, ¿no? —escuchó Caire decir a Elinor, en dirección a Peter. Éste, sonriendo débilmente, asintió.
Y entonces, con tal rapidez que nadie —a menos que estuviera al tanto— pudo darse cuenta de cómo sucedía, Edmund hizo girar la espada a toda velocidad con una peculiar torsión, la espada del enano salió disparada por los aires y Trumpkin se apretó la mano.
—No te habrás lastimado, ¿verdad?, querido amigo —dijo Edmund, algo jadeante mientras devolvía la espada a su vaina. Había un deje de burla en su voz. Caire vio a Elinor apretar los labios, tratando de contener una sonrisa.
El enano contempló, con asombro, a Edmund. Dejó caer los hombros y un quejido involuntario escapó de entre sus labios.
—¿Te sucede algo? —preguntó Caire, sin poder evitarlo, algo preocupada ante la mueca de dolor del enano.
—No es nada, no es nada —se apresuró a decir éste—. Únicamente, la cicatriz de la última herida que recibí me molesta un poco cuando echo hacia atrás el brazo.
—¿Estás herido? —preguntó Lucy al momento—. Deja que le eche un vistazo.
—No es una visión agradable para una niña —empezó a decir Trumpkin, pero en seguida se interrumpió—. Ya vuelvo a hablar como un idiota —dijo—. Supongo que resultarás ser tan buena cirujana como tu hermano espadachín o tu hermana tiradora con arco.
Se sentó en los peldaños, se despojó de la camisa, mostrando un brazo tan peludo y fornido como el de un marino, aunque no mucho más grande que el de un niño. El hombro lucía un vendaje chapucero que Lucy procedió a desenrollar. Debajo de las vendas, el corte tenía bastante mal aspecto y estaba muy inflamado. Caire, que se había acercado con intención de ayudar, esbozó una mueca.
—¡Oh!, pobre Trumpkin —exclamó la niña—. ¡Qué horroroso!
Luego procedió a verter sobre la herida, con sumo cuidado, una gota del licor de su frasco.
—¡Oye! ¿Eh? ¿Qué has hecho? —inquirió el enano—. ¡Gigantes y jamelgos! ¡Está curado! ¡Está como nuevo! —Dicho aquello profirió una sonora carcajada y siguió—: Vaya, he hecho el ridículo como ningún enano lo ha hecho jamás. No estaréis ofendidos, espero. Presento mis más humildes respetos a Vuestras Majestades... Mis más humildes respetos.
Los reyes dejaron ver sonrisas. Edmund, que había recogido la espada de Elinor del suelo, se la devolvió a su propietaria, que la aceptó con un asentimiento.
—Y ahora —dijo Peter, dando un paso al frente—, si realmente has decidido creer en nosotros...
—¡Por supuesto!
El Sumo Monarca asintió, satisfecho.
—Está muy claro lo que debemos hacer. Tenemos que reunirnos con Caspian de inmediato.
Mientras fijaban la ruta, Caire permaneció en medio de un silencio absoluto, apartándose después de unos minutos y dirigiéndose sola al pozo con intención de beber algo de agua. No reconocía ninguno de los lugares que mencionaban ni tenía claro si quería verse envuelta en una situación así. Trumpkin había dicho que estaban en guerra. ¿Realmente los otros se planteaban meterse en una?
Suponía que, habiendo sido reyes, ya tenían experiencia, pero Caire carecía de todo aquello y sintió el pánico invadirla. ¿Tendría que acompañarles? La otra opción podía ser quedarse sola en las ruinas, lo cual tampoco le atraía en absoluto.
—¿Todo bien?
Apretó los labios y asintió, sin mirar a Peter a los ojos. Había ido tras ella al ver que se marchaba, teniendo ya los planes fijaros. El Magnífico le contempló, algo preocupado.
—Escucha, imagino que todo esto tiene que sonar como una locura para ti.
—Lo es.
—La primera vez que vinimos, yo también estaba aterrado —dijo Peter, en voz baja—. Nos vimos todos envueltos en una guerra que no planeábamos y, si es verdad lo que dice Elinor, tú también participaste en ella. Sé que debes de estar asustada.
—¿De participar en una guerra? —Se le escapó una risa nerviosa—. Sí, claro que sí. Todo esto es absurdo. Y-yo debería estar ahora mismo en el colegio, no aquí. Ni siquiera sé usar una espada ni recuerdo nada de lo que viví aquí, si es que realmente fui yo. De modo que...
—No tendrás que luchar si no lo deseas —le interrumpió Peter, muy serio—. Lo digo en serio: Susan nunca participa en las batallas, tú puedes permanecer con ella si así lo deseas. Pero no podemos dejarte aquí.
Caire frunció los labios.
—¿Realmente no existe la opción de volver a casa?
—Me temo que, hasta que no solucionemos esto, no —respondió Peter, sonriendo tristemente—. Lo siento, Cay.
—¿Cómo me has...? —Caire se interrumpió antes de terminar la frase. Tragó saliva y miró a Peter, que parecía tan desconcertado como ella—. Nunca nadie me llama «Cay», solo...
Peter frunció el ceño y sacudió la cabeza. Parpadeó, frustrado, como si tratara de recordar algo pero fuera incapaz de ello. Probablemente, ese fuera el caso.
—No sé de dónde lo he sacado. Simplemente...
—¿Crees que te has acordado de algo?
Tras unos segundos, Peter dio un único asentimiento. Caire suspiró. Sus dedos rodearon la empuñadura de la espada que colgaba de su cinturón; Elinor le había dicho que se llamaba Inanna, «señora de los cielos».
—¿Crees que ir con vosotros me ayudará a recordar?
—Más que quedarte aquí, seguro —respondió Peter. Caire suspiró.
—En ese caso, iré. —Hizo una pequeña pausa. Él, sabiendo que aún tenía que decir algo más, aguardó—. ¿Me prometes que podré quedarme junto a Susan si es necesario? Si hay una batalla...
—Ninguna de las dos tendréis que luchar —le interrumpió Peter. La convicción en su tono de voz hizo que la Prudente respirara algo más tranquila—. Te doy mi palabra, Caire.
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