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3. Retratos sin recuerdos










Tercer capítulo.
RETRATOS SIN RECUERDOS

➶ ❁۪ 。˚ ✧

❝ ¿c-cuánto tiempo ha podido pasar? ❞









Elinor se sentía tan desorientada que le asustaba.

Ella jamás había estado perdida, no en Narnia, al menos. Desde el momento en que llegó a sus bosques, nevados por aquel entonces, había sentido la extraña sensación de pertenencia que solo se había incrementado con el paso de los años y que aún experimentaba. Narnia sería, siempre, su más verdadero hogar. Con Cair Paravel, sus playas, sus bosques... Y su amor.

El problema era que aquel amor parecía no existir ya.

Primero, había sido Caire. Mirándola como si no supiera quién era, porque verdaderamente no sabía quién era. No recordaba absolutamente nada de ella, de Peter, de Susan, de Edmund, de Lucy, nada de Narnia. Todo recuerdo de aquello se había desvanecido en el año transcurrido y Elinor aún no se explicaba cómo.

Se había convencido de que la solución estaba en Cair Paravel. Que allí se reencontrarían con los otros cuatro reyes, que el volver a pasear por los pasillos del castillo solucionaría todo problema.

Y, en efecto, ahí estaban los otros cuatro reyes. Pero no como Elinor había esperado encontrarles.

Jamás, jamás, olvidaría la manera en la que Edmund le había mirado. Había sentido estallar la alegría en su pecho tan pronto había reconocido su silueta en la lejanía; mucho más joven de lo que era la última vez, igual que sus hermanos, igual que ella y Caire, pero, indudablemente, Edmund.

Aquel año se había sentido como un siglo para Elinor, totalmente sola en la casa de sus tíos. Cuando había vislumbrado a Edmund... Jamás había corrido tan rápido en su vida. Había atravesado la playa como una flecha, lista para lanzarse a sus brazos, que tantas otras veces le habían esperado abiertos.

Había visto la inmensa sorpresa en el rostro de Edmund. La rapidez con la que se había girado hacia ella al escucharla gritar su nombre. Elinor no había podido creer que fuera a abrazarle después de tanto tiempo soñando con aquel reencuentro.

Pero, entonces, la alegría se había esfumado del mismo modo en que uno despierta del más placentero de los sueños y se encuentra con la amarga realidad. Así precisamente se había sentido Elinor al comprender que ni Edmund ni sus hermanos tenían idea de quiénes eran ellas, de quién era ella.

Lo que había creído ver en el rostro de su esposo, una felicidad cargada de incredulidad, se mostró como lo que verdaderamente era: el más puro desconcierto al ver que una desconocida se lanzaba a abrazarle gritando su nombre.

El modo en que él le había mirado... Una daga en el costado hubiera dolido menos. No sabía cómo estaba tan segura de ello, pero así era.

—Soy Peter Pevensie. —Escuchar a Peter presentarse para ella y Caire había sido casi peor—. Ellos son mis hermanos, Susan, Edmund y Lucy.

Elinor había querido gritar que lo sabía, que les conocía a todos ellos tan bien como se conocía a sí misma. Pero ni siquiera sabía si la creerían. ¿Cómo era posible que recordaran Narnia, pero no a ellas? Elinor era incapaz de imaginar la tierra mágica sin ligarla de inmediato a los otros cinco monarcas. ¿Qué recordaban, entonces?

Casi no escuchó mientras el mayor de los hermanos le comunicaba a Caire sus intenciones de subir al risco cercano a explorar las ruinas que se veían sobre él. Según dijo, no había ruinas en Narnia; Elinor sabía que estaba en lo cierto. Durante su reinado, jamás había habido ningún tipo de resto, pese a que ella había sentido especial interés por encontrar alguno.

—No es posible que sea una ruina —susurró, al cabo de unos segundos. Su rato se había detenido hacía rato, pero aún no había hablado. Cinco pares de ojos se volvieron hacia ella—. E-ese risco es... ¿No lo reconocéis? —Volvió su mirada a los otros reyes, desolada—. Ahí arriba debería estar Cair Paravel. Por eso he traído a Caire hasta aquí. Ahí arriba...

Ruinas. Solo ruinas. No, era imposible.

—Debemos subir de inmediato —dijo, en un tono autoritario que no sabía de dónde salía. Los hermanos intercambiaron miradas—. Es imposible que las ruinas sean de Cair Paravel. No podemos... No podemos habernos ido por tanto tiempo, ¿no?

—¿Cómo estás tan segura de que esto es Cair Paravel? —cuestionó Edmund. Elinor tragó saliva y contuvo las lágrimas. Hablaba como si no la conociera. No, no era así. Verdaderamente, no la conocía.

—Mi orientación nunca falla —murmuró, sin mirar a ninguno de los Pevensie a los ojos—. Esta es la playa de Cair Paravel. Es imposible que no la reconozcáis. Y allí arriba debería de estar...

—Tiene razón —susurró Lucy, dando un paso al frente—. No entiendo cómo no nos hemos dado cuenta antes. ¿No reconocéis el cabo? La de veces que fuimos allí a ver la puesta de sol. Y hacia allí está... —La Valiente se quedó muy callada, recorriendo con su mirada todo a su alrededor—. Pero... Es imposible.

—Es lo que he dicho yo —masculló Elinor, mirando a la menor—. Pero tampoco podemos estar equivocadas.

Las dos reinas intercambiaron una mirada cargada de consternación.

—Subamos —terminó por decir Lucy, volviendo la cabeza a sus hermanos—. Tenemos que asegurarnos de si verdaderamente lo de ahí arriba es Cair Paravel o no. Vamos.

Fueron las palabras de la más pequeña de ellos lo que hizo que sus hermanos finalmente reaccionaran. Elinor volvió la mirada hacia Caire, que permanecía inmóvil a su lado.

—¿Vienes? —preguntó. La mayor se limitó a asentir, con la mirada fija en las ruinas sobre sus cabezas.

Nunca había sido un ascenso difícil —si aquello era realmente Cair Paravel—, pero la maleza que crecía por allá donde pisara la complicó y retrasó al pequeño grupo, que trataba inútilmente de encontrar un camino despejado o de abrirse paso por la ruta más corta.

—¿Elinor? —la llamó Caire al cabo de un rato. Ambas se habían quedado al final del grupo, permitiendo a los hermanos encabezar la marcha.

—¿Sí? —inquirió ésta.

—¿Cómo te encuentras?

La Tenaz chasqueó la lengua. ¿Cómo se encontraba? Si tuviera que decirlo con una sola palabra, indudablemente elegiría «triste». ¿Cómo iba a sentirse si no? No comprendía lo que sucedía, pero sí tenía bien claro que, de las cinco personas que había con ella en ese momento, ninguna de ellas recordaba absolutamente nada de ella, mientras que ella recordaba todo demasiado bien. Absolutamente todo.

—No lo sé —se limitó a decir—. N-nunca me hubiera esperado que esto fuera así. No entiendo por qué ni ellos ni tú recordais... Ni por qué yo sí. Tampoco por qué estoy totalmente convencida de que estas ruinas son Cair Paravel. Tengo infinitas preguntas ahora mismo, pero ninguna respuesta. Y ni siquiera puedo hablarlas con ellos —masculló. Aquello era lo que más le dolía, el no poder contar nada a los Pevensie. Tampoco a Caire, no a la Caire que había conocido. Pese a que ella le estuviera escuchando en aquel preciso momento, no era la Suma Monarca, no recordaba haberlo sido. No era más que Caire Benedict. Y ella no sabía nada de Elinor, más que lo que ella le había contado.

Elinor apretó el paso al distinguir manzanos rodeando la parte superior del risco. Manzanos, como los que habían plantado rodeando los jardines de Cair Paravel. Su corazón latía con fuerza. No podía ser posible...

Los seis reyes llegaron a lo alto en el más absoluto de los silencios. La Tenaz avanzó despacio por las ruinas, con los pies descalzos. Su mirada recorría todo a su alrededor, tratando de encontrar algún indicio de su equivocación, algún fallo que le hiciera saber que aquel no era su hermoso castillo, su hogar por quince años, ahora reducido a ruinas.

—Por favor —susurró, muy despacio—, por favor, no lo seas.

Edmund, a pocos metros, se volvió a mirarla. Elinor se apresuró a apartar la mirada, contemplando desolada los muros derribados, la vegetación que creía sobre la escasa piedra que se mantenía en pie. Aquel castillo debía haber sido tan glorioso como Cair Paravel cuando aún seguía en pie. Porque no podía ser Cair, pero al mismo tiempo sabía que tenía que serlo.

—¿Quién viviría aquí? —escuchó preguntar a Lucy. Por la expresión de la joven reina, ésta parecía estar también tratando de convencerse de que aquel no era su amado Cair.

Su hermana mayor se había inclinado a recoger algo. Elinor se acercó lentamente.

—Creo que nosotros —respondió Susan, que sostenía en la mano una pieza de oro macizo que la Tenaz reconoció al momento.

—Es del ajedrez que le regalé a Edmund —dijo, haciendo que ambas hermanas se giraran a mirarla. Elinor apretó los labios—. Esto realmente es Cair Paravel, ¿no es así?

—¿Tan segura estás de ello? —Caire apareció a su lado, con expresión tensa. La Tenaz asintió.

—¡Eh, eso es mío! —exclamó Edmund, llegando seguido de Peter. Contemplaba el pequeño caballo de oro con el ceño fruncido—. De mi ajedrez.

—¿De qué ajedrez? —cuestionó Peter.

—Nunca he tenido un ajedrez de oro macizo en Inglaterra que yo sepa —replicó su hermano, tomando la pieza que su hermana le tendía.

Elinor recorrió una vez más las ruinas con la mirada. Cuanto más convencida estaba de que aquello era Cair Paravel, más era capaz de imaginar sus estancias entre los restos. Conocía a la perfección el plano del castillo. Y, ahora que estaba segura de que aquel era Cair...

—No puede ser —susurró Lucy, echando a correr, como siempre.

Y, como siempre, Peter fue el primero en seguirla a toda prisa. Elinor, llevando la vista en la dirección que había tomado Lucy, comprendió.

—Los tronos —dijo, tragando saliva—. Están ahí.

Tomando de la mano a Caire, tiró de ella para que le siguiera. Edmund y Susan fueron tras ellas. Elinor ya reconocía la plataforma, los escalones, los seis rectángulos algo más elevados que marcaban la posición en la que antes habían estado sus tronos. Si no hubiera sabido bien lo que se había levantado sobre aquella plataforma de piedra antes, probablemente nunca hubiera sabido lo que aquello era. Así de irreconocible había quedado.

—¿No lo ves? —exclamó Lucy, girándose hacia su hermano mayor.

—¿Qué? —preguntó Peter. La Valiente, tozuda, le hizo dar la vuelta y colocarse como si estuviera en pie frente a su antiguo trono, observando el Gran Salón.

—Imaginaos paredes —dijo, mientras colocaba a Susan en el lugar donde antes había estado también su trono. Señaló al frente—. Y columnas, allí. —Elinor sabía el orden a la perfección. De izquierda a derecha, ella, Edmund, Caire, Peter, Susan, Lucy. Arrastró a la Prudente hasta su hueco, colocándola en la posición que le correspondía, entre el Justo y el Magnífico. Edmund le dirigió una mirada cuando pasó frente a él para colocarse frente a su trono, del que ya solo quedaba el recuerdo—. Y un techo de cristal...

Elinor podía imaginarlo todo. ¿Cómo no hacerlo? Había estado en aquella estancia en incontables ocasiones. Había sido coronada allí, había celebrado fiestas allí, había concedido miles de bailes allí, se había casado allí... Y ahí estaba aquel magnífico salón, ahora nada más que ruinas y recuerdos.

—Cair Paravel —susurró Peter.

O lo que quedaba de él, al menos.

—Catapultas... —Aquella simple palabra hizo que Elinor se volviera hacia Edmund, sintiéndose palidecer. El Justo se había detenido junto a unas enormes rocas que, pese a las ruinas que les rodeaban, parecían no pertenecer a ellas.

—¿Qué? —preguntó Peter.

—No sé qué ha ocurrido —respondió su hermano menor, muy serio—, pero Cair Paravel fue atacado.

—¿Quién pudo haber sido? —Elinor contempló a los otros reyes, inquieta. No únicamente porque sabía que continuaba siendo una desconocida para ellos, sino porque cada vez eran más los misterios sin resolver que continuaban apareciendo desde su regreso a Narnia—. Los calormenos jamás llegarían hasta aquí. Estamos en paz con Galma y Archenland nunca haría... —Súbitamente, se quedó en silencio. Por el León—. ¿C-cuánto tiempo ha podido pasar?

Su mente viajó a todos los amigos que allí habían dejado. Los castores y el señor Tumnus, Almira, Corin y su hermano Cor, Aravis, el rey Lune...

—Demasiado —masculló Edmund. Elinor le miró silenciosamente, sabiendo que era la primera vez que le hablaba directamente.

La Tenaz volvió la vista hacia una de las pocas paredes que se mantenían medianamente en pie. Avanzó con decisión hacia ella, antes de girarse a preguntar a los Pevensie:

—Esto sí lo recordáis, ¿no? —Había un tono de resentimiento en su voz.

Edmund y Peter fueron hasta ella y le ayudaron a empujar y mover la falsa pared que ocultaba las escaleras que bajaban hacia la cámara del tesoro de Cair Paravel, ante las atentas miradas de Susan, Lucy y Caire.

La madera de la puerta estaba tan podrida que tratar de abrirla resultaba impensable. Peter, con ayuda de una navaja, logró hacer un agujero en la lámina, sobre la cerradura, que hizo que el tablón cayera a un lado y dejara libre el acceso a la cámara.

Elinor asomó la cabeza al momento. La escalera descendía hasta la más absoluta oscuridad. Las antorchas que antes colgaban en las paredes se habían consumido hacía ya demasiado tiempo.

Peter se arrancó un trozo de la camisa del uniforme escolar y lo enrolló alrededor de una rama, fabricando una antorcha improvisada.

—¿No tendrás por casualidad cerillas? —le preguntó a Edmund. De los seis, era el único que llevaba una bolsa consigo.

—No, pero... —El Justo rebuscó entre sus cosas—. ¿Esto te vale? —Sostenía una linterna en la mano. A Elinor se le escapó una sonrisa que inmediatamente se obligó a borrar.

—Podías haberlo dicho un poquito antes —rio su hermano mayor.

Peter tiró la antorcha, mientras Edmund era el primero en aventurarse en el descenso. Elinor le siguió tras unos momentos de duda. Los otros Pevensie y Caire fueron detrás.

—¿Lo notáis? —preguntó al cabo de unos instantes la Tenaz, volviendo la cabeza hacia los otros reyes. Por sus expresiones, así debía de ser.

La magia se sentía en el aire conforme iban bajando, flotando en la quietud y la oscuridad de la cámara donde tantas cosas habían guardado antes.

—No me lo puedo creer —dijo Peter, esbozando una sonrisa—. Sigue todo aquí.

Los seis cofres, las seis estatuas que los acompañaban, les recibieron al llegar al final de las escaleras. Elinor no dudó en avanzar hasta el suyo tan pronto como lo reconoció, apoyando cuidadosamente la mano sobre la superficie de mármol de la tapa.

—Realmente fuisteis reinas junto a nosotros, ¿eh? —comentó Peter, mientras contemplaba su propio arcón; sus hermanos se habían lanzado a abrir los suyos, mientras que Caire permanecía, reticente, a un lado.

—Por supuesto que lo fuimos —replicó Elinor, frunciendo el ceño—. ¿Los seis tronos no te lo dieron a entender?

O que hubiera sabido todos sus nombres al momento. Que hubiera reconocido Cair Paravel desde un principio. Que hubiera sido la primera en dirigirse a la entrada de la cámara.

—¿Esto es mío? —cuestionó Caire, inmóvil frente a su arcón. Contemplaba, sin dar crédito, la estatua de mármol de ella misma, solo que en la edad adulta, que había tras éste—. ¿Esa soy yo?

—En efecto —respondió Elinor, inclinando la cabeza. Aún no recordaba. Era evidente.

—¡Qué alta era! —escuchó decir a Lucy, que había sacado uno de sus vestidos del arcón y lo contemplaba, risueña.

—Es que eras mayor —le recordó su hermana mayor.

—A diferencia de cientos de años más tarde —añadió Edmund, que se había puesto un casco en la cabeza—, que eres más pequeña.

—Resulta todo tan absurdo —suspiró Elinor.

Apretando los dientes, levantó la tapa y dejó a la vista todos los recuerdos que contenía aquel arcón. Una nube de polvo se levantó, pero rápidamente la disipó y la Tenaz se inclinó sobre su interior.

Lo primero que localizó fueron los sables gemelos que había recibido como regalo tanto tiempo atrás. Sus primeras armas, obsequio de Papá Noel. Uno indudablemente extravagante para una chica de trece años. Recordaba bien las palabras que el anciano le había dado al entregárselas.

«Úsalos con precaución, pequeña. Los sables serán más ligeros y manejables para ti que una espada común, pero no quita que sean peligrosos. Confío en que sepas cuidarlos bien».

Eran pocas las ocasiones en las que los había usado, pese a haber aprendido a luchar con ellos a la perfección. Elinor, por lo general, prefería no verse envuelta en las batallas si no era muy necesario. No obstante, tan pronto como los tuvo entre sus manos, una placentera sensación de familiaridad le invadió.

Contuvo un suspiro y, tomando también del interior del arcón el cinturón de cuero que ahí había guardado, se lo puso en la cintura y colgó de él los sables.

Sus manos fueron entonces hasta la brújula de oro que descansaba junto a varios de sus collares. Su otro regalo. Con la cabeza de un león grabada sobre la tapa, Papá Noel le había afirmado que, pese a que no parecía necesitar de un guía, aquella brújula le ayudaría a jamás perderse.

Pese a que solía conservarla guardada, por precaución, algo le decía que era mejor que la llevara con ella en aquella ocasión. El pequeño instrumento venía acompañado de una tira de cuero para permitirle colgársela del cuello. Así lo hizo Elinor, dejándolo junto a su anillo de boda, antes de volverse hacia los Pevensie y Caire.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucy a su hermana. Susan llevaba entre sus manos su arco y su aljaba de flechas, pero faltaba algo...

—Mi cuerno —respondió la Benévola, con el ceño fruncido—. Me lo dejaría en la silla de montar... el día que volvimos.

Elinor apretó los labios al escucharlo. Aún le dolía pensar en aquello, pese al año transcurrido. Desearía tanto que jamás hubieran ido tras el ciervo blanco...

—Creo que no lo dejaste en la silla de montar —dijo, muy despacio—. Lo llevabas encima cuando fuimos hacia los árboles. Estoy segura de ello.

—¿Cómo podemos recuperarlo, entonces? —masculló Susan, apretando los labios. Se le veía disgustada; Elinor comprendía cuánto le molestaba el haber perdido su regalo.

—No sé si será posible —respondió Lucy, apenada.

La pérdida del cuerno de Susan era un auténtico desastre. La magia que poseía, el poder de hacer venir a la ayuda necesitada en el momento que se soplara...

El sonido de una espada al desenvainarse le hizo girar rápidamente la cabeza hacia Peter. Sostenía a Rhindon en su mano, como tantas veces había hecho. Había sido su compañera desde que llegó a Narnia, la había llevado en todas sus batallas. Solo su visión alivió algo de la angustia que Elinor sentía, hizo que su corazón sintiera algo de esperanza.

—«Cuando Aslan los colmillos muestre, el invierno hallará la muerte» —murmuró el Sumo Monarca, contemplando la hoja.

—«Cuando agite la melena, volverá la primavera» —concluyó Lucy, con una extraña expresión en el rostro—. Nuestros amigos... El señor Tumnus, los castores...

—Almira, todos los de Archenland —dijo Elinor, asintiendo despacio—. Corin...

—¿Corin? —repitió Caire, frunciendo el ceño—. Ese nombre me...

—Corin —murmuró Susan. La Tenaz juraría que había palidecido. Con la mirada perdida en la distancia, se cubrió la boca con la mano—. Por la Melena del León.

—Ya no estarán —susurró Lucy.

Los seis monarcas guardaron silencio. Elinor pasó la vista uno por uno. Quitando el de Caire, cargado de confusión y nerviosismo —Elinor se dijo que debía hablar con ella cuanto antes—, en todos los otros estaba la tristeza mezclada con la comprensión.

Habían pasado cientos de años, de un modo u otro. Su hogar había sido destruido, todos sus amigos ya no estaban. No quedaba nada de su antigua vida, más que recuerdos.

Y esos sólo permanecían completos en la memoria de Elinor, al parecer.

—Es hora de averiguar qué ha pasado —dijo Peter, muy serio. Su mirada fue hacia Elinor—. Y creo que tú tendrás cosas que explicarnos, ¿no?

La Tenaz soltó un suspiro.

—No sé muy bien...

—¿Qué es esto? —Caire sostenía entre sus manos el pequeño espejo redondo; uno de sus dos regalos de Navidad.

—Ah, eso. —Elinor sonrió para sí—. Lo usas en las batallas. Es muy útil, crea una ilusión de ti imposible de distinguir de entre las otras, es...

Espejismo. —Peter fruncía el ceño, contemplando el objeto de plata en la mano de Caire—. L-lo he visto antes, es...

Elinor contuvo un grito de sorpresa.

—¡Lo recuerdas!

—¿El espejo? —preguntó Caire, frunciendo el ceño—. ¿Por qué es tan...?

—¡Mirad esto!

Los otros cinco se volvieron hacia Edmund, que se había acercado en silencio a una de las cámaras laterales. Su linterna apuntaba directamente a los lienzos que colgaban en la pared, perfectamente conservados pese al tiempo transcurrido. Elinor ahogó un grito de sorpresa al reconocerlos.

—La coronación... —susurró Susan, avanzando junto a su hermano menor.

Era uno de los tantos retratos allí colgados. La vida de los reyes se veía representada en las pinturas, en sus momentos más especiales. Su coronación, la celebración del dieciocho cumpleaños de Lucy, el festival de primavera de su décimo año de reinado, la primera visita de Cor junto a Corin a Cair Paravel y...

—Esa soy yo, ¿no es así? —dijo Caire, dando un paso al frente. Fruncía el ceño, contemplando con fijeza el lienzo en que aparecían ella y Peter el día de su boda—. Y eso es...

La mirada del Magnífico fue a ella, claramente desconcertado. El Sumo Monarca parpadeó y Elinor vio a la perfección cómo sus ojos iban abriéndose más y más, volviendo a mirar el retrato, antes de dirigir nuevamente la mirada a Caire.

—¿Tú y yo...? —preguntó, en un susurro.

La Prudente permaneció inmóvil, aún contemplando el retrato. Susan ahogó un grito de sorpresa.

—¡Y tú y Edmund! —exclamó, volviéndose boquiabierta hacia Elinor.

Ésta sonrió débilmente. El Justo contemplaba la pintura con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa.

—Eso me temo.


















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