16. Preparándose para el duelo
Decimosexto capítulo.
PREPARÁNDOSE PARA EL DUELO
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❝ por el don de aslan, por elección, por prescripción y por conquista ❞
El peso de Inanna en su cadera le era cada vez más familiar. También el tintineo de la cota de malla al andar. Caire había atravesado la distancia que separaba el Altozano de Aslan del campamento telmarino junto a Edmund y escoltados por Borrasca de las Cañadas y Turbión el gigante llevando ramas verdes, en petición de parlamento.
Los dos reyes habían sido conducidos hasta la carpa que Miraz y su círculo más cercano empleaba para reunirse. Habían decidido antes de partir que sería Edmund quien leyera el mensaje de Peter, de modo que ahora Caire aguardaba con semblante serio al lado del Justo a que éste terminara de transmitir el mensaje de su hermano.
No le gustaba las expresiones de los telmarinos, ni el modo en que la miraban concretamente a ella, de manera burlona. Sus ojos fueron escrutando sus rostros, aunque se detuvieron más en Miraz. Era la primera vez que le veía tan de cerca, teniendo en cuenta que durante el asalto ella no había acompañado a Peter y Susan. No le gustaba su mueca desdeñosa, que no cambió en ningún instante desde que ellos aparecieron en el campamento.
El Justo terminó la lectura y bajó el pergamino. Caire no apartaba los ojos del rostro del Usurpador, a la espera de su decisión. Una parte de ella esperaba que aceptara. Necesitaban con desesperación el tiempo que todo aquello les daría. Pero otra...
Otra no deseaba tener que ver a Peter enfrentarse solo contra el telmarino.
—Decidme, príncipe Edmund... —empezó Miraz.
—Rey —corrigió al momento éste.
Miraz se quedó algo descolocado.
—¿Perdonadme?
—Es rey Edmund, en realidad —aclaró el Justo, al tiempo que acababa de enrollar el pergamino—. Solo rey, Peter y Caire son los Sumos Monarcas. —Hizo un gesto hacia la Prudente, que aún guardaba silencio—. Lo sé, es confuso.
Les había pasado durante sus años de reinado. Caire lo sabía ahora. A gran número de diplomáticos les confundía la forma de gobierno narniano. Seis reyes, de los cuales cuatro eran hermanos y dos no compartían ningún lazo consanguíneo, habiendo dos que contaban con un rango superior y otros cuatro que eran simples gobernantes... Sí, como decía Edmund, era confuso.
—¿Por qué vamos a aceptar tal propuesta cuando nuestros hombres pueden venceros sin esfuerzo? —acabó por preguntar Miraz, dejando a un lado el asinto de los títulos.
—¿No nos habéis subestimado ya bastante? —replicó Edmund—. Os recuerdo que hace solo una semana los narnianos no existían.
—Y van a dejar de existir —aseguró Miraz.
—¿No intentaron ya vuestros antepasados extinguirnos? —cuestionó Caire, arqueando las cejas—. No veo que hayan tenido éxito en varios siglos. ¿Qué os asegura que vos tenéis el poder de cambiar eso?
—Es más que obvio que lo que resta de vuestro pueblo es un número reducido —dijo el telmarino en tono desdeñoso—. Estáis en una situación comprometida y no tenéis oportunidad alguna contra nuestras fuerzas.
—Entonces, ¿qué es lo que teméis? —inquirió Edmund.
Una seca carcajada de Miraz fue la respuesta que obtuvieron a aquella pregunta.
—No es una cuestión de valor —replicó el Usurpador.
—¿Os negáis a batiros en duelo con alguien a quien dobláis en edad? —cuestionó astutamente Edmund, añadiendo el toque justo de condescendencia a aquellas palabras.
La sonrisa burlona de Miraz desapareció al momento, al tiempo que se inclinaba hacia adelante en la mesa, plantando las dos manos sobre la tabla de madera.
—Yo no he dicho que me niegue. —Empleó un tono más bajo, más peligroso.
—¿Estáis aceptando el desafío, entonces? —cuestionó Caire.
—Estaremos de su lado, Majestad —habló entonces uno de los nobles telmarinos. Miraz se volvió a él—. Decida lo que decida.
—Señor —añadió otro, el que estaba sentado justo a la derecha del rey, aquel a quien tenía más estima—, la enorme ventaja militar es la excusa perfecta para evitar lo que podría ser...
Miraz no le dejó terminar. Se puso en pie con brusquedad, desenvainando la espada. Caire llevó la mano a la empuñadura de Inanna por instinto, pero una rápida mirada de Edmund le pidió calma. Sabía que podía confiar en él para llevar el asunto; de los seis, siempre había sido el mejor diplomático. Pero cada gesto de Miraz le hacía temer su siguiente movimiento.
—¡No estoy evitando nada! —bramó el telmarino. El lord casi pareció encogerse ante aquel arranque de furia.
—Solo pretendía puntualizar que milord tiene derecho a negarse si ese es su deseo —trató de justificarse el hombre, en tono conciliador.
—Su Majestad jamás se negaría —intervino otro. Caire le dirigió una mirada, puesto que no se trataba de uno de los lores sentados a la mesa, sino que había permanecido de pie junto a la entrada. Era el mismo que había escoltado a los dos reyes hasta el lugar; indudablemente, portaba un alto rango militar—. Disfruta pudiendo demostrar a todos el valor de su rey.
Edmund y Caire intercambiaron otra mirada. La Prudente tenía la sensación de que allí había algo que se le escapaba. Miraz seguía en pie.
—¿Cuál es vuestra respuesta, entonces? —intervino nuevamente Caire. Quería salir de allí cuanto antes.
Miraz volvió sus ojos a ella.
—Ni siquiera puedo comprender por qué intervenís en esta negociación si no contáis con título propio, Majestad —respondió, en tono mordaz.
Caire arqueó las cejas.
—Mi título es únicamente mío, milord —replicó, usando intencionadamente aquel tratamiento. Miraz no era rey y ella no pensaba reconocerlo como tal—. Por el don de Aslan, por elección, por prescripción y por conquista. —Recitó de memoria las palabras que Peter había dictado para el doctor Cornelius, pero mientras las decía supo que no era la primera vez que las repetía—. Soy Suma Monarca por derecho propio, no por matrimonio. Y, perdonadme que os diga, pero sois el menos indicado para acusarme de utilizar un título que no es el mío.
Edmund le dirigió una mirada alarmada. Caire sabía a la perfección que en una negociación jamás debía atacarse de ese modo al enemigo, pero no pensaba quedarse callada y permitir que Miraz la humillara. Alzó la barbilla y aguardó a su respuesta. Al cabo de unos instantes, el Usurpador levantó el arma y apuntó directamente con ella a su pecho. Caire ni parpadeó, pero rodeó nuevamente la empuñadura de Inanna con los dedos. Edmund imitó su gesto.
—Vos —dijo el telmarino, en tono amenazante—, rezad para que la espada de vuestro esposo sea más certera que su pluma.
Edmund y ella se miraron. Estaba hecho. Había aceptado. Así se lo comunicaron a Borrasca de las Cañadas y Turbión al reunirse con ellos. El grupo deshizo el camino antes recorrido, de regreso al altozano. Debían darle la noticia a Peter y los demás. Había que comenzar a preparar el duelo.
—Caire —la llamó en un momento dado Edmund, cuando aún ni siquiera habían atravesado la mitad de la distancia. La Prudente volvió la cabeza hacia él—. Algo ha cambiado, ¿no es así? Has recordado.
Ésta esbozó una sonrisa ladeada.
—¿Tanto se nota?
Edmund lo pensó durante un instante, antes de decir:
—Antes, cuando te miraba, veía a Caire. Pero hoy he visto a la Suma Monarca. Sí, se nota. —Asintió pensativo—. Creo que los demás también lo han visto en la reunión, pero ha resultado aún más obvio cuando has hablado a Miraz.
—Aún no recuerdo todo —se sintió en la obligación de aclarar—. Pero... Sé que tengo esos recuerdos. Sé quién fui y estoy intentando recuperarla, aunque sea poco a poco.
—¿Y Peter? —cuestionó Edmund—. ¿Él también ha recordado?
Caire dudó un momento.
—Yo diría que sí.
Edmund le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Qué quieres decir con eso?
Caire no se sonrojó, aunque sí sintió un leve calor en las mejillas. Podría estar mucho más segura de su pasado como reina que antes, pero eso no bastaba para borrar el hecho de que también era una joven de diecisiete años que jamás había besado antes a un chico. O eso pensaba hasta que, claro, supo que había estado casada en aquel mundo.
—Ambos hemos recordado bastante —admitió—. Al menos, lo suficiente como para recuperar lo que nos unía en el pasado. Y no solo me sucede con Peter, Ed —añadió—. Siento hacia ti, tus hermanas y Elinor un cariño y una confianza difíciles de entender, teniendo en cuenta que aún no recuerdo todo. Pero sé que está ahí. Sé que fuisteis mi familia. Que lo sois —se corrigió—. Amor y memoria no son lo mismo, o eso me dijeron. Puede que el consejo también te sirva a ti.
Edmund contempló el altozano con expresión pensativa.
—Puede que sí —asintió. Esbozó una leve sonrisa—. Aunque debo admitir que también confío en ti de un modo que no llego a entender. Supongo que será por lo que dices.
Caire asintió despacio.
—También ha cambiado algo entre Elinor y tú, ¿me equivoco? —preguntó al de unos instantes.
El Justo dejó escapar un suspiro. Se encogió de hombros con cierta rigidez.
—Sí —admitió—. Sé que puedo confiar en ella. Puede que siempre lo haya sabido. Pero... aún no soy capaz de recordarla.
—Igual no lo necesitas —comentó Caire—. ¿Por qué no intentas acercarte a ella, en lugar de tratar de recuperar memorias? Puede que no haga falta más.
Un silencio reflexivo siguió a aquellas palabras. Edmund entrecerró los ojos, con la vista fija en la lejanía. Caire aguardó con paciencia.
—Puede que tengas razón —acabó por decir el Justo—. Lo intentaré.
—Yo también estoy en ello —asintió Caire, sonriendo comprensiva—. Quiero creer que puede funcionar.
Edmund asintió una única vez y, aunque la conversación murió tras aquello, Caire quiso creer que había sido de ayuda, aunque fuera un poco. Por el bien de Elinor y del propio Edmund.
Su mente viajó a Peter, que aguardaba en el altozano. Se lo podía imaginar bien en ese momento, aguardando con impaciencia su regreso, con las manos unidas a la espalda o puede que incluso paseándose de un lado a otro nervioso, haciéndose a la idea de que muy pronto podría estar enfrentándose a Miraz.
Y Caire tendría que estar observándolo desde fuera. Torció el gesto sin pretenderlo. De un momento a otro, sintió algo de pánico invadirla. Miles de posibles finales a todo aquello pasaron por su cabeza. ¿Y si algo iba mal, qué?
Había habido una vez que verdaderamente había creído que perdería a Peter. Frunció el ceño cuando el recuerdo apareció. Había sido durante la campaña contra los gigantes del norte; de los seis reyes, solo Peter y Caire habían participado en ella.
Caire podía ver el momento a la perfección. Peter siendo derribado con brusquedad del caballo, su cuerpo impactando contra el suelo a varios metros y quedando inmóvil. Caire recordaba haber gritado y corrido hacia él. Recordaba las lágrimas y la sangre. El terror que había sentido.
La imagen le dejó sin aliento. Tuvo que ser evidente, puesto que Edmund se volvió a mirarla intrigado.
—¿Todo bien? —quiso saber.
Ella se limitó a asentir, de manera no muy convincente. Habían sido demasiadas horas las que Peter había tardado en despertar. Había llegado un momento en que Caire realmente había creído que no lo haría.
¿Y si esta vez no tenían esa suerte? ¿Y si también le perdía, cuando acababa de recordarle? Ya había perdido a Almira. No quería imaginar qué pasaría si a Peter le sucediera algo.
—Oye, Ed —llamó la Prudente a los pocos minutos—, Peter ganará, ¿no?
La mirada del Justo se ensombreció.
—Creo que prefiero no pensar en la otra opción.
A su regreso al Altozano de Aslan, les dieron la noticia de que Susan y Lucy ya habían partido. Elinor estaba explorando los túneles junto a Malika y Niobe, tratando de idear un plan de emergencia, mientras Peter se paseaba de un lado a otro del lugar tratando de organizar el ejército con ayuda de Caspian, tal y como Caire había supuesto que estaría.
Tan pronto como comunicaron que Miraz había aceptado, comenzaron los preparativos para el encuentro. Edmund, junto a uno de los capitanes de Miraz, acordó el lugar del combate, a no demasiada distancia de la entrada del altozano. Dos telmarinos se colocarían en dos de las esquinas y un tercero en el centro de uno de los lados, actuando como los jueces del usurpador. Peter debía nombrar a otros tres. Caspian se ofreció al momento, pero el Magnífico tuvo que explicarle que no podría serlo, ya que el combate se celebraba precisamente por su derecho al trono.
Caire permaneció junto a Peter mientras iba de un lado a otro organizando a los soldados. Ya habían hecho aquello un millón de veces antes. No era nuevo. No obstante, no podía dejar de mirarle de reojo, preguntándose cómo iría todo en el duelo. Si saldría bien o no.
—Majestades, por favor —escucharon de repente pronunciar a una voz grave y adormilada.
Caire se volvió hacia el mayor de los Osos Barrigudos. Aquel poco tenía que ver con la criatura que les había atacado en los bosques al principio de su viaje, pero eso no evitaba que encontrara su enorme figura algo intimidante.
—Si lo permitís, Majestades —continuó—. Yo soy un oso.
—Desde luego —asintió Peter—, claro que lo eres, y un buen oso, además, no tengo la menor duda.
Caire se preguntó a dónde les llevaría aquello.
—Sí —respondió éste con fervor—; pero siempre fue un derecho de los osos facilitar un juez en las lizas.
—Es cierto, es tradición —exclamó Caire, casi sin pretenderlo. Tan pronto como lo dijo la Bestia Parlante, lo recordó. Peter le dirigió una rápida mirada.
—No se lo permitáis —susurró Trumpkin a los Sumos Monarcas. Se había aproximado sin que apenas se dieran cuenta—. Es una criatura excelente, pero nos avergonzará a todos. Se dormirá y se chupará las patas. Enfrente del enemigo, además.
—No podemos evitarlo —replicó Peter—, porque tiene toda la razón. Los osos poseían ese privilegio. No sé cómo es que aún se acuerda después de todos estos años, cuando tantas otras cosas se han olvidado.
Caire juraría que le lanzó una mirada de reojo.
—Las Bestias Parlantes nunca olvidan —comentó ella—. Los reyes tampoco deberíamos.
Ésta vez, estuvo segura de que él le había mirado. Le vio reprimir una sonrisa.
—Por favor, Majestades —insistió el oso.
—Es tu derecho —dijo el Sumo Monarca—, y serás uno de los jueces. Pero debes recordar no chuparte las patas.
—Desde luego que no —respondió el oso con voz escandalizada.
—Pero ¡si lo estás haciendo en estos momentos! —rugió Trumpkin.
El oso se apresuró a disimular.
—¡Majestad! —llamó una voz aguda desde abajo.
—¡Ah, Reepicheep! —saludó Peter, tras tardar unos segundos en localizar a su interlocutor.
—Señor —dijo el ratón—, mi vida está a vuestra disposición, pero mi honor es mío. Majestad, tengo entre mi gente al único trompeta de vuestro ejército. Había pensado que, tal vez, nos enviaríais con el desafío. Majestad, mi gente se siente apenada. Quizá si tuvierais a bien que fuera un juez en la liza, ello la contentaría.
Caire apenas pudo terminar de escuchar las palabras de Reepicheep, porque la estruendosa risa del gigante Turbión cerca estuvo de ensordecerla, incluso cuando logró contenerla a los pocos instantes.
—Me temo que no podrá ser —dijo Peter muy solemnemente—. Algunos humanos tienen miedo a los ratones...
—Eso había observado, Majestad —asintió Reepicheep.
—Y no sería muy justo para Miraz tener a la vista cualquier cosa que pudiera embotar el filo de su valor.
—Su Majestad es un modelo de honor —terminó por decir el ratón, realizando una elegante reverencia—. Y en esta cuestión pensamos lo mismo... Me pareció oír que alguien se reía hace un momento. Si alguno de los presentes desea convertirme en el tema de su ingenio, estoy totalmente a su servicio... con mi espada... en cuanto lo desee.
—Estoy segura de que nadie osaría hacer eso jamás, amigo mío —dijo Caire con voz seria—. En todos mis años de vida, he visto pocos espadachines tan hábiles como tú.
Reepicheep pareció hincharse de orgullo ante aquello, inclinándose de nuevo ante ella.
—Vuestras palabras me honran en lo más profundo, Majestad.
La Prudente se volvió hacia Peter, que había adoptado una expresión pensativa.
—El gigante Turbión, el oso y Borrasca de las Cañadas serán nuestros jueces —decidió—. El combate se celebrará dos horas después del mediodía. La comida se servirá al mediodía exactamente.
Tras aquello, la mayor parte del grupo se dispersó. Enviaron a un mensajero para que comunicara a Miraz la hora a la que tendría lugar el duelo y Peter, Edmund y Caire abandonaron la sala juntos. Un sentimiento de angustia iba creciendo en el pecho de la Prudente.
—Oye —dijo entonces el Justo, no sin cierta vacilación—, supongo que todo saldrá bien. Quiero decir, supongo que puedes derrotarlo...
La expresión de Peter era indescifrable.
—Por eso peleo contra él, para descubrirlo —terció, dejando un regusto amargo en la boca de Caire.
Edmund frunció levemente el ceño.
—Está bien —terminó por aceptar—. Iré a ver cómo va el plan de Elinor. Si tiene que estar listo para mediodía, más vale que no les quede demasiado.
Peter asintió una única vez. Edmund se alejó sin decir más, aunque intercambió con Caire una mirada preocupada. La Prudente mantuvo la vista al frente, sin volverse hacia Peter, ni siquiera cuando él preguntó:
—¿Qué es, Caire?
Le sintió acercarse a ella. Sus nudillos se rozaron. Contuvo un suspiro, pero permaneció en silencio, porque no sabía cómo podría explicarle a Peter la preocupación cada vez mayor que iba sintiendo. Ni ella misma la comprendía y eso la abrumaba. Estaba cansada de no comprender las cosas.
—Cay —insistió Peter.
Sus dedos rozaron con suavidad su barbilla, haciéndola volverse hacia él. Caire le miró a los ojos y desvió la mirada a los poco segundos.
—Estoy asustada —confesó, no sin cierta vergüenza.
—Estoy seguro de que estaréis bien, pase lo que pase, y...
La expresión de Caire le hizo interrumpirse. La Prudente le había dirigido una mirada de tal indignación que le hizo preguntarse qué habría dicho mal.
—Asustada por ti —aclaró ella—. Creí que era obvio.
Por la expresión de Peter, le quedó claro que no lo había sido. Caire suspiró y desvió nuevamente los ojos, casi avergonzada.
—Caire...
—¿Si no ganas, qué? —preguntó ella, en tono brusco.
Silencio. Peter titubeó. Caire negó lentamente con la cabeza.
—Peter, puede que no esté bien que lo diga cuando hasta hace nada ni siquiera recordaba este sitio. —A Caire se le escapó una carcajada seca—. Ni a ti. Pero... Pero no puedo imaginar qué... Si te pasara algo...
Se horrorizó al darse cuenta de que iba a llorar. Era incapaz de acabar una frase, se le rompía la voz. Parpadeó furiosamente, tratando de contener las lágrimas.
—Caire —susurró nuevamente Peter. Tomó las manos de ella entre las suyas y las subió hasta sus labios, dejando un beso en sus nudillos que la hizo temblar de la cabeza a los pies—. Te prometo que voy a intentar ganar. Se lo debo a mis hermanos y te lo debo a ti. Créeme —añadió, con tal énfasis que logró que ella levantara los ojos y le mirara a la cara—, no estoy dispuesto a perderte cuando acabo de recordar quién eres.
A Caire se le escapó un sollozo cuando Peter le acarició con ternura la mejilla. Los brazos del Magnífico la envolvieron y Caire dejó escapar un suspiro entre ellos.
—Ni siquiera deberías estar consolándome tú —protestó débilmente—. Eres tú quien va a pelear...
Peter dejó escapar una risa triste y le plantó un beso en la coronilla, acariciando con suavidad su espalda.
—Está bien, Caire —le aseguró—. Estaremos bien.
—Ojalá que sí —susurró ella, con la voz rota.
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