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13. El frío de los recuerdos










Decimotercer capítulo.
EL FRÍO DE LOS RECUERDOS

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❝ los haré recordar. todo volverá a ser como antes ❞









Sentía la herida del hombro latiendo dolorosamente a cada segundo. La sangre le goteaba por el brazo hasta el codo. Había cometido un estropicio al sacarse la flecha, pero había surgido en el calor del momento.

Caminaba pesarosamente entre Susan y Caire. Le resultaba doloroso ver cuán pequeño era el grupo que les seguía. Habían perdido a demasiados soldados. Demasiadas vidas. Sus ojos buscaban constantemente a Edmund. No dejaba de repetir en su memoria aquel susurro que aún no sabía si había sido real o no.

No debería estar tan preocupada por algo así, no cuando acababan de vivir una tragedia. Pero no podía evitarlo. Estaba desesperada por saber si él verdaderamente había recordado algo, cualquier cosa, que le hubiera hecho preocuparse por ella de aquel modo. No podía quitarse de la cabeza el momento en que él le había tomado de las manos. Nada le hubiera gustado más que poder repetirlo en ese instante. Necesitaba de su consuelo. Necesitaba saber que sabía quién era y, por desgracia, aquello le parecía imposible.

Aquellos que habían permanecido en el Altozano les aguardaban con rostro sombrío. Elinor vio a Lucy inmóvil frente a la entrada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la menor con expresión afligida.

—Pregúntale a él —replicó Peter, dirigiendo una rápida mirada a Caspian.

—Peter —advirtió Susan.

—¿A mí? —cuestionó el príncipe—. No ordenaste retirada cuando aún había tiempo. Caire tuvo que hacerlo por ti porque te negabas.

—No, no había tiempo —admitió Peter con voz tomada—. De haberte ceñido al plan, esa gente viviría ahora.

—¡Y si nos hubiéramos quedado aquí, seguro que vivirían! —respondió Caspian, levantando el tono.

—Nos llamaste tú, ¿lo has olvidado? —exclamó el Magnífico.

—Mi primer error —repuso Caspian.

Aquellas tres palabras fueron como un puñetazo en el estómago para Elinor. Su mirada recorrió los rostros apesadumbrados de la multitud que les rodeaba. ¿Y si realmente había sido un error? ¿Y si nunca deberían haber regresado?

—No —contestó Peter mientras se alejaba de Caspian—, el primero fue creer que podrías guiarlos.

—¡Eh! —le gritó éste, haciéndole dar la vuelta—. Que yo sepa, todavía no he abandonado Narnia.

Si cabe, aquella frase hizo incluso más daño a Elinor. Tragó saliva despacio. No había sido voluntariamente. Ellos nunca se hubieran ido si hubieran tenido algún tipo de elección, pero a pesar de todo... A pesar de todo, lo habían hecho. Habían dejado solo a su reino, a sus amigos. Habían tenido que ser otros los que trataran de mantenerlo a flote. Almira, Corin, Peridan, Tumnus, el señor y la señora Castor... Y eso no había podido impedir la decadencia de Narnia.

Elinor se sintió como una farsante. Eran los Reyes de Antaño, traídos del pasado para tratar de liberar el país nuevamente. Y solo habían traído más dolor y sangre al conflicto.

—¡Vosotros la invadisteis! —espetó Peter—. ¡No te mereces gobernarlos más que Miraz! —Caspian apartó a Peter de un empujón, pero aquella última frase le hizo detenerse con brusquedad, dándole la espalda—. ¡Tú, él, tu padre! ¡Narnia está mejor sin vosotros!

Elinor se lo vio venir, y por ello no se sorprendió cuando, con un grito, Caspian desenvainó la espada y apuntó con ésta a Peter, que le había imitado.

—¡Parad!

Caire se adelantó con paso firme. Apenas había hablado en el camino de regreso, pero cuando Elinor se volvió a mirarla, a punto estuvo de sonreír. El modo en que se mantenía recta, sus movimientos, incluso su tono de voz. Era imposible no reconocer a la Suma Monarca en ellos. Caire estaba encontrándose, poco a poco.

—Soy tan responsable de esto como vosotros dos —dijo, con voz triste—. Pero no es el momento de pelearnos entre nosotros, por el León. Estamos en un mismo bando. Si nosotros mismos nos fracturamos, pronto no quedará ninguna esperanza para Narnia. —Sus ojos serios iban del Sumo Monarca al príncipe—. Bajad las espadas. Esto es absurdo.

Un ruido a su espalda hizo a todos girarse. La mirada de Elinor fue hasta Edmund, que ayudaba a Trumpkin, gravemente herido, a reclinarse en el suelo. Dejando escapar un grito ahogado, Lucy corrió en dirección del enano, destapando su cordial con determinación.

Cuando volvió la vista a Peter, Caspian y Caire, el telmarino ya estaba dirigiéndose de vuelta al interior del altozano. Caire se adelantó hasta Peter y le susurró algo, a lo que éste asintió una única vez. Elinor contuvo un suspiro.

—Deberías dejar que Lu te curara eso —le dijo entonces Edmund, que se había acercado a ella sin que lo advirtiera. Elinor negó.

—Es para casos excepcionales —le recordó—. Esto se solucionará con un vendaje.

Edmund entrecerró los ojos.

—¿Te encuentras bien, Elinor? —quiso saber—. Tienes... Tienes mala cara.

Ella dejó escapar una risita casi histérica.

—No, Ed, no me encuentro bien, aunque no sé qué otra cosa esperarías de esto —replicó—. Hemos perdido a demasiados soldados. No merecían morir de esa forma. Parece que, en lugar de solucionar todo esto, no hacemos más que empeorarlo y... —La voz le salió entrecortada al susurrar—: ¿Me susurraste que todo iría bien cuando nos marchábamos del castillo o no, Edmund?

—¿Qué? —dijo él, sin dar crédito.

Elinor soltó un suspiro. No debería estar dándole tanta importancia a aquella frase, a los gestos que habían acompañado cada acción de Edmund aquella noche, pero no podía evitarlo. Dolía, pero su mente lo repetía una y otra vez.

—En el castillo. Todo... —Se interrumpió para tomar aire—. ¿Algo de lo que hiciste fue porque recordaras? ¿El lanzarte al vacío conmigo? ¿El calmarme antes de que todo empezara? ¿El abrazarme mientras sobrevolábamos el patio? ¿Es porque recuerdas o simplemente estás intentando confiar en mí, Ed? Porque no soporto seguir pensando que todo sigue igual que al principio.

Se sentía confusa, agotada, herida. Edmund la miró en silencio unos instantes. Parecía no encontrar las palabras.

—No lo sé, Elinor —terminó por decir. Sonaba algo irritado—. Estoy intentándolo, ¿vale? Ni siquiera entiendo a qué viene esto ahora.

—Yo tampoco —suspiró ella—. Pero, Ed, estoy desesperada. Ya no sé qué más hacer. No quiero seguir sintiéndome sola. Os necesito y no sé qué hacer para teneros de vuelta, para tenerte de vuelta.

Edmund le dirigió una mirada de triste resignación.

—Yo tampoco sé qué puedo hacer, Elinor —fue todo lo que dijo, y aquello fue peor que cualquier otra respuesta en la que pudiera haber pensado ella, porque era la simple verdad. Edmund estaba tan perdido como ella, si no más. ¿Qué podía esperar que hiciera?—. Lo siento.

Elinor no supo qué responder a aquello. Edmund se giró y volvió su atención a Trumpkin, alejándose de ella sin decir más. Tras unos segundos, dio media vuelta y se dirigió a la entrada a los túneles, pasando junto a Peter y Caire. Ninguno hizo ademán de detenerla.

Elinor vagó sin rumbo fijo por los oscuros pasillos, iluminados tan solo por la llama titilante de las antorchas. Se hallaban desiertos, al encontrarse todo el mundo en el exterior. Lo agradecía. Necesitaba soledad para calmarse.

Con una mueca, se llevó la mano a la herida aún abierta. La sangre aún salía de ésta, quedándosele impregnada en los dedos cuando los separó para examinarlos. Necesitaba un vendaje con urgencia.

Aquel pensamiento le trajo a la mente recuerdos que preferiría que no hubieran regresado. Cerró los ojos y contuvo un suspiro. Había sobrevivido a docenas de batallas, pero eso suponía haber sufrido también numerosas heridas. Las marcas de éstas habían desaparecido de su piel al regresar a Inglaterra, pero antes había estado llena de cicatrices. Cicatrices que, en su momento, habían sido cuidadas por Edmund.

Se habían ayudado mutuamente con los vendajes en infinidad de ocasiones. Incluso antes de que Elinor comprendiera que había terminado por enamorarse de él, cuando aún eran simplemente buenos amigos, había sido así. Cuidaban el uno al otro durante y después de las batallas. La primera herida que alguna vez había tenido que atender Elinor había sido de Edmund. Con el paso de los años, había aprendido a tratarlas mejor, y había enseñado a él a hacer lo propio.

Si todo hubiera sido como antes, aquella herida se la hubiera curado él. Sin embargo, fue Elinor la que fue en busca de vendas, sabiendo que Edmund no podría ayudarle en aquella ocasión y que era posible que nunca volviera a hacerlo.

Estaba cansada de sentirse tan sola estando acompañada de las personas a las que más conocía y amaba. A las que había extrañado durante tanto tiempo... Solo para luego descubrir que ellos no le habían echado de menos ni un instante, porque no sabían quién era ella.

Elinor no se permitió llorar de nuevo, pero eso no evitó que tuviera que parpadear con furia para impedir que alguna lágrima cayera de sus ojos. Estaba sola. No podía acudir a nadie para que la ayudara, porque ¿cómo podría hablar de sus problemas a Edmund, Caire, Susan, Peter o Lucy sabiendo que ellos la miraban como a una desconocida? Daban igual los avances. Daba igual que hubieran recuperado parte de aquellas memorias, porque no era suficiente, no cuando ella recordaba todo y ellos solo fragmentos.

—¿Por qué, Aslan? —susurró—. ¿Por qué solo yo pude recordar? ¿Qué hice para ser la única?

Pero sabía que el león no respondería. No lo había hecho ni una vez en el transcurso de aquel año. Le había abandonado, como los Pevensie, como Caire. Pero él sí podría haberla encontrado si hubiera querido. Podría haberse mostrado ante ella en aquel desfiladero. Podría haber solucionado lo de las memorias perdidas. Pero no había hecho nada y Elinor estaba cansada de seguir sufriendo. ¿Volvería el Gran León alguna vez o estaba definitivamente a su suerte, sin tener idea de cómo arreglar aquel asunto?

Sus pies se detuvieron frente a una sala que reconoció sin demasiado esfuerzo. Deseó poder maldecir en voz alta cuando comprobó que había caminado sin pretenderlo hasta la Mesa de Piedra. No deseaba estar allí. No deseaba estar cerca de nada que le recordara a Aslan, no en ese momento.

Hubiera dado media vuelta de no escuchar un gruñido que le puso la piel de gallina en ese instante. Sus manos buscaron las empuñaduras de sus sables. Avanzó sin dudar un instante más y lo que presenció le hizo soltar un grito ahogado.

Allí, en el lugar donde se erigía un arco, el hielo se había levantado y cubierto la piedra de las columnas hasta formar una superficie tan transparente como un cristal. Y, en medio de aquella, como si la estuviera viendo a través de una ventana, estaba la Bruja Blanca.

Su grito alertó al grupo allí reunido, pero Elinor apenas fue capaz de reaccionar cuando los ojos de Jadis fueron hasta ella. Se hallaba con la mano extendida hacia Caspian, a quien una criatura que pudo identificar como un hombre lobo mantenía firmemente sujeto. Elinor desenvainó los sables cuando Nikabrik y una vieja hechicera se volvieron hacia ella. Pero su mirada apenas se apartaba de la bruja.

Fue en ese momento en que todo pareció derrumbarse para Elinor. ¿Realmente algo de lo que había hecho en toda su vida había servido para algo? Ahí estaba, olvidada por la que consideraba su familia y contemplando a los ojos a la tirana que debía haber perecido siglos atrás. Aquello era imposible. Era como volver a su primera vez en Narnia, solo que mucho más desamparada.

Elinor luchó por controlar las lágrimas y la respiración. Se dijo que tenía que impedir aquello. Que debía luchar contra esas tres criaturas, pero sus músculos parecían no querer responderle. Los ojos le picaban y apenas era capaz de retener el aire en los pulmones. Sintió el ahogo y aquello aumentó su terror, mientras su mirada seguía fija en la Bruja Blanca.

—Elinor —pronunció ésta. Aquello bastó para que se echara a temblar—. Querida, cuánto tiempo. Ven, acércate.

—Yo... —trató de decir Elinor. Le pesaba la lengua, los músculos. No era capaz de moverse y, debido a ello, pronto fue sujetada por ambos brazos y desarmada. Apenas era consciente de lo que sucedía. Todo le daba vueltas—. No, no...

—Ven, querida mía —insistió Jadis.

Fue arrastrada sin ningún tipo de cuidado por el enano y la hechicera. Se le escapó un aullido de dolor al ser golpeada en el hombro. Jadis esbozó una mueca burlona.

—Que sea ella —dijo, sin perder aquel tono dulce—. Eso lo hará más satisfactorio.

El hombre lobo empujó a Caspian a un lado y, antes de darse cuenta, Elinor estaba cara a cara con Jadis, firmemente sujeta por los seguidores de la bruja. Ésta, hermosa y temible, mantenía la mano alargada hacia ella.

—No —volvió a decir la Tenaz. El pánico la invadía, pero le costaba hablar, le costaba pensar—. Estás muerta. ¡Estás muerta!

—No se puede matar realmente a alguien como yo, querida Elinor —respondió suavemente Jadis, casi divertida por aquella idea—. Es mi momento de regresar, tal como habéis hecho vosotros. Entonces, todo recuperará su orden.

—No puedes volver —susurró Elinor—. El invierno...

—Estás desesperada, pequeña, ¿no es así? —la cortó con suavidad Jadis—. Lo veo en tu rostro. ¿Algo ha ido mal, me equivoco?

Elinor tragó saliva. La garganta se le cerró. No podía hablar, apenas podía respirar.

—Soltadla —ordenó Jadis y, aunque la presión que ejercían sobre ella el enano y la hechicera desapareció, Elinor no fue capaz de moverse un centímetro—. Querida mía, yo puedo darte lo que Aslan se ha negado a hacer. Los haré recordar. Todo volverá a ser como antes. Solo necesito una gota de tu sangre. Una única gota y todo regresará.

—¿Una gota? —repitió Elinor, con voz queda. Su mirada no se apartaba de la bruja, casi como si estuviera en trance. Contemplaba a Jadis embelesada—. ¿Solo una?

La Bruja Blanca sonrió.

—Así es, querida. Y veo que ya vienes preparada.

Elinor bajó la cabeza lentamente a su mano, aún manchada de su propia sangre. Volvió a mirar a Jadis, que aún mantenía el brazo extendido hacia ella. Una gota, solo una gota, y todo estaría bien...

—¿Quieres que te recuerden, Elinor? —susurró Jadis.

—Sí —dijo ella, con voz entrecortada.

—Entonces, ayúdame y yo te ayudaré a ti.

Elinor apenas fue consciente de lo que hacía. Su mano izquierda buscó la de Jadis. Una gota, solo una gota. Elinor tenía más que eso. Las yemas de sus dedos estaban teñidas de líquido escarlata. Una gota y todo volvería a ser como antes.

—¡Alto!

Elinor parpadeó, pero no se movió un centímetro. Aquella voz... Aquella voz era la de Peter. Escuchó el sonido de las espadas desenvainándose, pasos acelerados. Pero no podía dejar de mirar a Jadis.

—Hazlo, Elinor —insistió ésta—. Ellos no te recuerdan. Yo puedo ayudarte.

—¡No lo hagas, Elinor! —La voz de Peter volvió a retumbar en la estancia—. ¡Solo miente!

—¡HAZLO! —gritó Jadis.

Una lágrima rodó por la mejilla de Elinor. Movió un poco más el brazo. Más cerca de Jadis, más cerca de recuperar todo, pero era casi como si tiraran de ella con una cuerda. Dolía.

—No —susurró, y fue como si le arrancaran el sonido del corazón. Elinor se escuchó más rota y vulnerable de lo que jamás había dejado que nadie la viera—. No quiero.

Pero seguía moviéndose hacia la bruja. Otra lágrima cayó, luego otra más.

—¡VAMOS! —instó Jadis.

Elinor dejó escapar un sollozo. Sus dedos casi rozaban los de la bruja. Se sentía a punto de estallar de dolor. Le costaba respirar. El rostro de Jadis se volvió un borrón.

Entonces, la bruja dejó escapar un aullido de dolor y fue como si a Elinor le cortaran las cuerdas que la sostenían. Se derrumbó en el suelo como una marioneta, jadeante, al tiempo que veía el hielo agrietarse en torno a la bruja. Una espada lo había atravesado por el otro lado del arco, una que se había clavado justo donde estaba el estómago de Jadis.

Con un horrible crujido, el hielo se rompió en pedazos, que cayeron sobre Elinor afilados como cristales. No obstante, no sintió ningún dolor cuando unos pocos se le clavaron en el rostro y las manos. Temblorosa, dirigió la mirada a Edmund, que estaba de pie al otro lado del arco, con la espada levantada y mirándole con fijeza.

Una mirada que parecía confirmarle todas las imágenes que había visto en sus pesadillas. A Elinor se le escapó un nuevo sollozo, mientras unos brazos la envolvían y trataban de ponerla en pie. Reconoció vagamente a Peter entre las lágrimas, pero hizo todo lo posible por alejarle.

No obstante, estaba tan escasa de fuerzas que apenas logró nada. Escuchó gritar, como en la distancia, al Magnífico llamando a Lucy. La reina apareció a los pocos segundos y Elinor no comprendió lo que pretendía hasta que le separaron con suavidad los labios y una gota del cordial cayó hacia su garganta.

El jugo de la Flor de Fuego le dio las fuerzas suficientes como para apartar a Peter y ponerse en pie por sí misma. Su mirada recorrió con rapidez la sala. Nikabrik, la hechicera y el hombre lobo yacían muertos en el suelo. Caspian estaba en pie a pocos metros. Lucy, Peter, Caire y Susan se habían congregado en torno ella, mientras Trumpkin permanecía algo más atrás. Edmund no se había movido. No fue capaz de leer las expresiones de ninguno de ellos.

—Lo siento. —Su voz salió aún más rota y débil de lo que esperaba. Más lágrimas cayeron por su mejillas—. Lo siento.

—Oh, Elle —escuchó susurrar a Lucy, pero no quiso atreverse a mirar a la Valiente.

Dio media vuelta y echó a correr hacia la salida, sin siquiera pensar en dónde iría. Susan gritó su nombre, pero no se detuvo y esperó que nadie la siguiera. Por fortuna, así fue.

La Bruja Blanca. Había estado a punto de traer de vuelta a la Bruja Blanca. ¿Cómo había podido permitir aquello? ¿Tan desesperada se encontraba?

Cada sollozo le producía un pinchazo. Apenas podía respirar por culpa de estos. Buscó el exterior, la luz del sol, y finalmente logró dar con una de las salidas. Casi en la cima del altozano, Elinor se dejó caer en una pequeña plataforma de piedra y contempló a través de las lágrimas el paisaje que había bajo ella. Todo aquello podría haber estado bajo nieve para entonces, de no haber sido por los otros reyes.

Sollozó de nuevo.

—¿Por qué? —volvió a preguntar. La voz le temblaba, ella tembaba—. ¿Por qué nos trajiste si iba a ser así, Aslan? —Apenas era capaz de pronunciar aquello con claridad. Hipó y lloró nuevamente, antes de susurrar—: Desearía haber olvidado yo también, Aslan. Desearía haber permanecido en Inglaterra sin saber nada. Todo hubiera sido mejor.

Por enésima vez, no recibió respuesta. Elinor se abrazó en silencio, deseando la paz que aquel olvido le traería y que, para su desgracia, no podría encontrar, porque ella estaba condenada a recordar, a ser la única capaz de ello.

Estaba sola con sus memorias y no tendría a nadie para compartirlas, porque ahora solo existían para ella.


















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