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12. El dolor del olvido










Duodécimo capítulo.
EL DOLOR DEL OLVIDO

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❝ pienso sacarte de aquí con vida. es una promesa ❞









A Caire le costaba esfuerzos incluso respirar. Llevaba colgando del cinto su espada, Inanna, y su espejo, Espejismo, pese a que aún no había aprendido a usar éste. Quería creer que, una vez estuviera en medio de la batalla, le saldría instintivamente. Confiaba en que así fuera.

Casi le recorrió un escalofrío. La batalla. ¿De verdad iba a meterse en medio de una batalla? Ya había luchado antes. Había comprobado que seguía sabiendo luchar. Podía no recordarlo, pero su cuerpo sabía que hacer, como un reflejo. Aquello le daba cierta seguridad.

Pero, por otro lado, sabía que en una batalla no sería lo mismo. Y eso le aterraba.

Tampoco le transmitía mucha confianza el tener que llegar hasta el castillo volando en grifo. Casi encogida entre las garras del que le transportaba, hacía esfuerzos por no mirar abajo. Nunca había tenido miedo a las alturas, pero aquella ocasión merecía al menos algo de vértigo.

Edmund y Elinor habían dado la señal y eso significaba que ya todo estaba en marcha. En cuanto llegaran a las murallas del castillo, tendría que dejar fuera de combate a los soldados de guardia y luego, junto a Malika y Niobe, se introducirían en el castillo para buscar a la hermana menor de la segunda. Era menos arriesgado que ir a por Miraz, como harían Peter, Susan, Caspian y Trumpkin, pero Caire estaba nerviosa a pesar de todo.

Peter se volvió a mirarla un instante. Caire le dirigió una tensa sonrisa. Su corazón dio un vuelco cuando los grifos descendieron bruscamente. Llegaba el momento.

Las criaturas se separaron, dirigiéndose las de Caire, Malika y Niobe hacia la parte derecha de las murallas y las otras cuatro, a la izquierda. Caire vio a un único guardia a ese lado. No debería haber sido difícil, pero sintió un enorme nudo en el estómago ante la idea de desenvainar a Inanna y abatirle con ella.

Afortunadamente para la Prudente, Malika se ocupó del hombre con rapidez, dejándole fuera de combate antes siquiera de que Caire pusiera los pies en el suelo. Aterrizó con cierta torpeza, pero enseguida se recompuso. Siguiendo las indicaciones de Malika, ella y Niobe fueron tras la calormena.

Tendrían que introducirse en el ala de dormitorios de la nobleza residente en el castillo. No era tarea fácil, puesto que era la parte más cerrada del edificio, pero Malika había ideado un plan que les daba bastantes probabilidades de éxito.

La siguieron en silencio hasta una pequeña ventana, aunque lo suficientemente ancha como para que pasaran sin demasiado esfuerzo. La forzó con rapidez y fue la primera en entrar, yendo Niobe después y Caire la última. Una vez dentro, comprobó que estaban en una especie de almacén de armas.

—La escalera de los criados está al girar la esquina —explicó Malika—. Son tres plantas. En cuanto lleguemos, guías tú, Niobe.

Malika correría en busca del otro grupo en cuanto ellas llegaran hasta la hermana de Niobe, despejando los pasillos para ambas partes en el proceso.

—De acuerdo —respondió la telmarina—. Vamos.

Salieron con precaución y sigilo. No había ningún soldado en aquel pasillo, de modo que corrieron hasta la escalera de los criados, el modo más rápido y seguro de subir hasta las habitaciones de la nobleza. Caire subió la escalera de caracol a una velocidad vertiginosa y, cuando acabaron con la ascensión, estaba sin aliento. Malika abrió de nuevo la puerta con cuidado y se asomó antes de informarles de que estaba todo despejado.

—Nos vemos luego —se despidió y, como si no acabara de subir tres plantas corriendo, salió disparada a reunirse con los otros.

Caire se volvió hacia Niobe y le hizo un gesto para que se movieran. No quería permanecer allí más de lo necesario.

—Es por aquí —susurró la telmarina, echando a andar rápidamente.

Caire la siguió sin dudar, colocándose a su lado. Miraba con nerviosismo a su alrededor, con la mano firmemente cerrada sobre la empuñadura de Inanna.

—¿Os encontráis bien, Majestad? —susurró Niobe al cabo de unos segundos.

Caire contuvo un suspiro.

—Tan bien como podría estar en una situación en la que no recuerdo haberme visto envuelta jamás.

Niobe esbozó una débil sonrisa.

—Estoy segura de que esos recuerdos tan solo aguardan al momento preciso para regresar, Majestad. Están ahí. No podrán permanecer perdidos eternamente.

—No sabemos eso, Niobe —susurró Caire. Recordó el rostro desesperado de Elinor y suspiró—. Puede que jamás vuelvan. Puede que nunca recupere el afecto que sentí hacia los otros reyes. Dicen que fuimos una familia, pero... —Se le entrecortó la voz. Pensó en aquella indescriptible calma que Peter había podido transmitirle tras el regreso de Almira a sus memorias. Pensó en el cariño genuino que sentía hacia Lucy, Susan y Edmund, o la preocupación por Elinor. Era todo tan confuso. ¿Era aquello un eco de sus memorias o simplemente había surgido conforme vivían aquel viaje?—. No lo sé.

—Amor y memoria no es lo mismo —dijo lentamente Niobe—. Si se ha querido, pese a la falta de recuerdos, se encontrará la manera de recuperar aquel amor. Puedo asegurároslo, Majestad.

La Prudente le dirigió una larga mirada y, finalmente, dejó escapar un suspiro.

—Ojalá tengas razón, Niobe —susurró.

Avanzaron por los amplios pasillos en silencio, atentas a cualquier mínima señal de algún soldado. Niobe no era propiamente de la nobleza, pero ella y su hermana habían tenido aposentos en aquella parte del castillo como agradecimiento a la labor de su padre, capitán de la guardia de palacio. Al ser de un rango inferior, estaban al fondo del ala, pero ambas se las arreglaron para llegar hasta ellas en poco tiempo.

Niobe sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura, que dejó escapar un crujido a los pocos segundos. La puerta se abrió y Niobe le indicó a Caire que pasara rápido.

—¿Quién anda ahí?

La Prudente llevó la mirada a la cama y división una figura menuda y una espada que apuntaba en su dirección. Por un momento, tuvo la impresión de que ya había estado alguna vez en una situación así. Solo que la niña que le había apuntado estaba practicando con ella, no amenazándola, y Caire la conocía muy bien.

Se obligó a no pensar en Almira. No podía hacerlo en ese momento. Se hizo a un lado para que Niobe, a su espalda, entrara.

—¡Avice! —exclamó en un susurro la mayor de las hermanas, cerrando la puerta—. ¡Soy yo!

Silencio. La espada descendió y la figura bajó de un salto al suelo. Caire vio a la niña dar un par de pasos desconfiados en su dirección, permitiendo que la luz de la luna le iluminara el rostro ceñudo.

No podía tener más de doce años, pero el modo en que sujetaba la espada era el de una experta. Una sonrisa fue formándose poco a poco en su cara.

—¿Se puede saber qué haces aquí? —susurró, avanzando a zancadas hasta su hermana—. ¿Cómo has entrado?

—Te dije que volvería, ¿no? —respondió Niobe. La sonrisa de la menor se amplió—. Te vienes con nosotras.

—Padre te matará si te ve —advirtió Avice, colgándose la espada al cinto—. Así que más vale que nos demos prisa. —Se volvió corriendo a la cama y, agachándose, sacó de bajo ésta una capa y una bolsa de cuero—. Menos mal que estaba lista.

—No podía ser de otro modo —murmuró Niobe, divertida. Su hermana menor regresó con ellas, ahora con la capa sobre el camisón y el escaso equipaje colgado del hombro. Dirigió una mirada intrigada a Caire que llevó a Niobe a decir—: Avice, te presento a la Suma Monarca Caire, la Prudente.

Los ojos de la menor se abrieron desmesuradamente.

—¿De verdad? —cuestionó, volviéndose hacia su hermana—. ¿Cómo es posible?

—Será mejor que te lo expliquemos una vez salgamos de aquí —intervino Caire. Por el momento, solo debía preocuparse de mantenerlas a salvo mientras tomaban el castillo—. Niobe, ¿dónde están los establos?

Habían acordado que se dirigirían allí, puesto que era el lugar desde el cual la huida resultaría más fácil en caso de complicaciones. Si lograban bajar el puente, permitiendo el paso del ejército, el camino de salida también quedaría despejado.

Caire dio la vuelta, lista para abrir la puerta y salir de allí, pero su mano quedó inmóvil en el aire cuando un grito desgarrador rasgó el silencio de la noche. Sus ojos fueron hasta Niobe, que le devolvió la mirada horrorizada. ¿Qué había sido eso?

—Salgamos de aquí —resolvió, en tono urgente—. Ya.

Abrió la puerta sin esperar respuesta. Las hermanas la siguieron y el trío echó a correr por el pasillo. Alguna que otra puerta se abrió y mediante gritos intentaron que pararan. Ninguna se detuvo. «¿Qué está pasando?», pensó Caire angustiada. Algo debía haber ido mal, porque si no...

El estruendo de las campanas la asustó más. Estaban dando la alarma. Aceleró el paso para llegar a la escalera de los criados. Una vez estuvieran en ésta, podrían descender hasta la planta más baja y llegar con facilidad a los establos. Si se daban prisa, llegarían sin problema.

Pero no tuvieron tanta suerte. Caire supo que no había otra que desenvainar su espada cuando vio a un soldado telmarino aparecer en mitad del pasillo y, con un grito, dirigirse directamente hacia ellas.

Le sucedió como cuando peleaba contra Malika. Antes de darse cuenta, sujetaba la empuñadura de Inanna y rasgaba el aire con la hoja, que dejó escapar un estruendo al chocar contra la del telmarino.

—¡Corred vosotras! —gritó a Niobe, sin girarse siquiera. El soldado dio una estocada y Caire la bloqueó—. ¡Ya!

Empujó al hombre contra la pared para dar a las hermanas tiempo. Hubiera querido aprovechar el momento para correr tras ellas, pero su adversario se abalanzó nuevamente contra ella tan pronto su espada retrocedió unos centímetros.

Frunciendo el ceño, Caire la giró, tratando de alcanzar al hombre en la muñeca. No obstante, éste aprovechó aquel movimiento para golpearle con la empuñadura en el estómago, dejándola sin aliento unos instantes.

Sintió cómo perdía el equilibrio ante otro golpe y levantó a Inanna antes de caer para bloquear una nueva estocada que a punto había estado de rebanarle el cuello. Con la espalda contra la piedra, Caire mantuvo la hoja a pocos centímetros de su rostro, tratando de hacer retroceder al soldado para tener oportunidad de ponerse en pie. Pero éste ejercía demasiada fuerza sobre ella y, desde el suelo, poco podía hacer Caire.

Apretando los dientes, obsequió al hombre con un rodillazo en la entrepierna que le hizo soltar un aullido y retroceder. Caire rodó por el suelo y se puso en pie a toda prisa, lanzándose nuevamente contra el telmarino, que aún no se había recuperado. Caire le golpeó en la cabeza con la empuñadura de Inanna y le vio desplomarse a sus pies.

Jadeante, dirigió una mirada al pasillo por donde había venido. Un pequeño grupo de nobles en pijama la observaba horrorizados. Caire dio media vuelta y echó a correr hacia la escalera de servicio.

Tan pronto la alcanzó, descendió los peldaños de dos en dos. Más de una vez estuvo a punto de caer, pero no bajó el ritmo. Sentía el corazón latiendo tan fuerte que temía que se le saliera del pecho. Fuera lo que fuera, algo había ido mal. Tenía que descubrir hasta qué punto el plan había fallado.

Alcanzó la planta baja y descubrió que no tenía idea de dónde estaban los establos. Esperando que Niobe y Avice hubieran llegado a salvo hasta ellos, eligió una dirección al azar y se aventuró en los oscuros y desconocidos pasillos.

Se escuchaba un ruido horrible proveniente del exterior, uno que Caire no sabría describir con claridad, pero que supo identificar como el fragor de una batalla. El entrechocar de espadas, los gritos, las flechas rasgando el aire. Fuera estaba disputándose una lucha intensa.

Sus ojos localizaron una puerta al exterior. Caire tragó saliva, con el corazón acelerado. ¿Iba a hacerlo? ¿Ella, metiéndose voluntariamente en algo así? Le costaba creerlo. No podía hacerlo. Siempre había sido de carácter más bien tranquilo, jamás tomaba riesgos. Su madre alguna que otra vez comentaba que pensaba demasiado en todo lo que podía salir mal, pero así era ella. No podía evitarlo. Y demasiadas cosas podrían salir mal si salía allí fuera.

«Tienes que atreverte a lanzarte alguna vez», le dijo una vez su madre, cuando ella aún era pequeña y le daba miedo jugar con la tirolina del parque infantil. Caire frunció el ceño. No, no había sido su madre quien le había dicho eso. Había sido ella misma quien se lo había...

El corazón le dio un vuelco. A Almira. Se lo había dicho a Almira hacía ya demasiado tiempo. Cuando le enseñaba a luchar, cuando le ayudaba a convertirse en la reina que luego fue. Cuando ella era la Suma Monarca Caire, no simplemente Caire Benedict.

Apretó los dedos en torno a la empuñadura de Inanna. Almira la había usado en numerosas ocasiones. Siempre había dicho que era su espada favorita, aunque también tomaba prestada a Rhindon en ocasiones.

Le dolía el corazón. Los recuerdos no paraban de llegar. Almira entrenando con Peter, mientras Caire les observaba con una sonrisa. Almira despidiéndoles antes de una batalla, con rostro tenso y ojos preocupados. La primera vez que le habían regalado una espada. La promesa de Peter de nombrarla caballero y que nunca había podido cumplir, porque se habían marchado antes...

Caire inspiró hondo y cerró los ojos, formando en su memoria el rostro de aquella niña que le había cambiado la vida. Almira, la Amada. No se le ocurría un mejor nombre para ella. Le había abandonado. No volvería a verla jamás. Pero ¿y si ella estuviera observándola en ese momento, viéndola incapaz de enfrentarse a la batalla?

Ella ya había estado en situaciones así antes. Lo sabía, aunque no lo recordara. Su cuerpo conocía la sensación de perderse en medio de la lucha, de blandir su espada, su única protección, su fiel compañera.

¿Y si algo les había pasado a los demás? ¿Estarían Peter, Susan, Caspian, Malika heridos? No podía quedarse allí y esperar a descubrirlo. Tenía que salir. El ejército que estaba allí fuera también había venido siguiéndola a ella. Eran sus soldados. No podía dejarles solos en la batalla. Inspiró hondo. Había sobrevivido a infinidad de situaciones así. Podía volver a hacerlo.

—Almira —susurró, como si aquel nombre fuera una oración que le diera fuerzas. Apretó con más fuerza la empuñadura y tragó saliva.

Y salió, viéndose envuelta de lleno en el caos de la batalla. Un telmarino se abalanzó sobre ella y Caire lo rechazó de un único golpe. Sus ojos buscaron a Peter o Susan sin demasiado éxito. Apretó la mandíbula cuando otro soldado se interpuso en su camino.

Esta vez, su cuerpo no actuó por instinto: fue ella misma la que dirigió el golpe, la que rechazó las estocadas, la que abatió al adversario. Porque sabía lo que hacía. Lo había hecho cientos de veces antes, puede que miles.

Su mano izquierda fue a la pequeña bolsa de cuero donde llevaba guardado su espejo. Lo sostuvo con firmeza y se concentró tan solo un instante. Elinor le había dicho ya qué hacía, pero no se había animado a usarlo aún. Era el momento.

En un parpadeo, había una docena de réplicas idénticas a ella rodeando en círculo a un grupo de soldados. Algunos gritaron, otros dijeron «¡Brujería!». Caire sonrió, su mano firmemente apretada en torno a Espejismo. Aprovechando el desconcierto de los soldados, pudo derribar a tres, mientras sus copias se movían a un mismo tiempo y les confundían al tratar de atacarlas, atravesándolas sin ningún éxito.

Caire logró abrirse paso con una facilidad con la que jamás hubiera soñado. Algunos narnianos vitoreaban cuando ella o alguna de sus ilusiones pasaba a su lado. Aquello solo hacía a Caire doblegar sus fuerzas.

Escuchó un grito familiar y se volvió a toda prisa hacia Susan, que había sido arrinconada contra el muro por dos soldados. Cambiando bruscamente el rumbo, Caire corrió en su dirección, pero alguien llegó antes que ella.

Malika se abalanzó sobre los telmarinos con una velocidad admirable. Su cimitarra abatió a ambos en unos pocos segundos. Para cuando Caire llegó, ya no había nada que hacer. Susan, jadeante desde el suelo, contemplaba a Malika con la boca entreabierta.

—Gra-gracias —tartamudeó. Malika asintió y le tendió la mano para ayudarle a ponerse en pie. Susan se la asió al momento.

—¿Cómo vais? —preguntó Caire, dirigiendo una mirada angustiada al patio donde los dos ejércitos se enfrentaban—. ¿Y Peter y Caspian?

—No lo sabemos —susurró Malika—. Esto es un caos.

—Odio esto —susurró Susan, muy pálida. Caire la miró con preocupación. «Susan jamás participa en las batallas.»

Los ojos de la Prudente recorrieron el patio. Los arqueros se disponían a disparar desde las almenas. Los narnianos caían. Apretó la mandíbula y con frío horror comprendió:

—No vamos a ganar.

Un ruido la puso alerta. Su mirada fue hasta la verja y vio con horror cómo caía a toda velocidad. Los estaban encerrando. Iban a masacrarlos. No habría escapatoria posible.

—Malika —dijo, sin volverse—, sácala de aquí. Ya.

Corrió hacia la verja sin mirar atrás. Uno de los minotauros, que ahora la mantenía levantada con esfuerzo, cargándola sobre sus hombros. Era evidente que no resistiría mucho: podía ver en sus movimientos el dolor que aquello le estaba acarreando. Caire se volvió para interceptar a los dos telmarinos que trataban de atacar a la criatura. Buscó a Peter con mirada frenética. Tenía que dar la orden. Tenían que salir de allí. Pero no le encontraba.

Entonces, Caire recordó que ella también era Suma Monarca y no dudó un instante más.

—¡REPLEGAOS! —gritó, con toda la fuerza de sus pulmones. Le sorprendió el sonido de su voz. Autoritaria y severa—. ¡RETIRADA!

Corrió nuevamente hacia el centro del patio, gritando las mismas instrucciones. Tenían que sacar de allí con vida a tantos como pudieran.

—¡Replegaos! —escuchó entonces gritar a una voz conocida y, al levantar los ojos, vio a Peter corriendo hacia ella—. ¡Vamos, marchaos! ¡Salid de aquí!

—¡Malika tiene a Susan! —le dijo Caire, abatiendo a un soldado—. ¡Le he dicho que la saque de aquí! ¡Tenemos que encontrar a Caspian!

Le picaban los ojos y la garganta. Peter logró alcanzarla y, espalda contra espalda, continuaron en la tarea de mantener a raya a los telmarinos al tiempo que seguían gritando a sus tropas que se retiraran.

Los Sumos Monarcas serían los últimos en emprender la huida. Si su ejército no lo lograba, caerían con ellos.

Caire soltó un alarido cuando un soldado la golpeó en la mejilla con la empuñadura. El impacto le hizo caer al suelo, dolorida y desorientada. Tuvo los reflejos suficientes como para levantar a Inanna, mientras sentía el sabor metálico de la sangre estallar en su boca.

Peter se abalanzó contra el hombre, derribándole a los pocos segundos. Jadeante, ofreció una mano a Caire y tiró de ella para levantarla. Ambos intercambiaron una mirada aterrada. No iban a salir de allí. Aquello resultaba evidente.

—Vamos a morir, ¿no es así? —susurró Caire.

Peter apretó la mandíbula y apretó con fuerza la mano que aún tenían unida.

—Pienso sacarte de aquí con vida —dijo en tono grave—. Es una promesa.

La mirada de Caire fue al balcón más alto, desde donde el que suponía que debía ser Miraz observaba la batalla. Otro hombre le acompañaba y mantenía una mano levantada. Con un escalofrío, comprendió que las flechas de los arqueros les abatirían tan pronto como aquel bajara la mano.

—¡Retirada! —volvió a gritar, con una nota de pánico en la voz—. ¡Vamos, hay que salir de aquí!

—¡Caire! —avisó Peter.

Caspian se dirigía a ellos a lomos de un caballo, seguido por Niobe y Avice sobre otro y un anciano que cabalgaba un tercero. Había un corcel más sin jinete y Caire supo que aquel era su billete de ida.

—¡Sube! —le urgió Peter.

Caire colocó el pie izquierdo en el estribo y se impulsó hacia arriba, pasando la pierna derecha sobre el lomo del caballo como si lo hubiera hecho infinidad de veces antes. Porque había sido así.

Sintió la reconfortante presencia de Peter a su espalda. Espoleó el caballo, al tiempo que veía una flecha atravesar el cielo. Un grito de horror se le quedó atascado en la garganta al ver que alcanzaba al minotauro que trataba por todos los medios de mantener la verja levantada.

Las saetas comenzaron a caer sobre ellos. Caire se inclinó sobre el cuello del caballo, aterrada. Volvió a gritar a sus tropas, pero algo le decía que no lograría sacar a todos de allí. Quiso detenerse, quiso dar media vuelta y permanecer allí hasta que todos salieran.

Era su deber. Ella era la Suma Monarca. Eran sus soldados. No podía abandonarles allí, no podía dejarles a merced de los telmarinos.

—Peter —llamó, con voz ahogada—. No podemos marcharnos.

Acababan de atravesar la verja. Aún quedaban muchos a sus espaldas. Si no salían todos...

Un estruendo le puso la piel de gallina. Caire hizo al caballo girar con tal brusquedad que casi acaba derribándose a sí misma y a Peter. Sus ojos contemplaron con horror al valiente minotauro desplomado en el suelo, con la verja aplastándole. No había escapatoria posible para los que habían quedado atrapados dentro. Se cubrió la boca con la mano, horrorizada, al tiempo que escuchaba a Peter susurrar un «¡No!». Los narnianos se apelotonaron contra la verja, viendo cómo su única posibilidad de escape se desvanecía ante sus ojos.

—¡Corred!

—¡Salvaos vosotros!

—¡Salid de aquí!

Pero Caire no podía moverse. El aire se le había quedado atrapado en la garganta. Su mano buscó instintivamente la de Peter y la apretó con fuerza, al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. Las flechas caían sobre los narnianos, que ya aceptaban su destino. A Caire se le escapó un sollozo.

—¡Peter, Caire! —escucharon gritar a Caspian a su espalda—. ¡El puente!

Lo estaban levantando otra vez. Tenían que moverse o quedarían atrapados. Pero una parte de Caire deseaba quedarse allí, junto a sus soldados. No podía dejarles caer solos. No podía...

—Cay —le susurró Peter, con voz rota. Había rodeado su cintura con los brazos y ahora sostenía sus manos entre las suyas—. Tenemos que irnos.

—No quiero dejarles —sollozó ella. No sabía desde cuándo sentía aquel grado de responsabilidad hacia ellos, pero sí sentía hasta qué punto el estar siendo testigo de cómo caían estaba perforándole el pecho como una herida de espada—. No podemos, Peter.

—Lo sé —respondió él en el mismo tono. Con infinita delicadeza, la sostuvo mientras guiaba al caballo y le hacía dar la vuelta.

Tuvieron que saltar el puente para reunirse con los sobrevivientes, pero llegaron sanos y salvos al otro lado. Caire agachó la cabeza, sollozante. Peter le acarició el brazo con manos temblorosas.

—Cay...

Pero ella no respondió. Sentía casi asfixia. Pensó en todas las maneras en las que podría haber evitado aquello. Si se hubiera atrevido a levantar la voz en aquella reunión en el Altozano. Si hubiera decidido acompañar a Peter y los demás a los aposentos de Miraz, en lugar de ir con Niobe a por Avice. Si hubiera llegado antes a la batalla y hubiera podido ver antes su gravedad. Si hubiera decidido antes gritar a la retirada. Si, si, si...

Si recordara, puede que hubiera sabido cómo acabaría todo mucho antes.

Apoyó la espalda en el pecho de Peter, aún con las mejillas húmedas de lágrimas. Cerraban la marcha. Podía ver a Susan y Malika a lomos de un centauro más adelante, con Caspian, Niobe y Avice detrás. Se volvió al escuchar el grito de un grifo y vio a Edmund y Elinor justo tras ellos.

—Quiero volver a casa —susurró Caire—. No quiero esto. Nunca lo quise. No necesitaba todos esos recuerdos, ni tampoco esto.

Peter soltó un hondo suspiro. Al cabo de unos instantes, depositó un beso sobre su coronilla que la hizo estremecerse hasta lo más hondo.

—Lo siento mucho, Caire —susurró—. Es mi culpa. Lo siento.

Ya se había apoyado en él antes, cuando el recuerdo de Almira resurgió de la nada y creyó que el dolor podría con ella. En ese momento, llorando la pérdida de soldados que nunca deberían haber caído, Caire dejó que las caricias de Peter le sirvieran de algún tipo de consuelo, mientras las lágrimas aún caían por sus mejillas y una terrible verdad caía sobre ella.

Era la Suma Monarca, para bien y para mal. Ya no solo porque todos la vieran así, sino porque ella lo sentía en ese momento. Se había sabido cabeza del ejército y ahora lloraba la pérdida de los soldados que había tenido bajo su mando.

No recordaba todo, pero sabía aquello. Lo sabía con una intensidad que quitaba el aliento. Y solo Peter comprendía aquello.

—Ahora sé lo que es —murmuró—. Ser Suma Monarca. Lo sé.

Se volvió a mirarle, con cierto esfuerzo debido a la posición. Cuando sus ojos encontraron los azules de él, los vieron cargados del mismo dolor y arrepentimiento que la carcomían a ella. Peter levantó la mano y le secó cuidadosamente las lágrimas.

—Creo que se nos daba mejor serlo cuando lo hacíamos juntos —susurró él, con voz rota.

Caire devolvió la mirada al frente y agachó la cabeza. Peter estaba en lo correcto, estaba segura de ello. Si tan solo pudiera recordar...

—Quiero mi memoria, Peter —susurró—. La quiero de vuelta.

No hubo respuesta a aquello más que un suspiro. Caire volvió a apoyarse contra su pecho y cerró los ojos mientras dejaba que Peter llevara al caballo. Tenía que haber un modo de solucionar aquello. Tenía que existir una solución.

«Por favor, Aslan —se encontró rogando—. Por favor, cambia esto. Haz que pueda recordar. Por favor, por favor.»

No le vino un fogonazo de memorias súbitamente. No se volvió a Peter gritando que ahora recordaba todo. No recibió respuesta alguna. Simplemente, silencio, olvido y dolor.


















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