
11. Caer contigo
Undécimo capítulo.
CAER CONTIGO
➶ ❁۪ 。˚ ✧
❝ todo estará bien, elle ❞
Había llegado a creer que Caire jamás recordaría a Almira y, ahora que lo había hecho, a Elinor se le partía el corazón ver su expresión destrozada.
Todos ellos habían amado a la niña. Elinor había sido quien le había enseñado a montar a caballo y a pelear con dos espadas. Pero sabía que no podía compararse a lo que Caire y Almira compartían.
Trataba de no pensar demasiado en todo ello. En todos los amigos que habían dejado atrás. Había puesto todo su esfuerzo en que los otros recordaran y, aprovechando aquello, había logrado dejar a un lado sus propios recuerdos del reinado. Pero ahora que habían regresado las memorias de Almira, Elinor ya no podía parar de pensar en ella, ni en todos los demás.
—¿Estáis bien, Majestad?
Elinor se obligó a tomar aire y dirigirle un solo asentimiento a Malika. La calormena vaciló.
—¿Estáis...? ¿Estáis segura?
—Claro. —La voz se le rompió y la Tenaz volvió a tomar aire—. Solo quiero que esto acabe de una vez.
—Estoy convencida, Majestad, de que los otros reyes recordarán pronto —trató de consolarla Malika, avanzando hacia ella con expresión tranquilizadora—. Sé que no debe ser fácil, pero...
Elinor inspiró lentamente. Sentía los músculos de la garganta tan tensos que hasta le hacían daño. Ya se había colocado la cota de malla. Sus sables colgaban de su cintura y su cabello estaba pulcramente trenzado. El corazón le latía a toda velocidad. La cabeza le dolía horrores.
—Desearía no habernos marchado jamás. —Cada palabra le salía con esfuerzo—. O haber olvidado yo también, al menos. No quería volver esta manera. Estuve extrañándoles por más de un año... Solo para que ellos ni siquiera supieran mi nombre. Nada, yo...
La mano de Malika sobre la suya le hizo volverse hacia la muchacha, con los ojos muy abiertos. Le picaban, advirtiéndole de que las lágrimas estaban cerca. Pero no podía llorar. No antes del asalto, no cuando todos los narnianos estarían observándola a cada paso. No podía...
—Majestad —dijo la calormena, muy despacio—, los recuerdos están regresando. Vos misma lo habéis visto. Van a recordar todo de nuevo. Va a arreglarse.
Lo sabía, tal y como Malika decía. ¿Por qué, entonces, se sentía tan desesperanzada? ¿Tan absolutamente sola?
—¿Elinor?
La voz de Susan le hizo erguirse al momento, pero no lo suficiente como para que la Benévola, que llegaba acompañada de Niobe, no advirtiera lo que sucedía. Avanzó hasta ella a toda prisa. Malika retrocedió, permitiendo a Susan abrazar entonces a la Tenaz, que se quedó tan sorprendida que permaneció completamente inmóvil durante varios segundos.
—Susan, estoy bien —musitó.
—No lo parecía —respondió ésta, intercambiando una rápida mirada con Malika. Susan rompió el abrazo, pero se quedó frente a Elinor, examinando con atención su rostro—. ¿Qué es?
—Malika —llamó entonces Niobe, desde la puerta, pero Elinor la detuvo con un gesto.
—No, no os vayáis —pidió—. No es nada. Solo estoy cansada y melancólica, pero no es el momento y soy plenamente consciente de ello. Debemos centrarnos en la batalla. Lo demás no importa. No... —Sus ojos fueron hasta la vestimenta de Susan y Elinor ahogó un grito de sorpresa, olvidando en tan solo un instante todo lo referente a sus lágrimas a duras penas contenidas—. ¡Susan, no me digas que...!
La Benévola tragó saliva despacio y asintió. Vestía una cota de malla, con el cabello recogido y el arco y carcaj colgados al hombro. Elinor no daba crédito.
—¡Ni hablar! —exclamó al momento, aún incrédula—. ¡Susan! ¡Siempre te ha...! ¡No puedes ir!
Ésta levantó la barbilla, con expresión obstinada pese a su claro nerviosismo. Elinor supo entonces que no iba a ceder.
—He recibido entrenamiento durante años y años. Que las batallas me repugnen no significa que no sea capaz de luchar en una. —Su mirada era severa y triste. Elinor se preguntó si el recuerdo de Almira tenía algo que ver con la decisión de Susan—. Puedo ir y lo haré.
—Susan...
—Sabes que no hay más que discutir, Elle.
Elinor dejó caer los hombros.
—Por desgracia, lo sé —susurró.
En sus quince años de reinado, Susan jamás se había visto envuelta en una batalla. Todos ellos habían respetado aquello, Elinor lo había admirado incluso. El título de «la Benévola» no le había sido dado por casualidad.
Susan le secó una lágrima con una sonrisa trémula. Elinor seguía mirándola, incrédula.
—Confía en mí, Elle —le pidió.
—Confío en ti, Su —respondió, en tono amargo—. Pero sé también cuán detestable va a ser todo para ti. Desearía poder ahorrártelo.
—Estaré bien —le aseguró Susan, tomándola de la mano—. Te lo prometo, Elle. Iré con Peter y Caire. No pasará nada.
Elinor se tragó una réplica, pero su desconformidad estaba escrita en su cara. Susan suspiró.
—¿Y tú? ¿Estarás bien? —preguntó la Benévola.
—Claro —masculló ella—. No es como si no hubiera estado en batallas...
—No me refiero a eso —cortó Susan, ladeando la cabeza. Elinor suspiró, dirigiendo una mirada a Malika y Niobe.
—Estoy bien, Susan. Te lo digo de verdad.
Ésta soltó un bufido despectivo.
—Eres demasiado cabezota para tu propio bien.
Elinor parpadeó sorprendida. Aquella frase había sido muy típica durante sus años en Narnia. Susan siempre le echaba en cara su tozudez. Fue aquel recuerdo lo que le hizo esbozar una débil sonrisa.
—Sí, eso he oído.
Ambas intercambiaron una mirada cómplice y Elinor tuvo la seguridad de que la Benévola estaba empezando a recordar. Sintió el corazón más ligero, al tiempo que asentía.
Un grito les alertó de que ya estaban preparándose para marchar. Con un nudo en la garganta, Elinor se volvió hacia Malika y Niobe.
—¿Vamos? —propuso, con voz débil.
Ambas asintieron al momento.
Elinor trataba por todos los medios por tratar de mantener sus nervios a raya, pero no hacía más que cerrar y abrir sus manos constantemente sobre las empuñaduras de sus sables, señal de su inquietud.
Respiraba despacio, mientras las garras del grifo la mantenían firmemente sujeta. El plan no era complicado. Conocían lo suficiente del castillo como para saberlo. Podía salir bien. Tenía que salir bien.
Escuchaba la respiración de Edmund en medio del silencio de la noche, únicamente roto por el sonido de las alas de los grifos. Le hubiera gustado encontrar consuelo en la presencia del Justo, pero se le hacía difícil, en especial cada vez que recordaba que ahora tanto su anillo como el de ella colgaban de la cadena que llevaba al cuello.
Le había pedido que se lo cuidara hasta que recordara. ¿Y si no lo hacía nunca? Tendría que quedárselo, un recuerdo de que aquello había acabado definitivamente, de que no había cabida para más esperanza. Elinor no podía soportar esa idea.
Los grifos descendieron y la Tenaz se obligó a concentrarse en el plan. El objetivo de ambos era dejar fuera del combate al vigía. Una vez supieran que este no podría dar la alarma, el resto del plan seguiría su curso.
Los grifos bajaron en silencio hasta la torre de vigilancia. Elinor y Edmund se sujetaron a las tejas del torreón con el máximo cuidado, manteniéndose ocultos de la vista del soldado. Aguardando al momento idóneo, Elinor asomó la cabeza con precaución y hizo una rápida seña a uno de los grifos tan pronto como el enemigo se dio la vuelta.
Las garras de la criatura se llevaron al soldado sin que éste tuviera tiempo de dejar escapar ni un grito. Elinor y Edmund se dejaron caer al suelo de piedra de lo más alto de la torre. Intercambiaron un asentimiento y, mientras los grifos se marchaban con el desdichado telmarino, Edmund se dirigió hacia las almenas, linterna en mano, y dio la señal.
—Ya está —susurró Elinor—. Queda esperar.
Eran otros los que se ocuparían de internarse en el castillo y librarse de los guardias, antes de que su ejército en pleno atacara. Elinor había considerado excesivo enviar a dos a ocuparse de aquella tarea, pero no había habido mucho que discutir, en especial cuando Peter había creído que lo más prudente era no enviar a ninguno solo.
Sus ojos recorrieron sus alrededores mientras Edmund encendía y apagaba la linterna una y otra vez. Un sonido llamó su atención y, al asomarse entre dos almenas, vio a un soldado telmarino apuntando con su ballesta a Edmund.
Tomándolo del brazo, tiró de él con brusquedad hacia atrás, casi haciéndole perder el equilibrio. Antes de que él pudiera emitir un sonido de protesta, el proyectil atravesó el lugar donde su cabeza había estado segundos antes.
Indicándole que permaneciera atrás, Elinor se asomó con precaución de nuevo, viendo cómo el soldado era derribado por Peter, que acababa de descender de su grifo. Le seguían Susan, Caspian y Trumpkin. Mirando en dirección opuesta, vio a Caire, Malika y Niobe haciendo lo propio.
—Gracias —escuchó susurrar a Edmund.
Elinor se volvió a mirarle y asintió una sola vez.
—No ha sido nada —respondió y tras ello añadió—: Los demás ya han bajado. Van a entrar.
—De acuerdo. Toca esperar.
—Eso me temo —susurró Elinor.
El silencio cayó entre ambos y ninguno trató de romperlo. Edmund se colocó cerca de Elinor, también vigilante ante cualquier suceso que ocurriera en el castillo. Elinor trató de calcular cuánto tiempo podrían tardar los demás en llegar hasta Miraz. Tenían que esperar a su señal para alertar al resto del ejército.
Un sonido repetitivo le hizo fruncir el ceño y volverse hacia Edmund, que estaba entreteniéndose haciendo girar la linterna en su mano.
—¿Qué? —preguntó él.
—Es casi peor que si estuvieras silbando —respondió, molesta.
—No es para tanto —bufó Edmund.
Elinor dejó escapar un sonido desdeñoso y de volvió nuevamente, tratando de ignorar tanto el ruido como la presencia del Justo.
—Estás nerviosa, ¿no es así? —cuestionó Edmund. Elinor contuvo un suspiro.
—No.
—Estás mintiendo —casi se burló él—. No puedes dejar de tocar tus sables, eso solo lo haces cuando...
La voz le murió. Elinor se volvió hacia él, intrigada. Edmund fruncía el ceño.
—Vaya —masculló—. Eso ha sido raro.
Elinor suspiró.
—Has recordado algo —aventuró, aunque le sorprendió lo resignada que salió su voz.
—Sí —asintió Edmund, sin apartar la mirada de ella.
Elinor desvió los ojos. Edmund tenía razón, era incapaz de dejar las manos quietas. El tacto de las empuñaduras le tranquilizaba en cierta medida, pero no tanto como le gustaría. Antes, cuando aquello le pasaba, Edmund siempre sabía calmarla, pero ahora...
Su cuerpo entero se tensó cuando sintió unas manos colocarse sobre las suyas, apartándoselas de las empuñaduras con delicadeza. Se volvió hacia Edmund bruscamente y le vio con una expresión extraña en el rostro. Durante unos segundos, permanecieron en silencio, con las manos entrelazadas. Edmund no había soltado la linterna, de modo que notaba el tacto del metal además del de él. Tragó saliva, nerviosa.
—Yo... —dijo Edmund entonces, casi sorprendido—. No sé... Ha sido un impulso, no entiendo...
—Siempre hacías esto antes —masculló ella, sin poder moverse apenas. Le daba miedo hablar más alto y romper el hechizo. Sus manos, cómo la estaba mirando... Casi parecía que nada había pasado—. Cuando yo estaba nerviosa. Siempre.
Edmund la contempló tan fijamente que casi asustaba. Sus ojos oscuros no se apartaron de los suyos, mientras trataba de encontrar lo mejor para decir.
—Puede que estemos más cerca de recordar —aventuró finalmente.
El uso del plural disgustó a Elinor un poco más de lo que hubiera debido. La Tenaz asintió una única vez.
—Solo debéis hacer un último esfuerzo —susurró—. Sé que sois capaces de recordar.
—Me maravilla que no te hayas dado por vencida —admitió él.
—No creas que no lo he pensado —confesó amargamente Elinor.
Se contemplaron unos segundos más. Ninguno se movía. Vio a Edmund abrir la boca, pero fuera lo que fuera que pensara decir, nunca fue pronunciado. Un agudo grito hizo a ambos pegar un bote y separarse con brusquedad, con tan mala suerte que la linterna voló de sus manos y cayó por el hueco entre las almenas.
Ambos se asomaron al instante, asustados. Vieron el instrumento golpear el suelo del nivel inferior de la torre. Elinor masculló una maldición entre dientes. El sonido de la linterna al estrellarse alertó a un soldado, que salió del interior de la torre.
Edmund y ella corrieron al interior, descendiendo con cuidado las escaleras, llegando a un hueco más próximo a la altura donde estaba el soldado, que se había inclinado a tomar la linterna. Intercambiaron una mirada de aprensión.
El hombre, desconociendo por completo la finalidad del instrumento, la encendió accidentalmente, deslumbrándose e iluminando a su espalda. Edmund hizo retroceder a Elinor cuando el haz de luz casi les alcanzó. Un estruendo de campanas se escuchó en ese instante. Elinor tragó saliva. Primero el grito y ahora eso. ¿Qué estaba sucediendo?
Antes de que se diera cuenta, Edmund se lanzaba de un salto contra el soldado. Elinor le siguió sin dudar, desenvainando sus sables tan pronto pisó el suelo. Dos soldados más aparecieron, para su consternación. Se volvió hacia ellos, dejando a Edmund enfrentarse a solas con el tercero, al que se le había caído la linterna, aún encendida.
Elinor logró derribar de un mandoble a uno de los telmarinos, pero el otro no le daba tregua. La obligó a retroceder contra una de las almenas, peligrosamente cerca del hueco que las separaba. Apretando los dientes, trató de detener las estocadas del hombre con uno de sus sables.
—¡Ahora, Ed, Elle, corred! —escuchó gritar a Peter desde el patio—. ¡Avisad a las tropas!
—¡Estamos un poquito ocupados! —respondió Edmund, que se encontraba en una posición similar a la de Elinor.
Con su otro sable, ésta se las ingenió para alcanzar la rodilla del telmarino, que dejó escapar un grito y apartó su espada lo suficiente como para que Elinor le golpeara con la empuñadura en el rostro, dejándole inconsciente. Se volvió hacia Edmund, dispuesta a socorrerle, justo cuando éste empleaba la linterna para dejar a su adversario en el mismo estado que los otros dos que ya yacían en el suelo.
—Oh, no —le escuchó decir. La mirada de Elinor se dirigió a la linterna, ahora apagada y que, aunque Edmund lo intentara, no encendía.
Miró al patio, donde los telmarinos aparecían armados y gritando. Habían dado la voz de alarma. Junto a la verja, Peter, Susan, Caspian y Malika trataban de bajar el puente.
—Venga, venga —decía Edmund, dándole golpes desesperadamente a la linterna.
—Maldita sea —masculló Elinor, avanzando hacia él a zancadas.
Le arrebató la linterna y le propinó un fuerte golpe contra la palma de su mano izquierda. La luz se encendió y Elinor se la devolvió al momento para que diera la señal.
—No ha estado mal —le dijo eso, aún con rostro tenso, mientras avisaba a las tropas.
—He decidido que la fuerza valía más que la maña por una vez —respondió ella entre dientes. Miró con preocupación al patio, donde los soldados ya iban a abalanzarse contra sus amigos—. Espero que se den prisa.
—Yo también —susurró Edmund.
Por fortuna, así fue. Elinor soltó un suspiro de alivio al ver aparecer al ejército en pleno, atravesando el puente y lanzándose contra los calormenos.
—¡Por Narnia! —gritó Peter, con Rhindon en alto.
—Atenta —avisó Edmund, haciéndole un gesto para que le siguiera.
Elinor fue tras él sin dudar. Ambos se encamararon a un tejado cercano, asomándose a las almenas que rodeaban el patio. Los gritos y ruidos que provenían de éste hacían encogerse el corazón de Elinor. Los telmarinos se habían puesto en posición, con las ballestas apuntadas hacia el interior del patio.
—¡Espe...! —gritó, al ver a Edmund lanzándose contra uno de ellos, que había apuntado directamente a Peter.
Edmund golpeó al soldado por la espalda, derribándole y haciéndole caer al patio mientras soltaba un fuerte grito. Elinor apenas tardó un segundo en seguirle, con el corazón martilleándole con fuerza, al tiempo que escuchaba a Peter gritar «¡Ed!».
Elinor tomó a Edmund de la mano y tiró de él, echando a correr juntos mientras los otros telmarinos se volvían hacia ellos, con las ballestas cargadas y listos para volverlas contra ambos.
Atravesaron una puerta y se tiraron al suelo, tratando de cubrirse. Edmund la cerró de una patada, en el mismo instante en que Elinor soltaba un chillido: uno de los proyectiles le había alcanzado en el hombro derecho.
—¡Elle! —escuchó gritar a Edmund. La Tenaz cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza, tratando de hacer frente al dolor. No tenían tiempo para quedarse allí.
—Ayúdame a ponerme en pie —pidió con voz ahogada. Tenían que salir de allí—. Rápido.
Edmund, que había bloqueado la puerta con su espada, se apresuró a obedecer. Los gritos y golpes de los telmarinos se oían al otro lado de la hoja. Elinor se contempló el brazo y, sin muchos miramientos, se arrancó el asta, dejando escapar un grito de dolor.
—Vamos —dijo, dejándola caer al suelo. Miró a Edmund con ojos llorosos—. Ya.
No se apartó de su lado mientras corrían. Subieron a toda prisa las escaleras de la torre, saliendo por la primera puerta que encontraron. Salieron al exterior y Edmund la bloqueó de nuevo, esta vez usando la linterna. Elinor se apoyó contra una de las almenas, sosteniendo la mano izquierda contra su herida. Notaba la sangre, caliente y viscosa, manchándole. Se estremeció.
—Tienes que vendarte eso —masculló Edmund, pero ninguno tenía nada con lo que hacerlo.
—Preocúpate por cómo salimos de aquí —replicó Elinor y, al volverse, se sintió palidecer—. Ed...
Éste se asomó hacia abajo y se volvió hacia ella con pánico en los ojos. La torre en la que estaban daba al exterior del castillo. Bajo ellos, la montaña caía, escarpada e increíblemente alta. Se matarían si trataban de bajar por ahí.
Los golpes contra la puerta les hicieron volverse a ésta, asustados. Edmund se colocó frente a Elinor, mirando hacia el vacío bajo ellos con angustia. La puerta dejó escapar un horrible crujido. Estaban tratando de derribarla. Elinor se sintió desfallecer. ¿Qué iban a hacer?
Más crujidos. Edmund la ocultó tras él con más empeño. Vieron las grietas aparecer en la madera y, de un momento a otro, los telmarinos llenaban el lugar, con las espadas en alto y vueltas hacia ellos. Elinor soltó un quejido de dolor y terror a un mismo tiempo.
Edmund se volvió a mirarla un instante y, de pronto, vio una chispa de alivio aparecer en sus ojos. La sonrisa que esbozó la desconcertó. Entonces, sin previo aviso, Edmund se volvió hacia ella y, rodeándola con sus brazos, hizo a ambos abalanzarse al vacío.
Elinor ni siquiera tuvo tiempo de chillar. Estaban cayendo a toda velocidad. Edmund la abrazó con fuerza. Entonces, antes de darse cuenta, impactaron contra algo peludo y caliente y los brazos de Edmund la mantuvieron tumbada boca arriba sobre el lomo del grifo.
—¿Puedes darte la vuelta? —preguntó con voz ahogada.
Elinor le contempló, inclinado sobre ella. Tragó saliva. Estaba muy cerca. Tanto que dolía. Asintió una sola vez, mientras se giraba con cuidado de no arrancar ninguna pluma al grifo. Se sentó, dejando espacio a Edmund para que hiciera lo mismo. Sus manos alrededor de su cintura le provocaron un escalofrío.
—¿Te duele mucho? —le preguntó Edmund desde atrás. Elinor apretó los dientes.
—Puedo soportarlo —aseguró.
—Vamos a ver cómo van los otros —masculló Edmund—. En cuanto podamos, te sacaremos de aquí.
—Está bien —susurró ella.
Lo que presenciaron al sobrevolar el patio fue la más absoluta de las tragedias. Elinor ahogó un sollozo al ver a decenas de narnianos derribados en el suelo, con flechas sobresaliendo de sus cuerpos. No era posible. No quería creer que lo fuera.
Habían fracasado y, por ello, habían perdido a demasiados buenos soldados. Sintió el picor de las lágrimas y, antes de darse cuenta, éstas ya caían por sus mejillas. Inclinó la cabeza y, a pesar de lo sucedido en los últimos días, se encontró susurrándole una oración a Aslan por todos los que habían caído.
Juraría que Edmund se aferró a ella con más fuerza.
—Vámonos —pidió.
El grifo cambió el rumbo y dieron la vuelta, siguiendo a lo restante del ejército de regreso al Altozano de Aslan. Elinor, cansada y dolorida, apoyó su espalda en el pecho de Edmund. Éste dejó escapar un suspiro y le acarició el hombro no herido, en un intento por consolarla. Elinor no estuvo segura de si se perdió en un recuerdo o no al cerrar los ojos, pero hasta sus oídos le llegó la voz de Edmund en un susurro diciéndole:
—Todo estará bien, Elle.
Y deseó de corazón que así fuera, incluso cuando aquello era cada vez más difícil de creer.
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