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10. Almira, la Amada










Décimo capítulo.
ALMIRA, LA AMADA

➶ ❁۪ 。˚ ✧

❝ fue una de las más grandes reinas de narnia ❞









—¿Os sucede algo, Majestad?

Caire parpadeó y se apresuró a volverse hacia lady Niobe, la joven que le había recordado a Blancanieves la primera vez que la vio. Trató de emular la sonrisa que ésta le dirigía, pero apenas lo logró.

—No os preocupéis, solo estaba perdida en mis pensamientos.

Ésta asintió con una gracia infinita. Tenía los ademanes de una bailarina, saltaba a la vista. Había una calma que la rodeaba y que hacía que Caire sintiera que era de fiar. Según sabía, conocía a Caspian desde que el príncipe era muy joven, al igual que Malika. Se habían educado en el castillo, como hija del capitán de la guardia de palacio y, pese a carecer de instrucción militar, deseaba acompañarles en asalto.

—Disculpad que os haya molestado, en ese caso. —La joven realizó una grácil reverencia—. No he tenido oportunidad de presentarme correctamente ante vos antes, Majestad. Soy Niobe de Lascelles. Es un honor conoceros.

—El honor es mío, Niobe —respondió Caire, consiguiendo formar una sonrisa. Se había acostumbrado algo más a que la trataran con tanta formalidad y, en especial, había aprendido a refrenar el impulso de pedir que la tutearan. No era lo que correspondía a una Suma Monarca, después de todo. Ella misma debía pensar unos instantes antes de hablar para lograr responder del modo que todos asumían que le correspondía—. Quería agradeceros vuestra ayuda con los planos del castillo. La reina Elinor y yo los estuvimos estudiando antes y son magníficos.

Todo giraba ya en torno al asalto. Caire no lograba quitárselo de la cabeza. Su mente, ya de por sí confusa con sus recuerdos vagos, pero presentes, de su pasado reinado, se encontraba en completo caos. Sus pensamientos le absorbían tanto que casi olvidaba el mundo que la rodeaba, como le había sucedido cuando Niobe le había interrumpido. Caire deseaba que todo terminara ya, pero no se sentía con el valor suficiente como para enfrentarse a ello.

—Os lo agradezco, Majestad —respondió Niobe, inclinando la cabeza—. Asumo que os dirigís a entrenar con Malika. —Y así era, como quedaba claro por los pantalones anchos que Caire vestía y su espada, Innana, que le colgaba del cinto—. ¿Me permitiríais acompañaros?

Niobe también vestía ropa adecuada para la práctica de combate, aunque carecía de arma. Caire le dirigió un asentimiento.

—Por supuesto, aunque ¿me puedo permitir preguntaros si es cierto que nunca antes habíais recibido entrenamiento militar?

Caire titubeaba levemente al hablar, tratando de emplear el vocabulario más adecuado para una reina. Había quedado acordado que lo mejor era pretender que el asunto de su amnesia no existía, pero llegaba a hacérsele duro en momentos como aquel... Además de cuando le preguntaban por sus grandiosas gestas, como alguna de las Bestias Parlantes más jóvenes habían hecho.

Caire no sabía cómo decirles que, incluso sin recuerdos apenas, estaba bastante segura de que ella no había realizado tales hazañas. ¿Ella, vestida con armadura, liderando un ejército, venciendo todas y cada una de las batallas...? Sonaba demasiado irreal para la Prudente.

—Así es, Majestad.

—¿Y por qué deseáis veros envuelta en una batalla como la que sin duda se producirá? —Caire no podía evitar sentir curiosidad. Ella no deseaba luchar. Lo tenía bastante claro. Ignorando una pequeña parte de ella, que debía haber despertado junto a sus pocos recuerdos y que la empujaba a participar en la batalla, verse a sí misma peleando con espada, jugándose la vida, arriesgándose a perder a tantos... Bastaría para quitarle el sueño a cualquiera. Y, pese a ello, Niobe parecía perfectamente decidida—. ¿No creéis que sería más prudente permanecer aquí, como hará la reina Lucy? No estoy pidiéndoos que os hagáis a un lado, pero...

—Veréis, Majestad —interrumpió Niobe, con voz dulce, los titubeos de Caire. La joven telmarina había esbozado una sonrisa cargada de tristeza—. Cuando huí de palacio, dejé mi vida entera a mis espaldas... Y eso incluye a mi hermana menor.

Caire comprendió al momento, desde luego, las motivaciones de la muchacha que le acompañaba. Dejó escapar un tenue «oh».

—No estaba al tanto, disculpadme por mi intromisión —se apresuró a decir, hablando a toda prisa.

—Únicamente Caspian y Malika lo sabían, Majestad —le tranquilizó Niobe—. No debéis disculparos. Es natural que os lo cuestionarais. El Sumo Monarca me hizo la misma pregunta hace tan solo unas horas, al igual que el rey Edmund.

Caire simplemente asintió, admirando la calma con la que Niobe parecía llevar la situación. Ella no tenía hermanos, pero había visto a la perfección cómo Peter reaccionaba ante el mínimo peligro que pudieran correr sus hermanos. ¿Qué haría el mayor de los Pevensie si a Lucy le sucediera lo mismo que a la hermana de Niobe? Probablemente, demolería el castillo telmarino con tal de encontrar a su hermana menor. La propia Caire lo haría.

Aquello le golpeó con la misma fuerza que un recuerdo. Ese sentimiento de protección hacia Lucy, ese amor... casi fraternal, podría decir. En su memoria apareció una Lucy incluso menor de lo que ya era, que no podría tener más de ocho o nueve años. Vestida con un abrigo demasiado largo, caminando junto a ella por la nieve blanca. Echando a correr hacia los árboles mientras Caire le gritaba que tuviera cuidado. Y a aquello le siguió un nombre diferente y un recuerdo distinto que la hicieron detenerse con brusquedad.

Almira, la pequeña Almira. ¿Cuántos años podría tener en aquel momento? Seis, siete a lo sumo. Lloraba después de haber pasado cerca de dos horas desaparecida en el bosque. Caire recordaba aquel miedo vívidamente. Había amenazado con arrasar con ella, conforme los minutos pasaban y la niña no aparecía. Había hecho un terrible esfuerzo por no llorar, pero no había podido evitar ponerse histérica, mientras recorría el lugar en busca de pistas sobre el paradero de la pequeña.

«La encontraremos.» Había sido Peter quien le había hecho aquella promesa. Y Caire había querido creérsela con todo su corazón.

Fue Edmund quien la había hallado finalmente. Tan pronto como Caire escuchó los gritos que avisaban de que Almira había regresado, se subió las faldas casi a la altura de las rodillas, un gesto poco adecuado para una reina, y corrió a tanta velocidad como le fue posible. Había alcanzado el prado en segundos, donde Susan ya abrazaba a la niña. Congregados en torno a ellas, estaban Edmund y Lucy.

Tan pronto como la vio, Almira prorrumpió en llanto y corrió a abrazarla. Caire se encontró a sí misma al borde de las lágrimas.

—¿Dónde te habías metido? ¿Estás bien? ¿Por qué te has marchado? ¿Te has hecho daño? —Las preguntas salían a borbotones mientras abrazaba a la pequeña. No le dio ni una sola oportunidad de responder—. ¿Has ido muy lejos? ¿Ha pasado algo? ¿Tenemos que llevarte...?

—Cay. —Fue la mano de Peter en su hombro lo que consiguió terminar con la retahíla de preguntas. Ella tomó aire lentamente y soltó un suspiro—. Está bien, tranquila. ¿Verdad, Mira?

La niña asintió, contemplando algo preocupada a Caire. Ésta finalmente negó y sonrió, acariciando suavemente el pelo de la pequeña calormena.

—Menos mal que estás bien...

Caire se cubrió la boca con la mano bruscamente. Niobe se volvió a mirarla, preocupada, y se asustó verdaderamente al ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Majestad! —exclamó, mirando a ambos lados del pasillo, con la esperanza de ver a alguien cerca—. ¿Os encontráis bien? ¿Qué os...?

—¿Caire?

«Susan», pensó ésta, volviéndose de inmediato hacia la Benévola, que se acercaba a toda prisa junto a Malika. Caire, notando la mirada de Susan, se preguntó qué expresión debía de tener en el rostro.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien? —preguntó la mayor de las mujeres Pevensie, escrutando atentamente su rostro. Volvió la mirada hacia Niobe—. ¿Qué ha sido?

—Estábamos simplemente hablando y de repente...

Caire advirtió entonces que se había apoyado en la pared y aferraba con fuerza una de las antorchas. Se le escapó una lágrima.

—S-Susan —alcanzó a decir—, he recordado a Almira.

La expresión de la Benévola se ensombreció. Malika y Niobe intercambiaron una mirada y, con un simple asentimiento, se marcharon, dejando algo de intimidad a las reinas. Susan condujo dulcemente a Caire hasta una de las salas comunes cercanas, vacía en ese momento, y le hizo sentarse.

—¿Ha sido un recuerdo fuerte? —preguntó. Caire asintió lentamente, cayendo en la cuenta de que Susan era la única de ellos que aún no había sido capaz de recordar momentos de su reinado junto a Caire y Elinor—. ¿Qué sucedía?

—Mira se perdió en el bosque —habló lentamente Caire, cerrando los ojos. Almira. ¿Cómo había podido olvidarla? ¿Cómo le parecía ahora que nunca lo había hecho? Resultaba absurdo. Y dolía, dolía mucho—. T-tendría seis o siete años. Recuerdo el miedo que pasé. Edmund la encontró después de casi dos horas. Tú...

Su voz se apagó al ver que Susan había abierto desmesuradamente los ojos. La Benévola se cubrió la boca con la mano, ahogando una exclamación de sorpresa. Lentamente, tomó asiento junto a Caire y solo entonces volvió a mirarla a la cara.

—Tú estabas conmigo —dijo, muy despacio—. El día en que Mira llegó a Cair Paravel, cuando la encontramos en el barco calormeno.

—Iban a venderla. —Caire tragó saliva, hablando al tiempo que sus recuerdos llegaban poco a poco, como si nunca se hubieran ido—. Como esclava. Y no pudimos permitirlo.

Por aquel entonces, la niña apenas tenía tres años y a las reinas les horrorizó saber cuál sería su destino. El motivo inicial por el que fue llevada a Cair Paravel, tras ocuparse de los traficantes —la esclavitud era ilegal en Narnia—, fue para que creciera como dama de compañía... Pero siempre fue mucho más que aquello. Los seis reyes y reinas cayeron enamorados de la pequeña niña, pero Caire fue siempre a la que más cercana fue, hasta el punto de que...

«Estoy bien, mamá.» Eso le había dicho a Caire la niña cuando la habían encontrado en el bosque. Caire recordó que había sido la niña quien le había pedido permiso para llamarla así, porque «era lo más parecido que había tenido a una». La niña únicamente conservaba de su madre el brazalete que siempre llevaba puesto, desde el momento en que Caire la conoció. Pero todo lo demás se lo había dado la Suma Monarca.

La Prudente miró a Susan con los ojos llenos de lagrimas y supo que ella también lo había recordado, porque entonces la Benévola le abrazó con fuerza. Caire no supo en qué momento comenzaron a llorar, pero el caso es que las dos rompieron en llanto abrazadas, sin decir palabra, solo aferrándose la una a la otra. Y fue así como los otros cuatro reyes las encontraron cuando entraron en la sala.

Peter se detuvo, desconcertado, al encontrar a ambas con los ojos enrojecidos e hinchados, sentadas una junto a la otra en silencio. Intercambió una mirada desconcertada con Lucy, que ya había dado un paso al frente, frunciendo el ceño.

—¿Su, Caire? ¿Qué ha pasado? —preguntó la Valiente, preocupada.

La Prudente se volvió hacia ellos y Peter sintió una punzada de dolor al verla en aquel estado. Fuera lo que fuera que le había hecho llorar, no era poca cosa. Le sobrevino el instinto de ir hacia ella y abrazarla, tan fuerte que le costó esfuerzo no hacerlo, por mucho que lo deseara. En cambio, se acercó a Caire y su hermana y se sentó junto a ellas, pasando el brazo por encima de los hombros de Susan y contemplando fijamente a Caire. Fue ésta quien respondió a la respuesta de Lucy, con la voz tomada y sin mirar a nadie a la cara.

—He recordado a Almira —susurró.

La preocupación de Elinor pasó a la tristeza al momento. La Tenaz soltó un suspiro y fue hacia Caire, abrazándola con fuerza. Peter se dijo que él debería haber hecho aquello.

—Podrías habérmelo dicho —le dijo la Prudente a Elinor. La más joven negó con la cabeza tristemente.

—Creo que hubiera sido peor —le confesó. Lucy y Edmund se habían aproximado en silencio a ellos cuatro. Los seis reyes no habían estado juntos a solas desde que se encontraron en las ruinas de Cair Paravel pocos días atrás. En aquel momento, habían sido casi extraños. Ahora, con sus memorias regresando poco a poco, mucho había cambiado—. Tenías que recordarla tú, Caire.

—No esperaba que fuera a ser esto —susurró la rubia, aferrando la mano de Susan.

—Apenas la recordaba —dijo ésta entonces, muy despacio—. Era como... como si siempre hubiera estado ahí, pero no de la manera en que lo era. Y ahora que me he acordado...

—Almira —musitó Peter, dejando caer los hombros. Caire se giró a mirarle y vio que sus ojos celestes se habían quedado fijos en la pared. Lucy ahogó una exclamación de sorpresa. Edmund tomó asiento lentamente.

—No me lo explico —dijo el Justo, muy serio—. Es lo que dice Susan, es... Ahora que lo recuerdo, no sé cómo no lo sabía antes.

A Caire no se le pasó por alto la mirada que le dirigió a Elinor. Ésta, ajena a ese hecho —demasiado como para ser verdad que no lo hubiera advertido—, pasó su brazo por encima de los hombros de Lucy, con expresión triste.

—Han pasado mil trescientos años —continuó diciendo Caire, negando con la cabeza—. Eso significa que ella...

El silencio cayó como una losa sobre ellos seis. Ninguno se atrevía a decir palabra, solo a consolarse mutuamente. Caire no soltaba a Susan, Peter también abrazaba a su hermana. Elinor y Lucy se apoyaban la una en la otra. La Prudente buscó la mano de Edmund y se la apretó con fuerza.

Si aún hubiera existido la duda en alguno de ellos, si la desconfianza ante recuerdos borrosos y promesas de Elinor hubieran permanecido todavía, aquello disipó todo. Porque aquel dolor era real y era compartido entre todos ellos. Porque ninguno de ellos podría olvidar de nuevo a la pequeña Almira.

—¿Qué sería de ella? —susurró Caire, con la voz tomada—. C-cuando nosotros nos... fuimos, ella estaba en Archenland. Nunca más...

Se imaginó a Almira volviendo a Cair Paravel para encontrarlo vacío. Ninguno de ellos estaba allí. Ni lo estaría jamás, no hasta más de un millar de años después. Pero, para entonces, hacía mucho que Almira no vivía en Cair Paravel...

—Estuve investigando, aprovechando que yo era la única que parecía recordarla bien —susurró Elinor y, al momento, cinco pares de ojos se volvieron hacia ella. La Tenaz suspiró pesarosamente—. Fue coronada reina un año después de nuestra marcha, cuando se nos dio por muertos. Peter y Caire le habían designado como heredera y el pueblo de Narnia decidió cumplir con vuestra voluntad. Dicen que fue una de las ceremonias más hermosas y tristes de la historia de Narnia, porque... también se celebró nuestro funeral en ella.

Aquellas palabras tuvieron reacciones variadas entre los reyes. Elinor les dejó unos segundos para digerirlo antes de continuar hablando.

—Fue una de las más grandes reinas de Narnia. El pueblo le dio el título de «la Amada». —Caire tragó saliva. Su mente se aferraba a la imagen de la niña de seis años. Piel color chocolate, pelo negro y rizado, ojos grandes, inocentes y cargados de dulzura, siempre manchada de barro o despeinada por sus juegos. Su niña había sido reina de Narnia—. Contrajo matrimonio en su quinto año de reinado.

—¿Con quién? —preguntó Susan, aunque por el modo en que lo preguntó dio la sensación de que ya sabía la respuesta.

A Elinor se le escapó una sonrisa cargada de tristeza.

—Con nuestro Corin, desde luego.

Susan dejó escapar un ruidito a medio camino entre un sollozo y una risa.

—Cómo no —susurró.

Caire agachó la cabeza, tratando de controlar el torbellino de sentimientos que sentía arañándola desde dentro. ¿Realmente había existido aquella pequeña, a la que tanto había amado y a la que había olvidado, solo para recordarla en el momento menos esperado... y sufrir por su pérdida?

Almira había merecido mucho más que aquello. Ni siquiera había cumplido quince cuando ellos se marcharon. Era poco más joven que Caire en ese momento, era solo una niña, su niña. Y la habían dejado sola, para siempre. Le había olvidado. Ni siquiera el recuerdo de Almira había sobrevivido a su regreso a su mundo.

La mano de Peter rodeó la suya y, pese a que el gesto le pilló desprevenida, sus dedos se movieron, como si aquello fuera lo más familiar del mundo, entrelazándose con los de Peter, apretando su mano con fuerza y buscando en aquel apretón la seguridad y tranquilidad que tantas veces antes había sentido.

Giró la cabeza hacia Peter. Pese a que Susan estaba entre ellos, casi por un momento fue como si nadie los separara. Sus ojos encontraron los de él, tan celestes como el cielo a mediodía. Caire trató de sonreír débilmente al ver que éste lo hacía. El pulgar de Peter acarició el dorso de su mano.

Entonces, Susan se levantó y abrazó a Lucy con fuerza. Peter y Caire quedaron sentados uno junto al otro, a escasa distancia. Peter se movió hacia ella y, con delicadeza y extremada dulzura, pasó su brazo por encima de los hombros de Caire. Ésta suspiró.

—Era nuestra niña —susurró, apoyando la cabeza en su pecho. Ni siquiera dudó en hacerlo. Simplemente, dejó que aquel sentimiento de familiaridad actuara—. Y la abandonamos. N-ni siquiera la recordaba, Peter.

—Lo sé, Cay —respondió él tristemente, acariciando con ternura su espalda—. Yo tampoco la recordaba. No entiendo cómo pude olvidarla.

—Era nuestra niña —repitió ella, cerrando los ojos. Escuchó a Peter suspirar despacio.

—Sigue siéndolo —le recordó él.

Aquellas dos palabras hicieron que Caire abriera los ojos y volviera a incorporarse, mirando a Peter con las mejillas húmedas. Tenía razón: Almira siempre sería su niña. Pero eso no hacía que doliera menos.

—Tienes razón —murmuró.

Peter le secó las lágrimas cariñosamente y, a continuación, la envolvió en un fuerte abrazo. Caire dejó escapar un hondo suspiro. Los brazos de Peter acariciaron su espalda, su pelo rubio. Y Caire se sintió como tantas otras veces que él le había abrazado antes.

Todo había cambiado. Sus recuerdos aún no estaban completos. Pero, en ese preciso instante, supo que aquella sensación de seguridad era algo que solo Peter producía en ella. Había demasiadas cosas que solo él le daba, aunque fuera con un simple tacto, un simple roce de sus dedos. Él no la recordaba completamente y, aún así, había sabido cuáles eran las mejores palabras, qué era lo que Caire más necesitaba en ese momento. Y no había dudado en dárselo.

Como nunca antes había hecho, Caire supo con seguridad que, con memorias o sin ellas, debía estar todavía algo enamorada del joven que le abrazaba en ese momento.

Porque nunca antes en su vida había encontrado a alguien que fuera capaz de, pese al inmenso dolor que sentía en ese momento, consolarla de tal manera. Hacerle sentir menos desamparada, menos rota. Pero Peter lo conseguía.


















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