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Capítulo 25 (Presente)


"Un castigo no expía los pecados, pero de todas formas pienso aceptarlo."

Lan-Sui

Tal vez Lan-Sui estaba muy acostumbrada a los escenarios bárbaros, por lo que le resultó una gran sorpresa regresar al coliseo, vistiendo túnicas sencillas de algodón que terminarían vueltas retazos de tela ensangrentada, y no escuchar ni un solo abucheo, o grito. Ahí el silencio se había instalado y reinaba a gusto, quizá porque se trataba de una emperatriz y una princesa, o tal vez porque la última ejecución pública por latigazos se había llevado a cabo hacía tanto tiempo atrás, que, incluso los viejos de los viejos eran jóvenes, unos bebés apenas cuando ocurrió.

No recordaba el nombre, pero sí la historia. Una hija inmortal que jugó a engañar a los clanes y pagó públicamente su delito. Asesinó a muchos, robó a varios más, se hizo con el poder y las almas de otros, con motivos que no juzgaba aunque sí que cuestionaba.

Avanzó descalza, dejando un recuerdo de escarcha en cada lugar que tocaban sus pies. La túnica que le ofrecieron era larga y ligera, cubría sus brazos hasta la muñeca, en dónde se escondían dos grilletes de hielo sagrado con patrones jurados, irrompibles gracias a la promesa de Lan-Sui. Los adornos se reservaron para Aries, a ella solo se le dejó portar un bordado en su hombro, una insignia propia de un conejo dormido al lado de un zorro de nueve colas. 

Divisó a sus espadas en los brazos de Katana y su colgante de jade en el cuello de Miko. La plática que tuvieron en el templo regresó a ella, atada a una sensación extraña y gris. 

"—Cuídalas mientras vuelvo, ¿si? —le pidió a Katana, entregándole su cinturón con Halia y Atena, ambas espadas en exceso ofendidas por ser entregadas a alguien más cuando su ama todavía vivía. 

—¿Volverás? —Katana abrazó las armas, ignorando los susurros que se fueron calmando conforme sus lágrimas bañaban los mangos y las vainas. —Promételo.

Lan-Sui se acercó a ella, uniendo sus frentes al no poder abrazarla como quería.

—¿Alguna vez te he fallado?

Katana hizo a un lado las espadas, rodeando el cuerpo de su prima en un abrazo lleno de necesidad y urgencia.

—Tienes que volver, Lan-Sui. Nosotras estaremos esperándote. 

—Y en caso de que no... —Katana y Miko se estremecieron ante esa posibilidad. Lan-Sui se separó de su prima y la miró a los ojos. —Halia es tuya, Atena también, pero solo hasta que mi hermano vuelva a recuperar su cuerpo físico. Sé que harás buen uso de ambas.

—No digas eso... —Katana retrocedió temblando. En sus pupilas se notaba el miedo de haber visto a un fantasma, a un espíritu vagabundo. —¡Tienes que volver! Halia no es mía, no la quiero, la cuidaré por ti, pero no la usaré por ti. ¡Tú tienes que usarla! ¡Tú! Lan-Sui.

—Haré mi mejor esfuerzo, así que necesitarás esto. —se giró hacía Miko, bajando la cabeza para que ella pudiera tomar el colgante en su cuello. —Mi emperatriz me lo dio como un obsequio y yo se lo entrego como una promesa. 

Las manos de Miko fueron inestables, tardando demasiado en extraer la pieza de jade y  demorando el doble en colocarla en sí misma. Para ese punto lloraba tanto como el cielo en una tormenta. Al terminar, Lan-Sui se levantó y se quedó quieta, viéndola, grabándola una vez más en su memoria, sin dudar, Miko se abalanzó sobre Lan-Sui, uniendo sus labios a la par que sus cuerpos. 

Fue desesperado, ansioso, mezclando el amor y la soledad, uniendo el invierno con la lluvia. 

No se separó hasta que sus pulmones no dieron más, hasta que hubo grabado y memorizado también la piel, la suavidad y el frío que manaba de su esposa. 

—Me esperaste más de quinientos años, si hace falta, yo te esperaré el doble. —juró Miko, trazando con sus dedos el contorno afilado del rostro de Lan-Sui, que la escarcha había hecho suyo.

—¿Y el triple? —inquirió Lan-Sui, regresando peligrosamente a sus labios, a su primavera. A su hogar.

—Y todo lo que haga falta. —cerró Miko, cortando lo demás con una nueva unión, causante de nuevos brotes en la pradera blanca, flores azules y moradas que crecerían en la primavera luego de haber nacido en el invierno."

Sonrió al pasar a su lado, pero ellas no le regresaron el gesto, nadie lo hizo. Rin-Lu no escondía su llanto, Zhan tampoco, entreviendo la escena a través de los brazos de su esposa, cuyo rostro mostraba a los demás algo por primera vez, algo que no era ira, sino una desazón profunda que nacía del demonio que caminaba delante de ella. Rilu se sujetaba fuerte la mano de Katana, aunque, más bien, parecía que era Katana quien se aferraba a ella, ahogada en su propio mar, naufragando en una tempestad. 

Los ojos que tantas veces la miraron con reproche y cariño, ahora la venían con súplica, algo que partió el corazón de Lan-Sui, generando que sus orejas se agacharan al instante que notó a Katana rogarle otra vez. 

Miko se mordió el labio, no apartó la mirada.

Ahogó sus gritos y el descontrol de Zagan por asesinar, un reflejo de su propia necesidad. Lan-Sui se atrevió a perderse de nuevo en el azul que encerraban sus orbes, quedándose ahí el tiempo que duró su lento caminar, rompiendo aquel vínculo cuando avanzó más allá, entrando al terreno peligroso de la explanada. 

No se sentía igual que antes.

Nada era igual que antes.

La solitaria rotonda fue adornada con dos palos altos de mármol sólido. Uno par aries, otro para Lan-Sui. Las cadenas de ambas se arrastraron un poco mientras subían hasta ocupar sus lugares. 

—Lan-Sui... —Aries se detuvo en el mástil que le correspondía a su compañera. 

—Estaremos bien. Cierra los ojos y piensa en que pasará rápido. —le dijo Lan-Sui manteniendo una sonrisa tan calmada que se volvía irreal.

—No para ti.

—No te preocupes por mí. Preocúpate por ti misma. 

Aries abrió la boca y volvió a cerrarla, recibiendo un último aliento de Lan-Sui. Caminó a su lugar y esperó.

El emperador subió a una plataforma que sustituía la mesa que usaron durante el juicio, desplegó un pergamino y habló, y los pocos que le pusieron atención la perdieron cuando las flores blancas de sus iguales comenzaron a llover de las gradas a la rotonda. Algunas se deshacían sin llegar a tocar el suelo, como los dientes de león en el campo con la brisa de verano, otras más caían a los pies de Lan-Sui, o de Aries. 

—¿Flores? —Aries siguió la línea que trazaba una de muchas, atada a un listón igual de blanco que los pétalos. 

—Es tradición. —dijo Lan-Sui, agradeciendo a los inmortales con una mirada suave. Detrás de su espalda, sus manos unidas temblaban y si se miraba con atención se podía observar que su labio y sus pupilas también lo hacían, aumentando cuando su mirada se cruzó de casualidad con las lágrimas de Thunder. —La lanzan cada que alguien es azotado con Solana, en especial si piensan que esa persona va a morir.

—Pero tú no morirás, ¿verdad? 

Lan-Sui e guiñó un ojo, un gesto tan sencillo que hizo a Aries ignorar el temblor de su cuerpo, cada vez más y más notorio. Dejó de perderse en los rostros y se quedó con la vista fija en el mármol, en su reflejo muerto que le devolvía el miedo a través de dos portales cansados.

—¿Lan-Sui? —Aries intentó seguir la conversación, entonces un tirón a sus muñecas y los grilletes en ellas la hicieron concentrarse, cayendo en cuenta que el discurso había terminado y el verdadero espectáculo estaba por comenzar. —Lan... Lan-Sui.

Ambas fueron llevadas, lo más cerca que se pudo, al mármol; sus manos cambiaron de posición, dejando de estar detrás de sus espaldas para quedar arriba, unidas por metal y acero al blanco que se teñiría de rojo.

—¡Lan-Sui! —le gritó Aries y esta se estremeció. —¡Tienes que prometerlo! ¡Promételo!

—Preparen. —el emperador asintió a su orden. 

En las dos partes, Lu y un verdugo agitaron las armas. Por un lado, un látigo negro de cuero oscuro, con varios tentáculos de metal afilado, ligeros y letales, hechos para cortar piel y hueso, del otro, Solana.

Un látigo forjado por los lobos con el acero de los hombres, afilado en la nieve por los hijos del invierno, bañado en runas y encantamientos por brujas y hechiceros, destinado para ser utilizado con la fuerza de un dragón.

Lo mejor de todos concentrado en un punto crítico.

El poder de los seis clanes reunido en un arma celestial, mortal.

Un sonido crudo se extendió con la preparación de las armas. El látigo oscuro emitía ecos, mientras que Solana creaba rugidos. 

—Ocupen posiciones. 

Lu llegó a un lado de Lan-Sui, arrodillándose para poder compartirle un susurro que se quedaría entre ellos.

—Lo siento mucho.

—No lo sienta emperador. —Lan-Sui cerró los ojos, frotándolos para quitar el sudor que se volvía insoportable, en especial cuando entraba en su visión y le causaba ardor. —Va a golpearme, no a recibir los golpes. Está cumpliendo con su deber y lo entiendo. —sus dedos se aferraron al mármol. —Procuraré no retorcerme mucho, así le facilitaré las cosas. 

—Lan-Sui...

—¡Posiciones! —exclamó el emperador. Lu quitó su mano del hombro de Lan-Sui y retrocedió varios pasos, volviendo a agitar a Solana como un reproche.

—¡Lan-Sui! —la agitación de Aries provocó que sus muñecas dolieran al resbalar contra el metal. —¡LAN- SUI! ¡Tienes que prometerlo! ¡Lan-Sui!

Lan-Sui se quedó en silencio, con los ojos y las manos apretadas. Respiraba sin control, a veces ya ni siquiera lo hacía, el aire pasaba por sus pulmones causándole presión. 

—¡Comiencen!

Dos silbidos desiguales avanzaron. Uno cayó antes que el otro, cortando la piel de Aries a través de la piel, consiguiendo un primer grito que se insertó en los oídos de cada espectador. El segundo se detuvo en el cielo y cayó de la mano de su usuario. Lu se derrumbó junto a su arma, sollozando y disculpándose tantas veces que sus palabras marearon a Lan-Sui.

—Lo siento, lo siento mucho, yo... —sus manos sangraban, sangraban por haber desviado el impacto de un cuerpo a otro, lloraban porque su amo se tragó el poder para no herir a Lan-Sui. —No puedo hacerlo. No puedo.

—¡Entonces dámelo! —el primer emperador le arrebató el arma a su descendiente y lo empujó hacía atrás. —¡Lo haré yo mismo! ¡Comenzamos de nuevo! —rugió al notar que el verdugo se había detenido también. —¡Ahora!

En esa ocasión el aire no fue el único en cortarse, la piel de Lan-Sui se abrió con un primer impacto. La sensación fue irreal, en parte, el frío golpe no la dejó concentrarse, sumiéndola en un enredo maestro de telarañas que nublaban su visión y sus sentidos. 

La cola del látigo rozó su piel y ondeó en el aire, esparciendo por el suelo y los rostros de los presentes, una corriente fría, húmeda, que fue tornándose roja junto a la caída de un segundo embuste. Al tercero, Lan-Sui ya no podía sostenerse, sus manos temblaban, regando gotas de sangre; una lluvia ligera que iba a parar en el mar rojo a sus pies. El exterior entraba a ella por su piel, notaba los cambios bruscos de temperatura cada vez que Solana arremetía. 

En su mente no había manera de sellar lo que acontecía, poniéndole fin a un blanco maldito que iba extendiéndose, surgiendo como escarcha en su piel, en su sangre. 

Apretó los labios, tiritando, hasta que ya no pudo más y escupió una bocanada carmín que intentó tragar. Las yemas de sus dedos dolían, dolían porque sangraban también, sus uñas estaban rotas en la punta, igual que el hueso de su columna y el inicio de sus costillas.

Gimió al quinto azote y cayó completamente en el sexto. Su frente tocó la pálida superficie, fría y roja por la sangre en ella, inhaló su aroma, probó su sabor, vio con sus propios ojos cómo la vida que tanto apreciaba se iba escapando de su cuerpo.

Hubo una pausa, intentó suspirar de alivio, pero, lo que brotó de sus labios fue un sollozo. Lloraba,  y no se había percatado de ello; lágrimas igual de rojas que las flores malditas, igual de perfectas que las perlas en el fondo del mar. 

—La sentencia inicial de su alteza, la princesa Aries y su majestad, la emperatriz Lan-Sui, ha sido concluida. —El emperador se limpió el rostro, un gesto seco que embarró más los fluidos en su piel. —Procederé con la sentencia final.

Lan-Sui buscó mentalizarse, llenar su interior con fuerza y resistencia, con una promesa que no quería romper, pero, apenas Solana volvió a tronar con su amenaza, olvidó por completo. Las ranuras abiertas se acompañaban de más, una tras otra, cada vez que esto ocurría, cada que una herida se superponía a otra, su cuerpo cedía más y más. 

Fueron minutos que abrieron paso a horas, un día que cayó bajo el yugo de la oscuridad nocturna. 

En su espalda ya no había piel con la llegada de las estrellas y el hueso comenzaba a romperse también, astillas blancas e irregulares, unidas de tal modo que brindaban una apariencia monstruosa de alas fantasma. 

Solana golpeó una última vez, el emperador se detuvo tras perder la cuenta que pasaba los seiscientos latigazos. Abrió la palma y Solana se enredó en su brazo, siguiendo los patrones de una serpiente viva. 

Atada al mármol, Lan-Sui apenas y respiraba, apenas y seguía con vida. Nunca gritó en todo el rato, pero no fue por retener su voz, sino porque esta dejó de existir al primer embuste, reemplazada por un destrozo de cuerdas bucales que dejaban salir únicamente sangre.

—Si vuelve a golpearla morirá. —susurró Katana, inmóvil en su lugar, a su lado, Miko parecía un tercer pilar de mármol, fría y blanca. 

—Es por eso que me detuve. —el emperador la miró. —¿Una última cosa que deseen expresarle?

—Nenvagh. —dijo Miko, robándole la voz a los demás. —Niven kal salar. 

—Invena. —agregó Katana, seguida de una corriente nevada. —Per can finale.

El emperador alzó una ceja y recuperó a Solana. 

—Nenvagh, nieve y estrellas. —recitó para sí mismo, ondeando en el aire a la serpiente del sol que rugía feroz, sedienta de más sangre, de muerte. —Invierno, puedes descansar. —concluyó, destrozando el cuerpo con un impacto directo que lo partió por la mitad.

Los dedos de Lan-Sui dejaron de temblar, deslizándose por la superficie lisa, cayendo... Cayendo. Los copos en sus párpados crearon una nevada con la suave sacudida que marcó el final, no iban a volver a abrirse.

—Se ha terminado. —el emperador tiró de su arma, Solana liberó el hueso roto y regresó a su forma de brazalete, tiñendo las mangas de su amo. —La emperatriz de la nieve ha muerto.

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