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13. «La Familia Perfecta»

Estas son las mañanitas

Que cantaba el Rey David

El desafinado dúo conformado por las voces de mis mejores amigas me despierta con un sobresalto que es rápidamente superado por la inevitable conmoción que embarga mis sentidos gracias a esta linda tradición.

Hoy, por ser tu cumpleaños

Te las cantamos aquí

Apago mediante un soplido entusiasmado las coloridas velas que adornan el bonito y fastuosamente decorado pastel que descansa sobre las palmas de mi pajarillo favorito cuando el coro concluye.

—Gracias, besties.

No puedo evaporar la sonrisa que bulle en mi rostro ni el escozor que producen las incipientes lágrimas acumuladas en el borde de mis ojos.

—Ingrid y Soledad lo hornearon especialmente para ti —anuncia Alondra con ceremonia. 

—Ellas, Fer, Rigo y Romi también querían unirse, pero no sabíamos si incluirlos en una costumbre tan íntima sería empujarte apresuradamente hacia un paso para el que no estabas preparada.

Aprecio la tierna delicadeza de Nanda y pruebo una pizca del impoluto glaseado blanco que recubre la tarta con la punta de mi dedo índice.

—¡Delicioso! Y no te preocupes, solecillo, aunque hubiera sigo genial, contar con ustedes dos siempre ha sido más que suficiente. Tal vez para el próximo año.

—Puedo asegurar que estarán felices de escucharlo.

—Ahora, ¡vamos a alistarte! —Mi compañera de piso aplaude con energía y sé que las órdenes al estilo militar solamente acaban de comenzar—. Tienes una fiesta súper elegante en tu honor a la que asistir esta misma tarde y hacerte lucir como una auténtica reina es nuestro menester.

Por su tono, sospecho que solo resta el toque de algunas cornetas para convertirlo oficialmente en un decreto real.

Desciendo con cuidado los intrincados escalones bajo las persistentes miradas de los presentes, concentrándome plenamente en cada paso con el único fin de no morir de un modo tan ridículo como sería caerme por las escaleras.

Semejante coincidencia terminaría por confirmar el molesto cliché novelesco en el que se ha vuelto mi vida desde hace unas semanas.

—¡Sí apareciste! —Sonrío con franca sorpresa al ver que Alfonso se acerca para ayudarme en los peldaños finales.

Él sonríe y me besa antes de contestarme:

—Bianca, la cobarde en esta relación siempre has sido tú.

No puedo disimular lo ofendida que me siento al escuchar la verdad.

—Oye, soy la cumpleañera acá. ¡Ten compasión! —Mi vista deambula por el salón y detecta el peligro inminente al instante—. Oh, no, ¡bruja a la vista!

Ambos distinguimos a Priscila Velázquez entre la multitud y mi novio bufa cansinamente.

—¿Será mi karma encontrarme a este mujer en todas partes?

—Lo siento. También es amiga de mamá, y tal parece que algunas personas sí la aprecian —Mi doctor preferido me mira como si no acabara de creerme—. Lo sé, es raro. Yo tampoco consigo comprenderlo.

—No, no es por eso. ¿Acaso la llamaste mamá?

Su asombro resulta desbordante y un tenue carmesí se apodera de mis mejillas a raíz de una inesperada vergüenza.

—Me alegra muchísimo, Bi. Temía que tu rencor provocara que tardaras más en ceder.

«Supongo que lo dije sin pensar.» Aunque ya era capaz de admitir abiertamente que no me molestaba la cercanía de Soledad, llamarla mamá involucraba un nivel de implicación afectiva para el que no estaba preparada; al menos no en el plano consciente, porque ha quedado claro que mi inconsciente estaba más que listo. «Gracias por todo, Freud.»

—Intento encauzar mi vida en direcciones más positivas, ¿sabes? Y me he dado cuenta de que estuve malgastando demasiada energía durante décadas en una batalla constante contra mis propios deseos y bajo la falsa consigna de tener la sinceridad como una bandera que solo desplegaba para defenderme mostrando mis espinas, lo que puede ser una rutina agotadora así que, me gustaría empezar a mirar hacia el futuro dejando a mi pasado descansar en paz. Ahora que todo ha sido develado, no hay razón por la que deba permanecer estancada a causa del miedo.

—Esa me parece una maravillosa resolución.

Alfonso besa mi mano con contención y su mirada me transmite sus verdaderos deseos, el ansia feroz que me asegura que le gustaría recompensar mis profundas reflexiones con un gesto mucho más privado. Una sonrisa boba toma posesión de mi cara debido al exquisito rumbo de mis inadecuados pensamientos, pero, por desgracia, la llegada de una ogra mucho menos agradable que Fiona incinera el momento.

—¡Hola, queridos!

—¿Qué tal, Priscila?

—Siempre es un gusto verte, Alfonso.

Ruedo los ojos con hastío por el completamente innecesario tono meloso. ¿En verdad ha osado coquetearle a mi novio delante de mis narices? Supongo que tuvo un mínimo de respeto por Milagros, cortesía que no planea extender hacia mí sin importar que sea hija de una de sus más antiguas amigas.

Sin embargo, tengo la suerte de no necesitar el apellido de mi madre para hacer frente a arpías y que la franqueza de mis espuelas continúe teniendo el mismo efecto devastador.

—Te aseguro que él no comparte el placer, queridita. Ahora, estábamos teniendo una plática importante aquí por lo que, si fueras tan amable de regresar por donde viniste te estaría incalculablemente agradecida.

La sonrisa en sus labios se desdibuja hasta formar una línea prácticamente imperceptible.

—Mejor ve a ofrecerle tus servicios como eco a alguien con verdadero carácter, como mi madre o Ingrid. Estoy convencida de que alguna de ellas te dará una mejor bienvenida.

Priscila sujeta la copa en su mano con tal fuerza que podría hacerla añicos mientras se marcha con la mandíbula apretada. Juraría que puedo vislumbrar el humo saliendo de sus orejas.

—¿Decías algo sobre reformar tu costumbre de alzar una honestidad extremadamente dañina como estandarte? —Es el vago intento de Alfonso por regañarme.

—Toda regla tiene su excepción, cariño. Sabes que se lo merecía. Además, no puedes negar que disfrutar de mis despiadadas justas verbales es tu mayor gusto culposo.

Una ligera expresión de molestia adorna su rostro y estoy a punto de borrarla con un beso cuando diviso la difusa silueta de Román de la Torre entrando a hurtadillas a su propia casa.

—Dame un segundo.

Me escabullo ágil y sigilosamente hasta alcanzarlo en la mitad de su trayecto por un corredor lateral y lo intercepto con la delicadeza que me caracteriza:

—¿Reptando entre las sombras, señor De la Torre?

—Bianca…

Él resopla, e intuyo que encontrarse conmigo ha coronado a este como el peor día de su vida.

—Jamás pensé que podrían disgustarle los reflectores de la atención pública; debo mencionar que es un fascinante descubrimiento. Así que le preguntaré: ¿a qué se debe? ¿Culpa o vergüenza?

—Yo…

—¿Sabe qué? Mejor le ahorro la incomodidad. Solo necesito que conteste esto: ¿por qué lo hizo? ¿Por qué les mintió a mis padres (entre ellos su propia hermana) y destruyó la que pudo haber sido una bonita familia y de la cual podría haber usted formado parte?

Tratando de eliminar la tensión, masajea sus sienes antes de responder:

—Para ser honesto, fue una mezcla de varios elementos: juventud, egoísmo, ambición, avaricia, un sentido equivocado de orgullo hacia la familia y sobre todo estupidez. Muchísimo de lo último.

Que confiese su necedad alimenta mi ego. Bien jugado.

—Oiga, nunca va a ser mi tío favorito, pero confío en que tendré que perdonarlo tarde o temprano. Seguramente acabe haciéndolo más porque estaré harta de la insistencia de Nanda que a raíz del surgimiento de un perdón sincero, pero lo haré. Incluso así, no se confíe, puede contar con que elegiré tarde. Muy tarde.

—Claro que lo harás, eres una De la Torre después de todo. Y si te hace sentir mejor, quizá pierda mi casa y al amor de mi vida a causa de mis actos. Supongo que es una forma de pago.

—¿Vino a recoger sus cosas?

Saberlo no me sienta tan fenomenal como hubiera previsto.

—Ingrid no quiere verme la cara. Y debí imaginar esta posible consecuencia. Aparté a una bebé de su madre, para ella es tan sórdido como haber asesinado a alguien teniendo en cuenta que su instinto maternal es más feroz que el de una leona.

—Sip, definitivamente va a tenerlo difícil. No obstante, espero que su matrimonio tenga arreglo. Admito que parecía un esposo decente y nadie ha dejado de decir que ha estado enamorado de Ingrid desde que se conocen así que, en el fondo, supongo que sí tiene un corazón.

Mis palabras parecen haberle dejado boquiabierto.

—Creí que desearías que me pudriera por el resto de mi existencia—Alzo una ceja medio insultada. «¿A todos les parezco un ser tan ruin?»—. No es que te esté echando algo en cara, por supuesto. Me lo merezco, te arrebaté muchas cosas.

—Mas, a cambio, gané algunas otras. Si hubiera crecido en esta familia no habría conocido el trabajo duro, ni forjado una personalidad a prueba de balas, tal vez no sería iconoclasta. ¿Puede imaginarse semejante fatalidad?

Él ríe y sé que conseguiré perdonarlo más pronto de lo que le he dicho.

—Ingrid también está sufriendo, solo descubrió algo que le tomará tiempo digerir. Además, el golpe debe haberle dado directo al corazón, señor. Su sentido maternal tiene el tamaño de Suramérica.

«Y Nanda sabe a lo que me refiero mejor que nadie.»

—Lo sé.

—Buena suerte.

Un catastrófico desorden compuesto por botellas, copas, platos y uno que otro cuerpo alcoholizado y sin conocimiento se esparce por los terrenos de la casa a lo largo de la madrugada. Lo compruebo mientras sigo los pasos de Soledad, quien ha decidido llevarme de excursión durante el alba. Estaría quejándome incesantemente por el escandaloso horario si una insaciable curiosidad no fuera mi principal movilizador.

—¿El cementerio? —pregunto en un bostezo—. ¿Qué hacemos aquí cuando apenas está amaneciendo?

No me sorprende que la mansión tenga su necrópolis privada, esta propiedad es inmensa y estoy convencida de podrían construir un túnel a Narnia si quisieran. El sitio es agradable, al menos contiene tanta paz y belleza como puede tener la muerte, y aprecio el trabajo del equipo de jardineros al mantenerlo todo en perfecto estado.

—Hay alguien con quien debemos hablar —Minutos más tarde nos detenemos frente a un lujoso panteón con una brillante inscripción: “Isadora de la Torre”—. Te presento a tu abuela.

—¿La que me hizo pasar por muerta?

—En efecto. La misma que nos dio golpizas cuando éramos niños, que tiraba de los hilos de nuestra vida como si fuéramos marionetas y arrancó de mis brazos a mi bebé recién nacida. Espero que ardas en el infierno, madre.

Una vez pasado el shock inicial, entiendo de dónde proviene el fuego que nutre mi hiriente catarata de la sinceridad y pregunto con suavidad:

—¿Mejor? —Resulta obvio que me refiero a su discurso liberador.

—Tenía mucho atorado en la garganta, y esperaba poder decírselo algún día. Me alegro de que la fecha finalmente haya llegado.

Asiento con conformidad. Yo, por el contrario, no tengo una imagen mental sobre la que escupir mis verdades. Me basta con la satisfacción de saber que, en definitiva, no se salió con la suya.

Soledad se retira tranquilamente y yo le susurro al sepulcro a modo de confidencia:

—Bueno, abuelita, supongo que nos veremos en el infierno.

—Entonces, ¿te gustaría que hiciéramos algo juntas? —inquiere de regreso a la casa—. Ayer fue tu cumpleaños, también el Día de las Madres y no hemos hecho nada especial aparte de la caminata al cementerio, que ni siquiera cuenta para empezar.

Una fantástica idea se enciende como un bombillo dentro de mi cabeza.

—¿De casualidad tienen una sala de cine?

—Es la única manera de mantener quieta a Romi por un par de horas, por supuesto que tenemos una. ¿Por qué? ¿Quieres ver una película?

Ella me guía a través de los confusos pasillos hacia nuestro objetivo.

—Sí. Veamos “Valiente”.

—Creo que me suena familiar.

Un par de puertas son abiertas y la gran pantalla me recibe. Ambas tomamos asiento en la primera fila y la pongo en contexto:

—Cuando era niña la odiaba porque sentía que Mérida, la protagonista, no valoraba el simple hecho de tener a su mamá junto a ella y su ingratitud me indignaba profundamente. “Buscando a Nemo” es mi favorita.

—Esa sí que la conozco —afirma al tomar el control remoto y comenzar a rebuscar en el catálogo cinematográfico—. Te recuerda a tu papá, ¿verdad?

—Muchísimo. No solo porque se desarrolla en el océano, sino también porque, a pesar de todas las discusiones que tuvimos y del dolor que me produjo su silencio durante tantos años, sé que él me amaba y solo intentaba protegerme.

—Al igual que Marlín, estoy segura de que Miguel hubiera cruzado los siete mares para salvarte —Una tozuda princesa vikinga de indomable cabellera roja hace su aparición y el brillante botón en el centro de la imagen nos invita a reproducirla—. Entonces, ¿estás lista para reconsiderar tu opinión sobre Mérida y darle una segunda oportunidad?

—¿Quién sabe? Quizás ahora consiga entenderla mejor.

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