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10. «La Cura del Miedo al Compromiso»

Dejo caer sin preocupaciones la colilla de mi cigarrillo sobre la superficie de la banqueta para poder apagarla con la suela de mis zapatillas. Llevo a cabo el proceso con éxito, antes de interceptar a Alfonso fuera de su casa una vez que ha regresado del trabajo.

—¡¿Bianca?! —Apenas puede ocultar su sorpresa al verme esperándolo junto a su puerta.

Me esfuerzo en ignorar el inconfundible magnetismo que se instala entre ambos en cuanto nos encontramos cara a cara, uno tan cerca del otro. Detecto que, en esta ocasión, la energía a nuestro alrededor parece dispararse hasta sus más altos niveles. Ese es el efecto que desprende el aura de sensualidad que te envuelve cuando ves al hombre que te trae como loca, enfundado en su uniforme médico y con el estetoscopio todavía rodeando su cuello.

Aun así, con mis hormonas en plena revolución, me las arreglo para ser concisa:

—Tenemos una plática pendiente, ¿no es cierto?

Sus labios se convierten en una fina línea y percibo que mi elección de palabras ha provocado cierta tensión en él.

—Por supuesto —Asiente y extrae las llaves de un bolsillo trasero de su pantalón—. Entremos.

—Creo que no sería una buena idea —Alfonso enarca una de sus cejas en pedido de una explicación y añado lo siguiente con tal de complacerlo y aligerar el ambiente—: Verás, pierdo el foco con frecuencia cuando estamos en tu casa, sobre todo porque tu habitación cuenta con una cama excesivamente cómoda.

Él capta las implicaciones de mi alusión en un santiamén y observo con satisfacción que he logrado sonrojarlo levemente.

—Entiendo —Es su cohibida respuesta.

—En su lugar, ¿te gustaría que fuéramos al parque? —propongo en forma de invitación—. Será una conversación un poco larga y allí podremos tenerla sin interrupciones ni distracciones.

—De acuerdo —acepta inmediatamente.

La caminata transcurre en un silencio ameno y confortable en el que las palabras se tornan innecesarias; simultáneamente, intento estructurar un discurso decente y organizar mis argumentos.

He dedicado este día en su totalidad a la misma tarea y ha sido un fracaso estrepitoso, especialmente porque todavía no consigo articular mis ideas de manera coherente sin que mi voz tiemble, balbucee como si fuera tartamuda o me ponga nerviosa cual colegiala en su primera fiesta con chicos de secundaria.

Finalmente, al llegar, localizamos una banca desocupada que se ubica bajo un árbol de cerezos y nos dirigimos hacia ella. Ambos tomamos la precaución de sentarnos a una distancia prudente del otro para evitar una proximidad que podría convertirse en una poderosa fuente de distracción, como resultado de la innegable química que emana ante la cercanía de nuestros cuerpos.

—¿Cómo te fue en la entrevista?

Él es el primero en hablar y su pregunta me desorienta.

—¿Cuál entrevista?

—Norma justificó tu ausencia de hoy diciendo que habías solicitado este día libre para asistir a una entrevista de trabajo importantísima. No sabía que estabas buscando un nuevo empleo.

Lo último suena más a una especie de recriminación por su parte, seguramente en señal de resentimiento por dejarlo en la ignorancia sobre un tema relevante. En el hipotético caso de que fuera cierto, por supuesto.

—Eso se debe a que no lo estoy haciendo —Alfonso me observa y percibo que ahora es él quien se encuentra perdido—. Es una historia bastante larga. Resumiendo: era una propuesta prometedora y tentadora a la que le hubiera dado sin duda alguna una oportunidad, si no hubiese estado al tanto de que se trataba de un engaño con pésimas segundas intenciones.  Por lo tanto, ni siquiera me presenté a la cita.

—¿Y lo descubriste justo hoy?

—En realidad, lo hice ayer —confieso con la sonrisa juguetona de una niña traviesa.

—Entonces, decidiste mentirle deliberadamente a Norma jurando que irías, solo para apuntarte otra victoria en vuestra pequeña guerra de egos mal disimulada, ¿eh?

No es necesario que se lo confirme, él lo ha deducido con certeza.

—Es preocupante el punto hasta el que me conoces. Se siente como si te introdujeras en mi cabeza y leyeras mis pensamientos; pese a que me empeño con fiereza en actuar de manera impredecible.

El doctor ríe a carcajada limpia y yo disfruto de la hermosa vista.

—De hecho, sí haces un buen trabajo. Porque a pesar de lo bien que te conozco, no tengo la más pálida idea de cómo es posible que seas hija de Soledad de la Torre.

Suspiro al ver que ya se ha enterado de la noticia. La chismosa incorregible de Norma no podría controlar su lengua, aunque fuera tan larga como para pisársela.

—Esa sí que es una larga historia —Y agotadora, además.

—En ese caso —Observa el precioso reloj en su muñeca antes de anunciar su dictamen—, tengo suerte de contar con todo el tiempo del mundo a tu disposición para que me la narres.

Con otra exhalación, me armo de valor para empezar a hablar:

—Según lo poco que he entendido hasta el momento, Román de la Torre es el antagonista principal en este drama de telenovela —puntualizo desde el inicio—. Me separó de mi madre cuando era una bebé y le mintió afirmando que había nacido muerta. Lo más probable es que a mi padre le haya dicho lo contrario, que mamá había no hay sobrevivido al parto o quizás, simplemente que no tenía interés en que estuvieran juntos o en cuidar de mí. No estoy segura, ya preguntaré después. El punto principal, es que debió haber sido algo muy difícil de digerir para que mi padre, un eterno enamorado del mar, se refugiara en Medellín, una ciudad sin acceso al océano que amaba tan profundamente.

—¿Y cómo descubriste esta historia enrevesada?

—Hace algunos días fui invitada a una cena familiar por Rigoberto de la Torre, cuñado de mi amiga Nanda con el que he cultivado una gran amistad —aclaro, solamente con la intención que no quede lugar para un malentendido—. Rigo planeaba fingir que salíamos, puesto que la chica en la que realmente está interesado se negó a acompañarlo y Román, al vernos juntos, se alteró muchísimo. Supongo que ya me había reconocido (aún no sé cómo) y se horrorizó por completo al pensar que su hijo era novio de su sobrina biológica. El shock fue de tal magnitud que soltó la sopa por completo y desató el Armagedón.

—Guao —murmura con inusitado asombro—. Ha de ser muchísimo para procesar.

—Lo fue. E incluso si aún tengo un montón de vacíos en la historia que no logro comprender; en general, ya es suficientemente caótica. Soledad me buscó ayer con la intención de despejar todas mis dudas, pero lo cierto es que aún no me siento preparada para afrontar el pasado de golpe. Es… demasiado.

—¿Ese fue el motivo por el que viniste a mí aquella noche?

Revelar que recurrí a él en busca de apoyo durante uno de mis momentos más vulnerables es una gran confesión para alguien que le rehúye al compromiso.

—Lo fue.

Un tenue carmesí se aloja en mis mejillas y Alfonso sujeta mis manos entre las suyas en un gesto de confort que agradezco enormemente.

—Sabes que nunca me opondré a recibirte cuando lo necesites. Me gustas, Bianca. Muchísimo. Pero necesito saber si esta será nuestra dinámica para siempre. ¿Recurrirás a mis brazos exclusivamente cuando sientas que el mundo se te viene encima? ¿Compartiremos una noche intensa en mi cama y nada más? ¿Al salir el Sol se romperá el encanto? Porque quizás ese método pudo haberle funcionado a Cenicienta, sin embargo, no creo que vaya en sintonía con alguno de nosotros.

—Es complicado, Alfonso. Lo sabes.

Y aunque ruego por su comprensión, sé de sobra que tiene razón. No puedo mantenerlo atado a esta relación sin pies ni cabeza durante toda la vida por el simple hecho de no soy capaz de asumir un vínculo amoroso estable como la adulta funcional que me he propuesto ser. 

Él se acerca y me habla mirándome a los ojos:

—Puedo comprender las dimensiones de lo que esto abarca para ti, Bianca. Lo hice la primera vez que tuvimos esta misma plática hace un año, mas, debes admitir que estas recaídas no son sanas para ninguno de los dos. Estamos jugando con fuego, tirando de una cuerda frágil que podría romperse en cualquier momento. ¿Y quién sabe cuál de nosotros saldrá más herido cuando eso suceda?

Medito por unos segundos las repercusiones de lo que estoy a punto de decir antes de atreverme a tomar la palabra:

—Siendo sincera, quiero intentarlo, ¿okey? De verdad quiero hacerlo. Es solo que… —Súbitamente, percibo un nudo que obstruye mi garganta—. ¡Me aterra! ¡Un montón! ¡Y creo que tendré un ataque de pánico en cualquier momento! Sin embargo, he aceptado que deseo estar contigo. Siempre —Mi determinación se deteriora al imaginar un período de tiempo tan largo—. O, tal vez, ¿un par de días a la semana?

Contengo mis ganas de pegarme una bofetada por ridiculizarme de este modo en tanto Alfonso lucha por comprender mis arrebatos. 

—Lo siento, lo siento. No mentía al decir que me da pavor este embrollo de formalizar lo que sea que pase con nosotros.

—De acuerdo. Tranquila, todo irá bien.

Exhalo para instaurar nuevamente el orden en mi sistema nervioso.

—Ni siquiera sé por dónde empezar. Tenemos tanta historia que me resulta difícil localizar cuál podría ser nuestro inicio.

—¿Qué dices si tomamos el presente? ¿Qué opinas de tener una cita?

—¡¿Ahora?!

¿Este hombre no se da cuenta de que necesito preparación psicológica para enfrentar con ecuanimidad lo que viene?

—Bianca, has ido a mi casa, conocido a mi hija y ex mujer, dormido conmigo en numerosas ocasiones, acompañado a una boda, asistido en cientos de cirugías y tomado junto a mí toneladas de café. No obstante, ¿te has percatado de que jamás hemos tenido una auténtica cita en condiciones? Por eso quiero que tengamos la primera tan pronto como sea posible. Además, dicen que no hay mejor tiempo que el presente.

Lo reconozco, me ha convencido.

—De acuerdo, filósofo. Tengamos esa deseada primera cita.

Regresamos al portón de su casa debido a que es el sitio en el que ha estacionado el auto y, según él y su improvisado plan, lo necesitaremos para llegar al lugar al que planea llevarme esta noche.

En el trayecto, continuamos charlando:

—¿Sabes? Creo que gozamos de una particular ventaja a nuestro favor —Le dirijo una mirada que contiene la interrogante y él se apresura a responderme—: Ya sabes que soy alérgico a los lácteos, así como los efectos que produce en mi cuerpo y lo aceptas sin inconvenientes —Me río al recordar las coloridas consecuencias que ingerir queso tuvo en él y asiento, probando su punto—. En cambio, yo estoy en sobre aviso acerca de tus ronquidos.

Llevo una mano a mi pecho, ofendida por su declaración.

—¿A qué te refieres? ¡Yo no ronco!

—Eso lo dices porque nunca has dormido junto al tractor, como yo. Aquí viene la pista del enigma: ¡tú eres el tractor, Bianca!

—Alfonso… —pronuncio su nombre en un siseo de advertencia y él percibe la alerta de peligro en mi tono.

—De cualquier forma, sigue siendo un privilegio sobre las demás parejas que no tienen idea de lo que les deparará el futuro.

—¿Acabas de llamarnos pareja? —inquiero con cierto temblor en mi voz—. Creo que me ha provocado comezón.

—Bianca, no existe tal término clínico como la “alergia al compromiso”.

El estornudo que sacude mi nariz demuestra no concordar con él.

—¿Estás seguro? Porque para calmar esta picazón estoy dispuesta a arrancarme la piel en cualquier instante. Las ciencias médicas aún tienen mucho camino por recorrer y…

—Bianca, todo se debe a los temores que residen en tu cabeza.

Me concentro en cada respiración hasta que la ansiedad y mis propias inseguridades ceden antes de que él me ofrezca su brazo.

—¿Lista?

Sujeto la mano que me tiende y entrelazo nuestros dedos antes de sonreír con confianza.

—¡Hagámoslo!

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