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08. «Ave Maria»

La táctica de verter mi total atención en pequeñas acciones ha sido el salvavidas que me ha permitido sobrevivir a la noche sin una crisis de migraña. Incluso en este instante, en que la obscuridad ha cedido terreno ante la luz del Sol, sigo mi estrategia al pie de la letra concentrándome únicamente en inhalar y exhalar el humo de mi cigarrillo, al estilo de alguna clase de ejercicio de meditación.

Lamentablemente, apenas he podido pegar un ojo en toda la madrugada a pesar de mi inusitado logro y de que Alfonso me haya dejado exhausta. Porque, claramente, tuve que recurrir a él luego del desastre de anoche. Necesitaba con desesperación gastar toda la energía posible hasta empujar a mi cerebro al umbral del agotamiento, sin embargo, ni siquiera así he conseguido dormir, mucho menos descansar.

Gracias a un esfuerzo hercúleo, logro impedir que mi cabecita atormentada se deslice hacia el tema que he estado empujando al fondo de mi mente durante horas cuando termino con mi tercera cajetilla.

Esta vez me enfoco en una parvada de pájaros que emprende su vuelo a través del cielo crepuscular. El conjunto de aves me recuerda que debo darle señales de vida a mi compañera de piso, cuestión que resuelvo mediante un corto mensaje de texto, en cuya respuesta (prácticamente inmediata) Alondra me informa que Nanda se unirá a nosotras esta noche para una pijamada que traduzco como su forma de intervención en tiempo de crisis. De este modo, compruebo que la susodicha ha debido contarle lo sucedido con lujo de detalles, por lo que me he librado de tener que dar explicaciones innecesarias a mi regreso.

Por el momento, me niego a dedicarle mis pensamientos al condenado asunto, así que busco una salida de emergencia. Se me ocurre ir a comprar más cigarrillos (tal vez tabacos) o quizás me seduzca la tentación de obtener alguna sustancia mucho más efectiva que la nicotina, una que sea capaz de “sacarme de circulación” por al menos unas horas.

Sin embargo, un obstáculo se cruza en mi camino: Alfonso. Me acogió en su casa anoche sin trabas (a pesar de que me rehusé terminantemente a contarle lo que me tenía tan cabreada) y no puedo pagarle lo que ha hecho por mí con otra ingratitud marchándome antes de que despierte.

Con eso en mente, opto por hacer algo productivo y menos autodestructivo al comenzar a cocinar el desayuno para los dos. Aunque mis ganas escasean, confieso que es la opción más saludable para mantenerme ocupada ahora mismo.

Decido mimarme preparando arepas de queso con el único fin de consentirme. Me las merezco después de haber sido miserablemente atropellada por el autobús de las verdades ocultas.

Un rato más tarde, detecto la adormilada voz de mi doctor favorito acariciando mi espalda:

—¿Qué haces?

—El desayuno —Giro las tortillas para asegurarme de que no queden demasiado doradas antes de inquirir—: ¿Te apetece un omelet con champiñones?

—Sería estupendo.

Extraigo los ingredientes indispensables del refrigerador y me veo forzada a cerrar la puerta con un codo al tener las manos a tope. 

—¿En qué puedo ayudarte?

—Corta esos tomates, por favor.

El dueño de la casa se apresura a lavar los frutos rojos antes colocarlos sobre la tabla de madera dispuesta para la tarea, sin embargo, en el trayecto del fregadero a la encimera, comienza a hacer malabares con tres de ellos.

Intento regañarlo por su inmadurez, aunque el payaso es bueno montando un espectáculo.

—¡Mira esto! ¡Y con cuatro!

Casi no me lo creo al identificar el eco de mi propia risa inundando la estancia, pero no tengo mucho tiempo para meditar sobre el descubrimiento cuando el bobo coloca un tomate en mi boca y me obliga a morderlo.

—¿Quieres parar? Actúas como un mono de circo —Un leve olor a aceite pasado me recuerda que aún debo vigilar la sartén—. Tonto, provocarás que queme la comida.

Detengo su acto circense entregándole un cuchillo con el propósito de que regrese a su deber inicial.

—Yo no tengo la culpa de que no puedas prestar atención a dos cosas a la vez o que resulte una inmensa fuente de distracción para ti.

—En ese caso, tampoco será mi asunto si termino explotando tu hermosa cocina.

Quince minutos después, cosechamos el éxito de un formidable trabajo en equipo y el desayuno descansa impecablemente servido sobre la mesa del comedor. 

—Oh, esto está buenísimo —jadea con regocijo en el momento en que le hinca el diente a una porción de su plato—. Creo que es el mejor omelet que he probado en la vida. 

Sonrío por el halago, aunque le resto importancia con un suave encogimiento de hombros.

—La magia del queso, supongo.

Es mi turno de degustar la obra de arte que he elaborado especialmente para mi consumo y disfruto del cálido sabor a hogar que se impregna en cada mordida.

—¿Qué? —pregunto al ver que se ha quedado en blanco, observándome.

—¿Q-queso?

—Ah, sí. Lo considero mi ingrediente secreto; se funde durante la cocción hasta volverse prácticamente imperceptible.

—¿Pusiste queso en el omelet?

—Ya te lo he dicho.

De repente, me siento atascada en un déjà vu. «¿Por qué me recuerda a la escena de Fer probando bacalao y casi muriendo minutos más tarde?»

Interrumpiendo a la par que contestando la pregunta que me disponía a hacerle, el poderoso sonido de lo que bien podría tratarse de un enfrentamiento bélico teniendo lugar en su estómago irrumpe en la escena.

—Con permiso.

Alfonso se levanta de sopetón y corre al baño en tanto yo debo retener la cascada de risas que persiste en escaparse de mis cuerdas vocales. ¡No puedo creer que sea intolerante a la lactosa!

Agarro mi plato y tomo asiento en el piso fuera de la puerta del baño.

—¿Acaso eres un De la Torre? —cuestiono al acordarme de la larga lista de problemas alérgicos que caracteriza a la distinguida familia.

Empujo lejos a la vocecilla que me recuerda que yo sí soy una De la Torre; pese a que me encuentro a millas de sentirme como tal.

—No, por supuesto que no. Qué pregunta tan rara. 

Yo no doy explicaciones, aunque me alivia un poquito estar segura de que no se trata de otro primo perdido. Además, no me siento preparada para compartir la gran revelación con él aún.

«Sagrado Corazón de Jesús, ni siquiera soy capaz de procesarlo todavía. Por el momento, decirlo en voz alta sobrepasa decididamente todos mis límites.»

—Oh, recuerdo que tu amiga se casó con uno de ellos recientemente, ¿verdad? Me imagino que fue una boda para recordar.

—Si supieras… Fue un drama tan colosal que ni una temporada completa de “Lo que dice el dicho” podría retratarlo.

Continúo comiendo sentada junto a la puerta que desemboca en el baño como si no estuviera sucediendo nada del otro lado, mientras que, a juzgar por el ruido, él pierde su vitalidad en el inodoro.

—Lo que no entiendo es por qué guardas esta clase de productos en tu refri si tan siquiera probarlos equivale a lanzar una bomba atómica en tu sistema digestivo.

—Son para Montserrat. Ella los ama.

—¿No heredó tu alergia?

—¿Olvidas que no es mi hija biológica?

—Cierto –Juego un poco con el tenedor en mi boca antes de continuar—: Igualmente, creo que deberías ponerle una etiqueta o algo parecido. Ni siquiera te enteraste de que lo estabas comiendo.

—Hace décadas que no probaba un producto lácteo, apenas me acordaba del sabor.

Whatever. De cualquier manera, me quedó exquisito, así que eres tú quien se lo pierde.

—¿No te asquea comer sabiendo que estoy sentado en el trono?

—Con la cantidad de horrores que he visto y limpiado en ese hospital, he forjado un estómago de hierro. Créeme, ya no sé lo que la palabra “repulsión” significa —Supongo que alguna lección positiva debía extraer de mis constantes castigos por parte de Norma—. Ahora, ¿acaso dijiste “sentado en el trono”? ¿En serio? Esa expresión es del milenio pasado. Por favor, dilo como va: estás cag…

—¿Lo dice la que llama al sexo el “ñiqui ñiqui”? —Es su flojo contraataque.

—Te lo advierto, detente ahí mismo porque yo crecí jugando Los Sims y no admito que oses meterte con mi infancia. Me resulta imperdonable —atajo de inmediato—. Además, sabes que no es por vergüenza, yo tengo muy poco de eso. Soy capaz de decir coito, coger, follar o como se me antoje sin ningún tipo de pudor. Eso sí, jamás me escucharás decir esa tontería anticuada sobre “hacer el amor” ya que automáticamente me provocaría cáncer en la lengua.

Ignoro las risas al otro lado de la puerta y continúo con mi alegato:

—Lo de “ñiqui ñiqui” es más para evocar buenos recuerdos, ¿comprendes? No los de aquella incómoda y dolorosa primera vez, sino los del increíble acostón que tuviste con el tipo que te ponía a mil en la secundaria, el mismo que estaba astronómicamente superdotado con cualidades inferiores telescópicas y te llevó de paseo por las constelaciones durante una noche salvaje —explico a la par que rememoro ciertos episodios con innegable placer—. Así que, enorgullécete cuando te digo que hagamos el “ñiqui ñiqui” porque para mí, es el sexo en un nivel superior, exclusivamente para ocasiones especiales. Por ejemplo, con Horacio, el marido de tu exmujer, fue apenas un polvo mediocre. Fíjate que ni siquiera me he molestado mucho en recordarlo.

Esta vez las carcajadas son mucho más fuertes y hasta yo debo unirme al momento de distensión.

—Las cosas que dices, Bianca...

No le hago el menor caso y sigo comiendo.

El resto de mi día transcurre en medio de una maraña incomprensible en la que apenas percibo el paso de los minutos debido a que simplemente me he dedicado a tratar de dormir con tal de eludir el tema sobre el que mi cerebro insiste en profundizar.

Es precisamente debido a esa extraña y monótona bruma temporal, que no me percato de la llegada de Alondra, mucho menos de la puesta del Sol. Solo sé que un toque en mi puerta interrumpe mi partida en Los Sims 4 y atiendo al llamado con cierto desgano.

«Lo admito: sucumbí a la tentación. Necesitaba ir a algún sitio feliz y regresar a mi infancia fue todo lo que vino a mi cabeza.»

—¿Bianca?

Por un segundo, detesto a mi avatar, quien descansa pacíficamente (algo que la Bianca real no ha conseguido en todo el día), hasta que reparo en mi otra amiga de pie a la derecha de mi roomie.

—Hola, Nanda.

Ella me besa el cabello con un adorable dejo maternal y envidio al ser en su vientre cuya presencia aún desconoce por la maravillosa madre que le ha tocado en suerte.

—¿Cómo estás, Bi? —Estoy a punto de contestarle con un sincero “fatal” cuando ella misma me interrumpe—: ¿Sabes qué? Mejor no respondas. Sé que por tu vida ha pasado un huracán —Le otorgo la razón con una mueca—. No obstante, hoy tendremos una noche para las tres en la que podrás desahogarte cuanto quieras.

—No obraremos un milagro, mas, intentaremos tornar la situación un poco más pasable.

Agradezco su apoyo con una sonrisa de labios cerrados antes de que Nanda vuelva a intervenir:

—Pero antes de que la diversión inicie, traje a una invitada especial con la que debes platicar.

—¿Ingrid?

—Buenas noches, Bianca.

Ella se abre paso hasta entrar en mi habitación y se acerca a mi cama con la lentitud y precaución con la que deberías abordar a un cervatillo herido en la oscuridad del bosque; por miedo a espantarme, intuyo.

En lo que respecta a mí, actúo como suelo hacerlo, guiada por el incuestionable mecanismo de defensa que llevo instaurado desde hace tiempo: la evasión.

—No me diga que viene a interceder en su nombre porque le advierto que no estoy de humor para escuchar sus pretextos.

—Bianca…

Mi tía política (pese a que la aceptación del parentesco siga en trámite) niega tener esa intención con un par de ojos cristalinos que quiebran mi coraza protectora y ese es el instante de vulnerabilidad que mis amigas aprovechan para inventar excusas baratas con el objetivo de traicionarme y obligarme a escuchar lo que sea que Ingrid haya venido a decir.

—¿Saben qué? Iré a poner la película. ¿Te parece “Buscando a Nemo”? ¿Para qué pregunto? Claro que sí.

Dialogando en voz alta consigo misma, Alondra alcanza una resolución por sí sola (aunque no necesita mi confirmación, esa ha sido mi peli favorita desde su estreno hace poco más de veinte años atrás) y Fernanda copia su ejemplo:

—Y yo voy a hacer las palomitas de maíz. ¿Aliñadas con mantequilla? Por supuesto.

Ambas me abrazan en la incómoda posición de medio lado antes de dejarme a solas con Ingrid en el cuarto.

—Por favor, señora, no la defienda. Ella no quiso saber nada de mí, ella… me desechó.

Soy incapaz de camuflar la herida del abandono en mi tono lastimero, mucho menos el sollozo ahogado que me ha impedido continuar hablando.

—Es imposible.

—¿Cómo puede asegurarlo? —Trago el nudo que adormece mi garganta con ayuda de la fuerza que nace de mi ira para que las palabras salgan a flote—. Fue exactamente lo que pasó, Ingrid. Mi padre, un marinero del diablo (¡y pobretón para colmo!) no cumplía siquiera la mitad de las expectativas de su familia de alcurnia y ella procuró deshacerse de mi tan pronto como pudo expulsarme de su cuerpo. Fin de la historia.

«Ahora entiendo el dolor inconmensurable que acompañó a mi padre hasta el último día de su vida y su absoluta negación cuando le pedía que me hablara sobre ella. Nunca debí toparme con ese monstruo, así como nunca debí quedarme en México, inclusive si al tomar la decisión se sintió como una elección tan… correcta

—Mi niña, no eres ni serás capaz de comprenderlo enteramente hasta que tengas a tus propios hijos, sin embargo, al menos intentaré explicártelo —Ella toma mi rostro entre sus manos y acaricia mis mejillas—. Cuando te conviertes en mamá por primera vez, experimentas el dolor más hermoso que sentirás jamás en la vida —Frunzo profundamente mi entrecejo frente a esa ilógica y peculiar combinación de palabras—. Y sé que debe sonar como el mayor de los absurdos para ti puesto que sabes de medicina y tienes que haber presenciado un parto alguna vez. Supongo que desde tu visión fue un cuadro desgarrador plagado del más puro dolor y sufrimiento, no obstante, cuando oyes su llanto por primera vez y conoces a la criatura pequeñita que ha estado habitando tu vientre por meses, comienzas a vivir con el corazón fuera de tu cuerpo. Yo tengo tres corazones deambulando por el mundo. Sí, tres corazones que me generan estrés, preocupación y angustia a cada instante, pero son también mi mayor fuente de felicidad.

Para este punto, las lágrimas resbalan por mi rostro con libertad.

—Bianca, conozco a Soledad desde hace años, ella no podría cometer un acto tan atroz como desprenderse de su propia sangre. Soy testigo de cuánto ha sufrido al creer que estabas muerta durante décadas. Es un dolor de agonía con el que no sé cómo ha logrado convivir. Escúchala, por favor, no saques conclusiones precipitadas; oye su versión cuando estés lista —Su mano rodea la mía y anido sus palabras en mi corazón—. Se lo deben la una a la otra.

Sello la promesa silenciosa de que seguiré su consejo antes de pedirle algo a cambio:

—¿Puede quedarse? —Mi voz tiembla tanto que prácticamente no reconozco mi propio timbre—. La primera vez que la vi, pensé que sería una mujer malvada. Sin embargo, Nanda me ha contado que se ha vuelto una mamá para ella. ¿Podría ser la mía? ¿Solo por un momento?

—Claro que sí, mi niña.

Con su consentimiento y envuelta en su abrazo, me permito llorar a mis anchas, rodeada del calor maternal que la niña que fui jamás recibió.

Los créditos finales del filme animado se proyectan en forma de secuencia sobre la pantalla. Alondra se apresura a encender las luces en tanto Fernanda recoge los tazones sucios desperdigados por la sala.

—Oye, por mera curiosidad, ¿dónde estuviste metida toda la noche? Te esperé hasta media mañana, jamás apareciste. Y no creo que hayas pasado más de doce horas deambulando por la ciudad.

Los focos de mis detectives preferidas me apuntan sin discreción y confieso en voz baja:

—Estaba en casa de Alfonso.

—¿El doctor? —Afirmo ante la pregunta de mi compañera de piso con un tarareo—. Bi, ¡juraste que no caerías en las redes de ese hombre nuevamente! Estabas decidida a no meterte en más problemas en el trabajo.

Me defiendo como puedo, aunque escasamente convencida acerca de mi determinación:

—Y no he cambiado de opinión, pajarito. Anoche fue una recaída súper justificada. Necesitaba un refugio en la ignorancia y Alfonso era la opción perfecta.

—Por favor, al menos dime que no es casado.

—Calma tus preceptos cristianos, Nandita. Está divorciado.

Ella intenta disimular su alivio, a pesar de que podría reconocer su expresión de terror por el pecado disolviéndose en su rostro desde el espacio exterior; sonrío con sorna.

—Entonces es mayor, ¿verdad?

Cuando Fernanda opta por desplegar su curiosidad, sé que es mi fin.

—Un poco.

—¿Qué tan “poco”? Esa parte nunca la especificaste. Recuerdo que una vez lo vi de lejos en el hospital. Se conserva espectacularmente, aunque se nota que debe sobrepasarnos por lo menos en ocho años.

—Entonces, ¿cuántos exactamente? –interroga la única mujer casada en la habitación, jugando con mi conocida debilidad ante los hombres mayores.

«¡No pueden culparme! El complejo de Electra puede ser realmente divertido.»

—Die… —pauso mi respuesta con un matiz de vergüenza— …ciséis.

Percibo el impacto que produce la información en sus rostros y siento un leve pavor por la inquietud que detecto en el ambiente. Por suerte, la atemorizante calma es rota por una risilla traviesa de Alondra, quien toma el control remoto de la tele y comienza a dedicarme una canción:

A ella le gustan mayores.

De esos que llaman señores.

Me escandalizo cuando el ángel de Nanda se une a la broma y a partir de allí intercalan los versos para cantar uno cada una.

De lo que le abren la puerta y le mandan flores.

A ella le gustan más grandes.

Que no le quepan en la boca.

Los besos que quiera darle y que la vuelva loca.

¡Loca!

Ambas comparten el control a modo de micrófono y yo río a carcajadas por su desastrosa interpretación musical. El coro de risas disminuye gradualmente hasta que desaparece por completo, sin embargo, el buen ánimo perdura.

—Corazón, pensé que te interesaba la cirugía, no el departamento de geriatría.

Con una ceja alzada en protesta, le rebato:

—¿Lo dice la maestra con tendencias neonatólogas? Amiga, conozco suplementos que podría ayudarte con ese déficit de colágeno.

Nanda permanece apegada a su rol de espectadora, cual Suiza durante la Primera Guerra Mundial. Así que hago el siguiente comentario solo para pincharla y convertirla en partícipe del conflicto:

—Además, Fer también es mayor que Nanda.

—Por un año, Bianca. ¡Uno! Tú llegaste a la década de diferencia y seguiste avanzando.

—Bi, ¡él ya tocaba la batería en su banda de la secundaria mientras tú bebías la leche de tu biberón! —Me cruzo de brazos y pongo los ojos en blanco—. Bueno, no te estamos criticando. Quizás tu doctor es como el vino, que cada año se pone mejor. En ese caso, tú serás la afortunada en esta cosecha.

—Además, ahora soy yo quien toma la leche de su biberón. Así que me parece que estamos a mano —Cobro mi merecida venganza cuando ambas se ponen rojas hasta las orejas.

Nanda, visiblemente abochornada, cambia de tema:

—¿Te sientes mejor? —la pregunta tímida de mi solecito de primavera me convence de sujetar sus manos con cariño.

—Ustedes tienen ese efecto —Alondra me abraza y las tres nos acomodamos en el sofá—. Me alegra tanto tenerlas en mi vida.

—Siempre.

—No obstante, debo admitirlo: es todo tan malditamente extraño —Un bufido de impotencia me concede la apertura que necesito para poner mis ideas en orden—. O sea, siempre creí que mi madre estaba muerta. Jamás, ni siquiera una vez, se me cruzó por la cabeza la idea de que no podría no estarlo. No tenía ninguna duda al respecto y ahora, ahora que descubrí que no era cierto, que está dispuesta a recibirme con los brazos abiertos y darme las respuestas que tanto necesito, debería estar contenta, ¿verdad? Tendré la oportunidad de oír los hechos narrados directamente por su boca y despojarme de ese rechazo dañino que me marginaba a contemplar con indiferencia la historia de mis propios orígenes. Pero no estoy feliz —confesarlo finalmente me quita el aliento—. De hecho, me encuentro aterrada. Y por alguna razón, también me siento terriblemente culpable. Tengo la extraña sensación de que estoy traicionando a mi papá, sus deseos de que no desenterrara esa parte de su pasado. Y lo peor es que no puedo preguntarle, lo cual me lleva a echarlo tanto de menos que el vacío de su falta se asienta en mi corazón.

Un alarido de dolor cruje dentro de mi garganta y las dos se acurrucan más cerca de mí.

—Te entendemos perfectamente, Bi —Nanda deja un beso en mi mejilla antes de colocar mi cabeza en el hueco de su cuello—. Y me creas o no, es mi fe lo único que me ha ayudado a sobrellevarlo. Si no creyera fervientemente que hay un sitio después de la muerte en el que podré reencontrarme con mis padres y pedirles perdón por todos los errores que cometí y lo injusta que fui con ellos, estoy segura de que a estas alturas ya habría enloquecido —Las rítmicas caricias en mi cabello envían ondas de serenidad—. La fe puede remover montañas y traer consuelo a los espíritus más afligidos. Es un refugio en medio de la tempestad. Quizás te parezca un engaño, pero hay mentiras que abrigan el alma.

—¿Me enseñas, por favor? —mi petición suena desesperada y es porque su discurso se ha vuelto tentador—. ¿Me enseñas a rezar? ¿A creer que hay algo mejor detrás de todo lo malo que nos ocurre?

—Por supuesto.

Ella palpa con extremo cuidado el dije en forma de cruz que lleva siempre colgando sobre su pecho, el mismo que acompaña la cadena dorada que conserva como el más preciado recuerdo de sus padres.

Con voz tenue, las tres pronunciamos la tradicional oración:

“Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.”

Y lo confirmo, es cierto: la fe tiene el poder de llevar paz a un espíritu afligido. 

Nota de la autora: Lo siento, lo siento, no resistí. Tenía que poner al menos un fragmento de “Mayores” o no podría dormir en paz.

En fin, es todo por el momento.

Nos vemos en el próximo :)

Chau,

Lis

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