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02. «Excesos»

Si me pidieran una comparación, la calidez de un abrazo de Nanda equivaldría directamente a la sensación de seguridad que te transmite tu peluche favorito, ese al que te aferrabas durante tus pesadillas o cuando le temías al monstruo escondido en tu armario. Sí, así de reconfortante es el halo que rodea a Nanda Cabral, actualmente De la Torre.

—¡Las eché mucho de menos, chicas!

Alondra y yo reímos a carcajadas ante la mueca que esboza Fer por la exclamación de su mujer:

—Espero que no demasiado, ¿eh?

—Tranquilo, estoy convencida de que no nos extrañó en exceso, justo la medida suficiente por tratarse de sus mejores amigas.

Abrazo nuevamente a su esposa solo por el exquisito placer que me produce ponerlo de los nervios.

—Tú siempre tan… , Bianca.

Mi relación con Fer es... complicada, y en ocasiones (la mayoría), apenas bordea la delgada línea de la tolerancia. Aunque, siendo sincera, casi siempre es mi culpa. Y es que, a pesar de que todavía no consigo otorgarle una explicación racional, simplemente siento que una parte de mi ADN me obliga a molestarlo.

Digamos que todos los De la Torre tienen ese aire de riquillos quisquillosos que en Romi resulta inocentemente adorable, en Rigo sumamente gracioso, y en Fer, sencillamente insoportable.

—Por favor, mantengan la paz. ¡Acabamos de regresar!

Sin embargo, ahora que su vínculo con Nanda es oficialmente legal, no tendré más remedio que frenarme de vez en cuando; para garantizar la cordura de mi mejor amiga y darle una tregua a Alondra, quien ya debe tener más que suficiente con lo que lidiar si tenemos en cuenta las insistentes miradas que está recibiendo por parte de Rigoberto.

Los recién casados pasan a saludar al otro matrimonio De la Torre, e Ingrid nos extiende una cordial invitación a mi compañera de piso y a mí para que nos unamos al desayuno especial que se llevará a cabo en su casa como parte del recibimiento a la pareja de ositos cariñositos.

Alondra se niega bajo el pretexto de que llegará tarde al trabajo (aunque sé que tiene tiempo de sobra) y yo acepto porque no tengo nada mejor que hacer y la comida en la mansión De la Torre es deliciosa.

—¿Todo esto en un desayuno para seis personas? ¿Quién más viene? ¿El señor presidente de la República?

—Técnicamente, es un brunch.

Entrecierro los ojos en dirección a Fernando cuando oigo su exasperante respuesta.

«Y luego Nanda me pregunta por qué lo hallo inaguantable.»

—No la incordies, amor —El afectuoso tono que emplea mi amiga para reprender a su marido me parece cuestionable, mas, permanezco en silencio puesto que me gusta verla feliz—. No te preocupes, Bianca. Sé que al principio cuesta digerirlo, pero te acostumbrarás.

Pongo en duda la certeza de su última afirmación al volver a repasar los numerosos alimentos que descansan sobre la enorme mesa dispuesta en el jardín. Les juro que hay componentes de cada grupo alimenticio, es prácticamente espeluznante.

La extensa lista incluye lo que veríamos en cualquier producción gringa: salchichas, tocino, jamón, trozos de fruta y bollos, por ejemplo. También hay al menos una docena de huevos preparados de distintas formas, acompañados de frijoles con chile y tortillas, un elemento que me recuerda que seguimos en México.

Sin embargo, algo en la mesa toca mi corazón.

—¿Esas son arepas con queso?

Estoy a punto de ponerme a llorar debido a la emoción y Rigo me ahorra la vergüenza de exponerme como una completa maleducada al adueñarme del plato frente a todos cuando me lo tiende en un gesto de buena voluntad.

—Toma, las pedí para ti.

—Gracias.

Como si no lo hubiera hecho en semanas porque ese es el efecto de no haber comido arepas en meses para un colombiano promedio, debo acordarme de que masticar correctamente forma parte del proceso de, ya saben, devorar.

Agradezco que los cinco realicen un esfuerzo colectivo en ignorar mis pésimos modales porque, francamente, nada es más importante para mí ahora mismo que las arepas en mi plato. Ni siquiera las alabanzas que Nanda y Fer le dedican a su estancia en las Maldivas.

Entre la sexta y séptima arepa, lleno un vaso de la fuente de chocolate caliente. Así es, compañeros, esta gente tiene una maldita fuente de chocolate caliente en un día ordinario solo porque pueden. Lo dicho: excesivo.

—Y no me olvidé de ti, Bianca. Traje varias conchas increíbles.

Asiento con una sonrisa de boca cerrada a la par que engullo el último resquicio de queso en mi plato.

—¿Coleccionas? —inquiere Ingrid en tanto corta un trozo de su gofre con una fineza digna de la corona española. El porte que le inyecta a, literalmente, cada acción que realiza es agobiante; incluso cuando interfirió en la boda de Nanda, lo hizo con la gracia y clase de una emperatriz.

«A su lado, seguramente hasta la primera dama parece indigente.»

—Algo parecido —respondo mientras jugueteo con el tenedor como forma de distracción—. Mi padre fue marinero y viajó por todo el mundo. Desde su muerte, me he dedicado a coleccionar conchas de distintos lugares para tener un recuerdo de los sitios que visitó, convirtiéndolas en los dijes que adornan mi pulsera.

—Te prometo que amarás las que traigo para ti.

La angelical expresión de mi amiga me convence de que así será y respiro hondo para alejar la tristeza que suele apoderarse de mí cuando abarcamos este tema.

—¿Se trata del brazalete que llevas puesto?

Aclaro mi garganta para fortalecer mi voz quebradiza antes de contestar ambiguamente:

—Sí.

Lo llevo a todas partes ya que lo considero un amuleto de la suerte. Su función es muy parecida al collar de Nanda, me ayuda a conectar con mi papá. No importa si existe o no un “más allá” o el famoso “cielo” al que alude la Biblia, confío en que este accesorio mantiene la esencia de mi padre cerca de mí. Puedo percibirlo.

Igualmente, no es un detalle que comparta a menudo. La mayoría del tiempo las personas ni siquiera recaen en él, no es una joya costosa o excesivamente llamativa.

No obstante, Ingrid luce peculiarmente intrigada por el asunto.

—Estas son las más antiguas, ¿verdad? —Asiento sin más porque no me agrada la idea de contar la historia detrás de esas conchas en particular—. Juraría que las he visto alguna vez...

—Ingrid, no seas insistente, ¿desde cuándo eres aficionada a estas cosas?

—Reconozco que son preciosas. Además, sabes que tengo una excelente memoria. Sé que las he visto aquí, en México y…

—Amor, ¿podríamos charlar un minuto? ¿A solas?

Ella alza una ceja cuestionando la indiscutible falta de educación que implica tal pedido, pero nadie en la mesa deposita especial atención a los precarios modales del gran Román de la Torre. De hecho, me alegra de sobremanera la perspectiva de ponerle fin al interrogatorio.

—De acuerdo —acepta reticente mientras abandona su servilleta de tela sobre la mesa.

Evacúo la tensión almacenada en mis pulmones a través de una ruidosa exhalación y unas inmensas ganas de fumar.

—Nanda, Fer, ¿podrían decirme dónde hay un cenicero?

—Llamaré al servicio para que nos hagan llegar uno.

Lo detengo antes de que alce su mano para llamar la atención del empleado más cercano al reconocer que me vendría estupendo estirar las piernas.

—No te preocupes. Puedo ir a buscarlo yo misma si me das las indicaciones necesarias para no perderme en tu palacete.

Fernando rueda los ojos porque, aunque él la visualiza como la casa de su infancia, sabe que tengo razón. La mansión De la Torre podría albergar perfectamente a la realeza, si en México existiera una.

«Otro más de sus excesos.»

—Solo camina en línea recta por el corredor a tu izquierda y llegarás a la terraza. Debe haber unos cuantos dispersos por allí.

—Vale.

Me levanto con el estómago revuelto y busco en mi bolso un cigarrillo, antes de encaminarme hacia la dirección señalada.

Seguir el pasillo. Solamente tenía que seguir el pasillo.

Eso era todo.

Y, aun así, conseguí perderme.

—¿Pero cómo rayos…?

La potente voz del patriarca de los De la Torre interrumpe mi cascada de autocrítica:

—¡Ya te dije que no me agrada esa chica!

—No entiendo qué le ves de escandaloso; es una buena muchacha –La melódica tesitura de Ingrid se revela como contraparte en la calurosa discusión—. Sí, tiene un par de tatuajes que deslucen su bonita piel, pero no volveré a escudarme en ese tonto estereotipo para excluirla de nuestros planes. Meses atrás, me dejé llevar por tus ideas anticuadas y Nanda sufrió muchísimo por mi intervención cuando la persuadí para prescindir de Bianca como dama de honor.

Siempre estuve plenamente consciente de que Ingrid había orquestado el motivo para dejarme fuera de la boda desde el principio, sin embargo, no había imaginado que podría deberse a una razón tan estúpida. Honestamente, me inclinaba más por alguna tendencia xenofóbica o prejuicio clasista.

«¿Por mis tatuajes?» Una soberana estupidez.

Observo el Sol radiante que descansa en mi muñeca derecha y repaso con la punta de mis dedos los trazos grabados con tinta negra. Este tatuaje representa a Fernanda y me recuerda que ella no tendría aquella estrella dibujada en su tobillo si realmente no me quisiera en su vida.

Decido no darle más vueltas al asunto; continuar esta ruta podría exponer las inseguridades que me acribillaron al sentir que una de mis mejores amigas no me quería en su día especial. Aparte, revolver la olla con las memorias de mi padre ha sido suficiente para una semana.

—¡Su apariencia no corresponde con la imagen que debe reflejar un miembro de nuestra familia! ¡Cristo bendito! Luce como una narcotraficante.

Listo. Román acaba de traspasar el límite de lo que puedo tolerar.

Hago que mis dientes rechinen como única puerta de salida para la furia que se acumula en mi organismo y emprendo la retirada. Abandono mi bolso y todo lo que contiene con tal de marcharme tan pronto como sea posible de este sitio del demonio, antes de que mi carácter volátil me impulse a prender fuego a la mansión entera y vaya a poner en su lugar a ese señor, sin importarme que estemos en su propia casa.

Sin contar que podría detonar una nueva crisis de mi amada migraña.

«Las cosas que me suceden por chismosa.»

La misión de encontrar una excusa factible está chupada, ventajas de tener un trabajo como el mío, supongo. En resumen: disfrazo el asuntillo de mi huida con una urgencia del hospital en una llamada exprés de once segundos en la que le prometo a una decepcionada Nanda que nos veremos pronto.

Por primera vez, el hábito que adquirí como enfermera de llevar a cuestas mis pertenencias esenciales a todas partes ha jugado a mi favor. Lo compruebo al guardar mi teléfono y acariciar las llaves del departamento en el bolsillo trasero de mis vaqueros.

Con tanto tiempo libre y trágicamente sola en casa, decido prestarles atención a los ruegos de Alondra y dejar de ignorar la lista de compras que me envió hace tres días junto a otro par de exigencias menores, alegando que, por una vez en la vida hiciera algo por nuestro bienestar doméstico.

Además, tengo antojo de pasta y ya no queda salsa roja.

La caminata al súper es relajante y descubro un nuevo aprecio por la monotonía y quietud alojadas en los desiertos corredores de la sección de alimentos. Intento adivinar cuál es la mejor salsa de tomate cuando una voz familiar, a apenas unos pasos de distancia, roba mi atención del estante.

—No estoy seguro de que sea una buena idea, Milagros.

—¡Claro que lo es! Además, mi prometido está ansioso por conocerte.

—De hecho…

La pareja en cuestión pasa a mi lado y justo en el momento reconozco a uno de los interlocutores.

—¿Doctor López?

—Bianca, ¡qué gusto verte!

Él me observa con un brillo en sus ojos que traduzco como “salvación”, por desgracia, la mujer a su lado lo malinterpreta por completo.

—Oh, conque tú eres la enfermera Espinosa.

Un desagradable escalofrío recorre mi espina dorsal y estoy segura de que mi sentido arácnido no se ha equivocado al avisarme que la plática no será grata.

«¿Quién diablos es esta señora y por qué me recuerda tanto a Norma?»

—Lo soy, aunque no he tenido el gusto.

—Perdona, querida —El tono en su voz me revela el parecido: ambas son tan falsas como el espectacular busto de Aracely Arámbula—. Mi exmarido no goza de buenos modales, en parte, por eso lo dejé—. Ella es la única que se ríe de su chiste sin gracia y yo me limito a no darle el gusto de quedarme boquiabierta—. Me llamo Milagros.

—Encantada.

Imito su emoción fingida y me dispongo a fugarme cuanto antes; sin embargo, debo tener un nuevo tatuaje en la frente con la palabra “huida” en letras mayúsculas porque Alfonso huele mis intenciones desde su lugar y ataja mi movimiento maestro con una pregunta:

—¿Y qué hacías por aquí? —Son sus palabras. “De aquí no te escapas”, leo en sus ojos.

—¿La compra? —Señalo el carrito detrás de mí.

Milagros vuelve a reírse sola y súbitamente tengo ganas de regresar a la mansión De la Torre. «Si él no pagara parte de mi sueldo, los dejaría hablando solos con mucha satisfacción.»

—Por supuesto que sí, la compra. ¡Eres tan simpática!

Palmea mi hombro con una confianza peligrosa y, ¡cambio de planes! Estoy a un milímetro de emplear mi famosa y brutal franqueza en el momento en que el cirujano vuelve a intervenir.

—Claro que lo es.

Redirijo mi malhumor acumulado hacia él en compañía de una mirada fulminante antes de que la exesposa, claramente rencorosa, vuelva a abrir su pico de cotorra:

—Con mucho más entusiasmo, insistiré en verlos en mi casamiento. ¡Los estaré esperando!

La demente se coloca unos lentes de sol que no necesita porque, ¡hola, honey, entérate porfis! ¡Estamos bajo techo!

Observo a Alfonso preguntándole con la mirada por qué no ha llamado al centro psiquiátrico más cercano de inmediato.

—Era joven e inexperto —Es toda su explicación.

—¿Qué le hizo para que quedara tan mal?

—Celópata. Piensa que le puse los cuernos.

No puedo contener mi lengua a la hora de cuestionar:

—¿Y en verdad sucedió?

Si la mujer tenía sus sospechas, algún indicio debe haberle dado él. Como dicen: “ojo de loca, no se equivoca”. Y Milagros definitivamente cuenta con la primera condición.

—Irónicamente, no. Jamás.

Opto por creerle, de cualquier forma, discutirlo nos llevaría a un callejón sin salida.

—Menuda criatura… —mascullo al verla alejarse; ahora debo aclarar las cosas con el doctor—. Respecto a la boda…

—No te preocupes. No tienes que ir conmigo.

Enmascaro mi alivio con un comentario en busca de más chisme jugoso:

—Pensé que no iría en lo absoluto.

—Comparto una hija con ella, le haré un favor a su estabilidad emocional. Necesitará apoyo.

—Okey —Río con comprensión y doy por zanjado el tema—. Luego de este incómodo episodio, me parece que lo mejor será irme a casa.

Vuelvo a enfocarme en la estantería y mi dilema con las salsas. «¿Por qué rayos hay tantos tipos y formatos?»

—Elige la verde, la amarás —Sostengo la botella con una sombra de duda antes de acoger su criterio y añadirla al carrito—. ¿Quieres ir por un café? —Alzo una ceja poco convencida sobre si aceptar o no su oferta. Los dos sabemos que esta nueva cercanía es arriesgada por hechos comprobados en el pasado—. Debo tomar una decisión respecto a un caso y quisiera conocer tu opinión de antemano.

—Vale, aunque como ya no tendré oportunidad de hacer el plato de pasta con el que he estado soñando durante horas, pagará mi almuerzo también.

Diez minutos más tarde, hemos dejado las compras en su auto y andamos a paso lento hacia una cafetería cercana que él asegura conocer.

—Quería pedirte perdón por la actitud de mi exmujer.

—No hay problema. Tuve novios peores.

«Una larga y estrepitosa lista que me ha hecho aferrarme como garrapata a mi premisa de “ligues de una noche” desde que ingresé a México.»

—Te creo.

Ubico el bonito café hacia el que nos dirigimos a pocos metros y me regocijo en el aura confortable que emana de él. Ordeno un emparedado con jamón, lechuga y queso que me sacude el corazón ante la nostalgia de los sánduches colombianos.

El doctor López me muestra los exámenes de un pobre niño con traumatismo craneoencefálico y juntos, repasamos las acciones que podrían llevarse a cabo para su óptimo tratamiento.

Me cuesta convencerlo de considerar viable un procedimiento quirúrgico muy reciente y bastante experimental, que, amén del riesgo que implica, propiciaría la recuperación total del paciente si resultara exitoso, sin embargo, accede a presentar la opción ante los padres del pequeñín para que ellos tomen la determinación final.

—Solo tengo una condición más: te quiero en ese salón.

Sonrío con tristeza porque, aunque comparto su deseo y me siento realmente halagada, algunas burocracias y brujas sin escobas me lo impiden.

—No estoy capacitada para participar en esta clase de procedimientos. Según Norma y un par de protocolos, no cuento con la experiencia requerida.

—No obstante, estoy seguro de que tienes la habilidad. Hablaré con ella. ¿Aceptas?

—Si logra convencer a la fiera, por supuesto.

Disfruto mi bocadillo acompañada por cierta sensación de victoria mientras Alfonso me observa con incertidumbre. Lo dejo pasar, mas él no parece dispuesto a hacer lo mismo cuando aparta su soda dietética y me mira fijamente.

—Lamento si cruzo una línea, es que simplemente no consigo entenderlo. Eres muy inteligente, ¿por qué no estudiaste Medicina?

Ya está, el sándwich acaba de causarme indigestión. O quizás, es la detestable insinuación del médico frente a mí.

—¿Acaso cree que me convertí en enfermera porque no confiaba en mi capacidad intelectual para ser doctora?

Un dejo de advertencia se filtra en mi tono y sé que ha percibido el peligro al escucharlo pasar saliva con rudeza.

—Mm, yo…

—Le haré una pequeña anécdota: cuando mi papá murió, el doctor me dio el pésame por no poder salvar su vida, pero fue la enfermera a su lado quien cuidó de mí durante los años siguientes —Decido ir todavía más lejos al sacar mi móvil del bolsillo y mostrarle una foto de la amable señora Ruiz a la que atendimos hace unas semanas—. ¿Reconoce a esta mujer?

—Me suena familiar, aunque no podría afirmarlo con certeza.

—No lo culpo, apenas lo vio un par de horas, inconsciente, mientras amputaba sus piernas y luego de la operación, en tanto alistaba los papeles para su alta médica. Desde entonces, no ha sabido nada más de ella. Sin embargo, desde la misma fecha, le he agendado consultas psicológicas frecuentes porque aún no supera el síndrome del miembro fantasma y aconsejado a su familia acerca de las modificaciones que deben realizar a su vivienda como una forma de asistirlos durante el drástico cambio que han tenido que enfrentar en los últimos días. No obstante, usted no tiene idea, ¿cierto?

Le muestro una sonrisa rota mientras mantengo bajo control el temblor de mis manos.

—Porque ese no es su trabajo, es el mío. El suyo, se limita a salvar vidas constantemente, una tras otra, a veces sin siquiera tener tiempo para ver sus rostros con detenimiento, solo datos, historiales y resultados médicos. Pero sí forma parte del mío velar por su lado más humano y sensible al garantizar su recuperación en todos los ámbitos. Mi trabajo incluye contención y asistencia, y muchas veces traspasa las barreras del hospital.

Calmo mi respiración agitada antes de terminar:

—Le debo quien soy a una enfermera, y si no es suficiente para usted, doctor López, lo invito a introducirse su siguiente cirugía por donde considere pertinente.

Recojo mi exaltación y me marcho del establecimiento en una contundente salida dramática. Segundos después, regreso al recordar un detalle importante:

—Necesito mis bolsas.

—En un minuto…

Repito la retirada en un tropel de emociones e intento canalizar mis sentimientos desbordados antes de tener que volver a verle la cara.

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