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I. Adora el arte, pero el arte vivo.

Si hay algo que ella no soporte son las mentiras. El arte es mentira. ¿Cuál era la belleza de un lienzo inanimado con pinceladas de pintura? ¿Dónde estaba la gracia en un trozo de piedra helada con la figura de un humano? ¿Era virtuoso? ¿Acaso no tenían ya a humanos de carne y hueso como para hacer más en piedra?

Lisa Armanti había surgido como un genio cuando tenía solo seis años, terminó su secundaria y preparatoria a pasos agigantados y se había graduado con honores de la universidad a los quince años. Ostentaba el título de la niña más brillante de su generación y la persona más joven en terminar la universidad con una carrera en derecho.

Había viajado por el mundo y se había mudado a otra ciudad, otro país y otro continente totalmente sola y aún así estaba de pie frente a un cuadro, total y completamente derrotada por él.

La multitud turística se balancea alrededor de Lisa encajándole sus codos en un intento de lograr fotografiar la pintura frente a ella. La más famosa del mundo. La más protegida del mundo. La más estúpidamente cara, hablada, sonada y simple del mundo. Protegida por una cámara de cristal de quince centímetros de ancho y miles de cámaras de video que la grababan desde varios ángulos.

La pintura en sí es de una calidad y tamaño nefastos pero aún así todos están fascinados ante la pieza.

Lisa ve al diminuto cuadro casi con asco, llega a recordarse cuanto odia el hecho de que su propio nombre de alguna forma está relacionado con la pintura aunque las dueñas de cada nombre no pudieran ser más diferentes. La Mona Lisa (Gioconda) que había pintado Da Vinci era una mujer apenada, de emociones débiles y porte cerrado; Lisa Armanti tenía un porte de león, sentía un desapego apasionado por el mundo y nunca podría sonreír igual que la mujer del cuadro.

Se siente de repente muy mareada entre toda la gente y se ve obligada a salir del Louvre aunque no le caiga mucho en gracia. El museo le parecía interesante.

Ya fuera soporta el viento helado apretando los dientes, siempre olvidaba ponerse sudadera, para después caminar por las calles de la ciudad del amor (o más bien de la anarquía) con un aura gris y citadina que espera le ayude a pasar desapercibida por las calles.

Su táctica parece no funcionar porque la gente sí se fija en ella y la ven con fascinación; París es una ciudad cosmopolita pero aún así los parisinos se sorprenden al ver a un extranjero siendo citadino y cotidiano, más aún siendo tan joven. Lisa no llama mucha la atención, es alta, quizá 1.67 pero tampoco es mucho, tiene el cabello, los ojos, la piel y el cuerpo de tamaño y colores promedio que no incitan a que te fijes mucho tiempo y en general (aunque se le podría calificar de guapa) no es llamativa. Así que lo único por la que está segura que todos la miran es porque tiene dieciséis años y un porte de anciana.

Como siempre, termina entrando en la misma cafetería donde está la única persona en el mundo entero con la que no solo habla con gusto sino que empieza ella la conversación.

Bonjour Emmy, comme an ça va?
Bonjour Lisa, ça va bien, mercy—responde una joven camarera de no más de veinte años del otro lado del mostrador con un acento extranjero pero no del todo. Emmy es sueca pero su acento natal es muy parecido al clásico francés, Lisa sabe todo esto porque la conoció en una escuela de idiomas a la que fue por menos de dos meses para aprender francés, Emmy aún va ahí todos los viernes.

Lisa se sienta en una de las periqueras que hay de terciopelo rojo y saca su celular fingiendo usarlo mientras ve furtivamente a Emmy apilar tazas lisas de porcelana. La joven rubia le parece de una belleza inhumana a Lisa Armanti y se deleita con la idea de que la camarera dirija sus ojos azules a ella con una intensidad tal que se pregunta si intenta ver más allá de ella, más allá de su propia piel incluso.

Lisa resopla ante la idea de no ser el centro de atención de Emmy, si no estuviera en sus horas laborales podría saltar el mostrador y llevársela al Sena, al Palacio de Versalles, a la torre Eiffel, a cualquier otro lado que no fuera esa puñetera cafetería donde había miles de cámaras viéndolas y máquinas operando. Además de excéntricas y caras estatuas humanoides que la miraban con la fría expresión que les permitía su creación de piedra.

—Emmy—la llama con su acento fuerte y poco armonioso y la rubia se gira para verla, tiene una pequeña y casi inexistente cicatriz en su mejilla. Lisa se enorgullece de conocerla lo suficiente para notarla—. ¿A qué hora terminas hoy?

Emmy le sonríe a penas, de hecho le sonríe mucho más con los ojos que con su boca y esto le recuerda brevemente a la Gioconda; y luego ve lo grave de su comparación al entender que la sonrisa de Emmy es mucho mejor que la de la pintura.

—¿No más francés?—Inglés y sueco, bendito sea el país de la camarera. Lisa adora escucharla hablar en inglés, es dulce y cándido pero en cierto sentido fuerte y casi cortante.

—Hablo francés todo el día, sin parar, quiero un respiro—le responde con un movimiento de cabello que supone ser un gesto natural, realmente está más que estudiado por Lisa y el efecto que causa lo tiene dominado.

La camarera suelta un resoplo de risa viendo a la chica, termina de acomodar las tazas y se dirige a ella con su libreta en mano y una pluma que saca de su delantal.

—¿Qué te pongo?
—¿A qué hora terminas hoy?-repite con insistencia a la rubia viéndola a los ojos con cuidado de no perderse en ellos.
—Tres en punto—dice rodando los ojos y saliendo del otro lado del mostrador—, deja terminar y hacemos lo que quieras, ¿vale?

Al decir esto coloca brevemente su mano en el hombro de Lisa y ella piensa en retenerla en ese momento, pero como siempre, la camarera es más rápida que ella y se aleja a atender al resto de clientes.

Lisa ve el lugar con algo de náuseas, ve a los cuadros inmensos que se ciernen sobre ella como lobos; Emmy está atendiendo a una pareja de mediana edad, un hombre y una mujer con argollas en los dedos pero tienen una mirada ácida.

Ve en el reloj de muñeca que lleva puesto la hora. Faltan quince minutos para las tres.

Emmy sigue sonriendo y anotando todo en su pequeña libreta sin dejar de ser cortes en ningún momento aunque por dentro los oídos le zumban y el corazón le late en la garganta, si pudiera rompería las copas que lleva en la manos en la mesa de los comensales y les gritaría que ella no tiene la culpa de que su matrimonio sea un mierda. Pero no puede, entonces, sonríe y anota.

Está tan atareada con sus tres mesas que no se detiene a ver la hora y no se da cuenta que su turno terminó hace diez minutos hasta que voltea al mostrador y ve a Lisa, la mano derecha apoyando su cabeza mientras juega con una esfera de cerámica que hay de decoración, es entonces cuando recuerda y ve la gira en el enorme reloj antiguo y suelta un suspiro.

Se quita el delantal, coloca su tarjeta de salida y se dirige a ella con una sonrisa que le hace arrugas en los ojos.

—¿Vamos?
—Felicidades, ya estoy vieja-le responde levantándose de la periquera y andando con ella hasta la salida, una vez más aprieta los dientes al llegar fuera y Emmy se quita su suéter para dárselo.

—Gracias.
—En serio tienes que empezar a usar suéteres dice de forma distraída viendo a los edificios-, no puedes confiar en que siempre traiga uno.
—Pues deja de traerlos—responde simple aferrándose a la prenda, está impregnado del perfume de Emmy.
—No, porque— se da la vuelta para verla a los ojos mientras aún se ríe— tú siempre los usas.

Por un momento piensa que se ruboriza pero no es así, es solo el típico y buen calor que te da un suéter de lana. Cruzan la calle y Lisa decide que vayan a un simple y sencillo parque donde el único adorno es la naturaleza, los árboles creciendo a su voluntad y el césped torciendose asalvajadamente.

Lisa sienta a Emmy en una piedra plana y ella se queda en el césped, sonríen y hablan por un buen rato mientras la rubia le teje una corona de hojas que después le coloca en la cabeza.

Ahí se recuerda por milésima vez que realmente no odia el arte. Adora el arte, pero el arte vivo, el arte del cuerpo humano cuando baila, como el sol cambia de color los ojos y el cabello de las personas, como un simple gesto de mano puede ser tan elegante y grácil. Y sabe esto porque ve a Emmy y ve la alegría en su rostro cuando le pone la corona de hojas y ramitas; y eso es puro arte.

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