XII
Después de muchas aclaraciones, acuerdos y tratos, el rey de Dióminia por fin los dejó ir.
Para ser sincero, le sorprendía la facilidad con la que el Rey había aceptado ayudarlos. Aunque, bueno, el puesto de primera reina de Egipto no era algo pequeño. Atem recordaba que, cuando pequeño, su padre le dijo que ese puesto sería muy ambicionado, pero él nunca había podido comprender la razón.
Después de todo, a esa edad, ¿qué niño podía pensar en casarse por el bien de otros?
Ser Faraón no era algo sencillo. Atem lo había tenido claro desde que nació, pero lo había olvidado y ahora lo volvía a recordar.
Le llevaron comida a su habitación, pues antes de darse cuenta, había oscurecido.
El Rey había propuesto hacer una cena especial por el resurgimiento del verdadero Faraón, pero había denegado cortésmente, pues no se sentía de mucho ánimo.
Estando a punto de terminar la comida que le llevaron, oyó que los guardias frente a la puerta de su habitación conversaban con alguien. Posteriormente, su puerta fue golpeada.
Inseguro de quién podría ser, Atem dejó que pasara.
—¿Te importa si te acompaño un rato? —la suave voz de Mana hizo eco en la habitación.
—Ah, claro. Sí, no te preocupes —la tensión seguía en el pecho de Atem, aunque no estaba muy seguro de porqué.
Se sentó a su lado y por unos segundos ninguno dijo nada.
—Sabes, yo... —y luego ambos hablaron al mismo tiempo.
Dándose cuenta de lo extraña que estaba siendo la situación, los dos amigos de la infancia continuaron a reír para disipar la incomodidad.
Tanto Mana como él seguían vistiendo las mismas ropas que durante la conversación con el Rey, sin embargo, bajo la luz de las antorchas de la habitación de Atem, Mana parecía tener un brillo especial.
En Dióminia no era tan cálido como en Egipto, pero tampoco era un país frío.
Y aún así Atem se sentía acalorado.
—¿Qué ibas a decir? —le preguntó al fin.
Mana le sonrió.
—Solo vine a recalcar que, no importa lo que decidas, siempre te voy a apoyar —él inclinó la cabeza y Mama rió —. Ya sé que lo repito mucho, pero quiero que sepas que lo digo en verdad —apretó los labios y tragó saliva antes de continuar, juntando sus manos sobre su regazo y mirando hacia el frente en lugar de hacia él —. Sé que casarse con alguien a quien no amas, por el bien de otros, no es fácil. Por eso, hagas lo que hagas, decidas lo que decidas, aunque esté bien, aunque esté mal, si es por el bien de todos... Si es por tu propio bien, nunca, nunca te dejaré solo, Príncipe.
Se quedó en silencio. No supo qué decir al instante, pues aunque sabía que ella realmente decía la verdad, había cierta parte que no parecía natural.
Sin embargo Atem sonrió.
Se encogió de hombros y apoyó las manos en su cama, intentando mostrarse más relajado de lo que en verdad estaba.
—Sabes, yo siempre supe que algo así pasaría más temprano que tarde —Mana volvió a mirarlo —. Aunque pueda casarme con las mujeres que quiera, y tener cuantas concubinas quiera, mi primera reina nunca sería alguien a quien en verdad amara de ese modo.
Miró hacia el techo.
Teóricamente, si alguna de sus hermanas o medio hermanas siguiese viva, él tendría que casarse con ella para continuar con la sangre Real. Sin embargo, ahora que estaba solo con Yūgi, el único camino era casarse con alguien que le diera algún poder, ya sea económico o militar.
En Egipto seguramente habían hijas de sacerdotes de otros templos esperando casarse con el actual Faraón. Hijas con fuerza y poder de su lado. Si no era Teana, y de algún modo lograba hacerse con el mando, de seguro le tocaría-...
Sintió algo cálido sobre una de sus manos.
Las manos de Mana estaban apoyadas sobre su mano izquierda, pero ella no lo miraba directamente a los ojos. Seguramente sabía lo que estaba pensando.
Sabía lo resignado que estaba.
—Entiendo. Entiendo lo que dices, así que por favor... Por favor no sigas —sus dedos lo apretaron y sus hombros temblaron por la fuerza ejercida —. Tú también deberías poder hacer reina a la mujer que ames, sea quien sea...
—No hables como si fuera tu culpa —Atem la interrumpió poniendo su otra mano sobre las suyas —. No lo es.
—Lo sé, lo sé, pero....
—Mana.
Ella alzó la mirada, entonces, conectando sus ojos con los de él.
—No es tu culpa —repitió lentamente y aunque no podía asegurar que Mana le creyera, ella de todas formas asintió.
Se volvieron a quedar en silencio, ambos mirándose, intentando convencerse mentalmente de lo que pensaban.
Una vez más, estaban otro paso más cerca de volver a Egipto y recuperar el reino. Tenían que planear cosas, pensar en el futuro, pero en ese momento eran solo ellos. En silencio, rodeados e iluminados por la calidez de las antorchas... y quizás por algo más que surgía, otra vez, desde el interior de sus pechos.
Atem podía escuchar muy bien sus propios latidos resonando en sus oídos y se preguntaba si a Mana le pasaría lo mismo. Quería averiguarlo, descubrir de una vez por todas aquel sentimiento.
Acercándose. Acercándose más y más a ella, en algún punto tendría que revelarlo.
Pero...
—Tengo que irme —entonces Mana soltó lentamente sus manos.
Y él tuvo que hacerse para atrás y dejarla ir.
—Buenas noches —se despidieron.
Por supuesto, sus fuertes latidos no se detuvieron pronto, ni siquiera cuando ella cerró la puerta tras su espalda.
°°°
Mana salió prácticamente corriendo de la habitación de Atem.
Fue consciente de las miradas confundidas de los guardias, pero ninguno estaba en la posición de preguntarle, y ella no se encontraba dispuesta a decirles.
Sucedía tan seguido con Atem y ella ya no estaba segura de qué hacer. Lo amaba. Lo amaba cuando era niña. Lo amaba cuando desapareció. Y sin duda lo seguía amando cuando lo encontró.
Se detuvo al doblar en una de las esquinas del corredor que la llevaría a su habitación y se apoyó en la fría pared de piedra pulida.
La estructura del palacio no era tan asombrosa como en Egipto, mucho menos tan compleja, pero la oscuridad de ese lugar era algo que agradecía.
Teana era una mejor opción para esposa y reina. Siempre lo había sabido.
Pero el simple hecho de saber que ella también fue una candidata en su momento la carcomería por dentro durante el resto de sus días.
Después de unos minutos atormentada en las sombras, Mana se pasó las manos por la cara y continuó su camino.
Por supuesto, no notó a Yūgi.
°°°
Al día siguiente, tanto Atem como Yūgi fueron llevados hacia el campo de entrenamiento.
Un hombre alto y musculoso, declarado el más fuerte y habilidoso de todos los luchadores en Dióminia, los esperaba ahí.
Les dio a ambos espadas de madera. Mucho más livianas que las que el Rey y él habían utilizado en su Duelo el día anterior.
—Muchachos, el Rey me ha ordenado explícitamente que los eduque para la batalla lo más pronto posible, y como después de esto el Príncipe debe practicar magia, no tenemos mucho tiempo.
—¿Eh? —Yūgi parpadeó —. Lo siento, pero yo nunca he-...
—Puea ahora lo harás —afirmó el robusto hombre cruzando los brazos sobre su pecho y antes de que Yūgi pudiera decir algo más, continuó: —. Primero lo primero, la posición. Ambos, sigan lo que hago. Puede que sea algo distinto al estilo de Egipto, pero les servirá de todas maneras.
Habiendo sido testigo de la fuerza del mismísimo Rey, Atem no dudó en seguir las indicaciones del hombre.
Yūgi, por otro lado, que era totalmente nuevo en el manejo profesional de la espada, lo tuvo más difícil.
Los hicieron enfrentarse para medir sus conocimientos. No fue complicado para Atem dejar de Yūgi sin arma.
¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!
El sonido que emitían ambas espadas al chocar era distinto. Más seco y sin eco, pero la fuerza de rebote era más fácil de sobrellevar.
—Entonces —le dijo Yūgi en cierto momento, cuando les tocó un descanso —. ¿Estás bien?
—Sí —contestó con el ceño fruncido en confusión —, ¿por qué lo dices?
Yūgi se encogió de hombros mirando la espada de madera entre sus manos. La lanzaba de arriba a abajo como si quisiera calcular su peso.
—No lo sé. Ayer tuviste que aceptar un matrimonio con otra mujer cuando la que te gusta estaba justo a tu lado. Creí que quizás-...
¡Clack!
Antes de darse cuenta, Atem ya había levantado su espada para interrumpir a su hermano.
—No puedo creer que hayas dicho eso de casualidad —comentó Atem sintiendo calor en sus mejillas, y no precisamente por el esfuerzo recién hecho.
La sonrisa de Yūgi no ayudó mucho. Su reacción había sido totalmente acertada con la espada, lo que tampoco lo alentó.
—No lo hice —contestó —. Anoche me dirigía a hablar contigo cuando la vi saliendo de tu habitación. Creí que, ya que no puedes disfrutar de tus propios sentimientos, estarías disfrutando de la libertad sex-...
Esta vez Atem no lo dejó terminar cuando volvió a golpear con la espada.
—¡Ah, ese es el espíritu! —halagó el mejor luchador de Dióminia.
—Más fuerte, que el Rey no te escucha.
Yūgi miró por sobre su hombro.
—Ah, pero Mana está en las tribunas, no hay posibilidad de que-...
—¡Yūgi!
Una vez más comenzaron a chocar espadas. Debido a que Atem estaba prácticamente desesperado por callar a su hermano, su habilidad decayó en muchos niveles a diferencia de cuando luchó contra el Rey.
Por supuesto, Yūgi lo aprovechó, aunque era obvio que en su interior se estaba burlando de su hermano.
—¡Deberías ver tu cara! —expresó riendo.
Atem, pese a lo frustrado que se sentía, también se vio sonriendo.
—¡Ya verás!
°°°
Mana se mantuvo observando a Atem y Yūgi mientras ambos reían y chocaban espadas.
Era la primera vez que los veía así, como hermanos. Como si no tuvieran el peso de Egipto sobre sus hombros.
Tuvo que cerrar los ojos unos segundos. Por lo menos hasta que oyó pasos a su lado.
Al girar, se encontró con, nada más y nada menos, la princesa Teana.
Desde el día anterior, ninguna había aparecido en el camino de la otra. Y, por supuesto, mucho menos se habían dirigido la mirada o la palabra.
—Princesa —saludó.
Teana le sonrió sinceramente.
—Vine a disculparme —dijo —. No pude hacer nada en contra de la decisión de mis padres.
Mana le devolvió la sonrisa antes de girarse hacia ella.
—No es tu culpa —contestó —. No tienes que preocuparte.
—¿Estás segura de eso? —insistió la princesa, sonando totalmente desconfiada y alzando una ceja en ironía —. No tienes que esconderte de mí, Mana. Lo sabes.
Mana miró hacia el suelo. Luego volvió los ojos hacia el par de hermanos.
—Es por el bien común —se mantuvo en silencio, bajo la expectativa de Teana, antes de negar con la cabeza —. Es lo que siempre me repito, ¿sabes? "por el bien de Egipto", pero... No sé si lo haya valido.
—¿Qué cosa?
—Míralos, Teana —señaló con la cabeza —. ¿Qué nos dio el derecho de quitarles esa tranquilidad con la que Vivían? ¿Por qué simplemente no pude... No sé, quitarles el Rompecabezas? ¡Debería haberlos dejado! Pero por mi egoísmo...
—No fuiste egoísta en ningún momento, Mana —Teana la detuvo —. Seguiste las órdenes que se te dieron e hiciste real la esperanza de muchos inocentes. La falsa tranquilidad con la que vivían iba a terminar en algún momento, y ellos lo saben. ¿No me dijiste que fue esa tal Nebet la que los impulsó a seguir su destino?
—¿Destino? —Mana repitió —. Tú ni siquiera crees en eso.
—Yo creo que lo tenga que pasar, pasará. Y ni tú, ni yo, ni los Dioses puedes hacer algo al respecto —replicó la princesa mirándola a los ojos —. Deja de pensar que todo es tu culpa o tu responsabilidad. Sino también lo sería de Mahad, y de los otros sacerdotes, ¿o no? En cambio, aprovecha el tiempo que tienen juntos. Los diez años que no estuvo contigo-...
—¡Pero no puedo! —Mana empezó a agitarse al mismo tiempo que su voz se quebraba —. ¡Es horrible pedirle que arriesgue la vida que casi pierde! Es horrible pedirle que...
—Que luche por nosotros —Mahad, tan sereno como siempre, apareció de pronto a su lado, como si hubiese estado oyendo la conversación desde hacía rato.
Los ojos de Mana se llenaron de desesperación. Mahad, la persona a la que amaba tanto como a Atem, pero de una manera distinta, era el único que podía entender perfectamente bien lo que ella estaba diciendo. Lo sabía.
—Mana, sé lo que estás sintiendo, pero si nos echamos para atrás en este momento, todo habrá sido en vano —sus ojos se expresaban con calma mientras miraba a Mana y le ponía una mano en la espalda.
Mahad era digno y fiel a su palabra, pero eso no significaba que no sintiera nada en lo absoluto. Lo que hacía que Mana tuviera que expresarse por los dos.
—Lo sé, maestro. ¡Lo sé, pero-...!
No pudo evitarlo cuando sintió el nudo en la garganta. Mahad la abrazó para que se desahogara por completo. Era horrible el tener que pedirle a alguien tan preciado para ambos que arriesgara la vida que tanto le costó mantener, aun peor desde que recién podían volver a verlo y escucharlo.
No sólo era su Príncipe, o futuro Faraón. Atem era su amigo más cercano.
Por eso, ambos entendían la magnitud de lo que sucedía.
°°°
Atem y Yūgi detuvieron su intercambio de golpes cuando oyeron el alboroto en las tribunas.
Ambos, de algún modo, intuyendo lo que pasaba.
—Sabes —dijo Yūgi sin girar a mirarlo, lo que hizo que Atem le prestara más atención —. No voy a decir que entiendo lo que puedes estar sintiendo en estos días, hermano. Pero puedo decirte que no tienes que guardarte nada para ti solo. Estoy aquí para escucharte y para luchar a tu lado.
Le sonrió y Atem tuvo que devolverle el gesto con un determinado asentimiento. Comprendía lo que le decía Yūgi y comprendía lo que sentían Mana y Mahad.
Atem no desperdiciaría sus sentimientos. Estaba listo para asumir el cargo que el destino le había dado.
Aunque eso significase dar su vida a cambio.
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