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XI

Un par de guardias los guiaron hacia el coliseo privado del Palacio. No era para nada pequeño y estaba diseñado para recibir una gran cantidad de gente importante de otros reinos, sin embargo, por la privacidad del asunto, esta vez sólo estaban Teana y la Reina, algunos empleados y ellos mismos sentados en las primeras filas.

Mana tenía claro que por un lado saldría Atem y por el otro, el Rey. Era una arena para el entrenamiento y entretenimiento, pero aún así no podía evitar sentirse inquieta.

—No te preocupes —las palabras de la princesa Teana hicieron que girara mirarla.

No había nada de protocolo, por lo que estaba junto a ellos en lugar de estar en las tribunas reservadas para la familia Real.

—Me gustaría pensar como usted —dijo Yūgi, del otro lado de la Princesa —, pero la verdad es que nunca he visto a mi hermano-... Quiero decir, al Príncipe tomar una espada en nuestra vida.

Teana rió entre dientes al oír a Yūgi.

—Puedes tratarme de "tú" cuando no estén mis padres —permitió ella ante cualquier cosa. Era algo que le gustaba a Mana. Tanto a la Princesa como al Príncipe les gustaba sentirse de iguales a su gente en lugar de presentarse como Dioses.

Era algo que tenían en común desde hacía tiempo.

Mana apretó sus brazos cuando sus sentimientos fueron en una dirección a la que no deberían. No era el momento.

Entonces alzó la vista hacia la arena. Por un rato nada sucedió, pero entonces, alrededor de cinco segundos después, tanto Príncipe como Rey se hicieron apreciar.

°°°

Atem se sentía increíblemente cómodo en las ropas que los criados le trajeron. Eran flexibles y livianas. Sentía que podía moverse con facilidad.

Como sea, la ropa no ayudaba mucho en cuanto a sus recuerdos sobre cómo manejar una espada.

Sí, recordaba algunas posturas básicas, pero ¿y lo demás? ¿Había algún tipo de truco?

Agitó la cabeza en cuanto empezó a ponerse nervioso. Si sus manos empezaban a sudar, ¿cómo iba a sujetar bien la espada, entonces?

Y la espada... Ese era otro asunto. Las palabras «el elegido» seguían ahí tan relucientes como si se burlaran e incluso estaba seguro que esa era una espada egipcia, pero ¿cómo y por qué la tenía guardada el Rey de Dióminia?

—Espero que no me aburras, muchacho —oyó comentar al Rey.

Podía pasar de los cuarenta años de edad, y aún así parecía que no tenía ninguna dificultad para controlar su espada.

A Atem entonces le vino una pregunta:

—¿Por qué debo tener un duelo con usted? —quiso saber.

Fácil y claramente, el Rey podría llamar a su mejor guardia y hacerlo morder el polvo con sólo mover una mano. Pero no.

—Porque nadie mejor que yo puede probarte, hijo de Aknamkanon.

Atem devolvió la misma firme mirada que se le dio. Objetiva y crítica, sin embargo confiable de algún modo. La mirada que solo un verdadero Rey podría dar.

Luego volvió la mirada hacia los pocos espectadores. Por un lado estaban Mahad y Yūgi, que veían concentrados cada movimiento que tanto él como el Rey hacían. Ambos eran similares en algunos aspectos, notó. Seguramente los dos podían predecir una estrategia con sólo observar el modo de sujetar el arma.

Después estaba Teana. La sonrisa ladina que tenía denotaba su buen humor como su confianza. Atem ni podía decir que el Rey lo dejaría ganar a propósito, ¿entonces por qué Teana sonreía de ese modo?

Y por último estaba Mana. Ella presionaba sus labios con tanta fuerza que estaban de un color varios tonos más claro. No sabía si debía sentirse bien o mal por su obvia preocupación.

Sin embargo, una vez sus miradas se cruzaron, ella le sonrió con tranquilidad. Como si supiera lo que estaba pensando.

Y bastó para que Atem respirara tranquilo.

—Entonces, ¿empezamos? —preparó la única postura que recordaba bien.

El Rey hizo otro tanto, pero la postura que utilizó fue ligeramente distinta. Probablemente cosa de Reinos, pensó Atem.

Y con el fuerte sonido del cuerno, ambos corrieron hacia sí.

¡Chin! ¡Klank! ¡Klink!

Las espadas chocando entre sí sonaron repetidas veces y de distintas formas.

Avanzaba, retrocedía y luego volvía a avanzar balanceando la espada como mejor le parecía; por otro lado, el Rey recibía cada golpe y lo repelía con un movimiento distinto.

—¿Sabes? —le dijo en cierto momento el Rey, cuando las espadas quedaron pegadas por las respectivas fuerzas emergidas en ellas —. ¡Tener un Duelo no es mover la espada de un lado al otro!

Ambas espadas se separaron, y ambos usuarios se las arreglaron para no caer ante el desbalance.

—Si es así, ¿entonces por qué no me ha derrotado ya? —contestó Atem volviendo a la carga.

Una sonrisa se le escapó al Rey cuando volvieron a chocar espadas.

—Buen punto.

°°°

—Creí que no podría aguantar más de dos minutos —comentó Yūgi pegándose al muro que lo separaba de la arena —. Nunca lo había visto así.

Téa na se acercó a él y le colocó una mano en el hombro. Yūgi se sobresaltó.

—El cuerpo no olvida —le dijo ella.

Sabiendo que no había manera de interrumpir la extraña sinfonía que ambos tenían, Mana se acercó a Mahad.

—Odio decirlo, pero no entiendo qué está pasando, Maestro.

Mahad tardó varios segundos en responder y cuando Mana volvió a llamarlo, él sólo contestó:

—¿Eh? —parecía haber sido sacado de sus pensamientos. Luego rememoró la pregunta y negó —. No, yo tampoco.

—Hum...

Y no había duda de porqué. A veces parecía que el Rey presionaría lo suficiente como para que Atem perdiera, pero entonces Atem se las arreglaba y era él el que ahora estaba presionando al Rey.

Mana recordaba haber compartido algunas clases de esgrima con Atem, pero nunca que fuera tan increíblemente habilidoso.

Sin embargo, cuando menos se dio cuenta, y en un audaz movimiento del Rey, con un fuerte ¡klanck!, la espada de Atem salió volando hacia uno de los laterales, clavándose en el suelo.

Desde donde estaba, Mana pudo verlo tragar saliva mientras que a sus lados, Yūgi y Mahad exclamaban en silencio.

Ella bajó los hombros.

Cuando alguien perdía su espada en medio de un duelo, era el fin.

°°°

Atem exhaló dejándose caer sobre la arena y levantando una nube de polvo opaca. Transpiraba como nunca en su vida y sentía la adrenalina agitando su cansado corazón.

En cambio el Rey parecía no tener molestia alguna mientras limpiaba su espada.

Era un hecho, se dijo, había perdido.

O eso pensó hasta que vio una mano frente a él, la cual tomó.

—Hacía años que un novato no me entretenía de ese modo —dijo el Rey con una cálida sonrisa —. Tu padre no se equivocó contigo ni con la espada. Ambos van de la mano, solo necesitas un poco más de técnica que fácilmente aprenderás aquí.

Atem casi se atragantó con su propia saliva. ¿Había oído bien, o estaba alucinando por el cansancio?

—¿Perdón?

El Rey rió.

—Lo que oíste, Príncipe. Ahora ve a asearte, que tenemos que discutir algunos otros asuntos. Además —sus ojos se dirigieron a las tribunas —tus amigos te están esperando.

Confundido, Atem volteó en busca de Yūgi, Mahad y Mana, quienes no tardaron en correr hacia las gradas para alcanzarlo lo más pronto posible.

—¡¿Estás bien, hermano?! —fue Yūgi quien preguntó primero.

Atem asintió.

—¿Qué te dijo el Rey? —continuó Mahad.

—¿Fue algo bueno, o malo? —agregó Mana.

Aturdido por un momento, Atem se tomó su tiempo para responder:

—Bueno, supongo.

Entonces todos respiraron con más tranquilidad. Había algunas preguntas por realizar y averiguar sobre lo que se iba hacer de ahora en adelante, pero por el momento, Atem estaba feliz de darles algo de paz a sus amigos.

°°°

Teana no quería estar ahí. Atem lo notó desde el momento en el que puso un pie junto a sus amigos en la sala del Rey.

Sin embargo sus padres parecían muy interesados en lo que estaban por decir.

—Tu padre mandó a forjar esa espada para su heredero —dijo el Rey después de un rato —. Sin embargo su heredero tendría que ganársela con mi consentimiento de algún modo.

—Wou, ¿tan amigos eran? —se le escapó a Mana, que después de una rápida disculpa, se ocultó tras Mahad.

El Rey sonrió.

—Llegamos a ser como hermanos, pequeña Mana. Desde que pisó este reino y se enamoró de él y su gente, coincidimos en que Dióminia no necesitaba ser gobernado por otro país más grande, sino mantenerse aliado a ellos.

—Así que a eso te referías —comentó Atem a Mahad.

El sacerdote sonrió y asintió.

—Por eso comprenderás que no puedo ceder mi ejército de tal modo que nos perjudique, ¿no es así, Príncipe?

Las sonrisas que cada uno tenía en la cara desapareció de pronto, como si un balde con agua fría, sin el agua, hubiese caído sobre sus cabezas.

—U-Un momento, ¿quiere decir que no nos ayudará? —cuestionó.

—No exactamente —contestó, esta vez, la Reina —. Hace mucho tiempo hicimos un acuerdo con tu padre, Príncipe. Y ahora queremos hacer uno similar contigo, futuro Faraón.

—¿Eh?

Atem no comprendía muy bien lo que sucedía a su alrededor, mucho menos Yūgi, en quien buscó alguna explicación, sin embargo, por las miradas de Mahad, Mana y Teana, que o podía ser algo muy bueno.

—Te entrenarás aquí, con nuestros mejores guerreros, también Mahad y Mana podrán practicar su magia y enseñarte. Te daremos la mitad de nuestro ejército y proveeremos a los hombres de tu reino que te apoyen; pero tendrás que prometernos una especie de seguridad, Príncipe Atem.

—¿Seguridad? —repitió.

—Así es. Seguridad de que no nos atacarás cuando recuperes tu reino ni nos abandonarás cuando consigas lo que quieres.

La mano de alguien se colgó de su ropa. Era ligero y a penas lo tocaba, pero podía suponer de quién se trataba, así como pudo suponer de qué estaban hablando el Rey y la Reina.

—Tendrás que casarte con Teana, Príncipe. Hacerla tu primera Reina, si es así como lo prefieres.

Por un momento, solo por un segundo, Atem sintió que perdía el equilibrio. No fue algo fuerte ni drástico. Es más, quizá solo fue parte de su imaginación, pero la sensación de que estaba mal no se quitó de su cabeza.

Abrió la boca listo para negarse o pedir tiempo para pensarlo, pero la mano que colgaba de su ropa lo jaló con suavidad.

Su mirada se dirigió a Mana.

Sus ojos verdes lo observaron con una extraña confianza.

Después miró a Mahad, y luego a Yūgi. Ellos no le devolvieron la mirada.

Atem tragó saliva. Claro, ¿quién era él para interponer un deseo egoísta sobre sus amigos y reino? ¿No era él, quien estaba dispuesto a mucho más para hacer justicia por sus padres y salvar Egipto?

Sus pensamientos se detuvieron por unos segundos. ¿Cuál era el "deseo egoísta" del que hablaba?

Entonces Mana soltó su ropa y él lo entendió todo.

Casi todo, al menos.

Ella estaba dispuesta a sacrificar algo por otras personas. Él no podía quedarse atrás.

Solo era el puesto de primera reina, después de todo.

Miró a sus amigos una última vez antes de levantar la vista hacia los reyes.

Era la mejor opción. No había otra opción.

—Entiendo.

Pero igual debía hablar con Mana antes que todo.

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