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VIII

No había manera en la que no quisiera obtener justicia... o venganza, como mejor sonara.

Aunque se la había pasado casi toda la noche pensándolo, esa era la única respuesta a la que podía llegar. El único objetivo. La única meta.

Sin embargo el camino estaba lleno de contras. ¿Qué pasaría si los atrapaban? En serio dudaba sobre negociar con su propia vida.

De nacimiento, Atem era rey. El gobernante de Egipto. Pero se había criado muy distinto a uno. Se vestía sólo, no lo vestían. Sabía hacer labores manuales, trabajar en los campos y tratar con personas de igual a igual. Aunque hubiese tenido ascendencia divina, Atem sabía que de ninguna forma seguía con él.

Había salido por la ventana de aquella vieja habitación porque no encontraba el valor suficiente de encarar a los demás. No encontraba más soluciones que problemas. Podría expresar sus dudas y sus miedos, hablarlo con Shimon, Mana, o Mahad, personas acostumbradas al palacio, sabía que podía abandonarlo todo e irse muy lejos...

Pero ¿y entonces qué? ¿Nebet? ¿Los sacerdotes amigos de Mahad? ¿Egipto mismo?

Ni siquiera podía pelear dignamente con espadas, o convocar poderes mágicos de su heka. Atem quería hacerlo, quería intentarlo, ¿pero cómo iniciar cuando parecía que todos estaban ya un paso por delante? ¿Cuando parecía que todos avanzaban y uno mismo se quedaba atrás por temor?

—Estás aquí...

La suave voz de Mana se oyó a unos metros de distancia. No se molestó en girar, pues sabía que ella se estaba acercando.

Su ropa no era la misma que la del día anterior. Estaba más limpia, sin embargo era muy similar. Ella se sentó a su lado, no muy lejos de todos, pero lo suficiente como para que se sintiera privado.

—Las partes de oro llamarán la atención a donde sea que vayas —le dijo. Era algo que había aprendido desde pequeño: lujo significa poder —. Sobretodo ese rubí.

Ella le sonrió.

—Lo sé, pero no me lo voy a quitar —contestó. Hubo varios segundos de silencio, mientras oían a Yūgi y al resto conversar, antes de que volviera a hablar —. He... hablado con Mahad. Creemos que podríamos viajar a Dióminia... De hecho, es la única oportunidad que tenemos.

—Entonces podríamos hacerlo.

Ella negó con la cabeza.

—No me estás entendiendo —buscó su mirada —. Sé que no estás preparado para ser Faraón, pero si ese es el camino que escoges, entonces esta es tu primera gran decisión.

—Si escojo, huh...

Silencio otra vez.

Era incómodo y agradable al mismo tiempo. Para ser sincero, la única presencia de Mana le daba cierta sensación de relajación que no debería tener.

Lentamente, Mana se movió desde su lado para arrodillarse frente a él. Encontró su mirada mientras se acomodaba, y no la alejó en ningún momento mientras continuaba a decir:

—Todo este tiempo, Príncipe, hemos estado sobreviviendo... Mahad, Shimon, yo... Todos hemos estado sobreviviendo por el futuro de Egipto. Para ser sincera, aunque yo no pensaba en ti como alguien a quien alguna vez conocí, no es como si esperaba que de pronto aparecieses. Me sentí tan extraña cuando conocí a Yūgi... —sus labios temblaron cuando tomó sus manos entre las suyas —. Y entonces Isis nos dijo... Nos dijo que estabas vivo, en alguna parte de Nebastis y yo supe que eras tú al que había seguido aquel día...

Tratando de ignorar los sentimientos confusos en su pecho, Atem se soltó.

—No entiendo a qué quieres llegar.

—Príncipe, no esperábamos que aparecieras, sabemos que no podemos poner de pronto tanto peso sobre tus hombros, pero es por eso que todos estamos aquí, contigo.

—¿Y eso para qué? —cuestionó —. Lamento decirte que tus palabras no me sirven. Mi madre, la persona que me crió está en peligro. El pueblo en el que crecí ha sido destruido... ¡Gente que ni siquiera sabía que conocía y que me importaba están siendo torturados por información, ¿o no?! ¡Todo por este maldito Rompecabezas! ¡No debí armarlo! ¡¿De qué sirve que yo sea el Faraón si no puedo hacerlo bien, eh?!

—Príncipe... —ella intentó calmarlo.

—¡No me llames así!

Antes de darse cuenta, Atem se había levantado y se movía de un lado al otro como si fuera un león enjaulado. Respiraba furiosamente, veía todo rojo.

—¡Dicen que no pueden poner tanto peso sobre mis hombros, pero aún así esperan que yo tome la decisión final! ¡¿Qué pasa si no quiero ser Faraón?!

°°°

Mana sabía que no podía decirle que entonces todo lo que habían hecho hasta el momento sería en vano. Ni podía empatizar con Atem si él no dejaba que ella lo intentara.

Pero si había algo que definitivamente debía hacerlo entender era que-...

—Entonces apoyaremos tu decisión.

La decisión que, estaba segura, sería la correcta.

Los ojos en llamas de su querido amigo la observaron como si no pudiese creerle.

—Nada de esto es tu culpa, o tu responsabilidad. Cualquier camino que decidas seguir, incluso si es dejar Egipto por el bien de tu nueva familia, entonces te apoyaremos. Te ayudaremos si es necesario —dio unos pasos dubitativos hacia él, y al ver que no reaccionaba mal, terminó acortando la distancia hasta volver a tomar sus manos —, pero Príncipe, no olvides que siempre hemos estado aquí para ti. Hagas lo que tengas que hacer.

Él negó con la cabeza. Una y otra vez.

—No sé qué es lo que esperan de mí. Quiero justicia también, pero... Pero no puedo ser Faraón, Mana.

—Príncipe, naciste para serlo, pero fuiste criado de otra forma —le sonrió —y quizás eso fue lo mejor.

°°°

Atem no tenía manera de demostrar que Mana le estaba diciendo la verdad, pero no tenía dudas ante la mirada que le daba y lo fuerte que apretaba sus dedos con los suyos: ella sabía qué elegiría.

¿Cómo podía estar tan segura de que no huiría?

Los recuerdos de sus padres estaban ahora frescos en su mente. ¿Quizá era por eso?

—La Princesa de Dióminia es una buena amiga mía... Cuando la veas, de seguro —por alguna razón ella no continuó lo que iba a decir, solo agitó la cabeza y sonrió, no sin antes tragar saliva —. Te he extrañado tanto... Por lo menos en mí y Mahad siempre tendrás aliados.

Lo abrazó. Sus brazos lo rodearon, pero él no respondió. Si ignoraba el sentimiento de soledad, entonces podía decir claramente que él ni siquiera había pensado en ella.

Y así se mentiría a sí mismo. A ella, a Mahad, a Shimon... Aún en los confusos recuerdos de su alma rota, ellos seguían ahí.

Pero no estaba dispuesto a admitirlo todavía. Decirlo lo haría más real. Decirlo haría que estuviera más cerca de aquello a lo que le temía: volver al palacio.

Un palacio que no significaba nada bueno para su corazón.

°°°

Shimon y Shada tomarían un camino distinto cuando llegaran al puerto más confiable. La razón era sencilla: buscarían gente.

Mientras que ellos ya tenían listos a los caballos para comenzar su nueva travesía.

—¿En dónde queda Dióminia? —quiso saber Yūgi.

—Más al norte —contestó Mahad.

—Será un viaje agotador, le deseo la mejor de las suertes, príncipe. Cuando vuelva, le aseguro que un ejército lo estará esperando —prometió Shimon acomodando sus ropas.

Tanto él como Shada parecían simples aldeanos. Era gracias a un hechizo que su heka estaba siendo oculto.

Atem sólo pudo asentir antes de ponerse la capucha. No sabía qué esperar.

—Entonces vamos.

El viaje hacia lo que era suyo estaba recién comenzando.

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