IX
—¡No hay manera en la que se hayan desvanecido! —vociferó Bakura golpeando la pared de granito y otras aleaciones con un puño.
Frente a él, y encerrada tras las rejas de las mazmorras, estaba una inquebrantable Isis. Sus ojos azules lo miraron con burla, mas lo camufló con paciencia y seriedad.
—Deben haber empezado a movilizarse. No hay otro modo —comentó Aknadin con el entrecejo fruncido —. Pero ¿a dónde?
—Si me lo permite, mi señor —Seto habló —. Yo pienso que han de estar escondidos en los lugares a los que el río no llega.
—¡Sería suicidio!
—Lo dudo. Tienen a más de un mago entre ellos. De alguna forma se las arreglarían. De todas formas, las búsquedas no debe detenerse.
Bakura rodó los ojos, luego las comisuras de sus labios se elevaron.
—Y llamen al verdugo. Quizá los demás prisioneros tengan algo que aportar.
Isis tragó saliva. No por ella, pero sí por Karim y por la mujer que habían traído desde Nebastis. Un sirviente le había comentado que tenía cercanía con el Príncipe. ¿Debería decir alguna mentira para distraerlos? Pero el riesgo sería mucho. Tanto para ella como para los otros.
Rezó en silencio a los Dioses. Esperaba que pudieran soportarlo.
—Si ellos tuvieran algo que decir, ya lo habrían hecho. No perdamos más tiempo.
—Concuerdo con Seto —el Faraón asintió —. Bakura, contacta a tus hombres lo antes posible.
—Tsk.
Chasqueando la lengua, el vil hombre aceptó prontamente y salió en busca de los mensajeros. Por otro lado, Aknadin dio media vuelta, no sin antes encargarle a los guardias que la vigilaran.
Seto le dio una última mirada y empezó a caminar. Ella asintió una sola vez, ya sea como agradecimiento, o como una despedida silenciosa. Sea como fuere, él no la vio.
Su papel todavía no había iniciado.
°°°
La noche era oscura, fría y tenebrosa. Las calles estaban pobladas de desconocidos. Debía... Tenía que pedir ayuda, ¿pero a quién? Ni siquiera sabía en donde estaba.
Empezó a caminar entre las personas, algunos lo miraban con desconcierto, otros con curiosidad, pero ninguno se acercó.
Y luego oyó el relincho de un caballo.
—¡Cuidado!
Abrió sus ojos. Respiraba agitado y el corazón le latía muy rápido.
—¿Está bien, príncipe?
En seguida, la preocupada voz de Mahad se oyó en el lugar. Él estaba del otro lado del barco, con Mana hecha un ovillo a su lado.
Yūgi, a su lado, se removió.
—Hacía tiempo que no tenías pesadillas, hermano —comentó con voz adormilada y reacomodando su capa.
La embarcación se movía de un lado al otro causando una extraña sensación en el ambiente. De algún modo, Mahad había conseguido unos puestos en aquel navío con dirección a Dióminia, las aguas estaban en calma y la noche se había hecho paso sobre sus cabezas. Las estrellas y las antorchas alumbraban ligeramente los rostros de los demás.
—Sí, yo... Creo que estaba recordando la noche en la que salí por primera vez del palacio.
Respiró hondo y cerró los ojos una vez más, pero sabía que no iba a poder dormir otra vez.
—Llegaremos a Dióminia al amanecer —informó el hombre que dirigía. No había hecho problemas cuando se cruzó con ellos y tampoco parecía muy curioso con sus acciones, pero igual le dirigió una mirada a Mahad cuando comentó: —. Es extraño que sacerdotes salgan del reino.
El sacerdote ni se inmutó.
—Asuntos del Faraón. Me indicó que fuera lo más discreto posible.
Si el hombre tenía algún otro comentario, no lo dijo en voz alta, en cambio asintió.
—Entendido.
El silencio, sólo siendo interrumpido por el frío viento y las leves olas chocando con el barco, reinó por varios minutos más. Atem quería volver a dormir, pero el simple hecho de pensar en los sueños que no tenía desde hacía años lo hacía volver a abrir los ojos.
—¿No puede dormir? —preguntó Mahad.
Atem lo miró.
—Tú ni lo intentas.
Mahad sonrió ligeramente y acarició la cabeza de Mana a su lado. Ella emitió un sonido y, como un gato, ni siquiera se molestó en abrir los ojos mientras se acomodaba. Atem podía sentir la calidez que emanaba del lazo que unía a ambos magos.
No pudo evitar sentirse celoso, pero tan pronto como apareció ese sentimiento, se esfumó en el aire junto a sus ganas de dormir.
—Alguien tiene que vigilar —contestó Mahad —. Y Mana no lo hará hasta que el sol aparezca.
—¿Cómo es Dióminia? —preguntó al cabo de unos segundos.
Mahad no respondió al instante, pero miró al cielo cuando dijo:
—Es pequeño. Un país al norte, en el medio del mar y antes de llegar a Hitita.
—Si es pequeño, ¿por qué hay interés en ese reino? ¿Egipto no podría invadirlo y tomar posesión de sus bienes?
Mahad suspiró y sonrió.
—Su padre, el anterior Aknamkanon, pensó lo mismo alguna vez.
Atem se sintió curioso de pronto. ¿Estaba pensando como su padre? Pero entonces, ¿qué lo hizo cambiar de opinión?
—¿Y qué pasó?
—¿Quiere saber? —pese a que estaba reacio, su cabeza asintió antes de siquiera pensarlo. Mahad soltó una risilla grave —. Se enamoró.
Uno, dos... ¿Cuántos segundos le tomó analizar esa respuesta?
—¿Se enamoró? ¿Cómo? ¿De otra mujer aparte de la reina-... Mi madre? ¿Cuántas esposas tenía?
Mana gruñó en medio de su sueño.
—Quizá —ella bostezó —. Quizá lo averigüe cuando lleguemos, Príncipe.
—Ahora cállate y deja al resto del mundo dormir —apoyó Yūgi arrastrando las palabras.
Una vez más, Mahad rió. Quiso ocultarlo, pero el temblar de sus hombros lo delató. Si Atem se había emocionado aunque sea un poco, ahora se sentía cohibido.
—Su curiosidad... —oyó decir a Mahad, por lo que alzó la mirada —. Sigue siendo tan curioso como cuando era niño.
La mirada de Mahad era... cálida. Similar a cuando miraba a Mana.
No había cambiado. Fue el mensaje tácito que Atem entendió, pero no estaba seguro de si estaba feliz de haberlo recibido.
Se preguntaba qué clase de persona había sido su padre... como hombre y como Faraón. Si él sería del mismo tipo...
Inconscientemente su mirada se dirigió a Mana.
¿Qué estaba esperando?
Sintió a Yūgi apretar su brazo y lo supo: por ahora solo importaba que fuera él mismo y tenía los medios necesarios para nunca olvidarlo.
°°°
La siguiente vez que Atem abrió los ojos, el sol ya golpeaba fuertemente su rostro así como distintas voces rondaban por sus oídos.
—¿Ya estás despierto, Príncipe? —Mana se arrodilló a su lado. En donde antes estaba Yūgi, ahora solo se encontraba la capa abandonada.
—Hm... ¿Ya llegamos?
Mana sonrió y lo jaló del brazo.
—Ve tú mismo.
Trastabillando e intentando mantener el equilibrio en el barco movido por el agua, Atem alzó la vista para encontrarse con un enorme pueblo lleno de comerciantes y familias.
El idioma que hablaban se parecía mucho a uno de los dialectos que recordaba haber oído, aunque todavía habían unas cuantas palabras que no podía distinguir, en general comprendía lo que decían.
Era tan... pacífico. Era un hecho que ni siquiera sé imaginaban que cruzando el mar estaba a punto de haber una guerra civil.
Mana tomó la capa de Yūgi, se colocó la que era suya y lo volvió a tomar del brazo.
—Vamos con Mahad y Yūgi.
Ni bien bajaron de la embarcación, no fue difícil encontrar a los otros dos a un lado del camino. Ambos conversaban con una pareja, aunque más bien era Mahad quien parecía dirigir el trato.
Se iba a acercar, pero Mana lo detuvo y le guiñó un ojo.
—Espera un rato.
—¿Eh?
Hizo lo pedido y después de unos segundos vio a Mahad y a su hermano hacer una leve reverencia.
Esta vez él y Mana sí avanzaron.
Yūgi sonrió al verlos.
—Ya tenemos movilidad —señaló hacia un lugar con el pulgar.
Un bello semental atado a un carruaje algo viejo se encontraba a unos metros de distancia.
—¡Mahad es muy bueno negociando! —Mana festejó acercándose al caballo.
—¿Qué les ofreciste a cambio? —quiso saber.
Mahad suspiró.
—Solo eran viejos conocidos. Por ahora, sigamos el camino.
Desviando su pregunta, Mahad les pidió a él y a Yūgi que ingresaran en la parte trasera del carruaje, mientras que Mana y Mahad irían adelante dirigiendo.
Era más factible debido a que ambos eran caras conocidas para la princesa, pero Atem no podía evitar sentirse intranquilo.
Al final, Mana sonrió.
—Relájate. Estoy segura de que la princesa nos apoyará en esto.
Pero ¿qué era "esto"? Atem todavía no estaba muy seguro.
—¿Cómo es ella? La princesa, quiero decir.
Mana se encogió de hombros con una sonrisa.
—Es la persona más hermosa y amable que podrás conocer —rió un poco —. Lo sabrás cuando la veas.
Atem no le tomó importancia a las palabras de Mana en un principio. De hecho, era cierto, si alguien ve a una princesa, de algún modo u otro va a saber que es una princesa. Su comportamiento, su vestuario, su ética...
Sin embargo, cuando todos llegaron a las puertas del palacio —que era pequeño comparado al de Egipto —y los guardias lo recibieron, Atem supo de inmediato el porqué de las palabras de Mana.
La mujer que se presentó primero para recibirlos tenía el cabello largo y lacio hasta los hombros, de ojos oscuros como el vino y piel bronceada como besada por el sol.
Apenas cruzaron miradas, cuando él bajó del viejo carruaje, ella se llevó las manos a la boca e inhaló en sorpresa. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dejando de lado a los guardias que intentaron detenerla, Teana lo rodeó en un abrazo improvisado, pero reconfortante.
—No sabía qué esperar del mensaje que enviaron —se separó y lo miró a los ojos. Estudió cada facción de su rostro como él hizo con el suyo y entonces lo volvió a abrazar —. De verdad eres tú... De verdad...
Teana.
No había manera de confundir los hechos. Había algo que los unía más allá que los conocidos en común.
Ella era su prometida. Lo había sido en algún momento. Lo sabía de algún modo.
Frunció el entrecejo en realización.
Entonces, ¿en dónde quedaba Mana?
Sus ojos se dirigieron hacia su amiga de la infancia. Ella sonreía, pero su sonrisa no llegaba a sus ojos.
No, ¿por qué estaba pensando en Mana?
Ahora entendía algo más de sí mismo.
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