II
—¡Mana!
Mana oyó a Mahad llamarla cuando salió corriendo en dirección hacia donde había visto a aquella persona, pero lo ignoró por completo y se zambulló en el mar de personas desesperadas por vender sus productos. Una mujer le ofreció un brazalete, un hombre le pidió sus servicios, una niña le rogó por comida, pero Mana los esquivó y empujó lo mejor que pudo con tal de llegar al otro lado.
Era imposible. Era imposible, lo sabía, pero su mente y su corazón estaban en caminos muy opuestos y alejados.
Se detuvo jadeando cuando llegó a la casa en la que aquella persona había estado. Miró hacia arriba y luego por los lados. Una sombra voló de un techo al siguiente. Por ahí.
—¡Espera! ¡Espera, por favor!
Diez años. Diez años la estaban afectando. Pero el chico no se detenía. Lo vio caerse y aunque ella apresuró el paso, él no minimizó el suyo.
¿Por qué? ¿Por qué no se detenía? ¡Solo tenía que verlo y saber que no era él para calmarse!
Se estaba quedando sin aire, a ese paso la dejarían atrás, aunque ni siquiera lo pensó en cuanto dobló la última esquina en la que lo vio.
Casi se lleva un susto al ver a una persona dándole la espalda. Era más pequeño de lo que había parecido en un primer momento. Mana se acercó despacio.
—Hey... —lo tomó del hombro y lo volteó hacia ella.
—¿Sí? —el chico le preguntó confundido.
Mana en seguida se hizo hacia atrás y negó con la cabeza.
—No, yo... Esto... Lo siento, creí que... Creí que... —respiró hondo para calmarse. El chico, si bien era muy parecido, no era él. Su mente la estaba engañando otra vez. La esperada decepción brotó en su pecho —. Creí que eras alguien más. Hoy, no... Hace dos días se cumplieron diez años desde que... No importa.
El chico pareció sorprendido y a la vez curioso por algo que ella dijo, luego miró hacia otro lado por unos segundos antes de volver su atención a ella.
—¿Diez años? —repitió.
Mana inclinó la cabeza. El chico parecía querer que le explicara algo, seguro debía hacerlo después de perseguirlo por todo el camino, sin embargo escuchar su nombre a una distancia no tan lejana la hizo detenerse.
Giró la cabeza para ver a Mahad correr hacia ella.
—Mana —estaba transpirando. La había perseguido tan rápido como pudo y no mostraba nada más que preocupación —, ¿qué sucedió? ¿Estás-...?
Pero al intercalar la vista entre ella y el chico se detuvo. Mana casi rió. Mahad era el único que podría saber cómo se sentía.
—Oh, lo siento, creo entender lo que sucedió —le sonrió ligeramente a Mana y luego volvió la mirada hacia el chico —. Mi nombre es Mahad, soy uno de los sumos sacerdotes que acompañan hoy a la princesa de Dióminia. Mi aprendiz y yo nos disculpamos por las molestias. Ahora estamos partiendo hacia las fronteras del norte, sería bueno que nos dijeras tu nombre para enviarte un presente a modo de disculpa.
°°°
Atem quería alejarse. Quería irse de ahí y al mismo tiempo quería quedarse a oírlos. Estaba detrás de un muro que llevaba a un callejón sin salida. Si iba por un lado sería descubierto, y si iba por el otro no tendría sentido. Su corazón palpitaba con fuerza tanto por la carrera que se había mandado como por las dos personas que estaban hablando con Yūgi.
Los conocía. Los conocía y Yūgi seguro que sospechaba algo también.
—Eso no será necesario —entonces otra voz se sumó a la conversación.
No tuvo que pensarlo mucho para saber de quién se trataba. Estaban en la puerta de su casa, prácticamente.
—Madre —saludó Yūgi.
Nebet era el estereotipo perfecto de la mujer egipcia. Cabello azabache, largo y lacio, ojos oscuros, piel bronceada y mirada solemne. Atem siempre había pensado que era la imagen que toda reina debería dar.
La mujer alta y esbelta no dudó en mantener la barbilla en alto mientras se dirigía tanto al sacerdote como a la aprendiz.
—No sé qué sucedió exactamente, pero mientras menos tengamos que ver con aquel que se hace llamar Faraón y su gente de Kul Elna, entonces será mejor.
—¡Madre!
Yūgi la regañó. Cualquier comentario como ese podría ser tratado como traición, pero Nebet ni siquiera volteó a mirarlo.
—Está bien —se apresuró en decir Mahad mientras hacía una leve inclinación —. Estos han sido días duros para mi aprendiz. No deseamos perturbarlos más.
—Gracias.
Atem suspiró de alivio cuando escuchó los pasos alejándose, pero solo fue por un momento. Llevó una mano a su pecho y arrugó la tela de la ropa entre sus dedos.
¿Por qué tenía que ser tan doloroso?
—Ya puedes salir, Atem. Se han ido.
Alentado por las palabras de Yūgi, Atem se aventuró a salir lentamente. Sus ojos pasearon de Yūgi a Nebet y de Nebet hacia el camino por donde Mahad y su aprendiz habían ido.
Una extraña sensación de querer ir con ellos de pronto lo mareó, pero tan pronto como apareció, se fue, dejando solo un rastro de soledad en su interior.
—¿Estás bien? ¿Qué sucedió? ¿Y la cesta? —preguntó Yūgi de corrido mirándolo de reojo, luego suspiró —. Ellos mencionaron algo sobre hace diez años...
—Estoy bien, luego iré a recoger la cesta.
—Atem...
—¿Qué? —giró enérgicamente hacia su madre. Estaba exaltado, pero sabía que ninguno de ellos debía pagar sus inquietudes.
Ella le mantuvo la mirada por un par de segundos hasta que se tranquilizó. Estaba pensando en algo. Algo que era serio. Atem y Yūgi podían saberlo por las ligeras arrugas que se formaban en su entrecejo.
—Ven conmigo.
Ella dio media vuelta y se dirigió hacia su casa. Atem no tuvo más opción que aceptar.
°°°
Mana caminaba unos pasos por delante de Mahad. No podía decir que estaba frustrada, aunque aliviada tampoco era la palabra que buscaba.
—Mana, espera —la llamó Mahad.
Ella giró sobre sus talones.
—Lo viste, ¿no? ¡Era muy parecido!
—Parecido, pero no igual —suspiró buscando las palabras más correctas para el momento —. No puedes correr así. Este lugar es peligroso en algunos sectores. Ya hemos hablado de esto.
No estaba segura de si se refería a que habían hablado sobre correr, o sobre si el lugar era peligroso. Como fuera el caso es ignoró lo que dijo.
—Estaba segura que lo había visto, Maestro —su voz tembló —. Fue tan rápido que yo-...
—Está bien. Lo entiendo.
Los largos brazos de Mahad la rodearon en un reconfortante abrazo fraternal. Mana comprendía que él también había sentido su ausencia durante esos diez años, pero a diferencia de ella, Mahad era alguien que podía esconder muy bien sus sentimientos si así lo quería.
—Estás sudando.
—Tú no eres quién para hablar.
Mana rió intentando alejarse cuando un pensamiento llegó a su mente. Sudor. Correr bajo ese sol haría que cualquiera sudara.
—El chico... estaba seco —pensó en voz alta. Mahad la miró extrañado —. ¡El chico estaba seco! El que yo vi en aquel techo sin duda estaría transpirando, ¿no lo crees?
—Es probable... —Mahad parecía dudoso de aceptar o negar su hipótesis.
Mana no le dio tiempo a continuar. Era consciente que tal vez estaba siendo afectada por la nostalgia y la esperanza, pero no podía evitarlo.
—No, es obvio. Y que este chico se pareciera, ¿de verdad es una coincidencia? Incluso la mujer parecía sospechosa. Quizás-...
Mahad le puso las manos sobre los hombros para silenciarla. Su mirada severa fue lo que la calló.
—No es momento, Mana. Debemos acompañar a la princesa. Nos están esperando al final de la ruta.
Mana lo miró confundida hasta que él suspiró e inclinó ligeramente la cabeza hacia la derecha. Entonces lo entendió.
Uno, dos... Más de cinco esparcidos a su alrededor.
Había gente de Kul Elna. Claro... Los estúpidos espías de Bakura.
Mana asintió.
—Solo... si es así, espero que esté a salvo.
Mahad le sonrió y le revolvió el cabello con una mano.
—Eso es lo que importa.
Pero si era así, ¿por qué no había vuelto para entonces? ¿Por qué se escondía?
Mana tragó saliva y giró una última vez para ver a la poblada Nebastis, ciudad que se formó poco antes de la caída del Faraón Aknamkanon. Ahora que la esperanza volvía a su ser, volvía acompañada de un terrible presentimiento.
°°°
Atem se quedó sin aliento cuando Nebet le entregó una vieja tela con algunos objetos pequeños dentro. Él no había visto lo que contenía, pero algo en su interior le decía que sabía lo que era.
Alzó la mirada hacia Nebet. Ella no dudó ni por un segundo.
Entonces Atem la abrió.
Piezas doradas cayeron sobre la mesa que estaba entre los tras. Una a una, sin un orden o una forma en concreto.
—¿Qué es eso? —quiso saber Yūgi mirando los objetos.
Nebet tomó aire.
—No es que hayas perdido tus recuerdos, Atem. Hace diez años, tú llegaste con nosotros y llegaste con esto. Es tuyo de nacimiento.
—Es mío, dices... —Atem se puso a mover una que otra pieza. Pese a la confusión de Yūgi, para él no era tan increíble la historia que le estaba contando Nebet —. Pero ¿qué es exactamente?
Una vez más hubo un pesado silencio, como si quisiera prestar atención a cualquier movimiento fuera de sus paredes.
—¿Madre? —Yūgi insistió.
Y tras un rápido suspiro, Nebet continuó:
—Es el último artículo del Milenio. Aquel que se perdió en la invasión de hace diez años... Aquel que solamente le puede pertenecer al verdadero Faraón —Nebet lo miró —. Solo te puede pertenecer a ti, Atem.
Entonces el mundo perdió forma y color para Atem. Se sintió mareado. Se apoyó en la mesa. No, no, no, no. No podía ser... Eso no debía ser.
El fuego.
La sangre.
Los gritos.
La traición.
No, no. No debía recordar.
—Espera, espera un momento, madre. ¿Dices que Atem es el Faraón?... ¿No es tu hijo? —preguntó Yūgi sacándolo de aquel torbellino de emociones y memorias tormentosas.
Nebet asintió.
—No lo es, pero sí es tu hermano. Por una parte, al menos.
—¿Eh? —incluso Atem parpadeó confundido.
—Es... una larga historia —volvió a mirarlo antes de acercarse por el lado de la mesa y tomarlo de las manos —. Pero desde que llegaste con nosotros, te hiciste parte de nuestra familia sin importar tus orígenes. Tú, Atem, eres el hijo del Faraón Aknamkanon y la reina Neferu. No sé cómo escapaste, pero sí sé que este Rompecabezas del Milenio te pertenece.
°°°
»Los Dioses te enviaron a mí para que yo pudiera pagar mi deuda con tu madre. Si quieres oír el resto, tendrás que decidir tu camino, Atem. O seguir siendo el hijo de una campesina, o reclamar tus tierras y bienes por derecho.
«No puedes ser dos en uno a la vez.»
Las palabras de su madre... De Nebet golpeaban duro en la parte posterior de su cabeza mientras observaba con detenimiento cada pieza del Rompecabezas dorado. Pese a sus sentimientos, Atem sabía que ella tenía razón, pero...
Agitó la cabeza y miró al cielo. Las calles nocturnas en Nebastis eran silenciosas a diferencia de las mañanas, habían decidido pasar el siguiente día ahí debido a lo recientemente sucedido. Sería una larga noche.
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