I
Diez años. Diez años. Diez años. Su cabeza no podía dejar de repetir aquellas palabras desde la noche anterior. Estaba distraída y confundida, incluso irritable, tanto así que incluso Mahad le había dado el día libre de entrenamiento.
Pero no podía disfrutarlo. Necesitaba mantener su mente enfocada en otra cosa y sus recuerdos lejos de aquellos desastrosos eventos.
Inhaló y exhaló profundamente. Desde que habían botado a otra tanda de esclavos y sirvientes, los que dirigían los quehaceres necesitaban más ayuda de la normal y como todavía quedaba tiempo antes de partir hacia las fronteras, Mana decidió ayudar a los que lavaban la ropa.
Con una canasta llena de telas lujosas en brazos, Mana no notó al hombre que estaba a unos metros de ella en el pasillo.
—¿Está bien? —le preguntó uno de los sirvientes encargados de la limpieza cuando chocó contra él. Era viejo, pero fuerte. Mana había caído al suelo como si de un muro se tratase.
—¿Eh?... Huh... Sí, no se preocupe, Haji —sonrió como siempre. El viejo Haji había pertenecido a la guardia durante tanto tiempo que, cuando llegó el momento, se negó a dejar el palacio por el bien de los futuros gobernantes aunque sea solo como limpiador.
Mana sacudió la cabeza como forma de alejarse de esa línea de pensamientos.
—¿Hoy no entrena? —Haji se inclinó para darle una mano, la cual ella aceptó gustosamente.
Como buen trabajador antiguo que era, Haji seguro creía que se había escapado del entrenamiento como solía hacerlo. Mana no lo culpaba por eso, pero le gustaría que él —y el resto de la servidumbre —dejaran de pensarlo. Ella había dejado de escapar del estudio mágico en cuanto notó que no era divertido hacerlo sola.
Antes de que pudiera responder con una broma astuta, alguien más habló a sus espaldas.
—Me gustaría que no tocara a mi esposa más de lo necesario, sirviente.
El viejo Haji dejó atrás su usual expresión afable para cambiarla por una más fría, de esas que se usan en la guerra, mientras miraba más allá de la cabeza de Mana.
Por otro lado, ella no reaccionó mejor.
Soltó la arrugada mano del hombre y le sonrió como agradecimiento antes de girar sobre sus talones. Ahí, parado a sólo un par de metros, estaba la viva imagen de la definición de «abyecto». ¿O esos eran sus padres? A Mana no le importaba, de todas formas, Bakura estaba hecho del mismo patrón.
No sólo le molestaba su manera tosca de hablar o sus modales dignos de escoria, sino más bien su arrogancia y la manera en la que miraba a todo y todos los que lo rodeaban: como si le pertenecieran, como si fuera el mismísimo Faraón...
Aunque eso no era del todo falso.
Con los brazos apretados a la canasta, Mana alzó la barbilla y alzó una ceja.
—¿Esposa? Mis disculpas, Bakura, no veo a ninguna por aquí.
Él sonrió. Otra vez, con ese toque de mofa y soberbia. Mana lo había estado evitando toda la semana, era una de las personas a las que menos quería ver.
—Esposa, prometida... Es lo mismo —se acercó a ella y la tomó del mentón con sus dedos pulgar e índice. Parecía un gesto afectuoso, pero era duro y áspero, hecho solo para molestarla más.
Mana sintió que Haji iba a reaccionar por más indiferente que se mostrase. Era un hombre justiciero y de buenos sentimientos, pero eso no impediría una pena de muerte o en las mazmorras si levantaba una mano en contra del consejero del Faraón.
Así que ella reaccionó antes.
La canasta que llevaba no pesaba más de lo que aparentaba, por lo que con una mano la sostuvo mientras que con la otra quitó de una palmada a Bakura. Por supuesto, él la miró por debajo del hombro. «¿Quién se cree que es?» seguro que estaba pensando, pero Mana no retrocedería, era la única que se le oponía, por eso él la quería, por eso no la castigaría. Bakura era astuto y poderoso, pero su misma arrogancia le impedía usar su puesto como amenaza con ella.
Sin embargo eso no impedía que usara otros ardides.
Mientras se tomaba la mano golpeada, Bakura se encogió de hombros con aparente desinterés.
—Bien, supongo que tendré que fijar mis ojos en otro lado —fingió pensarlo unos segundos —. Huh... ¿Qué tal la princesa Teana? Es muy hermosa, sin duda sería un gran arreglo entre reinos.
Mana apretó los dientes, su corazón latió furioso, pero no caería tan fácilmente. Le dio la espalda.
—La princesa Teana está prometida con Akn-... El Faraón.
Aún sin verlo, sabía que Bakura sonrió cuando le contestó:
—No, la princesa Teana fue prometida a un heredero y como Aknadin ya es Faraón, correspondería que se case conmigo.
—O con el Sumo Sacerdote Seto. ¿No decían por ahí que es un hijo ilegítimo del Faraón? ¿Haji? —miró al viejo hombre quien solemnemente asintió.
—Así es.
Con eso dicho, Mana decidió dejar a Bakura antes de que pudiera responderle. Se llevó a Haji con ella solo para asegurarse de que no sea acosado y emprendió su camino hacia el ala oeste del palacio, en donde los invitados se quedaban.
—Es admirable como lo enfrenta —halagó Haji con una sonrisa divertida y sincera, casi parecía orgulloso como un padre o un abuelo, aunque Mana no podría decirlo con claridad, Mahad era lo más cercano que tenía a una figura paterna —. Todos tenemos miedo de lo que pueda hacer.
Mana sonrió, pero no dijo nada. Ella no era diferente del resto, tenía miedo a que un día llegara con el Faraón y la obligara a casarse, en ese caso ni siquiera Mahad podría hacer algo, pero más que cualquier estímulo, lo que la impulsaba a actuar era el odio.
Sí, tanto odio como resentimiento. Sobretodo ese día. Ese día no estaba dispuesta a aguantar nada.
El viejo Haji la acompañó hasta la entrada del ala oeste del palacio, luego se despidió argumentando que tenía que terminar de limpiar y con una breve inclinación ambos continuaron sus caminos.
Su destino era llevarle ropas nuevas y limpias a la princesa Teana —o sólo Teana, como solía llamarla cuando estaban solas.
Llamó a su puerta un par de veces y la respuesta llegó en seguida. Una de sus doncellas le abrió la puerta para posteriormente salir ella. La princesa estaba guardando algunos accesorios en una pequeña bolsa.
Teana era una mujer alta y hermosa, de cabello corto y castaño adornado por una tiara de oro. Su ropa era mucho más cubierta que muchos de los vestidos nativos de Egipto, pero no parecía que le importara el calor.
—Oh, Dioses, me asustaste —dijo la princesa cuando volteó en busca de algo. Mana se había espaciado un rato, por lo que no anunció su presencia. Teana la miró preocupada —. ¿Estás bien?
Tragó saliva y asintió.
—Sí, es solo que de camino aquí me crucé a Bakura y a su estúpida idea de casarnos. ¿Puedes creer que incluso sugirió que se casaría contigo si no lo hacía yo?
Teana la miró unos segundos en silencio.
—Bueno, es un hecho que preferiría casarme con el inútil de Aknadin antes que casarme con Bakura, pero no era esa la razón por la que te preguntaba si estabas bien.
Mana sintió que se atoraba, pero de todas maneras intentó sonreír. Sin embargo la inquisitiva mirada de Teana no cedió en ningún momento.
—Hoy se cumplen diez años desde... Bueno, ya sabes... E incluso su cumpleaños... —la princesa continuó y la tomó de las manos —. ¿De verdad estás bien aquí? Podrías venir conmigo a Dióminia. Ahí estarías más tranquila, estoy segura que incluso Mahad-...
—No, estoy bien —Mana la interrumpió.
Tan tenaz como siempre, Teana siempre tomaba cualquier oportunidad para ofrecerle un viaje a su reino. Se conocían desde niñas, Mana sabía que Teana intentaba ser de ayuda, pero...
—Este es mi lugar.
Sí, incluso con todo lo que ocurría, Mana se veía incapaz de abandonar Egipto... De abandonarlo...
La princesa apretó su agarre.
—No cambias, eh...
—Tú tampoco.
—¿Al menos me acompañarás hasta las fronteras? —quiso saber antes de agregar: —. No creo que vuelva por aquí muy pronto. Los reyes de Dióminia odian a Aknadin.
Los ojos de Mana se abrieron mucho ante lo dicho y si bien una felicidad inmensa llenó su corazón, también había un toque de tristeza que empañaba su visión.
—¿Tus padres planean cancelar el compromiso?
—Probablemente. No lo sé, pero hasta que ellos no se decidan, no volveré. Egipto no es el país que era hace una década y Dióminia no está hecho para ser subyugado —suspiró y soltó las manos de Mana para sonreír con un poco más de tranquilidad —. En fin, ¿es el recorrido usual?
Negó.
—Esta vez iremos hasta la mitad del camino a pie. Bueno, tú irás en carruaje. Pasaremos Nebastis en un día y medio más o menos, y luego tomaremos un barco.
—Un día y medio de caminata, huh... —Mana rió —. Entonces deberíamos partir de una vez.
Con una sonrisa más real, Mana dejó a Teana con su nueva ropa antes de dirigirse a buscar a Mahad.
Pasó por un pasillo abierto. El cielo estaba despejado y brillante, contrario a lo que significaba ese día para todos los que habían estado en el palacio hacía diez años.
Apretó las manos en puños. Sería un largo viaje.
°°°
El día era como otros para Yūgi y él. Caluroso y cansado. No importa qué tan acostumbrados estén a las labores del día a día, sin duda la época de la cosecha era la que más trabajo daba.
—¡Rápido, Atem, el tío Abasi debe estar esperando! —dijo Yūgi tomando la delantera mientras bajaba del bote en el que habían ido y regresado de los huertos.
Atem rió. Yūgi era pequeño en estatura, incluso más pequeño que él, pero tenía más fuerza de voluntad que cualquiera que hubiese conocido hasta el momento. Si no fuera por su apariencia, no creería que eran hermanos.
—Llevas una cesta menos que yo, no lo hagas parecer fácil —se quejó saliendo como podía de la minúscula embarcación.
—Eres más alto y fuerte que yo, no tienes derecho a quejarte —contestó su hermano con una sonrisa divertida —. Incluso después de tanto tiempo, sigue pareciendo que no naciste para trabajar.
El comentario fue inocente y despreocupado, pero Atem lo sintió como un duro golpe en el estómago. Ignoró los recuerdos que su mente amenazaba con evocar y se encogió de hombros.
—Quizá no nací para trabajar. Quizá soy el príncipe heredero de un reino lejano destinado a casarse con una bella princesa —bromeó.
Yūgi rodó los ojos.
—Quizá, pero ahora estás aquí y debes trabajar —miro a los alrededores y señaló con la barbilla —. Creo que es por ahí.
Atem asintió, aunque «por ahí» no era muy específico. Nebastis era un pueblo grande y comercial, por ende también solía ser peligroso a ciertos momentos. Ellos no vivían ahí desde el inicio de la estación, pero una vez que Shemu terminara, volverían a casa con su madre.
—Hablando de princesas... ¿Oíste que una pasará por aquí para llegar a las fronteras acompañada de un séquito de guardias y sacerdotes?
Frunció el entrecejo.
—¿No deben viajar río abajo? Sería más rápido que caminando.
Yūgi se encogió de hombros mientras lo guiaba hacia uno de los comerciantes con el que intercambiarían productos.
—No sé los detalles, pero parece que irán a pie hasta que encuentren a un vendedor de esclavos —se detuvo frente a un puesto de frutas —. Los desgraciados son tan exigentes que se deshacen de personas como si fueran basura.
—¡Eh, cuidado con lo que dices, chico, hay oídos por todas partes! —el comerciante regañó a Yūgi agitando una cuchara de palo en el aire. Sus afilados ojos se centraron en el par de hermanos y, tras suspirar, continuó su escrutinio hacia las cestas llenas de trigo y cebada que ambos habían dejado —. Puede que el Faraón y su gente de Kul Elna no sean apreciados en todos lados, pero tienen espías leales en cualquier rincón.
—Leales por el soborno —Atem sonrió —. ¿Cuánto han subido el costo los arrendatarios últimamente? Si seguimos así, no duraremos mucho.
—Puede ser —el comerciante se inclinó para buscar su propia cesta de frutas y verduras —, pero no quiero problemas. ¿Dos serán suficientes?
Esta vez fue el turno de Yūgi de examinar el producto. A diferencia de Atem, Yūgi era mucho mejor en cuanto a calidades se refería. «Probablemente porque el nació para eso», se dijo.
Atem tomó una de las cestas y la otra se la encargó a Yūgi una vez que terminó. De vez en cuando, alguno que otro pensamiento similar le venía a la mente. Se obligaba a sí mismo a dejarlo pasar. Yūgi tenía sus recuerdos intactos desde que nació, en cambio él... Bueno, él era otra historia.
Suspiró y comenzó a caminar sin prestar mucha atención a la conversación de Yūgi. Nunca había sido alguien que se destacase por hablar mucho, pero aquellos días hablaba incluso menos de lo usual. Algo que a Yūgi le preocupaba.
—¿Sabes? Estoy seguro que pronto recuperarás tus recuerdos —le dijo de pronto, como si notara lo que lo estaba molestando.
Atem lo miró unos segundos en silencio y luego rió.
—Me has dicho eso desde hace diez años.
—Bueno, es que no creo que los olvides para siempre. ¿Jono no dijo que quizá necesitabas alguna especie de estímulo?
—No necesito recordar. No te preocupes.
Siguieron así hasta que doblaron en una esquina. La casa de su madre no quedaba a más de diez metros y ya podían ver a su tío en la puerta esperándolos con la misma expresión impasible.
Abasi era un hombre alto y fornido. A diferencia de ellos dos tenía el cabello completamente negro, aunque se lo cortaba en las estaciones más calurosas hasta el punto en el que sólo se veían puntos en su cabeza. No era un hombre que se exaltara fácilmente y sencillamente podría trabajar para el Faraón en la guardia Real, pero lo suyo era el trabajo duro y la agricultura, sobretodo desde que odiaba tener que tratar con los «detestables Kul Elnianos», como los llamaba él.
—Llegan tarde —suspiró —. ¿Trajeron todo?
—Sí, las dos cestas del comerciante y... —Atem frunció el entrecejo. Dejaron dos cestas por dos cestas, pero ellos llevaban tres —. Oh, genial —exhaló.
Un segundo más tarde, Yūgi comprendió lo que sucedía.
—Debimos dejar nuestra cesta en el puesto del comerciante.
Abasi alzó una ceja.
—¿Otra vez?
—¡Esta vez seguro que no la vende! —intentó tranquilizarlo Atem antes de entregarle la cesta con cebollas —. Iré a buscarla.
—Ten cuidado. He escuchado que los de la Realeza ya están cerca y sabes cómo se pone la caravana cuando eso pasa.
—Te acompaño.
Atem asintió y negó de corrido. Agradeció el consejo de su tío y se disculpó con Yūgi. Su hermano era rápido, pero Atem no iría exactamente a pie.
Corrió hacia una esquina en la que ya no podrían verlo y dobló en esta. Después, esperando que nadie le regañara, usó los desniveles de las casas hechas de adobe para llegar a los techos. De ese modo podría ir de frente.
Las partes más difíciles eran los distintos saltos que debía dar de casa en casa. Algunas estaban muy juntas y otras, muy pegadas. Trastabilló unas tres o cuatro veces con riesgo a caer desde dos metros de alto y entonces oyó el barullo.
Suspiró. Genial, había llegado al mismo tiempo que la Realeza.
Para evitar mezclarse con la caravana o ser arrollado por los caballos, Atem se quedó en el último techo que pisó y aprovechó para ver el alboroto de la multitud.
Varios guardias rodeaban un carruaje de madera de gran tamaño y pasaban por el medio de todo Nebastis. Atem suponía que ahí iba la princesa que supuestamente estaba prometida al Faraón.
Los rumores decían que era una belleza extranjera, pero desde donde estaba, él no podía ver nada.
Pero sus sentidos no se quedaron a gusto y el que le mostró algo fue su oído. Lo poco que oía bastó para que Atem buscara entre la gente.
Esa voz... Apenas audible, pero familiar.
—¡¿Cómo que no está a la venta?! ¿Entonces para qué la tiene aquí?
—Ya le he dicho, señorita, esto no es mío. Un vecino la olvidó, seguro que vendrá pronto a recogerla.
—¡Hum!
No tardó mucho en averiguar que alguien quería comprar la cesta que él había dejado ahí y pese a las negativas del comerciante, la chica siguió insistiendo. Atem no la había visto en las cercanías, por lo que probablemente venía con el grupo Real. ¿Sería una doncella?
Un poco divertido por las expresiones que mostraba el comerciante, Atem olvidó la caravana y se quedó observando a la chica que le daba la espalda. Su cabello alborotado y castaño caía hasta la mitad de su espalda. No parecía más alta que él y sus ropas eran simples. Una peligrosa curiosidad mezclada con familiaridad se posó en su interior.
Entonces él vendedor alzó la vista hacia él.
Oh...
En cuanto notó a Atem en los techos elevó una mano para señalarlo y entonces la chica siguió la dirección que le mostraba.
Atem tragó saliva y estuvo casi completamente seguro que ella hizo lo mismo en cuanto sus ojos se cruzaron con los suyos.
Él vio esmeraldas.
Ella vio amatistas.
Entonces él supo que debía salir de ahí. Dio media vuelta y comenzó su carrera hasta la casa de su madre olvidando la cesta por la que había ido en primer lugar. Oyó a la chica pidiéndole que se detuviera, pero no hizo caso.
Corrió. Corrió y saltó. Tropezó en el último tramo y cayó los dos metros al suelo levantando una nube de polvo.
—¡Oye, espera, ¿estás bien?! —Atem la oye más de cerca. ¿Cómo había atravesado el tumulto de personas tan rápido?
Agitó la cabeza, lo que no disipó el dolor, y continuó corriendo. No podía detenerse. No debía hacerlo.
El fuego. Por alguna razón recordó el fuego y los gritos. Sangre. Miedo. Llanto. No, no, no, no. Debía seguir corriendo y evitarla a toda costa.
Entonces vio a alguien.
—¡Yūgi!
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