| ✦ | Capítulo 9.
La monstruosa sala donde nos habíamos congregado para dar la tradicional fiesta tras la coronación estaba a rebosar. Deacon me había mantenido pegada a su lado desde que hubiéramos abandonado nuestros respectivos tronos tras haber escuchado a un séquito de nobles que nos habían jurado fidelidad, como dictaba la ceremonia y siendo la única parte de ella que no había sido alterada; aún me resultaba extraño sentir el peso de la corona sobre mi cabeza y más aún ser consciente de que aquella primera parte de mi plan había sido un éxito.
Vi atravesar a un hombre la multitud con aspecto de estar algo alterado. Mi primera reacción fue tensarme, lista para recibir las noticias que traía consigo; por el contrario, mi esposo se limitó a esbozar una media sonrisa, como si supiera exactamente qué había traído a aquel mensajero a nosotros.
Hundí mis uñas en el tejido de la manga de la casaca de Deacon cuando el hombre se detuvo frente a ambos, inclinando la cabeza en un pronunciado gesto de respeto. Ahora que me había convertido en una reina de pleno derecho, Deacon no tendría que mantenerme apartada de lo que sucediera... Ya no podría mantenerme en la ignorancia, ¿verdad?
Los ojos del recién llegado saltaron del rostro de Deacon al mío, sin decidirse a hablar.
—La comitiva procedente de la Corte de Invierno acaba de llegar, Majestad —consiguió decir tras unos instantes de incómodo silencio—. El rey se encuentra entre ellos.
Me obligué a mantenerme firme, ignorando el vuelco que dio mi corazón al conocer que Sinéad había viajado hasta la Corte Oscura. Que solamente nos separaban unos metros antes de volver a vernos, después de que decidiera entregarme a Deacon meses atrás.
No tenía claro cómo debía comportarme porque la presencia de mi hermano allí me había afectado más de lo que quisiera admitir.
Escuché a Deacon pidiéndole que los escoltara hasta donde nos encontrábamos y despachándolo un instante después. Aproveché que el mensajero se alejaba y que el resto de los invitados parecía estar disfrutando de las comodidades que les habíamos ofrecido para poder encararme con mi esposo.
Me giré hacia Deacon sin ocultar mi furia.
—¿A qué ha venido eso? —le siseé.
Quizá era otra de sus retorcidas pruebas para comprobar que la relación con el rey de Invierno se encontraba peligrosamente dañada y que él continuaba teniendo el control de Sinéad, creyendo que me haría algún daño con ello. Quizá era su modo de recordarme que la vida de mi hermano estaba en sus manos, que Deacon podía hacer lo que le viniera en gana con Sinéad.
En cualquier caso, no sabía cómo afrontar el reencuentro.
Consciente de que alguien podría vernos, ya que había demasiados ojos enemigos desperdigados entre los invitados, Deacon inclinó su rostro hacia mi cuello, fingiendo un gesto de cariño entre ambos. Una mentira de cara a la corte para mantener a raya los rumores que continuaban circulando sobre nuestro matrimonio; un movimiento calculado para recuperar el apoyo que pudiéramos haber perdido tras las historias que se iniciaron a la muerte de Beira, cuando se encontró una carta de suicidio afirmando que era la amante de Deacon y que mi esposo le había hecho promesas de peso. Como convertirla a ella en su reina.
—Tu hermano ha venido a presentar sus respetos, mi reina —susurró.
No estaba preparada para ello, en absoluto. No después de todo lo que había sucedido entre nosotros, la distancia que nos separaba y que me parecía insalvable en aquellos instantes.
Aquella frase se repetía en bucle dentro de mi cabeza mientras aguardábamos a que Sinéad hiciera su entrada; sospechaba que su presencia en la Corte Oscura había sido orquestada por Deacon, quien no habría querido perder la oportunidad de recordarme hasta qué punto alcanzaban sus hilos, el poder con el que tenía sometido a mi hermano.
Pero Deacon no sabía el favor que me había hecho al traerme a Sinéad hasta allí.
Comprobaría por mí misma los avances que había hecho Demetria con la magia que mantenía a mi hermano preso de tomar sus propias decisiones y me encargaría de que Sinéad cambiara sus lealtades.
Aquella era la oportunidad que necesitaba para lograr que la Corte Unseelie aceptara cambiar de bando, uniéndose a Keiran y la Corte de Primavera para formar un único frente que nos ayudara a derrotar de una vez por todas a la Corte Oscura. Aquel era el momento que tanto había temido desde que aquel plan se fraguara dentro de mi mente y empezara a ponerlo en práctica.
Inspiré hondo mientras aguardaba al lado de Deacon, que tenía una pequeña sonrisa en los labios. El muy bastardo estaba disfrutando con creces de haberme puesto en semejante situación.
El silencio fue extendiéndose de invitado en invitado, anunciando la cercanía de mi hermano y su comitiva. La multitud se retiró hacia los lados, formando un largo pasillo desde la puerta hasta donde nosotros esperábamos; mi cuerpo se convirtió en un enorme bloque de hielo cuando Sinéad apareció en la entrada, vestido con los colores de nuestra corte y portando la corona de hielo sobre su cabeza. Sus ojos buscaron los míos y pude ver en ellos la persona que había sido los meses anteriores, la marioneta de mi marido que dejaba que moviera sus hilos mientras él obedecía, creyendo estar haciendo lo mejor para su corte. Para su familia.
Levanté la barbilla en un gesto obstinado, entrecerrando los ojos a modo de advertencia: las cosas habían cambiado entre nosotros desde aquel día en su despacho, cuando le supliqué que me escuchara y no lo hizo. Me recordé con dureza que no podía permitirme flaquear, que había cosas más importantes que discutir con mi hermano por sus continuas traiciones.
Los pasos del rey de Invierno resonaron en la quietud de la sala mientras cruzaba el improvisado pasillo hasta nosotros. Apreté con más fuerza mis manos cuando se detuvo a unos metros, alternando la mirada entre ambos; Deacon fue el primero en actuar, dando un paso adelante con los brazos abiertos, en un calculado gesto que pretendía mostrar la estrecha relación que existía entre ambos.
Los movimientos de Sinéad fueron mecánicos cuando se encontró con mi esposo, fundiéndose ambos en un emotivo abrazo; observé la imagen que daban con una expresión imperturbable, clavando mi fría mirada en el rostro de mi hermano, que se alzaba por encima del hombro derecho de Deacon.
Algo pareció resplandecer en su mirada azul.
Quise creer que se trataba de arrepentimiento, pero el recelo que despertaba en mí no me permitía confiar. Aquel hombre que abrazaba a mi esposo no era mi hermano, no era la persona con la que había crecido; aquel hombre era un desconocido que podría traicionarme de nuevo, a la menor oportunidad que se le presentara.
Cuando los dos se separaron, Deacon se hizo a un lado y tendió un brazo en mi dirección, indicándome con aquel gesto que le imitara. Fruncí mis labios antes de acortar la distancia que me separaba de Sinéad y permitir que mi hermano me rodeara con sus brazos; no pude relajarme, quedándome rígida durante todo el tiempo que duró el abrazo.
—Estoy muy orgulloso de ti —dijo cuando nos separamos.
Contuve mi lengua y me limité a asentir con un movimiento forzado, permitiendo que Deacon volviera a ocupar el foco de atención. El resto de la comitiva se entremezcló con los invitados tras aquel emotivo teatro dirigido por el nuevo rey oscuro; ningún rostro me resultaba familiar, como tampoco vi a Robinia por ninguna parte. La ausencia de la reina podía tener múltiples causas, y confiaba en que Deacon no hubiera optado por usar a Robinia como incentivo para evitar que mi hermano pudiera mostrar algún tipo de resistencia.
Pensé en Demetria y Anaheim, en cómo se habían arriesgado a llevar las cartas que Deacon había interceptado de Keiran, las súplicas del rey de Verano para detener toda aquella locura. La mano que le había tendido para formar una nueva alianza, mucho más estable que la anterior. La luminosa me había asegurado que mi hermano estaba cambiando, que la correa que mi esposo había puesto sobre su cuello estaba soltándose poco a poco; me había contado la estrategia de Adamark para comprobar si no se trataba de un juego por parte de Sinéad, si realmente mi hermano estaba dispuesto a ayudarnos después de haber visto por sí mismo los secretos que le había ocultado Deacon. El modo en que lo había utilizado para sus propios fines.
Era mi turno, pero Deacon aún no había terminado con aquel espectáculo.
—Acompáñame, hermano —dijo a Sinéad—. Celebremos juntos nuestra próxima victoria y el inicio de una larga alianza entre dos de las cortes más poderosas.
El volumen de las conversaciones había subido después de que los invitados hubieran decidido continuar con la celebración, recuperados de la sorpresa de haber visto al rey de Invierno aparecer de ese modo.
Deacon había perdido todo interés en continuar a mi lado, cumpliendo con lo que se esperaba de nosotros, por lo que se había marchado hacía tiempo para poder empezar a maquinar como nuevo rey de la Corte Oscura; le había seguido la pista por todo el salón, viendo cómo hablaba con algunos hombres, llevándolos a su terreno. Mis ojos se habían tropezado con Devrig, que se encontraba pegado a una de las paredes del fondo, velando por nuestra seguridad; el capitán me había sostenido la mirada hasta que yo me había visto obligada a romper el contacto visual, temiendo haberme puesto a mí misma al descubierto. Necesitaba que Devrig siguiera creyendo que era una muchacha débil que guardaba los secretos de su marido por miedo a las posibles represalias; necesitaba que siguiera viendo a Deacon como un enemigo... y a mí como una simple víctima más de sus juegos.
Pestañeé para despejar mi cabeza cuando distinguí a mi hermano cruzando entre la multitud, con su vista clavada en mí; haciéndome saber que yo era su objetivo. Agradecí sombríamente que hubiera decidido acudir a mí para llevar a cabo lo que tenía en mente y había estado repasando desde que se hubiera alejado de mí, dispuesto a entremezclarse con la multitud.
Me deshice de la copa para tener ambas manos libres y tomé una bocanada de aire mientras gastaba unos valiosos segundos en barrer con la mirada el salón, divisando a Deacon lejos de nosotros y con aspecto de encontrarse demasiado concentrado en lo que estuvieran discutiendo; a Devrig lo encontré en la misma posición, oteando la multitud con sus ojos grises.
Era evidente que no podía llevar a cabo mi idea allí, rodeada de tantas personas.
Escondí una mano a mi espalda, ocultándola de la vista del resto de personas que me rodeaban; la refrescante frialdad del hielo cuando formé un afilado témpano en la palma de mi mano hizo que fuera consciente de lo que estaba a punto de hacer. Pero era algo a lo que Sinéad me había empujado con sus pequeñas traiciones, al permitir ser tan débil frente a Deacon.
Aguardé a que mi hermano llegara a mi lado y, sin apartar la mirada de sus ojos, deslicé el témpano hasta que su mortal punta reposara sobre su costado, en una zona donde resultaría fatal una herida; Sinéad se tensó al percibir el arma —la amenaza implícita que representaba— y sus ojos me contemplaron como si no me conociera. Me permití una sonrisa desdeñosa mientras inclinaba mi rostro hacia el suyo.
—Ahora vamos a hablar, hermano.
Caminamos el uno junto al otro mientras yo me encargaba de encontrar un lugar que cumpliera con mis necesidades para poder llevar a cabo esa difícil conversación. Mis ojos registraron el contorno de una puerta, que debía conducir a una pequeña habitación aledaña; presioné el témpano contra el costado de Sinéad a modo de silencioso aviso para que no intentara jugármela.
—Abre la puerta —le ordené entre dientes.
Comprobé que no hubiera ojos atentos a nosotros antes de obligar a mi hermano a deslizarse en primer lugar a aquella habitación. El hecho de que Sinéad se mostrara de ese modo tan sumiso hizo que todo el cuerpo me cosquilleara de recelo; había recibido instrucción por parte de Marmaduc y, aunque no estuviera a mi misma altura, estaba segura de que mi hermano era capaz de saber cómo moverse para tratar de deshacerse de mi punzante amenaza.
Le empujé con brusquedad para que fuera hacia el fondo de aquella sala, cuya función posiblemente fuera albergar reuniones en la más completa clandestinidad. Observé a mi hermano trastabillar, chocando con algunos muebles que había en su camino hasta que consiguió aferrarse al respaldo de un sillón para encararse a mí.
Quise hacer uso de mi magia luminosa para hacerme con el control de su cuerpo y evitar que pudiera tenderme una emboscada, en caso de que toda aquella sumisión por su parte fuera, precisamente, para eso; pero el poder latía en las venas de mi hermano con vigorosidad, al igual que sucedía con Keiran. Con Deacon.
Si quería tener alguna oportunidad, el contacto físico era la única solución.
En un simple pestañeo me encontré frente a Sinéad, que dejó escapar un respingo de sorpresa al mismo tiempo que colocaba la punta de mi témpano sobre su cuello.
Nos miramos mutuamente y fue como si estuviéramos viendo a un extraño en la cara del otro.
—Sé que tienes motivos suficientes para odiarme, pero...
Apreté los dientes con rabia. Durante meses había fantaseado con la idea de escuchar a mi hermano diciendo algo similar, reconociendo que no había actuado correctamente; que me había fallado y había permitido que un desconocido se interpusiera de ese modo, separándonos...
Pero aquel no era el momento para oír los lamentos de Sinéad, para hacer que nuestra precaria relación fraternal tuviera una oportunidad de sanar. El hecho de que mi hermano sí hubiera escogido a Deacon antes que a mí había provocado que todo lo que pudiera sentir por él quedara aplastado bajo una gruesa capa de hielo.
Ahora lo único que veía en Sinéad era un propósito, una mera utilidad.
—No, Sinéad —le corté con brusquedad.
Mi hermano no desistió, ni siquiera cuando presioné la punta del témpano contra su garganta, sintiendo el pulso en aquel punto de su cuello.
—Por favor, Maev.
Quise gritar y empujar el trozo de hielo para ver cómo atravesaba su piel, dejando que la sangre empezara a manar. No tenía ningún derecho para llamarme de ese modo; no tenía ningún derecho a aparecer en la Corte Oscura y hacerme creer que el antiguo Sinéad había regresado, que había logrado librarse de las garras de Deacon y había abierto los ojos, siendo consciente del infierno al que me había condenado.
Me contenté con entrecerrar los ojos y sisear.
Sinéad alzó las manos y vi que temblaba. La máscara que le había visto llevar desde el momento en que apareció en la puerta había caído: ya no había una gruesa capa de hielo protegiendo su mirada; ya no parecía el mismo hombre que había ignorado mis advertencias y me había entregado a mi esposo, viendo cómo era arrastrada por el patio mientras él no hacía nada.
Sus ojos estaban húmedos, pero no me conmovió.
No podía creerle.
Mi hermano tragó saliva con esfuerzo y su mirada tomó algo de dureza, que se desvaneció un instante después. La oscuridad que rodeaba a Sinéad seguía estando allí para doblegar su voluntad y hacer de mi hermano una simple marioneta en manos de Deacon, pero él había aprendido a cómo combatirla; quizá, después de todo, la intervención de Demetria había funcionado.
—Le he visto —me confió a media voz.
Mi mano se movió sola e hizo que la punta del trozo de hielo se clavara sobre su piel, provocando que se tornara de un color rosado. Todos mis sentidos se encontraban alerta, preparados para una posible interrupción a causa de una nueva traición de mi propio hermano.
—¿Quién? —gruñí.
Pero lo sabía, en el fondo ya conocía su respuesta antes incluso de que pronunciara su nombre.
—Keiran —la voz le falló, aunque consiguió recomponerse—. Vino a verme... a pedirme ayuda, más bien.
Me mordí el interior de la mejilla, conteniendo mi respuesta: aquel rey de Verano que había ido hasta la Corte de Invierno no era el auténtico, sino Adamark. Quien había decidido arriesgarse para comprobar hasta dónde llegaban las lealtades de mi hermano; quien había arriesgado su vida para ayudarnos.
—Continúa —le exigí.
Los ojos de mi hermano abandonaron mi rostro, como si no fuera capaz de mirarme fijamente. Como si no pudiera soportarlo.
—Antes de nuestra reunión... mucho antes de esa reunión, Anaheim vino a verme con un hombre... con un noble de la Corte Oscura que afirmaba ser un aliado, alguien que pretendía ayudarme —Demetria había sido astuta al tomar la identidad de alguien influyente; alguien cuya palabra no sería puesta en duda—. Traían consigo unas cartas. Cartas de Keiran en las que me pedía que alcanzáramos una solución pacífica. En las que preguntaba por ti.
Por el momento Sinéad estaba siendo sincero conmigo, pero eso no significaba que no estuviera tramando algo. Todo aquello podía ser una brillante interpretación de mi hermano para hacerme caer de lleno en una trampa.
—Anaheim me mostró tu vida... aquí —continuó con esfuerzo y tragó saliva mientras sus hombros se hundían—. No lo sabía. No sabía nada de esto, de cómo han sido estos meses para ti... Lo siento.
Pero una simple disculpa no podía borrar todos aquellos meses, todo lo que había sufrido mientras había tenido que enfrentarme a su indiferencia. Sinéad había atisbado cómo era mi vida dentro de la Corte Oscura cuando Deacon nos llevó hasta el palacio para que pasáramos la noche antes de regresar, al atraparnos dentro de la Corte de Invierno, y no había hecho nada por mí. Incluso le prestó hombres a mi esposo para ayudarle a capturarme.
No, aquello no me era suficiente. Ni de lejos.
—¿Qué sientes exactamente, Sinéad? —dije, sin contener mi resquemor, todo el rencor que había ido acumulando desde que fuera consciente de que mi hermano estaba convirtiéndose en otra persona. En un desconocido—. ¿Haberme vendido? ¿Haber permitido que acabe en este lugar? ¿Haber dejado que mi esposo me manipule, humille y amenace...? —hice una pausa y saboreé la bilis en la punta de la lengua—. ¿O haber dejado que me forzara? Dime, hermano. Dime qué sientes exactamente.
El rostro de mi hermano estaba pálido.
—Está dentro de mí, Maeve; es como una voz que me hablara... que me dice todo lo que tengo que hacer. Es tan hipnótica... —intentó justificarse, casi rozando la desesperación—. Su magia ha estado asfixiándome desde que puso un pie dentro de la Corte de Invierno, aprovechándose de mis... de mis sentimientos. De todos aquellos oscuros sentimientos que me embargaban...
—Odiabas a Keiran —sentencié con desagrado, sabiendo de dónde procedía la fuente de poder de Deacon hacia mi hermano—. Le odiabas porque creías que te había quitado tu lugar en mi vida, que te había sustituido. Te comportaste como un niño pequeño que no soportó que alguien pudiera jugar con su muñeco preferido; pero yo no era un muñeco, Sinéad: era tu maldita hermana —la rabia seguía recorriendo mi cuerpo, alentando mis palabras—. Y te lo dije, una y otra vez: siempre serás mi hermano, pero ya no te necesitaba del mismo modo que en el pasado... Había crecido, Sinéad; había empezado a vivir mi propia vida y a saborear la libertad que madre me había negado, atrapándome en su sed de venganza. Alimentando mi propio odio.
Pero eso no era todo, pues aún había una herida en Sinéad que nunca había logrado sanar y que había ayudado a Deacon a salirse con la suya.
—Nunca pudiste perdonarme que huyera aquella noche —dije con un tono sombrío—. Aun cuando ninguno de los dos sabíamos qué tenía planeado Oberón.
Una sombra de dolor cruzó los ojos azules de mi hermano y supe que estaba en lo cierto: Sinéad seguía sin querer pasar página sobre ello. Se alimentaba de ese rencor que le provocaba el recuerdo de mi huida junto a Keiran, de cómo había antepuesto mi egoísmo a mi familia cuando más me necesitaba, aunque yo no lo supiera; ahí radicaba su odio hacia Keiran, la munición que Deacon había utilizado para cercar a mi hermano y atraparlo.
—Te marchaste sin dar aviso —repuso—. Huiste en mitad de la noche, con él. Cuando Oberón nos atacó no podía encontrarte en ningún lado y temí lo peor, Maeve; temí que pudiera haberte atrapado...
—Fui egoísta —reconocí abiertamente—. Actué conforme a mis deseos, creyendo que, si acompañaba a Keiran hasta la Corte de Verano, podríamos detener toda aquella locura. Impedir que la guerra estallase. Fui estúpida, Sinéad; no me comporté como debía y las consecuencias fueron... fueron horribles. No creas que el peso de esa culpa se ha desvanecido dentro de mí, pues sigue conmigo.
Los ojos de mi hermano se abrieron de par en par ante mi confesión. Al oírme reconocer que había antepuesto mis propios deseos, cegándome de ellos, de la vana esperanza de que Keiran y yo, nuestro amor, sería suficiente para detener toda aquella locura; en aquel entonces no sabía la implicación de Deacon y el interés que tenía para que toda la situación estallara y empezara el caos. Había estado demasiado ciega al creer que Keiran y yo tendríamos una oportunidad, que podríamos salvar a nuestras cortes y frenar la guerra por el sencillo hecho de que nos amábamos.
Qué estúpida fui por no haber visto antes las intenciones de Deacon, por haber caído de lleno en su trampa y haber dejado que manejara mis hilos sin que yo lo supiera hasta que fue demasiado tarde.
—Pero he aprendido de mis errores, hermano —continué y la rabia volvió a hacerse con el control.
Sinéad tomó una temblorosa bocanada de aire.
—Estoy aquí para ayudarte, Maeve —me prometió.
Yo contuve las ganas de echarme a reír por lo absurdo de la situación. ¿Cuántas veces había pedido en silencio que mi hermano pronunciara esas palabras? ¿Cuántas veces las había imaginado, resonando en mis oídos como si fuera real? De nuevo se antepuso el recelo, el miedo de que todo aquello se desvaneciera en un simple chasquido de dedos: con una simple palabra a Deacon en la que nos expusiera a todos.
Necesitaba incentivar a mi hermano para que hiciera lo que yo quería, para que se pensara dos veces el querer traicionarme de nuevo.
Esbocé una sonrisa cruel y empujé el témpano otra vez contra su garganta, poniéndome en guardia.
—Estupendo —me mofé—. Tu abierta colaboración nos va a ahorrar a ambos mucho tiempo para lo que necesito de ti.
Conseguí que mi hermano retrocediera hasta caer sentado sobre uno de los sillones. Luego le cerré el paso apoyando mi mano sobre el respaldo, mientras que la otra la mantenía en su lugar: la garganta. El hecho de que hubiera reconocido que estaba dispuesto a ayudarme me había ahorrado un par de amenazas.
Pero no todas.
Me incliné hasta que nuestros rostros quedaran a la misma altura. Pude saborear el breve acceso de pánico de mi hermano al toparse con una Maeve que no esperaba, una Maeve que ya no suplicaba para que le creyera, para que le brindara su ayuda. No, ahora se encontraba frente a la reina de la Corte Oscura.
Una igual.
—Lo que quiero de ti es lo siguiente, hermano —cogí aire, borrando la sonrisa de mi rostro—: apoyarás a Keiran y a la Corte de Primavera contra la Corte Oscura. Tus lealtades cambiarán... ligeramente; y las de la Corte de Otoño también.
—No puedo hacer es —tartamudeó—. La alianza que mantengo con la Corte Oscura se anularía y estaría indefenso... Deacon tomaría represalias al respecto contra mí, contra mi corte.
Mis labios se contrajeron en una mueca, sorprendida por la ignorancia que estaba mostrando mi hermano.
—Continuarás fingiendo que estás con Deacon —le expliqué—. Una bonita tapadera que nos ayudará a conocer sus movimientos y a ajustarnos para poder derrotarlos de una vez por todas.
Vi a Sinéad abrir la boca y no le di la oportunidad de tratar de negarse: le necesitaba a cualquier costo. Y sabía cómo convencerle de que era mejor no llevarme la contraria... o evitar que se le pasara por la cabeza la idea de traicionarme, poniéndome al descubierto frente a mi esposo.
Echándolo todo a perder.
—Si realmente valoras tu vida, Sinéad —empecé en un tono bajo y amenazador, presionando su cuello con mi hielo—, no vas a decir ni una sola palabra a Deacon. Fingirás ser el mismo sabueso obediente y encantado de que su dueño le preste atención; continuarás fingiendo ser uno de sus aliados y nos harás llegar todas y cada una de las órdenes que recibas. Ah, y te encargarás de que el rey de Otoño se sume a nuestras filas.
Un silencio pesado se instaló entre nosotros mientras mi hermano digería lo que acababa de escuchar salir de mis labios, la amenaza implícita; pero yo aún no había terminado con mi tarea.
—Eres prescindible, Sinéad; a la Corte Oscura le importaría muy poco si murieras —solté mi dardo envenenado y vi cómo el rostro de mi hermano palidecía—. Si te atreves a fallarme de nuevo, me encargaré de que Deacon acabe contigo.
Dejé que las palabras calaran en su cerebro, que viera la verdad en lo que intentaba hacerle saber. Algo que Sinéad no había querido ver, cegado con la idea de ser un rey poderoso gracias al apoyo que había recibido de Deacon; sin embargo, por el gesto que puso, supe que las piezas estaban empezando a encajar dentro de su cabeza.
El sabor a bilis y a culpa inundó mi boca al ser consciente de lo que había sugerido, del hecho de estar dispuesta a dejar a mi esposo que se encargara de mi hermano. De convertir a su querido aliado en un enemigo.
—¿Y sabes qué, hermano? Que a él no le importaría lo más mínimo —mis insidiosas palabras fueron haciendo efecto—: lo único que le interesa de ti es tu corona y, si mueres, Deacon estaría encantado de mover los hilos pertinentes para que yo fuera la que ocupara tu lugar. Tu utilidad tiene fecha de caducidad y yo puedo hacer que se acorte con un simple chasquido de dedos.
Pero no me olvidaba de Robinia o del bebé. La reina de Invierno llevaba en su vientre al heredero de la corte, pero Deacon, deseoso por conseguir más poder, no mostraría ningún tipo de remordimiento para quitárselos a ambos de encima, dejándome a mí el camino libre para portar la corona de mi hermano y ocupar su trono; teniendo vía libre para poder manejar a sus anchas la Corte de Invierno.
Presioné por última vez el témpano contra su cuello a modo de silenciosa advertencia y retrocedí un paso, dándole espacio.
Sinéad se reclinó sobre la silla, con los ojos cargados de horror tras haberme escuchado proferir esas turbias amenazas donde demostraba que no me importaba lo más mínimo levantarme contra él; que estaba dispuesta a destruirlo y quedarme con todo lo suyo si se atrevía a fallarme.
—¿En qué clase de persona te has convertido? —me preguntó mi hermano, entre horrorizado y decepcionado.
Su rechazo ya no me afectaba, no del mismo modo que lo había hecho en el pasado, así que me encogí de hombros.
Pero no tuve tiempo de responder porque ambos escuchamos la puerta abriéndose a mis espaldas. Hice desaparecer el témpano de hielo entre mis manos y le lancé una mirada llena de advertencias sobre lo que sucedería si decidía revelar algo de lo que habíamos hablado a mi hermano antes de girarme hacia el recién llegado.
Deacon no parecía muy contento de habernos encontrado en aquella habitación, a solas. Su inquisitiva mirada estaba clavada en nosotros, con la espalda pegada contra la madera de la puerta y fingiendo tener esa calma sobrehumana que siempre le había caracterizado.
Me quedé congelada en mi sitio, sin saber qué hacer ahora que me había visto interrumpida por su llegada. El corazón arrancó a latirme con fuerza dentro del pecho a causa del temor que me inspiraba encontrarme en una habitación en compañía de mi hermano y mi esposo; y ahora más que nunca, pues no había sentido el más mínimo remordimiento en el momento en que había amenazado a Sinéad hasta el punto de insinuar que su muerte le reportaría muchos más beneficios a Deacon, provocando que la Corte de Invierno pasara a sus manos mediante mi propia coronación, ocupando el lugar de Sinéad. Los segundos pasaron sin que ninguno dijera o hiciera nada más; el miedo empezó a reptar por mi cuerpo, temiendo el momento en que Sinéad pudiera traicionarme.
Era tan sencillo...
Sentí a mi hermano poniéndose en pie a mi espalda, yo continuaba con la vista clavada en Deacon, que parecía estar aguardando a que alguno de los dos le diera una explicación sobre lo que estaba sucediendo; cuando Sinéad pasó a mi lado vi que su rostro se había convertido en una máscara. La misma que le había visto usar al creer que mi esposo aún tenía el poder sobre mi hermano; recordé que mi hermano, desde que tuvo que atender sus responsabilidades tras la muerte de nuestro padre, había pasado mucho tiempo en otras cortes, aprendiendo sus reglas... escondiendo sus propios sentimientos. Fingiendo. Convirtiéndose en un gran actor.
Procuré no encogerme cuando Sinéad se dirigió hacia Deacon y me dedicó una mirada vacía sobre el hombro, del mismo modo que me había observado aquel día en su despacho, cuando intenté convencerle. Cuando permitió que mi esposo me sacara de allí como si fuera una criminal.
—No se encontraba bien —dijo en un tono casi muerto, desapasionado—. Este lugar era lo que más cerca estaba... y lo suficientemente discreto para no llamar la atención del resto de invitados.
Deacon contempló a mi hermano durante unos segundos, haciéndome temer que no hubiera creído la pobre excusa que le había presentado Sinéad para justificar que nos hubiera descubierto en aquella sala tan recóndita; tuve que repartir mi atención entre ambos, intentando evitar que me pillaran desprevenida.
El tiempo pareció congelarse cuando los labios de Deacon se curvaron en una sinuosa sonrisa. Mis músculos se tensaron al ver cómo abandonaba su posición contra la puerta para acudir a mí; Sinéad se hizo a un lado para dejarle paso mientras Deacon y yo nos sosteníamos la mirada. Mi instinto me gritaba al oído que mi esposo estaba tramando algo, pero no sabía el qué.
—Oh —fue lo primero que dijo Deacon al llegar a mi lado y situarse a mi espalda—. El estado de Maeve se ha vuelto delicado en estos últimos meses.
Un molesto pitido se instaló en mis oídos al entender la insinuación. Sin embargo, la expresión de Sinéad me indicó que no lo había comprendido... todavía; sentí la sonrisa de mi esposo a pesar de no verle la expresión. Estaba disfrutando de la situación, del desconcierto de mi hermano.
Mis pulmones se quedaron sin aire al entender lo que tramaba el rey oscuro a mi espalda. Me puse rígida cuando la mano de Deacon se apoyó indolentemente sobre mi vientre y los ojos de Sinéad se clavaron en ella.
—Maeve está embarazada. La Corte Oscura tiene en camino a su heredero.
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