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| ✦ | Capítulo 8.


La habilidad de Deacon para conseguir salirse con la suya quedó patente cuando el grupo de consejeros del rey, tras ver que el estado de Finvarrar continuaba en aquel tenso suspenso del que ningún sanador tenía garantía alguna de que despertara, apoyaron la propuesta del príncipe oscuro de ser coronado como nuevo rey de la Corte Oscura; Demetria escuchó por los rincones del castillo que fue una victoria aplastante.

Fue el propio Deacon quien me hizo el anuncio de su futura coronación aquella noche, reuniéndose conmigo en el dormitorio que supuestamente compartíamos para tener una cena privada.

Anaheim fue la primera en tener que abandonar el dormitorio con una expresión de preocupación en el rostro, ya que mis doncellas se afanaron por disponer la mesa para que pudiéramos cenar en la intimidad; fingí no ser consciente de los susurros de las chicas, que comentaban con una mezcla de excitación y maldad el hecho de que Deacon hubiera decidido cenar con su abandonada esposa, mientras Demetria parecía preocupada por la decisión de mi esposo. Era evidente que estaba al tanto de los rumores, de cómo Deacon había logrado sobrellevar los asuntos dentro de la Corte Oscura —pues la reina no se había separado un segundo del lado de su marido— y, además, había movido sus hilos para convencer al grupo de consejeros de confianza de su padre para que le apoyaran: no podían permitirse estar sumidos en aquel estado de incertidumbre cuando la guerra estaba a punto de alcanzar su punto álgido, necesitando a alguien que estuviera a la cabeza del gobierno, tomando decisiones y conduciendo a la Corte Oscura hacia la victoria. El capitán Devrig, demostrando públicamente la animosidad que tenía hacia su príncipe, había tratado de refrenar sus planes, alegando que fuera la reina Iona quien ocupara el lugar de su esposo, iniciando un período de regencia hasta que el estado del rey mejorara... o, por el contrario, fuera irreversible.

Pese a los esfuerzos del capitán, el príncipe oscuro había logrado salirse una vez más con la suya.

Aguardé a Deacon en mi sitio, frunciendo el ceño e ignorando los revoloteos excitados de la mayoría de mis doncellas. Demetria controlaba todo desde la zona del dormitorio, donde ayudaba a preparar mi ropa de cama... y la de él. Al contrario que yo, nunca había visto a nadie que se ocupara de esas tareas por mi esposo; era el propio príncipe oscuro quien se encargaba de sí mismo, o eso parecía el tiempo que decidía compartir su dormitorio conmigo.

El servicio entró por la puerta un instante después, cuando mis doncellas estaban a punto de terminar con su tarea; cargados con fuentes de plata, entraron en fila al dormitorio para servirnos la cena y regresar apresuradamente por donde habían venido. Con un simple chasquido de dedos, Deacon hizo que mis doncellas siguieran el mismo camino.

Crucé una mirada de circunstancias con Demetria mientras se dirigía hacia la puerta. Sabía que tendría que esperar hasta la mañana siguiente para que Anaheim y ella vinieran al dormitorio para que les hiciera un relato pormenorizado de lo que había sucedido, de planear nuestro siguiente movimiento.

La luminosa no había recibido ningún mensaje más de Adamark y yo me aferré a ese silencio como algo positivo, rezando para que todo el asunto del ataque del rey les hubiera brindado tiempo.

Devolví la mirada a Deacon cuando escuché el chasquido que produjo la puerta al cerrarse, informándonos que estábamos a solas. Un hecho que no había vuelto a repetirse desde que tuviéramos aquella esclarecedora conversación en el comedor, cuando fingí ceder una vez más a su manipulación, garantizándole de que no diría una sola palabra de lo que verdaderamente había sucedido.

Se movía con una seguridad aplastante por el dormitorio, ataviado aún con las prendas que había llevado durante todo el día. En uno de mis habituales paseos por los pasillos, ávida por estar al tanto de lo que se cuchicheaba a nuestras espaldas, había oído decir que Deacon solía encerrarse en la sala de guerra y que habían empezado a sospecharse que habría cambios dentro del gobierno de la Corte Oscura. El primer —y quizá no tan discreto— paso de Deacon donde reafirmaba sus intenciones: convertirse en rey. Ocupar el lugar de su padre, a quien había tachado de voluble por sus sentimientos y estrecho de miras. Falto de ambición.

Deacon se deslizó en su asiento, frente a mí. Por primera vez desde que nos conocíamos, pude sentir su oscuro entusiasmo; empecé a destapar todos los platos que nos habían traído para nosotros dos, intentando ganar algo de tiempo y evitar que mi esposo pudiera ver lo ansiosa que me encontraba por recibir aquellas noticias que ya corrían por todos los rincones de la corte.

—¿Sabes a qué acuerdo llegué con tu madre, Maeve? —me preguntó.

El aire se me quedó atascado en mitad de la garganta al oír mencionar a la reina Mab. Me cosquilleó todo el cuerpo al rememorar aquella noche, meses atrás y a kilómetros de allí, cuando escuché a escondidas su exaltada conversación; cuando supe que mi madre había decidido venderme de nuevo, tal y como hizo con Oberón. Aunque, en aquella ocasión, lo hubiera hecho con otros propósitos: seguridad por el inmenso poder que atesoraban y mantenerme alejada de Keiran, impedir que pudiéramos estar juntos.

Le sostuve la mirada a Deacon.

—¿A convertirme en tu esposa y madre de tus hijos a cambio de poner tus tropas al servicio de la Corte de Invierno? —pregunté con un timbre lleno de sarcasmo.

Mi esposo sonrió con malicia, sin habérsele pasado por alto mi tono.

—A grandes rasgos, sí —confirmó—. Pero creo que quería algo más, ¿sabes?

Me tensé en mi asiento, haciendo que Deacon se animara a continuar con sus sospechas; hizo un aspaviento con el dedo índice, señalando su cabeza de manera significativa. Pude comprender ese gesto, a lo que se refería.

—La corona.

Me serví un poco de comida, ignorando la quemazón de rabia que se encendió en mi cuerpo al escuchar a Deacon hacer sus propias insinuaciones; recordé la nota de Keiran, en la que me pedía encarecidamente que no me pusiera en riesgos innecesarios... y lanzarle mi plato lleno de comida a la cabeza entraba dentro de ese término. Controlé el temblor de mis manos y dejé mi rostro vacío de cualquier expresión.

—¿No es eso lo que desean todas las madres para sus hijas? —respondí con un forzado tono cantarín—. ¿Verlas con una corona en la cabeza, aferradas de la mano de su rey, sonriendo con las mejillas arreboladas y con varios chiquillos corriendo a sus pies?

Deacon se echó a reír entre dientes, irritantemente divertido.

—Creo recordar que Keiran te hizo la promesa de convertirte en su reina —su comentario estaba envenenado y tenía un fin concreto: hacerme daño—. Una lástima que no lo hiciera, al final.

Me mordí la lengua. Las dudas que Deacon había sembrado en mi interior sobre el rey de Verano se habían disipado después de que Keiran me confesara lo difícil que había resultado regresar a su hogar y no saber que las circunstancias jamás le permitirían cumplir con su promesa; apreté los puños bajo la mesa y miré al príncipe oscuro, deseando borrarle esa sonrisa de la cara.

—Al contrario que ese niño rey, yo sí voy a convertirte en reina, Maeve —su declaración me produjo una mezcla de repulsión y siniestro placer al confirmar que mis pasos para destruir la Corte Oscura estaban yendo en la dirección correcta—: en la mía. Vas a ser la próxima reina oscura.

Nunca soñé con una corona. Ni siquiera cuando mi madre me confesó sus planes con mi primer compromiso: casarme con Atticus —un matrimonio que no levantaría sospechas, que podría ser usado como una bonita y romántica tregua permanente entre la Corte de Verano y mi propia corte— para no llamar la atención, aguardando a que la reina Mab consiguiera deshacerse del príncipe heredero, poniéndonos a Atticus y a mí en una posición mucho más cercana al trono.

Nunca deseé el poder que conllevaría llevar una maldita corona, pero las circunstancias requerían medidas desesperadas y yo necesitaba hacer algo útil. Algo que me ayudara a cumplir con mis sueños de venganza, donde la Corte Oscura quedaba totalmente destruida y yo a salvo.

Controlé mi expresión, estudiando a Deacon, sabiendo la excitación que debía recorrerle las venas por saber que sus deseos de ocupar el lugar de su padre y llevar por completo las riendas de la corte estaban a punto de cumplirse.

—Es demasiado apresurado —tenía que mostrarme reacia, aunque por dentro estuviera temblando, presa de mis emociones—. Tu padre aún no ha muerto y tu madre podría hacerse cargo...

La sonrisa desapareció de su rostro en el mismo instante que escuchó la misma propuesta de Devrig saliendo de mis labios.

—Mi padre no va a volver a despertar y mi madre no está preparada para asumir la regencia en esta situación; debemos hacer lo mejor por la Corte Oscura y que yo ocupe el trono es una de esas decisiones —desestimó mis palabras consiguiendo fingir que mi insinuación no le había alterado.

—¿Y qué hay de mí? —pregunté tras unos instantes en silencio.

Deacon enarcó una ceja.

—Vas a ser mi reina —repitió.

Entrecerré los ojos.

—¿El mismo tipo de reina que tu madre? —una gota de maldad se coló en mi voz y Deacon me observó con interés—. No quiero ser una reina florero, una mujer que se siente a tu lado como un simple objeto: callada, sonriente y servicial. Yo soy mucho más que eso.

Un brillo de comprensión relució en los ojos oscuros del príncipe antes de que sus labios formaran una sinuosa sonrisa de reconocimiento... y perversa satisfacción, como si hubiera esperado exactamente eso de mí.

—¿Qué me estás proponiendo, mi pequeña polilla? —quiso saber, con auténtico interés.

Arrastré mi silla con cuidado y me levanté. Adamark no había estado equivocado al afirmar que mi posición dentro de la Corte Oscura era privilegiado, pero yo había decidido ir un paso más adelante: convertida en reina tendría la protección del trono, impidiendo que Cadmen pudiera dar un paso en falso contra mí; convertida en reina, en una tierna e inocente reina, podría granjearme el favor de algunos hombres poderosos dentro de la corte con los que compartiera intereses similares: ponerle las cosas difíciles a Deacon.

Convertirme en reina supondría estar mucho más cerca de los planes de mi esposo, pudiendo hacerle llegar la información a mis aliados. Adelantándonos a ellos y dándonos una ventaja con la que antes no contábamos.

Dirigí mis pasos hasta situarme a la espalda de Deacon y contuve una insidiosa vocecilla que me susurraba al oído que usara mi magia cuando posé mis manos sobre sus hombros, cuando me incliné hasta que mis labios quedaran a pocos centímetros de su oído.

—No quiero ser como tu madre —dije a media voz, con mi mente rememorando a Iona, la mujer en la que se había convertido—. Quiero lo que me corresponde.

Bajo mis manos pude sentir la diversión que embargaba a Deacon, lo mucho que estaba disfrutando de aquella situación; de la conversación. De nuevo creyendo que también mantenía atrapados mis hilos y que podría moverlos a su antojo cuando le apeteciera, incluso cuando no tuviera un motivo claro para hacerlo.

Deacon creía que me tenía entre sus manos, que después de haber confesado mi embarazo, había regresado a su control.

—¿Y qué es lo que te corresponde?

—Poder —contesté sin asomo de duda y mis dedos se cerraron con fuerza contra la tela de su jubón—. Quiero reinar a tu lado en las mismas condiciones que tú, Deacon. De manera equitativa.

De seguir los mismos pasos de Iona, pasaría el resto del tiempo recluida en uno de los salones, rodeada por damas de la corte que trataban de ganarse el favor de la familia real o que disfrutaban con los cotilleos que corrían dentro de la corte; aquella posición no favorecía mis planes, ya que me mantendría apartada de lo que realmente importaba: reuniones sobre la guerra donde podría averiguar sus próximos movimientos y hacérselos llegar a Adamark.

Necesitaba una participación activa en la Corte Oscura y necesitaba conocer más de cerca a mis enemigos. Mis potenciales objetivos.

—Veo que tu madre te instruyó bien —comentó Deacon.

Mis labios formaron una sonrisa llena de desprecio que mi esposo no pudo ver.

—Siempre quiso lo mejor para su única hija, ¿no es cierto?

—Me propones un reinado de igualdad entre ambos, en las mismas condiciones... en los mismos términos. Quieres convertirte en una reina de pleno derecho —resumió escuetamente y sentí que la línea de sus hombros se sacudía bajo mis manos—. ¿Por qué debería hacerlo?

Inspiré por la nariz, recordándome que todo aquello se había convertido en otro de sus retorcidos juegos. Y que estaba cerca de la victoria si sabía cómo jugar mis cartas; parte de mi plan dependía de cómo lo hiciera. Lo peor había pasado, aunque Finvarrar continuara respirando; estaba a un paso de distancia de conseguir el poder que tan vehemente me había recordado Adamark mientras estuve en Las Brumas.

Aparté cualquier tipo de pensamiento sobre Keiran. Confiábamos el uno en el otro: me lo había prometido antes de despedirnos; cuando le llegara la noticia comprendería por qué le había empujado a que me hiciera esa promesa. Que la tuviera siempre presente mientras estuviésemos separados.

—Me lo debes —contesté.

Deacon giró la cara para que pudiera contemplar su perfil.

—Ilumíname, mi pequeña polilla.

Nuestras miradas se encontraron.

—He cumplido con creces lo que estipulaba nuestro acuerdo —dije y recé para que la voz no me fallara en ese instante—. Tienes todo lo que querías de mí...

—Me ocultaste tu embarazo premeditadamente —apostilló Deacon con maldad—. Querías alejarme de mi propio hijo, buscando refugio en la Corte de Invierno.

—Ahora estás al tanto —la amargura se coló en mi tono.

—Cada uno hemos cumplido con nuestra parte del acuerdo, Maeve.

Me mordí la lengua, conteniendo mi respuesta. ¿Usar su magia para manipular a mi hermano también entraba dentro de las responsabilidades de nuestro trato? Desde que Deacon puso un pie en la Corte de Invierno había tenido un objetivo claro: Sinéad. Tener al príncipe heredero bajo sus hilos, como otra de sus muchas marionetas.

—No es suficiente para convencerme, mi pequeña polilla —apostilló.

Sentí que perdía fuerza al escuchar que Deacon no estaba dispuesto a concederme lo que le había pedido. La desesperación hizo que mi cabeza empezara a trabajar a toda velocidad, buscando cualquiera excusa que pudiera permitirme hacer cambiar de opinión al príncipe oscuro; mi última esperanza radicaba en hacer uso de la magia para convencerle.

Y jugué mi baza, la que sabía que tendría algún efecto en él.

—Estoy intentando proteger al bebé.

La línea de los hombros de Deacon se tensó bajo mis palmas cuando escuchó que mencionaba lo que más le importaba. Su máxima prioridad.

Me adelanté antes de que pudiera abrir la boca para reclamarme que no tenía nada de lo que preocuparme, que él se encontraba al cargo de todo.

—Dime qué sucederá cuando tengas que ausentarte, Deacon —le susurré, tratando de persuadirlo—. Aunque no se sepa de mi embarazo, tus enemigos me verán a mí como un jugoso objetivo; no dudarán en aprovechar la oportunidad... y yo necesito poder para plantarles cara, para no estar indefensa en una corte donde no sé quién es amigo y quién enemigo. Para protegerlo —repetí a media voz, refiriéndome al bebé.

El nombre de Cadmen flotó sobre ambos, a pesar de que yo no había querido pronunciarlo.

La resistencia de mi esposo titubeó cuando le planteé aquella imagen: él estando lejos, dejando a su reina y a su heredero en aquel lugar donde estaban empezando a germinar las dudas contra Deacon, los rumores que durante meses habían estado corriendo de boca en boca... y que lord Deian se había encargado de alentar, cegado por querer vengar a su hija a toda costa.

—Estamos juntos en esto —presioné un poco más, sin querer rendirme.

Dejé que mis palabras calaran en su retorcida mente, que creyera que estaba dispuesta a ceder un poco de mi confianza porque compartíamos un objetivo: el bebé. Aunque nuestros propósitos fueran ligeramente diferentes.

Me obligué a quedarme en silencio, permitiendo que fuera Deacon quien tuviera la última palabra.

Me obligué a no mover ni un solo músculo cuando el índice del príncipe oscuro acarició el dorso de mi mano, llegando hasta donde lucía el sello de la Corte Oscura. Aquel maldito anillo que había puesto el colofón final a nuestra unión, cuya única finalidad parecía ser anunciar a los cuatro vientos a quién pertenecía. Su uña resiguió de manera ausente la cabeza de cuervo.

—Estamos juntos en esto —repitió, meditabundo.

Y yo había ganado.

—No es mi mejor obra, pero...

Demetria observaba mi aspecto desde el espejo. Desde que se hiciera pública la decisión del consejo para coronar a Deacon como nuevo rey, debido a que todo el mundo creía que Finvarrar no conseguiría huir de las garras de aquel profundo sueño que lo mantenía preso, el castillo se había convertido en una nerviosa vorágine de preparativos y actividad para llevar a cabo una rápida ceremonia en la que se traspasarían los poderes del monarca ausente a su sucesor.

Aquella creación le pertenecía por completo. La había convertido en una de mis doncellas de más confianza, y la que había tenido que trabajar día y noche a toda velocidad para poder tener aquel vestido para la ocasión; nadie se había opuesto a mi decisión, por lo que había podido relajarme brevemente mientras Demetria se encargaba de tomar mis medidas, encargándose de ajustar el nuevo atuendo a algunas zonas de mi cuerpo.

Observé el escote. Dos tiras bordadas en dorado se cruzaban en mi pecho, formando una enorme X que se unía a mi espalda; Demetria se había asegurado de que aquella zona del vestido fuera la más ceñida y recargada del vestido, desviando la atención del resto de la tela —de un color azul que podía confundirse con negro—, que caía como una cascada hasta mis pies. En los bajos se apreciaban el mismo tipo de filigranas doradas que lucía en el escote. Las mangas, abiertas a la altura de los codos, también rozaban el suelo. No era un modelo sobrecargado, como los que solía utilizar Iona para este tipo de eventos; sino algo mucho más sobrio y sencillo.

Pero me daba la apariencia de una reina.

Anaheim estaba en uno de los sillones, contemplando mi aspecto con una expresión afectada. No lamentaba lo sucedido con Finvarrar, quizá incluso se sentía sombríamente alegre del destino del rey; sabiendo que su maldad ya no sería capaz de alcanzar a nadie más, que todo el daño que le había causado en el pasado había quedado pagado, aunque yo sentía que no fuera suficiente. Que, a pesar de todo, el rey no había recibido lo que realmente se merecía.

Me forcé a sonreír frente al espejo.

—Ha quedado magnífico, Demetria —le aseguré.

Las mejillas de la aludida se enrojecieron ante mi halago. No me había atrevido a preguntarle si había recibido alguna noticia más de Adamark, algún mensaje —por escueto que fuera— del Antiguo en el que pudiera darnos una pista de cómo se encontraban las cosas en el bando de la Corte Seelie.

—¿Estás lista para esto, Maeve? —preguntó entonces Anaheim, interviniendo por primera vez desde que mis doncellas hubieran acudido aquella misma mañana para empezar temprano con mi preparación.

Demetria bajó la mirada mientras mis ojos se topaban con los de la mujer a través del espejo. La preocupación se había instalado en Anaheim desde que regresara de Las Brumas, después de descubrir que yo había desvelado por mi propia voluntad a Deacon que estaba embarazada; si antes habíamos corrido un grave riesgo a que alguien se enterara de esa información... Ahora se había duplicado, añadiéndole peligrosidad.

Acaricié el terciopelo del vestido y respiré hondo. Sabía que, en el momento en que esa corona reposara sobre mi cabeza, habría añadido una cadena más que me uniera a la Corte Oscura; sin embargo, entre mis planes de futuro no entraba quedarme en aquel tétrico lugar, sentada en aquel trono.

—Por supuesto que lo está —dijo una voz a mi derecha, desde la puerta del dormitorio—. Su madre la educó para verla convertida en esto, en una reina.

Me giré hacia el rincón donde aguardaba Deacon, apoyado sobre la madera y contemplándome con una expresión de estar satisfecho con la imagen que daba. Al contrario que yo, sus prendas estaban confeccionadas en tela negra; los pocos adornos que había en la casaca eran en color dorado, a juego con los míos. Líneas doradas reseguían su cuello y descendían por su pecho en zigzag, manteniéndose fijos gracias a las líneas de botones. Me fijé en que había cabezas de cuervo grabadas en los puños, símbolo de su corte.

Demetria se apresuró a interpretar su papel de doncella aturullada por la ilustre presencia de su príncipe, bajando la barbilla hasta casi rozar su esternón y doblando las rodillas en una pronunciada reverencia. Anaheim, por el contrario, se irguió desde su asiento, controlando a su sobrino.

—No deberías estar aquí —le espetó.

Deacon dejó escapar una risotada.

—Dentro de poco este dormitorio quedará vacío para las futuras generaciones —se justificó, lanzando una mirada cargada de significado en mi dirección—. Quería despedirme de este sitio y explicarle a mi tierna esposa algunas novedades.

Me aparté con fingida indiferencia el cabello que me caía por un hombro, preocupada por lo que tuviera que decirme. Sin embargo, el hecho de que no hubiera expulsado a Anaheim o Demetria para que nos dejaran a solas era una buena señal... o al menos eso quise creer.

Anaheim frunció el ceño mientras la sonrisa de Deacon crecía de tamaño.

—Recuerdo que, al llegar a la Corte Oscura, exigiste un dormitorio para ti sola —empezó el príncipe oscuro, dando un paso en mi dirección—: se te ha sido concedido. Enhorabuena.

No había olvidado ese momento, cuando me enfrenté a Deacon y él me hizo saber qué buscaba realmente de mí, de nuestro matrimonio; se mofó del hecho de que ambos tendríamos que compartir el mismo dormitorio para poder llevar los asuntos de nuestra unión con discreción, evitando que los rumores sobre nuestra vida privada pudieran extenderse por toda la corte. Reconocía que los últimos meses Deacon apenas había visitado aquel dormitorio —su dormitorio—, pero nunca había llegado a bajar del todo la guardia.

Pero saber que iba a tener un dormitorio para mí misma... Me daba mucha mayor libertad para poder proseguir con mi silenciosa cruzada contra la Corte Oscura, para poder mantener mejor informados a Adamark y Keiran sobre lo que planeaba Deacon y sus tropas.

Oculté mi entusiasmo y me aferré al breve acceso de recelo que había aparecido después de que mi esposo anunciara que se me iba a ceder una habitación, que no tendría que mantenerme en vela por si acaso se presentaba cuando bajaba la guardia. Cuando no estaba preparada para enfrentarme a él y a sus intenciones.

—¿A qué se ha debido este cambio de parecer? —quise saber.

La distancia que nos separaba fue estrechándose a cada paso que daba en mi dirección.

—Los reyes tienen sus propios aposentos. Separados —añadió como si necesitara una aclaración—. Mi padre ha sido trasladado a uno de los dormitorios que hay al otro lado del pasillo para que su delicado estado sea un asunto privado, lejos de las continuas habladurías de la corte —en la zona donde había estado la habitación de Kermon, comprendí; un sitio apartado y lo suficientemente recóndito para no llamar la atención—. Y mi madre ha cedido el suyo para ti.

Por el modo imperceptible en que frunció los labios, tuve la sensación de que Iona no había estado del todo de acuerdo con la noticia de tener que abandonar su dormitorio para que yo pudiera ocuparlo; tampoco estaba segura de que la reina —aunque por poco tiempo más— quisiera abandonar la corona a mi favor. Nuestra escasa relación de cordialidad había quedado reducida a cenizas después de que Deacon nos arrastrara a Anaheim, Kermon y a mí a la Corte Oscura tras nuestro fracaso de huida.

Era evidente que Iona había comenzado a detestarme tras creer que le había hecho daño a su hijo teniendo una aventura con su sobrino. Por supuesto, continuaba afirmando que Deacon no había tenido un escarceo con Beira; postura que le había causado algún que otro encontronazo con su marido, pues él defendía todo lo contrario.

Guardé para mí las preguntas que me quemaban en la punta de la lengua sobre Iona, limitándome a hacer un seco movimiento de asentimiento hacia Deacon. Su sorpresiva visita me había pillado con la guardia baja, lo mismo que las noticias que había traído consigo; había escuchado en los inquietos y excitados susurros de mis doncellas que el futuro rey, como se le había pasado a llamar desde que se hiciera el anuncio de aquella forzada abdicación de un monarca cuyo estado era cercano a la muerte, se encontraba en otra habitación para que se llevaran a cabo sus propios preparativos.

Vi por el rabillo del ojo a Deacon eliminando el poco espacio que nos separaba. Fingí estar comprobando mi aspecto en el espejo mientras seguía de cerca al príncipe oscuro, que orbitaba a mi alrededor como un halcón a punto de abalanzarse contra su presa; con su habitual arrogancia, hizo un esclarecedor gesto hacia Anaheim y Demetria, indicándoles que abandonaran el dormitorio.

La tensión embargó a ambas; Demetria tuvo que tirar con discreción de Anaheim para conducirla hacia la puerta. Los ojos de la luminosa se clavaron en los míos a través del espejo, preguntándome con la mirada si estaba segura de ello; si sería capaz de sobrellevarlo.

Apenas quedaba tiempo antes de que la ceremonia diera inicio, y quería confiar en que lo que estuviera tramando Deacon no era peligroso. Estaba convencida de que había logrado mi propósito la noche que anunció que había conseguido que le coronaran como nuevo rey de la Corte Oscura: que mi papel como reina, a su lado, fuera mucho más que recibir a los invitados y sonreír mientras mi esposo me paseaba de su brazo como si fuera su más valioso objeto.

La puerta se cerró con un suave chasquido y Deacon se colocó a mi lado, frente al espejo. Contemplé nuestras respectivas imágenes, consciente de lo dispares que resultábamos el uno del otro: mientras que el príncipe oscuro parecía hacer alarde de su origen, con aquel cabello negro a conjunto con su mirada y su alma; yo contrastaba con mi cabello casi blanco y mis resplandecientes ojos azules.

Oscuridad y luz.

Me aparté de su lado con brusquedad cuando el dedo de Deacon siguió la línea de mi cuello, todavía con sus ojos clavados en nuestro reflejo.

—Maeve, reina de la Corte Oscura —susurró cerca de mi oído—. Y, muy pronto, de las cuatro cortes.

Devrig y un grupo de guardias nos esperaban en el pasillo, listos para escoltarnos hacia el salón del trono. El rostro del capitán no era capaz de ocultar su contrariedad: tal y como me había confesado Deacon, Devrig no terminaba de confiar en el príncipe oscuro y sus intenciones; el capitán había sido capaz de ver más allá de la cuidada fachada de mi esposo y era consciente de lo peligroso que podía llegar a ser. Había intentado alejarlo de su objetivo, la corona, pero su plan no había funcionado y Deacon había conseguido salirse con la suya, lo que nos había conducido a ese momento.

Los ojos grises de Devrig me contemplaron de pies a cabeza, frunciendo los labios con una expresión de encontrarse decepcionado. Desde que me hubiera asaltado en el comedor para arrancarme lo que había sucedido la noche que Finvarrar fue atacado, no había vuelto a tratar de tenderme ninguna otra emboscada; quizá por tener la sospecha de que ello podría traerle problemas con Deacon, quien estaría encantado de apartarlo y hacerlo desaparecer.

Aunque no lo supiera, Devrig tenía mucho en común conmigo. Quizá pudiéramos llegar a ser aliados en aquella guerra silenciosa con Deacon dentro de la Corte Oscura; sin embargo, primero debía continuar con mi tarea de granjearme la simpatía o, al menos, la compasión de algunos de las figuras más relevantes dentro del gobierno. Por eso mismo fingí encontrarme apabullada por la atención del capitán y bajé la mirada hacia el suelo, continuando con aquel papel; Devrig creía que yo guardaba silencio por temor a mi esposo y aquello me ayudaba enormemente con mis intenciones. A mantener la atención del capitán sobre mí.

A la par, tanto Devrig como los guardias que le acompañaban hincaron la rodilla en el suelo y bajaron la cabeza en un simbólico gesto en el que mostraban su apoyo y respeto hacia su nuevo rey. Por el rabillo del ojo vi a Deacon sonreír con satisfacción, disfrutando de ver a uno de los que se oponían a su reinado frente a él, arrodillado en el suelo como un súbdito más. Cediendo ante su poder. Reconociéndolo.

Tras aquel breve acto anterior a la propia ceremonia de coronación, reanudamos la marcha a través del castillo. Los pasillos estaban convenientemente vacíos, con todos aquellos que antes los habían ocupado esperando en el salón del trono u observando desde cualquier sitio habilitado libre.

El corazón empezó a latirme con fuerza cuando alcanzamos los enormes portones de madera que conducían al salón del trono. Desde fuera podían escucharse el retumbe de las conversaciones que estaban manteniéndose en su interior, todos ellos comentando la insólita situación en la que la Corte Oscura se había visto envuelta... El hecho de que su antiguo rey, ahora conocido como el Rey Durmiente, estuviera atrapado en un sueño eterno, como si realmente pareciera un muerto; que la abdicación hubiera sido motivada por aquel turbio asunto del que aún no se tenía respuesta alguna... o, al menos, una simple pista.

Deacon extendió su brazo en mi dirección. Sin tan siquiera dirigirle una sola mirada, apoyé mi mano sobre la suya, intentando contener mi acelerado pulso y convertir mi rostro en una máscara inexpresiva; a mi espalda podía sentir la mirada de Devrig siguiendo todos y cada uno de nuestros movimientos. Como un depredador al acecho.

Tragué saliva y me erguí.

Un pesado crujido proveniente de las puertas fue la señal que necesitábamos. Poco a poco, fueron abriéndose ante nosotros, dejándonos ver el interior de la sala del trono; a los costados se agolpaban multitud de afortunados que iban a servir de testigos de aquel nuevo inicio con la llegada del nuevo rey. El pasillo que se abría entre los dos bloques de invitados estaba cubierto por una alfombra de color granate y negro; sobre el estrado de madera se alzaban dos tronos idénticos, a la misma altura. Iona aguardaba sobre él, en un rincón apartado, pues sería ella quien tendría la responsabilidad de coronarnos a ambos.

El silencio se hizo en la sala cuando Deacon y yo cruzamos el umbral de la puerta. Sin embargo, algunos susurros se extendieron a través del sepulcral silencio; la ceremonia había sido modificada ligeramente: yo tendría que encontrarme en el estrado, frente al trono que ocuparía —y cuya posición estaría unos metros retrasada del trono que pertenecía al rey— mientras aguardaba a que mi esposo cruzara aquel pasillo; luego observaría cómo Iona colocaba la corona sobre la cabeza de su hijo, después de que Deacon hubiera hecho su juramento.

Caminamos el uno junto al otro hasta los pies de la tarima y aparté mi mano de la suya. A la par, y casi del mismo modo que lo habían hecho Devrig y sus soldados, nos arrodillamos ante el primer escalón. Anaheim me había ayudado a familiarizarme con la ceremonia después de que Deacon me enviara una nota donde me informaba cuándo se había fijado la fecha y en qué consistiría.

Escuché los pasos de la reina por la madera, el susurro de su vestido por el suelo mientras se colocaba en su posición. Iona vestía de negro de pies a cabeza, incluyendo las joyas; alzó los brazos hacia nosotros y pronunció con solemnidad:

—Alzaos, hijos míos, pues vuestra hora ha llegado. Alzaos, hijos míos, y cumplid con vuestro cometido.

Ascendimos los escalones con lentitud y cada uno nos dirigimos hacia nuestros respectivos tronos. Cuando me crucé con Iona, vi que me dedicaba una mirada cargada de desagrado; desaprobaba los cambios introducidos en la tradicional ceremonia de coronación.

Y más aún desaprobaba que todo aquello lo hubiera provocado yo.

Miramos al frente, hacia la multitud que aguardaba con expectación y en un ansioso silencio. Me quedé sin aliento cuando imágenes de la coronación de mi hermano y Keiran se entremezclaron en mi mente, haciéndome recordar. Primero vi a Sinéad alzándose con la corona, dedicando una fría mirada a todos aquellos que habían acudido para verle convertido en rey; luego vi al acólito depositando la corona sobre la cabeza de Keiran... a Keiran tomando de la mano a Prímula para ponerse en pie, haciendo que la multitud estallara en aplausos.

Por el rabillo del ojo divisé al hombre que portaba las dos coronas; el corazón aceleró su ritmo al verlas por primera vez, pues ni Finvarrar ni Iona las usaban con asiduidad. Las dos eran majestuosas, dignas de la Corte Oscura: de material negro mate, tenían forma de ramas retorcidas que se entretejían las unas con las otras. La que debía usar Deacon tenía la cabeza de un cuervo grabada en el frente, con el pico abierto y con un pulido cinabrio engastado entre las dos partes que conformaban la punta del ave; la que me pertenecía, por el contrario, no tenía ninguna cabeza y sí pequeñas perlas de color blanco y gris esparcidas por las ramas como si fueran frutos. Además de pequeños trozos de cuarzo.

El acólito, ataviado con una túnica negra, detuvo sus pasos frente a Iona. Las manos de la todavía reina hicieron un calculado movimiento que alzó ambas coronas en el aire; Deacon y yo hincamos una rodilla en el suelo a la par mientras Iona se giraba hacia nosotros, con los dos objetos flotando frente a ella. Todo el mundo contuvo la respiración cuando agachamos la cabeza, a la espera de que las dos coronas se apoyaran sobre ellas; me vi a mí misma reteniendo mi aliento, con las primeras dudas arremolinándose en mi interior. Haciendo que me cuestionara si aquello realmente iba a funcionar.

Me hice eco del juramento de Deacon, sintiendo mi boca moverse por sí sola, repitiendo todas y cada una de sus palabras. En aquellos instantes me sentía como una extraña en mi propio cuerpo, ante todas aquellas personas que nos contemplaban desde abajo con distintos grados de expresión.

El peso de la corona se asentó sobre mi cabeza, expulsándome de mis propios pensamientos y dándome consciencia de que todo había terminado; un torrente de magia me recorrió de pies a cabeza, poniéndome el vello de punta por la virulencia de aquel desborde de energía que había pasado por mi cuerpo después de que nos hubiéramos sentado en nuestros respectivos tronos, ocupando nuestros legítimos lugares. Desde aquel preciso momento, ya no continuaba siendo por más tiempo una princesa; la misma por la que se habían cometido tantas atrocidades para tenerme allí, comprometida con el heredero.

Ahora era la reina de la Corte Oscura.

Mi mirada se cruzó con la de Iona, ya convertida en la antigua reina; me había ganado una nueva enemiga y su nombre pasaría a formar parte de la larga lista que arrastraba a mis espaldas.

No me importó lo más mínimo, pues Iona jamás llegaría a ser una auténtica amenaza para mí.

—¡Que los elementos protejan a los nuevos reyes de la Corte Oscura y guíen su camino de ahora en adelante! —proclamó, girándome hacia la multitud—. ¡Larga vida al rey y la reina de la Corte Oscura!

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