| ✦ | Capítulo 7.
Contemplé la silla vacía que siempre había ocupado Finvarrar; las historias y rumores sobre su estado y lo sucedido aquella noche habían empezado a correr por toda la corte; todo el mundo estaba sumido en un intranquilo ambiente cargado de interrogantes. Apenas habían pasado un par de días y todo el mundo estaba aguardando como una jauría de animales salvajes —y sedientos por el poder— para obtener su oportunidad.
Y yo me había visto obligada a permanecer apartada, lejos del escrutinio público mientras era consciente de que mi nombre formaba parte de algunos rumores, quizá los más sórdidos. Demetria no había mostrado ningún tipo de censura al mantenerme al corriente de lo que sucedía fuera de las puertas de mi dormitorio, además de asegurarme que Adamark no había vuelto a ponerse en contacto con ella; quizá porque la situación de allí fuera continuaba necesitando toda su atención, incluyendo la de Keiran.
Repetí en mi mente su escueto mensaje.
Después de la tensa reunión que tuvo lugar en los aposentos privados del rey —con Finvarrar en aquel estado— no había vuelto a ver a Deacon. La más que palpable ausencia del príncipe oscuro había acrecentado mis nervios y, después de hacer un relato pormenorizado de lo que había tenido que soportar en aquel cuarto a Anaheim y Demetria, ninguna de ellas había podido darme una respuesta ante lo que nos esperaba en el futuro.
El comedor estaba completamente vacío. Anaheim no me había acompañado aquella mañana para desayunar, y la silla que pertenecía a la reina se encontraba igual de desocupada que el resto de la habitación; había optado por desobedecer la orden de Deacon de mantenerme por más tiempo encerrada en mi dormitorio mientras él se encargaba de cualquier detalle que hubiera quedado tras lo sucedido con su padre. Había decidido salir de mi reclusión y había bajado hasta allí para comprobar con mis propios ojos el efecto que había tenido mi plan.
Aun con algo de dificultad, pues no había contado con Finvarrar drogándome, las cosas habían salido más o menos como yo esperaba.
Y Deacon no me había decepcionado con su comportamiento.
No había mostrado ningún escrúpulo al acudir al dormitorio de su medio hermano para apuñalarlo. Tampoco cuando vio a un hombre inocente pagar por sus actos, siendo el propio Deacon el verdugo encargado de administrar el castigo que le fue impuesto. Era evidente que no le temblaría un solo músculo a la hora de tomar represalias tras ver cómo su padre demostraba no estar a la altura, ser presa de sentimientos tan mundanos que, a los ojos de Deacon, no le convertían en un buen rey. En alguien que podría llevar a la Corte Oscura al lugar al que pertenecía, en la cúspide del poder.
Deacon no me había mentido al afirmar que estaba por encima de ciertos sentimientos. Que no podía amar.
Que tenía un corazón esculpido en piedra.
Quizá por eso —y por la ciega convicción que tenía, en la que él devolvía a su corte su antiguo esplendor— no había sentido nada cuando se había enfrentado a su padre y lo había dejado en aquel estado.
Muerto en vida.
El sonido de unos resueltos pasos sobre el suelo de piedra me sacó de mi estupor, disipando aquellos pensamientos y haciendo que parpadeara para centrar toda mi atención en la persona que había irrumpido en el comedor. Mi mano se arrastró por encima de la mesa hasta que mis dedos se cerraron alrededor del cuchillo que tenía más cerca; el capitán cruzaba la amplia distancia que separaba la puerta de la larga mesa que yo ocupaba.
No sabía en qué punto se encontraba su investigación después de que Deacon fuera tan decisivo con su intervención a mi favor, anunciando que ambos habíamos estado juntos —dejando en el aire la insinuación que pretendía que ayudara a las calenturientas mentes de los presentes a ir en la dirección que él deseaba, como un titiritero moviendo sus hilos— y que, por tanto, era imposible que yo fuera la persona que había podido atacar al rey en su despacho. Además, se había asegurado de modificar las mentes de todos aquellos testigos que podrían habernos supuesto un grave problema.
Observé con los ojos entornados cómo Devrig se dirigía hasta donde yo estaba sentada, con el rostro ensombrecido. Se plantó justo a mi lado, cuadrándose en toda su altura y sin hacer la protocolaria reverencia; una sutil advertencia de lo que ese hombre pensaba de mí.
Los ojos grises del capitán no me miraban fijamente, sino en algún punto por encima de mi hombro.
A la amenaza que suponía Cadmen había que añadirle una nueva: él. El hombre que parecía estar seguro de mi implicación en el ataque del rey, alguien que me consideraba responsable de algún modo que aún no había logrado averiguar; cubrí el cuchillo que aferraba con la palma de mi mano, arrastrándolo hacia mí.
Podría servirme de él como arma en caso de que las cosas se torcieran y luego convencería a Deacon de que lo había hecho por el bebé. Por su seguridad.
Forcé a mis labios a formar una sonrisa amigable.
—Capitán Devrig —le saludé, recolocándome sobre el asiento y aprovechando para ocultar el cuchillo entre las faldas del vestido que llevaba.
—Princesa —fue su seco saludo, ni siquiera se dignó a mirarme—. Me alegra veros fuera de vuestro confinamiento.
Hice un poco más grande mi sonrisa, fingiendo encontrarme algo apurada por aquella acertada observación. No había escuchado que Iona hubiera sido confinada en sus dormitorios, sino que la reina había estado pegada al lado de la cama donde reposaba su marido, esperando que los elementos fueran benevolentes y se lo devolvieran; sin embargo, Finvarrar continuaba sumido en aquel extraño sueño del que nadie era capaz de dar una solución. Ni siquiera los mejores sanadores que se encontraban a su servicio.
—Mi esposo tenía miedo por mi seguridad —dije con dulzura.
Era evidente que Devrig no había terminado de creerse la coartada que Deacon había inventado para ambos, convirtiendo a Vrigil en parte de ella; no había vuelto a ver al sanador desde aquella noche, después de que el príncipe oscuro hubiera estado escarbando en su mente para eliminar lo que realmente había sucedido, y no sabía si habría sido interrogado, tal y como aseguró que haría Devrig.
Como tampoco sabía qué estaba haciendo el capitán allí.
—Es evidente que el príncipe se preocupa mucho por vos, Alteza —observó Devrig con un tono reflexivo.
«No por los motivos que creéis, capitán...», pensé para mí misma con cierta ironía.
Tras la intervención de Deacon, el hombre había optado por no continuar insistiendo y se había limitado a hacerse a un lado, dejando que el príncipe oscuro redirigiera la situación en la dirección que deseaba: el estado de su padre y cómo afectaba eso a la corte. Los consejeros habían empezado a discutir entre ellos cómo proceder ahora que su rey se encontraba sumido en aquel sueño del que nada parecía ser capaz de sacarlo; algunos habían apostado por mantener la situación de Finvarrar en secreto, con la vana esperanza de que pronto su amado rey despertaría y regresaría a su trono. Otros habían optado por defender todo lo contrario: hacer un anuncio y empezar a tomar las medidas oportunas, pues el trono no podía quedarse vacío. La Corte Oscura necesitaba a alguien que tomara las riendas, pues la guerra podría inclinarse a favor del bando enemigo gracias a ese contratiempo.
No sabía qué decisión se había tomado, pues Deacon hizo que me devolvieran a mi dormitorio para mantenerme allí encerrada los próximos días.
Ladeé la cabeza, fingiendo azoramiento por la observación que el capitán había hecho sobre mi esposo; pero la mirada de Devrig continuaba lejos de la mía, estudiando nuestro entorno con ojo crítico.
—Me alegra de haberos encontrado aquí, a solas —continuó hablando.
La sonrisa desapareció de mis labios mientras fruncía el ceño. ¿Qué motivos le habían empujado a buscarme? La forma del cuchillo se me clavó en la palma de la mano cuando lo apreté con más energía, oculto entre la tela de la falda, pero el capitán no pareció ser consciente de ese movimiento por mi parte.
El silencio se extendió por el comedor cuando ninguno de los dos dijo nada. Mi cabeza había empezado a ponerse a trabajar a toda velocidad, estudiando a mi oponente y tratando de adivinar la distancia a la que me encontraba de la salida; si tendría tiempo de alcanzarla antes de que lo hiciera él.
Las patas de la silla chirriaron contra el suelo cuando la empujé, observando cómo Devrig se inclinaba hasta hincar una rodilla frente a mí. Tuve que contenerme a mí misma para evitar apuñalarlo cuando nuestros rostros quedaron casi a la misma altura y sus ojos grises por fin contemplaron los míos.
—Desde que pusisteis un pie en la Corte Oscura os he estado observando —me repetí que no podía apuñalarlo... todavía no; su mirada sostenía la mía con una franqueza que me resultaba apabullante—. ¿Queréis saber lo que he podido sacar en claro, princesa?
El miedo empezó a reptar por mi columna vertebral, dejando a su paso una desagradable sensación. El capitán había estado espiándome, ¿cuánto habría visto de mí? Sin duda alguna no pecaba de ser un pobre ignorante que bailaba al compás que dictaba Deacon, pues no había temido enfrentarse a él en varias ocasiones y teniendo un nutrido grupo como testigo. ¿Qué habría conseguido averiguar en todo aquel tiempo que llevaba en la Corte Oscura sin que yo fuera consciente de su presencia?
—Tenéis claro por qué estáis aquí —el miedo avanzó un poco más dentro de mí, el cuchillo pareció calentarse en mi mano, exigiendo que se lo clavara en la garganta— y habéis ido conociendo poco a poco el verdadero rostro de vuestro marido.
Me mantuve obstinadamente en silencio, sin confirmar ni desmentir nada de lo que hubiera dicho.
—Y creo que habéis aprendido a temerle, princesa —concluyó—. Eso explicaría vuestra huida junto a lord Kermon.
Una pequeña oleada de alivio fue abriéndose paso dentro de mí, eliminando el miedo que me había carcomido al inicio. Devrig me tomaba por una muchachita débil que no había sido capaz de resistir la maldad que residía en el interior de Deacon; quizá me tomaba por una pobre chica que no había visto el verdadero rostro de su marido hasta que no fue demasiado tarde. En cualquier caso, me subestimaba; no me creía alguien importante o que tuviera algún tipo de relevancia.
No sabía que había calado a Deacon después de que me sacara de la Corte de Verano, fingiéndose un aliado de mi madre. No, nunca había estado equivocada respecto al príncipe oscuro: siempre había intuido que no era alguien en quien debiera confiar; alguien tan lleno de maldad y que había hecho de la manipulación un arte.
Pese al alivio que me supuso que Devrig no fuera tan observador como había asegurado, no dejé que mi rostro transmitiera nada que no fuera cierto —y genuino— terror. Aprovecharía la imagen que se había creado a partir de sus erróneas deducciones y pensaría en si debía deshacerme de él conforme avanzara la conversación entre ambos.
Retiré un poco el cuchillo cuando la mano de Devrig se apoyó en mi rodilla y sus ojos grises se oscurecieron.
—Tengo la sensación de que sabéis qué sucedió esa noche —me dijo, bajando la voz— y que hay algo que os impide hablar.
Hizo una pequeña pausa y alzó ambas cejas, esperando que yo dijera algo.
—Encontramos una copa volcada cerca de donde se encontraba el rey desplomado —añadió ante mi mutismo—. Había rastros de espino negro, una droga que ayuda a la relajación muscular —apreté los dientes con fuerza; sabía los efectos que producía... los había sentido en mis propias carnes—; sé por mi propia experiencia quién tenía acceso a ese tipo de droga y para qué podría haberla necesitado. Sin embargo, todos mis hombres que se encontraban de guardia que fueron interrogados afirmaron no haber visto a nadie acompañando al rey... aunque no supieron decir si alguien, quizá alguna mujer, pudo llegar al despacho.
Mi propio rostro se ensombreció al rememorar el juego sucio de Finvarrar, cómo casi lo había echado todo a perder por haberme suministrado a la fuerza espino negro; apreté los puños con rabia, deseando poder retroceder en el tiempo para asfixiar con mis propias manos al rey oscuro. Sin embargo, Deacon se había hecho cargo de su padre, tal y como yo había sospechado que haría.
La mano de Devrig estrechó mi rodilla y vi que su rostro componía un gesto amable. Sabía a lo que estaba jugando, y no me resultaría muy difícil seguir las reglas: quería buscar mi confianza para que yo confesara. Estaba usando la baza de la amabilidad, fingiendo comprensión, para hacerme hablar.
—Quizá el miedo a vuestro marido os impida decir lo que sucedió —insistió el capitán.
Dejé que sacara sus propias conclusiones respecto a mi silencio. Dejé que creyera que Deacon me mantenía atemorizada, atrapada en aquel matrimonio en el que el único beneficiado era él. Era muy posible que la compasión que le inspiraba a Devrig me resultara de utilidad en el futuro.
—Princesa, quiero ayudaros —presionó, y pude notar un ligero timbre de impaciencia ante la ausencia de resultados—. Puedo protegeros, si me lo permitís...
—Devrig.
El capitán soltó un leve respingo por la sorpresa de haber sido descubierto. Deacon no había levantado la voz, pero el nombre del hombre había resonado con claridad contra las paredes del comedor; ambos desviamos la mirada hacia donde mi esposo se encontraba, detenido a unos metros de la puerta.
Los ojos negros de Deacon estaban clavados en Devrig con una calma que había aprendido a reconocer; la misma tras la que se ocultaba el monstruo que llevaba dentro antes de atacar. Casi lamenté que el capitán se hubiera convertido en el próximo objetivo de mi esposo si continuaba moviéndose por su cuenta, ignorando el control que mantenía el príncipe oscuro sobre todo.
—Alteza.
El capitán soltó mi rodilla y se puso en pie. Deacon usó su magia para acortar la distancia, apareciendo a pocos metros de donde estábamos; la mirada del príncipe oscuro se desvió en mi dirección unos segundos, los suficientes para que comprobara que todo estaba en orden. Luego centró toda su atención en Devrig, que había puesto algo de distancia entre ambos.
—¿Puedo saber el motivo que te ha empujado a acorralar de ese modo a mi esposa? —inquirió Deacon con peligrosa suavidad.
El rostro del capitán palideció ante la insinuación que mi esposo había dejado flotando en el aire; sus mejillas se tornaron rosadas a causa de la indignación que le provocó el modo en que Deacon tergiversaba la situación. Yo me limité a quedarme pegada al asiento, evaluando a ambos.
—Creí que estaría más comunicativa después de haber salido de su confinamiento, Alteza —respondió con osadía—; pensé que podría recordar algún detalle de lo sucedido.
Los labios de Deacon se curvaron en una sonrisa que anunciaba peligro.
—¿Has tenido suerte en tu cometido? —le preguntó con perversa diversión—. ¿Mi dulce esposa ha podido ser de ayuda?
La mirada de Devrig se desvió hacia mí.
—Me temo que nos habéis interrumpido y no he tenido ocasión de saber la respuesta —concedió.
Deacon dio un paso hacia nosotros
—Querría disfrutar de un desayuno junto a mi esposa, Devrig —anunció, y sus palabras sonaron claramente a despedida—. Y creo recordar que tú tienes unas obligaciones que cumplir...
—No os robaré más tiempo, mi príncipe.
El capitán se dobló en una forzada reverencia y masculló una rápida despedida antes de salir a grandes zancadas del comedor. Deacon llamó al servicio para que dispusieran el desayuno y luego abandonaron la gran sala, dejándome a solas con mi marido; seguí con la mirada cada uno de sus movimientos hasta que se desplomó sobre su asiento. El hecho de que empezara a servirse algo de comida en su propio plato me indicó que no íbamos a ser más comensales en aquella ocasión.
Saqué el cuchillo que todavía mantenía aferrado con fuerza y lo deposité sobre la madera de la mesa. Luego estudié con atención a Deacon, sin saber cómo discurriría aquel tenso momento lleno de secretos que compartíamos, que nos unían por mucho que lo odiara.
Cuando el silencio se hizo insoportable, decidí romperlo:
—¿Así conquistó a tu madre, Deacon? —la pregunta sonó afilada—. ¿Con unas gotas de espino negro en su copa la noche de bodas?
Contra todas mis predicciones, mi esposo esbozó una sonrisa cargada de perversa diversión.
—Nunca le presté la debida atención a los... pasatiempos de mi padre —reconoció, alzando su mirada hacia mí—. Hasta que puso sus ojos en algo que no debía.
Había aprendido a convivir con la visión que tenía Deacon sobre mí, sobre el hecho de que me viera como un simple activo más; en aquellos instantes era su máxima prioridad debido a mi embarazo, por haber conseguido darle el heredero que tanto ansiaba. Alguien poderoso, con dos líneas de sangre tan dispares como opuestas la una de la otra: el bebé poseía tanto magia Unseelie como magia Seelie, gracias a la magia luminosa que corría por mis venas.
Y Deacon tenía planes para él, para convertirlo en alguien que gobernara no solamente en la Corte Oscura, sino sobre el resto de cortes. Alguien que podría hacer cumplir sus deseos de devolver a su corte su antiguo esplendor... y aplastar aquellas que habían osado exiliarlos a aquella cárcel de piedra.
Me tragué la bola de rabia que pugnaba por salir al escuchar cómo Deacon volvía a cosificarme, como otros habían hecho en el pasado; en su lugar decidí seguir presionándole con aquel asunto, intentando descubrir hasta cuán lejos podía llegar hasta que mi esposo perdiera el control.
—De tal palo, tal astilla, ¿no es cierto? —espeté con peligrosa suavidad.
Algo relució en sus ojos negros y yo contuve una sonrisa de satisfacción: Deacon había afirmado no ser como su padre. Mientras Finvarrar se permitía dejarse influenciar por ciertos sentimientos que podían nublar su juicio, haciendo que tomara decisiones erróneas, su hijo siempre se había encontrado por encima de ello. La lujuria, el deseo o la satisfacción de sus necesidades carnales, entre otras opciones, no tenían cabida para el príncipe oscuro.
No cuando su ambición y sed de poder era tan intensa.
—Nunca he usado espino negro contigo, mi pequeña polilla —apuntó con frialdad.
Me incliné por encima de la mesa y le dediqué una sonrisa feroz.
—Es cierto —le concedí—. Pero tus métodos son mucho más sutiles que los que usaba tu padre.
Vi cómo la línea de su mandíbula se endurecía ante mis acusaciones, por lo que proseguí hablando.
—Tú no te vales de drogas, Deacon —continué con satisfacción—: prefieres la sutileza de tu poder. Prefieres el poder que te otorga el chantaje y la manipulación para obtener lo que quieres. Como has hecho conmigo una y otra vez.
Contemplé cómo Deacon se refugiaba de nuevo tras su máscara.
—Estabas cumpliendo con tus deberes como esposa, Maeve —me recordó, tratando de darle la vuelta a la conversación—. Compartir cama con tu marido forma parte de tus responsabilidades dentro del matrimonio.
—¿Y qué hay de todas las veces que no quería, Deacon? —le pregunté, la rabia empezó a extenderse por dentro de mi cuerpo como un veneno; nublando mi mente y alejándome de mi plan—. Apuñalaste a Kermon y me amenazaste con tomar más represalias si continuaba negándome, ¡maldita sea!
—Teníamos un acuerdo, Maeve: la vida de tu hermano por convertirte en mi esposa, por darme un heredero. Tuve que incentivarte a que cumplieras tu parte, y mira lo que ha resultado de todo esto: a mi tierna esposa escondiéndome que estaba embarazada de mi hijo y los elementos saben qué más has estado planeando a mis espaldas.
El príncipe oscuro se mantuvo inmutable ante mi arranque de enfado, ni siquiera pude atisbar en sus palabras una chispa de ira... o cualquier otra cosa que pudiera alentar aquel enfrentamiento que había iniciado con el único propósito de conocer mejor los límites de tolerancia que tenía, los botones que debía pulsar si quería hacerle estallar y sacarlo de aquella fría tranquilidad que le caracterizaba. Bajó lentamente los cubiertos, depositándolos en el borde del plato que tenía delante; en su mirada no podía adivinarse nada. Y en mis oídos se había instalado un molesto pitido.
Apreté los dientes con fuerza.
—He hecho lo que he tenido que hacer para proteger lo que me pertenece —habló entonces Deacon— y eso nos pone a ambos en una posición delicada.
Enarqué una ceja de manera burlona a la que el príncipe oscuro respondió con una sonrisa traviesa.
—Supongo que eres consciente de qué sucedería si alguien supiera la verdad sobre lo que sucedió aquella noche —continuó, recostándose sobre su asiento—. Algunas personas fueron conscientes de la atención que te dispensaba mi padre, volviendo a poner a nuestro matrimonio en el foco de todas las miradas. Recordando viejos rumores sobre ambos.
Estaba refiriéndose a Beira y a Kermon. A la multitud de historias que corrían por la Corte Oscura donde mi marido había iniciado una guerra silenciosa contra mí al enredarse con mi dama de compañía; según esos mismos rumores, yo había decidido escaparme con Kermon y convertirnos en amantes. Y ahora habían decidido convertirme en la concubina del rey.
—Y esas mismas personas que nos mantienen estrechamente vigilados estarían encantadas de saber que yo ataqué a mi propio padre —una sensación helada me bajó por la espalda ante la confesión de Deacon sobre lo que había sucedido cuando obligó a Anaheim a que me sacara del despacho— con el único propósito de sacarlo de mi camino porque se había convertido en un obstáculo. Porque ya estaba cansado de ver cómo manejaba a su antojo la corte, ciego por sus malditos sentimientos. Por sus malditas emociones, que lo volvían tan débil y un auténtico inepto para llevar la corona.
En la quietud del comedor, conmigo como único testigo, Deacon confirmó mis sospechas y demostró que no le importaba lo más mínimo traspasar cualquier límite con tal de conseguir sus propios propósitos.
Y uno de ellos había sido verse convertido en rey de la Corte Oscura.
—No es ningún secreto que empecé a tener ciertas desavenencias con mi padre por cómo controlaba la corte —sus labios se curvaron en una media sonrisa llena de desdén—: él solamente buscaba salir del exilio, alcanzar una alianza que nos permitiera huir de esta montaña; no era capaz de ver más allá, de ver las posibilidades que se nos planteaban una vez hubiéramos conseguido salir y quedar libres. Se aferró a las páginas del Códice que habían pasado de generación en generación y convirtió a su hijo, a su heredero, en todo lo que él no era, empezando por hacerme inmune a ciertos sentimientos... a ciertas emociones: las debilidades del rey las convertí en mi fortaleza. Yo soy el salvador de la Corte Oscura, pero mi hijo será el futuro... el futuro de mi corte, que conseguirá reinar sobre todas ellas.
No le interrumpí, pero las náuseas se retorcieron en mi interior al comprobar hasta dónde alcanzaba la obsesión de Deacon por cumplir con sus objetivos; por alzarse con la victoria y conseguir la meta que se había propuesto a sí mismo, alimentada por el rey y el deseo de ver a la Corte Oscura libre de sus cadenas. Porque su hijo había visto más allá de la libertad, había visto mucho más.
Deacon estaba enfermo de poder y era peligroso. Sabía que mi decisión de volverle contra su padre podría ser arriesgado, incluso hasta el punto de correr la misma suerte que Finvarrar; sin embargo, tenía la indudable certeza de que el embarazo era lo único que refrenaba al príncipe oscuro sobre sus intenciones sobre mí.
Y yo pensaba terminar con todo aquello antes de que mi bebé naciera.
—Ver lo que tenía en mente sobre ti hizo que tomara la decisión que llevaba tanto tiempo madurando: hacerle a un lado, conseguir la corona y el poder que ostenta, el que no ha sido capaz de aprovechar correctamente —hizo una pausa y sonrió—. Quería matar a mi padre, y tú fuiste la excusa que necesitaba para llevar a cabo mi deseo.
Conocer aquella parte de Deacon, mucho más oscura y retorcida, hizo que mis brazos se movieran de manera inconsciente hasta cubrir mi vientre de manera protectora. Precisamente por eso había intentado con todas mis energías impedir que el príncipe oscuro lo supiera: porque la noticia de mi embarazo le alentaría aún más a continuar adelante. A proseguir con su propio plan, en el que no había contado en absoluto con su padre.
—Finvarrar sigue vivo —conseguí decir.
La sonrisa de Deacon creció.
—No podía matarle, hubiera llamado demasiado la atención; pero, si te sirve de consuelo, puedo asegurarte que mi padre no será un problema para ninguno de nosotros en el futuro —ronroneó—. Su muerte habría confirmado las sospechas de todos aquellos que no confían en mí; les habría proporcionado su propia excusa para señalarme como autor del asesinato, queriendo quitarme de en medio —se echó a reír entre dientes—. Empezando por Devrig a quien, como habrás podido comprobar por ti misma, no acabo de caerle del todo bien.
Atrapada entre el respaldo de la silla y la mesa, no tuve tiempo de huir cuando Deacon abandonó su propio asiento y apareció a mi lado. Mis ojos se clavaron con un brillo de rabia en el cuchillo que antes había escondido entre los pliegues de mi falda antes de obligarme a mirar algo mucho más peligroso y que requería toda mi atención: el príncipe oscuro.
Sus dedos acariciaron mi barbilla unos segundos para después empujarla y hacer que mi rostro se alzara en su dirección. Recordé mis lecciones con Ahreum y controlé la angustiosa sensación de pánico que había empezado a reptar por la boca de mi estómago; Deacon era un rival poderoso, pero yo confiaba en mis habilidades para escapar de él.
—¿Entiendes en qué posición nos deja esto, mi pequeña polilla? —susurró cerca de mis labios—. Si alguien descubre la verdad, quedarás desprotegida... Y la vida en la Corte Oscura se convertiría en un infierno.
Saber que estaba tratando de manipularme para conseguir que guardara silencio hizo que una efímera sensación de alivio se extendiera por mi cuerpo: Deacon no estaba al corriente de que yo misma había buscado aquella situación, intentando quitar para siempre de mi camino a Finvarrar. Y eso me mantenía, por el momento, a salvo.
No quería imaginar qué sucedería en caso de que se enterara de lo que había hecho, de cómo había pedido a Anaheim que usara su magia contra el rey, convirtiéndome en el objeto de su nueva obsesión. Repitiendo la historia que había conducido a la confidente de mi madre al exilio, dejando a su bebé recién nacido en manos de aquel monstruo que le había destrozado la vida.
De nuevo di a Deacon lo que quería: la apariencia de alguien que se había rendido, que estaba dispuesta a cumplir con sus exigencias y guardaría silencio. Dejé que creyera que sus sutiles amenazadas habían surtido efecto.
Aparté la cara y me alejé de su contacto, tal y como el príncipe oscuro esperaba que me comportara.
—Has elegido bien, Maeve —dijo a media voz—. Has tomado la decisión correcta.
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