| ✦ | Capítulo 6.
Anaheim me llevó directa hasta el baño. Debido a que mi cuerpo continuaba atenazado por la extraña pesadez que se había asentado en mis huesos, ella tuvo que ayudarme mientras yo casi me arrastraba hasta desplomarme de rodillas sobre el duro suelo; tomé una bocanada de aire, sintiendo aquel peso que me había acompañado desde que Finvarrar me hubiera obligado a beber de esa copa alcanzando mis pulmones como una losa de piedra.
Mi cuerpo había caído presa de violentos temblores y sentí frío en los huesos.
—Me ha drogado —llegué a decir, entre torpes balbuceos—. El rey me ha drogado.
Aquello puso en funcionamiento a Anaheim, que me recogió el cabello y los mechones que flotaban sueltos sobre mi rostro con unas manos cargadas de premura y nervios por las posibles consecuencias.
—Tienes que vomitar —me urgió—. Ahora.
No resultó fácil la tarea, pero Anaheim no cedió en su empeño hasta que sentí la garganta en carne viva y los ojos me escocieron a causa de las lágrimas por las arcadas. Tomé una temblorosa bocanada de aire mientras me incorporaba, aún sintiendo el cuerpo sin firmeza; Anaheim me acompañó hasta el dormitorio, con un brazo rodeando mis hombros, por si acaso las piernas me fallaban en nuestro trayecto. Apenas era capaz de pronunciar palabra alguna y ella no me presionó para que empezara a relatarle lo que había sucedido. Qué había salido mal.
Me dejó sobre el colchón de la cama y pasó sus manos por mi rostro, secando los surcos húmedos que habían dejado las lágrimas sobre mis mejillas y comprobando mi temperatura posando el dorso sobre mi frente.
—Quizá deberíamos llamar a un sanador —opinó Anaheim.
Mis manos se movieron de manera automática hasta cubrir mi vientre. En mi plan no había valorado la posibilidad de que Finvarrar hiciera uso de una ayuda externa para conseguir su propósito; la droga había provocado que me volviera torpe, complicándome seriamente controlar la situación hasta que Deacon interviniera. Había logrado mi propósito... pero las cosas no habían salido como yo habría querido en un principio.
El riesgo al que había expuesto al bebé...
Pensé de nuevo en el momento en que Finvarrar empezó a asfixiarme, obligándome a abrir la boca para poder introducir el líquido donde había disuelto la droga. Sentí la rabia despertando en mi interior, como un incendio descontrolado que empezó a expandirse por todo mi cuerpo; tras recuperarme del impacto inicial, ahora que había conseguido expulsar la droga, lo único que resonaba en mis oídos era el rugido de la venganza exigiendo ser saciada ante la grave ofensa.
Quería asesinarlo con mis propias manos si Deacon no se había hecho cargo de él, tal y como esperaba.
Anaheim y yo nos sobresaltamos cuando escuchamos el golpe que dio la puerta del dormitorio al abrirse con violencia. La magia de Deacon inundó toda la estancia como una furiosa ola invisible, anunciando de qué estado de ánimo se encontraba mi esposo; miré a la mujer mientras nos quedábamos paralizadas, escuchando los pasos dirigiéndose hacia donde estábamos. Mi rostro mudó de expresión cuando reconocí a Vrigil a la espalda de Deacon, caminando a un par de pasos de distancia y con el rostro pálido.
El rostro de Deacon, por el contrario, permanecía en blanco, una máscara que mantenía escondida a buen recaudo la vorágine de sentimientos que debían estar retorciéndose en su interior. No había nada en él, ni siquiera en su postura, que pudiera delatarle; sin embargo... su magia decía otra cosa: mi esposo estaba colérico. Furioso. Nunca en los meses que estábamos juntos le había visto de ese modo.
—Revisa a la princesa —le ordenó con tono inflexible.
Vrigil se dobló en una forzada reverencia antes de abandonar su lado para venir hasta donde yo me encontraba sentada sobre el colchón. Anaheim dudó unos segundos, reticente a apartarse de mi lado; luego pareció entender que, en ese momento, tanto Deacon como ella estaban en el mismo bando, aunque por intereses completamente opuestos.
Me tensé cuando el sanador alzó sus manos hacia mí, como si yo fuera un animal que pudiera intentar atacarle. Deacon controlaba todo lo que sucedía desde cerca de la cama, seguido de cerca por la propia Anaheim, quien no era capaz de ocultar su nerviosismo; y yo trataba de no usar mi magia contra el hombre, pues no me transmitía ninguna confianza.
—Alteza, discúlpeme —tartamudeó—. La sanadora Brymddau hace días que se encuentra desaparecida...
—No te he traído aquí para escuchar tus lamentos, Vrigil —le advirtió Deacon, dejando entrever un ligero timbre de amenaza en su tono de voz—. Cumple con lo que te he pedido o me encargaré de que todo lo que has conseguido gracias a la familia se desvanezca.
El cuerpo de Vrigil sufrió un leve escalofrío al tomar en cuenta las amenazas del príncipe oscuro. El rostro del hombre palideció y me pregunté si habría visto algo más, algo que le hubiera dejado en ese estado tan impresionado; me devolvió la mirada con un brillo de disculpa mientras repetía lo mucho que lo sentía y me daba indicaciones para poder llevar a cabo el reconocimiento.
Tragué saliva mientras repetía en mi mente el nombre de la sanadora que había desaparecido. Nunca había llegado a interesarme, ni siquiera lo había sabido hasta aquel preciso instante; pero tenía la angustiante certeza de que esa misteriosa desaparición había sido obra de Deacon.
Me tumbé sobre la cama mientras Vrigil se cernía sobre mí. La última vez que nos habíamos encontrado en esa situación, Anaheim había tenido que usar su magia para tenerlo bajo su control e impedir que pudiera desvelar el secreto por el que tanto nos habíamos afanado en mantener oculto. Ahora no iba a poder a hacer nada.
La respiración se me agitó cuando las manos del sanador se colocaron sobre mí y su magia se empezó a congregar sobre sus palmas. Me fijé en el ligero y casi imperceptible temblor que las recorría.
Una nueva oleada de poder procedente de Deacon fue aliciente suficiente para que Vrigil continuara adelante sin más demora.
Apreté los dientes con fuerza.
—La droga que se usó para atacar a la princesa fue sintetizada a partir de espino negro —relató Vrigil después de que terminara su examen; aún recordaba la expresión del sanador cuando alcanzó mi vientre, el modo en que sus ojos se abrieron de sorpresa y confusión—. Sus efectos son evidentes: rigidez en los músculos, falta de movilidad... Pero no anula la voluntad, como tampoco la percepción. La persona bajo los efectos de las gotas de espino negro es consciente en todo momento de lo que está sucediendo.
Yo aún continuaba tendida en la cama, observando cómo se desarrollaba la situación. Anaheim se había acercado a mi lado y ambas nos habíamos tomado de la mano mientras Deacon se encargaba de lidiar con el sanador; rezaba para que el príncipe oscuro se hiciera cargo de Vrigil después, pues no me cabía duda alguna que el hombre no dudaría un segundo en ir a la reina a contarle lo que había descubierto sobre mí.
—No había grandes cantidades en su organismo —continuó el sanador.
—La obligué a vomitar —apuntó Anaheim con tono hosco.
La mirada de Vrigil se desvió unos instantes hacia su rostro, entrecerrando un instante después sus ojos. Era evidente que la reconocía, que la recordaba de aquella ocasión que acudió a mi dormitorio después de que viera la cabeza cercenada de Kermon en aquel lujoso cofre donde fue enviada. Ahora algunas piezas empezaban a encajar dentro de su mente.
—Le proporcionaré un pequeño brebaje...
La idea me puso los vellos de punta. En aquellos instantes, tras haber tenido que tragar a la fuerza aquella droga por parte de Finvarrar, lo último que quería era beber cualquier otra cosa que proviniera de manos desconocidas; mis labios se movieron por sí solos, ladrando una respuesta:
—No.
Los ojos del sanador se abrieron de par en par, y sus mejillas se colorearon levemente. Deacon frunció el ceño al escuchar mi rotunda negativa, su máscara seguía manteniendo su rostro imperturbable, pero en su mirada aún resplandecía la ira que llevaba arrastrando desde que hubiera interrumpido en el despacho de su padre y hubiera logrado salvarme del horror.
Los ojos de Vrigil se movieron hacia el príncipe oscuro, creyendo que en él encontraría un aliado.
—Servirá para eliminar los posibles restos de droga que puedan quedar en su organismo, mi señor —insistió, hablando a Deacon como si yo no estuviera presente—. Incluso recomendaría un somnífero para la noche, por las posibles pesadillas.
No le saqué de su error, no le dije que lo único que soñaría aquella noche sería las miles de opciones que se me estaban pasando por la cabeza para asesinar al rey oscuro... y disfrutar viéndolo. Había sido un pequeño error de cálculo no contar con aquel sucio movimiento por parte de Finvarrar, quien había optado por no arriesgarse conmigo. No después de verme retorcerme en el salón del trono, cuando Deacon nos arrastró a Kermon y a mí como si fuéramos criminales a la espera de recibir su sentencia.
La mirada del príncipe oscuro alternó entre Vrigil y mi rostro.
—No quiero nada que perjudique a su embarazo —le advirtió con tono peligroso.
Los ojos del sanador se abrieron de par en par al escuchar que estaba al tanto de ello, y que ambos lo habíamos ocultado. Pude leer la incomprensión, el hecho de que aquella pieza no terminara de encajar; había comprendido que algo había sucedido cuando vino a revisarme, y que la autora era la mujer que se mantenía pegada a mi lado con actitud protectora. Sin embargo, no contaba con el hecho de que el príncipe estuviera al corriente, y quizá me hubiera ayudado.
Había confusión en Vrigil, pero el sanador no indagó; sabía que no era una buena idea.
—Todo es seguro, Alteza —le respondió con un ligero temblor, temiendo meter la pata—. Se lo juro.
Lo único que recibió por parte de Deacon fue un seco movimiento afirmativo de cabeza, permitiéndole que siguiera adelante. El sanador se dobló en una reverencia y su rostro mudó a un gesto de alivio; desvié la mirada hacia el príncipe oscuro mientras Vrigil nos daba la espalda para alcanzar su bolsa.
Deacon adivinó mis intenciones y en un simple pestañeo apareció junto a Anaheim, quien tuvo que apartarse. La mano del príncipe oscuro atrapó mi barbilla, inmovilizándola para impedir que pudiera apartar la mirada; la magia aún latía en su interior con furiosa energía. Una muda advertencia.
Apreté la mandíbula con fuerza mientras nos sosteníamos la mirada el uno al otro.
—Vas a hacer lo que el sanador considere oportuno y no vas a resistirte, ¿me has entendido? —me ordenó en voz baja, fría e impersonal.
Anaheim se mantenía en un segundo plano, con los labios fuertemente apretados. Renuente a admitir que Deacon llevaba razón y que yo debía obedecer en aquella ocasión, ya no solo por mi bien, sino también por el del bebé.
Y eso era algo que el príncipe oscuro tenía en mente. Lo único, me atrevería a decir.
Los dedos de Deacon se cerraron con ímpetu sobre mi mandíbula, pero sin llegar a ser doloroso. No sabía lo que había sucedido en el despacho del rey, después de que ordenara a Anaheim que me sacara de allí, pero aún se encontraba alterado por ello; y no me gustaba la idea de conocer esa parte de Deacon. La más oscura.
Me mantuve obstinadamente en silencio, con la certeza de que no tenía otra opción. El príncipe oscuro me mantuvo unos instantes más atrapada antes de cerciorarse de que estaba dispuesta a obedecer; Vrigil se aclaró la garganta con timidez, llamando nuestra atención. Deacon dio un paso atrás para que el sanador pudiera cumplir con su cometido, siempre vigilando cada uno de sus movimientos.
Vrigil me mostró un pequeño frasco con un líquido rosado. Procuré mantener mi rostro inexpresivo mientras el sanador lo descorchaba con un simple gesto y lo tendía en mi dirección; mis dedos se cerraron alrededor del cristal y mi nariz se arrugó al percibir el fuerte olor floral que desprendía la mezcla.
Contuve las ganas de estamparlo contra la pared y miré a Anaheim.
—Bebe —la orden provenía de Deacon, y no sonaba paciente.
Apreté con rabia el frasco y desvié la mirada hacia el príncipe oscuro.
No confiaba lo suficientemente en él, pero sí confiaba en algo que conocía sobre Deacon: haría todo lo que estuviera en su mano para proteger al bebé, la pieza angular de su avaricioso plan para conseguir poder y venganza; jamás me expondría a riesgos y eso significaba que el líquido que sostenía entre las manos no era perjudicial.
Me llevé el frasco a los labios y entreabrí la boca para dejar que el líquido rosado pasara a mi garganta. La pesadez de mis huesos se había ido desvaneciendo desde que Anaheim me obligara a vomitar, pero aún tenía esa horrible sensación en las piernas; rezaba para que aquel brebaje ayudara a eliminar lo que quedaba del espino negro de mi cuerpo.
—Prescindiré de los somníferos —sentencié.
Aquella noche —y todas las que vendrían después— quería encontrarme preparada para lo que pudiera suceder tras lo acontecido en el despacho de Finvarrar, pues era consciente de que habría consecuencias; tomarme los somníferos provocaría que existiera la posibilidad de que me atraparan con la guardia baja, y eso era algo que no iba a permitir. Lo que pasó dentro de ese despacho se había convertido en un punto de inflexión, y no sabía aún con certeza hacia qué lado de la balanza se había inclinado toda aquella situación.
Contra todo pronóstico, Deacon no se mostró en desacuerdo con mi decisión, manteniéndose en un hermético silencio mientras Vrigil asentía.
El estómago me dio un ligero vuelco cuando el sanador dio media vuelta para dirigirse hacia donde se encontraban sus útiles. Ese hombre trabajaba para la reina, y estaba segura de que no dudaría un segundo en hacerle partícipe de lo que había sucedido en aquel dormitorio.
Incluyendo mi embarazo.
Mi cuerpo se tensó y cerré las manos en puños sobre las mantas mientras calibraba mis propias fuerzas. El brebaje que me había administrado para eliminar lo que pudiera quedar de droga en mi organismo parecía estar dando sus frutos, pero aún me encontraba débil; Anaheim, que no se había apartado de mi lado, tenía el ceño fruncido y parecía sombríamente pensativa.
Vrigil no podía abandonar la habitación, no después de haber averiguado tantas cosas.
Ignoré la mirada que me dirigió Deacon y concentré toda mi energía en empezar a deslizarme fuera de la cama, con los engranajes de mi cabeza girando a toda velocidad mientras daban forma a un plan. Había una distancia considerable entre el sanador y yo; una distancia fácilmente salvable si usaba mi magia para moverme.
Aunque eso supusiera mostrarle a Deacon que había estado aprendiendo a usar mi magia luminosa, que había obtenido cierto control sobre ella.
Mis planes quedaron en suspenso cuando el príncipe oscuro siguió a Vrigil hasta donde el sanador estaba guardando todas sus pertenencias. Había una calma sobrenatural rodeando a mi esposo, ningún tipo de pista sobre sus intenciones; desvié la mirada hacia Anaheim, pero ella tampoco tenía respuesta alguna a mi pregunta.
Deacon apoyó su mano en el hombro de Vrigil de un modo casual.
—Te pediría que fueras discreto con el estado de mi esposa —le pidió con voz suave.
Mi espalda se puso rígida al escuchar cómo Deacon pedía al sanador que guardara nuestro secreto, aun sabiendo a quién debía lealtad Vrigil. Anaheim y yo compartimos una nueva mirada y asentimos a la par: ella abordaría al sanador una vez abandonara el dormitorio y se encargaría de modificar sus recuerdos, del mismo modo que había hecho yo cuando acudió por primera vez a mí. Después de que Iona me dejara bastante claro que me vigilaría estrechamente.
Vrigil se aclaró la voz con algo de apuro. Su rostro había perdido parte de su color y tenía los ojos abiertos de par en par, como si Deacon le hubiera descubierto haciendo algo prohibido, cuando solamente estaba guardando todos sus instrumentos para poder marcharse de allí... y avisar a la reina, con toda probabilidad.
—Por supuesto, Alteza —balbuceó Vrigil.
Pude ver una sonrisa formándose en el perfil de la cara de Deacon, la misma que usaba cuando fallabas y él lo sabía; la misma que me había dirigido tantas veces en el pasado, disfrutando de las consecuencias que me impondría por no haber pasado sus pruebas.
Sus dedos se cerraron con fuerza en el hombro del sanador, arrancándole un gemido ahogado de dolor. Tanto Anaheim y yo estábamos mudas, paralizadas en nuestros respectivos sitios, mientras contemplábamos al príncipe oscuro... y creíamos saber qué era lo que tenía el príncipe oscuro en mente.
Vrigil gimoteó cuando Deacon le obligó a que lo encarara. El hombre era unos buenos centímetros más bajo que mi esposo, por no hacer mención del terror que inspiraba el príncipe oscuro; el sanador estaba inmovilizado por su propio miedo, del que Deacon no dudaría en aprovecharse para hacérselo pasar realmente mal.
—No te atrevas a mentirme, Vrigil —le advirtió el príncipe oscuro.
El aludido pareció encogerse bajo el agarre de Deacon, sus ojillos asustados se desviaron hacia mí y luego hacia Anaheim.
—Esa mujer me manipuló, Alteza —dijo entre dientes—. Debió meterse dentro de mi cabeza antes de que revisara a la princesa cuando se desmayó... ¡Ella lo sabía y han estado escondiéndolo todo este tiempo!
Los desesperados intentos de Vrigil por convencer a Deacon de que estaba de su lado, poniéndose en evidencia a sí mismo, no parecieron surtir ningún efecto en mi esposo. El príncipe oscuro ya había averiguado cómo había sido capaz de esconder mi embarazo, la inestimable ayuda que había recibido por parte de Anaheim desde que lo supiera; el aire se me quedó atascado en los pulmones.
No confiaba en Deacon, y no confiaba en lo que hubiera planeado.
En lo único que podía confiar mínimamente era en que protegería al bebé a toda costa.
La mirada de Deacon se desvió entonces hacia nosotras, con esa sonrisa que tanto odiaba. Los ojos de Vrigil también siguieron la misma dirección, reluciendo a causa del miedo y la ira que le embargaba tras haber descubierto el embuste, tras haber encajado todas las piezas.
—Mi dulce esposa ha resultado ser mucho más retorcida que yo —ronroneó, con una pizca de orgullo latiendo en su voz. Aún estaba impresionado por haber logrado esconderle mi embarazo durante tanto tiempo—. Será una magnífica reina de la Corte Oscura.
A pesar del halago, toda mi atención se encontraba concentrada en Vrigil, en la posibilidad de que pudiera convertirse en otro cabo suelto, mucho más peligroso que Cadmen gracias con la información que tenía entre sus manos; de los labios del sanador brotó un gemido ahogado cuando la magia de Deacon despertó, rodeándolo del mismo modo que había hecho con aquel lord.
Contuve las náuseas a duras penas. ¿Estaba dispuesto a asesinarlo frente a mí? El tiempo que había pasado al lado de Deacon me había enseñado a que cada uno de sus actos tenía una finalidad concreta, un mensaje.
¿Cuál sería en aquella ocasión?
Los ojos de Vrigil casi se le salieron de las órbitas cuando la oscuridad de Deacon se extendió por su cuello. La expresión del príncipe oscuro era tranquila... casi aburrida; no sentía ningún tipo de remordimiento ver al hombre en ese estado, cerca de la asfixia y con una mueca de auténtico pánico, subyugado a su desbordante poder.
Deacon no sentía nada.
Yo sí. Mis manos no estaban limpias de sangre y mi conciencia tampoco estaba limpia de remordimientos, de pequeños vacíos que habían dejado allí las muertas que yo misma había provocado. Pequeñas partes de mí que se habían desgarrado en mi interior después.
Había arrebatado vidas, pero cuando no había tenido otra salida.
Deacon lo hacía casi por deporte.
Y sabía que la muerte de Vrigil era innecesaria, que no pasaría desapercibida para quien pudiera tener ya sospechas sobre algunos sucesos que habían tenido lugar en la Corte Oscura y eso me pondría en el foco de atención. El sanador todavía podía resultarnos útil vivo.
—Deacon...
Hizo caso omiso de mi súplica. Sus dedos abandonaron el hombro para alcanzar el cuello del sanador; Vrigil permanecía paralizado por la magia de Deacon, atado por el miedo que sentía por el príncipe y que servía de munición para que mi esposo lo mantuviera anclado en su sitio y sin posibilidad de huir.
La bilis empezó a ascender por mi garganta al contemplar cómo Deacon aferraba a Vrigil por el cuello... y cómo obligaba al hombre a que sus miradas se encontraran. Pude ver las pupilas del sanador dilatándose mientras caía en las redes del príncipe oscuro.
Aquella situación no me resultaba ajena, como tampoco lo que estaba haciendo con Vrigil.
Deacon aflojó el agarre del cuello del hombre, ya que había conseguido adentrarse dentro de su cabeza; el príncipe oscuro se había hecho con el control de Vrigil, podía ordenarle que hiciera lo que se le viniera en gana. Y las posibilidades que se me pasaban por la cabeza no eran en absoluto halagüeñas.
Anaheim se situó a mi lado, apoyando su mano sobre mi hombro, reteniéndome y pidiéndome que aguardara, que no interviniera. Los segundos continuaban transcurriendo mientras Deacon continuaba dentro de la mente de Vrigil, haciendo los elementos sabían qué; la tensión ante el desconocimiento de lo que tenía planeado Deacon respecto al sanador empezó a hacer que el ambiente se tornara opresivo.
Hasta que Vrigil dejó escapar un gorgoteo ahogado, como si estuviera atragantándose; un fino hilillo de sangre bajó por su nariz hasta alcanzar su labio superior. Deacon no parecía alterado por el padecimiento que estaba infligiéndole al otro, su rostro permanecía inmutable y sus ojos oscuros continuaban clavados en los de Vrigil.
Luego vino otra sonrisa por parte del príncipe oscuro, una señal de que había conseguido su propósito.
Vrigil cayó de rodillas en el mismo instante que los dedos de Deacon se retiraron de su cuello, rompiendo cualquier tipo de contacto. La cabeza del sanador se precipitó contra el suelo, quedándose aovillado e impidiéndome ver su expresión.
Si aún respiraba.
Deacon giró su rostro hacia donde me encontraba paralizada.
—No vuelvas a cuestionar mis decisiones, Maeve.
Vrigil dejó escapar un gutural sonido, indicando que seguía vivo.
El sonido atronador de alguien aporreando la puerta hizo que mis ojos se abrieran de par en par. La noche anterior Deacon manipuló frente a mí a Vrigil para modificar ligeramente lo que había sucedido, demostrándome que mantendría su palabra de guardar en secreto todo lo relacionado con mi embarazo; luego envió al sanador de regreso a su laboratorio, con un fuerte dolor en las sienes y una historia diferente a lo que en realidad había sucedido desde que apareciera junto al príncipe oscuro grabada a fuego en su memoria: Vrigil había acudido a mi dormitorio después de que le hiciera saber a Deacon que me encontraba indispuesta. Tras comprobar que se trataba de una simple indigestión a causa del vino, nos había dejado a solas a mi esposo y a mí.
Mi cuerpo se tensó de manera inconsciente cuando alguien se movió al otro lado de la cama. La noche había terminado con Deacon desvaneciéndose por la puerta que conducía a su despacho y Anaheim volviendo a la fiesta para comprobar qué había sucedido en nuestra ausencia; yo me quedé en el dormitorio, tendida en la cama hasta que el sueño me había vencido.
Ni siquiera me atreví a preguntar, o tan siquiera tantear, qué había sucedido en el despacho del rey después de que Anaheim me sacara de allí, obedeciendo por primera vez las órdenes de su sobrino.
Espié por el rabillo del ojo, topándome con un Deacon ya despierto... y alerta. Me incorporé sobre los codos, adoptando la misma postura que la suya, y le contemplé en silencio; no sabía en qué momento de la noche había regresado, pero tenía la absoluta certeza de que no me había puesto una sola mano encima. El vestido que había usado para la fiesta estaba arrugado bajo las mantas en las que me había cobijado y Deacon había sustituido el suyo por la ropa que utilizaba para dormir.
—Quítate el vestido —me ordenó con brusquedad y sus ojos se clavaron en el collar que aún rodeaba mi cuello— y deshazte de eso.
Decidí no poner en duda las palabras de Deacon. Salí de la cama, recuperada y liberada del espino negro, y me arranqué la joya con sombría alegría, lanzándola un instante después a un rincón oscuro del dormitorio, deseando hacerla desaparecer para siempre; el príncipe oscuro se recolocó sobre el colchón, apoyando la espalda sobre el cabecero y adoptando una postura desenfadada mientras sus ojos seguían cada uno de mis movimientos.
Los sonidos de la puerta aumentaron de volumen y urgencia ante nuestro mutismo.
No me costó mucho quitarme el vestido, que acabó a mis pies mientras me quedaba en ropa interior, pero la inquietante mirada de Deacon, el hecho de que el objeto de su atención fuera mi vientre, hizo que me quedara paralizada unos segundos; la intensidad que se adivinaba en el fondo de sus ojos me incomodaba, lo que me dejó clavada en mi sitio.
Entonces la puerta se abrió con un poderoso estruendo, haciendo que saliera de mi estupor y me abalanzara sobre la prenda de ropa que tenía más cerca. La bata se deslizó por mis brazos y cuerpo, permitiéndome cerrarla con un nudo firme, antes de que un hombre que me resultaba vagamente familiar hiciera acto de presencia en el dormitorio; un simple vistazo a Deacon y vi que mi esposo no parecía alterado por la repentina aparición de aquel hombre.
—Capitán Devrig —saludó al recién llegado.
Mi cuerpo se tensó. Mi mente retrocedió meses atrás, cuando Voro irrumpió en el dormitorio que tenía designado en el palacio de Verano de un modo similar... buscándome por órdenes de Oberón, quien me había señalado como asesina de su esposa; la magia despertó en las palmas de mis manos de manera inconsciente, latiendo al ritmo de mi propio —y acelerado— corazón. Mientras que Deacon permanecía con aquella postura relajada sobre la cama, sonriendo al capitán, yo estaba en pie, con el cuerpo erguido y los músculos agarrotados por la presencia de aquel hombre en el dormitorio. Por la amenaza que suponía.
La mirada de Devrig recorrió el dormitorio con una expresión concentrada. Luego se centró en Deacon... y en mí; recoloqué mis pies sobre la alfombra, preparada para abalanzarme sobre él a la más mínima señal de peligro. Estudié su uniforme, el enorme cuervo grabado que había sobre su pecho.
Al igual que sucedía con Finvarrar, Devrig parecía encontrarse en forma; sus ojos grises se asemejaban a los de un halcón y llevaba el cabello negro —con algunas líneas de color platino cruzándole el cráneo— cómodamente recortado hasta el mínimo para que no le supusiera un estorbo a la hora de realizar sus labores. No le había visto socializar con el resto de la corte, solamente acompañando al rey y, en pocas ocasiones, al príncipe en asuntos en los que requería su presencia para aconsejar al monarca e informar sobre la situación que le competía allí.
—La reina reclama vuestra presencia —su voz era ronca y cargada de dureza—. Es urgente.
Intenté que mi expresión se mantuviera neutral, quizá una pizca aturdida. Después de abandonar el despacho, ¿qué habría hecho Deacon con su padre? Sabía que el motivo por el cual Iona había exigido querer vernos estaba relacionado con el rey, y había llegado el momento de saber si mi plan había funcionado... o no.
Deacon continuaba apoyado sobre el cabecero de la cama y esa aparente calma que rodeaba al príncipe no parecía contentar al capitán, que entrecerró los ojos ante la nula reacción que había tenido después de transmitir el mensaje.
—Alteza —Devrig sonó tenso—: el rey fue atacado anoche.
El estómago me dio un vuelco mientras Deacon dejaba escapar una convincente imprecación, adoptando el papel de príncipe heredero e hijo preocupado por su padre. Se incorporó de la cama para acercarse hasta donde estaba detenido Devrig, que estudió a mi esposo con una expresión que rozaba la desconfianza; tuve una punzada de sospecha hacia el capitán, quien no parecía haberse creído del todo a Deacon.
La mirada del príncipe se desvió entonces hacia mí, recordándole al capitán mi presencia en el dormitorio. Devrig frunció el ceño al contemplar la simple bata que cubría mi cuerpo.
—Ordenaré a tus doncellas que vengan a ayudarte —sentenció ante mi estupor.
—La reina ha exigido que ella también esté presente —apuntó el capitán con un tono impaciente.
Deacon se volvió hacia Devrig y vi al capitán tragar saliva.
—Es evidente que mi esposa no está en condiciones de acompañarme, sería escandaloso que se presentara vestida únicamente con una simple bata —habló con una fría seguridad que conminó a Devrig a no contrariarlo—. Dejaremos que se prepare y que se una a nosotros más tarde, ¿verdad, capitán?
El capitán se obligó a asentir con un forzado movimiento de cabeza mientras retrocedía un paso, sin quitarme la vista de encima; nos sostuvimos la mirada el uno al otro. Por la forma de contemplarme, con los ojos ligeramente entrecerrados, me hizo creer que Devrig sospechaba de mi posible implicación en lo sucedido con el rey.
Sin embargo, tuvo que apartar la mirada cuando Deacon cruzó la distancia que nos separaba y me cogió el rostro con firmeza. No tuve tiempo de apartarme, o tan siquiera reaccionar, antes de que me besara.
Apreté los labios con firmeza cuando se apartó, dedicándome una de sus familiares —e irritantes— medias sonrisas y acariciando con el pulgar la línea de mi mandíbula hasta alcanzar mi barbilla; contuve las ganas de frotar la zona donde me había besado y me limité a fulminarle, consciente de que una mirada de alguien ajeno estaban atentos a nosotros. Luego regresó hasta donde esperaba Devrig, quien no parecía afectado por aquella cuidada muestra de cariño entre el príncipe oscuro y yo.
Abandonaron poco después el dormitorio, dejándome a solas.
Anaheim y Demetria no tardaron en aparecer en la habitación. El rostro de ambas estaba ensombrecido por la preocupación; era evidente que Anaheim había puesto al corriente a la otra sobre lo sucedido la noche. Recé para que Demetria no hubiera informado de nada a Adamark, que hubiera decidido esperar para ver cómo transcurrían las cosas.
—Los rumores no han tardado en aparecer —Demetria fue la primera en romper el silencio—: todo parece apuntar a que el rey fue atacado en su despacho anoche.
Recordé la hilera de guardias que nos cruzamos Finvarrar y yo mientras recorríamos el pasillo. Testigos que no habrían dudado un instante en informar de todo lo que habían visto antes de que supieran que su monarca se había visto sorprendido en un ataque... y que yo era la principal sospechosa.
Un escalofrío me sacudió de pies a cabeza y maldije mi mala suerte.
Me pregunté cuánto tiempo tendría antes de que Iona decidiera dar la orden de que vinieran a buscarme para llevar a cabo un exhaustivo interrogatorio sobre lo que había sucedido. Y estaba segura de que la reina iba a disfrutar con ello, vengándose a su modo por el desplante que el rey había tenido con ella al salir en mi defensa.
—Los guardias que custodiaban la zona han sido interrogados y todos han coincidido en algo: el rey iba solo cuando se dirigió hacia su despacho —el desconcierto y la falsa sensación de seguridad se entremezclaron en mi interior al escuchar a Demetria—. Creen que había alguien esperándole dentro del despacho, alguien a quien los guardias no pudieron ver.
Anaheim y yo nos miramos.
—Deacon —dijimos a la par.
Era evidente que el príncipe oscuro estaba tras aquel sorpresivo giro en los acontecimientos. Deacon mantenía todo bajo control, y no se le había pasado por alto ningún detalle: se había hecho cargo de todos aquellos guardias que nos habían visto al rey y a mí, además de a Anaheim y al propio Deacon cuando la mujer había acudido en su ayuda para hacerle saber que yo me había desvanecido... al igual que su padre.
Había limpiado concienzudamente sus pasos, poniendo trabas en la investigación y haciendo que la dirección de aquellas pesquisas se desviara lejos de los realmente implicados.
Demetria frunció el ceño, confundida.
—Deacon se ha encargado de manipular las mentes de todos aquellos guardias que custodiaban el pasillo para borrar nuestra presencia —le aclaré a la chica.
Dejé que me ayudara a vestirme mientras intentábamos adivinar qué era lo que me esperaba y descubrir lo que sucedió cuando dejamos a Deacon a solas con su padre en el despacho. Anaheim se había sumergido en un pesado silencio reflexivo mientras su mirada nos seguía por la habitación.
Las manos de Demetria aferraron las mías, llamando mi atención.
—Si algo ha salido mal, avisaré a Adamark —me advirtió, con el rostro mortalmente serio— y os sacaré de aquí. A ambas —añadió, incluyendo en sus planes a Anaheim
Agradecí la promesa de Demetria y me solté con suavidad. No podía permitirme pensar que había fallado; Deacon no había dicho una sola palabra al respecto, y su actitud cuidadosamente elegida para cada situación no me habían dado ningún tipo de pista sobre lo que había sucedido. Confiaba en haber acertado con mi intuición respecto al príncipe oscuro.
Y más ahora que había en juego algo tan importante como todo aquel asunto sobre el embarazo.
Alguien llamó a la puerta y Anaheim salió de su trance para comprobar de quién se trataba. Demetria me lanzó una mirada llena de preocupación antes de que Anaheim regresara acompañada por un guardia; el corazón arrancó a latirme con fuerza y los músculos se me agarrotaron. A mi lado, Demetria también se tensó.
—El capitán nos ha ordenado que la escoltemos, Alteza —habló el guardia con voz impersonal.
Miré por última vez a Demetria y Anaheim antes de echar a andar hacia donde estaba esperándome el recién llegado. Fue una despedida rápida y no tardamos mucho en salir del dormitorio, dejando atrás a ellas dos; en el pasillo, vi que había aumentado el número de guardias que custodiaban la zona. La zozobra empezó a enroscarse en la boca de mi estómago a cada paso que daba.
No estaba desvalida, pero no me veía capaz de enfrentarme a tantos guardias juntos.
La bilis subió lentamente por mi esófago cuando alcanzamos el final del pasillo. Reconocía la puerta que quedaba a unos metros de distancia, pues la había contemplado en la lejanía y sabía a quién pertenecía.
También sabía que era nuestro destino.
Era muy posible que el rey se encontrara detrás de la puerta frente a la que nos habíamos detenido. Era muy posible que Finvarrar me hubiera sentenciado después de lo que había sucedido entre ambos. Era muy posible que nadie me creyera cuando dijera que el rey había intentado abusar de mí, valiéndose de drogas para anular mi voluntad y hacérselo mucho más fácil.
Pero yo no iba a rendirme.
Finvarrar lo tendría muy complicado si quería deshacerse de mí, y me encargaría de hacérselo saber.
El guardia llamó una sola vez y el corazón se me encogió cuando la puerta se abrió con lentitud, arrastrándose sobre el suelo de piedra con un chirrido. El rostro de otro guardia nos recibió al otro lado, apartándose al reconocerme para que pudiera pasar; tomé una bocanada de aire antes de dar un paso hacia el interior de aquel dormitorio que me resultaba desconocido. Una trampa de la que pensaba salir victoriosa.
Me guiaron a través de un esplendoroso salón hacia dos puertas que había en el fondo de la estancia. Al otro lado pude oír voces apagadas, conversaciones que se solapaban; los dos guardias me seguían de cerca, aunque manteniendo una respetuosa separación.
Tragué saliva, mentalizándome para lo que me esperaba, antes de llamar a la madera con los nudillos. El silencio se hizo, cortando de golpe el murmullo de las conversaciones que me había llegado a través de la puerta; unos segundos más tarde, el rostro rubicundo de uno de los consejeros de Finvarrar me abrió.
Se apresuró a dedicarme una reverencia y a mascullar «Alteza» mientras se hacía a un lado, dejándome pasar. No me entretuve en estudiar mi entorno, en conocer aquel dormitorio por si acaso las cosas se torcían: toda mi atención estaba clavada en la cama que había frente a mí. Una monstruosidad de madera labrada en la que se encontraba tendido el rey.
La familiar presencia de Deacon se deslizó a mi espalda y mi cuerpo se convirtió en un bloque de hielo cuando su brazo rodeó mi cintura, pegándome a su pecho. Pestañeé para salir de mi estupor y fui consciente de que Iona se encontraba al lado de la cama, sosteniendo una de las manos de su marido entre las suyas.
Sus acusadores ojos de un tono pálido estaban clavados en mí. Juzgándome. Culpándome de lo que había sucedido.
—Ahora que mi esposa ha llegado, ¿podríais repetir lo que acababais de decir, capitán? —exigió Deacon, todavía aferrándome por la cintura; con su mano presionando discretamente sobre mi vientre.
Devrig, a quien no había visto, salió del rincón donde se había refugiado y se encaró hacia nosotros. Los consejeros reunidos en aquella habitación se habían congregado en un unido grupo que no perdía detalle de la conversación que, a todas luces, había ido tornándose en un intercambio de comentarios maliciosos e insinuaciones.
Los ojos grises del capitán se clavaron en mí.
—Me encontraba diciendo, antes de que la princesa nos interrumpiera con su llegada, que hubo invitados que afirmaron ver cómo el rey y ella salían juntos del salón —repitió, sin amedrentarse—. Sin embargo, los guardias a los que se han interrogado juran que el rey fue solo hasta el despacho, sin la compañía de nadie.
El pecho de Deacon tembló a mi espalda ante la risa silenciosa que dejó escapar al escuchar las versiones que habían contrastado con los invitados a los que habían investigado.
—¿Estáis insinuando que mi esposa tuvo algo que ver, Devrig? —preguntó con peligrosa suavidad.
Pero el capitán parecía estar esculpido en piedra, ya que no se mostró en absoluto inquieto por el tono que había usado el príncipe.
—Estaba constatando un hecho, Alteza —respondió y su mirada volvió a mí—. Ahora que la princesa se encuentra con nosotros, quizá pueda despejar algunas incógnitas y ayudarnos a esclarecer qué sucedió.
El aire se me quedó atascado en los pulmones.
—No creo que sea el mejor momento para abordar este tema, Devrig —repuso Deacon—. No con mi padre en ese estado presente.
La mirada de todos los presentes, incluida la mía, se vio atraída irremediablemente hacia el monarca, que yacía en la cama sin dar señales de estar pendiente de la conversación... o tan siquiera estar consciente.
Pero Devrig era un hueso duro de roer que no parecía compartir la misma opinión que el príncipe, atreviéndose a cuestionarlo cuando muchos otros habrían cerrado la boca y asentido.
—Estamos intentando descubrir qué sucedió y cómo ayudarle, mi príncipe —las últimas palabras estaban envueltas en desdén.
Deacon hizo un aspaviento con la mano, desestimando su discurso.
—Los sanadores han sido categóricos, capitán: sigue vivo, pero no responde a ningún estímulo —mi respiración se agitó al descubrir que Finvarrar continuaba respirando, que Deacon no había sido capaz de acabar con su vida—. Creo que han dicho que estaba atrapado en un... sueño profundo.
Mi mirada regresó de nuevo hacia la cama. El estado en el que se encontraba el rey oscuro había sido obra de Deacon, quien no había tenido el suficiente valor para arrancarle hasta su último aliento; no sabía cómo afectaba aquello a mis planes, pues no había valorado aquella posibilidad.
En qué posición nos dejaba.
—Como un muerto en vida —apostilló Devrig, frunciendo el ceño de nuevo—. Os recuerdo que he estado aquí cuando los sanadores han dado tan complicadas noticias sobre el estado de nuestro rey, mi príncipe.
—Entonces estarás de acuerdo conmigo en que no es un buen momento para continuar con esta conversación.
—Proceda, capitán —intervino la voz de la reina desde el fondo de la habitación—. Maeve estará dispuesta a ayudar a su corte y a su corona para desentrañar lo sucedido anoche; no en vano es una de nosotros. Forma parte de la familia y todo esto también le afecta.
Miré a Iona y ella me sostuvo la mirada desde la distancia. La reina no se había permitido olvidar lo sucedido la noche anterior, cuando se vio interrumpida por su esposo y Finvarrar le negó su apoyo... Por no hacer mención de la joya que yo había llevado al cuello y que no le había resultado desconocida.
Devrig se aclaró la garganta, llamando mi atención.
—Alteza, ¿qué puede decirnos al respecto? —me preguntó.
Me obligué a no pestañear mientras mantenía el contacto visual con el capitán, incluso cuando los dedos de Deacon presionaron mi vientre de manera inconsciente.
—Estaba indispuesta —contesté con un tono neutral—. Me marché del salón en dirección a mi dormitorio y envié a alguien para que avisara a mi esposo sobre por qué me había ido de ese modo; más tarde apareció el príncipe con un sanador, preocupado por mi estado de salud.
Era un relato bastante vago y escueto sobre lo sucedido. Sin embargo, había decidido ceñirme a la historia ficticia que Deacon había introducido en la mente de Vrigil después de que hubiera cumplido con su trabajo; procuré no desviar la mirada del rostro del capitán, cuya expresión se había ensombrecido al escuchar mi versión de lo que había sucedido anoche.
—¿Qué hay del rey? —presionó Devrig—. Hay personas que os vieron salir juntos del salón.
Ladeé la cabeza con inocencia.
—Me acompañó hasta la salida —confirmé, pues era absurdo negarlo cuando tantos pares de ojos habían sido testigos de cómo Finvarrar me había llevado del brazo, en dirección a las puertas del salón—, pero eso fue todo. El rey tomó su camino y yo el mío.
El ceño del capitán se hizo más profundo, intentando encontrar cualquier cabo suelto en mis palabras para poder abalanzarse sobre él y continuar tirando.
Todas las miradas del dormitorio estaban clavadas en nosotros, en mí. Necesitaba aparentar que era inocente, que una muchachita como yo jamás tendría el arrojo suficiente para poder atacar a su rey; necesitaba que me creyeran débil, del mismo modo que lo creyeron Oberón y Titania en el pasado.
—Devrig, si tantas dudas guardas sobre la versión de mi esposa, quizá debería llamar a Vrigil, que fue quien la atendió —intervino Deacon, usando un tono de voz sedoso e hipnótico—. Para que corroborara lo que ha dicho.
Los ojos del capitán se desviaron hacia mi esposo.
—Hablaremos con él más tarde.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó Deacon con un ronroneo.
Devrig lo miró con sospecha.
—Yo acompañé a Vrigil hasta nuestro dormitorio —continuó el príncipe, sin darle la oportunidad al hombre a replicar—. Estuve presente durante la breve visita y luego me quedé a su lado el resto de la noche.
Me tensé ante las cuidadas palabras que había empleado, el mensaje implícito que había en ellas. Se me escapó un jadeo cuando Deacon inclinó el rostro para acariciar mi cuello con la nariz, depositando un leve beso debajo de mi oreja; casi pude sentir la risa sacudiendo su cuerpo. El modo en que disfrutaba de usar sus hilos, entretejiendo y manipulando a todos a su antojo.
—¿Vas a poner en duda la palabra de tu príncipe, Devrig? —preguntó a media voz—. Mi esposa y yo estuvimos juntos, disfrutando de un momento robado entre tantas responsabilidades, como cualquier matrimonio feliz y enamorado.
Devrig no flaqueó, pero apretó los labios con fuerza antes de mascullar:
—Por supuesto que no, mi príncipe.
La sonrisa de Deacon se ensanchó contra la piel de mi cuello, ocultándola del resto de los presentes. Pero no de mí.
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