Traición
Hace 10.000 años, Palacio de los primeros monarcas de Hyrule. Salón del trono.
La visión del dragón se transformó en un destello dorado, revelando un nuevo escenario. Ahora se encontraba al fondo del majestuoso salón del trono, observando cómo las imponentes puertas se abrían lentamente con un eco solemne.
La luz del sol matutino penetraba a través de los enormes ventanales, bañando el salón en un resplandor dorado. Cada rayo iluminaba las estatuas con intrincadas representaciones Zonnan, que parecían cobrar vida bajo aquel fulgor celestial. El lugar emanaba una atmósfera casi divina, como si los propios dioses hubieran esculpido cada piedra y tallado cada detalle con un propósito sagrado.
El contraste entre la calma solemne del salón y el peso de lo que estaba por venir llenaba el ambiente de una tensión palpable, como si el tiempo mismo contuviera el aliento.
Aquella mañana, Rauru se encontraba en su trono más elevado, su presencia tan imponente como siempre. Sonia y Zelda se situaban a su lado, cada una cumpliendo su rol con la calma de quien está acostumbrada a tratar con potencias inimaginables. Mientras tanto, Ganondorf avanzaba hacia el salón, acompañado por sus dos leales hechiceras: Koume y Kotake, cuyos ojos destilaban una ambición inquebrantable. Zelda sentía que el aire se volvía denso, como si los ecos de viejas leyendas estuvieran volviendo a cobrar vida.
Los pasos de Ganondorf retumbaban en el suelo de piedra, como el sonido de un tambor que presagiaba la llegada de la tormenta. Cada paso era un golpe sobre el corazón del palacio, resonando en las paredes y llenando la estancia con una sensación de poder absoluto. Al llegar al centro del salón, soltó su espada con un estrépito metálico, un sonido que reverberó como un rugido distante, y se arrodilló ante Rauru, una imagen de respeto y sumisión que contradecía su aura de poder. Sin embargo, sus ojos, fijos en la piedra secreta que adornaba la muñeca derecha de Rauru, no mostraban sumisión, sino cálculo.
El salón de trono se llenó de silencio, denso y pesado. Cada palabra de Ganondorf parecía ser un eco lejano de algo más grande, una amenaza disfrazada de cortesía.
—Lo primero, en nombre del pueblo Gerudo, os ruego que aceptéis nuestras más sinceras disculpas —dijo Ganondorf, su voz grave, resonando como un trueno lejano, cortando el aire con su firmeza—. Sabemos que hemos causado trastornos, que hemos derramado sangre innecesaria. Humildemente nos postramos ante vos, solicitando la protección de la corona para nuestra tribu.
Zelda observaba con atención, sus ojos fijos en Ganondorf. Algo en su postura no cuadraba, en su sonrisa sarcástica apenas contenida. Aquello no era una rendición; era un movimiento calculado, una jugada en un tablero más grande que ella misma no comprendía del todo. Pero lo que realmente la inquietaba era lo que sus ojos buscaban. Se deslizaban, como si tuviera una vista aguda, hacia la muñeca de Rauru, donde brillaba tenue la piedra secreta, oculta en la prótesis Zonnan.
De repente, sintió un estremecimiento, como si un rayo hubiera atravesado su alma. Ese objeto... era el mismo que había encontrado en las entrañas de la tierra, en el subsuelo, el día en que aterrizó en esa era. Su corazón latió con fuerza. Algo no encajaba. Su mente comenzó a conectar los puntos, pero el miedo a decir lo que pensaba la paralizó.
Miró nuevamente a Ganondorf y, por un breve momento, sus ojos se encontraron. Los ojos de él, encendidos como dos brasas, reflejaban una ira contenida, como si un volcán estuviera a punto de estallar. Un escalofrío recorrió su espalda, pero aún así no pudo apartar la mirada. Sabía que no podía hablar, que no podía revelar lo que sentía, o su confusión podría ser mucho más peligrosa de lo que ella imaginaba.
Rauru, ajeno al silencio que dominaba la sala, respondió con una calma que contrastaba con la tensión palpable en el aire. No podía saber lo que Zelda había percibido, ni lo que ella temía.
—Tu petición te honra, Ganondorf —dijo Rauru, su voz profunda y resonante, pero su mirada tan fría como el hielo—. Aceptamos tu solicitud de protección y tu voto de lealtad hacia la corona de Hyrule.
Zelda apenas escuchaba. El tiempo parecía estancarse a su alrededor mientras la audiencia continuaba su curso. La figura de Ganondorf seguía en el centro de la sala, pero para Zelda, la atmósfera estaba cargada con una electricidad palpable, como si el aire mismo estuviera esperando el próximo movimiento.
Finalmente, la audiencia llegó a su fin. Rauru despidió a Ganondorf y su séquito con un gesto impasible, y los guardianes acompañaron a los Gerudo hacia las habitaciones de invitados. Las puertas se cerraron con un estrépito, dejando a Zelda sola con sus pensamientos.
Hace 10.000 años, Palacio de los primeros monarcas de Hyrule. Jardines de Palacio.
Tras la audiencia, llegó la comida en honor a los Gerudo, seguida por un paseo al borde del lago. Ganondorf, siempre carismático y persuasivo, guio la conversación hacia temas de estrategia y leyendas antiguas, mostrando un interés particular en los orígenes de los Zonnan.
Sentados en una mesa junto al agua, Rauru rompió el hielo:
—Ganondorf, se dice que entre las Gerudo solo nace un hombre cada cien años, destinado a gobernar. Saber que alguien con tal derecho de nacimiento, decida aliarse con la corona de Hyrule, nos llena de confianza.
Ganondorf sonrió, pero la frialdad en sus ojos contrastaba con la calidez de su gesto.
—Es un honor servir al equilibrio del reino. Y no puedo evitar admirar la historia de vuestra unión. Un Zonnan y una Hyliana, un matrimonio que simboliza el equilibrio perfecto entre dos razas. Según las leyendas, los Zonnan descendieron de los cielos, tomados como dioses por los hylianos. Un linaje que gobernó con una grandeza inigualable, ¿no es así?
La calidez inicial en su tono era como una trampa bien elaborada, pero pronto cambió abruptamente. Su voz se volvió fría, casi acerada, mientras sus palabras adquirían un filo peligroso.
—Sin embargo... —hizo una pausa deliberada, como si saboreara cada palabra que estaba a punto de decir—, ¿quién podría haber imaginado que esa poderosa raza estaría al borde de la extinción? Ahora, vos y vuestra hermana sois los últimos vestigios de un linaje que una vez se alzó como protectores del mundo. Qué situación tan... desafortunada.
El comentario cayó como una losa pesada, el aire en el ambiente se volvió denso, casi irrespirable. Zelda, que había permanecido en silencio hasta entonces, sintió un nudo en la garganta y no pudo evitar soltar un débil jadeo. Sus ojos buscaron a Ganondorf, pero en el instante en que sus miradas se cruzaron, un destello anaranjado atravesó los de él, tan fugaz como perturbador.
Ganondorf inclinó la cabeza ligeramente hacia ella, su sonrisa tan medida como inquietante.
—Perdón, princesa. ¿He dicho algo que os haya perturbado? —preguntó, con una falsa preocupación que solo intensificaba la tensión.
Zelda no pudo responder; su voz se había quedado atrapada en su garganta. La fría hostilidad de las palabras de Ganondorf se sentía como un veneno que había comenzado a extenderse lentamente por la sala.
Rauru, hasta entonces sereno, entrecerró los ojos mientras su mandíbula se tensaba y un leve, pero significativo resplandor, empezaba a notarse en la piedra secreta que llevaba en el brazo. Aunque sus palabras no habían cambiado el tono diplomático, su postura lo delataba: era un rey que no permitiría más provocaciones.
—Ganondorf, estoy seguro de que vuestra intención no era ofender con vuestras observaciones. —Su voz era firme, pero había una amenaza velada que solo alguien como Ganondorf podría captar.
El Rey Gerudo soltó una leve risa, una mezcla de burla y complacencia.
—Por supuesto que no, mi rey. Solo estaba reflexionando sobre las vueltas que da el destino y la fragilidad de las grandes dinastías. Pero no os preocupéis. Siempre hay formas de preservar lo que queda de una grandeza pasada, ¿no creéis?
En la retaguardia, Koume y Kotake la observaban con intensidad. Sus ojos parecían perforar el alma de Zelda mientras murmuraban entre ellas. Las hermanas se inclinaron hacia Ganondorf y le susurraron algo al oído. Él respondió con una sonrisa apenas perceptible antes de volver su atención a la princesa.
Ganondorf giró lentamente el anillo en su mano izquierda, su mirada fija en las piedras secretas de Rauru y Sonia antes de posarse en Zelda. Su tono, inicialmente afable, adquirió un matiz sutilmente amenazante.
—A propósito, Zelda —dijo, alargando su nombre con deliberación—, aún no sabemos mucho de vos ni de vuestra familia... salvo que sois una pariente lejana de Sonia. Decidme, ¿cuál es vuestro reino de origen? ¿De dónde provenís?
Zelda sintió que el aire a su alrededor se espesaba. Había practicado esta mentira muchas veces, pero, en ese momento, las palabras parecían querer escapar de su boca y traicionarla.
—S-Soy... del reino de Labrynna —balbuceó, tratando de sonar convincente—. Se encuentra muy lejos de Hyrule. Mi... padr-, digo, mi tío, hermano del regente, me trajo aquí para establecer lazos con los Zonnan.
Koume y Kotake intercambiaron miradas cómplices antes de reírse suavemente, como si compartieran un chiste privado. Zelda sintió un nudo en la garganta. ¿No la habrían creído?
Ganondorf alzó una ceja, divertido, antes de inclinarse ligeramente hacia adelante.
—Y, por lo que veo, tenéis una piedra secreta. —Su mirada se clavó en la joya que llevaba Zelda, brillando como si la analizara al detalle—. Decidme, princesa, ¿cuál es vuestro poder?
La tensión era insoportable. Zelda abrió la boca para responder, pero Rauru intervino antes de que pudiera decir una palabra.
—Te ruego, Ganondorf, que no molestes más a nuestra invitada de honor.—Su voz era firme, pero su tono denotaba una autoridad que no admitía réplica—. Deja los asuntos de estado en nuestras manos.
Ganondorf se enderezó con calma, su expresión inmutable, aunque sus ojos destellaron brevemente con algo oscuro.
—Por supuesto, mi rey. No era mi intención incomodar a nadie —dijo con una sonrisa calculada, inclinando la cabeza con aparente respeto.
Zelda respiró aliviada y asintió ligeramente en señal de agradecimiento a Rauru. Mientras daba un sorbo a su refresco, vio cómo el rey y Ganondorf se levantaban y se alejaban hacia otra parte del jardín. Pero incluso mientras se alejaba, el gerudo giró la cabeza, su mirada fría clavándose en ella como un puñal.
Entonces sucedió de nuevo.
Zelda volvió a sentir cómo el vértigo la golpeaba de nuevo, un mareo que parecía arrastrarla hacia un abismo invisible. Cerró los ojos un instante, tratando de recomponerse, pero al abrirlos de nuevo, la realidad a su alrededor se desvaneció.
La luna carmesí apareció una vez más, bañando todo con su resplandor ominoso. En esta visión, el castillo de Hyrule estaba reducido a ruinas, su grandeza envuelta en una niebla espesa y opresiva. A lo lejos, las sombras de criaturas deformes marchaban hacia la llanura, arrasando con todo a su paso.
Zelda intentó moverse, pero sus piernas no respondían. Solo podía mirar, atrapada en un ciclo interminable de destrucción. El aire estaba cargado de una tensión asfixiante, y el rugido de una criatura gigantesca resonó en la distancia, llenando el cielo con una oscuridad aún más profunda.
—Otra vez...—murmuró Zelda, sintiendo que su cuerpo temblaba—. ¿Por qué veo esto cada vez que lo miro?
El eco de su propia voz quedó suspendido en el aire, pero esta vez fue respondido.
—Princesa del tiempo...—una voz profunda y pausada la envolvió, como un susurro antiguo que emanaba de todas partes y de ninguna a la vez—. Debes observar. Aprender. Prepararte.
Zelda giró la cabeza rápidamente, buscando el origen de la voz, pero no había nadie. Solo las ruinas, la luna carmesí, y la sombra imponente de una figura alzándose en el horizonte: una figura momificada, aquella que Link y ella habían encontrado en su expedición en el subsuelo. Pero esta vez era diferente. Sus ojos ardían como brasas, y su risa se extendía como un veneno que corroía todo lo que tocaba.
De repente, todo desapareció. La luna carmesí, el castillo en ruinas, las sombras... se desvanecieron como humo al viento. Zelda se encontró de nuevo en el paseo junto al lago, pero su respiración seguía siendo errática, y el miedo no la había abandonado. Sonia, sentada a su lado, la observaba con intensidad, sus ojos llenos de preocupación.
Impa se inclinó hacia ella.
—¿Estás bien?—preguntó Impa, su tono era suave, pero lleno de urgencia..
Zelda abrió la boca para responder, pero Impa intervino de nuevo rápidamente, impidiendo que hablara de inmediato.
—Parece que habéis tomado poca agua —sugirió Impa, ofreciendo un vaso—. El calor puede jugar malas pasadas.
Zelda tomó el vaso con manos temblorosas y bebió todo el contenido de un trago.
—Gracias... sí, debe haber sido eso —murmuró, esforzándose por sonreír.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, el grupo decidió regresar al palacio, donde estaba a punto de servirse la cena.
Más tarde, tras la cena, mientras el servicio quitaba los platos usados y se disponía a servir el postre, Zelda salió unos segundos a los jardines, observando las luces de las antorchas titilar en la distancia. No había pasado mucho tiempo antes de que Impa apareciera silenciosamente a su lado.
—Majestad, ¿os encontráis bien?
Zelda respiró hondo, mirando a su dama de compañía con ojos cargados de incertidumbre. Dio un paso hacia ella y, casi en un susurro, confesó:
—Impa... creo que Ganondorf es alguien... como decirlo... maligno. —Su voz tembló ligeramente, pero continuó—. Cada vez que fija su mirada en mí, imágenes de destrucción y sangre aparecen en mi mente. Además... me recuerda algo, alguien a quien estudié antes del cataclismo que asoló mi era. Creo que debería advertir a Rauru.
Impa inclinó la cabeza, sus ojos brillando con una mezcla de comprensión y cautela. Guardó silencio un instante, como si estuviera sopesando cada palabra antes de hablar.
—Majestad, tened cuidado con lo que decís en voz alta.—Su voz adquirió un tono grave, casi severo—. La relación diplomática con los gerudo está en un punto muy delicado. Si le dais motivos para sentirse atacado, todo esto podría venirse abajo.
Zelda frunció el ceño, sus ojos reflejando una mezcla de miedo y frustración.
—¿Y si tengo razón? ¿Y si todo esto es una trampa? —preguntó con un hilo de voz, como si la duda estuviera ahogándola.
Impa posó una mano firme en su hombro, su mirada cálida pero decidida.
—Entonces esperad, majestad. Si lo que teméis es cierto, el tiempo lo revelará. Pero precipitarse podría arruinarlo todo. No podemos permitirnos perder su confianza en este momento.
Zelda desvió la mirada, mordiendo su labio inferior mientras sus pensamientos se arremolinaban.
—¿Y si esperar significa perderlo todo? —murmuró, más para sí misma que para Impa.
La Sheikah no respondió al instante. En cambio, su mirada severa hablaba por sí sola: esperar era el único camino posible.
Zelda regresó al comedor, esforzándose por mantener la compostura. No quería faltar al protocolo, aunque su mente seguía atrapada en las sombras de sus pensamientos.
Mientras tanto, Impa permaneció en el balcón, con la mirada fija en la luna que colgaba solitaria en el cielo. El aire nocturno acariciaba su rostro, y sus dedos jugueteaban distraídamente con un colgante Sheikah, en forma de lupa, que llevaba al cuello. El silencio parecía envolverlo todo, hasta que una presencia familiar surgió a su lado, visible solo para ella.
—Mi querido guardián... supongo que tú tienes algo que ver en esto, ¿verdad? —murmuró Impa, sin apartar la vista del firmamento. Su voz estaba cargada de reproche, pero también de una resignación que hablaba de años de experiencia.
La figura, envuelta en un tenue brillo etéreo, inclinó ligeramente la cabeza, confirmando sus palabras.
—Sí. Zelda necesita prepararse. El momento se acerca.
Impa giró su rostro hacia él, su expresión endureciéndose. Había un brillo en sus ojos, una mezcla de preocupación y enojo apenas contenido.
—Guardián... —su tono era bajo pero firme—. No le envíes más imágenes. No ahora. Aún no está lista para enfrentarlo.
La figura titubeó por un instante, y sus ojos, profundos y llenos de una tristeza antigua, parecían cargar con el peso de todo lo que estaba por venir.
—Esta noche será la última. Tengo una idea... si le muestro —respondió finalmente, su voz grave, como si cada palabra le costara un esfuerzo infinito—. Después de esto, todo seguirá su curso...
—Ya sabemos lo que viene —interrumpió Impa, cerrando los ojos un instante como si tratara de contener una emoción que amenazaba con desbordarse—. Pero su cordura debe permanecer intacta hasta que llegue el momento. Si la sobrecargas ahora, podría quebrarse antes de tiempo.
El guardián asintió, aunque la pena en su semblante era evidente.
—Haré lo que pueda. Pero sabes tan bien como yo que no podemos evitar lo inevitable. Cuando la verdad se revele, su corazón...—hizo una pausa, como si las palabras fueran demasiado dolorosas de pronunciar—. Su corazón se partirá en dos.
Impa bajó la mirada, apretando el colgante en su mano. Su voz, cuando habló de nuevo, era apenas un susurro.
—Recemos para que sea lo suficientemente fuerte. Que su voluntad no se quiebre cuando lo enfrente... porque si lo hace, todo estará perdido.
El guardián no respondió. Su figura comenzó a desvanecerse lentamente, como si el peso de su propia misión lo estuviera consumiendo. Solo quedó el suave murmullo del viento y las estrellas que parpadeaban en el cielo, testigos silenciosos del destino que ambos temían y sabían que no podían cambiar.
Impa permaneció sola en el balcón, su mirada perdida en la vastedad del cielo nocturno. La luna seguía brillando, pero su resplandor parecía más distante que nunca.
Zelda se desvistió lentamente, como si cada movimiento fuera una forma de apaciguar el caos interno que la consumía. Se tumbó en la cama, pero el sueño no llegaba. Su mente seguía trabajando, buscando respuestas entre los hilos que se tejían en su conciencia. Recordó las leyendas sobre la reencarnación de héroes y princesas, y el nombre de Ganondorf, ese eco del pasado, resonaba más fuerte que nunca.
Se deshizo las trenzas con un solo gesto, dejando que su cabello corto cayera libremente a ambos lados de su rostro. El tocado descansó sobre la mesilla de noche, pero la inquietud seguía ahí, suspendida en el aire.
—Espero que Rauru tenga razón... y que todo salga bien —murmuró para sí misma, su voz casi inaudible, cargada de un temblor inquietante, como si la duda se hubiera convertido en una sombra abrazada a su pecho, una semilla de desconfianza que, por más que lo intentara, no lograba arrancar. Recordó cómo, a pesar de sus propias sospechas, el monarca había desestimado sus inquietudes. "Sé de su naturaleza oscura", le había dicho con una firmeza casi desconcertante. "Por eso es mejor tenerlo cerca, controlado."
Pero esas palabras no lograban disipar la niebla de incertidumbre que la envolvía. Algo dentro de ella seguía cuestionando esa aparente seguridad, ese control que él creía tener sobre algo tan peligroso. La idea de tener a esa oscuridad tan cerca, de saber que el rey confiaba en su capacidad para dominarla, le resultaba más aterradora que tranquilizadora.
Con los ojos cerrados, intentó relajarse, pero el peso de sus pensamientos no la abandonaba. Finalmente, el sueño comenzó a envolverla como un manto pesado, arrastrándola hacia un estado de letargo inquieto.
Entonces, todo cambió.
Zelda sintió cómo el límite entre la vigilia y el sueño se desvanecía. Primero vino la sensación de que algo la observaba, una presencia invisible y opresiva que parecía provenir de las sombras mismas. Después, su entorno se oscureció, y una bruma densa se extendió por su mente como un velo, borrando todo rastro de la habitación donde se encontraba.
En medio de aquella penumbra, un tenue resplandor comenzó a surgir en la distancia, pulsando rítmicamente como un corazón vivo. Al acercarse, Zelda reconoció las figuras de Koume y Kotake, aunque sus formas parecían alteradas, como si estuvieran hechas de un líquido que no paraba de moverse. Antes de que pudiera reaccionar, las hechiceras se fusionaron en un espectáculo grotesco y fascinante. La nueva entidad que emergió, Birova, poseía una presencia que parecía llenar todo el espacio: su cabello oscilaba entre llamas vivas y carámbanos de hielo, símbolos de un poder descomunal en constante lucha consigo mismo.
Zelda dio un paso atrás, sus ojos ampliados por el desconcierto y el miedo. Pero antes de que pudiera procesar lo que veía, otra figura emergió de la penumbra. Un joven de cabello rubio, vestido con una túnica roja, se materializó ante ella. Portaba un escudo brillante que reflejaba la luz de manera hipnótica. Lo que más la desconcertó, sin embargo, fue su rostro: era inquietantemente similar al de Link.
—¿Quién... quién eres? —preguntó Zelda, su voz temblorosa y apenas audible.
El joven no dijo nada. En lugar de responder, alzó su escudo, que comenzó a brillar con un resplandor profundo y perturbador. La superficie del escudo actuó como un espejo fracturado, reflejando algo que Zelda no estaba preparada para ver.
En su reflejo, vio a Ganondorf, pero su figura estaba fragmentada en tres escenas distintas, como si el tiempo mismo se hubiera desgarrado y partido en pedazos.
La primera escena mostraba a Ganondorf caer derrotado, consumido por su propia oscuridad mientras el mundo recobraba una paz efímera, tenue como un susurro.
En la segunda, lo contempló triunfante, su poder desatado como una ola de destrucción que engullía todo a su paso, condenando al reino a un sufrimiento interminable.
En la tercera, lo observó encadenado a un cadalso, frente al rey de Hyrule. Junto al monarca, una niña pequeña lo miraba con una mezcla de miedo y curiosidad. Zelda sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al reconocer en esa niña un inquietante eco de sí misma, como si la escena estuviera destinada a repetirse en otro tiempo y otro lugar.
Cada visión era una bifurcación del tiempo, caminos divergentes que llevaban a destinos igualmente sombríos. Zelda sintió cómo su pecho se comprimía, como si el aire se hubiera vuelto pesado. Cada línea temporal mostraba un patrón aterrador, un ciclo inquebrantable de tragedia, lucha y un mal que regresaba una y otra vez, como una sombra que se negaba a desaparecer.
La risa de Birova resonó entonces, gélida y cruel, rompiendo el silencio.
—¿Lo ves, princesa?—dijo la hechicera, con una voz que parecía surgir de todos los rincones a la vez—. No importa cuántas veces lo intentes, el ciclo no se puede romper. El mal siempre regresa.
Zelda, paralizada, sintió cómo las lágrimas llenaban sus ojos mientras las palabras de Birova se grababan en su mente. En ese instante, entendió que el eterno retorno no era solo un concepto abstracto, sino una condena que pesaba sobre Hyrule.
Pero dentro de su pecho, algo más comenzó a arder: una chispa de determinación.
—No...—susurró Zelda, su voz débil pero cargada de resistencia.
La hechicera inclinó la cabeza, divertida.
—¿No?—repitió, burlona—. ¿Y qué harás, princesa? ¿Cómo romperás algo que es inherente al destino de tu reino?
Zelda apretó los puños. Aunque el miedo aún la atenazaba, sintió que, en algún lugar dentro de sí misma, había una fuerza que no estaba dispuesta a rendirse.
—Lo descubriré—dijo, con más firmeza esta vez—. Y cuando lo haga, me aseguraré de que este ciclo termine para siempre.
Birova rió mientras se desvanecía, un eco helado que resonó en la penumbra antes de desvanecerse como un susurro. Zelda, inmóvil, vio al joven con el escudo bajar la mirada hacia ella. Sus ojos, intensos y cargados de significado, reflejaban tanto tristeza como esperanza, un contraste que la dejó sin aliento.
Las palabras de Birova se grabaron en la mente del dragón como un sello ardiente. La oscuridad que asolaba el reino no se desvanecería fácilmente. Esta vez, la batalla no sería solo una lucha entre guerreros. Sería un enfrentamiento por la esencia misma del tiempo, una lucha que definiría el destino del reino y de quienes lo habitaban.
De repente, la conexión se cortó, como un hilo roto, y Zelda se encontró de pie en el balcón del palacio. La brisa nocturna acarició su rostro, pero no logró calmar el tumulto en su interior. Miró sus manos temblorosas, como si pudieran confirmar que lo que acababa de experimentar era real.
Volvió a su lecho, el cual la cobijó con su cálido abrazo, quedándose dormida al instante, como si su cuerpo necesitara rendirse al agotamiento de su alma.
Presente, Cubil del dragón blanco en el abismo.
En su sueño, el dragón se movió, sus escamas reluciendo bajo la tenue luz de su cubil. Sin darse cuenta, formó un círculo perfecto, un ouroboros, símbolo del eterno retorno. Pero en lo profundo de su ser, una chispa distinta comenzaba a encenderse: una esperanza, un fragmento de cambio que desafiaba los ciclos infinitos.
De repente se agitó, despertando brevemente. Una necesidad física lo impulsaba: tenía sed. Con movimientos pesados, se estiró y se alzó en el aire, aunque las telarañas del sueño inconcluso aún le velaban la mirada. Descendió hacia una parte más profunda del abismo, donde sabía que encontraría agua. Después de volar un trecho, divisó un pequeño charco. Se inclinó y bebió con lentitud, dejando que el frescor calmara su cuerpo.
Mientras se saciaba, su mirada fue atraída hacia un agujero cercano en las paredes del abismo. Miró a través de él y vio algo que lo detuvo. En una sala iluminada por la luz titilante de antorchas, cinco figuras estaban sentadas en círculo, compartiendo una comida frugal. Sus rostros reflejaban el peso de un viaje agotador, mientras que sus cuerpos portaban las cicatrices frescas de una batalla reciente.
Reconoció a cuatro de los cinco aventureros que había llevado en su lomo. Sin embargo, faltaba uno de ellos. Intrigado, el dragón escudriñó cada rincón visible de la sala hasta que sus ojos se posaron en algo que lo desconcertó.
En un rincón apartado, envuelta en un frío gélido que contrastaba con el calor de las antorchas, se erguía una estatua de hielo. Era imponente y extrañamente detallada, como si cada línea y curva hubiera sido esculpida con una precisión dolorosa. El dragón se detuvo a observarla detenidamente, y un nudo de incertidumbre se formó en su interior. ¿Qué representaba aquella figura?
Suspiró cansado, dejando escapar un aliento cálido que disipó parte del aire frío del abismo. Pero mientras observaba a los aventureros, un destello de esperanza llenó su corazón por un instante. Había algo en ellos, algo en su determinación y en la forma en que interactuaban, que le decía que podrían ser los responsables de romper el ciclo que tanto había atormentado al reino.
Tras calmar su sed, el dragón decidió no regresar a su cubil habitual. Algo lo retenía allí, un presentimiento o una energía indescriptible que emanaba de aquel lugar. Lentamente, se enroscó sobre sí mismo en una posición protectora, dejando que su enorme cuerpo ofreciera un refugio casi instintivo. Pero justo antes de entregarse de nuevo al sueño profundo, una Voz, la misma que lo había guiado en innumerables ocasiones, susurró suavemente en su mente.
—Prepárate... están muy cerca.
El dragón dejó escapar un último suspiro, su cuerpo relajándose. Aunque no entendía completamente lo que estaba por venir, sabía que ese instante marcaría el inicio de algo más grande. La chispa de esperanza que había sentido antes permaneció en su pecho, cálida y persistente, mientras cerraba los ojos, esperando el momento en que su papel en la batalla final se revelara por completo.
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