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Destino

El dragón blanco se agitó. El descanso que tanto necesitaba se había vuelto inquieto, invadido por visiones y ecos que lo envolvían como una tormenta. Las pesadillas lo atrapaban, sumergiéndolo en escenas de un pasado que no era suyo, pero que conocía de alguna manera.

Primero, vio un vasto desierto cubierto de dunas interminables, donde el viento arrastraba la arena con un silbido constante, como un susurro eterno. En el corazón de aquel paraje desolado se alzaba, orgullosa y majestuosa, la Ciudadela Gerudo, una fortaleza imponente de muros rojizos que brillaban al sol como un faro en la inmensidad del desierto.

En la sala del trono, la atmósfera estaba cargada de solemnidad. Sentado, con aire de dominio absoluto, se encontraba el rey Ganondorf, el único nacido varón en un siglo, y, por tanto según sus leyes, el elegido para gobernar a las fieras y orgullosas mujeres gerudo. Su figura era imponente, con una capa oscura que caía sobre sus hombros como la noche misma, y sus ojos brillaban con una intensidad que parecía perforar el alma de quien se atreviera a enfrentarlo.

A sus pies, arrodilladas en un gesto solemne de reverencia, se encontraban dos mujeres de imponente presencia que irradiaban un aura de poder ancestral. Eran gemelas idénticas, con largas cabelleras plateadas que caían como un río de luz sobre sus túnicas oscuras, decoradas con intrincados bordados gerudo. Koume, la hechicera que dominaba el fuego, llevaba una gema de color ámbar ardiente en su pecho, vibrante como una llama contenida. A su lado, Kotake, la hechicera que controlaba el hielo, lucía una gema de un azul helado, que parecía exhalar una tenue bruma gélida.

Entre ambas, sostenían con cuidado una espada de inmensa longitud y deslumbrante belleza. Su hoja, oculta parcialmente bajo una tela de seda gerudo de exquisitos detalles, emanaba un fulgor tenue, casi etéreo, que insinuaba su naturaleza única. La tensión en el aire era palpable, y cada movimiento parecía estar cargado de un propósito solemne y misterioso.

Alrededor, la sala estaba llena de guerreras gerudo ataviadas con sus mejores galas, murmurando en voz baja, expectantes. Y, en un lugar destacado, se encontraban los invitados de honor: Rauru, Sonia y Zelda. Sentados en un estrado cercano al trono, su posición reflejaba su estatus como monarcas de Hyrule, y su presencia le otorgaba aún más peso a la ceremonia.

Con un gesto solemne de Ganondorf, las dos hermanas se levantaron con una gracia que rivalizaba con la majestad de su líder, proyectando la autoridad de guardianas de los secretos más oscuros del reino. Con movimientos fluidos y cargados de propósito, alzaron sus manos y presentaron la enorme espada que portaban. Con delicadeza casi reverencial, apartaron la tela que la cubría, revelando su impresionante hoja.

En ese instante, las finas runas talladas con una precisión impecable, obra maestra de los artesanos gerudo, comenzaron a brillar con una luz mística, llenando la sala de un aura sobrecogedora. Al iluminarse, los presentes contuvieron la respiración al descubrir el significado oculto de aquellas inscripciones: los nombres de Koume y Kotake, grabados como un legado eterno en la hoja.

Aquella espada no era solo un arma; era un símbolo de poder absoluto, una reliquia imbuida con la magia y la voluntad de las dos hechiceras. Un regalo ancestral, forjado con amor, sacrificio y destreza, destinado a transmitir la fuerza y la sabiduría de las hermanas a quien fuera digno de empuñarla. Su luz, aunque mística, parecía contener un desafío: solo el más fuerte y sabio podría desatar el verdadero poder que albergaba.

Koume levantó la espada con ambas manos, su voz áspera resonando en el silencio.

—Ante el rey Ganondorf, portador del destino de las Gerudo, presentamos este arma. Es nuestra sangre, nuestra magia, nuestra voluntad hecha metal.

Kotake dio un paso adelante, su tono gélido complementando las palabras de su hermana.

—Esta espada no es solo un símbolo. Es un legado. Una herencia de poder para el único que puede llevarla.

Ganondorf, vestido con una túnica oscura que caía como un manto de sombras, extendió las manos hacia la espada. Sus ojos, ardientes y decididos, brillaban con una mezcla de ambición y orgullo.

—Este es nuestro legado, Ganondorf —dijo Koume mientras le entregaba la empuñadura.

—Y este es tu destino —añadió Kotake, su mirada fija en los ojos de su líder.

Ganondorf tomó la espada con firmeza, y el aire pareció volverse más pesado. Cuando alzó el arma, un destello carmesí recorrió la hoja, proyectando sombras que danzaban en las paredes.

Las gemelas intercambiaron una mirada cómplice, una sonrisa casi imperceptible cruzó sus labios, como si el destino estuviera marcado en ese mismo momento. La espada destelló una vez más bajo los rayos del sol que se filtraban por los ventanales del palacio, proyectando sombras que danzaban sobre las paredes de piedra, como presagiando la llegada de un tiempo de guerra.

Rauru observaba en silencio, su expresión inescrutable. Sin embargo, cuando las gemelas retrocedieron para concluir la ceremonia, el rey de Hyrule se puso de pie, sus movimientos calculados pero llenos de autoridad.

—Ganondorf —dijo, su voz clara rompiendo el silencio—, la fuerza y el poder son herramientas peligrosas si no se equilibran con sabiduría. No olvidéis que, incluso en el desierto, la unidad y la cooperación son las que sustentan la vida.

Ganondorf clavó su mirada en el rey de Hyrule, una sonrisa sarcástica curvando sus labios.

—El poder es eterno, rey Rauru. La unidad, como el agua en las dunas, se desvanece con el tiempo.

Zelda sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sus ojos se posaron en la espada, cuyo brillo carmesí le parecía menos un símbolo de gloria y más una advertencia silenciosa.

—Sonia... —susurró Zelda, inclinándose hacia su lado—, algo no está bien.

Sonia, con la mirada fija en Ganondorf, respondió en un murmullo apenas audible.

—Lo sé. Ese poder... no está destinado a traer equilibrio.

Mientras las gemelas terminaban la ceremonia y las gerudo rompían el silencio con vítores, Ganondorf dirigió una breve mirada a Zelda. Sus ojos, oscuros como el abismo, destilaban algo más que ambición: un desafío silencioso, una promesa de confrontación futura.

La visión comenzó a desvanecerse, pero una última imagen quedó grabada en la mente de Zelda: la hoja de la espada, reflejando un destello carmesí como presagio de sangre y destrucción. En ese momento, comprendió que lo que acababa de presenciar era más que una ceremonia; era el primer acto de un destino que pondría a Hyrule en peligro.

La siguiente visión mostró lo inevitable. Pocos meses después de la ceremonia en la región de Gerudo, Hyrule sangraba con la guerra. Ganondorf, con ayuda de las hechiceras Gerudo, había invocado monstruos de proporciones titánicas que devastaban todo a su paso. Desde una perspectiva elevada, un balcón tal vez, el dragón observaba. Allí, Rauru, Zelda y Sonia contemplaban el caos que se desataba bajo ellos.

Abajo, el espectáculo era aterrador. Moldoras colosales, revestidos de energía oscura, arrasaban con el ejército hyliano, reduciendo filas enteras a nada. La magia de Koume y Kotake los controlaba, y sus carcajadas resonaban como una burla en el aire lleno de cenizas.

Rauru avanzó hasta el borde del balcón, sus ojos fijos en los monstruos. Cerró los ojos por un momento, concentrándose profundamente. Su luz interior comenzaba a brillar, pero era evidente que su poder no sería suficiente por sí solo.

—Ahora, Zelda, concentra tu poder en Rauru —ordenó Sonia, su voz firme pero teñida de urgencia.

—¿Cómo? Pero... no entiendo... —Zelda retrocedió un paso, atónita ante lo que se le pedía.

Sonia se acercó primero. Sin perder tiempo, se posicionó al lado derecho de Rauru y colocó su mano en su espalda. Un rayo luminoso brotó de su mano y alcanzó a Rauru. Sin embargo, en lugar de dañarlo, Zelda vio con asombro cómo su energía fluía hacia él, amplificando su magia.

—Claro, ahora entiendo... —murmuró Zelda, sus ojos abiertos de par en par mientras comprendía lo que debía hacer.

Sin dudarlo más, se situó al lado izquierdo de Rauru y replicó el movimiento de Sonia. Al tocarlo, sintió cómo su propia energía fluía hacia él, uniéndose con la de Sonia. Fue un instante abrumador, como si el peso de toda Hyrule pasara por ella, pero también sintió algo más: un vínculo, una conexión que trascendía el momento.

El poder de Rauru se multiplicó exponencialmente. Su cuerpo brillaba como un faro, una luz tan intensa que parecía rivalizar con el sol. Alzó ambas manos, y una onda luminosa salió disparada hacia los Moldoras.

El impacto fue devastador. La magia revestida de una pureza deslumbrante atravesó a los monstruos, reduciéndolos a volutas de humo púrpura. En cuestión de segundos, la amenaza fue neutralizada, y un silencio pesado cayó sobre el campo de batalla.

Zelda, jadeante, bajó la mirada al suelo. La intensidad del momento la había dejado exhausta, pero en su interior crecía una sensación de esperanza. Habían ganado esta batalla, aunque sabía que la guerra aún estaba lejos de terminar.

Rauru giró lentamente hacia ellas, su rostro reflejando una serenidad que no ocultaba del todo su preocupación.

—Esto es solo el principio —dijo con voz grave—. Pero juntos, seremos capaces de enfrentarlo.

Pero mientras elaboraban la estrategia para la próxima batalla, sucedió algo inesperado. Contra todo pronóstico, las fuerzas de Ganondorf capitularon de improviso. En vez de lanzar una nueva ofensiva, el líder gerudo envió a Rauru un mensajero con una propuesta sorprendente: reunirse en su palacio de la Ciudadela para discutir los términos de su rendición. La incredulidad inicial dio paso a la euforia. Aquella noche, Zelda, Rauru y Sonia celebraron con entusiasmo lo que parecía ser el fin del conflicto, convencidos de que habían logrado lo imposible.

Pero mientras ellos brindaban, el dragón, en sus sueño, observaba la siguiente escena con una inquietud creciente. Había algo en la actitud de Ganondorf que no encajaba.

Cuando llegó el momento de formalizar la rendición, la verdad comenzó a desvelarse.

Los monarcas de Hyrule, acompañados por Zelda y su corte, llegaron temprano al palacio de la Ciudadela. Los muros, decorados con intrincados grabados y cubiertos por cortinas carmesí, parecían respirar una tensión opresiva, como si presagiaran lo que estaba por ocurrir.

Al entrar en la sala principal, el espectáculo los dejó momentáneamente desconcertados. Ganondorf se encontraba arrodillado en el centro, la cabeza inclinada y las manos abiertas en un gesto de sumisión. Detrás de él, Koume y Kotake imitaban su postura, pero sus rostros, lejos de reflejar resignación, mostraban una calma inquietante, como si estuvieran al mando de una jugada cuidadosamente calculada.

Rauru y Sonia se colocaron frente a ellos, erguidos y solemnes, liderando las negociaciones con voces firmes que resonaban en el vasto salón, marcando el inicio de lo que parecía un acuerdo histórico. Zelda, unos pasos detrás de Sonia, observaba en silencio, pero una sensación de alarma crecía en su interior, nublando la aparente victoria.

El dragón, desde su visión, observaba con la misma inquietud. La actitud de Ganondorf, su postura demasiado perfecta, la serenidad en las hechiceras detrás de él... todo apuntaba a que la rendición no era lo que parecía. Era como si el momento estuviera diseñado no para concluir el conflicto, sino para preparar el escenario de algo mucho más oscuro.

Ganondorf no miraba a Rauru ni a Sonia a los ojos. En cambio, su atención se dirigía, con precisión calculada, hacia un punto específico: las piedras secretas que portaban. Zelda notó aquello y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su mirada siguió la de Ganondorf y se clavó en los cristales, cuyo leve brillo bajo la luz del salón, parecía casi amenazante.

En ese instante, el dragón, observando desde el flujo del tiempo como si estuviera allí presente, sintió también un estremecimiento que atravesó su forma serpenteante. Comprendió la verdad con una claridad que cortó como un filo helado: Ganondorf no se estaba rindiendo. Estaba esperando, calculando, como un depredador al acecho.

El aire en la sala parecía volverse más pesado. Zelda apretó las manos con fuerza, su respiración acelerándose mientras la certeza se instalaba en su mente. Quiso hablar, advertir a Rauru y a Sonia, pero las palabras se atascaron en su garganta. Una parte de ella temía que, si rompía el momento, el frágil equilibrio que sostenía la situación se podría desplomar de golpe.

Nerviosa, tragó saliva, intentando calmar la tormenta de emociones que se agitaba en su interior. Pero en su pecho, una certeza comenzó a tomar forma: aquella rendición no era el final. Era el principio de algo mucho más oscuro.

—Ganondorf, me alegra que hayas recapacitado. No quiero poner en peligro más vidas, ya sean gerudo o hylianas. La vida es algo precioso que se debe proteger —dijo Sonia mientras avanzaba con pasos elegantes hacia el líder gerudo. Su voz, suave y conciliadora, llevaba una calidez que parecía intentar disolver la tensión en el aire. Extendió la mano hacia él, su sonrisa radiante iluminando el oscuro salón—. Firmemos aquí mismo no solo la capitulación, sino un acuerdo de unidad entre nuestros pueblos.

Ganondorf no respondió de inmediato. Sus ojos se entrecerraron, y su expresión, inescrutable, dejó un silencio pesado flotando en la sala. Por un momento, pareció que el mundo entero contenía la respiración. Finalmente, inclinó la cabeza en un gesto de aparente deferencia, aunque la curva apenas visible de su sonrisa transmitía más cálculo que sinceridad.

Con un movimiento lento pero deliberado, se incorporó, apoyándose ligeramente en las hermanas Birova. Koume y Kotake permanecieron a su lado como sombras silenciosas, sus miradas serenas pero alertas.

—Creo que lo justo es que sea yo quien os pague con una visita... Al fin y al cabo, ese acuerdo es algo que los Gerudo debemos pediros a vosotros.

Rauru parpadeó, sorprendido por la inesperada oferta, pero se esforzó por mantener una expresión neutral. Ganondorf continuó, su tono impregnado de una humildad cuidadosamente modulada:

—Si la paz ha de perdurar, debe comenzar en el lugar que representa el equilibrio y la justicia. No hay mejor escenario que vuestra corte para sellar este acuerdo y demostrar que mi rendición es sincera.

La propuesta, aunque inusual, llegó acompañada de argumentos que Rauru no podía descartar sin más. "Firmar la capitulación en Hyrule," insistió Ganondorf, "es una manera de mostrar a ambos pueblos que acepto vuestra supremacía. Además, asegura que los términos serán establecidos en un lugar neutral para todos, lejos de las tensiones de mi tierra."

Rauru, tras unos instantes de reflexión, asintió con solemnidad.

—Creo que será lo más adecuado —dijo con tono firme pero cortés, rompiendo la tensión momentánea—. Así podremos devolverte el gesto de cortesía.

Sonia asintió también, aceptando la observación de su esposo con gracia y una sonrisa renovada.

—Por supuesto, serás nuestro invitado de honor. Tú y tu corte serán acogidos en nuestro palacio, rodeados de la belleza y la tranquilidad de nuestras tierras. Disfrutaréis de la hospitalidad hyliana como muestra de nuestra buena voluntad.

Zelda, que había estado observando en silencio, sintió cómo la tensión en su interior crecía con cada palabra. La propuesta de Ganondorf no la convencía, y la forma en que sus palabras parecían perfectamente calculadas solo aumentaba su inquietud. Dio un paso adelante, su mirada fija en los ojos anaranjados del gerudo, que parecían perforarla con una intensidad perturbadora.

—Sonia, ¿no sería mejor considerar otra opción...? —dijo Zelda, su voz temblorosa pero firme, aunque en su interior la duda y el temor la devoraban.

Sonia giró la cabeza hacia ella, un destello de ligera impaciencia cruzando su expresión antes de recuperar su habitual calma.

—¿Qué ocurre, Zelda? —preguntó con una risa suave, su tono teñido de una reprimenda maternal—. ¿No estás contenta? Piensa en todo lo que podrías aprender. Koume y Kotake también estarán allí y compartirán su tiempo con nosotros. Estoy segura de que sus conocimientos te resultarán fascinantes, ¿verdad?

Ganondorf, con una sonrisa que bordeaba lo serpentino, inclinó ligeramente la cabeza, su voz como un murmullo en el aire.

—Así es, reina Sonia. He escuchado que estáis buscando medios para restaurar un artefacto perdido y acceder a conocimientos olvidados. —Sus ojos se deslizaron hacia Zelda, brillando con un interés perturbador—. Mis hechiceras estarán más que complacidas de compartir su sabiduría con vos, princesa. Quizás encontréis algo que te sea... útil.

El corazón de Zelda se aceleró. Tragó saliva con dificultad, obligándose a mantener la compostura mientras un escalofrío recorría su columna.

—Gr... gracias —murmuró, su voz apenas audible—. A Mineru seguro que también le encantará aprender.

Las palabras flotaron en el aire, pero la atmósfera seguía cargada, como si cada gesto ocultara un doble significado. Zelda miró a Ganondorf, y durante un instante, creyó ver un destello de satisfacción oscura en sus ojos antes de que este apartara la vista con una inclinación leve.

Mientras las cortes se despedían con gestos educados y palabras medidas, Zelda no podía apartar la sensación de que algo terrible se estaba gestando. Miró una última vez al líder gerudo mientras se retiraba, sus labios curvándose en una sonrisa que parecía contener un enigma insondable.

"Esto no es el final," pensó Zelda con un nudo en la garganta. "Es solo el comienzo."

Las palabras parecieron colgar en el aire, pesadas y desprovistas de la ligereza de una conversación trivial. La mirada de Ganondorf permaneció fija en ella unos segundos más antes de apartarse con una inclinación leve, como si ya hubiera sacado conclusiones que solo él conocía.

Zelda miró una última vez a Ganondorf mientras se marchaba, su mente llena de advertencias que no podía articular.

Durante las semanas siguientes, Rauru se volcó por completo en la redacción de los documentos que formalizarían la capitulación de Ganondorf y el acuerdo entre reinos. Al mismo tiempo, se establecieron nuevas condiciones: Ganondorf, como compensación por los conflictos causados a los hylianos, debía aceptar a Rauru como su soberano en lo que respectaba al territorio que se extendía más allá de las fronteras de su dominio.

Sin embargo, Zelda no pudo quitarse la inquietud que la acosaba. A pesar de la aparente paz, sentía que algo no estaba bien, que algo se estaba moviendo entre las sombras. No dijo nada, pues sabía que Rauru estaba completamente absorbido por sus labores diplomáticas y Sonia, por su parte, se encontraba de un lado a otro dirigiendo a sus sirvientas para preparar el palacio para la llegada de Ganondorf.


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Zelda, incapaz de quedarse quieta, decidió buscar algo que ocupara su mente. Sabía que Mineru, la hermana mayor del rey Rauru, era una de las mentes más brillantes de su tiempo y compartía con ella una pasión por los descubrimientos científicos. Deseosa de aprender y distraerse mientras Rauru y Sonia atendían sus deberes, Zelda, acompañada por su dama de compañía, emprendió el camino hacia el laboratorio de Mineru, ubicado en la enigmática Isla del Trueno.

Al cruzar el umbral, Zelda no pudo evitar un suave grito de admiración. El laboratorio era un lugar fascinante, iluminado por cristales Zonnan suspendidos que pulsaban en tonos dorados y verdes, proyectando sombras danzantes sobre las paredes cubiertas de grabados y diagramas. Las estanterías rebosaban de herramientas, pergaminos y artefactos que parecían pertenecer a otro mundo. Sin embargo, su atención se detuvo en el centro de la sala, donde descansaba una figura metálica erguida sobre una plataforma elevada.

Era extraña y fascinante: un esqueleto humanoide compuesto por piezas metálicas ensambladas con precisión inquietante. Los finos grabados que recorrían su superficie parecían contener un propósito oculto, y las articulaciones estaban recubiertas de un material translúcido que sugería movimiento. Zelda avanzó lentamente, maravillada.

—Es impresionante... —murmuró, extendiendo una mano hacia la figura.

—¿Te gusta? —Mineru emergió de entre las sombras, con una sonrisa que mezclaba orgullo y serenidad—. Este es mi gólem.

Zelda se giró hacia ella, sorprendida.

—¿Tu gólem? —preguntó, intrigada.

Mineru asintió, avanzando con calma hacia la figura.

—Sí. Este no es para sumarlo a un ejército ni para ningún uso común. Este gólem será para mí... para cuando muera.

La afirmación dejó a Zelda sin palabras. Dio un paso atrás, sus ojos abiertos por la incredulidad. Mineru, dándose cuenta de lo brusco que había sonado, suavizó su tono.

—Tranquila, Zelda, no tengo intención de morir todavía —dijo con una sonrisa tranquila—. Pero sabes que mi habilidad para separar mi espíritu de mi cuerpo me permite transcender ciertas limitaciones. Por eso, he diseñado este gólem: un receptáculo que, llegado el momento, albergará mi espíritu y permitirá que mi conocimiento perdure a través del tiempo.

Mineru señaló un mapa tridimensional que flotaba en el aire sobre un cristal cercano. Era un esquema del gólem, con líneas y nodos que detallaban cada parte de su estructura.

—El prototipo está casi listo, aunque aún requiere ajustes. Una vez terminado, programaré el centro de fabricación en el subsuelo, cerca de mi estudio. Así, cuando alguien autorizado dé la orden, tanto la fabricación como el ensamblaje se realizarán automáticamente.

—¿"Alguien autorizado"? —preguntó Zelda, intrigada—. ¿Te refieres a alguien de tu confianza?

Mineru asintió, con una chispa de entusiasmo en sus ojos.

——Exactamente. He diseñado una prueba de valor para encontrar a esa persona. Primero, deberá localizar mi máscara, que estará oculta en un templo en esta zona, es decir dentro de las islas del Trueno. Dejaré pistas cerca de unas estatuas que representan el trueno en el bosque de Farone. Cuando encienda esas estatuas, se abrirá un camino hacia el lugar donde la escondí.

Zelda inclinó la cabeza, procesando la información.

—¿Y cómo te asegurarás de que sea alguien digno?

Mineru sonrió con complicidad.

—La persona deberá ser pura de corazón. He colocado una puerta secreta que solo se abrirá si está dispuesta a sacrificar parte de su vitalidad en el proceso. Solo entonces podrá acceder a una zona con tecnología Zonnan para ensamblar un vehículo que lo llevará al subsuelo. La máscara será la clave para completar mi gólem.

Zelda, cada vez más interesada, se acercó al mapa flotante.

—Pero... una vez que esté ensamblado, ¿cómo trasladarás tu espíritu al gólem si no estás cerca?

Mineru frunció el ceño, reflexionando.

—Hm... es un detalle que aún tengo que resolver —admitió, soltando una risa ligera que contagió a Zelda.

Ambas se miraron, y la tensión se disipó en una carcajada compartida.

—Seguro que juntas encontramos una solución —dijo Zelda, sonriendo con complicidad.

Mineru, recuperando su entusiasmo, señaló otra mesa donde descansaban pequeños lingotes de una aleación brillante.

—Mientras tanto, ¿te gustaría probar el prototipo? —preguntó con una sonrisa traviesa—. Puede que te sorprenda lo que puede hacer.

Zelda no pudo evitar devolverle la sonrisa, emocionada por la posibilidad. En ese momento, dos mentes brillantes se unieron, trazando los cimientos de un plan que trascendería el tiempo y el espacio.

Mineru se sentó con calma en el sillón frente a su amplio escritorio, cubierto de planos, cristales Zonnan y herramientas de precisión. Cerró los ojos, su respiración lenta y controlada, mientras un destello azul comenzó a rodearla. Zelda y su dama de compañía, Impa, observaron con creciente inquietud, sus miradas fijas en la sabia.

De repente, una llama azulada salió del cuerpo de Mineru, flotando en el aire con movimientos sinuosos. Ambas soltaron un leve grito de sorpresa, incapaces de apartar la vista del fenómeno. La llama azul cruzó la sala en un instante, alcanzando al gólem metálico que descansaba sobre su plataforma.

Cuando la llama tocó al gólem, este cobró vida con un suave zumbido que resonó en toda la estancia. Sus ojos se iluminaron con una luz tenue, y sus articulaciones metálicas se movieron con fluidez mecánica. Cuando el gólem habló, su voz era la de Mineru, aunque con una modulación artificial que le daba un matiz ligeramente inquietante.

—¿Qué... qué haces, Mineru? —preguntó Zelda, incrédula, dando un paso atrás.

El gólem, ahora animado por el espíritu de Mineru, giró su cabeza hacia ellas con movimientos precisos.

—Solo quería mostrarte lo que puedo hacer, Zelda —respondió el gólem con serenidad—. ¿Quieres subirte? Te daré un paseo.

Zelda miró al gólem, intrigada y fascinada a partes iguales, mientras Impa, con las manos apretadas frente a su pecho, intervenía nerviosa.

—Majestad, princesa... no pensaréis subiros ahí, ¿verdad? —dijo con un tono cargado de preocupación—. No parece seguro. Podríais sufrir daño.

Zelda giró la cabeza hacia Impa, ofreciéndole una sonrisa tranquilizadora.

—No me pasará nada, no te preocupes. Confío en Mineru —aseguró Zelda, su mirada brillante de curiosidad.

Impa suspiró profundamente, evidentemente incapaz de contener su nerviosismo.

—Está bien, pero os acompañaré. Si llegáis a necesitar ayuda, estaré aquí —concedió, aunque su tono dejaba claro que preferiría cualquier otra opción.

El gólem se inclinó ligeramente hacia ellas, extendiendo uno de sus brazos metálicos como si las invitara a acercarse.

—Confía en mí, Impa —dijo Mineru a través del gólem—. Todo está bajo control.

Zelda dio un paso adelante, emocionada y algo nerviosa. Al posar su mano sobre el brazo del gólem, notó el frío del metal mezclado con una extraña sensación cálida, como si el espíritu de Mineru lo llenara de vida. Con un impulso ágil, subió al hombro del gólem, mientras este ajustaba su postura para equilibrarla.

Impa, aunque con evidente reticencia, se subió con cuidado detrás de Zelda, asegurándose de que la princesa estuviera a salvo. El gólem comenzó a moverse con sorprendente suavidad, sus pasos resonando en el suelo del laboratorio, mientras Mineru controlaba cada movimiento desde su interior.

—¿Lista para la demostración? —preguntó Mineru desde el gólem, con un tono que dejaba entrever su orgullo por la creación.

Zelda asintió con entusiasmo, preparada para descubrir de primera mano las posibilidades de esa extraordinaria creación.


El sueño de aquel recuerdo comenzó a disiparse en un suave destello dorado. La última imagen que el dragón pudo ver fue a Zelda montada en el gólem de Mineru, junto a Impa, mientras el gólem mayordomo las seguía de cerca. Un suspiro profundo resonó en su interior, como si, al menos por un instante, hubiera encontrado un resquicio de paz en un recuerdo alegre.

Pero la tranquilidad se desmoronó rápidamente cuando un nuevo recuerdo irrumpió en su sueño, oscuro y cargado de presagios. El escenario cambió: ahora estaba en el palacio de Hyrule. Desde la ventana principal, se veía acercarse algo a lo lejos. Un ejército, una procesión... una corte.

Ganondorf, rodeado de su séquito de guerreras gerudo, avanzaba con paso imponente hacia las puertas del palacio. A su lado, Koume y Kotake lo seguían como sombras, sus figuras envueltas en un aura inquietante. La comitiva se detuvo momentáneamente, y los tres alzaron la vista hacia la ventana por la que Zelda observaba, sus miradas directas como puñales que atravesaban la distancia.

Una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de Ganondorf, seguida de un gesto similar en las hechiceras. Koume y Kotake intercambiaron una mirada cómplice, y entonces Ganondorf se giró hacia ellas, pronunciando unas palabras que Zelda, desde su posición, no podía escuchar.

Zelda sintió un escalofrío recorrer su espalda, una sensación de urgencia y peligro que no podía ignorar.

Cerró los ojos, intentando calmar el torbellino en su mente. Pero antes de que pudiera encontrar paz, una voz profunda y serena resonó en su mente, como el eco de un conocimiento antiguo.

—Princesa del Tiempo... esto es solo el inicio.

De repente, su visión se vio invadida por imágenes fugaces y perturbadoras, como si el destino se desplegara ante ella en fragmentos sombríos.

Primero, vio un cuerpo inerte en el suelo, rodeado por un charco de sangre que reflejaba el brillo carmesí de una luna roja. El rostro era indistinguible, pero el dolor de esa pérdida era tan palpable que Zelda sintió un nudo en la garganta.

Luego, las sombras comenzaron a alzarse. Hordas de criaturas deformes marchaban bajo un cielo teñido de malicia, sus pasos retumbando como el eco de una tormenta. Entre ellos, una figura oscura y monumental, con ojos que ardían como brasas, extendía su brazo hacia Hyrule, reclamándolo todo a su paso.

La voz volvió a hablar, firme pero teñida de una tristeza infinita.

—Debes aprender de lo que viene. La fuerza no basta sin comprensión. Cada decisión que tomes moldeará el destino de este mundo.

Zelda abrió los ojos de golpe, su respiración agitada. Aferró la piedra secreta colgando de su cuello, sus dedos temblorosos pero decididos. No sabía quién era el dueño de aquella voz, pero las palabras estaban cargadas de una verdad que no podía ignorar.

—Haré lo que sea necesario... —murmuró para sí misma, con el corazón dividido entre el miedo y la firmeza.


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