Descubrimiento
El dragón blanco siguió con su sueño. El momento se acercaba, pero por ahora, la voz lo mantuvo calmado, profundamente dormido. Suspiró en sueños, mientras se dejaba calmar. Aquella voz, que llevaba con él diez mil años, le contaba todas las noches montones de historias sobre personas que no conocía. Un joven de ojos azules con una espada enorme ocupaba la mayoría de ellas, pero no entendía por qué la voz insistía tanto en mandarle esas historias. Movió la cola en sueños para apartar una rata que le estaba molestando y siguió soñando.
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En su sueño, una melodía suave flotaba en el aire, como un susurro que acariciaba los recuerdos. Al escucharla, su mente se llenaba de imágenes cálidas y acogedoras: una tienda de campaña con la forma de un gigantesco caballo, sus bordes decorados con colores vivos, una mesa llena de un apetitoso plato de comida y una cama mullida, como un abrazo, esperando a los viajeros cansados. En medio de esas visiones, aparecía un perro, su mirada fiel y alegre, como si estuviera esperando a su dueño con ansias.
Link y Zelda, en su visión, se acercaban a una posta, el aire fresco de la mañana, rodeándolos mientras se preparaban para reponer fuerzas. Todo parecía tan cercano, tan real, como si la propia esencia del sueño los invitara a descansar antes de continuar su viaje. La melodía, aún vibrando en su mente, les ofrecía una paz momentánea, un refugio.
Cuando llegaron, desmontaron de sus caballos y los pusieron en el abrevadero para que desayunaran también. Mientras, la pareja de aventureros ordenó al dueño dos platos bien grandes de la receta estrella de la posta que estaban visitando.
Cuando les llevaron la comida, se sentaron en una de las mesas al aire libre, dejando que el buen tiempo y el paisaje primaveral los envolvieran. El aire fresco traía consigo el canto de los pájaros y el aroma de la hierba recién florecida.
—Esto es una delicia —dijo Zelda con una sonrisa, cerrando los ojos mientras levantaba la cara hacia el sol—. Me encanta comer así, al aire libre, sobre todo en primavera. Es como si todo volviera a la vida después del invierno.
—A mí también —respondió Link, su voz tranquila—. A veces, cuando estoy en Fuerte Vigía y el tiempo acompaña, tomo mi desayuno fuera y veo el amanecer. Es algo simple, pero hermoso.
Zelda lo miró, una mezcla de sorpresa y una leve frustración cruzando su rostro. Sin embargo, se contuvo, suavizando su tono para no herirlo.
—¿Por qué nunca compartes esos momentos conmigo? Me encantaría desayunar contigo una mañana... sería maravilloso. Podríamos hablar de tantas cosas... Zelda lo miró, sorprendida, mirando a Link, pero algo dentro de ella comenzó a agitarse. Una punzada de inquietud.
De repente, la suave melodía que llenaba el aire parecía envolverlo todo, pero algo en ella comenzaba a sentirse fuera de lugar. El sol brillaba con una calidez extraña, demasiado intensa, mientras el aire parecía temblar suavemente. El aroma de la hierba fresca, que antes llenaba los pulmones de Zelda, ahora era apenas un susurro, como si escapara lentamente hacia algún rincón inalcanzable.
El paisaje a su alrededor parecía más tenue, los contornos de las cosas difusos. Las sombras de los árboles bailaban con un ritmo que no pertenecía a este mundo. Zelda intentó ignorarlo, enfocarse en las palabras de Link, pero su voz... su voz no sonaba igual. Era como si se desprendiera del aire, convirtiéndose en un eco distante que flotaba entre ellos.
—Es solamente que... te veo siempre tan atareada... con las cosas del reino... no sabía si querías perder tiempo en algo así—dijo Link, pero Zelda frunció el ceño. Algo estaba mal. Intentó interrumpirlo, pero no pudo. Sus palabras eran empujadas fuera de sus labios, palabras que no eran suyas.
—Oh, Link... —dijo, como una espectadora de su propia vida—. ¿De verdad piensas que no tengo tiempo para disfrutar de un desayuno tranquilo contigo?
El viento rozó su mejilla, pero ya no era fresco. Era pesado, extraño. Zelda miró alrededor, buscando respuestas, pero el mundo mismo parecía disolverse. Las flores eran ahora manchas de color indefinido, como pinceladas erráticas en un lienzo mal terminado. El cielo se tornó translúcido, frágil, como si pudiera romperse con el más mínimo suspiro.
—Bueno... señor héroe... —escuchó decir a su propia voz, pero las palabras sonaban apagadas, rotas, como si vinieran de otro lugar.
Cuando Zelda miró a Link por última vez, su figura estaba desapareciendo. Primero los bordes, luego sus rasgos, que se desintegraron en partículas de luz. Trató de llamarlo, de retenerlo, pero sus manos solo tocaron el vacío.
El campo se distorsionó, estirándose y retorciéndose, hasta que todo colapsó en una oscuridad total.
Un susurro cálido la despertó. Sentía una mano sobre su hombro, una presencia cercana la llamaba por su nombre. Al instante, todo desapareció: la posta, el desayuno, Link... todo se desvaneció en un parpadeo, dejando solo oscuridad ante sus ojos.
Zelda abrió los ojos, confusa. Por un momento, los detalles del sueño persistieron como un eco distante: el aroma de la hierba, la luz cálida del sol, incluso la risa apagada de Link. Pero la habitación donde se encontraba pronto la envolvió con su calma familiar, disipando las últimas huellas de ese recuerdo irreal.
—¡Link! ¡¿Qué ha pasado?! —preguntó, pero su voz sonó más débil de lo que esperaba, como si también perteneciera a aquel mundo lejano.
—¿Está bien, mi señora? —dijo una voz cercana, cálida, pero ajena al nombre que acababa de pronunciar—. Sus Majestades, Rauru y Sonia la esperan para desayunar en el jardín, frente al lago. Por cierto, ¿quién es ese tal Link? No conozco a nadie con ese nombre.
Zelda parpadeó, procesando las palabras. La familiaridad de la habitación del palacio de los primeros monarcas de Hyrule finalmente reemplazó la extraña nebulosa que había sentido al despertar. A su lado, su fiel dama de compañía, una mujer de la raza Sheikah, la observaba con atención. La dama sonrió mientras se inclinaba hacia ella, apartándose la trenza que le cubría el rostro, revelando un tatuaje en forma de triángulo rojo en su ojo izquierdo.
Un gólem mayordomo se acercó con delicadeza, ofreciéndole una jofaina acompañada de un aguamanil rebosante de agua clara y una toalla limpia, todo perfectamente dispuesto. El suave resplandor de la mañana se filtraba por la ventana, bañando la estancia en una luz cálida y suave. Frente al tocador, sobre una silla, descansaba su vestido, recién lavado y planchado el día anterior, esperando ser usado con la misma elegancia con que había sido cuidado.
—Diles que enseguida estaré con ellos. Muchas gracias, puedes retirarte —respondió Zelda, con una leve sonrisa.
Finalmente, Zelda se incorporó, dejando escapar un suspiro que se fundió con la serenidad de la mañana. Con un movimiento delicado, tomó la jofaina y el aguamanil, depositándolos con cuidado en su soporte junto al tocador. La toalla, doblada con esmero, descansó a su lado. Se aseó en silencio, con lentitud, permitiendo que el agua fresca acariciara su rostro y despejara el último vestigio de somnolencia. Sin embargo, por más que la frescura del agua ofreciera un breve alivio, la sensación de pérdida seguía pesando sobre su pecho, una carga invisible que no lograba desvanecer.
Tras terminar, se puso su vestido con elegancia y se sentó frente al tocador para cepillarse y trenzarse el cabello. El tocado que Sonia le había regalado descansaba cerca, un delicado recordatorio de otra época, otro tiempo.
Mientras cepillaba su cabello, dejó que la nostalgia la invadiera, como un susurro suave que se deslizaba por su mente. Durante su viaje en el tiempo, había perdido uno de sus adornos favoritos, un clip que Riju le había regalado con tanto cariño. Afortunadamente, aún conservaba el otro, guardado con mimo, como un pequeño testigo de los días que ahora parecían más un anhelo que una realidad.
Lo cogió entre sus manos, acariciando la delicada filigrana que representaba a la princesa de la calma, con sus tonos azul y blanco destellando bajo la tenue luz. Era un diseño tan sencillo y, sin embargo, tan especial. Recordó lo mucho que le habían gustado a Link, cómo lo había mirado con esa mezcla de curiosidad y ternura que siempre la desconcertaba.
Un leve rubor le subió al rostro al evocar aquel momento en que, tras un día especialmente duro, Link se colocó los clips en el cabello, completando el conjunto con su velo Gerudo. "¿Qué te parece? ¿Realmente crees que no puedo ser elegante?", había dicho, con ese tono serio y teatral que usaba para ocultar la intención detrás de sus bromas.
Zelda no pudo contenerse; su risa estalló como un río que se desbordaba tras demasiado tiempo contenido. Fue un instante fugaz, pero tan brillante en su memoria, que aún podía escuchar el eco de sus risas mezcladas, llenando los espacios vacíos de aquellos días difíciles.
Por un momento, aquella imagen reemplazó a la realidad. Vio a Link haciendo una torpe reverencia, los clips y el velo ondeando al ritmo de sus movimientos exagerados, mientras ella aplaudía entre carcajadas. Era uno de esos momentos que habían iluminado los tiempos oscuros, recordándole que, incluso en medio de la tragedia, podían encontrar algo de humanidad y alegría.
Suspiró suavemente, apretando el clip en su mano como si quisiera atrapar ese recuerdo para siempre. "Gracias, Link," pensó, permitiéndose un pequeño consuelo en la calidez de aquella memoria.
Apretó el clip en su mano, un suspiro escapando de sus labios. No era solo un objeto; era un fragmento de todo lo que había dejado atrás. Un recuerdo que prometía aferrarse, incluso cuando el mundo a su alrededor seguía cambiando.
Zelda se miró al espejo con una expresión sombría, la mirada perdida en el reflejo que le devolvía una imagen a la vez familiar y extraña. Hacía pocos días que había aterrizado en este Hyrule antiguo, el Hyrule de hacía diez mil años, en la Era de las Leyendas. Todo a su alrededor era tan diferente, pero lo que más la desconcertaba era el cambio interno que sentía. Era como si, al atravesar el tiempo, también hubiera dejado atrás algo más.
Una vez cepillado, empezó a trenzarse el cabello. Mientras, su mente viajó al recuerdo de su último día con Link en Hatelia. Recordó cómo, después de hacer una breve parada en la posta para descansar y reponer fuerzas, retomaron su viaje hacia Fuerte Vigía para cumplir con el encargo de Prunia.
A medida que avanzaban, Zelda pensaba en todo lo que no había podido prever en ese momento. Sin embargo, las imágenes de ese día se grabaron en su memoria como fragmentos de un sueño lejano. Al llegar a Fuerte Vigía, Prunia los recibió con una expresión visiblemente molesta por la tardanza.
—¡Siempre tarde! —exclamó con una mueca, cruzada de brazos—. Seguro que Linky se quedó jugando con los perritos de la posta, como de costumbre.
Zelda no pudo evitar sonreír al recordar las bromas constantes de Prunia. Esa mujer siempre había tenido una forma tan peculiar de burlarse de Link, algo que a Zelda le parecía más un juego que una crítica. Link, como siempre, se sonrojó y comenzó a rascarse la nuca con timidez. Sus ojos azules buscaron en las esmeraldas de Zelda algo de comprensión, una mirada que lo respaldara. Zelda sintió una ternura profunda e inexplicable. ¿Cómo era posible que alguien pudiera ser tan distante y estoico en algunos momentos, y tan lleno de dulzura en otros? Tal vez... fuera posible que él... también tuviera una vulnerabilidad oculta tras esa fachada tan firme.
El recuerdo de aquel instante le provocó un estremecimiento. Mientras sus manos terminaban de trenzar su cabello, un hilo de melancolía invadió su pecho. Los recuerdos de Link, su risa, la forma en que se apoyaban el uno en el otro, parecían tan distantes ahora, como si pertenecieran a otro tiempo. La memoria de sus momentos juntos se sentía como un eco lejano, pero ella no podía permitirse ser consumida por la nostalgia.
Su recuerdo continuó, su mente la condujo en ese momento al pie del castillo de Hyrule, donde, con un viejo mapa en las manos, ella y Link habían encontrado la entrada a los sótanos del castillo. A medida que descendían, la oscuridad crecía y con ella, las emanaciones de malicia que habían sentido durante su viaje. Fue entonces cuando algo comenzó a cambiar. El aire se volvió denso, pesado, y sus corazones latían al unísono en anticipación y temor. La pesadilla, que apenas comenzaba a vislumbrarse, no era algo que pudiera detenerse con una espada.
El subsuelo del Castillo de Hyrule se extendía ante ellos como un abismo de oscuridad y misterio. El aire era denso, impregnado de una humedad helada que parecía envolver cada paso. Ambos caminaban en silencio, alerta, mientras unas voces apenas audibles susurraban en los rincones más oscuros. Eran voces etéreas, como lamentos que pedían ayuda, pero se desvanecían en cuanto intentaba identificar su origen, dejándoles con un extraño escalofrío.
Avanzaron hasta una vasta sala, donde las paredes estaban cubiertas de paneles de piedra tallada con antiguas inscripciones. Zelda se detuvo al instante, sus ojos iluminados por la emoción del descubrimiento.
—Increíble... estas inscripciones deben tener miles de años —murmuró, sacando la Tableta de Prunia y capturando fotografías con entusiasmo. Sus dedos trazaban las líneas grabadas con delicadeza, como si intentara desentrañar los secretos ocultos en cada trazo.
Su mente regresó a las enseñanzas de su tutor Sheikah, y señaló uno de los grabados que mostraba a una pareja unida en lo que parecía ser un acto ceremonial, quizás un casamiento. Las figuras eran claramente de razas diferentes.
—En los registros del castillo se habla de una leyenda sobre los orígenes de la familia real de Hyrule. Según esos relatos, mis antepasados descienden de una unión entre la raza hyliana y unos dioses que descendieron de los cielos. Si esto es cierto... ¡Debieron de ser los Zonnan! —exclamó con creciente emoción.
Sin esperar respuesta, Zelda se dirigió al siguiente mural, donde una figura femenina yacía en posición horizontal, mientras una monstruosa presencia se erguía sobre ella, sosteniendo una joya.
—Sin embargo... —continuó—, la leyenda también cuenta que un ser maligno surgió, procedente de uno de los pueblos de Hyrule. Este ser, dotado de un poder inmenso y apoyado por dos hechiceras, traicionó al reino y robó algo de incalculable valor.
Avanzó al siguiente panel, donde una horda de monstruos formaba un ejército devastador. A un lado del mural, una figura colosal parecía comandar las fuerzas del caos. Zelda apenas podía contenerse; las leyendas que había escuchado durante toda su vida cobraban forma tangible ante sus ojos.
—Entonces nació el Rey Demonio. Lideró un ataque brutal contra Hyrule, y se desató una guerra despiadada para detener su avance... la llamada Guerra del Destierro.
Mientras Zelda hablaba con fervor, Link permanecía en silencio. Sus sentidos estaban en alerta máxima, escudriñando cada sombra en busca de peligros. La tensión en el ambiente le erizaba la piel, y su instinto le advertía que no estaban solos.
Zelda se detuvo en una esquina, donde una pila de escombros bloqueaba parte de los murales.
—Qué pena... —dijo, su voz bajando de tono, casi melancólica—. Parece que estos grabados están inaccesibles. Me pregunto... ¿Qué secretos esconderán? ¿Habrá sido este lugar alguna vez crucial para el reino?
Se quedó un momento en silencio, el aire cargado de misterio y la sensación de que algo acechaba en las sombras. Su mente se debatía entre la fascinación y la inquietud. Finalmente, se giró hacia Link, su rostro marcado por una sensación inexplicable de temor.
—Sigamos... —dijo, intentando sonar confiada, pero su voz traicionó un ligero temblor—. Seguramente más adelante encontraremos las respuestas que buscamos.
Link asintió, pero un escalofrío recorrió su espalda. Un estremecimiento visceral que parecía emanar desde lo más profundo del pasillo oscuro cuando vio como la Espada Maestra comenzó a brillar, primero con una tenue luz, luego con un resplandor que se intensificaba a medida que avanzaban.
—Zelda —le dijo Link con un susurro grave, la tensión de su voz vibrando en el aire—. Hay algo ahí... algo en ese pasillo.
Zelda alzó la vista, sus ojos, buscando ansiosamente las sombras que Link señalaba, pero lo único que encontró fue la oscuridad, profunda y asfixiante. Su corazón comenzó a latir con fuerza, el temor subiendo por su garganta. Guardó la Tableta, y sus pasos, antes seguros, ahora eran vacilantes.
Con cada paso hacia las escaleras, el aire parecía volverse más denso, casi palpable, como si la oscuridad misma estuviera apretando sobre ellos. Un sudor frío le recorrió la nuca.
—Link... —murmuró, su voz llena de angustia—. No... no siento que estemos solos.
Pero ya era demasiado tarde. La oscuridad los envolvía, y en lo más profundo del pasillo, algo los estaba observando.
Fue en las profundidades del castillo donde hicieron un descubrimiento aún más desconcertante. Allí, en el centro de la sala, yacía una momia reseca, sus rasgos borrados por el tiempo, pero aún atrapada por un brazo rodeado por una prótesis metálica que la mantenía fija en su lugar. Examinándola detenidamente le llamó la atención una gema en forma de lágrima que colgaba del brazo a modo de pulsera. La gema, incrustada en el artefacto, brillaba débilmente, y de la parte superior emanaba una espiral de luz azul y verde, un aura misteriosa que parecía envolver la figura de la momia. A medida que se acercaron, el brazo metálico se desplomó al suelo, y la gema se desprendió con un sonido sordo.
Zelda la tomó con cautela, sintiendo una extraña fascinación por la reliquia. La observó detenidamente, estudiando la runa grabada en su superficie. Inmediatamente, la reconoció: era una runa Zonnan, un símbolo antiguo y cargado de poder. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al darse cuenta de la magnitud de lo que acababan de descubrir.
El brazo metálico, ahora inerte en el suelo, también captó su atención. La prótesis que rodeaba la extremidad estaba claramente impregnada con la avanzada tecnología de los Zonnan. Su diseño era complejo y elegante. La parte que rodeaba la mano poseía cinco anillos, cada uno con un hueco vacío en sus dedos. En el dorso de la mano había un sexto hueco, igualmente vacío, como si estuviera esperando algo. Zelda recordó los estudios que había realizado sobre estos artefactos antiguos y la función que cumplían. Cada hueco estaba destinado a albergar una runa específica, capaz de invocar diferentes poderes a través de la prótesis.
—Ultra Mano... —murmuró Zelda para sí, recordando las notas que había leído—. Capaz de mover y ensamblar piezas...
Se detuvo un momento, reflexionando sobre las otras funciones de la prótesis.
—Generador de Esquemas... Retroceso, una runa capaz de devolver un objeto a su posición original... y Combinación, que permite vincular objetos, como un escudo con... una bomba, por ejemplo.
El solo hecho de pensar en esas habilidades despertaba su curiosidad y una sensación creciente de inquietud. Lo que tenían ante ellos no solo era un vestigio de los Zonnan, sino también una poderosa herramienta que podría tener implicaciones mucho más grandes de lo que jamás podrían haber imaginado.
De repente, un sonido rompió el silencio, como un eco que resonaba desde lo más profundo de las catacumbas. Zelda sintió un escalofrío recorrer su espalda, paralizándola por un instante. Instintivamente, retrocedió mientras sus ojos se fijaban en la momia, que había estado dormida durante milenios. Pero ahora, esa criatura comenzaba a moverse.
La piel reseca de la momia crujió al estirarse, y un aura oscura de malicia empezó a emanar de su cuerpo, llenando el aire con un hedor sofocante. Antes de que Zelda pudiera reaccionar, Link, siempre rápido y alerta, la apartó de un empujón. Se colocó frente a ella, desenfundando la Espada Maestra en un solo movimiento.
—Quédate atrás —ordenó, su voz firme pero cargada de tensión.
Sin embargo, lo que enfrentaron superó cualquier cosa que hubieran imaginado. La momia, con un movimiento grotesco, extendió un brazo envuelto en vendas impregnadas de malicia hacia Link. Cuando lo alcanzó, una descarga de energía oscura lo atravesó, arrancándole un grito desgarrador que resonó por las catacumbas.
—¡Link! —gritó Zelda, el terror desbordándose en su voz mientras lo veía caer de rodillas.
La malicia envolvía su brazo con una crueldad palpable, corrompiéndolo con cada segundo que pasaba. Zelda, desesperada, rebuscó frenéticamente en su mochila, buscando algo, cualquier cosa que pudiera servir. Sus estudios Zonnan le vinieron a la mente: sabía que había una planta, una medicina especial que podía contrarrestar los efectos de la malicia. "¿Cómo se llamaba? Sol... algo... ¡Solirio!", exclamó.
Pero entonces, la realidad la golpeó. No había tiempo, ni la planta, ni nada que pudiera salvarlos ahora.
Mientras Zelda luchaba contra su impotencia, Link se incorporó tambaleándose, su rostro endurecido por el dolor. Levantó la Espada Maestra, que todavía brillaba con un resplandor tenue, y se lanzó contra la momia en un intento desesperado por protegerla.
El impacto fue devastador. La hoja de la Espada Maestra chocó contra la malicia y, para horror de ambos, se hizo añicos con un sonido que desgarró el aire. Los fragmentos cayeron al suelo, como estrellas rotas en la penumbra.
—¡Vámonos, Link! —Zelda gritó, intentando alcanzarlo—. ¡No podemos hacer nada!
Pero entonces, el suelo bajo ellos comenzó a temblar violentamente. Las paredes se agrietaron, y antes de que pudieran reaccionar, el suelo cedió por completo.
—¡No! —Zelda gritó al sentir el vacío abrirse bajo sus pies. Su mano se estiró en busca de algo a lo que aferrarse, pero no había nada, solo el abismo que la reclamaba.
El grito desesperado de Link llenó el aire mientras intentaba alcanzarla, su brazo lesionado extendido hacia ella. "¡Zelda!"
En ese preciso momento, la gema que Zelda sostenía comenzó a brillar. Un resplandor dorado cegador la envolvió, deteniendo el tiempo. Todo a su alrededor se tiñó de dorado, como si el mundo entero hubiera quedado suspendido en un instante eterno.
Lo último que vio fue el rostro de Link, desencajado por el terror, sus ojos fijos en ella mientras la distancia entre ambos se hacía insalvable.
Luego, todo se desvaneció.
Cuando sus ojos se abrieron de nuevo, la caída ya había cesado. En su lugar, la rodeaba un paisaje que no reconocía. Exhausta y aterrada, con el corazón latiendo aceleradamente, perdió el conocimiento.
Al despertar, dos figuras la recibieron. Una mujer hyliana, de porte majestuoso, y un hombre de rasgos desconocidos, cuya presencia irradiaba una fuerza tan abrumadora que Zelda sintió, por un instante, que la gravedad misma de ese lugar había cambiado. Ambos la miraban con una mezcla de asombro y cautela, como si su aparición fuera algo que no esperaban, pero que sabían inevitable. La sensación de estar ante algo más grande que ella misma la invadió de inmediato, y no pudo evitar preguntarse qué le deparaba ese nuevo mundo al que había llegado.
—Vaya, por fin despiertas, estábamos muy preocupados. ¿Quién eres? —preguntó la mujer, con una voz firme pero curiosamente cálida—. Tus rasgos... me resultan familiares.
Zelda tragó saliva, todavía aturdida por la situación.
—Me llamo Zelda. Zelda Hyrule, hija del monarca Roham Bosphoramus, rey de Hyrule.
Un silencio pesado cayó entre ellos. El hombre fue el primero en romperlo, con una mirada que mezclaba incredulidad y algo que parecía... respeto.
—¿Cómo dices? —replicó el hombre, cruzando los brazos mientras su mirada escrutaba cada detalle de su rostro—. Eso no puede ser... Nosotros somos los actuales monarcas de Hyrule. Mi nombre es Rauru, y ella... —hizo un gesto hacia la mujer— es Sonia, mi esposa y reina de Hyrule.
Los ojos de Sonia permanecían fijos en Zelda, como si buscaran respuestas más allá de sus palabras.
—Hay algo en ti —dijo finalmente Sonia, con una voz que parecía contener siglos de sabiduría—. Algo familiar, como si fueras mi propia hija. Además, noto la presencia de poderes que compartimos. En ti percibo el brillo de la luz, el poder de Rauru, pero también el mío, el del tiempo. Es extraño, pero estoy segura... eres descendiente nuestra.
—Además —preguntó Rauru, con una mezcla de curiosidad y cautela en su tono—, ¿cómo es posible que tengas en tu poder una de nuestras piedras secretas?
Zelda bajó la mirada hacia la joya que aún sostenía entre sus manos. Su superficie pulida reflejaba la luz con un brillo extraño, casi hipnótico.
—Esta piedra... cayó del brazo que sujetaba a la momia —explicó Zelda, extendiéndosela a Rauru. Le resumió brevemente el encuentro que habían tenido con ella Link y Zelda en el subsuelo de Hyrule.
Rauru tomó la joya con cuidado, examinándola con detenimiento. El resplandor de sus ojos parecía intensificarse mientras la giraba entre sus dedos, como si estuviera intentando desentrañar un secreto oculto en sus facetas.
—Sí... —dijo, finalmente, su voz cargada de asombro—. Definitivamente, es una de nuestras piedras secretas. Nosotros, los Zonnan, las creamos para amplificar nuestros poderes. Cada una de ellas está vinculada a un poder específico... pero no entiendo cómo pudo llegar una de ellas a tus manos.
La reina Sonia, que había permanecido en silencio hasta ese momento, frunció el ceño y añadió:
—Esa piedra no debería estar fuera de nuestro cuidado. Algo muy grave debió suceder para que terminara en otro lugar.
Las palabras de Sonia resonaron en la mente de Zelda. La gema parecía arder ligeramente en su palma, como si portara consigo un fragmento de los misterios y peligros de su viaje.
De repente, los recuerdos irrumpieron como una tormenta desatada: el abismo oscuro bajo el castillo, las inscripciones antiguas de los paneles Zonnan que narraban historias que desafiaban la lógica, la visión aterradora de la momia despertando cuando la joya y el brazo se desprendieron... Luego, el suelo, cediendo bajo sus pies, el vértigo, y, finalmente, un resplandor cegador que lo consumió todo.
Ahora estaba allí. Todo encajaba, como piezas de un rompecabezas que finalmente revelaban su imagen completa.
—Claro... —murmuró Zelda, su voz temblando con una mezcla de asombro y angustia—. Ahora lo entiendo.
Había viajado diez mil años al pasado.
De repente, su mente viajó al último momento antes del resplandor. Link, su compañero inseparable, con el brazo gravemente herido, envuelto en malicia mientras saltaba hacia ella, con una determinación feroz a pesar del dolor. Visualizó la Espada Maestra, hecha añicos en las manos de su Caballero.
"Por Hylia", pensó Zelda, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo. "¿Qué habrá sido de Link? ¿Estará bien?"
El pensamiento la llenó de un terror profundo, casi paralizante. El peso de su ausencia se abatió sobre ella como una losa inquebrantable. Por un instante, todo lo demás se desvaneció: la magnificencia de la sala, la identidad de Rauru y Sonia, incluso la revelación impactante de haber viajado diez mil años al pasado. Nada tenía sentido si él no estaba bien, si no estaba... allí.
Unos golpes suaves, pero insistentes en la puerta, la sacaron bruscamente de su ensoñación. Volvió en sí, encontrándose frente a su tocador, el espejo, reflejando su expresión tensa mientras sus dedos intentaban ajustar su trenzado. Con un movimiento casi mecánico, cogió su tocado ceremonial, decorado con un ojo en el centro, y se lo colocó con cuidado, asegurándose de que quedara perfectamente en su lugar.
—¿Estáis bien, Alteza? ¿Necesitáis ayuda con vuestro peinado? —La voz de Impa, siempre cálida, pero con una pizca de preocupación, se escuchó al otro lado de la puerta.
Zelda tragó saliva, dándose cuenta de que llevaba varios minutos inmóvil, perdida en sus pensamientos.
—S-sí... gracias, Impa. —Su voz tembló al principio, pero logró enderezarla. —Enseguida salgo.
Se levantó con una mezcla de urgencia y autocontrol, tratando de disipar las emociones que seguían pesando sobre su pecho. Aún así, mientras caminaba hacia la puerta, el eco de su inquietud persistía. La incertidumbre sobre su destino y el suyo propio latía como un tambor sordo en su interior.
Pero ahora tenía una misión, un propósito que debía cumplir en este tiempo distante. Aunque todo a su alrededor era incierto, su deber seguía siendo el mismo. Tenía que averiguar cómo regresar a su tiempo, pero no sentía que fuera el momento adecuado para eso. Algo dentro de ella le decía que antes de hacer cualquier intento por regresar, debía comprender mejor la era en la que había aterrizado. Este Hyrule, tan diferente y lejano, tenía secretos que necesitaba descubrir si quería encontrar el camino de vuelta.
Con una última mirada al espejo, se giró hacia la puerta, dejando la tableta de Prunia sobre el tocador, como un recordatorio del viaje que la había traído hasta aquí. "Tengo que pensar cómo devolvérsela a Link", pensó, una punzada de preocupación atravesando su pecho. Sabía que la necesitaría en su aventura. Una idea cruzó su mente. La raza Zonnan, conocida por su avanzada tecnología, podría ofrecer una solución. Tal vez podría grabar mensajes, pistas sobre su paradero, algo que ayudara a Link a encontrarla en este mundo extraño. De repente le vino a la cabeza su dama de compañía, la cual poseía un talento innato para el grabado en piedra. Se apuntó este dato en la cabeza para analizarlo más tarde. Pero por ahora, eso tenía que esperar. Tenía más urgencias que atender. Sonia y Rauru la estaban esperando fuera desde hacía un buen rato.
Al abrir la puerta, se encontró con su dama de compañía y el gólem mayordomo que le había traído los utensilios de higiene. La dama de compañía hizo una reverencia con respeto.
—Acompáñenos, por favor, Señora —dijo, con una cortesía que solo los sirvientes del reino podían tener. —Sus Majestades la esperan.
Zelda asintió con una leve sonrisa, aunque su mente aún estaba ocupada en todo lo que debía hacer. Sin perder tiempo, se adentró en el pasillo, cerrando la puerta con un suave chasquido detrás de sí. Su destino, por el momento, estaba en manos de los que la aguardaban.
El sueño se desvaneció nuevamente en un resplandor dorado, cediendo el paso al siguiente.
El dragón sentía la tensión del momento, como si cada palabra que seguía fuera un hilo de un destino más grande que él mismo. Pero las imágenes se desvanecieron, y el sueño lo arrastró de nuevo al vacío inquietante, dejándolo atrapado entre recuerdos y enigmas. La voz seguía allí, susurrándole con la misma ternura y urgencia de siempre, guiándolo incluso en las profundidades de su descanso.
Siguió durmiendo, y de repente otra imagen se impuso en su visión. Veía la biblioteca del palacio de los primeros monarcas de Hyrule. La inmensa colección de conocimiento de los monarcas de este tiempo llenaba la estancia con majestuosidad. Vio que Zelda estaba inmersa en un tomo gigantesco, mientras a su lado, otra pila de volúmenes llenaba la mesa. Una figura entró, la reina Sonia. Mientras tanto, en un rincón la dama de compañía de Zelda esperaba pacientemente cualquier orden de la princesa.
La biblioteca del Palacio se alzaba como un santuario de secretos, donde las sombras se entremezclaban con la luz de las velas, proyectando figuras danzantes sobre los muros de piedra. Zelda, inclinada sobre un manuscrito antiguo, dejaba que su mirada se perdiera en las letras, como si estas pudieran descifrar los enigmas de su corazón y su destino.
—Zelda... —la voz de Sonia surgió desde la penumbra, suave pero firme. Su presencia irradiaba serenidad, pero sus pasos, aunque ligeros, rompieron el frágil equilibrio del silencio.
Zelda levantó la mirada con un destello de sorpresa, cerrando el manuscrito con una delicadeza que revelaba el peso de sus pensamientos.
—Sonia, no me di cuenta de que habías llegado —dijo con un suspiro contenido.
Sonia sonrió levemente mientras tomaba asiento frente a ella. Su porte majestuoso no restaba calidez a sus gestos.
—¿Qué buscas con tanto ahínco? Parece que llevas el mundo sobre tus hombros.
Zelda bajó la mirada hacia el manuscrito cerrado, sus dedos tamborileando suavemente sobre la cubierta.
—Estoy intentando encontrar una forma de regresar a mi época. Con mi gente, con... Link. Les echo de menos, Sonia. Él... él siempre ha estado a mi lado, pero desde el ataque de aquella criatura, no puedo dejar de preguntarme: ¿estará bien? ¿Seguirá siendo el mismo?
La expresión de Sonia se suavizó, pero un destello de preocupación cruzó sus ojos cuando vio qué era lo que leía Zelda.
—Entiendo tus dudas, Zelda. Pero ¿has hablado con Impa? Ella mencionó una vez la "pila de resurrección", una antigua tecnología Sheikah que puede preservar a alguien durante siglos. Tal vez...
—Ya... lo sé.—Zelda respiró hondo para disipar su frustración creciente— La usamos para sanar el cuerpo de Link durante cien años... pero el resultado fue que perdió parte de su memoria y su identidad. Diez mil años podría ser demasiado. De hecho, estaba pensando en... bueno, ya sabes la habilidad de Mineru. Quizá podría pensar en algo similar, pero con magia.
Sonia frunció el ceño, inclinándose hacia ella con evidente preocupación.
—No lo sé... Si es cierto que existe un ritual así, necesitarías algún tipo de receptáculo vivo para... ya sabes, preservar tu identidad. Pero... es muy peligroso. Además, quien lo realice debe tener una gran voluntad. Si no, al poco tiempo, el instinto dominante devorará al del durmiente.
Zelda asintió lentamente y luego señaló un párrafo en el manuscrito que estaba estudiando.
—He encontrado esto, pero no estoy segura de lo que significa... "Para volver a la normalidad, se requiere la unión de los elementos primordiales y... la figura de un guardián o un conductor con la capacidad temporal que reclame la esencia del durmiente... el cual no solo no debe dudar sino recordarle quién es."
Sonia leyó las palabras en silencio, su expresión tornándose más seria con cada línea. Finalmente, volvió a mirar a Zelda, su voz cargada de cautela.
—Esto... suena como algo que no debe tomarse a la ligera. Unión de elementos, un conductor temporal... Parece que necesitarás más que magia. Necesitarás personas en quienes confíes plenamente.
Zelda suspiró profundamente, sintiendo el peso de las palabras de Sonia.
La dama de compañía intervino, con un tono de voz más bajo, casi reverente.
—Mi señora, ¿creéis tener a alguien así? No solo un protector, sino un igual, alguien que comparta esa carga y ese destino.
Zelda cerró los ojos un momento, un suspiro pesado escapó de sus labios.
—Link siempre ha sido ese alguien. Pero... él siempre está ahí, callado, distante. Me protege, pero nunca he sabido si lo hace porque lo desea o porque siente que es su deber. ¿Y si en realidad no es suficiente?
Sonia apretó suavemente las manos de Zelda, su mirada cargada de una serenidad inquebrantable.
—La pregunta no es si él es suficiente, Zelda. Es si tú estás dispuesta a confiar plenamente en él. Y también en ti misma.
—Tal vez... —susurró—. Pero no puedo dejar de pensar que, aunque siempre ha estado a mi lado, nunca he sabido si realmente lo hace porque quiere o porque siente que debe hacerlo. No sé si estaría dispuesto a compartir esta vida, esta carga, o si simplemente lo estoy condenando a algo que no es para él.Se hizo el silencio. La dama de compañía observó a Zelda con una expresión pensativa, como si estuviera sopesando sus próximas palabras con cuidado.
—De todas formas, Zelda, yo creo que no deberíais tomar decisiones tan a la ligera —dijo finalmente, con tono suave pero firme—. Es algo muy trascendental.
—Y muy peligroso —continuó la dama, desviando la mirada momentáneamente—. ¿Por qué no pensáis, por ejemplo, que este también puede ser vuestro futuro? Quizá fuisteis enviada aquí por esa razón.
—No lo sé, no creo. Además, no recuerdo haber deseado venir aquí. Lo que sea que me ha traído ha sido para que aprenda algo. Lo que no se es el qué, quién quería que viera qué.
—Entonces... ¿por qué no te lo piensas? —la dama sonrió con calidez—. Es posible que más adelante encuentres una mejor respuesta, que no entrañe tantos riesgos, ni para ti ni para Link
—Supongo que tienes razón —Zelda miró a su alrededor, con una leve sonrisa melancólica. Desde que llegó, su felicidad había aumentado. Había encontrado unos padres que la apoyaban, algo que nunca tuvo, y además era una época tranquila, sin guerras. De repente, volver se le hizo algo cuesta arriba.
—Bueno —dijo la dama—, las respuestas llegarán, os lo aseguro. Pero ahora debéis ir a dormir. Mañana es un gran día.
—Cierto, Zelda. Mañana partiremos hacia la región de Gerudo. Debemos asistir a la coronación del nuevo rey, Ganondorf —dijo Sonia, con tono entusiasta.
—Ganondorf... ¿de qué me suena a mí ese nombre? —dijo Zelda, frunciendo el ceño.
—Jajajaja, es imposible que os suene —dijo la dama, riendo—. Ese nombre no lo he oído en mi vida. Lo habréis soñado. Además, es muy tarde.
—Sí, tienes razón —rió Zelda—. En fin, pues hasta mañana, mi querida Impa. No, no —dijo cuando la dama hizo ademán de acompañarla—. Esta noche ya no requiero de tus servicios, muchas gracias.La dama de compañía se inclinó con respeto.
—Lo que usted disponga...Un silencio pesado se apoderó de la habitación, solo roto por el parpadeo de las llamas. Finalmente, la dama de compañía alzó la mirada.
—Tal vez este presente tenga algo más que enseñaros antes de tomar decisiones tan definitivas. Quizá debéis esperar, mi señora. Ver qué puede revelaros el tiempo aquí.
Zelda asintió lentamente, sus ojos llenos de una melancólica resolución.
—Quizá tengas razón. Tal vez haya cosas que debo entender antes de regresar.
Cuando los pasos de Sonia y Zelda se desvanecieron en la distancia, una figura oscura se materializó junto a Impa, que aguardaba en la penumbra, su expresión grave pero tranquila.
—Sabia de las Sombras —susurró la figura, su voz resonando con un eco inquietante—. ¿Hemos hecho lo suficiente para que no desee volver por ahora?
Impa no apartó la vista del pasillo por donde habían desaparecido las dos mujeres.
—No se trata de evitar su deseo de regresar, sino de asegurarnos de que, cuando llegue el momento, su voluntad sea firme. Cada día que pasa aquí, su conexión con este lugar crece, y eso la hará más fuerte.
La figura asintió lentamente, sus ojos brillando con un destello misterioso.
—Lo que decidáis, mi querida Sabia de las Sombras. Pero recordad que cuando llegue el momento, su voluntad para volver a su época deberá ser inquebrantable. No podemos permitir que fracase. ¿Estáis preparada para lo que pueda requerir?
Impa permaneció en silencio por un momento, mirando fijamente hacia el pasillo donde Zelda y Sonia habían desaparecido. Finalmente, inclinó la cabeza con solemnidad.
—Estoy preparada. Aunque debo confesar que cada día que pasa aquí, veo en ella una luz que no había percibido antes. No solo encuentra conexiones con este lugar, sino con su propia esencia. Hyrule necesita a su princesa, eso lo sé... pero, ¿y si este lugar también la necesita? ¿Y si ella misma lo necesita?
La figura misteriosa no respondió de inmediato, pero su tono al hablar fue más grave.
—Esas preguntas son peligrosas, Impa. Nuestra prioridad debe ser su misión, no sus apegos. Cuando llegue el momento, no puede haber dudas en su corazón, ni en el nuestro.
Impa inclinó ligeramente la cabeza, con una expresión resuelta.
—Estoy lista. Por Hyrule, haré lo que sea necesario.
La figura misteriosa entrecerró los ojos, como si evaluara la resolución de Impa. Finalmente, asintió con gravedad.
—Yo, por mi parte, me encargaré del héroe, el cual también debe encontrar su propósito. Su lealtad hacia ella debe trascender el deber; debe nacer de una conexión auténtica. Solo entonces podrán unirse plenamente y enfrentar lo que está por venir. Su destino... es estar juntos.
Impa asintió lentamente, sus manos relajándose mientras evaluaba las palabras.
—Haré mi parte, asegurándome de que Zelda siga creciendo. Pero no debemos interferir más de lo necesario; ellos deben encontrar su propio camino y decidir si están preparados para enfrentarlo juntos.
—Por el bien de Hyrule, debemos asegurarnos de que no fallen. Su destino lo exige.
La figura dio un paso hacia la penumbra, su voz apagándose como un eco distante.
—Si lo conseguimos... —susurró para sí misma la figura sombría —unir definitivamente al héroe y la princesa... la sabiduría y el valor... el poder se hará presente, y la Trifuerza será una realidad. Habríamos encontrado un sello fuerte, capaz de vencer definitivamente la oscuridad que asola el reino de Hyrule.
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