.1.
En el reino de Kiev, Denki vivía una vida tranquila y sin muchas expectativas de cambio.
Mientras corría por los verdes pastizales, sintiendo la tierra húmeda bajo sus pies descalzos, el viento revolvía su cabello dorado como si intentara atraparla en un juego sin fin.
Las flores silvestres inclinaban sus delicados tallos al paso de su risa, esparciendo su dulce fragancia por el aire.
Sin pensarlo, se arrojó al río, dejando que el agua cristalina envolviera su cuerpo, empapando su vestido recién confeccionado.
Al salir, su risa resonó como campanas de plata, ligera y despreocupada. El sol acariciaba su piel, templándola con su cálido resplandor, y en sus mejillas se dibujaban destellos dorados como si la misma aurora la besara.
A su alrededor, la brisa jugueteaba con las flores, haciendo danzar los pétalos en un murmullo de colores.
"La vida es bella", pensó Denki, cerrando los ojos por un instante, sintiendo el latido sereno de la tierra.
Pero entonces, el tañido de las campanas del templo rompió la ilusión.
Toda su alegría se desvaneció como una burbuja al viento.
Salió del río con el vestido pesando sobre su cuerpo empapado, escurriendo gotas que desaparecían en la hierba. Exprimió la falda con manos ágiles y emprendió su camino a casa, dejando un rastro húmedo tras sus pasos.
A pesar de su espíritu libre, Denki había crecido bajo el peso de una profecía que la había condenado a una vida enclaustrada cuando llegara la hora de cumplir su destino. Su padre solía relatar la historia de su nacimiento como si de una antigua leyenda se tratara.
Todo ocurrió hace diecinueve años, en el equinoccio de primavera, cuando los primeros rayos del sol rompieron la oscuridad de la madrugada, bañando la tierra en un resplandor dorado. Los ruiseñores entonaban su primer canto, las flores abrían sus corolas al nuevo día y las campanas del templo repicaban con un eco solemne, anunciando su llegada.
Denki vino al mundo con el alba, con unos ojos tan grandes como el horizonte, y en sus pupilas danzaba el oro fundido del sol naciente. Su cabellera, fina y resplandeciente, caía en hilos dorados como si la misma diosa de la luz la hubiese tejido con un telar celestial. Pero lo más sorprendente fue que, a diferencia de otros recién nacidos, Denki no lloró. En su lugar, abrió sus ojos deslumbrantes y regaló al mundo su primera sonrisa, como si hubiera reconocido en él algo hermoso.
-¡Por fin llegaste! ¿Dónde demonios estabas?
La voz exasperada de su hermana Aiko la sacó de sus pensamientos. Denki apenas tuvo tiempo de alzar la vista antes de que su hermana corriera hacia ella con el ceño fruncido.
Entonces, su expresión cambió al horror.
-¡Tu vestido! ¡Maldición, otra vez te metiste en el río, ¿no es así?!
Denki esbozó una sonrisa inocente.
-Hola a ti también, hermana.
Aiko chasqueó la lengua, pero la impaciencia en su rostro solo creció.
-Hoy es el banquete de tu compromiso -gruñó, tomándola del brazo y arrastrándola con ella-. Debes dejar de actuar como una niña.
Los sirvientes la rodearon como una bandada de palomas, deslizándose en silencio por la estancia mientras le retiraban el vestido empapado. Sus manos eran ligeras como el viento, moviéndose con la gracia de un ritual aprendido generación tras generación.
-Mira lo que has hecho, Denki... -suspiró Aiko, frotándose la sien como si el simple acto pudiera disipar su frustración-. Hoy es un día importante. No puedes comportárte como una salvaje.
Denki no respondió. En su corazón, algo se agitaba como las hojas al final del verano. Sabía lo que representaba aquella noche, lo que su compromiso significaba para su linaje y su pueblo.
Sin embargo, en el fondo de su alma, la idea de pertenecer a otro, de encadenar su destino a un hombre que apenas conocía, le resultaba tan ajena como la luna lo es al mar.
Las puertas de la cámara contigua se abrieron, y un soplo de vapor perfumado escapó de la estancia. La fragancia de hierbas sagradas impregnó el aire, llenándolo de una calidez reconfortante. Las sirvientas la guiaron con delicadeza hasta el interior, donde un amplio baño de piedra relucía bajo la luz de los faroles dorados. El agua, teñida de esencias de flores y hojas curativas, oscilaba en ondas suaves, invitándola a sumergirse en su abrazo.
Denki dejó que su cuerpo se hundiera lentamente. El calor se enredó en su piel, disipando el frío de la tarde y las gotas que aún perlaban su cabello.
Cerró los ojos, permitiendo que el aroma a lavanda, jazmín y romero la envolviera por completo.
La voz de Aiko se escuchó tras ella, más suave esta vez, como si el vapor también hubiera aplacado su severidad.
-Esta unión es nuestro destino, Denki. No puedes huir de él.
Denki abrió los ojos y contempló la superficie del agua. Su reflejo temblaba, distorsionándose en las ondas, como si incluso él dudara de quién era en realidad.
-Lo sé -murmuró al fin, aunque su corazón dijera lo contrario.
A pesar de haber crecido rodeada de amor y más lujos de los que nadie podría tener Denki sentía que algo le faltaba, aunque nunca se atrevió a profundizar demasiado en sus propios sentimientos.
Las sirvientas comenzaron a verter sobre su cabeza agua perfumada, deslizándose por su piel como si la estuviera purificando para su nueva vida.
Afuera, el sol se desvanecía en el horizonte, tiñendo el cielo de un carmesí profundo, como un presagio.
Sus largos cabellos dorados flotaban como un halo sobre el agua cristalina, reflejando los últimos destellos del sol poniente.
Cuando el baño terminó, una de las doncellas extendió su mano para ayudarla a salir. La brisa nocturna acarició su piel desnuda, provocándole un leve escalofrío que contrastó con la calidez del agua. De inmediato, un manto de lino blanco fue colocado sobre sus hombros, y la suavidad del tejido contra su piel le recordó la delicadeza de los pétalos de una flor recién abierta.
Con movimientos ágiles y precisos, las sirvientas comenzaron a prepararla. Primero, perfumaron su piel con aceites dorados, dejando un rastro sutil de mirra y ámbar.
Luego, envolvieron su figura en capas de tela tan ligeras como la brisa misma. El vestido, de un tono marfil perlado, se ceñía a su cintura con una cinta dorada que resaltaba la elegancia de su silueta.
La falda fluía en cascadas de seda, deslizándose con cada mínimo movimiento como si la propia luz de la luna la tejiera.
Mientras la vestían, Denki cerró los ojos, permitiéndose sentir cada textura, cada roce. La seda le acariciaba la piel, el oro frío de las joyas contrastaba con el calor de su cuerpo, y el peso de los adornos en su cabello le recordaba la carga invisible que llevaba desde su nacimiento.
Las doncellas trenzaron su larga cabellera dorada con delicadeza, entrelazando finas cadenas de oro y pequeñas piedras preciosas que reflejaban la luz de las velas.
Algunos mechones sueltos enmarcaban su rostro, suavizando la intensidad de sus grandes ojos dorados, los cuales relucían como el sol sumergido en la claridad del amanecer.
Cuando abrieron las grandes puertas del tocador, frente a ella se alzaba un espejo de cuerpo entero, con un marco tallado en filigrana de oro. La imagen que le devolvía el reflejo era la de una criatura etérea, casi irreal.
Una princesa destinada a la adoración y al sacrificio.
La luna ya estaba en lo alto cuando Aiko entró en la estancia. Su hermana mayor irradiaba una presencia imponente. Vestida en tonos verdes y dorados, con un corsé bordado en hilos de oro que resaltaba la gracia de su porte.
Su cabello castaño estaba recogido en una trenza exquisita que se enroscaba alrededor de su cuello, cayendo hasta su cintura con la delicadeza de una enredadera florecida. El peinado enmarcaba su rostro de forma sublime, resaltando el brillo profundo de sus ojos castaños.
Denki sostuvo la mirada de Aiko a través del espejo. No necesitaban palabras; en el reflejo, ambas podían ver la verdad que no se atrevían a decir en voz alta.
-Te ves hermosa -dijo Aiko, pero en su voz había algo más que simple admiración.
Mientras avanzaban por los largos pasillos de mármol pulido, el eco de sus pasos se entremezclaba con la algarabía que provenía de los jardines. El canto y las risas flotaban en el aire, vibrando con la expectación de la noche.
Denki podía sentir la calidez de las antorchas titilando en las paredes, proyectando sombras danzantes que parecían susurrarle secretos. Su vestido se deslizaba con ella como si flotara sobre el suelo, y el velo de gasa que cubría su rostro añadía un matiz onírico a la escena.
Antes de cruzar el umbral que las separaba del banquete, Aiko la detuvo con suavidad, sujetándola por los hombros.
Sus ojos castaños brillaban con un sentimiento indescifrable, algo que Denki prefirió no analizar.
-Denki... -su hermana murmuró, con la voz más seria de lo habitual-. Esta noche es demasiado importante. No puedes arruinarlo.
Denki ladeó el rostro, su expresión juguetona apenas oculta tras el velo.
-Aiko, tranquilízate. A menos que un dragón decida caer del cielo en este preciso instante, nada podrá impedir esta boda.
Aiko le dio un pellizco rápido en el brazo, lo suficientemente fuerte como para hacerla encogerse.
-¡Deja de bromear! -le reprendió, su voz apenas un susurro para que nadie más la escuchara-. ¿Realmente no comprendes lo que está en juego? ¿No entiendes lo que esperan de ti?
Denki bajó la mirada, sujeta por el peso de aquellas palabras.
Lo sabía.
Estaba comprometida con Cassian, príncipe y descendiente del Gran Cazador, aquel que había sellado el destino de su linaje con la bendición de la diosa.
Durante toda su vida había sido instruida para este momento, para caminar con gracia hacia lo inevitable y abrazar el destino que le había sido impuesto.
El ritual de esa noche sería el sello final sobre lo irremediable.
Pero, aunque lo entendía, no podía sentir emoción alguna. No había lugar para ella en esta historia que se escribía sin su voluntad.
La repentina sensación de los brazos de Aiko envolviéndola la tomó por sorpresa. Su hermana la abrazó con delicadeza, cuidando de no arruinar su vestuario, pero en su gesto había una ternura contenida que Denki no pudo ignorar.
-Solo quiero que seas feliz -susurró Aiko, su voz apenas más fuerte que el murmullo del viento. -Y sé que debe ser muy difícil para ti.
-Hermana...
Denki quiso responder, pero Aiko ya se estaba alejando, ocultando cualquier atisbo de vulnerabilidad en su expresión serena.
-Es hora -dijo simplemente, antes de darle la espalda y perderse entre la multitud.
Denki la vio desaparecer en la distancia y luego tomó su propio camino, el que le correspondía.
Aiko se presentó en la enorme mesa dispuesta para el banquete, tomando asiento junto a su padre. El Rey, un hombre imponente de mirada astuta y porte regio, posó su mano en la cabeza de su hija y le besó la frente con afecto.
-¿Todo está bien?
-Sí, padre -respondió Aiko, obligándose a sonreír.
Antes de que la conversación pudiera continuar, un sonido imponente llenó el aire.
El retumbar de un tambor.
Un solo golpe, profundo como un trueno, seguido de una melodía que emergió con la delicadeza de un arroyo en la madrugada.
El murmullo en el banquete se disipó al instante. Todos giraron sus rostros hacia el centro del gran patio, donde una plataforma de piedra y madera había sido dispuesta bajo el manto de la noche estrellada.
Y allí, iluminada solo por la luz plateada de la luna, estaba Denki.
Su figura se recortada contra el cielo, envuelta en un halo de irrealidad. El velo blanco cubría su rostro, pero no podía ocultar el aire místico que la rodeaba.
Sus manos se cerraron en puños antes de abrirse con lentitud, entregándose al ritmo que comenzaba a envolverla.
La música la reclamó.
Denki bailó con ella.
Su cuerpo se movía con la ligereza de una pluma atrapada en la brisa, cada giro y extensión de sus brazos evocando la armonía de algo divino.
No había titubeo en sus movimientos, solo una precisión perfecta, como si su existencia misma estuviera tejida en el compás de la danza.
Los listones dorados surgieron de sus manos, materializados como destellos de la propia esencia de la diosa. Se extendieron en el aire como cintas de luz líquida, envolviéndola en un juego de formas imposibles.
Los hizo girar y serpentear a su alrededor, trazando patrones que parecían hechizar a los espectadores.
Cada uno de sus movimientos era un susurro de divinidad.
Las pulseras en sus tobillos tintineaban con cada paso, su ritmo marcando el pulso de la ceremonia. Las sombras danzaban a su alrededor, doblándose y estirándose como si fueran parte de su propia alma.
Pero no era solo la danza lo que mantenía embelesados a los presentes.
Era ella.
La viva imagen de una diosa, una criatura de luz atrapada en un cuerpo humano.
La melodía alcanzó su punto culminante, y con un último giro, Denki envolvió su cuerpo con los listones dorados, los cuales resplandecieron como llamas bajo la luna.
El silencio que siguió fue absoluto.
Y entonces, una explosión de vítores rompió la quietud de la noche.
El Rey se puso de pie, con una sonrisa tan amplia como su orgullo. Elevó su copa rebosante de vino, su voz potente resonando por todo el patio.
-¡Brindo por esta unión! -declaró, con su tono firme y colmado de júbilo-. Por mi futuro yerno, el descendiente del Salvador de este reino.
Luego, sus ojos se posaron en Denki.
-Y por ti, mi amada hija, elegida por la diosa para perpetuar, una vez más, esta sagrada tradición.
Denki inclinó la cabeza en señal de respeto, ocultando tras su velo la encrucijada de pensamientos que se agitaban en su interior.
A su alrededor, el júbilo era absoluto.
Porque todos celebraban la unión que estaba a punto de sellarse.
Excepto ella.
****
A la tarde siguiente, Denki estaba sentada con la espalda recta mientras la anciana del templo trenzaba su largo cabello con una precisión ritual. Cada trenza era adornada con anillos sagrados de oro, forjados con oraciones a la diosa.
Pulseras y brazaletes cubrían sus manos y pies, resplandeciendo con la luz del sol como si la envolvieron en un aura de fuego sagrado.
Sin embargo, la mente de Denki estaba en otro lugar. Entre sus manos, jugueteaba con dos pequeñas figurillas de dragón hechas de paja. Las había conservado desde su infancia, cuando las leyendas hablaban de dragones como criaturas terribles, y en lugar de temerles, su curiosidad solo había crecido.
Aiko, su hermana, que supervisaba los preparativos, la miró con desaprobación.
-No deberías estar jugando con eso el día de tu boda.
Denki giró las figurillas entre sus dedos y respondió con naturalidad:
-No le estoy haciendo daño a nadie.
La anciana del templo, que terminaba de trenzar su cabello, gruñó con voz rasposa:
-Los dragones eran bestias sanguinarias. Arrasaban pueblos, devoraban niños, quemaban cosechas. Solo los necios los anhelan.
Pero Denki no la escuchaba. En cambio, sus labios se movieron sin pensar, y sus pensamientos escaparon en un susurro:
-Desearía que los dragones siguieran existiendo...
El aire pareció volverse denso. Un silencio cortante llenó la sala. Luego, de un manotazo, Aiko derribó las figurillas al suelo.
-¡¿Cómo puedes decir eso?!
Denki parpadeó, sorprendida por su propia confesión.
-Hermana...
Intentó levantarse para recuperar sus palabras, pero la anciana la jaló del cabello, obligándola a quedarse en su sitio.
-No puedo creer que insultes así nuestra historia. ¿Cómo puedes decir semejante barbaridad después de lo que hablamos anoche?
-Yo no...
-Basta -la cortó Aiko, con el rostro endurecido-. Debí suponer que esto no es más que un juego para ti.
Sin esperar respuesta, su hermana se alejó con pasos firmes, dejándola con un nudo en la garganta y el murmullo de los regaños de la anciana perforándole la cabeza.
Así pasaron las horas hasta caer el sol,
Denki estaba lista.
El vestido dorado abrazaba su cuerpo con la elegancia de una llama viva. Con trenzas que caían hasta sus tobillos y un sinfín de joyas engarzadas en su cabello, su imagen era la de una deidad en carne y hueso.
Rubíes, zafiros y esmeraldas brillaban en su cuello y muñecas, cada piedra un símbolo de su destino sellado.
Su padre la esperaba en la antesala del templo, mirándola con ternura.
-Te ves hermosa, hija.
Ella le sonrió débilmente.
-Hoy dejas la infancia atrás -continuó él, con una expresión solemne-. Gracias a ti, el principado vivirá en paz.
Denki sintió un peso hundiéndose en su pecho. Reunió un poco de valor y preguntó:
-¿Y qué pasa si no llego a amarlo?
Su padre la miró con compasión.
-Lo amarás con el tiempo, y él te amará a ti. Ha sido así durante generaciones. Confía en el corazón de tu padre.
"Si hay amor, todo estará bien."
Sin más, la envolvieron en una gran túnica blanca tejida con hilos de oro, formando la silueta de un dragón enredado en sus pliegues.
Los sirvientes la condujeron hasta el centro del pueblo, donde la barca ceremonial la esperaba en el río que la llevaría a la ciudad de Cassian, donde su futuro la aguardaba.
Con manos cuidadosas, la ayudaron a subir a la barca. Luego, con un gesto solemne, colocaron sus manos en cruz sobre sus hombros y la cubrieron con la túnica bordada, inmovilizándola como dictaba la tradición.
El pueblo entero comenzó a cantar alegre, la antigua canción ritual, aquella melodía que, según las leyendas, evocaba al dragón.
"Antes de nuestro cielo, y de la tierra, y el polvo, y la nada..."
La barca se deslizó suavemente por el río. Denki observó el cielo teñido de naranjas y púrpura, a su mente llegó el pensamiento de que si bien los dragones ya no existían, algo en el aire se sentía diferente esa tarde.
"Lo que no era real se ha vuelto realidad. El tiempo es un río veloz que nadie se perderá."
Las campanas resonaron. La multitud vitoreó.
Entonces, en la otra orilla del río, apareció Cassian. Su prometido.
Alto, de porte regio, con el cabello azabache recogido en una coleta alta y los ojos carmesí como la sangre. Con un movimiento ágil y una sonrisa confiada tomó la cuerda atada a la barca de Denki y comenzó a tirar de ella con facilidad, atrayéndola hacia su destino.
"Toda vestida de blanco, ella espera a su novio. Esperará por horas, por días y años."
Tiró y tiró. Cada vez más cerca.
¿Por qué cantamos la canción del dragón? Preguntó una persona del público. Para recordar. Le respondió una anciana. A los dragones que ahora ya no existen.
"¡Tómala! ¡Tómala! ¡Vamos, vuela! Por siempre serás..."
Pero en ese instante, el aire cambió. Un estruendo rasgó el cielo, haciendo vibrar el suelo bajo sus pies.
La multitud calló de golpe.
Una niña gritó con una voz temblorosa:
-¡Mamá, mira! ¡Mamá!
Denki levantó la vista justo a tiempo para ver cómo el cielo se oscurecía. Lo que antes era un atardecer resplandeciente ahora se tornaba lúgubre y gris. Las nubes se arremolinaron.
Y entonces, vio algo que nunca creyó posible atravesar las nubes:
Un dragón rojo.
Gigantesco e imponente. El ser de las leyendas, había regresado. Su silueta era un eclipse de fuego y sombras que descendía con una majestad aterradora.
Y el pueblo se volvió loco como un grito desgarrador. La barca dejó de moverse y Denki sintió su sangre helarse.
El rugido de la bestia sacudió el aire. Luego, en un parpadeo, el dragón descendió del cielo vertiginosamente, con una furia devastadora. Una tormenta de viento y llamas envolvió la barca.
Denki intentó moverse, pero la túnica bordada la apresaba. Se retorció, luchando contra las telas. Necesitaba liberar sus manos.
El caos explotó a su alrededor. El pueblo gritaba. Cassian, en la orilla, permanecía inmóvil, sus ojos fijos en ella, sin hacer el más mínimo intento por salvarla.
Y entonces, lo sintió.
Su cuerpo ya no se encontraba en la barca sino suspendido en el aire. En las garras de la bestia. El aire le arrancó un grito ahogado cuando su cuerpo fue arrastrado hacia el cielo, lejos de todo lo que conocía.
El mundo se volvió un borrón de luces y sombras.
El viento rugía en sus oídos. La presión en su cuerpo era insoportable. Vio por última vez su pueblo empequeñeciéndose en la distancia y el rostro de su padre desvaneciéndose entre la multitud.
Luego, todo se volvió oscuridad.
*****
El dolor la atravesó como un rayo. Un zumbido insistente en sus oídos la arrastró de vuelta a la realidad. Su cuerpo entero palpita, como si cada hueso hubiera sido sacudido con furia desde adentro.
Denki intenta mover los dedos, luego los brazos, pero un punzante ardor la obliga a jadear.
Tosia con dificultad, sintiendo un sabor metálico en la boca. Trató de incorporarse, pero un latigazo de dolor le atravesó las costillas, arrancándole un gemido ahogado.
Su respiración se volvió errática, entrecortada, como si cada inhalación le recordara cuán frágil era su cuerpo en ese momento.
Sus ropas estaban hechas jirones, pegadas a su piel húmeda y cubierta de rasguños. La sangre se filtraba desde su costado, cálida y espesa. Recordándole la caída desde una gran altura que casi le cuesta la vida.
Pero sigue viva.
La oscuridad la envolvía como un manto pesado, sofocante. Lo único que rompía la penumbra era un delgado halo de luz de luna que caía sobre ella, revelando las paredes de roca que la rodeaban.
"Un pozo" Pensó, se encontraba al fondo de un pozo de piedra.
Alzó la vista con esfuerzo, intentando adivinar la profundidad pero lo que sus ojos percibieron en cambio hizo que el aliento se le atorara en los pulmones.
A unos metros sobre ella, dos ojos rojos brillaban como brasas en la penumbra. La bestia la observaba desde la bruma, con la mirada fija y penetrante, como si estuviera desentrañando sus pensamientos más ocultos.
El dragón inclinó levemente la cabeza, estudiándola. Había algo en su mirada que la inquietaba. No era solo ferocidad ni hambre... Había algo más.
Algo insondable.
Tal vez el golpe en la cabeza le había afectado más de lo que pensaba, porque, contra todo instinto, una sonrisa débil se formó en sus labios partidos.
-¿Vas a matarme o qué? -su voz sonó apenas un murmullo rasposo, rota por el esfuerzo.
El dragón simplemente permaneció allí, majestuoso e imponente, como si estuviera evaluándola desde arriba.
Luego, sin hacer un solo sonido, desapareció entre las sombras.
Denki dejó escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo y cerró los ojos con fuerza. Intentó incorporarse apoyándose en sus brazos temblorosos, pero su cuerpo protestó con una nueva oleada de dolor.
Tosió, sintiendo algo cálido resbalar por su frente.
-¿Te encuentras bien?
La voz resonó en la oscuridad, grave y distante.
Denki se quedó inmóvil. Con el corazón latiendole en los oídos
No estaba sola.
-¿Quién... quién está ahí? -logró preguntar, con la voz estrangulada por el miedo-. ¿Te ha enviado Cassian? ¿Vienes a salvarme?
Hubo un silencio. Luego, la respuesta llegó, seca y simple:
-No. No lo conozco.
La esperanza de Denki se apagó un poco más.
-Por favor... ayúdame. - suplica Denki asustada sin poder moverse - Mi padre es un rey. Te recompensará si me ayudas.
El silencio se alargó de nuevo. Cuando la voz habló otra vez, lo hizo con una frialdad implacable.
-No puedo ayudarte.
El pecho de Denki se comprimió.
-¿Eres un prisionero...?
La respuesta llegó, baja, casi un susurro.
-No hay forma de escapar del dragón.
Denki tragó saliva.
-Entonces... ¿no hay manera de salir de aquí? - Un silencio pesado cayó sobre ellos. La respuesta tardó en llegar.
-No.
El frío comenzó a calársele en los huesos
- Entonces... ¿no hay forma de que podamos escapar de aquí?
La voz en la oscuridad tarda lo que le supieron años
- No.
El frío comenzó a calársele en los huesos. No sabía si era por el miedo o por la sangre que seguía escurriendo de su herida.
-¿Y el dragón? -murmuró, incapaz de ocultar el temblor en su voz.
-Está durmiendo. Es mejor así.
Denki cerró los ojos con fuerza. Su cuerpo no tenía fuerzas para huir, su mente al borde del colapso. Nada de esto tenía sentido.
-No lo entiendo... se supone que los dragones estaban extintos... -su voz se quebró-. ¿Por qué estoy aquí?
Quiso hacer la pregunta que más la atormentaba, pero no pudo reunir el valor para pronunciarla.
¿Y qué me sucederá ahora...?
Pero la voz en la oscuridad ya no respondió.
El silencio se sintió más pesado que la oscuridad misma, Denki observó la cueva con detenimiento, pero incluso si su vista se habia adaptado a la oscuridad, todo seguia siendo negro.
-Por favor, háblame. -Murmuró con voz temblorosa - No quiero estar aquí sola....
La voz del desconocido volvió a surgir desde algún punto de la cueva.
-¿Por qué cantaste la canción del dragón?
Denki parpadeó, confundida por la pregunta. Su garganta aún ardía por el grito ahogado que había dado momentos antes.
-Se suponía que ya estaban extintos... -murmuró, como si al decirlo en voz alta pudiera convencerse de que esto no estaba pasando.
La voz en la oscuridad dejó escapar un leve resoplido.
-Tú misma lo llamaste.
Denki sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
-¡Es la tradición! -gritó sintiendo que la desesperación la ahogaba, su voz reverberando contra las paredes de la cueva-. Se supone que debes cantarla cuando te casas...
No obtuvo una respuesta inmediata. Solo el eco de su propia voz, quebrada y desesperada, regresando a ella como un recordatorio de lo absurdo que sonaba todo ahora.
Entonces, la voz en la cueva habló de nuevo, más cerca esta vez.
-Hace un momento... me preguntaste si Cassian me había enviado. ¿Quién es él?
Denki sintió una punzada de amargura en el pecho.
-Mi prometido...
Las palabras le supieron a ceniza. La ironía la golpeó con brutalidad. Se había pasado días, semanas, cuestionando si estaba lista para el matrimonio. Y ahora... ahora correría a ponerse el velo sin dudarlo si eso significaba que todo esto desaparecería.
-No se supone que esto debería haber sucedido... -murmuró, su voz resquebrajándose. - Si tan solo no hubiera deseado...
"Desearía que los dragones aún existieran."
El pensamiento cayó sobre ella como un peso insoportable. Sus palabras... ¿habían sido el eco que despertó a la bestia?
Recordó la mirada de Aiko, llena de decepción, y su voz acusadora.
"Debí suponer que esto no era más que un juego para ti."
No, ella nunca quiso esto. Solo lo pensó porque...
Porque no quería casarse.
Denki sintió que las lágrimas quemaban en sus ojos. Su respiración se volvió errática, y con un sollozo ahogado se cubrió el rostro con las manos.
Un leve sonido la sacó de su ensoñación.
-Toma esto.
Se quedó quieta. Luego, con torpeza, se descubrió los ojos y miró en dirección a la voz. Un pequeño tarro de barro había rodado hasta sus pies.
-¿Qué es esto? -su voz sonaba mocosa por el llanto.
-Es para tus heridas -respondió él con simpleza-. Úntalo en ellas. Detendrá el sangrado.
Denki se quedó mirando el frasco, sin comprender del todo. ¿Por qué la estaba ayudando?
Lo tomó con dedos temblorosos y retiró la tela que lo sellaba crujiendo entre sus dedos. Un aroma a hierbas frescas y resina impregnó el aire húmedo de la cueva.
Observó la sustancia espesa en su interior, pero su mente seguía aturdida por la serie de eventos que la habían llevado hasta allí. Y aunque debería haber sentido alivio por recibir ayuda, fue más como una losa sobre su pecho.
Porque la verdad era que, por más que tratara de engañarse, la realidad seguía siendo la misma.
No había escapatoria.
Y nadie vendría a salvarla.
Con la mirada perdida en la pomada, exhaló un suspiro tembloroso. Fue entonces cuando una corriente de aire helado atravesó la cueva, deslizándose entre las rocas con un silbido etéreo.
Sobre ella, la luz de la luna parpadeó cuando las nubes se apartaron lentamente... y de pronto, la penumbra cedió un poco más allá de donde estaba sentada.
Alzó la vista sin pensar, apenas limpiándose con la muñeca las lágrimas que se negaban a caer, y su aliento quedó atrapado en su garganta.
A unos metros, al otro lado de la piedra rugosa, había un hombre.
La tenue luz lo reveló poco a poco, como si hasta ese momento hubiera formado parte de la oscuridad misma.
Apenas podía vislumbrar su silueta por las sombras pero juraria que era esbelta y elegante, de hombros anchos y porte imperturbable.
Pero lo que más la dejó sin palabras fue su cabello bicolor, una mezcla de blanco como la nieve y rojo profundo como el fuego. Sus ojos, enigmáticos, eran de tonalidades distintas: uno gris y el otro azul, enmarcados por pestañas espesas y una cicatriz que cruzaba el lado izquierdo de su rostro.
Denki se quedó boquiabierta.
-No... luces como un prisionero -murmuró antes de poder detenerse.
El chico ladeó apenas la cabeza.
-¿No luzco como uno?
-Me refiero... pensé que te verías sucio, lleno de telarañas... -Tan pronto como las palabras salieron de su boca, quiso darse una bofetada. ¡Diosa! ¡Qué le pasaba! Bien decía Aiko que para ser la elegida, tenía los modales de un gamo en estampida. Se apresuró a añadir torpemente-: Quiero decir... gracias por esto.
Sin esperar respuesta, desvió la mirada y metió los dedos en la pomada antes de comenzar a untársela en la piel herida. La mezcla era espesa y fría al contacto, pero casi de inmediato sintió una ligera sensación de alivio.
Mientras esparcía la sustancia con suavidad, su mente divagó de nuevo en la situación imposible en la que se encontraba.
-¿La preparaste tú? -preguntó sin pensarlo demasiado.
Él tardó unos segundos en responder.
-Mi madre me enseñó... cuando era niño.
Había algo en su voz... algo opaco, teñido de una emoción que Denki no supo descifrar. Pero la sola idea de que tal vez su madre ya no estuviera en este mundo le apretó el pecho con una punzada inesperada.
No debía preguntar.
No debía seguir hurgando en su historia, pero... ¿cuánto tiempo había estado ahí? ¿Cuánto llevaba sobreviviendo con la única compañía del dragón?
La tristeza amenazó con abrazarla de nuevo, con envolverla en su peso sofocante, pero se negó a rendirse.
Apretó la mandíbula y, con cuidado, deslizó la tela rasgada de su vestido para alcanzar la herida en su abdomen.
-¿Sabes qué más estaba pensando? -soltó de repente, intentando ahuyentar sus pensamientos.
Hubo un breve silencio antes de que la voz en la penumbra respondiera.
-¿Qué?
Denki tomó aire y trató de sonreír un poco, aunque la mueca se vio interrumpida por un leve gemido de dolor cuando pasó los dedos sobre la piel herida.
-Aún no nos hemos presentado. -Sus ojos se entrecerraron mientras terminaba de untarse la pomada-. Me llamo Denki. ¿Cuál es el tuyo?
El chico no contestó enseguida.
Tardó tanto que Denki creyó que simplemente la ignoraría. Pero entonces, como si su voz se arrastrara desde un lugar lejano, la respuesta llegó.
-Shoto.
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