Prólogo
Hay una leyenda muy antiquísima que se ha pasado de generación en generación entre los pobladores de la zonas aledañas al gran castillo en Transilvania.
Esa leyenda ha servido para mantener a raya a los chicos curiosos de entrar a ese gran castillo que desbordaba tenebrosidad, y hasta se murmuraban entre los pobladores que sangre derramada se podía ver en sus paredes externas; quizás un par de cadáveres colgando de los árboles con sogas al cuello, talvez uno que otro cuerpo putrefacto en su interior, quizás...
La leyenda decía que Transilvania estaba llena de monstruos, de personas que se escondían en las penumbras. Con sus ojos rojos se dedicaban a vigilar a sus presas para chupar su sangre, se hacían llamar vampiros; por otro lado, estaban las criaturas endemoniadas que aullaban a la luna llena, que cuando todo el pueblo dormía apacible ellos rompían el silencio con su grito agudo llamando a los de su especie a festejarse los cuerpos de los pobladores, tal cuál carroñeros. Ellos eran los hombres lobos, cambiaformas sangrientos que mataban sin piedad para alimentarse.
Y por último se hablaban de las criaturas más temidas, aquellas que no salían si no era para acabar con familias enteras, que su piel ardía y con solo verlos a los ojos, tus cuencas podrían hervir derritiendo tus esferas, quedando nada más que un oscuro hueco que escondía terror. Esas criaturas que en su piel desbordada escamas y en su cabeza se podían ver dos cuernos que decoraban como corona a un ser tan maligno como majestuoso, a un ser asesino de hombres y receloso con los suyos. Ellos eran conocidos como dragones, bestias sin corazón, humanos malditos y condenados a convertirse en fuego ardiente, en llamas que ni el mismo inframundo podría soportar.
Algunas personas habían salido como locas huyendo de ese pueblo, esas personas aseguraban ver los orbes carmesí vigilarlos desde la oscuridad perpetua; por otro lado otras personas juraban por lo más sacrosanto haber visto a un humano mutar a una piel peluda y acudir a un lenguaje de gruñidos y correr a cuatro patas tal cual perros gigantes.
Sin embargo, ninguna aseguraba que la tercer especie de la leyenda existiera, esas tales criaturas de más de tres metros que se transformaban entre humos oscuros, era prácticamente imposible que existieran. Los hacían llamar los protectores, y a pesar que en la leyenda se decía que mataban pueblos y familias enteras, se les conocía como la única especie que no rompía fácilmente lazos con los suyos.
Los devoradores de almas, también eran llamados de aquella manera, tenían muchos nombres, pero ni un avistamiento se había presenciado allí; seguramente, hasta los propios vampiros y lobos eran solamente una vil excusa para separarse de aquél pueblucho escondido entres las neblinas, casi deshabitado.
El pueblucho lleno de sombras y telarañas se componía por 3,101 personas exactas –al menos humanas–, que se disponían arduamente entre sus temores a hacer funcionar aquél pueblito abandonado por la mano de Dios. Habían desde ancianos, hasta infantes. Cada uno de ellos teniendo cuidado al pasar por el gran castillo.
La oscura infraestructura estaba situada en el límite del pueblo, alejado de la población. Lo único que unían las ruinas del mortífero lugar con la población era un área verde que los estudiantes usaban para jugar cualquier aburrido deporte. Muy cerca pero no tanto del portón que daba paso a la infinita propiedad del castillo, portón que aveces se veía abierto de par en par como invitación a una muerte segura y otras veces se veía cerrado con candado y cadenas como reteniendo a una temible bestia, cadenas que junto a los barrotes soltaban ya demasiado sarro.
Aún con el ambiente plagado de mal presagios los chavales siempre iban a divertirse a
ese campo, en donde la grama empezaba a verse más alta a partir de diez metros exactos a la gran entrada. Nadie se atrevía a podar más alla de esa distancia, siquiera los que trataban de mantener el campo en buenas condiciones. Se sabía, que miles de pelotas de béisbol se pudrían en la grama alta cerca del portón.
Los árboles pegados a los barrotes de la alta cerca daban un aspectos más terrorífico. Parecían bañados de brea y cenizas calientes, oscuros y marchitos. Sin vida. Que ni siquiera el soplo del aguerrido y fuerte viento parecía moverlos, solamente estaban ahí, plantados como si fueran estatuas que ni sus hojas oscuras se balanceaban.
El toque de queda en el pueblo empezaba sin falta a las cinco de la tarde, cuando el sol a esa hora se empezaba a acariciar sinvergüenza las puntas de las colinas, como un amante ocultándose entre los senos de su amada. Era ahí cuando la lumbrera menor hacía acto de presencia. Cuando la primer lechuza y el primer murciélago surcaba el cielo, era señal suficiente para que los pueblerinos ingresaran a sus casas a empezar con las plegarias.
Los "religiosos" eran los que rezaban una y otra vez, mientras los no creyentes se reían de historias a base de fantasías, se preguntaban porqué tanto miedo provocaba aquél castillo a las personas.
Y es que... Sólo esas temerosas y cobardes personas sabían que todo aquél que salía del pueblo moría de una u otra forma, era cuestión de tres días exactos para que todo aquél que abandonara esas tierras encontrara su trágico fin.
Ese día muy temprano se celebraba entre los alumnos de la secundaria la culminación del primer semestre de clases. Bebían, charlaban y reían, totalmente ajenos a un par de ojos dorados que los veían queriendo drenar su sangre para callar de una buena vez tanta palabrería entre el grupo de chicos.
Desde las sombras la imponente silueta bufaba aburrida, totalmente harto de tanta algarabía. Situado detrás de un frondoso árbol casi gris, alzó su mano izquierda hacia el cielo y arrastrándolo hacia la dirección del grupo de chicos, hizo caer un estruendoso rayo en el árbol más próximo a ellos.
Se sintió satisfecho cuando sin pensarlo, todos esos chicos barrabases se levantaban y se iban corriendo del lugar asustados y gritando. Todos excepto un chico, uno en especial, que pareció no darse cuenta de absolutamente nada gracias a la entretenida escritura que estaba desarrollando en los papiros entre sus piernas.
Lo observó sin expresión alguna, teniendo muchas dudas en su mente. Pronto escuchó pasos acercarse hacia él, no tuvo que voltear para darse cuenta de quién se trataba.
—Mi señor —el hombre saludo con una reverencia apesar que su amo no lo veía.
—Dime —respondió distraído, observando con detenimiento como el chico había levantado la cabeza para ver extrañado las llamas en el árbol.
—Mañana se cumple el tiempo de la profecía...
—Lo sé —respondió firme
—¿Consideró lo antes hablado? —ambos quedaron en silencio por un momento, hasta que el que estaba detrás de él volvió a hablar—. El es nuestra única esperanza, él y usted. Sabe que no puede hacerlo sólo.
—Lo sé —agachó su cabeza rendido. A pesar que llevará una vida distinta, tendría que soportar verlo de esa manera. La bestia con cuernos suspiró—. Había olvidado como era Transilvania, ha cambiado mucho.
El acompañante sin ser visto asintió.
—Han pasado Trescientos años.
—Trescientos —susurró sorprendido—. Me parece que fue ayer cuando lo tenía en mis brazos.
Sabía a lo que su amo se refería y le daba mucho pesar que se sintiera de esa manera, aunque lo único que reflejara su tristeza fuera el tono apesadumbrado de su voz. Ni una lágrima, ni un sollozo o un jadeo de angustia. Solamente el volumen pesaroso de una voz ronca. Todavía recordaba. ¿Porqué él tenía que ser el único en recordar?
—"Amame hasta el día en que muera"
Todavía recordaba ese precioso susurro cerca de su oído. Justo cuando estaban amándose, entregándose el uno al otro sin saber el destino del mañana, sin perder el tiempo y yendo a disfrutar como dos locos enamorados.
"Ámame hasta el día en que muera"
Pero él no estaba muerto, solamente estaba en otra época, otro cuerpo y con sus recuerdos en un profundo letargo. Iba a amarlo y en contra de cualquier cosa, volver a tenerlo entre sus brazos. Para él, solamente para él, y él sería solamente suyo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro