3. LA CASA DEL SUELO ROJO
Viví en la casa del suelo rojo durante tres años, todavía recuerdo las cosas que pasaron allí y se me eriza la piel.
Cuando tenía veinte años, trabajaba en un bufete jurídico como secretaria y comencé una relación romántica con Ignacio, uno de los abogados. Cuando quedé embarazada, él me pidió que nos casáramos y nos fuéramos a vivir a su casa, yo acepté.
Durante mi embarazo y los primeros años de vida de mi hija, dejé de trabajar y pasaba todo el día allí, a veces me visitaba mi hermana. Ignacio era un hombre ocupado, ganaba cada vez más renombre y lo contrataban de diferentes provincias, luego se ganó el cargo de juez y casi no estaba en casa.
Por las noches, me parecía ver una luz en el árbol grande del jardín trasero, pero no era nada, otras veces escuchaba ruidos en el cuartito de los santos, en el que Ignacio, como todo un devoto, se encerraba a dejar sus ofrendas a los muertos los primeros lunes del mes.
Yo no lo tenía como un hombre supersticioso, pero no juzgué nunca su fe hasta que comenzaron a pasar cosas extrañas.
Cuando aún estaba embarazada, tocaron la puerta del cuarto desde dentro, yo muy bien sabía que no había nadie allí. Esa habitación no tenía ventanas y, por un momento, pensé que alguien había intentado entrar por el techo. En otra ocasión, cuando ya mi hija Raquel había nacido, mientras intentaba hacerla dormir, me pareció ver a alguien del otro lado de la ventana, junto al árbol.
Asustada, llamé a Ignacio al teléfono del hotel en el que se hospedaba, estaba en otra ciudad. Sí, pude haber llamado a la policía, pero por alguna razón lo llamé primero a él; me indicó que cerrara la ventana y las cortinas, y que fuera al cuarto rojo y encendiera una vela en el suelo y que, por ningún motivo, saliera de la casa.
Fue todo lo que dijo.
No había ningún cuarto rojo en la casa, no que yo hubiera visto. Sin embargo, considerando que me ordenó que encendiera una vela, asumí que se refería al cuarto de los santos, así que fui hasta allá con mi niña en brazos, no quería dejarla sola en la habitación, ya era demasiado tarde para pedirle a mi hermana que se quedara con nosotras, debía estar durmiendo.
El cuarto se situaba junto a la sala, aunque les parezca extraño, nunca había entrado allí, ni siquiera para limpiar, Ignacio se encargaba de todo. Fue por eso que me sorprendió ver que el suelo de la habitación era rojo (solo el suelo, aunque él lo llamaba «cuarto rojo»), distinto al del resto de la casa, y no había santos allí, solo un taburete de madera, una hamaca y dos vasos de vidrio en el suelo; uno con agua y otro con algo que parecía algún tipo de licor. Hacía mucho frío allí dentro. Cuando abrí la puerta, una corriente de aire me dio en la cara, a pesar de que no había ninguna abertura más que el acceso a la habitación. Mi hija comenzó a llorar y yo estaba muy alterada, por lo que la dejé en el corralito de la sala y volví al interior del lugar, asegurándome de que la puerta quedara abierta.
El interruptor de la luz no servía, intenté encender la vela, pero se apagaba por la extraña corriente de aire. Raquel lloraba cada vez más fuerte. Mientras yo batallaba con los fósforos, me giré y le dije «mamá está aquí», y en ese preciso momento, una sombra pasó tras ella, de la cocina al comedor, y cuando quise salir, la puerta del cuarto rojo se cerró frente a mí de un portazo.
Raquel lloraba con todas sus fuerzas mientras yo golpeaba la puerta y gritaba desaforadamente, con la esperanza de que alguien me oyera, pero los únicos vecinos estaban al otro lado de la calle, a más de treinta metros. En mi desesperación, comencé a oír susurros, el cuarto se puso más frío y algo sopló en mi oído, lo sentí como una risa. La hamaca comenzó a mecerse, escuchaba los chirridos de la soga (producto del vaivén) y del suelo de madera, como si alguien se acercara lentamente. Afuera, pude escuchar el estallido de los platos uno tras otro. Raquel seguía llorando y yo solo pensaba en que Dios nos había abandonado.
Intenté encender la vela, con el miedo de que, al tener luz, algo que no quería ver se mostrara, pero no sucedió. Cuando al fin logré tener fuego, todo se calmó, giré la manilla de la puerta y busqué a mi hija, nos encerramos en la habitación y comencé a rezar sin parar.
Cuando despertamos, todo estaba intacto, no había rastro de platos rotos y la vela se había consumido en su totalidad.
Esto sucedió casi todas las noches durante esa semana; la sombra en el jardín (cada vez más cerca de la casa), la hamaca, el frío, los susurros y el llanto de mi hija. Al menos no me había dejado encerrada de nuevo.
Ignacio llegó de su viaje, le conté todo lo ocurrido y me confesó que ese espíritu cuidaba la casa, que era el antiguo dueño y que, cuando la compró, le dieron un trozo del cordón de la soga con la que se había ahorcado en nuestro jardín. El vendedor le había dicho que con agua, licor y una vela se quedaba tranquilo, y era cierto, pero solo cuando mi esposo estaba allí, cuando nos quedábamos solas mi hija y yo, la situación era diferente.
Mi hermana nos acompañaba a veces, sobre todo cuando Ignacio se ausentaba por las noches, pero eso no apaciguaba la actividad paranormal. Ella me sugirió que regresara a la casa de nuestros padres, pero yo no quería hacerlo, mi papá se había puesto muy triste cuando me embaracé y me casé sin cotárselo, no podía volver sin más.
Una noche, mientras cenábamos con la compañía de mi hermana Amanda, Ignacio fue al mencionado cuarto con una botella de ron en la mano y dejó la puerta abierta... como siempre, el sonido de la soga me generó escalofríos. Amanda durmió a Raquel y luego nos acomodamos en el sofá a mirar televisión, Ignacio salió de la habitación y se sentó frente a nosotras en la mesita ratona. Parecía ido, no parpadeaba y no apartó la vista ni por un instante de lo que sea que mirase, mientras jugueteaba con un trozo de soga que sacó del bolsillo.
Me levanté, fui a la habitación, encendí la dichosa vela y, a los minutos, mi esposo se quedó dormido, acurrucado sobre la mesa. A esta altura, ya nada me sorprendía.
Sucedieron muchas cosas durante mi estadía en la casa del suelo rojo. Hacia el final, comenzamos a pelear mucho, por lo que tomé el consejo de Amanda y terminé regresando a casa de mis padres, en tanto terminaba de construirse mi propia casa. Ignacio siguió viviendo allí hasta el último día de su vida, cuando un accidente fatal terminó con él.
Mientras guardábamos sus pertenencias, mi hermana encontró el cordón, al fondo de una gaveta, le dije que no lo tocara y seguimos acomodando la ropa. Cuando busqué una bolsa de plástico para agarrarlo y quemarlo, ya no lo encontré en ninguna parte.
La casa del suelo rojo sigue allí, en una esquina frente a una plaza llena de árboles. Siempre está en venta o en alquiler, y todas las familias que han vivido ahí terminan separándose, para luego encontrar, alguno de ellos, la muerte en la tragedia. Escuché que llevaron a un sacerdote para hacer oración, no sé si funcionó. El cuarto rojo ahora es, curiosa e irónicamente, la entrada de la casa.
Han pasado treinta y siete años y, cada vez que paso por allí, aún siento ese escalofrío producto del miedo, como la primera vez.
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¿Conoces alguna casa con entidades que se niegan a abandonarla? ¿Has experimentado sucesos extraños como este? ¿Cuál hubiese sido tu reacción si estuvieras en los zapatos de esta mujer? Cuéntanos en la caja de comentarios tu experiencia personal o alguna que conozcas.
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