XII
Antoinette Theodere de Camil, la primogénita del Rey Theodem y la Reina Catherine. Su nombre venía de la princesa cuya valentía había acabado con el monstruo que atacaba su reino.
Ese había sido su nombre en vida, lo recordaba.
Princesa consentida, adoctrinada a las creencias y alabanzas a la Diosa Deenyse, preparada para estar a cargo de todo si en algún momento ocurría un desastre.
Prometida pues, para algún príncipe o duque.
Pero oh, a ella no le interesaba eso. No quería vivir al lado de un hombre siendo el último recurso de reino. Quería pues, preocuparse por el bienestar de los habitantes de su reino.
— ¡Antoinette, Antoinette! —los grititos del pequeño príncipe sacaron a la joven princesa de su concentración.
— ¿Sí, hermano? —se puso de pie, sacudiéndose el vestido celeste que usaba.
—He visto a una pequeña niña sentada a las orillas de lago —contó el príncipe, Antoinette lo miró confundida.
—No inventes, Antoine Theodem de Camil, no hay niñas aquí. Los hijos de la tía Theodere no vendrán hasta la próxima semana —refutó, Antoine la miró mal—. Deja de observarme así, niño. Respeta a tus mayores.
—Aún no eres monarca, no tengo por qué obedecerte —objetó el pequeño. Tenía a lo menos, unos ocho años, cuatro menos que la princesa.
— ¿Ah, sí? —seguido de esto, la doncella propició un golpe en la cabeza de su hermano, sacándole un quejido— Mentir está mal. Ahora ve a hacer tus cosas, y no molestes a los guardias con tus travesuras.
—Como digas, primogénita tonta.
— ¡Silencio, segunda opción ignorante!
Después de ello, el príncipe la dejó sola.
La joven de fogosos cabellos rojizos continuó con su tarea de recolectar florecillas para crear una pequeña corona. Su tía la había enseñado a hacerlas.
Pero las flores más bonitas estaban en el lago, así que se encaminó con pasos lentos a aquel lugar, riéndose internamente por los inventos de su hermano menor.
Ja, una niña en el lago. Sí, claro. Nadie tenía permitido entrar al palacio.
Se sentó de piernas cruzadas en el césped luego de recoger las flores que usaría. Le haría una bonita corona a su gatita.
Pero el crujir de ramas del otro lado del lago la sobresaltó.
— ¿Quién está allí? Ordeno que me lo digan —sentenció levantándose, mirando por los alrededores— Si hay algún intruso, juro por la Diosa Deenyse que tomaré sus cabellos y lo llevaré directamente al calabozo donde los peores castigos son efectuados —amenazó.
Tomó entonces una piedra, dispuesta a lanzársela a quienquiera estuviese irrumpiendo su castillo.
Fue entonces cuando la piedra se le fue arrebatada por la espalda, y segundos después escuchó el chapoteo de la roca en el lago.
Al voltearse, se encontró con una flecha apuntando directamente a su frente.
Sintió su sangre helarse, y su pecho buscar aire desesperadamente.
Iba a morir a la corta edad de doce años, a manos de algún intruso... Esperen, ¿una intrusa?
Miró pues a los ojos a aquella que estaba frente a sí, una morena de cabellos lacios la miraba cara a cara con unos profundos ojos azules, decididos. Era más pequeña que ella y temblaba un poco, pero aún así parecía estar dispuesta a cualquier cosa.
—Si usted promete no gritar, yo bajaré mi arco y lo pondré en el suelo, majestad —habló, tenía una voz dulce. Parecía algo imposible oírla pronunciando esas palabras teniendo en sus manos un arco con una flecha apuntando directamente a la futura Reina de Camil.
—Lo p-prometo —pronunció la princesa, la jovencita asintió, bajando su arco y tirándolo al suelo. Luego, se dejó caer de rodillas, dejando salir una voz quebrantada y lastimera.
—Lo lamento, su excelencia —profirió la morena, juntando sus manos en signo de plegaria—. Ha sido una vil falta que merece la muerte el amenazarla, ¡qué será de mí! He de merecer la muerte y la tortura, ¡cuando Zaaret y Meilev se lleven mi alma, que Dallet tenga piedad de mí! —Sollozó— Cualquiera debe saber que ninguna vida vale tanto como la de un monarca o sus descendientes. Haga conmigo lo que crea conveniente, Princesa Antoinette. No tenga piedad de mí.
La princesa se arrodilló frente a la otra niña, sintiendo un poco de pena. Si bien había sido amenazada de muerte por aquella pequeña de azulados ojos, la empatía se hizo parte de ella.
—Pequeña arquera —empezó, poniendo una mano en su hombro—, entiendo tus acciones, el ser humano actúa por instinto, y no te culpo por ello. Absuelvo tu culpa, olvida lo que hiciste. Y que te quede claro, ojos marinos, que ninguna vida vale más o menos que la otra. Seas el mismísimo rey, una panadera o un bedel, serás igualmente enviado a los extremos por los Dioses.
—Es usted bastante comprensiva, princesa. Lamento robarle su tiempo, me retiro, agradecería no le comentara a nadie sobre mí, se lo ruego —pidió la jovencita, levantándose, pasando sus manos por su vestido azul marino—. Una vez más lamento lo que hice, aún cuando he sido perdonada por usted, majestad.
—No sigas pensando en eso, súbdita mía. Retírate con confianza, y procura que nadie te vea por estos andares. Ten buenas tardes.
—Usted también, princesa —después de una reverencia, cruzó ágilmente el lago brincando sobre grandes rocas.
Antoinette la miró, el vestido le llegaba a las rodillas y volaba, inocentemente.
— ¡Espera! ¿Tendrías la amabilidad de decirme tu nombre?
—Tetienne, heredera de las casas de la Espada.
Tetienne de la Espada, claro que recordaba ese nombre.
Y los furtivos encuentros en aquel pequeño lago, donde intercambió conocimientos, conversaciones, miradas, lecturas y obsequios.
De los últimos, recordaba uno en específico.
—Feliz cumpleaños número diecisiete, princesa —una reverencia que la pelirroja paró fue hecha luego de esas palabras, siendo frenada por un abrazo—. Disfrútalo.
Un libro cubierto de terciopelo rojo, con hilo dorado decorándolo.
—Basta de llamarme así, Tetienne. Y lo disfrutaré, gracias por recordarlo —la futura monarca sonrió, mirando a la morena.
—Sería una falta de respeto no obsequiarle nada a la señorita de Camil. Debo irme, celebra tu día, Antoinette.
—No creo hacerlo tanto como lo haría contigo, pequeña arquera.
La morena le sonrió, tomó su mano, depositó un beso en ella y se fue, como lo había hecho siempre.
Caminando hacia las afueras del lago con agilidad.
Mientras Antoinette intentaba ignorar el extraño, potente y placentero sentimiento que se asentaba en ella cada que tenía contacto con la otra. Pero Tetienne era tan sólo una niña.
Revisando el libro que le fue obsequiado, que contenía poesías escritas por autores anónimos, halló un dibujo que la descolocó. Encendiendo sus mejillas y haciendo cosquillear cada parte de ella.
Un cuerpo femenino desnudo se encontraba parado de puntillas, mirando por una ventana. Cada parte estaba definida, cubierta de pecas, las curvas eran perfectas, y el rostro... Era su rostro.
P. ATDC.
Junio, 1819.
El rubor y el calor se apoderaron de sí, aquella letra la conocía más que bien. Y aunque se sentía halagada, le fue imposible no asustarse.
Pues ella pintaba cuadros de su amiga jugando en el lago, o leyendo. Y ella hacía esto.
Pero le fue imposible negar el sentirse bien con ello.
— ¿Un dibujo mío desnuda, Tetienne? Wow, sí que tienes creatividad —expresó con una sonrisa.
Tetienne palideció, las palabras parecían no poder salir de sus labios.
—Y-yo, ¿e-eso estaba ahí? Relámpagos, Antoinette, cómo lo siento, yo-. Dios, no crees que pienses que tú a mí me-, no...
—Tú a mí sí me atraes, Tetienne de la Espada —soltó—. Y me importa poco y nada el que no tengas un título importante, o propiedades, o castillos. Para mí, tú eres especial.
La pelirroja tomó el rostro de su acompañante, mirando y perdiéndose en el azul oscuro, casi tanto como el vestido que usaba cuando la conoció.
—En las novelas, el príncipe besa a la chica —Tetienne pronunció, sacándole una sonrisa Antoinette.
—En mi novela, la princesa besará a su guerrera.
El mundo estalló al sentir los labios calientes y húmedos de la morena sobre los suyos.
— ¿Por qué no siento que esto está mal? —Tetienne preguntó, mirando los ojos verdes de su princesa.
—Porque tal vez no lo está.
Eran más frecuentes las visitas a escondidas, pero las charlas fueron reemplazadas por besos, caricias y toques electrizantes.
—Preciosa —Antoinette llamó, haciendo a su chica voltear.
— ¿Sí?
—Quiero probar algo —susurró, la morena alzó las cejas— ¿Confías en mí?
—Más que en mi sombra.
Un beso en la frente, y las pecosas manos tomaron los bordes del vestido vinotinto, levantándolo ligeramente.
— ¿Segura, pequeña?
—Contigo, siempre.
Fue la primera vez que se entregaron físicamente a la otra, pues sus almas siempre se pertenecieron, desde incluso antes de haber sido poseedoras de esos cuerpos.
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