
XI
—No creo que esté bien hacer esto, señor —el hombre de ojos negros miró a quien había pronunciado aquellas palabras. Un joven de contextura delgada, y rizos negros cortados ordenadamente.
— ¿Qué intenta decir, soldado? —Reclamó— Esa mujer es una bruja, soldado, que ha engatusado a la princesa y la ha estado llevando por el camino del mal.
—Yo creo que solo la quiere, señor. Es su amiga, nada más.
— ¡Jácaras! Los hijos e hijas de los soberanos no pueden juntarse con ese tipo de personas, inmundas, llenas de pobreza.
—P-pero, señor —balbuceó.
— ¡Cállese, soldado! No es válida su opinión. Ahora ármese, iremos por esa inicua seductora y castigaremos sus acciones, que han sido contra la buena fe, contra la voluntad de los reyes y los Dioses.
El despertar del ser fue súbito, sus ojos se abrieron ante la oscuridad que lo rodeaba, haciéndolo sentir confundido.
¿Qué era aquel lugar? ¿Dónde estaban las almas escarmentadas? ¿Dónde estaba el calor?
— ¿Hola? ¿Hay alguien por aquí? —gritó levantándose, sin embargo la única respuesta que recibió fue el eco de su propia voz.
El lugar estaba vacío... Vacío.
—Mierda —refutó—. Ese cabrón, que ni a Dios llegará en ningún momento.
Estaba condenado, ahora lo sabía.
Condenado a la soledad, la desesperación.
A la oscuridad eterna.
El presuntuoso establecimiento (si es que se le podía llamar así), era netamente oscuro, como una habitación desolada, sin muebles, sin decoraciones. El color negro era pues, lo único que se podía percibir.
Eukrattos se dejó caer al suelo, rendido.
¿Qué más podía hacer entonces? Si el vacío jamás era visitado, y había uno sólo para cada quien, y Gluwet al notar su desaparición no buscaría allí.
Ningún demonio era castigado por alguien que no fuera su jefe. Genial, él era el primero.
Creyó que sólo iba a lamentarse por las cosas que extrañaría, pero cuán equivocado estaba.
Si el vacío te hacía recordar todo lo que en vida sufriste.
—Él reino está en guerra, hermana mía —escuchó un jovencito a su madre, comentándoselo a su tía—. Los monarcas han pedido un hombre por familia, ¡y qué habré de hacer yo, Liseth! Si mi único hijo es sólo un pequeño.
—Madre, tengo dieciséis años en este mundo, puedo luchar por el reino.
— ¡No puedes ir, Marteen, eres solo un niño! Uno que morirá al ver los males de la guerra.
Recordar lo incapaz que lo hacía ver su madre le ardió.
Por eso, él se había ido de casa, a luchar por su reino.
Creyó pues, que pelearía contra hombres asesinos, sus enemigos, su desilusión fue grande al saber que la primera misión a la que iría sería la persecución de brujas.
<<Brujas, imposible.
No creo que ningún Dios le dé el poder a un simple humano, para acabar con un reino.
Tienen mayores responsabilidades>>
Pero él definitivamente no diría eso frente a su capitán.
Y así fue, viendo como cazaban y maltrataban a aquellas sabias mujeres, acabando con miles de ellas.
Se sintió un traidor a las enseñanzas de su escuela, de los Dioses.
Los castigos no debían ser para ellas. Serían para aquellos capitanes corruptos, para los ladrones, para asesinos a sangre fría.
Decidió entonces, dejar huir a una mujer acusada de brujería. Para su suerte, nadie se enteró.
Fue entonces el comienzo de su rebeldía, soltando acusadas injustamente, y asesinando a criminales a las espaldas de sus superiores.
La adrenalina era lo mejor, la presión de ser atrapado, la emoción cuando todo estaba yendo acorde a su plan, y la calma al saber que estaba bien.
Perdió la cuenta de a cuantos condenados injustamente liberó, y eso era bueno para él.
El último trabajo que recordaba, fue una caza, a una bruja de nombre Tetienne. Estaba siendo buscada por todo el reino, pues había desaparecido junto a la princesa Antoinette.
Si las brujas existían, ellas podrían acabar con un ejército.
Fue su división la que halló a ambas mujeres furtivas, escondidas en una cueva.
Escuchó aquellos gritos de la princesa, al ver a la otra siendo encadenada, azotada y acusada de brujería.
— ¡Tetienne, iré por ti! Lo prometo, por cada palabra de aquel libro —pronunció. Marteen la observó, siendo sostenida bruscamente por dos soldados.
Le pareció indignante la forma en la que trataban a la princesa, la hija de los monarcas, la futura reina.
— ¿Qué creen que hacen, soldados? —Preguntó observándolos— La forma de tratar a la princesa no es esa, tan cruel, como a un perro rabioso —caminó hacia ellos, precisamente hacia la mujer de cabellos pelirrojos, inclinándose ante ella—. Su Majestad, permítame escoltarla hasta su carruaje y acompañarla en el viaje de regreso a su hogar.
Aquella mujer lo miró, sus ojos verdes expresaban desprecio, miraba así a cualquier soldado.
—Suéltenme —ordenó—. Iré con este caballero ahora.
—Pero, señorita, nuestro capitán nos dijo que...
— ¿Quién tiene más poder sobre ustedes, hombres que al reino defienden? ¿Su capitán, que trabaja para nosotros, los monarcas? ¿O la propia princesa Antoinette del reino de Camil?
—Usted, mi señorita.
—Suéltenme entonces —demandó, siendo soltada al instante por aquel par de hombres. Ella tomó la mano ofrecida por Marteen, y lo siguió hasta su carruaje, cuando ambos estuvieron dentro, y los caballos que los guiaban habían empezado a galopar, habló—. No espere que le agradezca cuando los de su división están maltratando a Tetienne.
—No espero que lo haga, majestad. No me parece justo que invadan sus decisiones, pero son decisiones de los reyes.
—Que se han dejado llevar por las estupideces de los otros reinos, sobre brujas. Cuánta mentira hay en ello, soldado, espero no crea en las brujas.
—Creo que los Dioses tienen cosas más importantes que hacer, para darle un poco de poder a mujeres para que acaben un reino.
—Tienes toda la razón. Oh, si Dallet le diera sabiduría a los habitantes de Camil para sacar todas esas sandeces de sus mentes.
— ¿Es usted devota a algún Dios en específico, su majestad? —preguntó el joven, ella asintió.
—Aunque en el castillo predominan las imágenes de Deenyse, mi fervor es entero hacia Dallet, Diosa del amor y la sabiduría. ¿Usted, es devoto a algún Dios?
—Le soy fiel a todos por igual, su excelencia.
—Interesante.
No tuvo más recuerdos largos después de eso.
Pero, en sueños podía oír el sonido de cerrojos siendo abiertos, pies huyendo.
Un arma siendo disparada.
Pudo recordar, sus vociferaciones, el ser encadenado, golpeado.
Acusado de traición. De atentar contra la seguridad del reino.
Azotes con látigos. Limón en sus heridas.
También recordó oír gritos y amenazas salir de una voz femenina bastante conocida.
— ¡Suelten a Marteen, hijos de la desesperación! ¡Se los ordeno!
Fue soltado, sonrió abrazando a la princesa.
—Rápido, Antoinette. Salgamos de aquí, ayudemos a Marteen —aquella voz era la de Tetienne, lo sabía.
—Yo puedo sólo. Sé dónde hay pasadizos secretos.
Ellas pudieron haber huido, pero fueron por él.
—Oh, esas tontas. Ángeles en vida también —pronunció viendo a la oscuridad, cuando cayó en quienes eran la princesa y la bruja.
Recordó correr mucho, dormir en el día, caminar de noche. Por interminables ciclos.
El olor de un pueblo nuevo, la promesa de una nueva vida.
Al igual que recordó nuevos gritos, nuevas acusaciones.
A sus memorias llegaron la humedad, el agua entrando en su cuerpo sin permiso, las cortas respiraciones que no servían de nada.
Y el rendirse ante la gran masa de agua que le quitó su vida.
—Oh, mierda, morir sí que es horrible —se dijo a sí mismo.
Pero, recordaba el segundo primer despertar. En un lugar... ¿un castillo? El Palacio de los Condenadores.
—Joven que en vida fue soldado, me llenas de orgullo.
— ¿Quién es usted, señor? ¿Cómo que 'en vida'? ¿Estiré la pata?
—Efectivamente. Soy Gluwet, Dios de las culpas y las condenas. Y tú en vida fuiste Marteen VanLeu, soldado de la novena división.
—Sí... Oh, me morí joven, genial —bufó. Él pensaba llegar a los 30—. ¿Estoy en el infierno? Bueno, no fui un santo. ¿Cuántos años debo estar aquí?
—Una eternidad.
—Oh, malditos pueblerinos ignorantes, ¿acusarme de brujería? ¡Por favor! Si apenas sé hacer el truco de la moneda detrás de la oreja. Bueno, tocará.
— ¿Aceptas el pasar una eternidad siendo castigado?
—Que peleara contra ejércitos y ganara no es nada. No es como si pudiera luchar contra un Dios, no soy Antoinette y Tetienne que son almas gemelas. La voluntad de los Dioses se respeta.
—Esa forma de expresarte ha sido lo que me hizo elegirte, Marteen. Te ofrezco el ser uno de mis purificadores.
— ¿Un demonio? ¿Yo? ¿Para toda la vida?
—Para toda la muerte, querrás decir. Y sí. Noté que en vida fuiste verdugo para aquellos que merecían la muerte, y soltaste a aquellos condenados de forma injusta. Manteniendo el equilibrio. Te pido me sirvas de purificador de las almas que son enviadas acá.
—Ah... ¿Dónde firmo?
El Dios sonrió, poniendo en su mano en la cabeza del nuevo demonio, eliminando sus malos recuerdos y otorgándole los dones que los demonios siempre tienen.
— ¿Algún nombre que quieras elegir para ti?
—Eukrattos, parecido al monstruo que atacó mi reino hace años.
—Eukrattos, demonio purificador, castigador de almas protervas, supervisor del grupo del solsticio. El nuevo demonio que cumplirá mis órdenes.
—Y su próxima mano derecha, ya lo verá.
Sonrió, no se equivocó cuando recién llegó al infierno.
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