
2. 3
El camino al Bosque Sur no era tan oscuro como Ranghailt creía, pero no se la podía culpar por pensarlo. Atareada como estaba siempre en las tareas del palacio, Angharad calculó que su hermana mayor llevaba años sin pisar esta parte del reino. Y para alguien que no hubiera viajado por allí a menudo, seguramente estaría irreconocible.
Las granjas que habían estado deshabitadas sin nadie que las cultivara por las órdenes de König ahora habían sido reparadas y se encontraban camino a producir su séptima cosecha. Muchos habitantes del reino que preferían la vida más tranquila al alboroto de la ciudad, más algunas que habían llegado buscando fortuna, se habían encargado de reparar las casas venidas a menos, de cultivar los campos y criar las ovejas. Lentamente, artesanos y comerciantes habían ido apareciendo por las rutas abiertas a través de los Bosques Este y Oeste e instalándose allí, estableciendo nuevos talleres y nuevos productos, invenciones que traían de sus propios reinos y que los habitantes de Wolfhausen adoptaron con suma facilidad.
Como consecuencia, el camino estaba ahora rodeado de granjas iluminadas, donde muchas familias se preparaban para acostarse o lo habían hecho ya. El molino, que había estado en desuso durante muchos años, tenía aspas nuevas y cuando regresara en la mañana, Angharad las vería girando en el aire de la madrugada, moliendo el grano para que los panaderos prepararan el pan de aquel día. Curtidores y carpinteros se habían instalado en la ribera de los arroyos que corrían por el costado de las granjas. Wolfhausen poco a poco estaba creciendo más allá del aislamiento de sus bosques.
Angharad incluso había escuchado rumores de que las personas que vivían fuera de las murallas del pueblo estaban pensando en elevar una petición a la Kronprinzessin para poder instalar otro mercado que les quedara más cerca. Angharad no estaba segura que aquello fuera a ser una buena idea, teniendo en cuenta que un mercado era el corazón latiente de una ciudad. ¿Cómo funcionaría un reino con dos corazones que compitieran por latir al mismo tiempo?
Pero eso no era asunto de ella. Su trabajo era recabar información y llevársela a la Kronprinzessin. Y de vez en cuando, transmitir un mensaje de su parte.
Habían pasado tres meses desde la muerte de Dahmen por una apoplejía. Los Consejeros habían estado presionando a la Kronprinzessin para que designara a su hijo en su lugar. En cambio, ella le había ofrecido el puesto al Cazador Real, pero el huraño hombre de los bosques seguía sin aceptar oficialmente. Que Lady Locks solicitara su presencia para un asunto tan importante como aquel seguramente no le caería bien a los otros cuatro Consejeros, y Angharad debería estar atenta al primer signo de descontento que percibiera en ellos. Pero entendía por qué la Kronprinzessin había tomado esta decisión. Contra un enemigo tan astuto como la Princesa Scarlett, necesitaría de la mente fría, del valor y de la fidelidad incondicional de Johan Weidmann.
Claro, eso significaba también tener que lidiar con sus excentricidades.
Las causas del incendio del Bosque Sur seguían siendo un misterio. Bueno, un misterio para alguien que no se hubiera pasado tantos años pensando en él como lo había hecho Angharad. Sabía que el König había recibido instrucciones sobre cómo encontrar a Riding Hood, su enemiga mortal, porque Ranghailt secretamente había usado esas mismas instrucciones para entrevistarse con ella. Sabía que Riding Hood no se había escabullido en el castillo, sino que ya estaba ahí esperando una oportunidad para matar al König. Angharad la había visto bajar las escaleras principales, la había visto clavar la misma daga que usó para matar al König en el corazón de Caoilfhionn. Había visto sus ojos rojos como la sangre y su cabello violeta flotando tras ella mientras se dirigía hacia el patio para continuar con su matanza.
Ranghailt había preferido olvidar esas cosas. De hecho, muchas personas parecían contentas con olvidar aquel invierno cruel y largo que se había cobrado tantas vidas. Pero Angharad lo recordaba con la claridad de un sueño recurrente. A veces un detalle cambiaba o a veces no conseguía ubicar el orden de los acontecimientos. ¿Por qué el König estaba en el patio? ¿Cómo había escapado Riding Hood de dondequiera que la tuvieran cautiva? Eran misterios a los que no encontraba solución y a veces se sentía como una comezón en un punto de su espalda que no podía alcanzar.
Pero algo recordaba con absoluta claridad: haberse detenido por una ventana y haber pensado que el sol salía por el Sur y a destiempo. Recordaba el escándalo de los campesinos en la puerta del palacio y el estrépito de los cascos de los caballos del König y sus guardias en el patio.
El König había vuelto antes de que se incendiara el Bosque y estaba muerto antes de que las últimas llamas acabaran por consumirse. Angharad estaba convencida que él mismo había sido el causante de eso, pero por supuesto, no tenía nada que lo probara. Era solamente una sospecha y la única verdad estaba reducida a ceniza y árboles retorcidos.
Era fácil saber cuándo había llegado al límite de lo que solía ser el bosque, porque el camino acababa abruptamente y frente a ella se extendía un panorama desolador y macabro. Levantó la linterna que había atado a la rienda del caballo para orientarse. Los árboles se extendían delante de ella como garras retorcidas, como manos de oscuros suplicantes que las extendían hacia el cielo nocturno. Los cascos de su montura alzaron nubes de ceniza cuando la azuzó para avanzar. Todo el lugar apestaba a humo, aún después de todos estos años. No veía más allá del círculo dorado que le proporcionaba su linterna y hasta las estrellas parecían menos brillantes en ese tétrico lugar.
Angharad se estremeció y se arrebujó en su capa. Lo peor de todo no eran los árboles quemados ni la tierra muerta, no. Era el silencio: no había ardillas correteando por las ramas, ni búhos soltando su ulular nocturno, ni siquiera grillos que rompieran aquel manto insonoro con su monótono cantar.
Para aligerar sus nervios, apretó con fuerza las riendas y empezó a silbar bajito. Era una canción folklórica de su tierra. No recordaba la letra, pero ella, Ranghailt y Caoilfhionn la habían cantado muchas veces cuando ella era más pequeña. Cuando las tres eran felices y estaban juntas, mucho antes de llegar a aquel reino olvidado por los dioses y las hadas...
Una sombra se movió en el rabillo de su ojo. Angharad se mantuvo firme en la silla, pero el corazón se le desbocó e instintivamente, su mano se posó sobre el pomo del cuchillo que llevaba en el cinturón.
No había bandidos en el Bosque, ya no. El capitán Hildebrandt y su guardia habían hecho un trabajo eficiente para expulsarlos del todo. Y aún si se hubieran quedado algunos rezagados, no vivirían en aquella parte, donde no había animales que cazar, ni fruta que recoger, ni siquiera una diminuta hierba que masticar.
Saber eso no la tranquilizó. El miedo se había apoderado del fondo de su mente como la pátina grasosa que manchaba el fondo de las ollas y no era capaz de quitárselo. Avanzó con los ojos en alto y los oídos atentos, sin atreverse a reanudar su canción.
Justo cuando empezaba a convencerse que el viento quizá había agitado una rama, la vio otra vez: una sombra altísima que se movía entre los árboles raquíticos, siguiéndola en silencio. Los dedos de Angharad se cerraron sobre el mango del cuchillo. Lo llevaba por protección, pero hasta ahora nunca había tenido que pelear con él. Si resultaba que aquella presencia era hostil...
La sombra saltó de repente delante de ella. Su caballo se paró en seco y relinchó sobresaltado y Angharad soltó un grito al mismo tiempo que desenvainaba. La luz atada a las riendas del caballo osciló salvajemente, pero la figura no pareció inmutarse ni por ella ni por la reacción de Angharad. Dio un paso adelante y tomó al caballo de las riendas.
—Deberías tener más cuidado —le advirtió—. El bosque ya no es lo que era. Te podrías perder fácilmente en él.
Angharad se tomó uno momento para respirar y tranquilizarse.
—Señor Weidmann —dijo, esperando que el temor que acababa de pasar no se delatara en su voz—. He venido en nombre de la Kronprinzessin.
—No me hagas perder el tiempo con obviedades, niña —la cortó en seco el Cazador Real—. Si hubieras venido en nombre de alguien más, no habrías llegado tan lejos en mi bosque.
Los bosques técnicamente eran propiedad de la corona, pero Angharad no estaba de ánimos para discutir tecnicismos y semántica. Quería salir de aquel lugar tres veces maldito lo antes posible.
Johan Weidmann se inclinó un poco más. Angharad lo había visto en persona muy pocas veces, pero de todas maneras pudo apreciar el cambio en su rostro: la barba, que antes era castaña, ahora era casi del todo gris. Las arrugas alrededor de sus ojos y sus labios se habían vuelto más profundas. Seguía siendo un hombre alto como una montaña, pero a Angharad le dio la impresión que había perdido algo de su corpulencia y de la fuerza en sus manos cuando tomó la suya y le quitó el cuchillo.
—¿Qué esperabas hacer con este mondadientes si alguien te hubiera atacado de verdad? No puedes pelear con esto.
—No pensaba pelear, señor —contestó Angharad—. Soy pequeña y no tengo entrenamiento. Mi plan era clavárselo en la pierna y salir corriendo.
Johan ladeó la cabeza hacia ella. Su plan debió parecerle divertido, porque sonrió.
—A veces olvido que no todas sois luchadoras —comentó. Le hizo una seña para que lo siguiera y se internó en las sombras.
Angharad descubrió satisfecha que a pesar de la oscuridad y los nervios, no había equivocado el camino. La cabaña de Wiedmann se alzaba unos pocos pasos más adelante. El hombre había preparado una hoguera y tenía una pata de algún animal asándose sobre las llamas. Era imposible no preguntarse cómo la habría conseguido en medio de aquella desolación. Angharad recordó, con el estómago gruñendo, que no había comido nada antes de salir.
Johan la invitó a sentarse en el tocón delante de él como si estuvieran en el palacio mismo. Tomó la pata, cortó una larga tira y la depositó en un plato de hojalata que a continuación le alcanzó, todo sin decir palabra. Angharad tampoco intentó entablar conversación. Había aprendido a las malas que apresurarlo o intentar sonsacarle algo solamente era garantía de que el hombre se cerraría en su silencio hermético aún más. En cambio, abrió su canasta y extrajo el barril de cerveza que había cargado con ella. Johan le extendió dos vasos sin una palabra y Angharad llenó los dos hasta los bordes.
—A la salud de la Kronprinzessin Goldilocks —dijo Angharad—. Que los dioses la protejan.
Johan aprobó el brindis con otro asentimiento y un breve choque de su vaso contra el de Angharad. Después bebió un largo trago en silencio. Bajó la cabeza con un suspiro de satisfacción y se limpió la boca con la manga de la camisa.
—Bueno —dijo al fin—. ¿Qué novedades hay?
Angharad se lo contó todo (la llegada de Scarlett, las preocupaciones de Lady Locks), pensando todo el tiempo que ella no tendría que salir en medio de la noche para venir a contarle esas cosas si Johan se dignara a vivir en el palacio, como Lady Locks le había pedido repetidas veces.
También podría haber dejado que los hombres de Hildebrandt le llevaran las nuevas, pero, ¿dónde estaría la diversión en eso?
—La Kronprinzessin solicita tu presencia en la reunión del Consejo para tratar estos temas con urgencia.
—Sigue empeñada en que use una peluca polvorienta y me siente a decirle qué tiene que hacer como si fuera una niña malcriada, ¿eh?
—Estoy segura que las pelucas son opcionales, Señor Weidmann.
Johan lanzó una carcajada hueca.
—No soy un señor, niña. Solamente soy un cazador que nunca supo cómo comportarse delante de una reina.
Angharad no comprendió qué quería decir aquello. Era sabido que el Cazador había obtenido su título a instancias de la Königin Viktoria y estaba más que claro que la Kronprinzessin lo tenía en alta estima. ¿Por qué sería así si es que él no supiera comportarse en su presencia?
Johan comió en silencio y Angharad hizo lo mismo. Cuando terminó de roer la carne del hueso, volvió a limpiarse la boca con la manga y se levantó.
—Bueno, supongo que necesitaré mi traje de gala. Y mis petacas.
Esa era otra de las rarezas de Johan: cuando no tenía más remedio que ir al palacio, siempre se negaba terminantemente a beber del suministro de agua del pueblo. Bebía vino o cerveza o llevaba su propia agua destilada. Angharad se había animado a preguntarle una vez por qué era eso. Johan se había encogido de hombros y le había contestado que esa agua era más pura.
Cargaron el caballo con los bártulos de Johan (Angharad calculó a ojo que solamente pretendía quedarse un día, dos como mucho) y el cazador subió a la grupa detrás de ella. Angharad no pudo disimular su alivio una vez que pasaron la línea de árboles negros y cenizas que separaba el bosque quemado del resto del reino.
—¿No te gusta mi casa, pequeña espía? —preguntó Johan.
Angharad no vio motivo para mentir.
—No. Si tenéis que vivir en el bosque, ¿por qué no hacerlo en el Este o el Oeste, donde todavía hay animales y vida?
Como iba detrás de ella, Angharad no podía ver la expresión en su rostro. Por lo tanto, no pudo saber si estaba bromeando o no cuando le contestó:
—Ah, pero si yo no estuviera aquí, ¿quién mantendría a raya a los fantasmas?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro