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—No me parece correcto —dijo Hildebrandt—. No tengo nada en contra de tu hermana. Los dioses saben que cumple sus misiones con eficiencia y que le es fiel a la Kronprinzessin. Pero su trabajo y el mío son muy distintos.
Ranghailt lo dejó despotricar sin decir nada mientras llenaba la jarra de cerveza. Las reglas no permitían que el capitán bebiera estando de guardia, pero desde que había entrado en la cocina y dejado su espada apoyada en la pared junto a la chimenea, ella consideraba que su turno había acabado.
—Son órdenes de la Kronprinzessin. No creo que puedas hacer mucho más.
Hildebrandt lo sabía, pero gruñó descontento. Ranghailt notó que había dejado el potaje en su plato sin tomar ni siquiera una cucharada. No que ella lo culpara. A esa hora, lo único que había en la cocina era el puchero que hervía en la marmita, preparado con todos los restos de la comida del día. Los guardias que estaban de turno esa noche podían entrar en cualquier momento y servirse un poco, pero a menos que se estuvieran a punto de desmayar del hambre, Ranghailt apostaba que rara vez lo hacían.
Dejó la jarra junto al cuenco de Hildebrandt.
—Escucha: nada de lo que pasó la noche en que murió el König fue tu culpa —le dijo—. Era un muchacho atolondrado e irresponsable que permitió que su enemiga llegara hasta él. Ni tú ni nadie podría haber cambiado lo que pasó.
—Eso lo sé —contestó Hildebrandt—. Pero podría haberlo impedido esta noche. Ella siempre ha seguido mis consejos, ¿por qué cambió de opinión ahora cuando es posible que tengamos enemigos en puerta?
—Creo que estás exagerando —dijo Ranghailt, negando con la cabeza—. En cualquier caso, sabes que mi hermana no hará nada que no deba con la información que tienes que darle, ¿verdad?
Hildebrandt no dijo nada y Ranghailt le dirigió una sonrisa de triunfo. Le dio la espalda para lavar algunos de los restos de la cena antes de irse a dormir...
La mano firme y fuerte de Hildebrandt se cerró sobre su muñeca y tiró de ella. Ranghailt se tambaleó con un gemido de sorpresa y aterrizó sentada en el regazo de Hildebrandt. Él pasó un brazo sobre su cintura para equilibrarla y sostenerla más cerca de su pecho.
—Capitán —balbuceó Ranghailt, con los colores subiéndole a la cara—. Esto no es apropiado.
—Cásate conmigo —replicó Hildebrandt—, y nadie tendrá derecho a decirnos qué es apropiado y qué no.
Lo dijo sin una pizca de humor o de coqueteo en la voz. Estaba exponiendo un hecho seco, como si estuviera proponiendo un plan de batalla. A cualquier otra mujer aquel tono de voz le habría parecido poco adecuado para una propuesta de matrimonio, pero una de las cosas que le gustaban a Ranghailt del capitán era, justamente, lo sincero y directo que era. Los hombres que ella había conocido estaban siempre llenos de dobleces y trucos, les mentían a la cara a sus mujeres sin ningún tipo de vergüenza o les prometían el sol, la luna y las estrellas solamente para dejarlas abandonadas en el polvo cuando les empezaban a estorbar.
Le había ocurrido a su hermana Caoilfhionn con el König. Les había ocurrido a las tres con su padre.
Descubrir que Hildebrandt no solamente prometía cosas posibles, sino que mantenía siempre su palabra, la había llenado de euforia. Como encontrar una aguja en un pajar.
—Klaus —murmuró, llamándolo por su nombre de pila como nadie más en el palacio tenía permitido hacer—. No es posible. No todavía.
—¿Por qué no? —insistió Hildebrandt. El ceño entre sus cejas se hizo más acentuado—. Ran, te lo he dicho. Lady Locks perdonaría la deuda que tu familia tiene con la Corona si se lo pidieras. Y si no, yo tengo dinero. Puedo pagarla por ti.
Ranghailt negó con la cabeza.
—Todavía me queda algo de orgullo. Además, está Angharad...
—Angharad es una mujer crecida que tiene su propio lugar aquí —señaló Hildebrandt—. No me gusta, pero es necesaria y Lady Locks le dará su protección. Ya no tienes que preocuparte por ella.
Ranghailt quiso decirle que siempre se preocuparía por Angharad, por la única familia que le quedaba después de perder a Caoilfhionn. Pero la voz siempre le temblaba cuando iba a pronunciar el nombre de su hermana muerta. Y de todos modos, Hildebrandt se inclinó y cubrió su boca con un beso. Ranghailt le puso una mano sobre la mejilla, sus dedos acariciaron la áspera superficie de su barba mientras ella cerraba los ojos.
—Cásate conmigo —repitió Hildebrandt, tirando del lazo que sujetaba la trenza de Ranghailt—. Nos compraremos una casa en la ciudad. O quizá una granja junto al Bosque. Los niños tendrán lugar para corretear...
—¡Los niños! —Ranghailt soltó una carcajada entrecortada—. Klaus, ya no soy tan joven.
—He oído de mujeres que tienen niños cuando sus hijas ya les han dado nietos —replicó Hildebrandt. Sus dedos terminaron gentilmente de deshacerle la trenza, enredándose entre los mechones rojos ensortijados por haber estado atados todo el día—. No es imposible.
Cuando él lo decía, con ese tono tan calmado y suave, después de pasarse el día gritándoles órdenes a sus guardias, nada parecía imposible. Ranghailt se acomodó mejor en su regazo y ladeó la cabeza para besarlo de nuevo...
La puerta se abrió con un balanceo y el único motivo por el que Ranghailt no saltó fue porque los brazos fuertes de Hildebrandt la mantuvieron en su sitio. Angharad les echó una mirada sardónica.
—¿Interrumpo?
—Sí —replicó Hildebrandt con un gruñido.
Angharad lanzó una carcajada y se dirigió con paso seguro hacia las alacenas.
—Si sigo encontrándolos en situaciones como esta, capitán, voy a acabar por creer que tienes intenciones poco decorosas hacia mi hermana.
Ranghailt se retorció ofuscada hasta que Hildebrandt la dejó ir y se apartó el cabello de la cara para ver qué estaba haciendo Angharad. Su hermana menor tenía una cesta y la estaba llenando de pan, miel y hasta un barril pequeño de cerveza.
—¿A dónde vas con eso? —preguntó Ranghailt—. Y más a esta hora. La puerta de la ciudad ya está cerrada...
—Nunca lo está para mí —dijo Angharad, con un encogimiento de hombros. Se colgó la canasta del brazo—. Capitán, cuando instruyas a tus hombres sobre los informes que tienen que compartir conmigo, creo que sería conveniente que les digas que dejen de cobrarme sobornos por ir y venir a cualquier hora.
Los labios de Hildebrandt se apretaron en una línea de desagrado. Era difícil saber si no le gustaba que Angharad le restregara las instrucciones de la Kronprinzessin en la cara o si solamente estaba ofendido de descubrir que sus hombres se dejaban sobornar tan fácilmente. O quizá era ambas cosas. Sin embargo, su tono fue tan cordial como siempre cuando habló:
—Se los haré saber.
Angharad se detuvo delante de él con una sonrisa.
—No pongas esa cara. Al fin y al cabo, los dos queremos lo mismo. Queremos que ella esté a salvo.
Hildebrandt no respondió a eso. Simplemente bajó los ojos a la canasta.
—¿Vas a verlo? —preguntó.
La sonrisa burlona de Angharad decayó un poco. Ranghailt supuso que no le cayó bien que Hildebrandt descubriera su plan.
—No es necesario que vayas esta noche, ¿sabes? —continuó Hildebrandt, en tono paternal—. Puedo enviar a mis hombres a que lo busquen en la mañana. Y le ahorrarás el disgusto a tu hermana de tener que esperar por ti toda la noche.
—Será más rápido si voy sola y más fácil convencerlo si le llevo algunos regalos —replicó Angharad—. Estaré de vuelta a primera hora de la mañana para servirle el desayuno a la Kronprinzessin y con la persona que nos ordenó traer, lo que imagino que la pondrá de buen humor. Y en cuanto a mi hermana... es buena cosa que te tenga a ti para hacerle compañía esta larga, larga noche, ¿no, capitán?
El rostro serio de Hildebrandt se puso todavía más rojo que antes y Angharad soltó una carcajada. En dos zancadas, estaba junto a la puerta, lista para huir después de ese último chiste.
—¡Angharad! —la llamó Ranghailt, corriendo tras ella.
Angharad se paró en seco con un suspiro.
—Ya sé, ya sé. No te gusta ese tipo de bromas...
Ranghailt le pasó un brazo por los hombros y tiró de ella para envolverla en un abrazo. No sabía por qué de pronto se sentía tan afectada. Quizá porque había estado pensando tanto en Caoilfhionn ahora que otro aniversario de su muerte estaba por llegar, quizá porque se daba cuenta que Hildebrandt tenía razón. Su hermanita ya era una mujer decidida y astuta que no la necesitaba tanto como antes.
Pero de todos modos, ella iba a seguir cuidándola mientras pudiera.
Gentilmente, le echó la capucha sobre el rostro.
—¿Llevas luz? El camino es muy oscuro.
—Recogeré una linterna en los establos. Estaré bien.
—Sé que lo estarás.
Ahora era el turno de Angharad de mirarla con los ojos entrecerrados. Pero la misión que tenía debía exigirle velocidad, porque hizo un último gesto de saludo y se marchó con paso ligero. Ranghailt la vio desaparecer entre las sombras del patio y elevó una plegaria a las hadas para que la guiaran en su camino. Cerró la puerta y regresó a la mesa para sentarse junto a Hildebrandt y su plato intacto de potaje. El capitán de la guardia respetó su silencio, pero estiró una mano para ponerla sobre la de ella.
—Ranghailt...
—Si me caso contigo, Klaus —dijo ella, deduciendo que iban a continuar con la conversación que estaban teniendo antes de que Angharad los interrumpiera—, no quiero una casa en la ciudad ni una granja en las afueras. Quiero quedarme aquí, donde estaré cerca de ti... y de ella. ¿Lo comprendes?
Hildebrandt la miró con sorpresa apenas contenida y no era para menos. En todos los años que llevaba preguntando, aquello era lo más parecido a una respuesta afirmativa que había logrado obtener.
—Sí —dijo, con un asentimiento solemne—. Lo comprendo.
Ranghailt le apretó la mano con un suspiro y se alegró de tener su presencia fuerte y protectora allí. A pesar de su tono jocoso, Angharad tenía razón. La noche sería muy larga y era poco probable que Ranghailt pegara un ojo.
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