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El primer lugar lógico para buscar era la cocina, pero si Loretta hubiera ido directamente allí, Gretchen o Ranghailt o alguno de los pinches la habrían visto y a esta hora estaría de vuelta en su corral, aguardando la siguiente vez que alguien se descuidara con la puerta. Tampoco la encontraron en la despensa ni (ya que se la había pasado tan bien allí antes) en la Sala del Consejo.

—Vamos a tener que separarnos para cubrir más terreno, Angharad —decidió Lady Locks—. Es la única manera en que atraparemos a la fugitiva.

Era casi gracioso, pensó Angharad: un juego de escondidas entre una cabra y una Kronprinzessin. Si no tuviera un invitado para el almuerzo, casi habría podido disfrutarlo tanto como ella.

—Su Gracia, casi es la hora...

—Dile a tu hermana que le diga al Duque que cenaré esta noche con él —le ordenó Lady Locks, con un gesto despectivo—. Esto es lo más importante.

Se lanzó otra vez en persecución por uno de los tantos pasillos, sin molestarse en fijarse si Angharad iba tras ella o no, pero no encontró rastros de Loretta: ni huellas de sus pezuñas, ni nada que pareciera particularmente masticado.

—Si yo fuera una cabra, ¿a dónde iría? —se preguntó de nuevo, pero sencillamente no podía ponerse en el lugar de Loretta.

Quizá si se pusiera de cuatro patas y balara un poco se le ocurriría una idea, pero no lo conseguiría con ese vestido tan engorroso. Estaba considerando ir a su cuarto a cambiarse (quizá hasta tuviera suerte y encontrara a Loretta allí, después de todo) cuando sus pies descalzos trastabillaron y se vio obligada a detenerse, apoyándose en la pared para tratar de recuperar el equilibrio. Apenas podía ver más allá de sus narices en aquel pasillo tan oscuro. En cuanto pudiera, le pediría a alguien que llevara una antorcha allí, porque verdaderamente...

Miró alrededor. El pasillo no tenía ventanas y al contrario del resto del castillo, las paredes exhibían su piedra gris desnuda, sin tapices ni mármoles para cubrirla. Un estremecimiento le recorrió la espalda cuando se dio cuenta de dónde estaba.

Era el pasillo que llevaba a la Torre de la Königin. Si seguía caminando un poco, llegaría a la estrecha escalera de caracol. En realidad, era la Torre Sur, pero nadie la llamaba así, no desde que Viktoria había instalado allí sus aposentos y había vivido recluida hasta enterarse de la muerte de su hijo. La Torre donde se había quitado la vida.

Nunca le habían dicho como lo hizo y la Kronprinzessin había considerado de mal gusto preguntar al respecto. Algunas veces se imaginaba a esa mujer cuyo rostro nunca conseguía recordar (¿era una mala hija?) abriendo de par en par los postigos de su ventana, trepando al alféizar y mirando hacia abajo, hacia el suelo frío y lejano y cubierto de nieve que había caído sobrenaturalmente temprano aquel año...

Lady Locks se apartó de la pared como si su contacto le quemara y giró sobre sus talones. El camino de vuelta por el lúgubre pasillo parecía interminable, pero tenía que recorrerlo. De pronto había perdido las ganas de jugar, de esconderse de su pretendiente y de buscar a su cabra perdida. ¿Qué estaba haciendo? Tenía que atender a sus deberes. Ella era la Kronprinzessin, después de todo, y no podía permitirse...

—No mires atrás —se dijo a sí misma en un susurro—. No hay nada atrás.

No sabía si hablaba de sus recuerdos, distorsionados como la imagen en un espejo fracturado, o si lo decía literalmente. Aquella oscuridad en pleno día, sin un resquicio de sol ni de fuego, era inquietante. No era la oscuridad de las noches aterciopeladas de verano ni la bienvenida oscuridad debajo de las sábanas cuando se tapaba hasta la cabeza para dormir. No, la oscuridad del pasillo era fría como el hielo e igual de cortante. Era una oscuridad que amenazaba con metérsele por las fosas nasales y congelarle los pulmones, una oscuridad con manos de dedos alargados que se estiraban para aferrarse a sus hombros y a la falda de su vestido...

—No mires atrás —se repitió, obligando a sus pies a avanzar—. No pienses en eso. No mires atrás.

Era una tontería. Pesadillas que la habían acosado tras la muerte de su hermano. No era real. No lo recordaba, porque no había pasado. No había monstruos en la oscuridad. No había fantasmas vestidos de blanco, ni bichos enormes que se le aferraran al cuello y le clavaran sus colmillos enormes en la tierna piel...

Lady Locks echó a correr, ciega de miedo, hasta que vio una luz a su derecha y dobló hacia allí. Corrió hasta el ventanal y apoyó las manos en el alféizar y la frente en el vidrio fresco, jadeando con fuerza, las rodillas temblándole tanto que pensó que caería allí mismo. Consiguió mantener el equilibrio a duras penas y con dedos inseguros, se aferró al seguro de la ventana y la abrió de par en par. La agradable brisa de verano le agitó el cabello suelto y terminó de ahuyentar todos esos pensamientos oscuros que la acechaban.

Siete años. Hacía siete años que nadie caminaba por ese pasillo, siete años que nadie subía a esa torre. Siete años que nadie perturbaba el lugar donde la Königin Viktoria había muerto. ¿Por qué había ido allí? ¿Por qué no se había fijado por dónde andaba? Ella conocía ese palacio, había vivido allí toda su vida. Era la Kronprinzessin Goldilocks von Wolfhausen. ¿Por qué a veces lo olvidaba? ¿Por qué a veces se encontraba perdida como si fuera un laberinto...?

Un golpeteo de pezuñas. Miró a su derecha y vio a Loretta unos pasos más allá. Un pedazo de algo que parecía ser tela rosada asomaba por el costado de su boca.

—Cabra tonta —murmuró Lady Locks. Se le acercó lentamente para no espantarla, pero Loretta no intentó huir. Parecía casi satisfecha con el resultado de su travesura cuando Lady Locks se inclinó y le dio una palmada en la cabeza—. Escucha, si sigues haciendo estas cosas, Ran acabará por encontrar una excusa para echarte...

—¿Su Gracia?

Lady Locks se sobresaltó. La voz había venido del recodo del pasillo y los pasos, fuertes, seguros, se escuchaban cada vez con más fuerza. Lady Locks no tuvo tiempo para pensárselo demasiado.

Cuando el Capitán Hildebrandt apareció por la esquina, Lady Locks estaba parada delante de la ventana, derecha y digna como una Kronprinzessin debía estarlo siempre. El capitán de la guardia inclinó levemente la cabeza para mostrarle su respeto.

—Su Gracia, ¿os encontráis bien?

—¡Perfectamente! —respondió Lady Locks, con la voz un poco más estridente de lo necesario—. ¿Por qué lo preguntas, capitán?

—Bueno, un guardia os vio venir en esta dirección y...

Un suave sonido interrumpió lo que estaba diciendo. Hildebrandt alzó una ceja, miró hacia debajo de manera muy poco caballerosa y de inmediato volvió a levantar la vista al rostro de Lady Locks.

—Su Gracia, disculpad el atrevimiento, pero me parece que vuestra falda acaba de... ¿balar?

—Sí, eso parece —contestó Lady Locks, con el rostro pétreo.

Hildebrandt abrió la boca, la volvió a cerrar, se atusó el bigote, y cambió de tema:

—No es... buena idea que vengáis al Ala Sur, su Gracia —continuó, echándole otra rápida mirada a la falda de Lady Locks—. El mantenimiento en esta parte del palacio no ha sido tan riguroso como debería, y bien...

—Quizá sería necesario que mandes a poner un cordón entonces, capitán —dijo Lady Locks—. Por si algún invitado distraído viene por aquí.

Hildebrandt no hizo ningún intento por preguntarle el motivo por el que ella estaba allí. Quizá sabía que solamente recibiría evasivas si lo intentaba.

—De acuerdo —respondió en cambio.

—Haz eso ahora mismo —insistió Lady Locks.

—Sí, su Gracia.

La Kronprinzessin y el Capitán se miraron fijamente un momento más. Luego, Hildebrandt hizo otra inclinación, se dio media vuelta y se alejó con el mismo paso militar de antes. Lady Locks suspiró e hizo su falda a un costado para que Loretta pudiera salir de debajo de su vestido.

—Vamos —le dijo a la cabra, agarrándola de un cuerno—. Ya es hora de dejar de jugar.


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