Mis días sin Victoria eran desgarradores; la extrañaba tanto que parecía que cada hora se convertía en una eternidad. No podía evitar pensar en ella, en los momentos compartidos, en las risas que solían llenar nuestras conversaciones y en la luz que su presencia traía a mi vida. La añoranza se había convertido en una sombra constante, persistente y abrumadora.

Deseaba con fervor que esta pesadilla terminara pronto, que la distancia que nos separaba se desvaneciera y volver a tenerla en mis brazos, sintiendo el latido de su corazón cerca del mío.

—¿André, estás ahí? —preguntó mi padre, su voz resonando suavemente a través de la puerta cerrada.—Adelante —le indiqué.

Mi padre entró con un semblante serio, pero su mirada tenía un destello de esperanza. Cerró la puerta tras de sí y se sentó en la esquina de mi cama, acariciando suavemente mi cabello como solía hacerlo en mis momentos de tristeza.

—Te tengo una buena noticia —me dijo con un tono que buscaba infundirme aliento.—¿Cuál? —le pregunté, levantándome rápidamente mientras mi corazón se aceleraba con cada palabra que esperaba escuchar.—Victoria viene en camino.

Sus palabras se deslizaron en mi mente como un rayo de luz, iluminando la oscuridad que había ensombrecido mis días. Al escuchar eso, me exalté.

Mis ojos se llenaron de lágrimas; por fin iba a tenerla de vuelta. La esperanza se despertó dentro de mí, y con ella, la promesa de que el sufrimiento en el que me encontraba sumido estaba a punto de desvanecerse.

Al abrir la puerta, la vi. Era hermosa, envuelta en un manto de copos de nieve que caían delicadamente sobre ella, creando un espectáculo mágico. Corrí hacia ella sin pensar, dejando que mis emociones me guiaran a medida que la envolvía en un abrazo apretado, como si temiera que al soltarla pudiera desvanecerse.

—Te extrañé —le dije, con lágrimas frías de felicidad fluyendo por mis mejillas.—No me iré lejos de ti nunca más, amor mío —respondió Victoria con una dulzura que acariciaba mi alma.

Extrañaba su voz; era como escuchar el canto de un ave al amanecer, melodiosa y llena de vida. La calidez de su presencia iluminaba no sólo el espacio físico que compartíamos, sino también los rincones más oscuros de mi corazón.

El abrazo entre nosotros era más que un simple gesto; era un reconocimiento mutuo de la lucha y el dolor vivido de nuestra separación, así como una celebración de nuestro reencuentro. En ese instante, mientras los copos de nieve danzaban a nuestro alrededor, supe que nada podría separarnos de nuevo.

Nos acercamos el uno al otro y en un momento que pareció dilatarse en el tiempo, tomé la mano de Victoria. La calidez de su contacto envió una corriente eléctrica por mi cuerpo despertando cada fibra de mi ser, recordándome lo mucho que la había extrañado.

—No puedo creer que estés aquí —dije con una voz cálida. —Tú... has sido lo único en lo que he podido pensar.

—He estado esperando este momento tanto como tú —confesó, apretando mi mano con suavidad.

Sentí que mi pecho se oprimía, pero no de tristeza, sino de una felicidad abrumadora. La conexión que compartíamos parecía un hilo invisible que los unía, a pesar de las distancias. No había palabras necesarias para expresar lo que sentía.

La brisa se intensificó como si la naturaleza misma celebrara nuestro reencuentro y sin pensarlo dos veces, me incliné hacia ella y en un instante que se sintió como la culminación de todas las esperas, nuestros labios se encontraron en un beso que era tan dulce como el néctar de las flores.

Ese beso no solo selló mi deseado reencuentro con mi amada, sino que también simbolizó un nuevo comienzo.