"9"
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"It's so sweet, swinging to the beat,
When I know that you're doin' it all for me..."
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He permanecido los últimos diez minutos observando a mis pies, sosteniendo la caja contra mi estómago, obligándome a recolectar pedazos de valentía en un flojo intento por regresar el aparato eludiendo los tirones de incomodidad en mi pecho.
Solo es cuestión de acercarme, darle las gracias, dejarle la caja y regresar con las chicas. Sencillo.
¿Entonces por qué sigo aquí?
Me torturo el labio inferior a mordiscos. Martín dejó en claro que si me llega a ver el celular, haría que me echaran del trabajo y la verdad, es que tener un celular regalado por Eros, tampoco me resulta del todo convincente. No sé con qué intención lo haya hecho, si por genuino interés para que no ande por la vida sin comunicación o porque le fascina gastar dinero.
Puede que una mezcla de ambas, está bien., lo que produjo mi insomnio no fue eso, fue otra cosa: la nota. ¿Qué significa eso de seguir su instinto? No llegué a ninguna conclusión, porque no tengo idea ni siquiera por dónde comenzar a sacarlas.
—¿Estás bien?
Alex, una morena ojos ámbar pregunta con interés. Apretujo la caja escondida dentro del suéter, asintiendo.
—Ya vuelvo.
Vislumbro a Eros hablando con Dexter, un chico de otra sección. Va recién afeitado, el cabello algo desordenado y una sonrisa que muestra cuán perfectos tiene los dientes. En eso se nota que el dinero le sobra a montones ridículos, por la manera que fuma y todavía tiene el descaro de lucir esa dentadura.
Me acerco a ellos con la cara gacha y las manos engarzadas dentro del suéter. Eros nota mi presencia, de inmediato y sin decoro alguno, pasea la mirada desde mis pies hasta mis labios y subirlos a mis ojos, despertando unas locas ansias de darme la vuelta y salir corriendo.
—¿Podemos hablar un segundo?—pido en un murmuro. Eros ojea al chico que, no sin antes darme una mirada rápida, se va con el resto del grupo. Eros se acerca a mí, y antes de que pueda decir algo, saco la caja del suéter y se la tiendo, evitando sus luceros persistentes—. No puedo aceptarlo, te lo agradezco mucho, pero...
—No—me interrumpe—. No lo quiero de vuelta. Bótalo, quémalo, arrójalo al mar, no me interesa, pero no lo voy aceptar de vuelta. Es un simple celular, ¿qué te cuesta dejar el orgullo a un lado y aceptarlo?
—No es por orgullosa, Eros—tuerzo el gesto—. Es que de verdad no puedo. Me ha costado una discusión con mi hermano.
—No me importa lo que quiera tu hermano, Sol—musita, su mirada extrañamente suave divagando por mi rostro—, me importa lo que quieras tú.
Aparto la mirada más afectada por la suya que molesta. Me enerva que tenga el poder de barbotear simples palabras y con eso revolver cientos de sensaciones que me adjudican la irrefutable necesidad de cambiarme de ropa interior.
Como justo ahora, evocando sin siquiera desear, el fantasma de sus labios explorando los míos.
—No puedo, es mucho. De verdad que no puedo.
Su resoplido acaricia el costado de mi cabeza.
—¿Mucho? ¿No lo aceptas por qué es 'mucho'?
—Bueno, sí. Un chocolate bastaría, si es que querías hacerme sentir mejor—carraspeo—. Además, ya tengo otro, no hace falta, en serio.
Sin aviso, me quita la caja de las manos y levanta el brazo en dirección a alguien a mi espalda.
—¡Christine!
—¿Qué haces?—exclamo en un chillido.
Volteo a ver a la aludida acercarse a nosotros contoneando las caderas de manera chistosa.
—Dárselo a alguien que seguro si lo querrá.
Me quedo estática. De todas las posibles personas que pudo elegir...
—¿A ella?—bramo. Él afirma y sin pensarlo medio segundo, le quito la caja y la vuelvo a meter en el suéter—. Olvídalo, dame eso.
Suelta una carcajada en el momento que llega la chica.
—¿Me llamabas?
Se menea de un lado a otro pestañeando como si le picasen los ojos. Su idea de lucir tierna me parece estúpida, tanto, que no puedo evitar poner los ojos en blanco.
Quiero dejar de observarla, pero no puedo, como esos videos perturbadores a los que no puedes quitarles los ojos encima. Eros se rasca la mejilla, desapareciendo el amago de una sonrisa burlista al retorcer los labios.
—Sí, ¿podrías acercarte a secretaría a preguntar por Atticus? Hace media hora que la clase debió empezar.
Sus pequeños ojos verdes se iluminan.
—Enseguida, lindo.
Voy a vomitar.
—Lindo—imito la voz de Christine—. Pobre, está tan tonta por ti.
Rechista, tocándose la barba con aire pensativo.
—Eso no es culpa mía, ella ya estaba así cuando llegué.
Esboza media sonrisa sincera, acelerando mis latidos. Me cala una punzada de remordimiento por burlarme de Christine, que en realidad no me ha hecho nada malo, pero es que es tan chistoso ver como babea cada vez que Eros hace acto de presencia...
Casi me recuerda a mí.
—Bueno—alargo la palabra, pisando el césped con la punta del zapato—. Gracias, mi hermano casi lo lanza por la ventana.
Inclina la cabeza, mostrando una sonrisa ruin.
—Tu hermano es un buen hermano.
La carencia de charla me indica que es tiempo de volver con las chicas y me duele físicamente aceptar que no quiero, pero me obligo a mascullar un 'nos vemos por allí' antes de girarme, pero no me permite dar un paso, su mano ataja mi muñeca y me hace enfrentarlo de nuevo. Arqueo una ceja, aguardando a que hable y cuando lo hace, el corazón me da un vuelco.
—¿Quieres salir de aquí?
Pude habérmelo pensado más. Pude analizar un segundo más lo que conlleva perder una clase, nunca lo he hecho sin justificativo, sin embargo, quedo prendida en su mirada y con la voz imperceptible, declaro:—. ¿Qué tienes en mente?
Desde el momento que salimos del instituto me he mantenido en completo mutismo. Cavilando sobre todo sin llegar a nada, me he dedicado a observar la ciudad a través de la ventana de la camioneta. Eros tampoco hace mucho por romper el silencio. No quiero hacerlo yo, porque siempre termino comentando una tontería sin sentido o peor, algo que me deje en vergüenza.
Solo cuando detiene el auto en el primer semáforo, es que caigo en cuenta dónde y con quién estoy. Una avalancha de preguntas me toma por descuido, y en un santiamén, la valentía de hace apenas unos minutos se evapora.
Me miro a los pies, pensativa. ¿A dónde iríamos? Peor, ¿por qué dije que si? La interrogante se siente sin fundamente, puesto que yo sé bien la respuesta. Eros percibe el cambio en mí, se remueve en el asiento y pregunta:
—¿Has estado Coney Island?
Giro la cabeza para contemplarle el perfil.
—No, nunca. ¿Tu si?
Mueve la cabeza en una negativa, trazando una sonrisa que oculta más que un pensamiento indecente, atrayendo un cosquilleo en demasiado agradable a mi vientre.
—Será como nuestra primera vez juntos, entonces.
Resoplo con fuerza bisbiseando una risa corta. Bueno, entiendo que no vamos a ningún lugar secreto, eso libera tensión de mi cuerpo, pero deja un rastro de amargura que me desconcierta.
Cuando se iba del instituto con aquellas chicas, ¿a dónde las llevaba? Espero que tenga la mínima decencia de ofrecer distintas experiencias.
—Pues, si lo dices así...
El ruido del celular notificando una llamada acaba el momentáneo mutismo. Loo extraigo del bolsillo del suéter entrecerrando la mirada, el aparato es el que usaba Martín antes, tiene la pantalla tan quebrada que se convierte en un peligro para quien deslice el dedo por encima.
Enseguida me yergo en el asiento a causa de la naciente tensión en mi cuerpo al leer el nombre de Hera iluminado en la pantalla.
—Es tu Hera, ¿qué le digo?
Pasear es una cosa, escaparse de clase contiene otra connotación para quién lo mire de afuera.
—Que estamos camino a Coney Island, que vaya con Hunter a casa—contesta con una simplicidad que solo aumenta mi ansiedad.
—No le voy a decir eso, no le voy a decir que estoy contigo—proclamo, sin quitarle los ojos a la pantalla.
—¿Por qué?
—Porque lo puede malinterpretar—digo, como si fuese lo más obvio del mundo. Abre los labios para hablar pero levanto un dedo, pidiéndole que cierre la boca. Recibo la llamada llevando el celular contra la oreja—. ¿Hola?
—¿Me pasas a Eros por favor?
Como si me despertaran en la madrugada de una bofetada. Abro y cierro la boca, pensando en las palabras correctas, no doy con ellas.
—¡No estoy con tu hermano!—exclamo a la defensiva.
Al otro lado de la línea se escuchan las risas de Hunter y Lulú, a parte de las de Hera.
—¡Ay por favor, Sol! Vine a buscarlos a su clase y son el chisme del momento—espeta—. ¿A dónde se han ido? ¿A un hotel? ¡¿A la casa?! No quiero llegar en unas horas y encontrarme con mi hermano y tú haciendo cosas.
Echo una ojeada al chico a mi lado concentrado en la vía, deseando que no hubiese escuchado eso último, al reparar en su semblante apacible, me permito tomar una respiración que me quema los pulmones.
—¿De qué hablas? ¿Qué chisme? ¿Qué cosas?
Últimamente se me da muy bien hacerme la desentendida, descubrí lo bien que se siente no aceptar lo obvio, te regala un tiempo de paz que solo la ignorancia te puede ofrecer.
—Llegamos a la cancha, Atticus reportó su falta así que todos tienen pase para salir de la clase, pero Christine, Lourdes y Stella parloteaban que te has ido a follar con Eros—relata con la voz ahogada en carcajadas—. Estaban tan celosas, casi le arranco las extensiones a Stella—hace una pausa para decirle algo a Hunter, carraspea y regresa hablar conmigo—, oye, no tienes porque mentirme, no estoy enfadada, ¿bien? Solo... cuídate.
Escucharle sin rastro de enojo o algo parecido me quita un peso de los hombros. Me tiro contra el asiento, deslizando la mirada al techo del auto. Eros continúa manejando como si nada, claramente le importa poco lo que su hermana tenga para decir.
—¿Eso qué significa? ¿Es un psicópata y no me lo has dicho?
—Tú sabes bien que no, es solo que, ¡no lo sé! Yo me entiendo—profiere evasiva—. ¿Puedes ponerme en alta voz? Necesito decirle algo.
Dudo, un milisegundo después comprendo que no tengo de que temer, así que presiono el botón, y acerco el celular en medio de los asientos.
—Das Gleiche wird wiedrholt, Eros, und Sie vergessen, dass wir einen Nachnamen teilen—el fino tono de Hera se torna hosco siempre que cambia el idioma, pero esta vez, se escucha todavía más hostil—. Eso es todo, por cierto, Eros, ¿podrías traer leche de almendras? Se me acabó, ¡danke!
La comunicación se corta.
—¿Qué te ha dicho?—cuestiono de inmediato, fingiendo un pésimo desinterés.
—Que le lleve leche de almendras—contesta con marcada obviedad.
Me abstengo de revirar los ojos, ya intuía su rodeo.
—No me lo vas a decir, ¿verdad?
Expele un suspiro, tanteando el volante con el pulgar pensativo.
—Nada de lo que tengas que preocuparte, ¿bien? Mira hacia allá—apunta un lugar a la lejanía, al seguir la dirección de su dedo, una noria colosal captura mi atención—. ¿Qué te parece ir a comer y luego subirnos allí?
Para nada una bonita, ni siquiera cerca a ser buena idea. Eso me lo parece.
—Si quieres que vomite todo, por supuesto. Sufro de acrofobia.
Detiene el auto al semáforo cambiar a rojo, de soslayo atisbo el gesto contrariado que muestra.
—No puedes sufrir acrofobia y vivir en Nueva York, es absurdo.
¿Absurdo? No, ¿una pesadilla? Incontables veces, si. Mi turismo se limita al suelo, no he subido a nada más alto que la torre de la compañía y cuando lo hago, mi celular resbala de mis manos.
Claramente es una señal divina para permanecer lejos de las ventanas de más allá de un tercer piso.
—Mi existencia refuta tu teoría.
El semáforo se torna verde, Eros pone el auto en marcha, estrechando con evidente presunción la mirada enfocada en la carretera.
—Te mera existencia refuta todas mis teorías.
Eso me ha sonado a reclamo.
—¿Eso qué quiere decir?—inquiero con dejo desafiante.
Baja los extremos de sus labios en un ademán impasible, mientras saca la caja de cigarrillos de la guantera.
Baja los vidrios de los puestos delanteros y por poco el corazón me salta fuera de la caja torácica al verle abandonar el volante un segundo para encender la mezcla mortal de nicotina, monóxido de carbono y unos cuántos venenos más.
—Tonterías mías.
Presiona un botón en la pantalla táctil al costado del volante, Come Together de The Beatles se oye en cada parlante escondido dentro del auto, invitación a que cierre la boca y disfrute de la melodía.
Y eso hago, con el bichito de la duda rondando en la cabeza.
~
—Creo que ya tuve suficiente.
Eros me extiende una mano, ofreciéndome ayuda para bajar los tres escalones. La acepto, contemplando sus dedos decorados por dos anillos dorados envolver mi mano, pequeña comparada a la suya.
—¿Después de once veces? ¿De verdad?—sondea sarcástico.
Puede que me haya excedido un poco, si, pero en mi defensa, los carritos chocones son mi atracción favorita de los parques de diversiones. Martín ha dejado en claro que nunca me enseñará a manejar por miedo a que cometer una tragedia. Pero no sería así si él me instruye de la manera correcta, ¿no?
Me suelto del agarre al caminar dos pasos, cortando el flujo de corriente producida por el insípido contacto.
—No me gustó tu tono sarcástico—le acuso.
Extiende su sonrisa maliciosa, entonces, atrapa la manga de mi suéter y me empuja contra su costado. Una mezcolanza entre espasmo y sorpresa se adosan a mi cuerpo tibio por el río caliente de sangre en las venas.
—Vamos a la noria.
—Que no, que no—replico, alejándome unos pasos de él, lo justo para que estire el brazo, sin dejar ir el agarre en mi suéter—. Vamos a esa caseta de allá, voy a ganarme el peluche más grande que tengan.
Eros me sigue de cerca sin renegar. En el tiempo que llevamos aquí, no dejo de preguntarme el porqué de su repentino cambio de actitud hacia mí. Paso de ignorarme las semanas pasadas, a pedirme escaparnos de clase. ¿Será táctica para ganarse una noche en mi cama o genuino interés? ¿Habrá traído a Mandy acá también? De una forma u otra, planeaba averiguarlo, no hoy, contra todo pronóstico, me la estoy pasando bien.
La caseta de disparo se encuentra vacía, para nuestra fortuna. Eros cruza palabras con el encargado, le pasa varios tickets y luego, toma una especie escopeta de juguete, tirándosela al hombro.
—Tienen cinco oportunidades, fallan dos, pierden—explica el señor regordete, parándose a un lado de nosotros—. Si le dan a tres seguidas, ganan uno de los medianos, si le dan a las cinco, uno de los grandes, ¿comprenden?
Asentimos, posicionándonos frente a la pirámide de latas. Eros dirige su mirada a mí, sus ojos más pupilas que iris. Cualquier pensaría que se la está pasando en grande.
—¿Quieres intentarlo primero?
Extiendo los brazos para recibir el arma. Me lanzo el juguete al hombro como hizo él, vislumbro la pirámide con recelo, enfocándome en el blanco y luego de pararme firme, aprieto el gatillo.
No le atino a ninguna.
—Es primera vez, me resta un intento—me defiendo, sin mover la vista de la pirámide.
—¡Uno!
—¡Ya sé!—chillo desaforada—. No me desconcentren, por favor.
Repito el proceso, esta vez procuro tomarme mi tiempo para inhalar profundo y orientar la atención a las latas y no a la penetrante mirada del chico de ojos garzos. Cuento hasta diez, aprieto el gatillo y... ninguna.
—¡Esta mierda está alterada!—exclamo, sacudiendo la escopeta de plástico.
Eros se carcajea junto al panzón, me quita el juguete de las manos y después de verificar que tenga los balines suficientes, se la acomoda y sin tanta parafernalia, fija la mirada en el triángulo y en menos de lo que dura un respiro, tira cinco al piso.
No me atrevo a mover ni un músculo, es más, ni a respirar. Eros voltea hacia mí, con la cara partida a la mitad por una sonrisa que muestra lo elevado que su ego se encuentra ahora mismo. Pero claro que sabe disparar, ¿por qué no sabría? Su familia es dueña de un negocio de armas.
Si, gran idea la mía de venir a la caseta donde se desenvolvería con total agilidad. Me subí a la palestra de burla yo misma y sin ayuda.
—Pura suerte, seguro conmigo se trabó o algo—una excusa lamentable, pero tenía que dar la cara por mí.
—Puedes pensar lo que quieras, si eso te hace sentir mejor—burla y sarcasmo bañan el tono de su voz—. ¿Quieres intentarlo otra vez?
No, mucha vergüenza por hoy.
—Mejor escoge tu premio y vayamos a la noria.
—Te enseñaré a disparar. Todos deberíamos saber cómo usar un arma.
Eso se traduce a que pasaría más tiempo con él. La idea me atemoriza y agrada a por partes iguales.
Que gane la mejor.
—¿Hera sabe?
Asiente, señalando un peluche beige con un corazón rosa en el pecho de casi mi tamaño en lo alto de la montana de juguetes.
—Por supuesto, es una Tiedemann.
El señor de canas prominentes le pasa el oso, Eros lo recibe solo para ofrecérmelo. Esto es tan comedia romántica que por poco me carcajeo, es vergonzoso, se vuelve insoportablemente incómodo al divisar la expresión de ternura del hombre detrás del estante.
—Deberías llevárselo a Hera, si me cuesta esconder un celular de Martin, imagínate esto.
Hace un gesto desinteresado con la mano.
—Puedes tirarlo, pero no se lo daré a Hera. Lo gané para ti.
Subo el peluche a la altura de mi cara, escondiendo el calor incipiente en mis cachetes. Por favor, ya basta, es como una linda tortura y no sé cómo reaccionar sin verme como idiota.
—Bueno, gracias—carraspeo, moviendo la cabeza a la noria—. Apresúrate, siempre puedo arrepentirme y volver a los carritos.
Caminamos en completo silencio a la entrada de la atracción, dónde Eros le pasa los tickets necesarios a la muchacha detrás del mostrador.
Abre la pequeña compuerta, permitiendo que yo ingrese primero. La espera para entrar es corta, aún es temprano, hay escases de visitantes en el parque. Tan pronto como atravesamos el espacio, levanto la vista y un nudo se me forma en el estómago al divisar la inmensidad de la noria.
Si antes me sentía pequeña junto a Eros, ahora me siento como una verdadera hormiga.
—Imposible—mi voz es un susurro cobarde. Tan solo me imagino montada en uno de esos compartimientos, meneándose de lado a lado y con al aire azotándome en la cara con fuerza... no, no podría salir bien—. No puedo.
—Esperé pacientemente a que te aburrieras de los carritos para esto, no te puedes retractar—acusa con rastro de diversión en su tono.
—Nunca prometí nada.
—No, pero es lo que espero de ti.
Suspiro, mirando el chico de seguridad acercarse.
—Si esperas a que las personas hagan por ti lo mismo que haces por ellas, jamás vas a escapar de una decepción.
Sin esperar respuesta, entro a la cabina tambaleante. Eros lo hace después de mí, cierra la pequeña puerta y se tira contra el respaldo, con un cigarro preparado para ser consumido entre los dedos.
—Estoy segura de que está prohibido fumar aquí.
Ríe sin pizca de gracia pasando de mí. La noria empieza a moverse ocasionando que la respiración se me tranque en la garganta y tenga que apretar la mandíbula para parar el temblequeo persistente de mi cuerpo. Percibo la gravedad bajo mis pies, cada vez más notoria. Aprieto los párpados sintiéndome mareada y con la ola de náuseas escalando por mi esófago.
Querido Jesús, si esto se cae, que rebote. En tu nombre, amén.
—Esperaré a que suban y me lo digan ellos mismos.
Guardo silencio. No estoy para sus comentarios desatinados, no cuando hemos alcanzado algo de altura, que para cualquier otra persona resultara poquísimo, pero para mí, es un martirio. Imagino que estoy en otro lugar, seguro y cómodo. Mi cama, si, mi cama es un buen lugar.
Un movimiento más, y la respiración me escasea, me prohíbo abrir los ojos, porque todo se volvería un desastre.
—Abre los ojos—pide Eros, contradiciendo mis pensamientos.
Niego con ahínco, aferrándome con demasiada fuerza al barandal delante de mí, inhalando hasta que los pulmones me arden, y lo expulso controlando el flujo de aire.
Inhalo. Exhalo. Inhalo...
Paro de hacerlo cuando la mano de Eros recubre la mía. Me da un apretón, seguido, su mano se desliza con lentitud hasta mi hombro, y como si no fuese suficiente, me cubre la garganta y antes de que pueda decir o hacer algo, sus labios se estrellan contra los míos, un beso feroz y necesario que barre cualquier pensamiento de mi mente.
Joder, sí, sí sí...
Eros gruñe una palabra en alemán, toma mis labios con la misma destreza de días, mis labios se mueven contra los suyos, como un impulso innato.
Traslado las manos del barandal al cuello de su suéter, maniática por sentirlo más cerca, más íntimo. Una de sus manos baja el cierre de mi suéter y se escurre por dentro de mi camisa, erizando cada vello de mi cuerpo, calentando partes que pronto reclaman por algo más que un insulso apretón de muslos.
¡Bendito Dios! Qué bien besa, que suave son sus labios y la piel de sus palmas frías, pero no más que la huella de sus anillos en la mía...
Y así, distraída por sus besos, llegamos a lo más alto de la noria, lo sé, porque mi cabello vuela en todas las direcciones.
El ardor en mi sexo es cáustico, doloroso, el corazón me tiembla dentro de su cavidad al sentir el recorrido de su mano indecorosa y requerida por mi abdomen, cada vello encarnado en mi dermis se eriza cuando se interna entre mis muslos prensados y oprime suavemente en la ardiente necesidad palpitando con fiereza.
—¿Puedo tocar aquí?—. No, dímelo, necesito escucharte.
—Sí.
Su boca transita con desenfreno por mi mentón, desciende marcando succiones y mordiscos por mi garganta, aumentando la humedad que sus dedos precisos restriegan con destreza por mi intimidad, trazando certeros círculos sobre mi clítoris hinchado.
Eros me estrecha contra sí y sube una de mis piernas a su regazo, circundando sus dedos, presionando el punto exacto para forzar un sonido de placer desde mi garganta que él reclama con una ronda de besos desenfrenados.
El placer me nubla el juicio, rompe mi coherencia y la inherente necesidad de privacidad. No me importa dónde estamos, que la brisa me desordene el cabello o arrastre mis sublimes gemidos a oídos ajenos, todo lo que deseo es, es...
Aferro las manos como anclas a sus brazos, recibiendo el sinfín de exquisitas sensaciones llenarme, pulverizarme y contraerme los músculos a estremecimientos disimulados por su cuerpo ceñido sobre el mío.
Pronto, los resquicios del orgasmo se desvanecen con el viento fresco. No me atrevo abrir los ojos, no puedo, la despiadada vergüenza me abraza el pecho y encandila la razón.
¿Acabo de...?
El beso que despoja en el costado de mi cabeza suspende mis retóricas.
—Así quiero que te toques esta noche mientras piensas en mí.
¿Otra vez?
Aprieto la boca con dureza, advirtiendo que pueda escaparse la confesión. Suficiente vergüenza por hoy.
—No sé qué pasó—miento, admirando la vista terrorífica de la impresionante y majestuosa ciudad bajo mis pies.
Me decido a quitar la pierna de la suya, la incómoda sensación de mi ropa interior mojada me pone un mohín de desagrado en los labios. Levanto el peluche olvidado en el piso y lo abrazo, sin acomodar mi ropa en su sitio decente.
—Yo sí—afirma con total complacencia—. Te corriste en mis dedos, una pena que no los tuviste adentro, me hubiese encantado llenarme la mano de tu orgasmo.
Escondo la cara en el peluche, ¡¿por qué tiene que ser tan directo?!
Sellos los labios direccionando la vista al frente, el sentir de sus ojos en mi perfil, avasallantes, me arrebata un ataque de risa en el momento menos oportuno, pero imposible de contener.
Eros niega e inclina la cabeza a un costado, dedicándome una sonrisa apretada y la hermosa vista de la luz tocando de lleno en su cara, aclarando el azul en su mirada.
—Eres preciosa, Sol Herrera, y estás arruinando mi vida.
Paro de reír paulatinamente.
—¿Por qué?
—Porque no dejo de pensar en ti.
A pesar de sentir la sinceridad empañando su voz, la intuición me advierte que su revelación no es del todo consistente.
Aún así, con el repele de una posible mentira proliferándose en el aire de la tarde joven, disfruto el resto del viaje, codiciando con enfermiza intensidad la única confesión que me trago, la de sus dedos, expertos y certeros, tocando, rozando.
En esa sí que confío, porque es la misma que profeso.
Mami, si lees esto, nunca le devolví el iPhone a Paolo.
De hecho, no me pagué los celulares de después tampoco...
Te fallé.
Pero al menos tenemos comunicación😃👍
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