"60"
El último funeral al que recuerdo haber asistido, fue al de mi abuela Cristina. Una mujer, según me ha contado Francisco, con el mismo carácter de Isis, a la que veía de vez en cuando, porque residía en su ciudad natal, Pereira, Colombia.
Yo no pasaba los diez años en el momento de su fallecimiento, habría compartido tres o cuatro veces con ella en navidad. Tuvimos tan poco contacto, que al morir, no resentí su pérdida, por el contrario, estaba extrañamente contenta de visitar otro país.
Una semana ha transcurrido desde los hechos del quince de abril. Se ha sentido como un año entero.
Perder a Franziska me ha enseñado eso tan doloroso que con mi abuela no comprendí. La muerte, por muy irónico que suene, se vive tres veces.
Una, en el momento que te enteras, y te obligas a reconocer que no hay vuelta atrás, que en las leyes divinas no hay juez terrenal que valga.
La segunda, en su entierro, cuando el dolor te desgarra desde adentro y ves el ataúd cerrado frente a ti, con esas flores a las que les tomé aversión sobre el. Es en ese instante que no puedes evadir el pensamiento de que no quieres darte la vuelta e ir a casa a seguir con tu vida, porque temes dejarla ahí dentro, sin compañía.
La tercera, al abrir los ojos la mañana siguiente y enfrentarte a tu vida sin esa persona en ella. Franziska poco ha estado en mi vida, y aún así, la huella que ha dejado es perpetua. Ese momento acostado entre las sábanas, miras desde un punto lejano como de la destrucción que el luto ocasionado, todo empieza a reformarse, y no quieres, te niegas a permitir el curso natural de tu vida con ese hueco que se ha originado en tu pecho, y del que careces de pieza que lo complete, porque se halla encerrado para siempre entre pilones de concreto.
Franziska había sido una mujer de fiestas y celebraciones inmensas desbordantes de alegría. Su despedida fue lo opuesto. Por seguridad, solo la familia y amigos más cercanos pudieron asistir, Helsen tuvo que dar el discurso en su honor, puesto que Agnes no podía parar de llorar.
Solo hubo un triste y desabrido café, no hubo ni un vistazo de una botella de vino. Ella lo hubiese odiado con el alma, pero al ella partir, se ha llevado el gozo que esta familia poseía, y cuya carencia se nota demasiado pronto.
Moira mete a fuerzas la última pieza de ropa en la maleta abierta encima de la cama que ya sentía mía, en la recámara de Eros. El aire gélido dentro de esta habitación es indicativo de su ausencia, Eros nunca permitía que el frío se asentara, puesto que prefería mantenerme sin ropa.
Soy consciente del desparramo de lágrimas al divisar la humedad de las gotas en la cobija blanca. Respiro hondo, limpiando mis mejillas mojadas con el cuello del suéter blanco bajo el abrigo negro que visto. Por esta razón no quería que nadie me acompañase a recoger mis cosas, entrar aquí me produce ese choque de emociones que en el hotel, custodiada por más agentes de seguridad de los que podría contar con los dedos de una mano y bajo el constante cuidado de mis papás, había estado retrasando.
Me había creado una burbuja para escabullirme de los acontecimientos de los días pasados, me hacía daño, pero no sabía cómo reaccionar sin que el dolor físico, mental y emocional que palpita vívido dentro de mí, se tornase intolerable. Nadie nunca estaría preparado para un golpe de esa magnitud, ciertamente no soy la excepción.
En unas horas más estaría sobrevolando Estados Unidos y en mi cabeza ronda el recuerdo de esa última vez que tuve contacto piel a piel con Eros, que aspiré su perfume y recibí un beso suyo, me roza la herida profunda en mi interior recordar también, que fue en una habitación de hospital. No pudo asistir al funeral de su abuela, ni siquiera Andrea lo hizo, la audiencia, de la que no tengo información, fue pactada para esa fecha y hora, imposible de mover.
Mientras el mausoleo de los Wilssen recibía el ataúd de Franziska, su nieto disputaba su libertad a kilómetros de ella. Que tortura fue recordar que hace solo un par de días, la misma Franziska me mostraba esa parte de la residencia, y ahora volvimos con ella, pero regresamos sin su compañía.
Como regreso a casa sin Eros
—Moira, déjanos solas por favor.
Tan ensimismada me encontraba, que no oí la puerta abrirse y a Hera ingresar. Desde ayer luego del velatorio no he cruzado palabra con ella, ella ha estado aquí, con su familia, yo en el hotel con la mía. Hera es especialista en encubrir eso que le aqueja detrás de unas gafas oscuras, bufanda de diseñador y una expresión sosegada que advierte que si le hablas, respuesta no tendrás, y si le miras, para ella dejarás de existir.
Moira se va, cerrando la puerta tras ella. Hera sondea la recámara con los ojos a medio abrir, sin las gafas y ni una gota de maquillaje, los arcos lilas bajo sus ojos, indicio de sus desvelos, son evidentes. Ella se percata de mi escrutinio y volteando a mirarme como si no llevase vida por dentro, carraspea pugnando por trazar una sonrisa que no se completa.
—A la abuela le hubiese encantado verte con su gargantilla, era una de sus joyas preferidas—musita con pesadumbre y una minúscula jocosidad antes de soltar aire por la nariz—. Vine a despedirme, no quería que te fueras sin hablar conmigo, porque no sé cuándo me sienta lista para volver—el vestigio de aflicción que emanó de su voz se asentó en sus facciones—. Me quedaré aquí con mamá unas semanas antes de partir. Mi familia no es la más unida, te habrás fijado de eso, pero por ahora necesitamos permanecer cerca.
Siendo honesta, ya lo veía venir, es lógico que sea así. No obstante, no suprime el malestar que me ocasiona volver a la rutina, con dos faltas primordiales en ella. Me dieron la oportunidad de tomar las pruebas finales en privado, como lo hará Hera, pero no quiero restarle la normalidad que mi vida necesita. Aunque de solo imaginar los cuestionamientos en Varsity, me lo replanteo dos y tres veces.
Asiento un par de veces, tomando sus manos frías.
—Lo entiendo, sabes que estamos a una llamada de distancia, a la hora que sea—replico con serenidad—. Allá estaremos esperándote cuándo estés lista, cuándo ambos lo estén.
La mirada se le cristaliza, el temblor del labio inferior le hace pegarle una mordida, eludiendo el llanto. La fachada se le cuartea y sus ojos se tornan dolidos, someto sus manos a apretujones, comunicando a través de la unión que conmigo no tiene porque privarse de sentir. Conmigo ni con nadie.
—Ustedes podrían visitarme a mí—se las arregla para decir, sin dejar de mirarme.
—Me agrada esa idea, nunca he ido a Inglaterra.
Una sonrisa acongojada le empaña el cariz.
—Me iré con Maxwell y mamá a Francia—anuncia, apretando la boca en una línea—. Sin la abuela, Londres ya no tiene sentido.
Eso sí que me toma por sorpresa. Y a la vez no.
—¿Maxwell?—la interrogante se me escapa antes de si quiera pensarle.
Inclina la cabeza, cerrando los ojos mientras exhala un suspiro.
—No se ha despegado de mi lado y Sol, creo que empiezo a quererle sinceramente.
Desvía los ojos a la pared, formando un mohín con los labios, como si asumirlo le generara una vergüenza voraz. Se suelta de mi agarre, procede a enlazar los dedos delante de su vientre, retorciéndolos bastante ansiosa.
No me miente, se le nota a leguas que le cuesta un mundo aceptarlo. Y lo más importante de todo eso, que no se engaña a ella misma, como meses atrás, cuándo quería a Maxwell para intentar olvidar a Jamie.
—Maxwell es buen chico—susurro, sintiendo una extraña mezcolanza en el estómago.
De sus labios sale una risa ligera.
—Lo es, pero, ¿seré buena yo para él?—el murmuro se le quiebra por la fuerza de un sollozo. Se tapa la boca tratando, en vano, de contener la ola que le suceden—. La extraño mucho, Sol.
Llora con las manos cerradas en puños contra su boca. La marea de lágrimas contenida por días se desplaza mejillas abajo, goteando del fino mentón. Una oleada de pesar recorre mi extensión, concentrándose en el centro de mi torso.
Sin pensar en un posible rechazo, la atraigo hacia mí, aunque no me abraza, esconde la cara en mi pecho, su frente roza la venda, apenas puedo silenciar el quejido que me asalta.
—Tus heridas—farfulla.
Niego, reteniéndola en esa posición.
—Está bien, no me importa—le aseguro, posicionando su cabeza en el lado sano.
Y llora con mayor fijeza contra mi cuerpo. Solloza como si se los arrancaran a sangre fría de la garganta. Gimotea mojando mi ropa con todo lo que desecha, aporreando el piso con el pie, rabiosa con su familia, con ella, con la vida.
Se queda así no sé cuánto tiempo, sacando todo eso que tenía arrumbado en su interior. Cada jadeo roto se incrusta en mi ser como cuchilla, la faringe me arde, sin embargo, contengo mis propias lágrimas.
Hera necesita un momento dónde pueda desahogarse sin tener en la oreja llanto ajeno.
Un minuto después de apaciguar los gimoteos entrecortados, visiblemente más calmada, decide separarse. Absorbe una cantidad absurda de aire, para luego dejarlo salir, quitándose la ruta empapada que han dejado las lágrimas en sus cachetes sonrosados como la punta de su nariz.
—Conversé con Eros ayer—menciona con inflexión rígida, paseando la vista por la recámara—. Me ha dicho que busque y te entregue...
La sola mención de su nombre me acelera el pulso. Hera se acerca a la mesa junto a la cama, le observo curiosa como sin vacilar, levanta lo que creía era el fondo de la gaveta, y del compartimiento escondido, extrae la caja de gamuza negra que Franziska le obsequió a Eros la mañana del cumpleaños de su hermana.
Ella suspira feliz, abrazando la cajita en su pecho lo que me saca una sonrisa. Y posterior de darle un beso, me la extiende.
Salteo la vista de sus manos a sus ojos, de improvisto, sintiendo una vergüenza que me hace negar repetidas veces. Franziska ni siquiera se los dio Ulrich aun cuando él se lo pidió, por lo que asumo, no es cualquier baratija sin importancia.
—No creo que sea lo correcto.
Ella persiste, zarandeando la caja de arriba abajo delante de mí, pero no hallo manera de hacer que mi cuerpo me obedezca.
—Franziska se los dio por alguna razón, y si mi hermano está de acuerdo y se siente tranquilo contigo custodiando el último regalo que la abuela le entregó, no soy nadie para negarme a eso.
Inclino la cabeza, dubitativa. Ella me coge del brazo y me obliga a tomar la caja al estamparla en mi mano. Examino el material de cerca, la curiosidad de aquel día me hace ver a la rubia con precaución, ella solo esboza una sonrisa ladina, que me empuja abrir el empaque y fisgonear lo que hay dentro.
Dos anillos idénticos, del oro más acendrado que he visto. Uno más grande que el otro, guardan similitudes a los que Eros, Helsen y su padre portan, pero estos se distinguen por tener el escudo de la familia sobre un fondo negro,y una frase que no puedo distinguir de lo unida que está, grabada en el interior del aro.
Son alianzas de matrimonio, aprobados por el clásico estilo Tiedemann.
Sello los labios, son tan él que me quedo sin pensamientos.
—Mein ganzes Leben, und noch eine Nacht—recita Hera, acariciando el más pequeño—. Toda mi vida, y una noche más.
No puedo quitarles la mirada de encima, ¿cómo un objeto inanimado tan pequeño puede destilar tanto poder? Siento que son ellos los que me juzgan a mí, como si audicionara para saber si soy digna o no.
Bajo la tapa, negando con ahínco.
—No puedo.
Ella resopla, con la súplica tatuada en las pupilas.
—Cuídalos sabiamente, son una de las reliquias familiares más antiguas que tenemos.
Claro, saber ello ayuda a los nervios que me dan saber que tengo que conseguir un sitio adecuado para esconderlos... y que después de un mes no se me olvide.
—¿Eros te ha pedido eso?—cuestiono incrédula, a lo que ella asiente con fervor—. No quiero tomarlo como una indirecta, soy muy joven...
La broma ligera ha surtido efecto, le ha exprimido una sonrisa. Sabiendo que no hay paso a más negativas, pongo la caja a un costado de la maleta, los llevaré junto con las joyas en la mochila de mano, lo último que deseo es que Isis de con ellos al desempacar.
Dentro del mutismo de Hera, se engendra una tensión que me impulsa a darme la vuelta y conectar nuestras miradas. Ella, luciendo un viso impoluto de emociones, otra vez, atrapa mi muñeca y se acerca a mí, lo suficiente para hablar en susurros y que aún así, yo sea capaz de escucharle.
—Yo sé que no lo parece, pero puedo darme cuenta de muchas cosas, y no sé cómo se desarrolle todo esto—apretuja mi piel con una fuerza que le brota desde las entrañas, anclando sus ojos vorágines en los míos apacibles—. Por eso te digo ahora, que Eros no piensa cuándo ama, en cambio yo, me lo pienso dos veces antes de amar.
Cualquier indicio de broma desaparece de su semblante austero. Baja el mentón sin cortar la conexión entre nuestras miradas, y la suya, gélida como un tempano de hielo, me expide un aire frío que me traspasa el cuerpo.
—Siento que me he perdido en la traducción, como siempre.
Como si un segundo antes no me hubiese comido en vida con los ojos, eleva la cara, despejando las facciones de esa terrorífica expresión.
—Lo traduciré explícitamente para ti: no confíes en mí—y como su hermano lo ha hecho innumerables veces, desprende un beso diminuto en el dorso de mi mano—. Ve al despacho de papá, Andrea espera por ti.
Sin oportunidad a cuestionarle de que va esa actitud que me pone los pelos de punta, me suelta, gira sobre sus talones y se va de la habitación como si nada hubiese pasado.
Agudizo la vista sobre la puerta. Desde que conozco a Hera, siempre ha sido de hablar con rodeos, ya sea porque no le apetece contar sus problemas, o porque no desea revelar sobre la vida de alguien más, me ha quedado claro. Pero que me pida eso... no le encuentro sentido.
Guardo los anillos y el joyero a la mochila, luego me encamino al despacho de Ulrich en la planta baja.
En la oficina de Ulrich, lo primero que se roba tu atención es la amplia ventana detrás del escritorio de roble, esa que ni estando las cortinas abiertas, es suficiente para iluminar la estancia, porque al parecer, el sol se ha olvidado de este país. Lo segundo, la espaciosa biblioteca que se adueña de la pared entera, y a la que no le cabe un libro más. Eros me ha dicho que es decoración, su padre detesta leer más de cinco páginas seguidas, justo como él.
No me extraña que Ulrich esté presente, en cambio, conseguir a Valentina sentada frente a él, me saca de contexto. El hombre luce como uno se espera al saber que ha perdido a su madre, su hijo está en custodia policial y su esposa que se niega a serlo, aunado a que está embarazada, se va con su hija a otro país: está abatido, con un vaso de whiskey en la mano y una cara que delata las noches que se ha pasado sin dormir. Justo como yo.
Andrea detiene el paseo ansioso al verme entrar, se pasa el paño que lleva siempre con encima por la frente, quitándose el sudor. Hago el amago de saludarle, hace días que no le veo, pero me calla apuntando a la silla junto a su hija.
—Toma asiento—pide de forma agria.
No esperaba un recibimiento con bombos y platillos, por supuesto, pero tampoco que me hablase en ese tono que solo usa emplea cuando una de sus hijas se mete en un lío. Tomo asiento, pasando la vista de Valentina a Ulrich y por último al abogado, quién arroja una carpeta negra encima del escritorio, frente a mí.
—¿Cómo ha ido la audienc...
—Te casaste—me interrumpe, y mi corazón se salta un latido.
Arrugo el ceño, negando repetidas veces.
—No.
Ulrich profiere una risa baja sin pizca de gracia, sirviéndose otro trago.
—¿Firmaste estos papeles?—inquiere Andrea, abriendo la carpeta de un tirón furioso.
Escaneo la hoja con el corazón en la garganta y la cabeza sumida en una neblina espesa. Leo el nombre de Franziska un par de veces, pero Andrea pasa es página y la siguiente muestra otra distinta, con mi firma, y la que le sigue a esa también, así como las dos restantes, que, o tienen el logo de Tiedemann Armory, o el escudo del país junto a los colores de la bandera.
—Sí, no—balbuceo.
—¿Sí o no?
El corazón me late a ritmo frenético, la lengua se me adormece, porque aunque la respuesta es una confirmación, no soy capaz de decirlo en voz alta.
—Eros me ha dicho que es el seguro y traspaso de la joya—musito, y la mirada que me lanza Andrea me congela la sangre.
—¿Y estos? ¿Los leíste o si quiera hiciste el intento de hacerlo?—pregunta con un enfado tenaz, golpeando con la punta del dedo el segundo papel.
—No sé alemán—mi voz es un susurro sumido en la vergüenza—. Decía el nombre de Franziska.
El entumecimiento de la lengua se desplaza a mis brazos, lánguidos a mis costados. Puedo apreciar el claro destello iracundo en torno a sus pupilas, la presión de sus ojos me deja sin aire, bajo la mirada a mi regazo, con el nudo del llanto formándose en mi garganta.
Entender que no es una broma, ni una mentira de mal gusto de Andrea, comprender que es cierto, que son papeles de matrimonio, una situación que no esperaba vivir ni en muchos años más, me golpea como una patada en el estómago. La respiración se me agita, mi cuerpo entra en un estado de tensión que me turba los sentidos.
—Quiero digas mirándome a la cara que tu sueño más anhelado es estudiar Leyes, para reírme con ganas, hace mucho que no lo hago—manifiesta, impregnando una tonada de ironía a sus palabras.
Cierro los ojos, cubriéndome el rostro con las manos. Quería decir algo, una excusa ridícula, porque para defenderme solo podría escudarme en tonterías, no sé, lo que fuese, pero tenía la impresión de que haber perdido la voz.
—Papá...
—Tú te callas, que contigo tengo los mismos problemas—le reprende Andrea—. ¿Cómo firmas un papel sin leer o entender lo que dice, Sol?
Casada. Matrimonio. Eros. El trío de palabras se repite como una espiral sin fin, en la que cada vuelta me duele más que la anterior. Descolocada, con la rabia y decepción arañándome con garras largas y puntiagudas desde adentro, hincándose en mi corazón.
Cierro los ojos, sintiendo una conmoción insondable en el núcleo de mi cuerpo.
—Él me dijo que era el seguro de la joya, leí el nombre de Franziska, creí que el resto de papeles hacían parte de eso—jadeo por aire, dirigiendo la mirada oculta tras un río de gotas al abogado—. Confié en él.
La risotada incrédula que suelta se siente como una bofetada.
—¿Confiaste en Eros?—repite, frotándose el rostro rosáceo con las manos—. No sé si tu ingenuidad es inmensa o ...—corta lo que planeaba decir, estrechando los labios en una mueca irascible—. ¿Te das cuenta de lo grave que es esto? Porque no solo es un matrimonio, es la aceptación del cambio de apellido, una propiedad en Manhattan y la transferencia del cinco por ciento de las acciones de Tiedemann Armory.
La sensación lacerante que me encapsula el pecho asciende a mi garganta, un desfile de emociones que han perdurado durante esta semana, se estancan en mi interior, y tengo la pésima intuición de que no se moverán de ahí por un largo, largo tiempo.
—¿No piensas decir nada?
Mucho, pero no a él.
—¿Hay alguna forma de revertirlo? Yo no sabía lo que firmaba—argumento, como última opción.
—Firmaste una carta de no objeción y en pleno uso de tus facultades—interviene Ulrich, vertiendo más trago en el vaso—. Todos lo vimos.
Frunzo el ceño, con una súbita quemándome las entrañas.
—No me dijo de que se trataba el resto—repongo entre dientes.
Me enerva que el par de ojos que adoro sean una copia exacta de estos, que escrudiñan cada centímetro de mi cara, cada facción, mancha o relieve, indagando por alguna cosa que ignoro porque la indignación que me quema por dentro no me permite pensar con claridad.
—Tu deber era averiguarlo.
Una punzada de ira me hace apretar los dientes.
—El deber de su hijo era pedir mi consentimiento—contradigo, a lo que él arquea una ceja petulante, bebiendo un sorbo del trago.
—No te mintió, ¿preguntaste por la primera hoja o el resto?
La rabia que me surca se descontrola al verle esbozar media sonrisa, como si esto fuese un chiste para él, un juego de niños sin importancia.
—¿Usted avala esta desfachatez?—bramo, inclinando el cuerpo hacia adelante—. Claro, que pregunta tan tonta, ¡seguro que usted le sugirió la idea!
—No, mi sugerencia fue otra—refuta, sus ojos tomando un matiz tedioso.
Tenso la mandíbula, comprimiendo los dientes. Él continúa absorto en el liquido ambarino, como si lo que ocurriese a su alrededor tuviese la misma relevancia que el limón deshidratado en mi nevera.
—Esto no puede ser legal, no lo sabía, se puede anular—casi le imploro a Andrea, clavando las uñas en los reposabrazos de la silla.
Andrea forma una mueca mortificada con la boca, enarcando ambas cejas.
—¿Tienes pruebas de que sufriste manipulación o algún tipo de coacción?—pregunta—. ¿Te sentiste orillada a firmar esos papeles?
Mi garganta se cierra. No, joder no.
Mi silencio es su respuesta.
—Unas llamadas me han confirmado que lamentablemente todo posee legalidad, es fidedigno y te diré que tu esposo eliminó la palabra divorcio de su léxico, por el momento nos queda transferir las acciones y la propiedad a Hera, Agnes o Helsen, porque Ulrich no lo aceptará—informa el abogado, acribillando al susodicho, quién pasa de él, con la mirada—. Podemos abrir un caso de manipulación, desconocimiento del idioma, estabas borracha qué se yo, pero se entorpecería con el caso penal, lo retrasaría de esperar llegar a Nueva York y comenzar el proceso de manera habitual, ¿quieres ir por el o esperar?
Otro más, otra piedra a la balanza. El peso es enorme, insostenible, necesito rebajarle kilos para llevarlo.
—Esperaré, señor—centro la vista en Ulrich—. ¿No quiere su dinero de vuelta?
Me repito que este señor es el padre de Hera y que recién su madre fue asesinada. Me lo repito tres veces más, porque necesito toda la ayuda para no descargar lo que siento contra él, en ausencia de su hijo.
Articula una risa desdeñosa antes de beberse lo que le quedaba al vaso.
—Ich habe ihm gesgt, pass uf die Schönsten auf, die sind eher dumm und er hat nicht auf mich gehört...
«Le dije, cuidado con las más bonitas, tienden a ser tontas, y no me escuchó»
Y todo eso que me repetía, se desvanece.
—¡No me insulte!
Estrella el vaso contra la madera, sacándome un sobresalto.
—Deja de gritar, maldita sea—barbotea en un gruñido—. Eros sabe que hace con su dinero, el que quedará en bancarrota es él, no yo.
Me hunde la mirada desidiosa e irritada, frunciendo los labios. Intento no bajar la guardia, no flaquear frente a él, pero no lo consigo. El cúmulo de emociones retumbantes me traicionan y un sollozo se me cuela fuera de la boca.
—Usted no tiene sentimientos—sollozo como lo que soy, una idiota.
Oigo su risa sin gracia, como ácido a mis oídos.
Estoy cansada de llorar, harta del ardor en mis cuencas a cada minuto, a cada recuerdo. Esto me pasa por creer que Eros haría las cosas de la manera correcta, por confiar en que me diría las cosas de frente, sin maquillarlas, sin disfrazarlas. Creía mal, le entregué mi confianza al demonio equivocado, y él terminó vendiendo mi alma al diablo.
No he acabado el bachillerato, ¿cómo puedo estar casada? Con un hombre del que estoy ridículamente enamorada, es cierto, pero al que conozco de hace menos de un año.
Debí preguntar, no debí asumir que el nombre de Franziska me daba seguridad. Maldita sea, incluso ahora que la calentura no me inhibe la razón, puedo notar a simple vista, que la textura de los papeles es distinta.
—Sin lloriqueos, Sol, cometiste un error, uno inmenso, pero no es momento de bajar la cabeza, que falta un año entero para poder ingresar la solicitud del divorcio—brama Andrea, agarrándose la cabeza con las manos—. ¿A quién se le ocurre firmar unos malditos papeles sin saber lo que dicen? Sin consultármelo a mí, viniendo de ti, es absurdo y decepcionante, dime, ¿qué le dirás a tu familia?
La sangre que hace un suspiro me hervía, se agolpa a mis pies.
—No se los pienso decir—contesto de inmediato.
Andrea cambia de humor abruptamente. Suelta una risita sin rastro de gracia, reposando los codos sobre el escritorio.
—Tu nombre ha cambiado, ¿sabes lo que eso conlleva? Tramitar todo papel legal desde cero, pasaporte, visa, carnets, tu título del instituto. Es el deber ser, no puedes tener dos estatus civiles distintos, no eres la maldita Hannah Montana—reprende, tocándose la sien con la punta del dedo—. Métete en la cabeza que hasta que el malnacido de Eros no firme una mierda, te llamas Sol Herrera-Tiedemann.
Al instante, un escalofrío me invadió. Los sollozos cesan a causa del coraje incrustado en el pecho. ¿Por qué? ¿Por qué hacer esto? ¿Por qué aprovecharse de la confianza que le di para hacer esto? Esto es como un cuadro abstracto para mí, sin sentido.
—Papá, ¿hablaste con Eros sobre ese asunto?—cuestiona Valentina. Su mano se enrosca en mi brazo, dándole apretones intermitentes—. Perdona, no lo justifico, pero miren lo que ha pasado, creo que sus intenciones no son erradas, Sol, estarás bien.
—Bien casada—se burla Andrea.
Valentina resopla, Andrea abre la boca para contestarle pero Valentina levanta un dedo deteniéndole.
—No es un capricho, ¿has escuchado sus razones?
Giro el cuello hacia ella, saboreando una acidez en el paladar.
—¿Tú también sabías de esto?—interpelo subiendo el tono de voz.
Ella se encoje de hombros con pesar, echándole una ojeada veloz a su padre.
—Creí que estabas enterada—responde con voz apacible—. Lo lamento.
—De eso hablaremos después, en esta casa las paredes tienen oídos—asevera Andrea, estampando un libro de al menos diez centímetros de grueso encima de la dichosa carpeta negra—. Sol, léete esto, ¿o al pisar Alemania se te olvidó como hacerlo?
Ese aire jocoso en su tono me advierte que su respeto he perdido. Y no tengo como argumentan a mi favor, merecido me lo tengo.
Trago saliva, tomando lo que leo, es el código civil alemán traducido.
—Papá, ya déjala en paz.
La vista de Andrea queda prendida en algún punto a mi espalda casi un minuto entero.
—Vamos a sacar al desgraciado de la cárcel, lo haremos solo para que te firme el papel, a mi no me importa dejarlo refundir allá adentro—decreta sin darle importancia a que Ulrich esté presente—. El caso es simple, defensa propia y de terceros, los forenses encontraron una carta suicida en el bolsillo del pantalón de Müller, él sabía a lo que iba, no menciona nada de quién lo envió. Zane Müller irrumpió en propiedad privada cuando se le había impuesto una orden de alejamiento, disparó primero, asesinó a Franziska Tiedemann, tentativa de homicidio contra Eros y Sol Herrera-Tiedemann—dictamina, secándose la frente otra vez—. No conseguí la fianza que le permite esperar el juicio en libertad, Eros tiene historial y no cuenta con permiso para transportar arma de fuego.
Eros. El nombre que hace minutos sentía cercano, sumido en mi corazón, ahora lo percibo lejano, a mares de distancia. Y es que sin reparar en ello, uso como defensa la rabia que siento para sosegar el dolor que me comprime el pecho al recordar dónde se encuentra.
Esto no debió ser así, nada de esto.
—¿Cuándo se celebrará el juicio?—pregunto, con los hombros caídos.
—No lo sé todavía, tendrías que viajar para presentarte como testigo, ¿estás de acuerdo?
La respuesta es obvia.
—Sí.
Andrea entrecierra la mirada con sospecha, no muevo ni un músculo de la cara.
—Esto no es una luna de miel, Sol, no puedes tener ese tipo de contacto con él—advierte, que crea que para eso le quiero ver, me ofende.
—Lo sé, señor. No es mi intención.
Me siento dividida en mi propio cuerpo. Quiero odiarle con todas mis fuerza, quiero desecharlo de mi sistema como a un jodido parásito, por su abuso de confianza, por unirme a él sin consultármelo, por pasar por encima de mi voluntad.
La otra cara de la moneda, es que por mucho que ansíe hacerlo, una pared hecha de recueros y sentimientos, me lo impide. Esta parte de mi no termina de procesar lo que esto significa, como si viviese en una realidad alterna dónde nunca firmé una mierda y el quince de abril nunca existió.
Y una me quema en vida tanto como la otra.
—Esto no es juego de niños y siento mucho que pases por esto siendo una jovencita—Andrea chasquea la lengua, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—, pero ya estás metida hasta el cuello, no puedes darte la vuelta y esperar a que se olviden de ti.
El hueco en mi pecho se traga mis emociones. Deseo sentir el corazón hecho picadillo, pero estoy anestesiada. Se me escapa un resollido al aterrizar en mi cabeza enmarañada una duda que me congela las venas.
—Señor, esto me afectará con respecto a la universidad, ¿no es cierto?
Andrea bufa, sirviéndose él mismo un trago del whiskey de Ulrich.
—Claro, no pretenderás optar por una beca cuándo puedes comprarte la universidad, ¿o sí?—rezonga, empinándose la bebida. Del bolsillo interior del saco extrae una hoja doblada, la posiciona en la superficie del escritorio y la desliza a mi dirección—. Esto lo envía Eros, me comunicaré contigo en la brevedad posible para comenzar con el papeleo legal. Buen viaje.
—Maldita sea, maldita sea, maldita sea...
Entro al baño de la recámara de Eros, echando pestillo a la puerta. Recuesto la espalda contra ella, presionando la carta en mi pecho, ordenando mis ideas—tratando de hacerlo—, respirando a fuerzas.
Un matrimonio. Pero, ¿cómo pensó que estaría de acuerdo con esto? ¿Quién en su sano juicio se levanta una mañana y se cree que lo mejor es unir tu vida a la de otra persona en secreto? Los latidos truenan en mi cabeza, ya puedo percibir la migraña que empieza a generarse. Esa, y las que vienen, porque tengo la certeza de que este asunto es el inicio de una hecatombe en todos los aspectos de mi vida.
Con las manos temblorosas y los ojos como abnegados de lágrimas, desenvuelvo la hoja y me dispongo a leer:
"Si estás leyendo esta carta, es porque ya has terminado de hablar con Andrea, te has enterado. El tiempo es corto y solo tengo esta hoja, no puedo extenderme como quisiera, por ahora, solo me resta decir que el perdón te lo pido mirándote a la cara. Si, tuve que consultarte sobre esto, pero ya sabía tu respuesta, y necesito, mientras resuelvo todo esto, que estés a salvo en todos los sentidos, porque me considero un tipo con una mente excepcional, pero eso contra de un arma en manos de un ser con complejo de súper villano, no vale de mucho.
Detesto que lo sepas de primera mano.
No puedo estar tranquilo sabiendo que el peligro está afuera, muy cerca de ustedes y yo aquí dentro, y me jode todavía más saber que tengo que alejarme cuándo lo que deseo es tenerte a mi lado, o que me tengas adentro, sabes que de ambas formas soy hombre feliz y satisfecho.
Me debes odiar, no me queda duda, te prometo que puedo oír tus pensamientos.
A tu percepción este es un paso apresurado, aunque no me lo creas, a la mía también, pero, ¿cuándo se han tomado decisiones sencillas para solventar problemas complejos? Probablemente muchas veces, pero esta situación dónde la vida de mi familia continúa en riesgo, no me escogeré lo sencillo, o lo posible.
Te pido que elimines esta carta enseguida acabes de leerla. No me excuso, mi amor, culpable soy, pero mis razones tengo y a continuación te las cuento.
El bueno que no lo es...
Continúo leyendo absorta en las palabras, ceñuda y descolocada. Releo esos últimos párrafos hasta que me los aprendo de memoria. Esos dónde Eros me cuenta lo que sabe, lo que entiende y lo que presiente, esos dónde desborda su mente y no se retrae en relatar con detalles lo que ha descubierto. Repito la lectura de nuevo porque no asimilo lo que ha plasmado en esa caligrafía cursiva que se me dificulta leer, porque de todos los posibles nombres que me pudieron haber cruzado la cabeza, dos son los esperados y uno es lo contrario.
Una corriente gélida me recorre la espina dorsal, las lágrimas espesas desenfocan las letras y trazan un sendero húmedo en mis cachetes y mojando sobre la tinta negra. Sostengo con tanta presión el papel que los costados se arrugan, emulando mi ceño al pasar la vista sobre el nombre.
¿Por qué hacer esto? ¿Por algo que se escapa de sus manos? ¿Por ella, la misma que frente a sus ojos lo descarta par irse con otro? Si pregona a los cuatro vientos el amor que le profesa con tantísimo fervor, ¿cómo es posible que...
—Sol—la voz de Hera acompañado de dos golpes al otro lado de la puerta me saca un susto de muerte—. Francis y Rox ya han llegado con tus papás.
—Ya salgo.
La manilla se mueve, y un hormigueo nervioso me recorre de pies a cabeza. El miedo que vuelve de piedra cuando intenta ingresar, pero el seguro se lo prohíbe.
—¿Te pasa algo? ¿Estás bien?—indaga, golpeteando la madera—. ¿Son las heridas?
—No, no.
Camino de un extremo a otro sin sabe qué hacer. Inspiro hondo en un intento por calmarme. La carta me quema las manos, no me la puedo quedar. Me quedo delante de la papelera, antes de lanzarla, leo las últimas frases con el cuerpo adolorido por la tensión en mis músculos.
Atentamente, tu recién nombrado esposo que te ama como un loco trastornado, Eros Herrera-Tiedemann.
Pd: Me gusta mi nuevo apellido, puedes culpar a Hunter de ello."
Me quito las lágrimas con hosquedad. No es mi esposo, ¡no lo es! No quiero que lo sea. Doblo la hoja a como la recibí, la rompo en trocitos, echo al inodoro y pulso la cadena empotrada en la pared. Y luego de asegurarme que no ha quedado rastro de papel, me lavo las manos y restriego la cara con agua helada.
Evito mirarme al espejo porque de antemano sé que estoy hecha mierda. Abro la puerta de porrazo, consiguiendo a Hera frente a ella, con un gesto preocupado ceñido al rostro.
—¿Todo bien?
Asiento, estirando los labios.
—Todo bien.
Y me tatué la frase porque aún no me alcanza para el anillo de gente pudiente🥹
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